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Capítulo 11

Los cristianos deben


representar a Dios
Es el propósito de Dios manifestar por su
pueblo los principios de su reino. Para que en su
vida y carácter ellos revelen estos principios, desea
él separarlos de las costumbres y prácticas del
mundo. Trata de atraerlos a sí, a fin de poder
hacerles conocer su voluntad.

El propósito que Dios trata de lograr por medio


de su pueblo hoy es el mismo que deseaba realizar
por Israel cuando lo sacó de Egipto. Contemplando
la bondad, la misericordia, la justicia y el amor de
Dios revelados en la iglesia, el mundo ha de
obtener una representación de su carácter. Y
cuando la ley de Dios quede así manifestada en la
vida, aun el mundo reconocerá la superioridad de
los que aman, temen y sirven a Dios sobre todos
los demás habitantes de la tierra.

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Los ojos del Señor se fijan en cada uno de sus
hijos; tiene planes acerca de cada uno de ellos. Es
propósito suyo que aquellos que practican sus
santos preceptos sean un pueblo distinguido. Al
pueblo de Dios de la actualidad tanto como al
antiguo Israel pertenecen las palabras que Moisés
escribió por inspiración del Espíritu: “Porque tú
eres pueblo santo a Jehová tu Dios; Jehová tu Dios
te ha escogido para serle un pueblo especial, más
que todos los pueblos que están sobre la haz de la
tierra”. Deuteronomio 7:6.

La formación de un carácter
semejante al de Cristo

La religión de Cristo no degrada nunca al que


la recibe; nunca lo hace burdo ni tosco, descortés ni
engreído, apasionado ni duro de corazón. Por el
contrario, refina el gusto, santifica el juicio,
purifica y ennoblece los pensamientos, poniéndolos
en sujeción a Cristo. El ideal de Dios para sus hijos
es más elevado de lo que puede alcanzar el más
sublime pensamiento humano. El ha dado en su
santa ley un trasunto de su carácter.

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El ideal del carácter cristiano es asemejarse a
Cristo. Con esto se abre ante nosotros una senda de
progreso constante. Tenemos un objeto que
conquistar, una norma que alcanzar, que incluye
todo lo bueno, lo puro, lo noble y lo elevado. Debe
haber una lucha continua y un progreso constante
hacia adelante y hacia arriba, hacia la perfección
del carácter.

Seremos individualmente, para este tiempo y


para la eternidad, lo que nos hagan nuestros
hábitos. La vida de los que adquieren los debidos
hábitos y son fieles en el cumplimiento de todo
deber, será como luz resplandeciente que derrame
sus rayos brillantes sobre las sendas ajenas; pero si
nos permitimos tener hábitos de infidelidad, si
consentimos que se fortalezcan los hábitos de
molicie, indolencia y negligencia, una nube más
sombría que la medianoche se asentará sobre las
perspectivas de esta vida, y privará para siempre al
individuo de la vida futura.

Bienaventurado es aquel que escucha las

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palabras de vida eterna. Guiado por “el Espíritu de
verdad”, será conducido a toda verdad. No será
honrado, amado y alabado por el mundo; pero será
precioso a la vista del Cielo. “Mirad cual amor nos
ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de
Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no
le conoce a él”. 1 Juan 3:1.

Viva valientemente hoy

Recibida en el corazón, la verdad de Dios


puede hacernos sabios para salvación. Al creerla y
obedecerla, recibiremos gracia suficiente para los
deberes y las pruebas de hoy. No necesitamos la
gracia para mañana. Debemos comprender que
hemos de tratar tan sólo con el día de hoy.
Venzamos hoy; neguémonos a nosotros mismos;
velemos y oremos ahora. Obtengamos victorias en
Dios hoy. Las circunstancias y el ambiente que nos
rodean, los cambios que se realizan diariamente
alrededor de nosotros y la Palabra escrita de Dios
que discierne y prueba todas las cosas bastan para
enseñarnos nuestro deber y lo que debemos hacer
día tras día. En vez de permitir que nuestra mente

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se espacie en pensamientos de los cuales no
obtenemos beneficio alguno, debemos escudriñar
las Escrituras diariamente y cumplir en la vida
cotidiana los deberes que tal vez ahora nos resulten
penosos, pero que alguien debe cumplir.

Muchos fijan los ojos en la terrible perversidad


que existe en derredor de ellos, la apostasía y la
debilidad que hay por todas partes, y hablan de
estas cosas hasta que su corazón está lleno de
tristeza y duda. Hacen predominar ante sus mentes
la obra magistral del gran engañador, se espacian
en los rasgos desalentadores de su experiencia, al
par que parecen perder de vista el poder y el amor
sin par del Padre celestial. Todo esto está conforme
con la voluntad de Satanás. Es un error pensar en el
enemigo de la justicia como revestido de poder tan
grande, cuando nos espaciamos tan poco en el
amor de Dios y en su poder. Debemos hablar del
poder de Cristo. Somos completamente impotentes
para rescatarnos de las garras de Satanás; pero Dios
ha señalado una vía de escape. El Hijo del Altísimo
tiene fuerza para pelear la batalla por nosotros; y
por “Aquel que nos amó”, podemos hacer “más

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que vencer”. Romanos 8:37.

No obtenemos fuerza espiritual si sólo


pensamos en nuestras debilidades y apostasías y
lamentamos el poder de Satanás. Esta gran verdad
debe ser establecida como principio vivo en nuestra
mente y corazón: la eficacia de la ofrenda hecha en
favor nuestro; que Dios puede salvar hasta lo sumo
a cuantos acuden a él cumpliendo las condiciones
especificadas en su Palabra. Nuestra obra consiste
en poner nuestra voluntad de parte de la voluntad
de Dios. Luego, por la sangre de la expiación,
llegamos a ser partícipes de la naturaleza divina;
por Cristo somos hijos de Dios, y tenemos la
seguridad de que Dios nos ama así como amó a su
Hijo. Somos uno con Jesús. Vamos adonde Cristo
nos conduce; él tiene poder para disipar las densas
sombras que Satanás arroja sobre nuestra senda; y
en lugar de las tinieblas y el desaliento, brilla el sol
de su gloria en nuestro corazón.

Hermanos y hermanas, contemplando es como


somos transformados. Espaciándonos en el amor de
Dios y de nuestro Salvador, admirando la

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perfección del carácter divino y apropiándonos la
justicia de Cristo por la fe, hemos de ser
transformados a su misma imagen. Por lo tanto, no
reunamos todos los cuadros desagradables, las
iniquidades, las corrupciones y los desalientos,
evidencias del poder de Satanás, para grabarlos en
nuestra memoria, para hablar de ellos y lamentarlos
hasta que nuestras almas estén llenas de desaliento.
Un alma desalentada está en tinieblas, y no sólo
deja de recibir ella misma la luz de Dios, sino que
impide que llegue a otros. Satanás se deleita viendo
los cuadros de los triunfos que obtiene al restar fe y
aliento a los seres humanos.

Representad a Dios por una vida abnegada

El pecado más difundido que nos separa de


Dios y provoca tantos trastornos espirituales
contagiosos, es el egoísmo. No se puede vol- ver al
Señor excepto mediante la abnegación. Por
nosotros mismos no podemos hacer nada; pero si
Dios nos fortalece, podemos vivir para hacer bien a
otros, y de esta manera rehuir el mal del egoísmo.
No necesitamos ir a tierras paganas para manifestar

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nuestros deseos de consagrarlo todo a Dios en una
vida útil y abnegada. Debemos hacer esto en el
círculo del hogar, en la iglesia, entre aquellos con
quienes tratamos y con aquellos con quienes
hacemos negocios. En las mismas vocaciones
comunes de la vida es donde se ha de negar al yo y
mantenerlo en sujeción. Pablo podía decir: “Cada
día muero”. 1 Corintios 15:31. Es esa muerte diaria
del yo en las pequeñas transacciones de la vida lo
que nos hace vencedores. Debemos olvidar el yo
por el deseo de hacer bien a otros. A muchos les
falta decididamente amor por los demás. En vez de
cumplir fielmente su deber, procuran más bien su
propio placer.

En el cielo nadie pensará en sí mismo, ni


buscará su propio placer; sino que todos, por amor
puro y genuino, procurarán la felicidad de los seres
celestiales que los rodeen. Si deseamos disfrutar de
la sociedad celestial en la tierra renovada, debemos
ser gobernados aquí por los principios celestiales.

Me fue mostrado que establecemos demasiadas


comparaciones entre nosotros mismos, tomando a

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hombres falibles por nuestro modelo, cuando
tenemos un Dechado seguro e infalible. No
debemos medirnos por el mundo ni por las
opiniones de los hombres, ni por lo que éramos
antes de aceptar la verdad. Nuestra fe y nuestra
posición en el mundo, tal como son ahora, deben
compararse con lo que habrían sido si nuestra
senda nos hubiese llevado siempre hacia adelante y
hacia arriba desde que profesamos seguir a Cristo.
Esta es la única comparación que se puede hacer
sin peligro. En cualquier otra que se haga, habrá
engaño. Si el carácter moral y el estado espiritual
de los hijos de Dios no corresponden a las
bendiciones, los privilegios y la luz que él les ha
concedido, aquellos son pesados en la balanza, y
los ángeles los declaran faltos.

El pecado imperdonable

¿En qué consiste el pecado contra el Espíritu


Santo? En atribuir voluntariamente a Satanás la
obra del Espíritu Santo. Supongamos, por ejemplo,
que uno presencie la obra especial del Espíritu de
Dios. Tiene evidencia convincente de que la obra

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está en armonía con las Escrituras, y el Espíritu
testifica a su espíritu que es de Dios. Pero más
tarde, cae bajo la tentación; lo domina el orgullo, la
suficiencia propia, o alguna otra característica
mala; y rechazando toda la evidencia de su carácter
divino, declara que lo que antes reconoció como
ser del Espíritu Santo era poder de Satanás. Por
medio de su Espíritu es como Dios obra en el
corazón humano; y cuando los hombres rechazan
voluntariamente al Espíritu, y declaran que es de
Satanás, cortan el conducto por medio del cual
Dios puede comunicarse con ellos. Al negar la
evidencia que a Dios le agradó darles, apagan la
luz que había resplandecido en sus corazones, y
como resultado son dejados en tinieblas. Así se
cumplen las palabras de Cristo: “Mira pues, si la
lumbre que en ti hay, es tinieblas”. Lucas 11:35.
Por un tiempo, las personas que han cometido este
pecado pueden aparentar ser hijos de Dios; pero
cuando se presentan circunstancias que han de
desarrollar el carácter, y manifestar qué clase de
espíritu las posee, se descubrirá que están en el
terreno del enemigo, bajo su negro estandarte.

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Confesando o negando a Cristo

En nuestro trato con la sociedad, en la familia,


o en cualesquiera relaciones que trabemos en la
vida, sean ellas limitadas o extensas, hay muchas
maneras por las cuales podemos reconocer a
nuestro Señor, y muchas maneras por las cuales le
podemos negar. Podemos negarle en nuestras
palabras, por hablar mal de otros, por
conversaciones insensatas, bromas y burlas, por
palabras ociosas o desprovistas de bondad, o
prevaricando al hablar contrariamente a la verdad.
Con nuestras palabras podemos confesar que Cristo
no está en nosotros. Con nuestro carácter podemos
negarle, amando nuestra comodidad, rehuyendo los
deberes y las cargas de la vida que alguien debe
llevar si nosotros no lo hacemos, y amando los
placeres pecaminosos. También podemos negar a
Cristo por el orgullo de los vestidos y la
conformidad al mundo, o por una conducta
descortés. Podemos negarle amando nuestras
propias opiniones, y tratando de ensalzar y
justificar el yo. Podemos también negarle
permitiendo que la mente se espacie en un

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sentimiento de amor enfermizo y meditando en
nuestra supuesta mala suerte y pruebas.

Nadie puede confesar verdaderamente a Cristo


delante del mundo, a menos que viva en él la mente
y el espíritu de Cristo. Es imposible comunicar lo
que no poseemos. La conversación y la conducta
deben ser una expresión verdadera y visible de la
gracia y verdad interiores. Si el corazón está
santificado, será sumiso y humilde, los frutos se
verán exteriormente, y ello será una muy eficaz
confesión de Cristo.

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