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Historias Cruzadas

Crónicas de lo que siguió después de la guerra

Por

Carlos Andrés Cuevas Cárdenas

Jhonn Sebastián Salamanca Alcalá

Bajo la dirección de

Álvaro Lizarralde Díaz

Bogotá, noviembre de 2016


Índice

INTRODUCCIÓN ...................................................................................................................................... 3

CAPÍTULO 1. VIVIR EL DÍA TRAS DÍA SIN UN ARMA ................................................................... 11

CAPÍTULO 2. HORA SOY UN “MOVILIZADO” POR LA PAZ ......................................................... 31

CAPÍTULO 3. ALBERGUES PARA REINTEGRADOS: OTRAS TRINCHERAS.............................. 43

CAPÍTULO 4. LA FAMILIA ANTES QUE LA GUERRA .................................................................... 58


Introducción

Una vez empezamos las entrevistas con los excombatientes de grupos al margen de la ley,
no tuvo que pasar mucho tiempo para llegar a la certeza de que la paz va más allá de una
firma al final de un acuerdo. De nada sirve aplaudir o, por lo contario, criticar el posible fin
de un conflicto armado que ha estado latente durante más de cinco décadas, si en nuestros
corazones solo hay espacio para el miedo, la venganza y el rencor, aun cuando muchos
hemos sido ajenos e indiferentes ante la guerra.

Parece que todavía no hemos aprendido a tolerar la diferencia y a reconocer que en


Colombia cabemos todos, por encima de lo bueno y de lo malo que cada uno de nosotros
alguna vez hayamos hecho. Seguimos teniendo miedo a nuestras raíces, a los dioses y
costumbres de los indígenas que a diario buscan ganarse la vida vendiendo sus tejidos entre
avenidas y aceras; seguimos discriminando a la población afrodescendiente, a pesar de que
ella saca la cara por el deporte colombiano a nivel mundial, sin importar la falta de apoyo;
seguimos excluyendo a la comunidad LGBTI, que no hace más que luchar por vencer el
estigma de ser diferente y reivindicar sus derechos, sin importar lo que esto le parezca malo
a la gente; seguimos ignorando a las víctimas de la guerra, que solo buscan apaciguar el
ruido de los fusiles que alguna vez acabaron con la vida de sus parientes; persistimos en
juzgar a los desmovilizados, que no hacen más que intentar continuar con su vida, en medio
del arrepentimiento por el daño hecho y el rechazo de la sociedad.

No se puede hablar de una paz verdadera si no nos repensamos como país, si no nos
repensamos como personas, si no entendemos que, además de estar unidos por el fútbol,
debemos estarlo para trabajar juntos y así cambiar la realidad que tanto ha atormentado a
nuestros abuelos, padres y hasta a algunos de nosotros, los jóvenes. No se trata de olvidar
las muertes, la guerra, la desigualdad y la injusticia, pero sí de pasar página y, a través de
las experiencias vividas, luchar por un mejor mañana, conmemorando a todos aquellos que
no nos acompañan, pero que dieron su vida por cambiar una Colombia poco alentadora.
Es en ese contexto en el que surge la idea de un libro que, más allá de su cantidad de
páginas, pueda contribuir a superar una de esas tantas problemáticas que tiene el país: la
reintegración de los excombatientes a la vida civil. Se trata de un compilado de crónicas de
exintegrantes de grupos al margen de la Ley, que pone en evidencia no solo la experiencia
de quienes vivieron la guerra, sino su adaptación a la vida en sociedad, tras dejar las armas.

Quizá sean pocos los lectores de este texto, y que algunos de ellos piensen que los relatos
de los excombatientes que hirieron al país durante décadas no merecen ser contados. Pero
basta con que los pocos o muchos lectores comprendan que existen otras realidades
distintas a las que se muestran en los medios de comunicación tradicionales. Basta con que
reflexionen y que, por cuenta propia, den uno de esos tantos pasos para construir paz:
perdonar y dar una segunda oportunidad.

Si usted, querido lector, después de leer estas páginas, concibe que los desmovilizados,
por encima de ser exguerrilleros o exparamilitares, son personas, estará cumplido nuestro
objetivo de contribuir con la memoria y la reconciliación. Pero, en primera instancia,
queremos narrar un poco nuestra experiencia.

Durante la vida universitaria, en el marco de la Facultad de Comunicación Social para la


Paz de la Universidad Santo Tomás, tuvimos la oportunidad de trabajar con todo tipo de
comunidades, cada una de ellas con problemáticas específicas. También tuvimos el gusto
de conocer historias y relatos de quienes tienen voz, pero no un medio para hacerla sentir.
Nos encontramos con vivencias fascinantes que valían la pena ser contadas, a través de la
escritura, la radio o la televisión. Por ello, los semestres noveno y décimo de nuestra
carrera no podían ser la excepción.

En medio de la búsqueda de un tema para la tesis de grado, notamos que resultaba


necesario contribuir con la coyuntura social y política del país, en el contexto de los
diálogos de paz que se estaban llevando a cabo en La Habana, entre el Gobierno y los
militantes de las Farc. Preguntas como ¿de qué manera podemos contribuir con el
posconflicto?, ¿cómo hacer que la gente sea más cercana a la realidad de quienes vivieron
la guerra? y ¿cómo generar paz desde la academia? rondaron por nuestra mente.

Al escuchar a nuestras familias, colegas y amigos hablando acerca de qué era lo que iban a
hacer los desmovilizados luego de dejar las armas a un lado, se despertó un profundo
interés por conocer historias de personas que, en algún momento de su vida, tomaron esa
decisión. Notamos que había bastante desconocimiento en torno al tema de la deserción,
desmovilización y reintegración a la vida civil. Y, ¿cómo no?, si poco o nada se sabe de las
vidas de quienes decidieron renunciar al conflicto armado. Poco o nada se sabe de los
exparamilitares que hicieron parte del programa de desmovilización del expresidente
Álvaro Uribe, o de los exmilitantes de frentes guerrilleros de las FARC o del ELN que hoy
dan su pasos silenciosos en la cotidianidad colombiana.

Como país dejamos en el olvido que factores como la pobreza, el narcotráfico y la ausencia
del Estado en el área rural colombiana contribuyeron con que las FARC, el ELN y los
distintos grupos paramilitares hayan sido violadores de derechos humanos y causantes de
hechos desastrosos.

Aislamos, como sociedad, de nuestros recuerdos ese instante cuando el Estado creó el
programa de desmovilización tanto para guerrilleros como para los paramilitares, con el fin
de que fueran parte, de nuevo, de la sociedad civil. No nos preguntamos si los programas,
tanto para las víctimas como para victimarios, han tenido los resultados esperados y si han
sido equitativos para ellos.

Pocos se han preguntado sobre la vida de los excombatientes que tomaron la decisión de
desertar de sus grupos para formar parte de estos programas.

Si como sociedad no indagamos y no apreciamos los procesos de desmovilización de estas


personas, las dificultades que tuvieron dentro del conflicto armado, sus ilusiones y
esperanzas por un futuro mejor, así como también sus críticas frente a lo que les ofreció el
Gobierno, no podremos pensar en una paz sostenible. No en vano, son los procesos de
desmovilización y reintegración pasados los que dan las pautas, en parte, para sopesar los
retos que nos esperan, una vez empiece la implementación de los acuerdos de La Habana.
Con inocencia relegamos esto, y nos seguimos preguntando por qué, después de 50 años de
guerra, las ráfagas de los fusiles aún no se han silenciado. Solo preguntas al aire sin hacer
mucho por cambiar el panorama. De ahí la desinformación.

"¿Cómo podemos cambiar esa realidad?", nos preguntábamos. Y aunque hoy tenemos la
certeza de que no podemos cambiarla del todo, sí podemos ayudar a transformarla,
informando a las personas y dándoles a conocer las vivencias de quienes tomaron la
decisión de desmovilizarse, luego de durar hasta 20 años combatiendo.

El ideal fue hacer del periodismo propaz y del periodismo público un instrumento para
verificar e indagar lo que pasó con tales actores sociales después de la guerra, además de
construir un producto comunicativo, como este libro, que contribuyera con una memoria
histórica del conflicto y de lo que siguió después de él.

El conflicto armado es un tema que nos compete a todos los colombianos, porque, bien o
mal, no tomamos la decisión de nacer en este país. De ahí la idea de mostrar al ciudadano
común aspectos que no conocen de los desmovilizados, desconocimiento que está latente
en las calles y en el día tras día. Por distintos motivos, los medios de comunicación y demás
entidades no han contribuido a mitigarlo, en gran medida porque no le han hecho un debido
seguimiento a estas realidades.

Que la sociedad cambie el imaginario que se tiene sobre los desmovilizados, a través de
este libro, es el reto que tenemos como estudiantes. Aunque el desafío que tenemos todos
como colombianos para dejar atrás décadas de guerra radica en que conozcamos la otra cara
de la moneda; radica en comprender lo que tuvieron que enfrentar los excombatientes y
esas circunstancias que, de una u otra forma, los obligaron a tomar decisiones equivocadas.
Claro está que sin victimizar, que es lo que comúnmente se hace.

Como estudiantes de periodismo público vimos la necesidad de ser mediadores de los


desmovilizados y así hacer sentir su voz, puesto que, a pesar de ser partícipes del conflicto
armado en nuestro país, pocas veces han sido escuchados.
¿Cuándo se les ha dado realmente voz a las víctimas?¿Cuándo a los excombatientes?
¿Alguna vez se ha escuchado a un grupo de desmovilizados hablar de su proceso de
reinserción? Preguntas como estas dan vida a nuestro trabajo, pues la necesidad de realizar
un periodismo que permita reflejar sensaciones y emociones de las personas directamente
vinculadas a la guerra en este país nos permitiría a todos, como diría Ana María Miralles,
entender la complejidad de las decisiones y posturas que se tienen frente a un determinado
hecho.

Ver el lado humano de quienes alguna vez empuñaron un arma nos permite comprender e
interiorizar las causas del conflicto, para así buscar lo que todo colombiano anhela: la paz
sostenible. Nuestra intención es que se escuchen las voces de los directos implicados, que
permitan abrir el debate público sobre lo que se debe hacer o no, de cara al posconflicto y
los distintos procesos de desmovilización.

En un principio no fue nada fácil tener un contacto con estas personas. Muchos de los
desmovilizados sienten miedo por represalias de los grupos a los que pertenecían, por lo
que ellos puedan contar. Otros se sienten utilizados, pues ven que muchas personas se han
lucrado con sus testimonios. Sin embargo, gracias a la ayuda ofrecida por la Mesa
Nacional de Excombatientes (MNE), nos pudimos relacionar con cuatro desmovilizados,
que nos abrieron su corazón con un único objetivo: mostrarnos que sí se puede dejar atrás el
horror del conflicto y, sobre todo, que la sociedad no debe dejarlos caer en las sombras del
olvido.

Y es que este trabajo es tan nuestro como de quienes dejaron el miedo a un lado y
decidieron contar sus historias, para que no se repitan ciertas falencias en el programa de
reintegración a la vida civil con futuros desmovilizados de las Farc y del Eln; es de quienes
dejaron testimonio de que sí es posible salir adelante, pese a las dificultades de volver a la
vida civil; es de Jefferson, Luis Ángel, Edison y Mario, quienes dejaron su alma y sus
recuerdos al desnudo.

Las historias que tejieron este libro


Tenemos que confesar que en un comienzo hicimos todo lo contrario a lo que se supone
debe hacer un periodista, pues nos acercamos con prejuicios ,y hasta con temores, a los
excombatientes, aun cuando nuestra labor pretendía todo lo contario: dejarlos imaginarios y
estereotipos a un lado y escribir un libro que pusiera la realidad en el plato de la mesa de
nuestros lectores. Sin embargo, bastó asistir a una rueda de prensa y conversar con algunos
de ellos para entender que no son los monstruos que nos pintaron.

Un ejemplo de ello es Jefferson, presidente de la Mesa Nacional de Excombatientes


(MNE), quien nos ayudó a establecer el contacto con algunos de sus compañeros
desmovilizados. De no ser porque él mismo nos lo comentó tras presentarnos, jamás se
hubiera pasado por nuestra mente que fue comandante de uno de los frentes de las que eran
las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc). La cámara que carga en su bolso, junto a su
agenda y una grabadora de voz, dejan en evidencia se cambio de vida: de vivir al margen
de la ley, ahora pasó a ser un estudiante de periodismo.

En ningún momento llegó a victimizarse. Por el contrario, Jefferson expresó que todo lo
malo que le ha llegado a pasar ha sido a raíz de la decisión de ingresar a un grupo armado a
eso de los 21 años de edad. Se arrepiente del daño hechoy , pese a haber sido encarcelado
tres veces durante su carrera universitaria, según él, por delitos que no cometió, está
cursando décimo de Comunicación Social. Y es que cada vez está más convencido de que,
a través de la educación y del periodismo, se puede contribuir con la paz.

Con Luis Ángel y Edison, exmilitantes del Ejército de Liberación Nacional (Eln), ocurrió
algo similar. Jamás imaginamos encontrarnos personas con tales perfiles políticos definidos
y con espíritu crítico frente a la sociedad. Ambos llegaron hace más de 10 años a la capital.

Luis Ángel llegó huyendo del Ejército Nacional y de los grupos paramilitares que operaban
en Barrancabermeja. Se conoció con Jefferson mientras tomaban unos cursos impartidos
por el Estado. Y sin importar que antes fueran enemigos, entablaron una amistad.
Actualmente es administrador público, egresado de la Escuela Superior de Administración
Pública (Esap), y directivo de la junta de la MNE. Su objetivo: luchar por la paz a través de
los argumentos.
Recientemente volvió a visitar su pueblo natal, luego de años en los que le resultaba casi
que imposible aparecerse. Ahora pretende viajar seguido a aquel lugar. Ya no con un
camuflado ni un arma, mucho menos para combatir por la causa, sino con el propósito de
crear escuelas de paz, ya que Barranca ha sido uno de las zonas más afectadas por el
conflicto en el país.

"¡Uy, mi hermano! Pensábamos que estaba muerto". Esa fue la primera frase que Luis
Ángel escuchó tras su regreso a Santander. La pronunció un vecino que lo conocía desde
niño, al tiempo en que le ofrecía una cerveza fría para celebrar las 'buenas nuevas' y, ante
todo, el hecho de que, contra todo pronóstico, estuviera vivo.

Edison, por su parte, duró 20 años militando en el Eln. Tomó la decisión de desertar tras
ver que, durante su estadía en la cárcel, el comando en el que combatía había perdido los
ideales. Durante nuestras conversaciones, comentó que, de un momento a otro, se pasó de
un grupo de insurgencia a uno con características de delincuencia común.

Este personaje, oriundo de Santa Marta, vive de un lado a otro. Algunos días se queda junto
a su familia en San Gil, Santander. En otras ocasiones permanece en una habitación de
alquiler en Bogotá. Mientras está en la capital del país, ayuda con el emprendimiento de
proyectos de la MNE, y subsiste con lo que gana por cuidar carros que la gente parquea en
inmediaciones de la Basílica de Lourdes.

Pese a que Edison tiene varios cursos como tecnólogo en el SENA, debido a su edad, que
está por encima de los 55 años, le resulta difícil conseguir trabajo. Sin embargo, este no es
impedimento para que se sienta pleno. Tal y como él asegura: "Me siento contento, tras
cumplir el anhelo de ver que mi país está dando los primeros pasos para construir la paz; no
solo con las Farc, sino también con el Eln".

Algo similar es lo que siente Mario, quien hizo parte del surgimiento del primer frente
guerrillero de las Farc en Barrancabermeja. Tomó la decisión de desertar al ver que su vida
y la de su familia corrían riesgo, debido a la oposición que él manifestaba frente a los
planes de limpieza social y de extorsión que estaba empezando a realizar el grupo armado.

Combatió 10 años y dice que, por encima de la guerra, lo más difícil que ha tenido que
soportar es el hecho de volver a la vida civil. Encontrarse solo en Bogotá, aun sin
conocerla, le generó una profunda depresión, en especial porque a diario tuvo que vivir con
el temor de que su esposa y sus dos hijos fueran asesinados en Barranquilla, donde estaban
escondidos.

En la actualidad, Mario vive en Usme y está sin empleo, porque el Jardín Botánico, con el
que trabajaba, hizo un recorte de personal. Comenta que haber dejado las Farc fue la mejor
decisión de su vida, mucho más tras ver los resultados: "Vivo feliz, compartiendo junto a
mi familia. Mi mayor orgullo son mis hijos. La mayor es contadora pública y el menor está
estudiando para ser profesor".

Estas cuatro historias, que reflejan la realidad de miles de excombatientes, que lo único que
quieren es tener una vida normal, son las que tejen este libro.
Capítulo 1

Vivir el día tras día sin un arma

Cámaras de televisión, grabadoras de voz y algunos celulares permanecían levantados por


las manos de periodistas y universitarios, que estaban a la expectativa de la rueda de prensa.
Eran las 10 de la mañana. La Mesa Nacional de Excombatientes (MNE) se disponía a dar
su discurso, en medio de un pasillo, de un no tan decoroso centro comercial, ubicado en la
carrera décima con calle 19.

En el escenario -compuesto por una mesa, cuatro sillas y una bandera de Colombia- estaban
ubicados dos exparamilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y dos
exguerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (Eln). En esta ocasión, no había banderas
y colores para diferenciar a un grupo del otro. Por el contario, ambos bandos estaban más
unidos que nunca, silenciando con palabras -como debió ser desde un principio- el ruido de
los fusiles que tanto se han disparado durante el conflicto armado.

A Jefferson Perea, presidente de la MNE, jamás se le pasó por su mente la idea de estar
sentado, en una misma mesa, con quienes antes eran sus enemigos. Resultaba extraño creer
que, tras años de combate, producto de una guerra declarada, exmilitantes guerrilleros y
paramilitares trabajarían juntos por esa paz tan anhelada desde hace décadas. Aun así, este
hombre afrodescendiente, de 39 años, estaba convencido de que era el camino correcto, ese
del cual se había apartado en su juventud.

Transcurrieron unos minutos mientras se finiquitaban algunos detalles, como acomodar los
micrófonos y solicitar al dueño de un establecimiento comercial bajar el volumen de la
música de Juan Gabriel. Por fin se dio inicio a la rueda de prensa. Jefferson procedió a
hablar. Durante unos minutos leyó un discurso de tres páginas, construido de manera
conjunta con su compañero Luis Ángel (exmilitante del Eln), en el que no solo se le pedía
al Gobierno la posibilidad de ser tenidos en cuenta en el actual proceso de paz, sino que se
apoyaba, de manera rotunda, la firma del fin al conflicto y el "sí" en el plebiscito.

"No se trata de Santos o de Uribe. La paz tiene que ir más allá de un representante o un
partido político. Se trata del fin a un conflicto armado de más de 50 años. Por ello,
nosotros, los excombatientes, así como tuvimos la capacidad de hacer la guerra, también
tenemos la capacidad de contribuir con la paz", afirmó Jefferson, apoyado y aplaudido por
los integrantes de la Mesa. Seguido de ello, unas cuantas preguntas con las cuales se cerró
el evento.

Todo había acabado ya. Jefferson se acomodaba su camisa, sonreía, saludaba a los
asistentes y les ofrecía su ayuda en caso de que alguno necesitara más información acerca
de la MNE.

- Tiene facilidad para hablar en público, ¿Cuál es su profesión?

- Yo soy colega de más de uno de los asistentes. Soy estudiante de décimo semestre de
Comunicación Social. ¡Y pensar que años atrás había dado casi que mi vida a las Auc!

Cambiar las minas por el oro

Luego de una noche de tragos con mis amigos, madrugué para inscribirme -porque había
convocatorias- a las Auc. En mi maleta alisté dos cobijas, ropa interior, una camisa y un
pantalón, tal y como se me había explicado. Mi hermana se dio cuenta y me preguntó:
"¿Vos para dónde vas?" "Me voy donde los paracos, respondí". Recuerdo que se puso a
llorar y se me arrodilló para que no me fuera. Me tocó empujarla y hacerla a un lado para
salir de la casa. Sin embargo, corrió, entre lágrimas, detrás de mí. Pero ya no había vuelta
atrás.

Jefferson recuerda ese instante y parece que lo estuviera viviendo de nuevo, aunque hayan
pasado casi dos décadas desde aquel acontecimiento, en el que se quedó sin voz frente a la
pregunta de su hermana, que ha sido y sigue siendo como su segunda madre. En esa
ocasión, junto a la puerta verde de la casa humilde en la que vivía, se disponía a dar el
primer paso rumbo a la perdición, porque esto fue lo que las Auc representaron en su vida.
El orgullo que siempre lo ha caracterizado lo impulsó a seguir caminando, sin mirar atrás,
por las calles polvorientas, que lo llevarían hacia la desgracia. Ese, sin duda, fue el
comienzo del final. Era la primera vez que, en medio del calor antioqueño, Jefferson sentía
la angustia propia de la guerra.
Para esa época, él tenía 21 años. A pesar de haber nacido en Quibdó, se había criado en
Zaragoza, un corregimiento ubicado a 10 horas de Medellín. Días antes de abandonar la
vida civil, se había dedicado a trabajar en una mina, a las orillas de un río ubicado entre dos
montañas, aún más resplandeciente que el oro que se extraía día tras día. Si fuera por la
riqueza del paisaje, Jefferson hubiera seguido trabajando allí, pero él quería ganar mucho
más de lo que le pagaban por trabajar de sol a sol. No le bastaba con lo que tenía. Él quería
una riqueza de verdad, creyendo que esta le generaría felicidad.

No me iba nada mal. Al menos ganaba lo suficiente para comprar ropa y tomarme unos
tragos, las principales preocupaciones de un hombre de esa edad. Eso y las mujeres. Era
tal la unión de quienes trabajábamos allí, que parecíamos una familia. Pero yo quería más.

Meses atrás, Jefferson ya había contemplado la idea de hacer parte de los paramilitares, o
los 'mochacabezas', como asegura él que les decían a estas personas. Algunos de sus
amigos de la cuadra, que ya hacían parte de este grupo, le extendían la invitación, pero él,
por temor, no se había atrevido a aceptarla, aunque le llamaban la atención 'las pintas' que
se compraban y el trago que bebían con la plata que ganaban.

La tía con la que vivía era buena gente. Pero, cuando se enojaba, me sacaba todo en cara.
Tanto, que un día me echó de la casa. Después de ese hecho, duré tres días para tomar la
decisión de irme con los paramilitares, no solo por la plata, sino en venganza hacia ella,
pues le atemorizaban estas personas. También lo hice para comprobar qué tan cierto era
todo lo que se decía de este grupo.

Jefferson vuelve hacia el pasado y se acuerda de uno de los hechos que más han trascendido
en su vida. Incluso, más que haber dejado a su hermanada llorando, rogándole para que no
se fuera donde los 'paras'. Se trata de la primera vez que vio cómo su comandante picaba
personas vivas para escarmentar a los nuevos militantes de las Auc. Lo que para él era un
mito, se había vuelto realidad.

El día en que salió de la casa para enrolarse con los paramilitares, abandonó Zaragoza y se
fue hasta El Bagre y, posteriormente, a Puerto López, donde se reuniría con su
comandante. En principio, el lugar al cual llegó no era un monte, como lo imaginaba, sino
una escuela de instrucción. A pesar del miedo que lo invadía, pensó que no le iría tan mal.
"El ambiente era bueno, sobre todo porque estaba acompañado de mis amigos de
Zaragoza", dice.

Los primeros días solía patrullar por el pueblo junto a sus compañeros de comando, como
un militar del Estado, inclusive legitimado por las personas del pueblo, cansadas de la
presencia de la guerrilla. "A veces la gente nos daba de comer. Lastimosamente, no
podíamos recibir porque se nos había dicho que nos podían envenenar", asegura Jefferson y
agrega que "en ese entonces comencé a ver a todo mundo como sospechoso. Que si alguien
tenía barba o areticos, entonces era guerrillero; si fumaba marihuana, igual. Eso era lo que
se nos enseñaba". Lo paradójico, según cuenta, es que su comandante era 'mechudo' y que
más de uno del grupo consumía drogas.

Pero lo peor estaba por venir:

A los tres días de haber ingresado al grupo, vendría la primera prueba de fuego. Resulta
que llevaron dos personas a la escuela de instrucción para matarlas. Se habían hecho
pasar por paramilitares, aun cuando eran guerrilleros, y tenían que pagar las
consecuencias.

De un momento a otro, mi comandante mandó a llamarnos a todos los reclutas, o sea, a los
nuevos. Nos hicieron sentarnos en unas sillas para ver cómo picaban vivos a los dos
infiltrados. Luego, mi jefe preguntó: "¿Hay alguien que se haya arrepentido de ingresar
aquí? De ser así, todavía está a tiempo de irse". Intenté levantar la mano, pero la persona
que estaba al lado mío la sujetó tan fuerte que no pude hacerlo. Y menos mal.

Dos reclutas levantaron la mano. Entonces, mi jefe dijo: "Está bien, se pueden ir". Cuando
se dieron la vuelta, les dispararon por la espalda y los asesinaron. De no ser por la
persona que estaba a mi lado, me habría ocurrido lo mismo.

A Jefferson se la hace un nudo en la garganta, pero sigue con el relato. Comenta, con cierta
vergüenza, que, minutos después de haber observado aquel suceso, se vomitó y hasta se
desmayó. Tal vez por la ingenuidad propia de los adolescentes y por el deseo de tener más,
Jefferson había ingresado a las Auc, ignorando que la guerra no era un juego de niños. La
realidad se había tornado más dura de lo que creía, en especial cuando pudo comprobar, por
ilógico que resulte, hasta dónde podía llegar la barbarie del ser humano ¿Era necesario
asesinar y picar vivas a las personas por no compartir el mismo modo de pensar de un
grupo de extrema derecha? No. Pero de haber dado reversa a su decisión, a Jefferson lo
hubieran matado. Lo cierto es que él había comprendido que hubiese sido mejor haberse
quedado con la riqueza de los paisajes antioqueños, que con escenas y recuerdos
imborrables de un conflicto armado que evidenciaba la decadencia de nuestra sociedad y,
en especial, de las acciones cometidas por los grupos armados al margen de la ley.

- ¿Y no intentó volarse?

- Después de unos días mi tía llegó a la escuela de instrucción para decirle a mi


comandante que me dejara ir con ella. Quizá, esa era la oportunidad, puesto que él me
preguntó si quería devolverme para mi pueblo. Entonces dije que no. Mis palabras hacia
ella fueron: "Señora, tiene cinco minutos para irse de aquí". Sentí que si aceptaba irme con
mi tía, me matarían uno o dos días después. Y si no se metían conmigo, se metían con mi
familia. Ya me tocaba asumir la decisión que había tomado.

Luego del paso por la escuela de instrucción, a Jefferson le tocó combatir en el monte, en
Zaragoza, donde había trabajado como minero, razón por la cual, después de un tiempo,
pidió el trasladó a Caquetá. De acuerdo con él, "patrullar en el pueblo donde te conocen es
difícil, en especial porque a veces te mandaban a hacer daño a tus amigos o a personas
cercanas a ti. Además, allá estaba mi familia".

De recluta a comandante

Seguimos sentados en un café, en el sector de La Candelaria, tras encontrarnos en la Plaza


de Bolívar, y Jefferson continúa con su historia, tal vez con menos melancolía que antes,
cuando relataba la forma en que se unió a las Auc. Tampoco quiero decir que se expresa
con orgullo. Más bien lo contrario. Su voz y el ritmo con el que habla generan la impresión
de querer pasar lo más rápido posible por esa parte de su historia no tan grata, al menos
moralmente.

En Caquetá asumí el rol de comandante. Tenía unos 500 hombres que seguían mis
órdenes. Estaba en un grupo preferencial de personas a las cuales, a diferencia de los
combatientes, se les pagaba mucho más que 300 mil pesos, y tenía un mejor trato. Pienso
que por eso aún no había tomado la decisión de desertar. A ello hay que sumarle el hecho
de conseguir mi primera esposa -así se refiere a la mamá de su primer hijo- y de su
embarazo.

Al hablar de su hijo, se enorgullece. Mucho más, cuando cuenta cómo conoció a su primera
esposa. De nuevo, Jefferson vuelve al pasado, mirando al infinito, probablemente recreando
los escenarios y las imágenes de aquel suceso, para continuar con la conversación.

Un día, como parte de su trabajo, tuvo que planear un operativo en una finca en la que
había cultivos ilícitos de la guerrilla, que tenían que ser erradicados. Por ser el hombre al
mando, tenía que entrar a aquella propiedad tan solo cuando sus hombres hubieran
culminado con su labor. "No era nada del otro mundo", pensaba Jefferson en esa ocasión,
ignorando que conocería a su primer amor, ese con el que todos hemos soñado y que, sin
importar el transcurrir de los años, siempre está presente.

Entró a la finca con la autoridad que, se suponía, debía tener un comandante. El operativo
había sido positivo. Solo había un problema. Una señora mayor que él, iracunda, le gritaba
y le reclamaba por lo sucedido. No se trataba de los cultivos erradicados, sino del robo de
unas joyas, realizado por los 'paras'. Sumado a ello, una mujer desmayada del susto en una
de las habitaciones del lugar.

Desde el instante en que la vio, frágil, delicada y desmayada, él supo que no había llegado a
aquella finca por mera casualidad. Tal vez estaba escrito en el destino -para quienes creen
en él- que tenía que conocerla. Como un loco enamorado, al estilo de las películas de
Hollywood, optó por darle respiración boca a boca y, posteriormente, llevarla al hospital.

Al otro día fui a visitarla a su casa para saber de su salud y para hablar con su mamá
acerca de lo ocurrido. Para desgracia mía, efectivamente, mis subordinados habían
hurtado las joyas de aquella señora. Tuve que comunicárselo a mi jefe, porque eso era
considerado uno deshonra. La decisión de mi comandante fue acribillarlos, a todos,
porque no estábamos de acuerdo con ese tipo de actos.
De un momento a otro, sin quererlo, sin tan siquiera premeditarlo, comencé a visitar de
manera constante a aquella chica. Me enamoré y me ennovié con ella. Para sorpresa mía,
no tenía más que 13 años de edad. Sin embargo, eso solo lo supe después de haberla
dejado embarazada. Yo ya era un hombre hecho y derecho y asumí la responsabilidad.

Hoy mi niño, que es todo un gigante, tiene ya 12 años. Está bravo porque hace unos meses
no lo veo, pero sé que cuando le cuente que no he tenido plata para irme hasta Caquetá,
me entenderá. Tengo que explicarle algunas cosas. Él siempre me pregunta: "¿Por qué si
te llamas Jefferson, en Facebook apareces con otro nombre?". Me toca hablarle del
porqué tuve que cambiar de identidad.

Jefferson, que comenzó a hablar de esta parte de su vida con cierta emoción, empieza a
desdibujar la sonrisa de su rostro y me explica que uno de los aspectos más duros del
conflicto armado es tener que cambiar de nombre y de identidad. Aunque esto, al parecer,
no es sino una estrategia para que ni los enemigos, ni el Estado conozcan a ciencia cierta
quién es cada combatiente. Por tanto, tiene un trasfondo.

Tú dejas de ser una persona diferente al resto del mundo. Tu pasado, presente y futuro con
tu familia quedan relegados a un lado, porque tienes que, casi que por cuestión de
supervivencia, desligarte de tus seres queridos.

El hombre bebe un sorbo de jugo. Me mira y me dice: "Aquí viene lo duro".

Con el paso del tiempo, un miembro del frente de las Auc al cual pertenecía Jefferson
quería hacerse con el poder, y ello significaba deshacerse del jefe y de la mano derecha de
este, es decir, de Jefferson. Estaba ocurriendo eso que siempre temió, que su vida corriera
un inminente peligro, mucho más tras una llamada inesperada.

- Venga al campamento sin armas y sin escoltas- sentenció, a través del teléfono, aquel
hombre que quería asumir el poder.

Luego, Jefferson llamó al jefe para comentarle de la situación.

- Piérdase de ahí, ¡pero ya! ¡Váyase para Bogotá, porque lo matan!- aulló, con tono de
alerta.
Entonces me tocó pedir un taxi y decirle al conductor que recogiera una plata mía.
Enseguida de eso pasé donde mi suegra y le dejé unos millones. Le dije que me tenía que
ir y que no sabía cuándo iba a volver", dijo el hombre , como si hubiese sido toda una
pesadilla. Y es que para él, salir del Caquetá y llegar a Bogotá vivo, junto con su fusil y su
revólver, fue todo un milagro, sin importar los siete días que le tomó.

-¿Y luego qué siguió?

- Deserté y unos meses después comencé a hacer parte del programa de desmovilización y
reintegración.

Entre el temor y la incertidumbre

Más de cinco años que parecieron 20. Ese fue el tiempo que estuvo vinculado a las Auc
antes de desertar. Tras 'volarse' del Caquetá, una zona casi que olvidada por el resto del
país, a la cual conocía perfectamente, a Jefferson le tocaba asumir un nuevo reto: la
desmovilización y, posteriormente, la reintegración a la vida civil. Claro está, que en una
ciudad diferente, a la cual poco o nada conocía, Bogotá.

Estuve a la deriva, apartado de todo mundo. No sabía que existía un programa de


desmovilización para los paramilitares y por ello duré sólo dos meses, sin acogerme a los
planes que ofrecía el Gobierno. No sabía qué iba a pasar conmigo porque más de uno me
estaba buscando para matarme.

Para él, uno de los aspectos más difíciles que tuvo que afrontar al acogerse al programa de
desmovilización fue entregar su fusil. No había algo que le generara tanta angustia como el
hecho de encontrarse sin un arma, ese "amigo" casi que imaginario que siempre lo
acompañó y que representaba su propia vida.

Mientras estuve con los paramilitares me enseñaron que en un combate, más allá de la
vida de los militantes, lo que primaba era conservar las armas. Si uno las perdía, no podía
volver al campamento, puesto que ellas valían más que nuestras vidas.

En el comienzo del programa, a Jefferson lo llevaron a uno de esos tantos albergues para
excombatientes. Sin embargo, como había tenido un rango de comandante y su vida estaba
corriendo riesgo, decidieron llevarlo a un lugar aparte y brindarle -si cabe la expresión-
ciertos 'beneficios'. El primero de ellos fue mantenerlo oculto en una casa en el sector de
Usaquén, en el que lo hicieron pasar por uno de los ayudantes de un cura. Pero, como de
eso tan bueno no dan tanto, los dichosos privilegios no eran gratis.

Cuando usted entra a un programa de desmovilización le piden dos cosas. Una de ellas es
prometer que uno no va a volver a delinquir. La otra es que tiene que ayudar con todo tipo
de información para capturar a los miembros del grupo en el cual usted estaba. Esas eran
las condiciones. Lo paradójico es que, de cierto modo, me obligaban a entrar nuevamente
a ese conflicto del cual había huido.

Jefferson cree que uno de los factores más tediosos y difíciles de asimilar era casi que
asumir el papel de 'sapo' -típico en esas series de guerra que tanto gustan en nuestro país- en
contra del grupo en el cual militó. Pero era eso o que fuera arrestado, o que siguiera
huyendo.

Durante ese proceso, se encontró con un miembro del Ejército que le brindó la confianza
necesaria para afrontar lo que se venía. No, no se trataba de un aliado del pasado. Por el
contrario, aquel hombre con el cual se topó por sorpresa era el mismo que lo había
intentando arrestar dos veces, de manera fallida, en el Caquetá. Y entonces, ¿por qué le
brindaba confianza? Porque, a pesar del dinero que Jefferson alguna vez le mandó para que
se olvidará de él y de sus crímenes, el comandante nunca se dejó sobornar.

Esa misma tardé me pidieron información de lugares, propiedades, rutas y puntos


estratégicos. Todo, absolutamente todo. Les ayudé a montar un operativo en contra de mi
grupo, porque estaba ofendido por la forma en que me tocó salir del Caquetá. Estaba
ofendido con todas esas personas.

Cinco de la mañana. Estaba por amanecer en la fría Bogotá, que se tornaba helada en la
localidad de Usaquén, por su cercanía a los cerros. Una nueva llamada, una de esas que
tanto lo han atormentado, como aquella por la cual tuvo que llegar a la capital.
- Necesito que se asome a la ventana, que salga de la casa y luego se suba al carro- decía
una voz a través del teléfono que tenía en sus manos, brindado por el comandante del
Ejército al cual le había dado toda la información.

Minutos después de haber hecho caso a la orden, se hallaban frente a unos aviones. No era
el aeropuerto El Dorado, sino el Comando Aéreo de Transporte Militar (Catam). De nuevo,
Jefferson tenía que ponerse un camuflado y un pasamontañas, aunque en esta ocasión era el
del Ejército y no el de las Auc. Ya estando en el avión Hércules, le dijeron que llamara a
quien tuviera que llamar, porque se iban al Caquetá a realizar el operativo que él había
ayudado a planear.

Llamé a un parcero y le dije que se fuera de allá, que íbamos a hacer un operativo ni el
hijueputa. Me comuniqué con él porque, a pesar de ser chismoso, era el único que sabía de
la existencia de mi hijo y había guardado el secreto. Además de no decir ni una sola
palabra, para evitar que me mataran al niño, él casi que lo apadrinó y le compró el coche
y otras cositas cuando nació.

Esa fue de las pocas veces durante la conversación en la que Jefferson se mostró confiado
por una persona de manera plena. Aquel amigo jamás lo delató.

Todo lo planeado salió como se esperaba; el operativo fue exitoso. Se capturaron 26


personas y se incautaron motos, carros, armas y hasta cargamentos de coca. "Pero la vaina
no era tan buena. En ese instante comprendí que el haber hecho eso representaba la muerte
para mí. Dejar las Auc implicó un proceso muy duro", señala, luego de un suspiro,
Jefferson.

El siguiente paso, para brindarle seguridad, era cambiar su nombre. Al menos así lo planteó
la Fiscalía, que también optó, como medida preventiva, por mandarlo a vivir a Cali. Y si
bien los primeros meses estuvo solo, después de un tiempo le llevaron a su hijo y a su
esposa, como dos vinculados más al programa. Pero, por paradójico que suene, las cosas no
marcharon del todo bien.

Esa situación fue la más complicada para mí. Por cuestiones de seguridad, estaba
encerrado en mi casa casi que las 24 horas al día, aunque deseaba todo lo contario.
Quería soltar todos esos deseos reprimidos que tenía y que no pude realizar mientras
estuve en las Auc. Y hablo de deseos como tomarme una cerveza, en una tienda de la
esquina, sin el temor de morir.

Jefferson, cuenta, además, que durante su estadía en Cali había cambiado el miedo de ser
asesinado por el temor de que los paramilitares atentaran contra la vida de su esposa y la
de su hijo.

Su comportamiento comenzó a empeorar. A pesar de estar bajo un programa de


reintegración a la vida civil, no se hallaba compartiendo con otras personas . Por su mente
solo rondaba la idea de que todo mundo lo observaba, lo espiaba y hasta le hablaba para
sacarle información y planear un atentado en contra de su familia. De ahí que prefirió
decirle a su esposa y a su hijo que se devolvieran a Caquetá.

"Vivir el día a día", dice Jefferson. Así se resume esa etapa. Entrar a su casa, correr, girar,
arrinconarse, prender las luces y verificar que no hubiera alguien con un arma apuntándole.
"Vivir el día a día", sin planes a futuro, como consecuencia de una mala decisión y con un
temor con el que ni siquiera en los combates tuvo que lidiar. "Vivir el día a día", sin su
arma, sin esa amiga imaginaria que lo acompañó noche tras noche, mientras patrullaba en el
monte.

Las únicas que me ayudaron a cambiar la percepción que yo tenía y que me hicieron creer
que podía darle un nuevo giro a mi vida fueron las cuatro psicólogas que tuve. Hoy doy
gracias a ellas porque me enseñaron a trazarme planes y a confiar en los demás. Aprendí a
ser más sociable y menos hermético con las personas. Aunque me costó, deje la
desconfianza hacia el otro, aislando el pensamiento de que todo el mundo era malo y que
cualquiera me podía traicionar.

Jefferson, con orgullo de sí mismo, reconoce que no fue nada fácil este proceso, debido a
que siempre fue reacio y escéptico frente a las buenas intenciones de las personas. Además,
confiesa que en un inicio trató mal a las psicólogas y hasta que les gritó 'sapas' en más de
una ocasión, pensando, erróneamente, que eran infiltradas y que querían sacarle
información.
Recuerdo que, al ver el buen trato y las palabras de una de las psicólogas, aun después de
haberla insultado, me puse a llorar. Ese hecho partió mi vida en dos y generó en mí un
cambio radical, porque me volví más sensible, después de pasar años sin botar ni una sola
lágrima, sobre todo durante mi estadía con los 'paras'. En ese entonces, aprendí que el
enemigo en todo este proceso, y en mi vida, he sido yo mismo, utilizando una caparazón
para alejarme de los demás. Antes no le daba mi número telefónico a alguien, ni siquiera a
los miembros de mi familia, porque también los llegué a ver como mis enemigos.

Medios sin remedios, la razón de ser de un periodista

Ocho meses en Cali y no aguantó más. No se había acostumbrado a esa ciudad, mucho
menos a tener que estar encerrado por temor. Firmar, por cuenta propia, un documento en el
que renunciaba a la protección de las Fiscalía, dejando claro que el tema de su seguridad
quedaba únicamente en manos de él, fue el primer paso para hacer el intento de dejar a un
lado los fantasmas del pasado. Le esperaba un reto, de nuevo, en la fría capital -no tanto por
el clima, sino por el trato de la gente-.

Regresar a Bogotá no fue tarea fácil. En un comienzo, Jefferson tuvo que enfrentar una
dura realidad, no solo para un excombatiente, también para unos cuantos millones de
personas en el país: el desempleo. Y es que si es complicado conseguir trabajo con un
pregrado y sin haber cometido delitos, lo es, mucho más, cuando se tiene encima el peso de
la palabra 'desmovilizado'.

Sumado a esto, como explicó Jefferson, está el hecho de que algunos excombatientes
tengan que vivir en el anonimato para que no den con el paradero de ellos. Estas personas
tienen un condicionante: por no haberse desmovilizado junto a un grupo grande, sino de
manera individual, no pueden volver al lugar en el que residían (Zaragoza, Antioquia, en el
caso de él) , no porque la ley se los impida, pero sí por las cuentas pendientes, como haber
abandonado el grupo al que pertenecían.

Sin entrar a justificar, es por esta razón que algunas personas vuelven a ingresar a un
grupo armado al margen de la ley, como las Bacrim. A mí, en más de una ocasión, me
ofrecieron integrarme a estos grupos, inclusive volver a las Auc, pero no acepté porque yo
hice un compromiso serio y consciente de no volver a delinquir. Yo sé cómo es el estilo de
vida estando en el monte, y así como yo corrí con la suerte de contar mi historia, hubo
compañeros que no lo pudieron hacer y que los mataron uno o dos días después de
desertar.

Jefferson me mira a los ojos y agrega que lo que menos quería era victimizarse, como
solían hacerlo algunas desmovilizados y reinsertados. "Todo esto por lo que tuve que pasar
es producto de una mala decisión que yo tomé y que he tenido que asumir. Y si me
preguntan: '¿Se arrepiente?', respondo que sí. Lo importante aquí es tener el valor de asumir
la responsabilidad y, especialmente, aprender de los errores que se cometieron para no
volverlos a repetir".

A pesar de unos días sombríos, por lo menos en cuanto al acceso a un trabajo, a Jefferson le
llegó la oportunidad que estaba esperando, esa que le abriría otras puertas. Una de las
psicólogas que lo venían acompañando en su proceso le ofreció trabajar junto a ella, en un
observatorio de desmovilización y reintegración de la Universidad Nacional. Lo mejor no
solo era el sueldo, de un millón ochocientos mil, sino el poder desempeñarse en un campo
en el que ya tenía experiencia.

"Lo primero que me tocó hacer fue conseguir el contacto de cinco excombatientes para
realizarles unas entrevistas y hacerles seguimiento a sus procesos. Más de uno ya me
conocía y facilitó mi trabajo", dice Jefferson, acordándose de ello como si fuera uno de esos
golpes de suerte, o del destino, que tuvo tras la reintegración a la vida civil.

Y parecía que la vida seguía sonriéndole a aquel hombre, tras dejar a un lado, de forma
definitiva, las armas. En el 2008, se ofrecieron cinco becas para pregrado a los
excombatientes que residieran en Bogotá. La tutora de Jefferson decidió que participara en
la convocatoria ¿Y adivinen qué? Pasó. Ahora, él es una de esas tantas personas que tienen
el privilegio de decir que estudió lo que más le apasiona.

Yo no creía lo que me estaba pasando. Me preguntaba si todo era real. Conté con un punto
a favor y es que, antes de entrar a las Auc, ya había terminado mi bachillerato. Lo que
seguía era conseguir la universidad en la cual quería entrar. Pensé en Los Andes y en el
Externado, pero esas universidades son de gente con plata. Entonces alguien me habló de
la Central y opté por ingresar ahí.
- ¿Por qué Comunicación Social?

- ¡Uy!, buena pregunta, colega. Yo siento que uno de los factores que más ha influido en el
conflicto armado es el periodismo, sobre todo porque en muchas ocasiones lo que se dice
no es del todo cierto. La información que se brinda es acomodada. Además, siempre se
muestra a las personas desmovilizadas como lo peor, creando imaginarios que se instalan
en la mente de las personas -un suspiro y continúa hablando-. Entonces, estudié eso
porque quiero mostrar otra perspectiva de la realidad, decirle a la gente que, por encima
de lo que fuimos tiempo atrás, nosotros -los excombatientes- somos personas con familias,
sueños, preocupaciones, al igual que los demás. Sabemos mucho más que disparar, aunque
a veces se señale lo contrario.

Jefferson habla con la propiedad suficiente para criticar a los medios -como se ha hecho en
más de una ocasión- y con la certeza necesaria para creer que el periodismo es pieza
fundamental para apostarle a la paz. Después de todo, a diferencia de muchos que asumen
el rol de expertos, él sí ha estado inmerso en el conflicto.

Y como toda etapa nueva es difícil de asimilar, para Jefferson esta no fue a la excepción.
Entrar a la universidad con 31 años, sin amigos, sin una persona afrodescendiente como él,
frente a jóvenes 'pilos' de 16 y 17 años, resultó intimidante. "Yo pensaba que estaba en el
lugar equivocado, que esos jóvenes me iban a comer vivo. Me sentía perdido, porque
llevaba años sin estudiar. Sin embargo, en el primer semestre tuve un promedio de 4.2".

Sorpresas gratas y no tan gratas

En el segundo semestre, las cosas fueron mejorando. Jefferson se fue metiendo en el


cuento, acostumbrándose a los rolos y pasándola mejor. En el tercero, seguía con un buen
promedio, destacándose en materias relacionadas con el conflicto armado. En cuarto,
llegarían a su vida otras sorpresas, unas más gratas que otras.

Conoció a una mujer blanca y de ojos verdes. De nuevo, se había enamorado, quizás con
más intensidad que la primera vez. Al menos eso creía él. Esta vez, ya con trabajo y
estudiando, el embarazo de su prometida no resultaba tan difícil de asimilar. Por el
contrario, Jefferson sentía que todo no podía marchar mejor, que su vida, aún estando en
riesgo, cada vez se tornaba más feliz. Que sacrificios como salir de su casa a las 7 de la
mañana y regresar a las 11 de la noche, luego de estudiar y trabajar, valían la pena, todavía
más, cuando encontraba a la mujer a la que amaba, en la sala de su casa, esperando su
llegada.

Y aunque Jefferson no sabía qué tanto de sabias podían tener frases como "cuando una
persona abandona tu vida, otra llega, para ayudarte a superar esa partida" -que, por lo
general, suelen pronunciar las mamás o las abuelitas-, en ese momento de su vida había
comprendido, dolorosamente, que algo de verdad sí tenían. Al igual que en el pasado, y
como si fuera su verdugo, una nueva llamada telefónica, en esta ocasión a su esposa, le
anunciaba lo inesperado.

- Hola, por favor, ¿podés pasarme a Jefferson? -decían del otro lado de la línea, a las 10 de
la noche.

- Un momento... Te necesitan. Es alguien que está llorando.

De inmediato, Jefferson supo que era de Medellín. Ese tipo de llamadas solo podían venir
de uno de los lugares en los que se crió.

- Vea, primo -decía la misma voz llorando- a su mamá le dio un infarto y pueda que no pase
la noche.

- Ya mismo salgo para allá -dijo, seco, Jefferson. Luego colgó.

Continúa la charla en la tienda de La Candelaria y Jefferson, sin la misma fuerza en la voz


que cuando hablaba de la necesidad de un periodismo para la paz, me comenta que en ese
entonces -es decir, cuando recibió la llamada- , llevaba 15 años sin ver a su mamá. "Ella no
sabía que yo trabaja con los 'paracos', hasta que alguien, después de que yo desertara, le
contó. Yo le enviaba plata y hablaba con ella por teléfono. Entonces me decía: ¿De dónde
sacas tanto dinero? Ten mucho cuidado que te vi en un sueño de sangre". Hace una pausa y
retoma la historia.

En el instante que siguió a la llamada, estaba destrozado por dentro, 'vuelto nada', como se
diría coloquialmente. Aun así, su rostro no se inmutaba. Él trataba de esconder el dolor que
sentía, mientras alistaba su equipaje para viajar a Medellín, con el miedo de dejar a su
esposa ad portas de cumplir nueve meses de embarazo.

Cuando llegó al hospital, su mamá estaba en coma. Y si bien dicen que este tipo de
pacientes también escucha, Jefferson no pudo decirle, siquiera, un 'te quiero'. No por
escepticismo a que su madre pudiera oírlo, sino porque no se sentía capaz. Era un hielo
completo. Pese a esto, llegó a sentir que ella le sujetaba la mano, pero, como le dijo el
doctor, no se trataba de algo más que de un movimiento involuntario.

Al otro día los médicos dijeron que iban a ser honestos conmigo, que el estado de mi mamá
era grave porque tenía mucha sangre en la cabeza y que, así cómo podía despertar en unas
horas, podía hacerlo en años. Mientras tanto, mi mujer estaba con dolores, ya casi que en
etapa de parto.

Se regresó a Bogotá con remordimiento de no poderle hablar a su mamá y de haberle


entregado a las Auc parte de su vida que, perfectamente, por redundante que pueda ser,
hubiera podido darle a quien le dio la vida a él. Nada podía hacer y Jefferson lo sabía,
aunque no lo asimilaba. A pesar de no haber visto, durante 15 años, a la mujer más
importante para él, tan solo una llamada de ella bastaba para hacerle creer que valía la pena
seguir luchando por aplacar las consecuencias de un pasado tormentoso.

Por desgracia, días después, lo volverían a llamar desde su amada Medellín. En esa ocasión,
su celular sonaba cuando él se estaba bañando. Cerró la llave. Contestó. Oyó voz distinta a
la de la anterior llamada: "¿Q' hubo tío? Mi abuelita se murió".

Uno en la vida está preparado para todo, o por lo menos yo. Menos para eso, para eso no.
Tanto es así, que cuando mi esposa me preguntó qué había ocurrido, ni siquiera podía
hablar. Hasta después de unos minutos le dije: "Me voy a Medellín; mi mamá falleció".

De nuevo, Jefferson hace una pausa. Destrozado por dentro, se pone unas gafas oscuras,
quizá para que no viera sus ojos, que, aunque no botaban lágrimas, sí reflejaban desazón.

Cuando llegué a Medellín me dijeron que el entierro iba a ser en Zaragoza. Pero no podía
ir: lo más probable es que me mataran porque fue allá donde comencé en las Auc. Pese a
ello, yo estaba empecinado en ir a ver, por última vez, a mi mamá. Al final, no fui. Mi
familia se puso a llorar y me dijo que no lo hiciera. Después de todo, tenían razón. Ya nada
podía hacer, lo cual me generó más tristeza y zozobra.

Y no era para menos. El conflicto - y, en últimas, la decisión que él tomó cuando ingresó a
las Auc - lo alejó de su madre. Tanto, que ni siquiera a su entierro pudo asistir. A pesar de
ello, el retrato de la mujer más importante de su vida sonriendo es uno de esos pocos
recuerdos felices que, a diferencia de otros, jamás se desvanecerá con el tiempo.

Otra vez se hizo presente una de las frases que más pronunció durante las entrevistas:
"Tarde o temprano, se tienen que asumir las consecuencias de las decisiones. Aunque esta
es de las más difíciles".

De vuelta a Bogotá, unos días después, se dio el nacimiento de su hija en la Clínica


Partenón. En esa ocasión, fuera del marco del conflicto, Jefferson sí pudo estar ahí, para
llorar por un ser querido. Estuvo presente en el hospital para cargar, abrazar y besar a esa
niña, a la cual considera lo más lindo de su vida y a la única que le puede decir 'te quiero'
sin reservas. Su hija -dice- tiene el mismo temperamento de él. Hoy en día carga una foto
grande de su niña en su maleta, para enseñársela, con orgullo, a algunos conocidos, tal y
como lo hizo durante la conversación que sostuvimos en el centro. "Esta es mi negrita
linda".

A la cárcel, por cuenta triple

A Jefferson aún le aguardaban más sorpresas, de esas que muchos no queremos, siquiera,
imaginar. Quinto semestre, mitad de carrera, una buena vida junto a su esposa y su hija de
ocho meses y, de repente, parecía que el mundo se le venía encima. Al igual que con el
fallecimiento de su mamá, no estaba preparado para lo que seguía.

Tras un día aparentemente común y corriente, camino a la universidad, Jefferson recibió


una llamada de un investigador del Estado. Lo habían citado a la Fiscalía. Estando allá le
dijeron que tenía que pagar por un asesinato, del cual lo había culpado uno de los 'duros' al
cual ayudó a capturar con el operativo hecho años atrás en el Caquetá.

Como llevaba una cobija en mi maleta para una de las clases en la Universidad, el
investigador me dijo: "Menos mal la trajo, porque va a tener que quedarse aquí". Luego de
unos días encerrado en el búnker de la Fiscalía, me llevaron a La Picota. Tampoco estuve
preparado para eso. Hasta me dio un preinfarto el solo hecho de pensar que tenía que
separarme de mi esposa y de mi hija. Lo más duro fue contarle esa noticia a mi mujer.
Parecía como si se fuera a morir.

Según Jefferson, su encarcelamiento había sido una injusticia. Le tocó estar tras las rejas
18 meses por concierto para delinquir, aun cuando ya había pagado la condena por este
delito. Lo bueno es que, por el delito de asesinato de una mujer ,del cual fue culpado por
uno de los 'duros' que arrestaron durante el operativo en Caquetá, fue absuelto. No se
encontraron pruebas en su contra.

Al volver a la vida civil, luego de un año y medio encarcelado, a Jefferson le tocó comenzar
casi que de cero. Había perdido su trabajo en el observatorio de la Universidad Nacional y
no lo pudo recobrar. Tuvo que hablar con la Universidad Central para cancelar sus
estudios. Desde la prisión había enviado cartas para el aplazamiento del semestre. Pero las
malas noticias no cesaban.

Había durado cuatro meses por fuera, intentando recobrar su vida, a la que ya se había
acostumbrado, hasta el momento en que le llegó una nueva citación. La situación fue
similar a la de la vez pasada, con una diferencia. "En esa ocasión se me acusó de otro
asesinato. Pero esta vez estuve encarcelado, durante 11 meses, en una cárcel en Boyacá.

"Por este delito, que tampoco se pudo comprobar, mi vida dio un giro radical", dice
Jefferson, después de acabar de beber su jugo. Sin pensarlo, la vida se estaba llevando todo
lo bueno que, tras la deserción, le había dado a Jefferson. Esta vez la pérdida más
importante había sido el afecto de su esposas. Se había cansado de esperarlo, en la sala de
su hogar, como lo hacía meses atrás.

Cuando salí, mi esposa estaba esperándome. En el instante en que me saludó, sentí que ya
todo había cambiado. Al otro día me dijo que ya no sentía nada y que no seguiría viviendo
a mi lado. Tampoco estaba preparado para eso, pero no le insistí en que se quedara. Aun
cuando me estaba muriendo por ella, la entendí. Y eso fue lo más difícil.
Jefferson sigue hablando, aunque ya no hay café ni jugo para mojar la angustia en medio
de la mesa de aquella cafetería en la que habíamos decidido conversar. Después de haber
puesto sus sentimientos al desnudo, lo único que le quedaba a Jefferson era una mezcla de
resignación por su reciente pasado y la esperanza de un mejor mañana. Quiere tomar
revancha, aunque reconoce que la vida, en el momento menos esperado, se encargó de
saldar las cuentas del daño que hizo durante su paso por las Auc. Aunque está sentado en
una silla, sigue en pie, más que nunca, siendo consciente de que este había es el insondable
costo de una decisión tomada 19 años atrás

Luego de la separación de su esposa, no le quedaba más que seguir caminando por aquel
sendero que así, sin reparo alguno, tan turbio se había tornado. Un viejo amigo lo había
recibido, junto a sus papás, en una casa del centro, para que viviera sin pagar ni un solo
peso de arriendo. Retomó su carrera en la Central, pero, mientras cursaba octavo semestre,
por tercera vez, lo encarcelaron. En esa oportunidad, duró nueve meses en prisión, de donde
salió el 19 de diciembre de 2015.

Durante esos días, previos a la llegada del personaje de atuendo rojo y barba espesa al cual
todos esperan en Navidad, Jefferson recibió un regalo que trasciende lo material y que, más
que un obsequio, es una virtud. Se trata de la fortaleza, esa que le permitió asumir el rol de
presidente de la Mesa Nacional de Excombatientes, producto de la confianza que sus
compañeros depositaron en él.

Resulta que unos meses antes de su tercer encarcelamiento, junto con su amigo Luis Ángel
(excombatiente del Eln), al cual conoció en uno de los cursos del programa de
Reintegración Social, habían decidido fundar la MNE, para agrupar a los excombatientes
paramilitares y guerrilleros, con el fin de reivindicar sus derechos y trabajar por la paz.
Sorpresivamente, luego de su salida de la cárcel, los miembros del grupo (que hoy son más
de 120) le dieron la posibilidad y la confianza para que él, en razón de sus estudios de
comunicación social y periodismo, fuera su presidente.

Con respecto a sus estudios, tuvo que aplazar el semestre por falta de algo más de 300 mil
pesos de mora. Él tenía que pagar 50 mil mensuales para conservar la beca, pero se había
quedado atrasado en los cobros por falta de dinero. "Gracias a Dios, en la Central, han sido
muy comprensivos. Pese a las dificultades, pienso que lo mejor que me ha pasado en la vida
es estudiar lo que me gusta, porque es la única manera de salir de la pobreza mental y
económica. Ahora tengo un promedio de 4.48, además de una beca para realizar mi
pregrado en la Escuela Superior de Administración Pública (Esap)".

- ¿Y todavía vive con miedo?

Claro, ese temor siempre va a mantenerse con uno porque la persona por la cual estuve
preso está condenado a 40 años por culpa mía, y él tiene mucho poder. Pero tengo que
aceptar que he aprendido a confiar en las personas y he dejado que ellas aprendan de mí.

- ¿Y cuál es su sueño?

Primero, acabar mi carrera. Lo otro es trabajar, a través de la MNE, para que todos los
excombatientes nos podamos sentir parte de algo y que podamos trabajar por nuestro
futuro. A veces los desmovilizados quieren que todo se les dé, y no hacen el esfuerzo de
estudiar y trabajar porque les da pereza, aunque no hay que desconocer el olvido del
Estado y las falencias que tienen organismos como la Agencia Nacional para la
Reintegración.

Esta Mesa es para visibilizarnos y para hacerle saber a todo mundo que queremos hacer
algo más que disparar, pues este es el imaginario que se tiene. Ahora, estamos trabajando
en unos proyectos para montar escuelas de paz en el Urabá antioqueño y en
Barrancabermeja.

Llega Luis Ángel, a quien, a pesar de haberlo conocido hace apenas ocho años, considera el
mejor amigo de su vida. Se pone de pie y me dice: "A este manme provocaba matarlo. Se
manda un temperamento". Sale de la cafetería y camina hacia el Parque de los Periodistas.
Un nuevo reto los espera: "Vamos a redactar un texto para discutir con el alcalde Peñalosa.
¡No ve que nos dimos el gusto de entutelar a Miguel Uribe, Secretario de Gobierno, por
disminuir el presupuesto de la política pública para los excombatientes!"

Se despide y camina junto a quien pasó de ser su enemigo a mejor amigo.


Capítulo 2

Ahora soy un “movilizado” por la paz

El ruido de la corriente y los peces que en subienda brincaban una y otra vez eran su única
paz. Ahí, en la selva, donde, al parecer, todo está en calma, en un abrir y cerrar de ojos,
entre murmullos y gotas de sudor, se escuchaban disparos. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Cada tiro
avisa que el combate dio inicio. Un combate en el cual “jóvenes que no se conocen y no se
odian se matan entre sí por la decisión de adultos que se conocen y se odian, pero no se
matan”, como dijo el fotógrafo de guerra Erich Hartman en la Segunda Guerra Mundial.

La adrenalina acelera la acción. Desorientado y con miedo al andar, con la mano derecha
sostiene la culata, a la vez que desliza su mano izquierda hasta el gatillo. Con el terror de
perder la vida, siente el frío del metal en su dedo índice. Entrecierra sus ojos, contiene la
respiración, cuenta y… ¡Ring! Suena la alarma. Se despierta y se da de cuenta de que no
está en la selva, que es de día y que ahora son los cerros bogotanos los que le devuelven la
tranquilidad. El combate ha quedado en sueños. Ahora ya no se mata con gente que no
conoce ni mucho menos odia, pues escapó de la guerra hace 15 años para nunca más
volver.
Él es Luis Ángel, exmilitante del Eln, desmovilizado que busca, a través de acciones
políticas, convertir a los excombatientes en hacedores de paz, en vista del posacuerdo.

De militante de la guerra a militante de la paz

Cambiar el fusil por la palabra. Ahora sus balas se metamorfosean en argumentos que den
valor a lo que alguna vez fue su lucha armada. El don dela palabra al servicio de la
revolución: “Un día recordé las palabras de mi primo (exmilitante del M-19):‘Se es
revolucionario por siempre y para siempre, no importa en las circunstancias en que se esté’.
Por esa frase yo no veo la desmovilización como una derrota, sino como una decisión
política”, asegura Luis Ángel.

Mirando de reojo, curioseando en los pasillos y laberintos de su memoria, como si fuese


una máquina del tiempo, recuerda que ya pasaron cerca de 15 años desde cuando transitaba
con sus compañeros del Eln por el sur de Bolívar. Una zona que el país poco tiene presente,
pero que él recuerda diariamente.

Ya no es en el sur de Bolívar donde tiene que combatir; lo espera una selva aún más
salvaje, la de asfalto, y un nuevo desafío, la desmovilización, que, en su caso particular,
estuvo azuzada por la incertidumbre, el ruido capitalino y la poca empatía con el bogotano
común: “Fue muy duro, ‘mano’, porque el trato con la ciudadanía en Bogotá es muy
complicado. Tienden a ser muy desconfiados”, explica Luis Ángel.

Cada desafío que nos presenta la vida no define exactamente quiénes somos ni qué
podríamos llegar a ser, sino la manera como damos cara y enfrentamos ese desafío; en
nuestras manos siempre está la opción de quedarnos en las ruinas de un pasado o la opción
de construir un nuevo camino. Luis Ángel lo entendió y comprendió que enfrentar este
reto, para dar paso a una nueva vida, le ayudaría a construir un futuro, dejando atrás las
escalofriantes noches donde corría por trochas para salvar su vida, pues cuenta que para el
año 2001 tuvo que salir corriendo junto con muchos compañeros para no morir, tras la
movida paramilitar en su natal pueblo.
Luis Ángel explica que llegó a la ciudad de Bogotá junto con 12 compañeros más tras un
recorrido previo por Barrancabermeja y Cúcuta, ciudades donde el fenómeno del
paramilitarismo estuvo presente.

Según datos de El Tiempo y el Centro de Memoria Histórica, “a Barrancabermeja la marcó


la masacre de 1998, cuando los paramilitares mataron a siete personas y desaparecieron a
25, a las que señalaron de colaborar con la guerrilla del Eln”, por lo cual su organización,
que siempre estuvo en conflicto con el paramilitarismo, no pudo hacerle frente, lo que los
obligó a refugiarse con viejos familiares de sus compañeros en la capital, donde el frío y la
desorientación era el pan de cada día.

Los cambios no vienen solos. La zozobra, el miedo y la incertidumbre son los compañeros
de viaje en la nueva vida de cualquier excombatiente. Para Luis Ángel, acoplarse a un
nuevo estilo de vida hizo que estos miedos estuvieran presentes en todo momento: “Ese
cambio de pensamiento y forma de vivir es difícil. Uno comienza con los miedos, como
dicen, a ‘marearse’, por el hecho de tener ‘el pecado encima’ y estar completamente solo.
Comienza uno a pensar, al andar por las calles, que las personas que lo rodean son los
“enemigos”; que este puede ser de la Sijin, que este otro puede ser policía. Así comienza el
otro conflicto interno”.

Y al encontrarse a la deriva, apartado de la nueva familia que lo acompañó durante muchos


años de su vida, cada vez la selva de asfalto lo hacía sentir más solo y desorientado.
Recuerda que desde muy joven abandonó su familia biológica y pasó a tener una familia
política en el Eln. Anduvo por esa vieja selva del Magdalena Medio con 30 o 40 personas.
Transitó, camino tras camino, en combo, toda su juventud.

Para Luis Ángel eran como esos amigos de barrio típicos que se ven por las calles de
Colombia, porque compartían su mismo sentir y vivir. A pesar de las torrenciales lluvias
que caían en la selva, la humedad, el calor y, sobretodo, la hostilidad que se exhalaba a
diario, hallaba en sus compañeros una familia, un refugio ante las tempestades externas,
porque, según relata, todos se cuidaban los unos a los otros. Ya sin su familia política, tuvo
que valerse por sí solo en Bogotá. Resistir las desavenencias directas con el “rolo” frente a
su forma de pensar fue su primer reto, el primero que debía afrontar si quería un nuevo
futuro para su vida.

Al “finalizar” el fenómeno del paramilitarismo en las anteriores ciudades, todos sus


compañeros se devolvieron. Pero él no: sus ideales políticos marcaron su vida para siempre.
Vio en Bogotá la plataforma perfecta para transformar su método de combate a través de la
academia y construirse un futuro: “A mí siempre me gustó la política. Comencé a buscar
amigos que estaban por acá e hice amigos en la Universidad Nacional y así me relacioné
con León Valencia, Lucho Celis y demás. Vi en Bogotá una oportunidad única para
estudiar y retomé mis estudios de administración pública en la ESAP (Escuela Superior de
Administración Pública) y ahora quiero hacer una maestría”, explica Luis Ángel.

Lo que somos, lo que fuimos y lo que alcanzaremos a ser, como diría Juan José Norro,
depende de la interacción de múltiples causas completamente imprevisibles y en cuya
realidad apenas intervinimos.

Tal vez el azar o una peripecia en ese preciso momento de su vida lo llevó a dar un paso al
costado y no continuar en las filas del ELN. En ese momento, Luis Ángel encontró en
Bogotá una nueva forma de continuar adelante con un nuevo futuro. Puede que hubiese
sido su destino llegar a la capital, pero este no podría haber domado lo que hoy es su
presente sin la complicidad de su voluntad de cambiar su realidad. Por eso, este hombre
alto, delgado y con voz altiva que no languideció a pesar de los años de guerra, terminó en
un albergue en el barrio Quiroga de Bogotá que pertenecía a la Agencia Colombiana para la
Reinserción (ACR). Llegó a este lugar por cuenta de un amigo, tras revisar día tras día
cada uno de los bolsillos de su pantalón, donde anidaban la escasez y la hambruna. Cuenta
que algún compañero que encontró dentro del albergue le contó que a él le ofrecían un
subsidio, que se animara a formar parte de un proceso de reinserción y desmovilización.

Con suspicacia, pensaba que el Estado nunca le iba a perdonar todo lo que hizo: alzarse en
armas para cambiar los roles políticos dentro del país. Día y noche imaginaba en su cabeza
que, de una u otra forma, el Gobierno le iba a cobrar eso algún día. Por ello fue renuente,
en un principio, a formar parte de un proceso de reinserción.
Los días pasaban en la capital. El frío, el hambre y la soledad hicieron poco a poco cambiar
su pensamiento frente a ingresar o no a un proceso de reinserción. Finalmente, ante la
inclemencia de la ciudad y su desespero por no tener un lugar donde vivir, aceptó buscar
información sobre cómo eran los procesos para su desmovilización: “La orden de captura
también influyó en mi decisión; la presión de no tener un sitio donde vivir y, sobretodo, no
tener ni un peso para andar impulsaron mi decisión”, cuenta Luis Ángel.

Según estadísticas del Dane, en el año 2003 la tasa de desempleo en el país fue de un
12,3%. Las cifras altas de desempleo golpean más a las personas con un pasado que tal vez
necesiten ocultar.

Información a como dé lugar…

Días sin dormir. En las noches, uno a uno, minuto tras minuto, cada recuerdo tomaba su
mente. Se detenía en lo que había sido su vida y pensaba en el camino que aún debía
recorrer. Un centenar de preguntas paseaban en su cabeza en busca de una respuesta que le
pudiera ayudar a tomar una decisión.

El tiempo corría y, después de mil y una noches en vela, tomó por fin la decisión de formar
parte de la ACR, de ser parte real de un proceso de desmovilización.

Al fin gozaría de muchos beneficios, pero, como todo en la vida no es sencillo, había algo
que el Estado le estaba preparando: “A mí me ofrecieron una bolsa llena de plata. Me
dijeron: ‘Vea, tome este dinero’. Yo les dije; ¿‘y por qué lo voy a coger si eso no es mío’?
y me respondieron que yo les podía dar información para dar con más guerrilleros”.

Delatar a sus excompañeros de organización: Una decisión que, aparentemente, es algo


natural en un proceso de desmovilización, pero que, si se analiza con detenimiento, trae
consigo varios interrogantes sobre la finalidad real de los programas y las políticas de
desmovilización y reintegración.

“Me dijeron que, si no les ayudaba, me metían preso, que no me iban a entregar al CODA”.
Según la información brindada por la ACR, el CODA es un comité interinstitucional
encargado de verificar que quienes se desmovilizan individualmente, en efecto, hayan
pertenecido a un grupo armado organizado al margen de la ley. El CODA puede negar,
aplazar o certificar el estatus de desmovilizado a estas personas. En caso afirmativo, el
CODA entrega un certificado que permite al portador acceder a los beneficios y servicios
de la ACR.

“Ahí mismo les dije: ‘Háganlo, métanme preso’, pero yo no ‘sapeo’ a nadie porque esa no
es mi obligación, esa es la de ustedes que son agentes del Estado, ¿no ven que ustedes
están contrariando la esencia del proceso? La idea es alejarnos de la lucha armada y
ustedes lo que está haciendo es devolverme a ella'”, respondió Luis Ángel a las
advertencias de los agentes del Estado que,comofuera, buscaban información para dar con
guerrilleros que pertenecieran a la misma organización de la cual él hizo parte.

Pero, más allá de esto, intentar obtener información de esta manera trae consigo algo
contraproducente, algo que a simple vista no se ve, pero genera y, si no se actúa pronto,
seguirá generando un sinfín de tristes hechos noticiosos a diario en nuestro país: el
crecimiento de las Bacrim.

Luis Ángel asegura que hoy en día más del 30 o 40% de las Bacrim las conforman los
desmovilizados por el poco seguimiento y acompañamiento del Estado en su proceso de
reinserción. Y sin pensar en lo que podría pasar, en una jugada táctica, como si fuese un
movimiento militar, asegura que el Estado invita, en muchas ocasiones, a los
desmovilizados a las redes de informantes para que entreguen información sobre sus
antiguos compañeros, a cambio de dinero: “¿A qué están acostumbrando a la gente? a que
se gane la plata sin trabajar, solo por delatar. Cuando a estas personas se les acabe toda esa
información y ya no tenga nada más que decir, ¿qué van a hacer? De seguro caerán en
manos de la Bacrim”.

¿Cuál es el rol del excombatiente en el posconflicto?

Para Luis Ángel las armas quedaron atrás, sepultadas y silenciadas, como un recuerdo más
en su memoria. Su día tras día ahora transcurre armándose con el don de la palabra y el
argumento. Dejando atrás la lucha armada, busca defender un ideal, un sueño o un anhelo,
que no se fundamente al son de las terribles ráfagas de un fusil. Ahora planea combatir con
hechos y acciones políticas en una guerra que ya no tendrá bajas humanas.
Ve la necesidad de que los excombatientes participen de manera activa en la gestión del
posconflicto desde los diferentes territorios. Cuenta que, para él, los primeros ciudadanos
que deben estar al frente cuando se hable de paz deben que ser los excombatientes, pues
conocen las zonas, los lugares donde se debe combatir el narcotráfico y cómo se podrían
implementar proyectos para el cambio social:“Si usted se transformó en un militante de la
guerra, ahora sea uno de la paz. Me desmovilicé la guerra y ahora soy un movilizado por la
paz”, reflexiona Luis Ángel.

Y es precisamente en los diferentes territorios del país, lejos de la urbe capitalina en la cual
casi nadie vive el flagelo del conflicto armado, donde Luis Ángel piensa quelos verdaderos
cambios nacen.

Después de tantos años, lejos de su familia, sus amigos y el lugar que lo vio crecer, volvió
ahí, al lugar donde fue feliz, su natal Barrancabermeja: “Hace poco volví a Barranca, mi
tierra. No venía desde hacía más de 15 años. Ya no conocía la ciudad. La visité y estaba
completamente cambiada”, comenta Luis Ángel.

Deambulando por los pasillos de su memoria, recuerda que volvió al barrio donde fue la
masacre en 1998, un lugar en el que los años pasan y el dolor sigue intacto. Explica que dio
una vuelta por los sitios donde vivió, encontrando en cada calle y bajo el sol de cobre,
como le llaman a la temperatura de Barranca, viejos amigos que lo recibieron de una
manera tan calurosa como la temperatura del lugar:“Uno de ellos me encontró y me dijo:
‘¿Qué hubo, mi hermano?, ¿cómo está todo? ¿A usted no era que lo habían matado? Y le
contesté: ¡No me ve aquí vivo! (risas)”.

La temperatura del lugar era el perfecto símil para entender la calurosa bienvenida que le
dieron a Luis Ángel. Se sintió feliz por volver a ver ese lugar y a esa gente que lo vio
nacer. Uno a uno pasaron los tragos, entre ires y venires de risas y anécdotas con sus
amigos de antaño. En ese momento, la adrenalina del combate sucumbió ante la paz que le
generaba estar entre seres queridos. Cuenta que así reafirmó que su desmovilización no la
vio como una derrota, sino como una decisión política.

Para él, fue una visita que inmortalizó en su memoria las viejas calles que transitaba cuando
era un niño. Y así como él tuvo la oportunidad de pasar por ese lugar en el cual fue feliz,
desea que otros excombatientes puedan hacer lo mismo y logren contar algo de lo que
significa el horror de la lucha armada.

Después de visitar su vieja Barrancabermeja, decidió dirigirse a Yondó, un lugar olvidado


en la memoria histórica de Colombia, pero que él recuerda siempre por todo lo que vivió.
Yondó es un pueblo cercano al río Magdalena. Según el periódico El Tiempo, en el
reportaje 'Los cinco pueblos que más han sufrido por la guerra’, publicado en 2013:“desde
finales de 1996 las incursiones paramilitares en distintas veredas de Yondó provocaron
muertes, desapariciones y el desplazamiento de 150 familias, conformadas por unas 700
personas, entre ellas 225 niños”. Un pueblito que, a pesar de la violencia que respiró
durante muchos años, sigue en pie con la esperanza de que todo va a cambiar.

Ahora, con nuevas ideas, Luis Ángel llega renovado a Yondó, para llevarle un poco más de
esperanza al que ha sido durante tantos años un escenario de lucha. Cuenta que lo primero
que hizo fue apoderarse de su actual arma, el argumento, y se dirigió a hablar con el alcalde
para hablarle de su interés por formalizar un proyecto, en conjunto con la MNE, en vista del
posacuerdo: “Nuestro interés es buscar cómo meter a todos los muchachos excombatientes
en el tema del posconflicto. Cómo transformamos a los excombatientes en hacedores y
gestores de paz y convivencia”, explica Luis Ángel.

La tarea no es sencilla: Saber cómo persuadir a los líderes municipales de Yondó es lo más
complicado, puesto que la credibilidad en un proceso de cambio social es difícil de lograr.
Ahora, como si se tratase de una nueva estrategia militar, ese ‘target’ está definido: los
concejales. Para lograr convencerlos, Luis Ángel se arma de pies a cabeza con ideas.

La primera ‘ráfaga’ de su nueva arma está dirigida a mostrarle a la comunidad que la


realidad sí puede cambiar, que los procesos reales se pueden lograr si hay un compromiso
mancomunado entre víctimas, victimarios y el Estado.

Se alista para lanzar un nuevo disparo, con el cual quiere conectar sus emociones y
experiencias vividas con la sociedad, para hacerles entender lo que se podría lograr si se
llega a transformar a los excombatientes en gestores de paz y convivencia.
Por último, desliza su mano izquierda hasta uno de los bolsillos de su camuflado para sacar
su última bala: la “razón” al servicio del cambio social. Vincular a los victimarios como
gestores de paz haría que lo procesos de reparación, restauración y no repetición sean más
concretos, logrando una paz estable. O, por lo menos, así lo visualiza Luis Ángel: “De 11
concejales, tenemos siete convencidos. Lo que queremos realizar es un proceso con una
escuela municipal de paz. Pero, para eso, es necesario formarlos, porque, al hablar con
ellos, se palpa que no tienen ni la más mínima idea de qué es eso y de cómo podría servir
para ayudar en el posconflicto. Ellos están abandonados totalmente por el Estado. Nosotros
pensamos comprometernos con la paz.”.

Un ajuste para el cambio…

Luego de muchos años de conflicto, para Luis Ángel, las deducciones sobre su futuro son
más esperanzadoras, pues dejó atrás el terror de perder la vida en los montes colombianos.
Cree que la participación política de los excombatientes es un derecho que consolida el
concepto de igualdad. Luis Ángel comenta que la política actual para los desmovilizados
debe tener grandes ajustes, que se debe consultar a los desmovilizados para construir una
política contextual con miras a una paz duradera y sostenible: “Muchos no conocen la
realidad de un excombatiente que vive en Ciudad Bolívar, Bosa o Kennedy. Y más que
pensar en cómo viven ellos, se debe indagar en qué esperan de la política”, asegura Luis
Ángel.

Son precisamente esos ajustes a las políticas para los desmovilizados a lo que Luis Ángel
quiere apuntarle con prontitud. Con tristeza describe que, si no se hace este tipo de justes a
la política de reinserción, muchos de los desmovilizados podrían recaer en un nuevo
conflicto, del que tanto huyeron, pero que ahora se ha trasladado a la gran urbe capitalina:
el hambre y las pocas oportunidades de aprendizaje. Ello es caldo de cultivo para una nueva
modalidad del paramilitarismo: Las Bacrim.“Un excombatiente que se desmovilizó
individualmente hoy por hoy está recibiendo un estipendio de 180 a 280 mil pesos. Si va a
trabajar, en las bases de datos aparece como desmovilizado. Entonces, ¿aqué están
obligando a este muchacho? Sencillo, a que monte sus bandolas en la localidad. Hay que
mirar la política desde ahí.”
Luis Ángel explica que el olvido hacia los desmovilizados y la poca ayuda que estos
reciben hace que sean presas fáciles de las bandas criminales de los sectores donde viven:
“Si el Gobierno margina al excombatiente, está creando un delincuente en potencia”.

Después de tantos años de conflicto, un desmovilizado raso sabe perfectamente cómo


armar, desarmar y disparar un fusil. La experticia que se ganó con los años hace que sea
certero en combate. De una u otra forma, es un profesional en este escenario. El gran
problema radica en que, como toda su vida solo se ha dedicado precisamente al combate,
no sabe desenvolverse en otra tarea con tanta perfección. Luis Ángel explica que si la
sociedad no le da la oportunidad a un excombatiente para que se desarrolle como persona,
será presa fácil de la ilegalidad, pues sabe cómo manejar un arma con suma facilidad: “si lo
visibilizan y lo ponen a trabajar, por ejemplo organizando una fundación, presentando
proyectos, se convierte entonces en una figura pública, sale a defender la patria y se evita
que caiga en un problema social mayor”.

Hoy en día, las Bacrim pueden tener cerca de 5000 integrantes. Es fácil el ingreso. En el
fondo, las Bacrim tienen similitud con la guerrilla, por las condiciones sociales con las
cuales están relacionadas y son una oferta tentadora para los excombatientes olvidados por
el Estado: “Para mí es temerario tener olvidados a esos excombatientes que están en Ciudad
Bolívar y en barrios marginales”.

Como diría Eduardo Galeano: “El mundo no está hecho de átomos, está hecho de
historias”, historias que, en este caso, han determinado el camino recorrido por los
excombatientes. Historias que permiten crear nuevos escenarios para la construcción de una
paz sostenible. El reto para Luis Ángel, y el de muchos desmovilizados que ahora forman
parte de la Mesa Nacional de Excombatientes, es argumentarles, a través de sus historias, a
los altos consejeros del Estado que los excombatientes quieren participar activamente en la
gestión del posconflicto desde distintos territorios, y que no solo fueron al monte a
descargar su ira.

Tanto es así que él, junto con otros compañeros de la MNE, tuvo la osadía de entutelar al
Secretario de Gobierno por la política pública que se aplica a los desmovilizados: “Entre
10.000 personas desmovilizadas, solo el negro y yo somos los que estamos ‘frenteando’ la
vaina para generar esos espacios de participación política”.

Participación ciudadana, esa es la clave

Normalmente, cuando un combatiente está a punto de ir a luchar, recibe instrucción sobre


conceptos básicos de lo que es la guerra. Lo blindan estratégicamente de conocimientos que
le puedan servir en el campo de fuego; le informan sobre operaciones en escuadra y
pelotón, sobre orden cerrado, lucha cuerpo a cuerpo, supervivencia, manejo de mortero,
lanzagranadas y armas de más alto calibre.

Así como en la guerrilla o en el ejército brindan información al recluta, el Estado debe


hacerlo con los excombatientes en el terreno cívico.Debe dotarlo de armas democráticas
para que pase de los fusiles a las vías políticas. Según Luis Ángel, si se llega a visibilizar a
los excombatientes, serviría como un proceso real que ayudaría a sensibilizar a la gente
sobre el rol del desmovilizado en el actual proceso de paz: “Aquí hay que hacer un debate
real y serio: ¿Cómo vamos a participar los excombatientes en los procesos que se den en el
posacuerdo? ¿Cuál es el lugar del excombatiente en un nuevo escenario de
posviolencia?¿Los piensan mantener en los cerros ocultos?, se pregunta Luis Ángel.

Como sociedad, habría que entender el significado de lo que es en sí el reintegro a la vida


civil. Todos como ciudadanos tenemos la posibilidad de estudiar, de trabajar y luchar por
el sueño de tener una familia u otros sueños. Así como un ciudadano del común piensa en
estos ideales, un excombatiente, en su intento de reintegro a la vida civil, también lo
sueña. Es latente y palpita en lo más profundo de su ser el anhelo de vivir lo que la guerra
pudo alejar por tantos años: el estudio, una vivienda fija, divulgar sus ideas a través de
acciones democráticas y, finalmente, y no menor, encontrar el amor y formar una familia.

Un enfoque regional para la paz


Luis Ángel piensa que para los nuevos soldados de la paz, los excombatientes, las
oportunidades para generar proyectos son limitadas, si se mira desde los territorios, porque
todos los proyectos se deben radicar desde el centro del país. Piensa una y otra vez sobre
este tema. Fija su mirada hacia el horizonte y, con ironía, explica que las regiones deben
tener autonomía para aprobar o denegar un proyecto. Si no, la oportunidad de cambiar la
realidad en las regiones se queda como un simple sueño:“Imagínese una persona por allá en
el Putumayo radicando un proyecto productivo para que le realicen un desembolso. De aquí
a que esa vaina le llegue a Bogotá, transcurren meses. Para que le hagan toda la gestión
administrativa pasan otros,y otros meses para que le llegue al muchacho. ¿Por qué la ACR
en Putumayo no tiene la autonomía de hacer esos desembolsos?

Según el Gobierno, existe una entidad llamada IPES (Entidad Distrital encargada de brindar
alternativas productivas a la población de la Economía Popular). Pero, ¿qué tanta ayuda
brinda a los excombatientes? La respuesta de Luis Ángel suscita más inquietudes frente a
los procesos que realiza el Estado para generar una paz duradera: “El IPES, tiene un
programa para crear empresas y para que la población vulnerable genere sus propios
ingresos, pero no entiende población vulnerable a los excombatientes”

Explica que esta entidad se encarga de promover cada año beneficios para la integración
social y políticas para la familia, pero, de manera irónica, los excombatientes no caben.
Para él, el reintegro a la vida civil no es solo cargar una cédula en la cartera, es poder
ejercerla, poder votar y que en un trabajo no lo excluyan por ser excombatiente.

Quedan muchos interrogantes por responder y analizar con las políticas para los
desmovilizados en nuestro país. Luis Ángel piensa que la guerrilla nunca preparó a sus
combatientes para ser ciudadanos sin armas y el Estado nunca preparó a la gente para que
no fuera a la guerrilla.

Se despide y manifiesta sus ganas de volvernos a encontrar. Camina hasta la esquina y


espera un bus. Después de tomarlo, mientras cae la noche, se queda dormido. Según cuenta,
duerme en los vehículos de transporte público lo que no pudo en las noches de combate.
Capítulo 3

Albergues para reintegrados: otras trincheras

Un tinto para espantar el frío de las siete de la mañana. Un saludo a sus 'colegas', esas
personas que se encuentran en la misma situación que él. Nada había cambiado durante
meses. Las mismas cuatro paredes, que se habían vuelto parte de sus nuevas vidas, eran las
únicas testigos de cómo el tiempo estaba casi que consumiendo a cada persona que habitaba
en aquel lugar. Una mezcla entre manicomio y prisión. Los hombres que habitaban esta
casa de Teusaquillo, modificada para cumplir la función de albergue, se estaban volviendo
locos como consecuencia del encierro. Resulta que de la vida digna que se les había
prometido tras dejar las armas a un lado había menos que poco.

Era el año 2001 y Edison ponía en duda el hecho de haber tomado una buena decisión,
luego de desertar del Ejército de Liberación Nacional (Eln). Había cambiado la guerra en
las selvas colombianas para ingresar a otra zona hostil. Se trataba de la lucha por la
supervivencia en una jungla llamada Bogotá.

Años atrás, por lo menos un 80 por ciento de los albergues para desmovilizados se
ubicaban en Teusaquillo. Todos presentaban la misma situación: hacinamiento.
Supuestamente habíamos dejado al lado los grupos al margen de la Ley para vivir mejor,
pero ocurría lo contrario. En estos sitios había casi que otra guerra.

Edison, con más de cinco décadas encima, de contextura delgada, pero manos gruesas,
ojeras ya cebadas en sus párpados y arrugas prematuras en su cara, recuerda que, en ese
entonces, todo andaba mal, aún más de lo que esperaba.

La vida en tales albergues para desmovilizados era todo un caos. Y parte de ese caos recaía
en que todas, absolutamente todas las personas que vivían allí tenían la salida restringida.
Su rutina se resumía en desayunar a las siete, almorzar a mediodía y cenar a las cinco de la
tarde. En palabras de Edison, lo que el Gobierno estaba haciendo era casi que limitar la
existencia de los excombatientes a la "labor de producir materia fecal".

Dígame, ¿de qué habla un desmovilizado en un albergue en el que no tiene más personas a
su lado que excombatientes igual que él? Sencillo, comparte sus experiencias de guerra
con los demás y solo se discute sobre hostilidades. A ello hay que sumarle el apoyo
económico que se nos prometió y que no se nos cumplió.

Y es que, una de las razones por las cuales Edison desertó fue por la proposición del
Gobierno de brindarle una óptima calidad de vida tanto a él como a su familia. Lo cierto es
que, de manera inesperada para este excombatiente, a su esposa y a sus cinco hijas se las
llevaron a vivir al mismo albergue en el que él estaba.
Es cierto, era mejor estar junto a la familia que pasar todo un día en soledad, escuchando la
radio, viendo televisión o leyendo un periódico para enterarse de lo que pasaba en el mundo
exterior, debido a las restricciones que tenía para salir de aquella casa. Pero no toleraba ver
a sus hijas y a su esposa en un lugar que parecía una bomba de tiempo, buscando de pasillo
en pasillo un lugar para hospedarse o, siquiera, sentarse.

La vida digna de la cual se le había hablado para reintegrarse a la sociedad no se


evidenciaba por ninguna parte. Por el contrario, el cúmulo de colchones botados en el piso,
el exceso de personas bajo un mismo techo, el verse sin dinero para comprar al menos un
'chocorramo' y percibir el esfuerzo que su familia hacía para adaptarse al albergue y no
dejarlo solo era la dura realidad que más de un excombatiente tenía que asumir.

Lo más triste para Edison era tener que contrastar esa dura realidad con los sueños que tenía
cuando estaba despierto -porque en la noche resultaba tedioso dormir-. Su vida no era más
que una pesadilla y él, como 'presidiario' de un albergue y de las decisiones que tomó en el
pasado, poco podía hacer para que esa historia tuviera un final feliz.

A mí me prometieron cuatro millones y medio, debido a la cantidad de hijas que tenía. El


lío es que de ese dinero solo nos daban 800 mil para los pasajes por si teníamos que salir.
El resto de la plata se lo quedaba el dueño o administrador del albergue, justificando que
lo utilizaba para nuestros gastos. Esta misma situación se repetía con todos.

Un día, una semana, un mes. El tiempo transcurría y las personas no aguantaban sus
condiciones de vida y en aquel albergue se hacía presente esa irracionalidad que también es
propia del ser humano. De un lado, protestaban y casi que hacían huelga por el dinero que,
según los excombatientes, se robaba el Estado. Por otra parte, se fueron creando enemigos
internos, a tal punto que se peleaban entre unos y otros.

Parecía ser el mismísimo infierno. En más de una esquina de una habitación se observaba
cómo las personas consumían sustancias alucinógenas y guardaban sus armas, a pesar de
que estaba prohibido. Las noches se tornaban densas e inacabables. Un conflicto interno
parecía gestarse y, en las afueras, nadie se daba por enterado.
Resulta paradójico pensar que en el programa de reintegración a la vida civil no habían
enseñado a los excombatientes a volver al casco urbano. Así como tampoco se trabajó con
las personas del común para que convivieran o, por lo menos, pensaran en darles una
segunda oportunidad a los desmovilizados. Sumado a la indiferencia y el olvido de la gente,
estaba la exclusión generada al impedirles a quienes estaban en los albergues salir a la calle
e interactuar con el mundo.

Llegó un momento en que, dentro del mismo albergue, algunos excombatientes mataron a
otros. Pero ni la sociedad, ni los medios se dieron por enterados. ¿Por qué? Porque al
Gobierno no le convenía que se supiera este tipo de cosas. En especial durante el mandato
de ocho años del presidente de corazón grande. Lo curioso es que este personaje alardea y
casi que proclama que el mejor programa de reintegración fue el de él.

Edison relata que, en medio de tal albergue en Teusaquillo, descubrió que su vida y la de
su familia corrían riesgo. Comprendió que se hallaba en medio de un batalla campal y que,
sin importar lo que pudiera ocurrir, incluso temiendo que lo enviaran a la cárcel, debía
pedir a la ACR un traslado de albergue. Para sorpresa de él, en menos de un mes de
ansiedades, se aprobó su petición.

- ¿Y qué pasó?

'Salió de Guatemala para Guatepeor'. Su nuevo albergue lo esperaba, pero era un sitio en el
que, "sin querer estigmatizar, era casi que uno de los centros de mayor descomposición
social, violencia e intolerancia de la ciudad. Se trataba del barrio Santa Fe".

Quizás fue ese el instante en el que tanto él como su familia, parados frente al portón del
nuevo albergue, extrañaron más que nunca, la vida que llevaban en la Sierra Nevada de
Santa Marta, en donde creció. Aun así, no se arrepentía de haber ingresado al Eln, ni de
tener, sin importar su desmovilización, un collar con el rostro del 'Che' Guevara. Era
tiempo de seguir en la lucha, pero sin las armas.

El lugar al cual llegamos no era muy distinto al otro. Uno se iba dando de cuenta que este
suceso se debía, en parte, a que la totalidad de quienes habitaban allí no eran
precisamente excombatientes. No me da miedo decir que a muchas de esas personas el
Gobierno les pagaba por certificarlos como desmovilizados, aun sin que hubieran estado
un solo día en la guerra. De este modo, ganaba el Estado y, de cierto modo, personas que
vivían en la calle o que no tenían nada.

Edison continúa dándole rienda suelta a sus críticas sin temor alguno. Hasta que llega a un
punto de la conversación en el que confirma, desde su experiencia, lo que para algunos no
es más que un mito o un cúmulo de patrañas. En su nuevo albergue, al igual que otros
tantos de la ciudad, en los que se hospedaban sus amigos, ocurrían cosas indeseables.

Con el tiempo, tener que salir con su familia del barrio Sante Fe se hizo una necesidad
cada vez más apremiante. En especial después de la repetición de un suceso que merecía
repudio.

Once de la noche. En medio del sueño profundo en que permanecían algunos, la dosis de
droga que consumían otros y las peleas que se gestaban en las habitaciones, se abrieron las
puertas del albergue sin ninguna explicación. Pocos se asombraron. Tras el adoctrinamiento
de la guerra en la que muchos de ellos vivieron, estaban preparados para todo tipo de
sorpresas. Y esta era una de ellas.

Al frente del lugar se estacionó un camión NPR, del cual se bajaron algunos sujetos de
cabello corto y con traje camuflado, que enseguida entraron al albergue con sus armas.
Levantaron a quienes estaban despiertos y despertaron a quienes estaban en su quinto sueño
con el fin de hacerles una propuesta: una de esas, no tan decorosas, que algunos ya habían
aceptado en el pasado.

Eran miembros del ejército ofreciendo, de manera descarada, entre tres y cinco millones
de pesos, además de un arma, a quienes se ofrecieran a hacer parte de las Autodefensas o
bueno, de las Bacrim. Resultaba irónico que se hablara de la desmovilización cuando, a
las espaldas de la sociedad, se inducía a los excombatientes con experiencia a volver a
delinquir.

Edison, ofuscado, expresa cuán insensato le pareció ese tipo de hechos. Él, junto a su
compañero Luis Ángel, denunciaron este tipo de acciones ante la ACR. Sin embargo, a
pesar de que este tipo de hechos se presentó en más de un albergue, en más de una ocasión,
jamás se les dio explicación.

Eso me cansó. Eso y que el Gobierno pagara a los excombatientes lo que quería, inclusive,
cada tres meses. Mientras tanto, los altos ejecutivos andaban en camioneta, ganando
buena plata. Pero, ¿sabe que es lo peor? Que si uno les preguntaba a los ejecutivos de la
ACR el porqué de esta situación, le respondían, de manera insolente, que para eso se
educaron. Ellos trabajan solo por el sueldo, no para ayudarnos a nosotros ni servir al país.

Tras la situación que se venía presentando, Edison entuteló a la ACR y salió del albergue,
asumiendo la responsabilidad sobre su seguridad. Con la tutela pretendía también que le
consignaran lo que le habían prometido de manera directa; es decir, que su dinero se lo
consignaran a él y no al encargado de dirigir al albergue.

Edison era consciente de que de eso tan bueno no dan tanto y que su futuro y el de su
familia, casi en su totalidad, dependían de él. Si bien es cierto que había personas que de
verdad estaban trabajando en busca de mejores oportunidades para los desmovilizados,
había otras que, como él explica, no hacían más que trabajar "por los excombatientes, sin
los excombatientes", solo por lucrarse. De ahí el porqué de la decisión que tomó con
respecto a los albergues.

Me fui a vivir a otro lado. Gané la tutela que había interpuesto a la ACR. Lo que pasa es
que muchos piensan que quienes estuvimos en la guerra somos iletrados, y resulta que
algunos no lo somos. Por eso no me aguanté y exigí mis derechos, al contrario de algunos
que se conforman con lo que se les da.

'Camellando', entre avenidas y aceras de la 63

Es mediodía del domingo y suenan las campanas de la Basílica de Lourdes. Los devotos
comienzan a entrar a este lugar para escuchar la eucaristía y, ¿por qué no?, para pedirle al
altísimo ayuda frente a algunas necesidades; unas más espirituales que otras. Se acaba la
misa y las personas recién confesadas, luego de comulgar, salen felices, sonrientes, tras
sentirse en paz consigo mismas. El objetivo: no volver a pecar. O por lo menos hacerlo en
menor medida, aunque la dicha no dure ni media hora.

Mientras tanto, en la esquina de la calle 63 con carrera 13, Edison se echa la bendición, a
pesar de que años atrás haya puesto en duda la existencia de un ser supremo. Fue un buen
día de trabajo. Quienes salieron de la basílica o andaban de compras en Chapinero le dieron
más que monedas por cuidar bien de sus carros. Por otra parte, durante ese día, los policías
de tránsito no fueron impedimento a su trabajo.

"Gracias, mi hermano. Dios lo bendiga", dice Edison mientras recibe el billete con la cara
de Jorge Eliecer Gaitán al dueño de un Mazda modelo 2014. Son las cuatro de la tarde y el
cuidador de carros decide darle fin a su jornada laboral e ir almorzar. Tiene hambre y no es
para menos, solo ha comido una empanada mojada tinto.

A tres cuadras del lugar en el que trabaja está ubicado el restaurante en el que almuerza
siempre. Le sirven el típico 'corrientazo' capitalino y, mientras come, Edison piensa en su
familia, como lo hecho antes y después de la guerra. Esta vez también tiene lejos a sus hijas
y a su esposa, pero no por las armas, sino por la lucha emprendida para mejorar el estilo de
vida de los excombatienes y contribuir con la paz.

Mi familia vive en San Gil. Yo soy nómada, de aquí, de allá, de todo el mundo. Es por ello
que en algunas ocasiones estoy con mi seres queridos en Santander y en otras estoy en
Bogotá, junto a mis colegas excombatientes, trabajando y buscando la forma de ser
escuchados, aunque, para mantenerme, tenga que hacer lo que hago.

Edison explica que el trabajo no es deshonra, pero que le gustaría hacer algo distinto a
cuidar carros ajenos. El problema es que, a pesar de contar con título de tecnólogo de
mecánica del Sena, le resulta difícil conseguir un trabajo estable y, ¿cómo no?, si se vive
con el temor y el imaginario de que, por su condición de desmovilizado, Edison no sabe
más que disparar un arma. Aun así, según la ACR, por lo menos un 70 por ciento de los
desmovilizados tiene empleo.
Eso es lo que dicen las cifras. Pero, si usted se da cuenta, el trabajo de estas personas se
reduce en vender chicles en la calle, subirse a cantar en los buses, repartir volantes en las
esquinas voceando "chicas, chicas, chicas" o, en su defecto, cuidando automóviles como
yo, que me ubico en la calle 63.

Edison termina de almorzar y decide irse caminando, sin importar que le tome hasta treinta
minutos, llegar hasta la habitación en la que se queda cuando llega a Bogotá. Al entrar al
lugar se cambia de ropa, se mira al espejo (reconociendo el desgaste que le guerra ha
dejado en su rostro), toma un libro y se pone a leer. Luego de un rato, prende el televisor y
recuerda cuánto tiempo le costó superar el miedo de ver el noticiero.

Uno de los primeros retos, recién desmovilizado, fue volver a escuchar la radio o ver el
noticiero a través de una antena parabólica. De hecho, lograr hacer este tipo de acciones tan
normales para la gente común le tomó dos años. No soportaba enterarse , a través de una
pantalla, el modo en que algunos de sus compañeros del Eln aparecían muertos en
combate. De inmediato se le aguaban los ojos y pensaba en el tiempo en que había
compartido filas junto a ellos.

Para rematar estaba lo que mostraban los medios de comunicación sobre los grupos al
margen de la Ley. A Edison, no había nada que le disgustara más que se les tildara como
'terroristas' y que se mostrara al Estado como un todopoderoso, aun cuando la corrupción y
la falta de garantías para la vida digna hubieran sido los detonantes del conflicto armado.

Algo que siguen haciendo los medios es mostrar la realidad su manera. Casi siempre se
nos ignora, pero cuando no, es para hablar de nosotros con mentiras, para contar cosas
que no son ciertas. Entonces, de un lado están los imaginarios sociales de que no sabemos
hacer nada y de que somos unos analfabetas (aunque el Estado realmente nos trata así);
por otra parte, hablan de que a los desmovilizados nos dieron casas. ¿Pero dónde? Será
debajo del puente de la avenida Boyacá o de la carrera 68, porque esas son las
condiciones en las que viven muchos excombatientes.

Edison continúa hablando y dando a conocer su experiencia, que parece no quedarse allí.
Comenta que, si hace críticas a la ACR y al Estado, es por lo que le tocó vivir y que, así
como es bueno criticando, también lo es para ser propositivo. Y vuelve y recuerda otra de
las pesadillas con las que se encontró tras volver a la vida civil: conseguir una casa.

No sabía qué era más desesperante, si la vida en los albergues o salir de ellos para recorrer
la ciudad en busca de un apartamento en arriendo para él y su familia. Estaba cansado de
ver cómo le cerraban las puertas en su cara o cómo otros tantos, más discretos, se negaban a
arrendarle una vivienda buscando mil excusas, aun cuando en sus rostros se reflejaba no
solo el disgusto, sino el susto después de que Edison les confesaba que era excombatiente.

Algo similar pasaba con el trabajo. A pesar de su experiencia y sus conocimientos, al


primero que echaban cuando había un recorte de personal era, curiosamente, a él. Intentó
llevar a cabo un proyecto y crear su propia empresa con ocho millones de pesos que el Sena
le había dado para un proyecto de emprendimiento, pero tampoco le funcionó. Entonces, le
tocó vivir y trabajar de un lado para otro, acostumbrándose a una constante exclusión.

Otro punto que es de suma importancia para un desmovilizado es el delirio de persecución.


Uno llega a una ciudad que no conoce, como lo hice yo, tras dejar el nororiente del país, y
piensa que todo mundo lo anda buscando para matarlo o hacerle daño. Entonces uno no
sabe qué es peor: que le cierren las puertas en la cara o que algunas personas -que de
verdad tienen el interés de ayudar- te den apoyo, frente a lo cual uno anda prevenido,
porque piensa: "Detrás de esto tiene que haber algo". Pero son puras imaginaciones de
uno.

Edison siempre intentó mantener un bajo perfil. Quizás, por esto es por lo que él piensa
que no le ha ido tan mal con la gente y que muchos lo han aceptado como es, sin
discriminarlo. A pesar de ello, no niega que, al llegar a un barrio, lo único que hacía era
esconderse tras una capa invisible para alejarse de la sociedad e intentar no llamar la
atención.

Lo primero que hacían algunas personas, y que siguen haciendo, cuando se les menciona
que es un excombatiente es oponerse y rechazarlo. ¿Por qué? "Porque el Estado no ha
trabajado y educado a las personas para recibirlos, porque no les ha preguntado si quieren
que los desmovilizados estemos aquí, porque todo lo que es diferente se rechaza, inclusive
a los campesinos víctimas del conflicto armado, a pesar de que ellos son quienes nos dan de
comer", asegura, convencido, Edison.

Acaba el domingo y, tras el amanecer, llega el lunes. Suena el despertador y Edison


despierta, seguro de que los sueños que había tenido mientras dormía los haría realidad al
despertar, o por lo menos eso intentaría. Al igual que el resto de la semana, está seguro de
que la lucha ideológica a la que ingresó. Para dejar la guerra de los fusiles en el pasado, va
a dar frutos.

Se arregla para salir, no sin antes ponerse su collar con la cara del 'Che' Guevara con el
mismo orgullo de siempre, desde sus épocas de militancia en el Eln.

- ¿Se avergüenza de decir que es excombatiente?

- Jamás. De hecho no hay nada como decir que fui comandante del Eln, aunque reconozco
que, con el transcurrir del tiempo, perdió sus ideales, al entrar personas que querían lucrarse
cometiendo actos que no correspondían en nada con la causa. Además, así como estuve en
el conflicto, gracias a lo aprendido en el Eln quiero contribuir con la paz, siendo un actor
social y político.

Edison sale de la casa y llama a su familia desde un puesto de venta de minutos ubicado en
la esquina. Habla con su esposa y con sus hijas. Les comenta del proyecto que está llevando
a cabo para contribuir con la paz y que, luego de unas semanas, volverá a San Gil para
visitarlas.

A pesar del sol, decide irse caminando hasta la Plaza de Bolívar para encontrarse con
algunos de sus compañeros de la Mesa Nacional de Excombatientes . Más allá del gusto por
caminar, no utiliza un bus para llegar al centro, porque que no tiene mucha plata en el
bolsillo y prefiere guardarla, para comer. De igual manera, andar a pie en Bogotá por
economizarse algunos pesos no es problema para Edison. "Cuando uno está acostumbrado a
los sinsabores de la vida, está preparado para todo", dice.

Luego de una hora de camino hasta el centro, saluda a sus compañeros, con los que decide
ir a la Biblioteca Luis Ángel Arango para hablar del proyecto en el cual han estado
trabajando desde hace algún tiempo. Se trata de la posibilidad de contribuir con el
posconflicto a través de la pedagogía, dando clases en escuelas de paz no solo a los
excombatientes, sino a la gente del común.

Han pasado siete meses desde que radicaron la propuesta escrita del proyecto a la ACR y
todavía no obtienen respuesta alguna. Por ello, pretenden hablar con los concejales y hasta
con el mismo Peñalosa o el Ministro del Interior para ver si así son escuchados. Después de
conversar durante unas dos horas, Edison me observa, dispuesto a decir algo.

En ocasiones nos hemos visto estigmatizados en mayor medida por el Gobierno que por la
misma sociedad. Desde hace siete meses esperamos que la ACR nos diga algo frente al
proyecto, pero parecen ignorarnos. Probablemente el proyecto escrito está guardado en
una carpeta, en el interior de una gaveta, sin haber sido leído al menos una vez. Lo peor es
que hay algunas personas o, inclusive, los mismos medios, que dicen que no queremos
aportar a la paz. Triste realidad, ¿verdad?

Finaliza la reunión y Edison se pone su chaqueta azul con capota. Está lloviendo, pero él es
consciente de que tiene que ir a trabajar para ganarse lo del alquiler de la alcoba en la que
vive.

Lo que le he dicho es lo que siento. No quiero decir que el programa de la ACR no sirve,
porque estaría mintiendo. Aun así, hay que reformarlo y replantearlo, en especial por el
proceso de desmovilización y reintegración que se viene con los militantes de las Farc.

- ¿Con qué sueña?

- Con que todos juntos, y digo 'todos', porque en esta ciudad y en esta país cabemos tanto
quienes participamos en el conflicto como los que no, podamos trabajar por una sociedad
más justa y equitativa. De ahí el proyecto de las escuelas de paz en los barrios, con las que
se pretende educar tanto a los excombatientes como a los civiles en torno a un posible
escenario de posconflcito.Hay que entender que la paz implica más cosas que la mera
dejación de armas. La paz se debe fomentar desde casa, desde cada esquina, desde cada
barrio...
Edison toma la carrera séptima para dirigirse, de nuevo, hacía Chapinero, y seguir contando
la historia de su vida. Se devuelve en el tiempo, poco más de 15 años atrás, y continúa con
el relato.

Las armas a un lado, retomando su vida

Fue el 18 de mayo de 2001 cuando Edison decidió dejar las armas a un lado, con el objetivo
de pasar más tiempo junto a su familia, esa a la que durante los 19 años como combatiente
del Eln solo visitó eventualmente. No estaba seguro de lo que hacía. Para él, el hecho de
apartarse del grupo al cual le dio su vida entera resultaba difícil, en especial porque, según
comenta, él sí trabajó verdaderamente por la 'causa', esa que pretendía darle un giro radical
al país, para bien, según él.

Meses antes de tomar la decisión de desertar, Edison había salido de la cárcel. No en vano,
tenía orden de captura desde 1995. Aun así, lo único que pensaba tras estar encerrado
durante un buen tiempo era volver al mando de uno de los frentes del Eln que militaba en el
Norte de Santander. Sabía que en cualquier momento podía ser arrestado de nuevo y que
podría pasar un buen tiempo tras las rejas, pero no se resignaba a cambiar su modo de
pensar y, mucho menos, de combatir.

Para sorpresa de él, la realidad se había tornado más gris de lo que pensaba, más gris que
las paredes de la cárcel en la que tuvo que convivir y que el color que había tomado su
cabello con los años. Más gris que la tierra que recubría sus manos cuando tenía que activar
o desactivar un explosivo antes de ser comandante. Las cosas habían dejado de ser las
mismas y las acciones de algunos de sus subalternos lo llevaron a dar un paso a un lado.

La guerra me había acabado físicamente, sobre todo porque yo era 'explosivista' y porque
duré 19 años en el Eln. Quería seguir militando, pero las condiciones no se dieron. Al salir
de la prisión note cómo ese ejército revolucionario con ideología marxista-leninista se
estaba degradando con el ingreso de personas que no eran limpias; es decir, que no tenían
la suficiente educación, que consumían hasta drogas y que actuaban de forma contraria a
las pilares de esta guerrilla. Habían hecho del comando de lucha un grupo de delincuentes
comunes.
Edison entristece, bebe un vaso con jugo de banano, como lo ha hecho desde niño, cuando
acompañaba a su padre a recorrer la Sierra Nevada junto a una mula. En ese entonces, esta
bebida calmaba su sed, mientras que ahora aplaca su frustración y le da el impulso para
seguir hablando.

En medio de la selva contemplaba la idea de retirarse. Había sancionado a más de un


soldado por cometer acciones indebidas y estaba perdiendo el control sobre el grupo. De
ahí que habló con su jefe y le planteó la posibilidad de hacerse a un costado.

Le pregunté que si había algún problema por retirarme y me dijo que no. Que yo era
autónomo y que podía irme cuando quisiera. Todos eran conscientes de que yo trabajé
para el grupo y no que el grupo trabajó para mí. Tanto es así que no hubo problema por
retirarme. Así como llegué con dos mudas de ropa al Eln, así mismo me fui. Hasta mi fusil
les dejé, puesto que este no era mío, sino de la causa.

De este modo, con 270 mil pesos en sus bolsillos, Edison llegó a la capital del país para
"acogerse" al programa de desmovilización y reintegración social. No conocía la ciudad,
pero estaba seguro de que en la capital podría teñir de múltiples colores su vida que tan gris
se había tornado. Lo que no sabía es que las cosas resultarían tan difíciles, mucho más
cuando se le pedía faltar casi que a sus principios.

Llegó a una oficina y lo primero que le dijeron es que él, junto a su familia, contarían con
beneficios económicos. Además, se le asignó ese albergue en Teusaquillo que, como él
menciona, le exprimió la vida. Pero eso no fue lo peor. Si bien había dejado el camuflado
propio del Eln, resultó que, para esa época, se le pidió ponerse un pasamontañas y
participar de los operativos en contra del grupo, a lo cual se negó de manera rotunda.

Uno como desmovilizado puede decidir su suerte. Por ello, cuando me entregué, redacté
una carta en la que pedía que no me llevaran a una guarnición militar, un comando de
Policía o una sede del DAS. Por el contrario, solicité que me enviaran a una sede del CTI
de la Fiscalía, porque este jamás fue un grupo de choque para el Eln. Lo malo es que esta
decisión desató un mal futuro para mí.
Pasó un tiempo y, a pesar de lo escrito en la carta, a Edison se lo llevaron a un batallón del
Ejército. Desde un inicio, el teniente coronel del batallón, que hoy en día está condenado a
40 años de cárcel por nexos con grupos paramilitares, le dijo a él y a otros tantos
exguerrilleros que no gustaba de ellos y que no eran más que una partida de bandidos. Aun
así, necesitaba que le suministraran información que le permitiera efectuar sus operativos.

Con el alma en los labios, sabiendo que no tendría un buen fin, Edison expresó su
inconformidad y, en comparación con muchos que dejaron la causa en el olvido, dio un
rotundo NO a la petición de apoyar la captura de miembros del que era su frente en el Eln.
"Por esta razón, el teniente coronel envió un oficio en el que se decía que yo estaba
adoctrinando a sus soldados para insurgencia, cosa que no era cierta. Pero de nada sirvieron
mis palabras de defensa. Estuve otros dos años en la cárcel".

Le dieron amnistía y su boleta de libertad, lo cual, por paradójico que suene, no sirvió de
mucho. De acuerdo con Edison, sobre él existía una sentencia ejecutoriada y lo único que
podía acabar con esto era el indulto por parte del presidente de esa época.

Tuve que pedirle el indulto dos veces al presidente de mano firme, hasta que por fin me lo
dio. Yo creo que fui el único exguerrillero de esa época que contó con ese beneficio, si se
quiere llamar así. Después de tanta lucha, logré compartir con mi familia.

- ¿Y su esposa aguantó ese sinnúmero de situaciones?

- Ella ha estado junto a mí durante 37años. Es una mujer maravillosa y muy loable. Tanto
que, a pesar de saber desde el primer momento que yo hacía parte del Eln, no me abandonó.
Como me dijo una vez: "No me importa lo que hagas, solo me importas tú.

Edison se acaba su jugo de banano, se levanta y decide irse a su habitación. Ha sido un día
largo y está cansado de trabajar. Una sonrisa se dibuja en su rostro, y no es para menos. Sin
importar la permanencia bajo la lluvia, ganó buen dinero cuidando los autos. Pero, antes de
su partida, una última pregunta:

- ¿Qué aspectos cambiaría al programa de la ACR?


- Uno de ellos y, quizás, el más importante, es brindar un mayor acompañamiento
psicosocial a los excombatientes. También ayudaría a que estas personas tuvieran un mayor
acceso a la educación superior para, posteriormente, generar empleo, porque no hay peor
vicio que el ocio.

Llega a su habitación temporal y observa la foto de su negrita, esa que lo ha acompañado


durante 37 años, y se acuesta en la cama. Hace un intento por prender el televisor y se
detiene. No hay necesidad de ver películas, porque la de su vida basta. Además, el día
siguiente le espera una larga jornada laboral en los alrededores de la Basílica de Lourdes.
Capítulo 4

La familia antes quela guerra

Mario corría sobre una acera del centro de la ciudad, con lágrimas en su rostro, anonadado
por las buenas nuevas, ignorando a las decenas de transeúntes que deambulaban, como si
nada, rumbo a sus oficinas o sus hogares.

No paraba de correr, aunque en esos instantes, a diferencia de meses atrás, no lo hacía por
sobrevivir. Mucho menos por huirle al disparo de un rifle o a uno de los tan acostumbrados
bombardeos en el conflicto armado. Tanto afán tenía una razón de ser: asistir al reencuentro
con su esposa y sus dos hijos, a quienes no veía desde hacía cinco meses.

Le habían dicho que sobre la calle 26 pasaban los buses para el aeropuerto. Por ello, a
zancadas, durante unos diez minutos, transitó desde la calle 13, sobre la carrera séptima,
hasta la 26. Y es que no añoraba nada más que ver a su familia, por la que había llorado
cada noche durante su estancia en un albergue para desmovilizados, ubicado en el barrio
Venecia, al sur de Bogotá.

El tiempo se le había pasado más lento que nunca y los 60 minutos que tomó el recorrido
hasta El Dorado se habían convertido en una eternidad. Mientras que miraba a través de la
ventana del bus, en medio de la ansiedad y un mar de sentimientos encontrados, Mario
pensaba en lo primero que le diría a su esposa. Pero, más que en eso, pensaba en si lo
reconocería o no. Su cambio físico había sido rotundo.

Llegó, por fin, al aeropuerto. Ni siquiera cuando ingresó a las Farc había sentido tanta
intriga. Mientras su mujer salía del avión, Mario se sentaba, se ponía de pie, miraba la hora
y agradecía al cielo por la oportunidad de reunirse de nuevo con su familia. Observaba a
través de los vidrios, en medio de un sinnúmero de personas, pero nada que veía a sus seres
queridos.

De repente, un dolor agudo en su pecho. No, no se trataba de un infarto, sino de su corazón,


que casi que se detuvo tras ver a su esposa junto a su hija de dos años y su hijo de uno. No
sabía si correr a saludarlos o esperar a que los reconocieran. Optó por lo último. Su mujer,
que estaba a unos pocos metros de distancia, aún no lograba verlo. Él, asustado, no entendía
qué era lo que estaba sucediendo.

Mario continuaba pensando en qué era lo que debía hacer. Estaba a punto de correr y darle
la bienvenida a su familia cuando, de repente, recibió no un abrazo, sino tres. Sintió como
su alma se desvanecía de alegría. Lloraba al tiempo que sonreía. Su esposa lo besaba y le
repetía, incesablemente, que lo amaba y que lo había extrañado bastante. Él, por su parte, se
preguntaba ¿por qué su esposa no lo había reconocido antes? Ella, como si hubiera
escuchado su pregunta, le respondió: Verte sin barba y sin cabello largo es nuevo para mí.
Pero tu forma de caminar - 'cascorbo', según Mario- es inconfundible.

Todo había salido bien y Mario cada vez se convencía más de que haber dejado las armas
había sido la mejor decisión. En especial porque estaba bien y junto a los seres que amaba,
adoraba y por los cuales daba hasta su vida.

Quizá ese fue uno de los momentos más felices que he tenido durante toda mi vida, a pesar
de que mi mujer no me reconoció. Y, ¿cómo no,? si ya no tenía ni esa espesa barba, ni esa
larga cabellera conmigo. A eso había que sumarle el hecho de que estaba más delgado de
tanto pensar en si mi familia estaba bien o no, en que pasaría muchísimo tiempo sin verla.
Hasta que la oportunidad se me dio.

Y es que, como relata Mario, mientras bebe un sorbo de chicha en el Chorro de Quevedo,
como lo hizo durante sus años de combate para dejar el estrés de la guerra a un lado, traer a
su familia desde Barranquilla hasta Bogotá no fue nada fácil. De ahí, la emoción que le
embargó luego de recibir la llamada telefónica que tanto esperaba desde su estadía en la
capital.

El administrador del albergue lo había llamado para decirle que acudiera a una oficina en el
centro de la ciudad, en la que manejaban todo el papeleo de los desmovilizados. Ya estando
en el lugar indicado, le dijeron que la espera había llegado a su fin y que le habían enviado
los tiquetes de vuelo a su familia, con la cual estaría en cuestión de horas.

Desde el primer día que estuve en el albergue traté de hacer las cosas bien y seguir firme
con mi propósito de dejar la guerra a un lado. Recuerdo que fui tan comprometido y
juicioso que, en más de una ocasión, el director del albergue me decía: "A ese pela'o lo voy
a ayudar". Y así fue. Gracias a las recomendaciones de él, trajeron a mi familia. De no ser
así, hubiera tomado más tiempo. Inclusive, en una ocasión llegué llorando como un niño al
Ministerio de Interior para que me ayudaran con los pasajes del avión para mi esposa y
para mis hijos.

De acuerdo con Mario, fue importante volver a la vida civil y tener una persona en la cual
podía confiar, como el director del albergue, que hasta le prestó dinero para pagar un taxi
en el aeropuerto y así llevar a su familia al albergue.

Luego de abrazos y sonrisas, Mario y su familia tenían que volver a la realidad. Tanto así,
que durante el recorrido hasta el albergue discutió con su esposa, quien le reprochaba que
los llevara a un sitio como ese a ella y a sus hijos. Y a pesar de que él sabía que su esposa
tenía razón, poco o nada podía cambiar tal realidad. Al menos por un tiempo.

Si bien Mario esperaba con ansias la llegada de su familia, sabía que eso, tal vez, podría
representar problemas, especialmente en cuestión de seguridad. El ambiente en el albergue
era algo así como un infierno, no tanto por el lugar en sí, sino por el papel de 'demonios'
que empezaban a desempeñar quienes se suponen habían dejado la guerra atrás.

Según cuenta Mario, no había nada más tedioso que convivir con exparamilitares,
exmiembros del Eln y de las Farc, en un mismo lugar. "Había bronca entre todos los
bandos, aún después de haber desertado. Había infiltrados que tenían como objetivo
reclutar gente de derecha para las Bacrim. A uno le tocaba mantener un bajo perfil en ese
infierno literal. Llegó un punto en donde incendiaron el albergue", señala.

Fue tan escabrosa la situación, que Mario, en sus primeros cinco meses de estadía en el
albergue, tuvo que tomar una decisión. En el pasado se había refugiado en las montañas y
los bosques de los Santanderes. Ahora, de forma paradójica, le tocaba resguardarse en los
cerros de Bogotá. Esos a los que han acudido, durante décadas, víctimas y victimarios
luego de dejarlo todo, hasta la misma sangre, en el conflicto.
Unos amigos suyos, que se habían desmovilizado años atrás, y que habían vivido en Ciudad
Bolívar, le habían dado una solución viable al problema de seguridad que se acrecentaba en
el albergue:

Lo que hice durante cinco meses, antes de que llegara mi familia, fue hablar con el
director para que me diera el dinero de los buses y de la alimentación para irme a Ciudad
Bolívar y hospedarme con mis amigos. Me reportaba los fines de semana en el albergue
para evitarle inconvenientes al director, y a diario llamaba para decirle que estaba bien,
que estaba vivo ...

Mario continúa con su historia y sonríe. Recuerda cómo, tras su desmovilización, las cosas
le salieron casi que ni mandadas hacer. O por lo menos así ocurrió cuando llegó con su
familia al albergue, cuyo director se había convertido en un gran apoyo. Y en esa ocasión
también le ayudó.

En cuestión de días, él y su familia estaban residiendo en un nuevo albergue que, a


diferencia del anterior, era habitado exclusivamente por núcleos familiares y no por
personas solitarias, lo cual hacía menos tenso el ambiente. "En ese lugar todo mundo sabía
respetar y convivir con los demás. Un punto a favor de aquel sitio, ubicado en la calle
tercera con avenida Caracas, es que cada familia tenía casi que su propio apartamento
dentro de la misma construcción", dice Mario, agregando que, después de un mes, le llegó
la resolución de una casa propia para vivir junto a sus dos hijos y su esposa.

El momento de desertar

Habían pasado 10 años desde el momento en el que Mario decidió enfilarse en el Frente 24
de las Farc, que militaba en Barrancabermeja y, en general, en los Santanderes. A pesar de
que él había entrado por cuenta propia al grupo, con el propósito de cambiar el país a través
de las armas, fundamentado en la ideología de izquierda, se había dado cuenta de que, de
un momento a otro, todo había cambiado. La causa que antes defendía estaba perdiendo
fuerza por culpa de sus compañeros.

En ese entonces, unos días antes de desertar, recordaba cómo había sido el comienzo de mi
etapa en las Farc. Tenía apenas 20 años cuando decidí hacer parte del grupo que recién
comenzaba a operar en esa zona, pues fue tan solo en 1985 cuando se fundó esta guerrilla
en Barrancabermeja. Yo estaba recién salido del Ejército.

Y es que, de acuerdo con Mario, desde muy niño había sido consciente de la desigualdad y
de la falta de oportunidades en su pueblo. A medida que fue creciendo, hubo ocasiones en
las que las necesidades en su hogar no daban espera y él, en plena adolescencia, poco o
nada podía hacer.

Mientras su papá trabajaba y su mamá cuidaba del hogar, él podía estudiar. Ese era un
privilegio que tenían unos cuantos, porque la mayoría de los adolecentes se dedicaban a
ayudarle a su familia con las labores propias del campo. Tanto es así, que el colegio en el
que estudiaba era femenino, pero debido a la realidad social del pueblo, se optó por recibir
dos hombres por cada curso. "Entonces, de puro de buenas, calé ahí", dice.

Fue en ese colegio en el que se le pasó por su mente la idea de cambiar de rumbo. Mucho
más al notar su rendimiento académico en asignaturas como el álgebra, que jamás le ha
gustado. Y aunque era consciente de que estudiar era un privilegio, decidió dejar la vida
escolar a un lado, creyendo que, al ingresar al Ejército, las cosas mejorarían.

Recuerdo que iba perdiendo álgebra. Y no quería contarle a mi papá porque él es muy
tradicionalista y de seguro me iba a pegar y castigar. Entonces, cansado de todo, lo que
hice fue alistar ropa en mi maleta y volarme de la casa. De inmediato acudí al Ejército y,
en cuestión de días estaba en Puerto Berrío, Antioquia.

Su paso por las fuerzas armadas no fue tal y como él lo había previsto. Notó cómo, al estar
uniformado y tener un fusil en sus manos, el trato como niño, al cual estaba acostumbrado,
había cambiado. Sin embargo, ya había pasado más de un año. Tras obtener su libreta
militar, le tocaba volver, de nuevo, a su adorada Barrancabermeja.

"Al regresar a la vida civil noté que nada había cambiado en mi pueblo y que las
oportunidades para el pobre eran pocas. Entonces me empecé a enrolar con algunos
miembros de las Farc", dice Mario, agregando que, en esa época, como la guerrilla en esa
zona apenas se estaba gestando, se organizaban células (grupos de conversación), en las
cuales se discutía acerca de las problemáticas de Barranca y se legitimaba la necesidad de
un frente armado de izquierda.

Uno de sus compañeros del Ejército, que se había convertido casi que en su mejor amigo, le
había planteado que lo mejor que podían hacer era militar en las Farc. Y, aunque desde un
comienzo se le dijo a Mario que no ganaría mucho dinero, decidió aceptar la oferta de
ingresar al grupo.

Desde ese instante, mis papás no volvieron a saber nada de mí. Durante años pensaron
que yo estaba muerto. Había tomado la decisión de no involucrarlos, ni volver a
comunicarme con ellos, por su seguridad. Aun así, yo milité en Barrancabermeja siete de
los 10 años en que estuve con la guerrilla.

Luego de haber decidido enfilarse en las Farc junto a su amigo, el paso por seguir fue el
entrenamiento. Para ello, Mario tuvo que dejar Barranca durante tres meses y desplazarse
hasta Bolívar, en donde le darían órdenes y lo uniformarían. Pero, antes que todo, tenía que
cambiar su nombre y dejar su identidad en el pasado. "¿Cómo se quiere llamar?, me
preguntaron. Mi respuesta fue: Mario".

A diferencia de muchos combatientes, para Mario la guerra no fue ningún motivo que le
impidiera tener una familia. De hecho, mientras militaba en el grupo armado, se enamoró.
Al parecer, su única debilidad, por la cual podría dejar la vida armada, era una mujer, esa
que hoy es su esposa, con la cual tiene dos hijos.

Cuando menos lo esperaba me enamoré de ella. Y si bien en un comienzo me pareció difícil


formalizar las cosas y tener una relación estable, con el tiempo aprendí que sí era posible.
Lo grave es que, como llegó a sucederme, cuando tu vida corre riesgo, la de tu familia
más. Es ahí en donde pones en duda la decisión de haber ingresado a un grupo como las
Farc, y de haber decidido tener una familia. Que te maten a ti va y viene, pero que
amenacen a tu mujer o tus hijos de muerte es otra cosa.

- ¿Y su esposa sabía que usted militaba en las Farc?

- No. Al menos jamás se enteró por cuenta mía. Una ventaja que yo tenía es que militaba en
Barrancabermeja. Entonces yo llegaba a mi casa normal, como si regresara de un trabajo
cualquiera. Traía conmigo dinero y el mercado de la semana. De ahí que, en un inicio, mi
mujer no sospechara nada.

Con el paso del tiempo, me llamaban del grupo a cumplir con mis labores, sin importar
que fuera de día o de noche. Fue por ello que mi esposa empezó a tener sospechas, a tal
punto de que llegó a decirme, a modo de chiste: "Si te cogen preso y te llevan a la cárcel,
te olvidas de mí. Porque me consigo otro". Entonces yo le respondía: "Si me dejas, te busco
y te mato".

Entre más sospechas despertaba, más agudos se fueron volviendo los chistes y las chanzas
de ellas. A tal punto que me decía:"Si te matan, ojalá te entierren en un hueco bien
profundo. Con eso no vuelvo a saber de ti". Era tanta la ira que me daba, que le decía a mi
esposa que ella no tenía por qué quejarse, que lo que yo hacía era porque quería un mejor
futura para la familia. Y que gracias a esto, podía tener algunas comodidades.

Había acumulado ya diez años de militancia en las Farc y Mario se empezaba a dar cuenta
de que los temores y presentimientos que, de chiste en chiste, le expresaba su esposa,
amenazaban con hacerse realidad. En más de una ocasión, lo habían intentado capturar, en
especial durante sus últimos dos años, en los que estuvo patrullando en Pradilla,
Cundinamarca. Ya era hora de hacerse a un lado y él lo sabía. De ahí, su regreso a
Barranca.

Al volver a su tierra natal, Mario evidenció que todo andaba de mal en peor. Las Farc se
habían dejado permear por el narcotráfico y eso había afectado no solo la convivencia entre
los miembros del grupo, sino con la sociedad civil. Los ideales de la lucha por el bien
común empezaban a ser opacados por una pelea de intereses propios.

Llegó un punto en el que los señores pudientes, dueños de laboratorios de droga y de


cultivos ilícitos, comenzaron a pagar a los guerrilleros por su protección. En un comienzo,
los grupos se repartieron las zonas en las que cada uno podía operar, para no tener
inconvenientes. Sin embargo, con el tiempo, las fronteras de cada zona dejaron de
respetarse y empezó una guerra interna, en búsqueda del poder, entre los bandos de las
Farc.
Fue precisamente ese periodo de guerra interna entre los miembros de las Farc en el que
frentes del Eln y el Epl, comenzaron a tomarse los Santanderes y la zona del Catatumbo, lo
cual se traducía en una guerra más. Conforme con lo dicho por Mario, se empezó a gestar
una batalla campal entre los miembros de las tres guerrillas, que habían hecho de los
paisajes multicolores de Barranca zonas grises marcadas por la violencia.

Nos estábamos acabando entre todos. Sin mentirle, hubo una ocasión en que se hizo un
operativo para dar con 20 hombres del Epl. Al dar con el paradero de ellos, se llevaron a
un parque y se ubicó a todos en hilera. Después de unos minutos, no había más que
cuerpos en el piso.

Era tanto el odio que existía entre las tres guerrillas, que a mi compañero, con el cual
estuve en el Ejército y por el cual entré a la guerrilla, también lo querían matar. Él se tuvo
que venir a Bogotá. Lo andaban buscando por cielo y tierra, tras cambiarse de bando al
Eln. Y si hay cosa que no perdona las Farc es la traición.

Mario bebe otro sorbo de chicha y, con cierta vergüenza, explica que en menos de 10 años
las Farc dejaron de ser esa guerrilla que trabajaba a favor del pueblo, para estar en contra de
él. La utopía de cambiar estructuralmente el país se había desvanecido con acciones propias
de delincuentes comunes, que predicaban una cosa, pero que hacían otra. Y aunque no
todos los guerrilleros habían dejado a un lado los pilares ideológicos como la resistencia y
la búsqueda de la igualdad, por unos pagaban todos. No solamente se estaba enlodando el
nombre de quienes ingresaron al grupo con un propósito constructivo, sino que amenazaban
las vida de las personas que se opusieran a las acciones criminales.

Se comenzó a matar porque sí. Si tú le caías mal a un guerrillero, te mataba, sin importar
si eras joven o viejo, o si tenías riqueza o no. Murieron muchas personas inocentes, que
nada tenían que ver con la guerra.

De este modo, también empezaron a ser recurrentes actividades atroces como los
denominados 'Plan Pistola', que si bien obedecían a la idea de limpieza social, propia de los
grupos de derecha, también habían comenzado a ser usuales en los grupos guerrilleros. Para
perder la vida, tan solo bastaba deambular libremente por las calles de los pueblos después
de una hora específica, estipulada por los grupos armados.
A la jornadas de limpieza social se empezó a sumar la extorsión. En un comienzo solo se
les pedía vacuna a quienes tuvieran fincas y grandes haciendas. Pero luego, hasta los
dueños de pequeñas tiendas, con las cuales subsistían, también comenzaron a verse
afectados. Era increíble que se les cobrara hasta un millón de pesos de cuota, que si ahora
es bastante dinero, imagínese en los 90.

- Y ante esa situación, ¿qué hizo?

- Desertar. Me di cuenta de que la vida de los demás no le pertenece a nadie. Que uno no es
quién para decidir sobre el futuro de una persona, o de una familia. No teníamos el derecho
de decidir, como si fuéramos dioses, quién vive o quién muere ...

Al presenciar la serie de desafortunados eventos, Mario tomó la decisión de dejar las armas
atrás. Era de noche y el sentido de culpa, por lo que había hecho o dejado de hacer, lo
atormentaba. Y pese al miedo de morir en el intento, sabía que, si no viajaba a Bogotá en
ese momento, tal vez, en cuestión de horas, no seguiría vivo para contar su historia.

Llegó a su casa, como de costumbre. Pero había algo diferente en su rostro. Se trataba de
una mezcla entre la convicción de dar un paso a un lado para vivir en paz y el temor de que
se tomaran represalias, tras dejar el camuflado encima de su cama para no volver a
ponérselo nunca jamás.

Le dio un beso a su esposa y, a diferencia de lo que había hecho durante 10 años, le dijo la
verdad. Efectivamente, había militado en las Farc. Los comentarios, disfrazados de chistes,
que ella había pronunciado en el pasado, podían hacerse realidad. Su marido podía acabar
preso o muerto.

Mario abrazó a sus hijos. Aún estaba a tiempo de darle un giro a su vida. Junto a su esposa,
alistó un par de maletas, que serían lo único que llevarían consigo en lo que sería su nueva
vida. El fusil y el camuflado quedaron en su habitación, por si alguien venía a buscarlos.
Después de todo, nada de eso era de él.

Salieron corriendo de la casa. Era de noche, y no llamaban mucho la atención. A mitad del
camino la familia se dividió. "Le dije a mi esposa que se fuera para Barranquilla, donde
estaban viviendo mis papás. Yo viajaría solo a Bogotá y la llamaría cuando estuviera bien.
Ese era el trato", dice Mario. Luego de lágrimas, y un abrazo fuerte entre padre, madre y
sus hijos de uno y dos años, todo fue tristeza y desazón, en medio de la huida. El temor de
no volver a ver a su familia parecía apoderarse de su cuerpo.

Fue uno de los momentos más difíciles de mi vida. No sabía qué iba a pasar con mi esposa
y con mis dos niños. Tal y como había dicho mi mujer: "Si te buscan a ti, nos buscan a
nosotros. Y hasta nos pueden matar". Aun así, era la mejor decisión, de eso estaba seguro.

Llegué a Bogotá y lo primero que hice fue llamar para saber cómo estaban. No tenían
dinero y, durante los cinco meses que estuve en el albergue, tuvieron que pasar
necesidades, a pesar de que vivían junto a mis padres.

Recuerdo que cuando me presenté y dije que había optado por desertar, el director del
programa de reintegración me abrazó y me felicitó. Me dijo que todo iba a estar bien.
Claro está, que tenía que colaborar con información. Pero, por mi familia, hacía lo que
fuera.

Duré ocho días sin hablarle a nadie. Tan solo deseaba ver a mis hijos y a mi esposa. Me
pusieron hasta psicóloga. Después de un tiempo, a pesar de que solo vi a mi familia luego
de cinco meses, comprendí que la vida me había dado una nueva oportunidad, que debía
aprovechar. Por ellos fue por quienes desde el primer mes empecé a estudiar.

De ahí para adelante, todo mejoró ...

Sin plata en el bolsillo, pero con más tranquilidad que nunca

Es mediodía de un domingo y Mario, junto a su esposa, su hija de 21 años y su hijo de 20,


permanecen a las orillas de un río. Están alistando los platos para servir el almuerzo. A él le
espera una mojarra y a ellos una buena porción de carne de res. No, no están de viaje en
alguna de las costas colombianas. Por el contrario, están en el interior del país, en la
localidad de Usme, en donde han vivido desde hace algo más de cinco meses.

Mario observa el contraste entre el color cristal del agua, las figuras de las montañas, la
mojarra en su plato y el sinnúmero de visitantes sonriendo con sus familias, y piensa que ni
siquiera todo el dinero del mundo podría superar esos momentos de felicidad a partir de las
pequeñas cosas. Ha pasado un buen tiempo desde su desmovilización y, aunque está sin
trabajo, se encuentra tranquilo.

Piensa que, económicamente, estaría mejor en su casa propia en Ciudad Bolívar que en
Usme pagando arriendo. Pero no lo queda más que aceptar su realidad. Tras las amenazas
telefónicas de quienes se identificaron como 'paracos', le tocó salir dejar su hogar y
trasladarse a Usme. A diferencia del pasado, no quería más riesgos para su familia, y
aunque le parecía injusto dejar su casa, no lo yendo nada mal.

- ¿Y por qué le tocó irse de Ciudad Bolívar?

- Es algo irónico. Porque, a diferencia de hace unas dos décadas, cuando militaba en las
Farc, allá en los cerros no lo estaba haciendo daño a nadie. De hecho, estaba trabajando en
una fundación como defensor de los Derechos Humanos de las víctimas del conflicto
armado. ¡Imagínese eso. Las vueltas que da la vida! Entonces comencé a recibir llamadas
en las que se me decía, que si no me iba, mi vida estaría en peligro.

Aquí donde usted me ve, tengo un chaleco antibalas puesto. Hasta tengo un escolta, al cual
no me gusta casi cargar, y un teléfono dado por la Fiscalía. Igual, no pasa nada, de esos
sinsabores también se aprende.

A pesar de que su situación económica actual no es la mejor, Mario sonríe y agradece al


cielo por llevar la vida que lleva en la actualidad. Entiende que no hay nada que lo llene
más de alegría que las llamadas de sus hijos para saber cómo está. Tal y como ocurrió
durante la conversación en el Chorro de Quevedo: "Hola, mi niña. Yo estoy bien, no se
preocupe. Ando tomando chicha aquí en el Chorro con unos amigos estudiantes. No se
preocupe, en un rato salgo para la casa".

Otro traguito, una breve explicación de cómo hacer chicha con harina de trigo y Mario
continúa hablando. Esta vez para explicar la forma en la que se adaptó a la sociedad y los
retos de la reintegración a la vida civil.

Luego de unos días de llegar de Barrancabermeja a Bogotá, a Mario se le había dado la


oportunidad de terminar el bachillerato, ese que había dejado atrás por enrolarse en el
Ejército, tras ir perdiendo álgebra en el colegio femenino. Tan pronto terminó, le ofrecieron
la posibilidad de hacer cursos técnicos en el Centro de Capacitación Juan Bosco, en el
barrio La Estrella. Sin pensarlo dos veces, aceptó. No iba a derrochar las oportunidades
como en el pasado. Es más, en él se había presentado un interés inesperado por aprender.

Me gustaba lo que estudiaba porque aprendía de todo. Además, me parecía una


contrariedad no aprovechar tales oportunidades porque, inclusive, se nos pagaba por ir a
las aulas. Aun así, no todos aprovecharon. Usted veía personas perezosas, que querían
todo regalado y que, con el paso del tiempo, no hacían más que quejarse, cuando fueron
ellos quienes se negaron la posibilidad de seguir creciendo.

Mario estaba contento asistiendo a las clases. Pero todavía faltaba una prueba o, mejor, un
verdadero reto. En el Centro de Capacitación Juan Bosco no había más que excombatientes,
por lo cual no había interactuado con personas "civiles", como él las llama. La
discriminación y la estigmatización eran sus mayores temores, en especial cuando se le dijo
que contaba, junto a otros compañeros desmovilizados, con cupos para estudiar en el Sena.

- ¿Y cómo fue esa experiencia?

- Bonita. Mi primer contacto con los civiles fue en el Sena de Kennedy. Recuerdo que, en
ese entonces, el director de tal institución tuvo un gesto de admirar y que jamás voy a
olvidar. Cuando llegué con mis compañeros excombatientes, nos presentó a todo mundo
como desmovilizados y dijo: "Me hacen el favor y respetan a estos muchachos, porque son
iguales a todos ustedes y , más que eso, es como si fueran mis propios hijos".

Ese gesto de fe y de confianza hizo creer a Mario que no iba a resultar tan tedioso como
esperaba involucrarse con personas que habían sido ajenas a la guerra. Aun así, en un
principio, de acuerdo con Mario, los demás estudiantes los miraban como un bicho raro. Y
era de esperarse. La mayoría de los desmovilizados todavía tenía largos tanto la barba como
el cabello. "Luego de unos días nos dieron para la motilada, además de uniformes con
corbata y todo. Nos veíamos bien elegantes".

De repente, Mario notó que la mayoría de estudiantes con los que estudiaba, a excepción de
unos cuantos, los trataban como iguales. Él creía que todos veían esas ganas de los
desmovilizados por superarse y aprender, y que por ello los saludaban, les hablaban y hasta
los apoyaban en situaciones académicas. "Nos sentíamos parte de un todo, porque las aulas
eran grandes y uno veía estudiando a personas de diferentes cursos en un mismo espacio".

Luego de un tiempo, el Fondo Emprender también les abrió sus puertas a las personas
desmovilizadas, dándoles la posibilidad de participar en convocatorias de proyectos de
emprendimiento, para hacer realidad de tener su propia empresa.

Hubo compañeros a los que les prestó un plante de 90 millones de pesos. Si después de un
año sostenían el presupuesto, el Fondo Emprender se los regalaba. Yo participé, pero no
obtuve beneficio alguno, porque mi idea era hacer una sociedad con mis hermanos de
Barranca, que trabajaban en la industria metalmecánica, y los proyectos tenían que ser en
Bogotá.¡ Lástima! Hubiese sido una buena oportunidad.

Para Mario, la etapa de estudiante fue una de las mejores que ha tenido en su vida, no solo
por obtener títulos como técnico en operaciones comerciales, técnico en gestión humana,
tecnólogo en gestión ambiental y defensor de los derechos humanos, sino porque, después
de diez años en el conflicto, se volvía a sentir parte de algo que, en lugar de destructivo, era
constructivo.

Por desgracia, en el entorno laboral resultó más complejo que algunas personas asumieran
su rol de excombatiente. De acuerdo con Mario, hubo más de una ocasión en la que se le
negó empleo, a pesar de la existencia de convenios entre ciertas empresas con el Sena y el
mismo Gobierno, por su condición de desmovilizado.

Recuerdo que en una ocasión, luego de culminar con uno de los cursos técnicos tomados
en el Sena, llegué a una empresa con las cuales se tenía convenio. Al hablar con la persona
encargada de hacerme la entrevista, empezó a gritarme que yo era un matón y que no tenía
por qué estar en ese lugar. Además, me repetía que cuál era el ejemplo que una persona
como yo, que había militado en las Farc, podía dar a mis compañeros.

Eso fue y sigue siendo duro de asimilar. Por eso es por lo que quiero trabajar como
independiente, porque esas secuelas quedan. Olvidaré la guerra, pero lo que siguió
después ... jamás. Como el hecho de estar sin dinero, en una ciudad desconocida e
incomunicado con mi familia.
Para ese entonces, a Mario le llovieron ofertas, no tan decorosas, de otras partes. Una vez,
por ejemplo, en Abastos, se le ofrecieron 200 mil pesos por cada persona que reclutara para
las Farc. Y también del otro bando había proposiciones. Le prometieron millones si se
enfilaba en las Bacrim, aun cuando él había militado en una guerrilla. "Probablemente, esa
fue una trampa en la que muchos cayeron", comenta.

Pese a todo ello, Mario considera que fueron más las cosas buenas que las malas, que fue
más el apoyo recibido que el rechazo de unos cuantos. Y que fue gracias al esfuerzo de él
mismo por cambiar y a las oportunidades que la vida le dio como pudo sacar adelante a su
familia. Por lo menos, su hija es contadora pública, gracias a una beca del 80 por ciento
dada por el Estado. Mientras tanto, su hijo está estudiando para ser profesor, con una beca
igual a la de su hermana.

Las oportunidades llegan. Pero va en ti saber aprovecharlas o no. Aunque a veces te toque
hacer sacrificios. Por ejemplo, ahorita que estoy sin trabajo, casi no puedo salir de la casa
o, si lo hago, me toca hacerlo caminando, porque lo que yo me gasto en un bus sirve para
el transporte di mi hijo, para que pueda ir de la casa a la universidad. Cuando las cosas
valen la pena, son sobrellevables

Mario acaba su botella de chicha con pitillo y comenta que lo que más agradece tras su
desmovilización es poder compartir más tiempo con su familia, en especial con su hijo, al
que adora con el alma y al que le trata de inculcar esa ideología de izquierda. Claro está
que, a diferencia de él, le inculca que haga la guerra con ideas y argumentos, más no con
las armas.

Se alista para irse, argumentando que tiene que asistir a un curso de finanzas, justamente
con su hijo. "La idea es aprender, para enseñarles a los futuros desmovilizados de las Farc a
invertir y saber administrar bien su dinero. Eso hace parte del proyecto de las escuelas de
paz que radicamos en la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR)", dice.

- ¿Por qué la idea de las escuelas paz?

- Porque, a diferencia de lo que algunos piensan, reintegrarse a la vida civil no es tan fácil.
Mucho más cuando se lleva tanto tiempo viviendo en el monte. Y qué mejor que nosotros,
los excombatientes, que hemos vivido esa situación, para ayudar a los futuros
desmovilizados en el proceso de dejar los fantasmas de la guerra atrás.

Además, la idea de estas escuelas es educar tanto a quienes dejan las armas como a los
civiles, como yo, para que aprendamos a recibir a esas personas y a darles una segunda
oportunidad. Ese es el primer paso para la construcción de una paz.

Mario se levanta de la silla en la que estaba sentado, en el Chorro de Quevedo. Comenta


que va a verse con su hijo, ese con el que, desde el momento de la reinserción, comparte
más tiempo. No van a hacer algo en especial, solo irse acompañados hasta su casa en Usme,
aunque para ellos esta cotidianidad tiene tintes de ritual sagrado, luego de haber estado
tantos días sin poder vivenciarla.

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