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CINE CUBANO Y REALISMO SOCIALISTA

Cuentan que en la Unión Soviética del “deshielo”, aquella en la cual el culto a la


personalidad de Stalin fue desmantelado de manera contundente, circulaba entre la propia
nomenclatura del poder el siguiente chiste: Carlos Marx resucita y decide visitar el país que
ha puesto en práctica su teoría. Diez minutos después retorna a su tumba, no sin antes
escribir lo siguiente: “Proletarios de todos los países, perdonadme”.

Se sabe que en vida, Marx mostró irritación con la manera en que parte de sus admiradores
simplificaban sus ideas. Sobre arte no escribió demasiado, pero alguna vez dejó por escrito
lo siguiente: “Sostengo (…) que la pintura es un arte esencialmente concreto y puede
integrarse solo con la representación de cosas reales y existentes. Es un lenguaje
enteramente físico, que está compuesto de objetos visibles. Un objeto abstracto, invisible,
inexistente, no está en el dominio de la pintura”.

Al parecer en esa reflexión descansa el origen de lo que a la altura de 1932, convierte al


“realismo socialista” en la doctrina estética oficial de la Unión Soviética, con la
recomendación de Stalin (“nacional en su forma y socialista en su contenido”) transformada
en un imperativo que costó a Einsenstein, entre otros cineastas, el regaño público por sus
experimentos vanguardistas.

Cuando la Revolución cubana triunfa en enero de 1959, y tres meses después se crea el
ICAIC, ya el cine soviético comenzaba a dar muestras de su “deshielo”. Primero llegó la
aclamada “Cuando vuelan las cigüeñas” (1958), de Mijail Kalatozov, a las que seguirían,
entre otras, “La balada del soldado” (1959), de Chujrai, o “La infancia de Iván” (1962), de
Tarkovski.

A los cineastas del ICAIC les interesaba fomentar un “cine realista”, pero el referente
inicial estaba en el “neorrealismo italiano”, que brindaba a las cinematografías pobres o en
vía de desarrollo, un buen modelo de producción. Sin embargo, el cine inicial de Gutiérrez
Alea, Julio García Espinosa y Santiago Álvarez, muy pronto pasaría a priorizar la
experimentación formal, sin descuidar el apoyo a la Revolución.

Cuando en 1961 esta se declara socialista, y el marxismo sustituye a esa filosofía de corte
orteguiano que hasta entonces se consumía en el país, los cineastas deben enfrentar los
embates de aquellos comunistas ortodoxos que vieron la oportunidad de imponer el
“realismo socialista” como modelo único de representación artística. No quiere decir esto
que los cineastas no creyeran en el marxismo como filosofía válida para respaldar sus
búsquedas estéticas, pero lo que no creían era en un “marxismo de manual” que no hacía
más que repetir de manera ingenua aquella profecía que Gorki hizo popular en la década
del treinta: “El mundo socialista es construido, y el mundo burgués se derrumba, tal como
lo previó el razonamiento marxista”.

Si se releen las polémicas que los cineastas del ICAIC mantuvieron a lo largo de 1963, y en
especial, las polémicas que Alfredo Guevara sostiene con Blas Roca, será fácil advertir que
dentro de la institución predominaba el rechazo a ese reflejo maniqueo de la realidad.
Recuérdese la argumentación de Guevara cuando afirma que “no es revolucionario, o más
revolucionario el artista, o el artesano, que canta la acción diaria, es artista revolucionario, a
nuestro modo de ver, aquel que con su ingenio y sensibilidad, con su saber y con su
audacia, con su penetración y su imaginación, descubre el hilo de las cosas, o un hilo. (…)
La propaganda puede servirse del arte, debe hacerlo. El arte puede servir a la propaganda
revolucionaria, debe hacerlo. Pero el arte no es propaganda, y ni en nombre de la
Revolución resulta lícito el escamoteo de sus significaciones”.

De aquellos debates salió triunfante Alfredo Guevara, o lo que es lo mismo, la política


cinematográfica alentada desde el Instituto, una política donde cabía la experimentación, la
ambivalencia, la mirada crítica al contexto. Gracias a esa política, el cine cubano modernizó
su lenguaje, y permitió que surgiera una escuela documental renovadora (Santiago Álvarez,
Guillén Landrián, Sara Gómez, Octavio Cortázar), y que también hacia las postrimerías de
la década, el cine de ficción llevara el experimento y la introspección individual hasta
límites insospechados (“Las aventuras de Juan Quin Quin; Memorias del subdesarrollo).

Incluso aún en la nefasta década de los setenta, período en el que los defensores del peor
“realismo socialista” se adueñan del poder cultural, el ICAIC se resiste a sumarse a esa
corriente cada vez más predominante en la literatura y el teatro. Es verdad que una película
como “Un día de noviembre” (1972), de Humberto Solás, es guardada hasta que lleguen
tiempos mejores, (aunque se aprueba el rodaje de “De cierta manera”/ 1974, de Sara
Gómez). Pero la tendencia más verificable se inclina al cine histórico, lo que permite que
los cineastas hablen del presente (como en “Una pelea cubana contra los demonios” y “La
última cena”) desde la perspectiva del pasado.

Paradójicamente, una película como “Ustedes tienen la palabra” (1972), de Manuel Octavio
Gómez, calificada de “crítica” dentro de un contexto especialmente intolerante con ese tipo
de mirada que “humaniza” a los revolucionarios, a mi juicio resume los rasgos de ese cine
estereotipado que se quiso evitar en la década anterior. El dibujo que se hace del
protagonista no resulta tan maniqueo como el de los “contrarrevolucionarios”, pero está
muy lejos de ser humanamente complejo, y las contradicciones que vive no expresa su
individualidad, sino en todo caso conforma un esquema de lucha de clases sociales donde
ya sabemos qué va a pasar al final.

Aún así, “Ustedes tienen la palabra” logró sembrar algunas inquietudes éticas en una época
como aquella, donde quienes dirigían la cultura del país se consideraban los dueños y
señores de la “moral revolucionaria”, y por ende, de la vida de todos los individuos en la
sociedad cubana.

Juan Antonio García Borrero

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