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Homo Capax Dei PDF
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I
convicción era la de todos los materialistas, a saber: lo psíquico y lo que se llama espiritual no
son de una esencia diferente a la de lo biológico y de lo físico, representan simplemente el
peldaño superior de la evolución de la materia. Verdad es que yo me hacía una idea
terriblemente simplista de la concepción “idealista” (así llamábamos a toda filosofía no
materialista) del alma.
Si yo hubiera sido viejo y enfermo, puede que hubiese sentido alguna angustia íntima
ante la perspectiva de una muerte próxima. Sin embargo, no habría visto en ella sino una más
entre las muchas fatalidades desagradables de la naturaleza, como lo son la tormenta y el
granizo, la caída de las hojas en el otoño, los accidentes de trabajo y de tránsito, las
enfermedades y la vejez. En nada de esto veía la necesidad de suponer la existencia de un
dios, de una providencia, de un paraíso. Incluso esperaba bastante ingenuamente que los
progresos de la ciencia permitirían, después de la revolución comunista, la abolición de la
mayoría, si no de la totalidad, de estas miserias. Sobre el destino de mi propia alma, creo que
jamás me formulé ninguna pregunta. Yo era joven y sano, la vida me parecía apasionante:
¿Para qué interrogarme sobre un problema tan ocioso como el de la forma que tendría
después de mi muerte este montoncito de materia que soy? Ni siquiera cuando esperaba que
me condenaran a muerte en las prisiones de Hitler, me hostigaba el problema de la
supervivencia. No tenía miedo a la muerte; en cierto sentido encontraba hermoso tener que
morir a los veinticinco años por lo que me parecía una Causa grande y bella, antes que las
enfermedades y la vejez tuvieran tiempo de hacerme la existencia menos agradable. En
algunos raros momentos, sentía sin embargo un poco de tristeza por haber vivido tan poco,
por dejar tan pocas huellas de mí en el mundo.
Los creyentes, en nuestros viejos países cristianos, no tienen ninguna idea del espesor de
los tabiques que los separan del universo mental de los incrédulos. No es éste el lugar de
establecer su parte de responsabilidad en ese estado de cosas.
Jamás, en esos diez años en que profesaba el marxismo, experimenté ninguna “inquietud
metafísica”, la cual sería, según los creyentes, patrimonio común de la humanidad pensante.
Más tarde, me pregunté si mi ignorancia radical de estas cosas no me había impedido adquirir
conciencia de una realidad que de algún modo me preocupaba. Con toda sinceridad, debo
confesar que, ni siquiera retrospectivamente, me es posible descubrir en aquel muchacho que
fui el menor indicio de preocupaciones metafísicas. Probablemente esta serenidad sea más
rara en quienes el ateísmo no es más que una negación de las creencias religiosas. En mí,
desde el punto de vista psicológico, el comunismo llenaba una función no demasiado
diferente a la que desempeña la religión de los creyentes. Semejante comparación podrá
parecer un escándalo a los ojos del teólogo, y sin duda el teólogo tiene objetivamente razón
contra el psicólogo. ¿No establece la fe religiosa un vínculo ontológico entre le hombre y
Dios? ¿No abre el acceso a la única Trascendencia verdadera? ¿Cómo entonces compararla
con cualquier ideología, convicción o creencia que no superan su inmanencia? Pero el
problema que aquí nos ocupa es también susceptible de un enfoque distinto al de la teología o
de la metafísica. Situándome en un plano rigurosamente subjetivo y existencial, me esfuerzo,
en el curso de este ensayo, por captar la función psicológica de la fe y de la incredulidad.
Mi incredulidad era, pues, otra cosa diferente que la simple negación del Dios de los
cristianos. No sentía ninguna necesidad de Dios para que la existencia me pareciera hermosa
y digna de ser vivida. Si por acaso hubiese recibido en aquel tiempo la iluminación interior,
una especie de revelación cristiana inmediata, me hubiera sentido harto perturbado: no había
en mí lugar para otra cosa sino esta “fe comunista” que me abarcaba por entero. Los hombres
de Iglesia no deben olvidar jamás esta antigua verdad: que la aceptación de la revelación
Teología
I
Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del
hombre principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que la
religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el
espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar
la ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio
político del Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en
materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el poder
público.
Actitud de la Iglesia ante el ateísmo
La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero
con firmeza, como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son
contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de su innata
grandeza.
Quiere, sin embargo, conocer las causas de la negación de Dios que se esconden en la
mente del hombre ateo. Consciente de la gravedad de los problemas planteados por el ateísmo
y movida por el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia juzga que los motivos del
ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen.
La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la
dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección.
Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo,
el hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad.
Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas
temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio.
Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la
dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy con frecuencia sucede-, y los
enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no
raramente al hombre a la desesperación.
Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta
obscuridad. Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes
de la vida, puede huir del todo el interrogante referido. A este problema sólo Dios da
respuesta plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a pensamientos más altos y a
una búsqueda más humilde de la verdad.
El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la
integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como
visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias
bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva
y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer.
Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su
fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la
justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado. Mucho contribuye, finalmente, a esta
afirmación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con espíritu unánime
colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo de unidad.
La Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que
todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo,
en el que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo. Lamenta,
pues, la Iglesia la discriminación entre creyentes y no creyentes que algunas autoridades
políticas, negando los derechos fundamentales de la persona humana, establecen
Teología
I
injustamente. Pide para los creyentes libertad activa para que puedan levantar en este mundo
también un templo a Dios. E invita cortésmente a los ateos a que consideren sin prejuicios el
Evangelio de Cristo.
La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los deseos más
profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre,
devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su mensaje, lejos
de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano. Lo único
que puede llenar el corazón del hombre es aquello que "nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti".
Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 19-21.
El
ateísmo
antropológico
de
Ludwig
Feuerbach
La negación de Dios constituye el elemento más significativo y constante de la filosofía
de L. Feuerbach (1804-1872). En su obra fundamental, La esencia del cristianismo, se
propone mostrar, según sus propias palabras, que «la esencia misma y objetiva de la religión,
especialmente de la cristiana, no es otra cosa que la esencia de los sentimientos humanos... y
por tanto, [que] el secreto de la teología es la antropología». En consecuencia, puede también
decirse que la religión no es sino la proyección inconsciente que hace el hombre de su propia
esencia en un ser ilusorio e ilimitado —Dios— y la relación que establece con él: «El hombre
convierte sus pensamientos e incluso sus afectos en pensamientos y afectos de Dios; su
esencia y su punto de vista en la esencia y punto de vista de Dios»1. La religión es la
expresión, la conciencia de la de la esencia del hombre, esencia no individual, sino genérica,
infinita. ¿Y en qué consiste la esencia del hombre, de la que éste es consciente, o qué es lo
que constituye en el hombre el género?: «la razón, la voluntad, el corazón... Querer, amar,
pensar son las fuerzas supremas, son la esencia absoluta del hombre en cuanto tal, en cuanto
hombre, y el fundamento de su existencia». Por tanto Dios no es más que la proyección de la
razón, la voluntad y el corazón humanos. Pero en la proyección religiosa las cualidades
humanas, limitadas y finitas, son atribuidas a Dios de forma ilimitada e infinita, despojándose
así el hombre de su propia esencia y separándose y distinguiéndose de Dios. Ése es el origen
de la religión: «Primero crea el hombre, inconsciente e involuntariamente, a Dios según su
propia imagen, y luego, a su vez, este Dios crea consciente y voluntariamente a los hombres a
su imagen». Ahora bien, al proyectar sus cualidades y su esencia sobre Dios el hombre
«afirma en Dios lo que se niega a sí mismo». «Lo positivo, lo esencial en la naturaleza de
Dios es puesto por la naturaleza del hombre, por eso al hombre sólo le queda lo negativo. Para
enriquecer a Dios el hombre ha de empobrecerse; para que Dios sea todo el hombre ha de ser
nada». Frente a este proceso de alienación y despojamiento del hombre lo que pretende
entonces Feuerbach es reintegrarle lo que es suyo a través de la identificación del hombre con
Dios: si la esencia del hombre es la esencia de Dios, «así también el amor del hombre por el
hombre debe ser prácticamente la ley primera y suprema. Homo homini deus est: éste es el
primer principio práctico, éste es el momento crítico de la historia de la humanidad».
Luis Miguel Arroyo, El humanismo ateo.
El
agnosticismo
relativista
El agnosticismo reviste varias formas. En ciertos casos, el agnóstico se resiste a negar a
Dios; al contrario, postula la existencia de un ser trascendente que no podría revelarse y del
que nadie podría decir nada. En otros casos, el agnóstico no se pronuncia sobre la existencia
de Dios, manifestando que es imposible probarla e incluso afirmarla o negarla.
Teología
I
El agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios, pero puede
igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión última de la existencia, y
una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo equivale con mucha frecuencia a un
ateísmo práctico
Catecismo de la Iglesia Católica, 2127-2128