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CAPITULO VI

6.1 EL FUTURO DEL SOCIALISMO DEMOCRATICO

El socialismo democrático es un objetivo político que considera la democracia y el


socialismo como una unidad inseparable que se realizará conjuntamente. El socialismo
democrático es una variante del socialismo que rechaza los métodos autoritarios de
transición del capitalismo al socialismo en favor de los movimientos de base con el
objetivo de la creación inmediata de descentralización y democracia económica. El
término es de uso frecuente por los socialistas para clarificar que su posición es tanto el
socialismo como la democracia. Los socialistas democráticos están a favor ya sea de
transición electoral al socialismo o la revolución espontánea de las masas desde abajo
para distinguirse de los socialistas autoritarios que requieren un Estado de partido único,
la posición del marxismo-leninismo. A pesar de que suele utilizarse como sinónimo de
socialdemocracia, es en realidad mucho más amplio, el socialismo democrático abarca
diferentes corrientes agrupadas en lo que se conoce como izquierda política o izquierda
reformista. En cambio, la socialdemocracia es una ideología surgida en la segunda mitad
del siglo XIX en Europa, que defiende principalmente una economía mixta y un estado de
bienestar. En la actualidad, los socialdemócratas defienden elementos del socialismo y
capitalismo, combinados en lo que se conoce como economía mixta, sin dejar de lado los
ideales de justicia social que caracterizan a la izquierda política. El socialismo
democrático es un movimiento internacional que no exige una rígida uniformidad de
enfoque. Ya sea que los socialistas construyan su fe en el marxismo u otros métodos de
análisis de la sociedad, ya sean inspirados por principios religiosos o humanitarios, todos
abogan por la organización social y económica basado en la propiedad y administración
colectiva o esta1tal de los medios de producción y distribución de los bienes. Según el
politólogo Thomas Meyer, todas las teorías de un socialismo democrático representan un
concepto igualitario de justicia, afirman el Estado constitucional democrático, luchan por la
seguridad del estado de bienestar para todos los ciudadanos, quieren limitar la propiedad
privada de una manera socialmente aceptable y socialmente integral, y regulan
políticamente el sector económico

6.1.1 ACUÑACION DEL TERMINO

1
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El término se desarrolló alrededor de 1920 y desde entonces ha sido utilizado por grupos
y partidos socialistas, comunistas y en una cantidad mucho menor por socialdemócratas,
ya que, si bien en la segunda mitad del siglo XIX y a principios de siglo XX, estas
agrupaciones tenían como objetivo establecer un socialismo mediante el sufragio. El
término «socialismo democrático» se ha usado desde alrededor de 1920 como resultado
de la división del movimiento obrero europeo para distinguir el reformismo de la
socialdemocracia (democratización progresiva de todas las áreas de la sociedad en el
marco de una democracia pluralista), del marxismo-leninismo (en el cual se utiliza el
término socialismo como una época de transición al comunismo por parte de un partido
comunista a través de la conquista del poder estatal, introduciendo una economía de
planificación centralizada). Desde entonces, los grupos socialdemócratas y socialistas, así
como los grupos, partidos y gobiernos comunistas, se han referido a diferentes políticas
como «socialismo democrático». El término se ha utilizado desde alrededor de 1970 en el
comunismo reformista de Europa del Este, en el eurocomunismo de Europa occidental, en
algunos países de América Latina y en 1989 por partes de la oposición de la RDA, para
diferenciarse del capitalismo y del socialismo real que impulsaban los regímenes
comunistas. El Partido Socialdemócrata de Alemania entiende el socialismo democrático
desde el programa de Godesberger de 1959 como una economía social de mercado con
una distribución justa de las ganancias, que debería abrir oportunidades de vida iguales
para todos.

6..1.2 ANTECEDENTES Y DESARROLLO SOCIALISMO UTÓPICO, SOCIALDEMOCIA


Y REFORMISMO

Friedrich Engels describe en su proyecto de programa de la Liga Comunista de noviembre


de 1847 algunos representantes del socialismo temprano como «socialistas
democráticos». Al igual que los comunistas, trataron de superar la miseria y la abolición
de la sociedad de clases, pero se contentaron con una constitución democrática y algunas
reformas sociales posteriores. Se puede argumentar que, como concepto u objetivo
político, se remonta a Babeuf —considerado uno de los fundadores del socialismo—
quien criticó a sus oponentes: «No parecéis reunir alrededor vuestro más que
republicanos, título común y 2muy equívoco: así, no predicáis más que una república
cualquiera. Nosotros reunimos todos los demócratas y los plebeyos, denominación que,
sin duda, adquiere un sentido más negativo: nuestros dogmas son la democracia pura, la

2
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igualdad sin mancha y sin reserva» (Manifiesto de los Plebeyos). Babeuf fue un ardiente
defensor de la Constitución del Año I la cual estaba basada sobre la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 pero les agregaba algunos derechos extra
(tales como derecho a asociación, trabajo, educación, asistencia social, etc) y establecía
constitucionalmente el principio de la soberanía como emanando de la voluntad popular.

Entre las posiciones reformistas políticas más conocidas se encuentran las de Eduard
Bernstein (ver Revisionismo). Bernstein postula —citando a Engels —: «El socialismo se
logrará a través de una lucha prolongada, tenaz, avanzando lentamente de posición a
posición»5 lo que producirá una especie de evolución del capitalismo. Bernstein postula la
necesidad de tal reformismo dado que no se puede concebir de un socialismo sin
abundancia de bienes materiales, pero en los países en los cuales existe la base
económica para producir esa abundancia el capitalismo puede «comprar» al proletariado,
a través de la introducción de reformas y beneficios que anulan la necesidad de una
insurrección proletaria. 6 Al mismo tiempo, un partido proletario no puede estar ajeno a la
lucha por derechos y beneficios tanto de la sociedad en general como sindicales en
particular, lo que necesita la inmersión de cualquier partido no ya socialista sino
progresista en la vida política parlamentaria

Es importante mantener presente que las reformas que Bernstein está postulando no se
refieren solo un sistema de beneficios, sean sindicales o sociales, sino que al sistema
político mismo —especialmente el de su tiempo —. Para él, la democracia es un concepto
no solo mejorable sino un objetivo político al que se debe llegar — por ejemplo, a través
de la lucha por el derecho de los sindicatos a participar no solo en la administración de
empresas sino también en la dirección política de un país—. Así, define democracia,
negativamente, como: «la ausencia del gobierno de clases (...) el principio de la supresión
del gobierno de las clases aunque no todavía la actual supresión de las clases.

Joseph Schumpeter describió el socialismo democrático en su trabajo Capitalism,


Socialism and Democracy (1942) como una transición democrática sin revolución y
violencia desde el capitalismo al socialismo.3

A diferencia de la posición de Bernstein, Schumpeter no percibe como necesaria para esa


evolución la acción política de un partido «proletario». Desde su punto de vista, el origen

3
https://web.archive.org/web/20160313072405/http://www.busqueda.com.uy/mailing/notas/1821/socialismo/
del avance hacia el socialismo es el desarrollo económico-industrial. Según Schumpeter,
el fin del capitalismo no se deberá —como predijo Marx — a sus contradicciones internas.
Son sus éxitos los que lo condenan. Para este autor, el sistema capitalista no está
amenazado por su economía sino por características sociológicas. El dinamismo del
capitalismo es un proceso de «destrucción creativa»: «los elementos anticuados son
constantemente destruidos y reemplazados.

Posteriormente, y continuando con esas ideas, Anthony Crosland sugiere que «una forma
más benevolente de capitalismo» ha surgido a partir de la II Guerra Mundial. De acuerdo
con él, en consecuencia, es posible obtener más igualdad social sin necesidad de
transformaciones económicas fundamentales, a través de la Inversión del «dividendo del
crecimiento económico» —que se deriva del manejo y administración eficiente de la
economía, gracias, en parte, a la intervención estatal (ver Economía mixta)— en servicios
públicos «pro pobres» en lugar de tener que recurrir a medidas de redistribución fiscales
(es decir, en lugar de tener que aumentar impuestos). Pero en la visión de Crosland el
«partido de los trabajadores» retoma su importancia, no tanto para liderar un avance al
socialismo en una lucha tenaz de opuestos como para avanzar en esa dirección a través
del encuentro de consensos políticos.

Una posición similar, pero más compleja, es avanzado por Nicos Poulantzas. Para él, el
Estado funciona no solo simplemente como un instrumento de opresión de clases, sino
como un sistema de concreción de alianzas tanto entre como en sectores dentro de ellas.
Lo anterior significa que en un sistema capitalista maduro —como la mayoría de los
países industrializados modernos— el sistema se fragmenta, en la medida que los
trabajadores forman alianzas con sectores burgueses a fin de lograr objetivos puntuales
pero significantes y, potencialmente, incrementales.

Entre las posiciones que se diferencian profundamente de las anteriores encontramos el


«socialismo desde abajo», propuesto por Hal Draper, que se contrasta, en la visión de ese
autor, tanto al estalinismo como a la socialdemocracia, que serían variaciones del
«socialismo desde arriba.

6.1.3 SOCIALISMO LIBERTARIO

Otra corriente cercana a la anterior es el «socialismo libertario» representado, entre otros,


por Peter Hain, (actual Secretario de Estado de Trabajo y Pensiones; y Secretario de
Estado para Gales en el Reino Unido) quien entiende por socialismo una política opuesta
al autoritarismo. Visiones similares se encuentran entre los seguidores del marxismo
libertario y del socialismo autogestionario, etc. Para este tipo de visiones lo que constituye
el centro del socialismo es la participación activa de la población en general y los
trabajadores en particular en el manejo de la economía. Desde este punto de vista, tanto
las nacionalizaciones como la planificación estatal son características del socialismo de
Estado. Conviene notar que para estos autores en general la diferencia entre el
socialismo «desde abajo» y los «autoritarios» es de mayor importancia que la entre
«reformistas» y «revolucionarios». 4Hay otras definiciones que se pueden ver como
intermedias o fuera del esquema generado por los conjuntos ideológicos esbozados más
arriba

6.1.4 SOCIALISMO DE MERCADO

Por ejemplo, algunos pensadores —tales como David Schweickart y otros proponentes de
la democracia económica— proponen visiones de socialismo de mercado que son
congruentes con concepciones libertarias, mientras otros —por ejemplo, Oskar Lange—
toman una posición más «técnica» acerca de cómo se deben implementar tales
mecanismos de mercado. Esto ha llevado a algunos «libertarios» a criticar duramente
algunas implementaciones (por ejemplo, el socialismo autogestionario) de estas ideas. 13
Bogdan Denitch concibe el socialismo democrático como una tradición autónoma, pero
cercana a la socialdemocracia, que busca una reorganización radical de la sociedad a
través de la propiedad pública, el control obrero del proceso de producción y políticas
redistributivas. Mijaíl Gorbachov describió la perestroika como la construcción de un
«socialismo nuevo, humano y democrático». Posteriormente. algunos partidos comunistas
se han relanzado como «partidos socialistas democráticos.

6.2. APLICACIÓN - LATINOAMERICA Y EL CARIBE

En América Latina desde 1970, se han intentado en varios estados construir un


socialismo democrático. Estos diferían de las políticas de Fidel Castro en Cuba, que
después de su exitosa revolución en 1959 tenía una política exterior y una similitud
ideológica con la Unión Soviética y una política interna contra los objetivos de la mayoría
de los intelectuales y cuadros dirigentes que una economía planificada y un sistema de
partido único habían impuesto.

6.2.1 CHILE

4
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En Chile, el marxista Salvador Allende defendió a Cuba explícitamente, 14 y llevó a cabo
el gobierno de la Unidad Popular, un conglomerado de partidos de izquierda que
intentaron el socialismo por la vía democrática. Allende destacó tanto por el intento de
establecer un Estado socialista usando medios legales del poder ejecutivo —la vía chilena
al socialismo—, como por proyectos como la nacionalización del cobre, la estatización de
las áreas «claves» de la economía y la profundización de la reforma agraria, en medio de
la polarización política internacional de la Guerra Fría y de una grave crisis económica y
financiera interna. En medio de una crisis económica, su gobierno terminó abruptamente
mediante un golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973- Tras el fin de su gobierno, el
general Augusto Pinochet encabezó la dictadura militar que duró dieciséis años y medio.

6.2.2 JAMAICA

Michael Manley gobernó Jamaica desde 1972 hasta 1980 con un programa similar a
Allende y luego fue votado democráticamente y sin violencia.

6.2.3 PERU Y BOLIVIA

En Perú, bajo Juan Velasco Alvarado, y Bolivia bajo Juan José Torres, hubo intentos de
construir el socialismo por la vía democrática hasta que fueron derrocados por dictaduras
militares de derecha que tomaron el poder en esos estados. Por lo tanto, los años 1968 a
1973 fueron referidos retrospectivamente como una época de socialismo democrático en
América Latina.

6.2,4 GRANADA

En Granada, Maurice Bishop llegó al poder en 1979 con un golpe de Estado incruento y
apoyo popular, y luego trató de construir un socialismo de base democrática. Fue
derrocado y asesinado en 1983 por su diputado prosoviético Bernard Coard.

6.2.5 NICARAGUA

Bajo la dirección de Daniel Ortega, que se consideraba marxista, los sandinistas en


Nicaragua llegaron al poder después de una guerra civil, implementado reformas
socialistas al sistema capitalista imperante. En los escritos teóricos, los representantes
sandinistas consideraban las reformas democráticas como una transición a un socialismo
plenamente realizable en el futuro, en el que los elementos de planificación cooperativa,
fiscal y central deberían vincularse.
6.3 LOS CAMINOS AL SOCIALISMO DEMOCRÁTICO: ENSEÑANZAS DE ESTADOS
UNIDOS Y AMÉRICA LATINA.
La fisonomía política de América Latina ha cambiado significativamente en el último año.
Es momento de hacer un repaso crítico de los éxitos y fracasos de las izquierdas del sur
del continente.

La idea básica del socialismo democrático es sencilla: el único socialismo digno del
nombre es un régimen que preserve la libertad individual y los procedimientos
democráticos, al mismo tiempo que permita la extensión de los valores democráticos en la
esfera económica. Aunque el siglo XX ha proveído, por un lado, ejemplos de socialismo
autoritario y, por otro, ejemplos de capitalismo con Estados de bienestar, ninguno cumple
el estándar. Si está claro lo que el socialismo democrático no es, la pregunta por lo
que es, la más difícil, sigue siendo discutida. Independientemente del desenlace electoral,
el desempeño sorpresivamente robusto de Bernie Sanders en las primarias del Partido
Demócrata en los Estados Unidos hace de este un momento oportuno para revisitar el
debate.

Cuando Sanders habla de socialismo democrático se remite a los modelos de Dinamarca,


Suecia y Noruega –sociedades con baja desigualdad económica, educación de alta
calidad y una provisión universal de servicios sociales, que incluye asistencia médica.
Casi todos los estadounidenses de izquierda considerarían un largo avance el subir los
estándares de los Estados Unidos a los niveles de los escandinavos, y muchos aceptarían
que no existe actualmente un mejor modelo. Un detalle de la definición de Sanders, sin
embargo, es la capacidad de provocar confusiones terminológicas. Históricamente, al
capitalismo moderado por un extenso Estado de bienestar se le ha llamado
“socialdemocracia”, un régimen diferente al “socialismo democrático”, que hace alusión a
una quiebra más decisiva con el capitalismo. Para la mayoría de los socialistas
democráticos, el objetivo no es solamente la igualdad relativa y un generoso gasto
público, sino una reorganización radical, democrática y participativa del control
económico.5

El socialismo democrático es un enfoque encantador y un poderoso planteamiento del


que se puede criticar a los capitalismos y socialismos actualmente existentes. No

5
https://horizontal.mx/los-caminos-al-socialismo-democratico-ensenanzas-de-estados-unidos-y-america-latina/
obstante, sigue siendo un ideal: no existen ejemplos a nivel nacional que podamos
destacar con admiración. Cuando los politólogos Adam Przeworski y John Sprague
publicaron en 1986 su clásico Piedras de papel, señalaron que ningún partido político ha
ganado nunca una mayoría electoral prometiendo una transformación socialista de la
sociedad. “Dado el estatus minoritario de los trabajadores –observaban– los líderes de los
partidos basados de clase deberán decidir entre la opción de un partido homogéneo en su
apelación de clase, pero destinado a perpetuas derrotas electorales, o un partido
competitivo electoralmente que asuma el costo de diluir su orientación de clase.” ¿Esto
significa que el socialismo democrático es algo imposible de alcanzar?
En los últimos 15 años la evidencia más instructiva de la transformación socialista no ha
emergido de los países escandinavos, sino de América Latina, que, dependiendo de la
definición de socialismo de cada uno, podría refutar parcialmente la tesis de Przeworski y
Sprague. Ahí, en lo que se ha llamado la “marea rosa”, muchos países han sido
gobernados por la izquierda. Los analistas han dividido usualmente los gobiernos de
izquierda de la región en “socialdemocracias” (como Brasil, Chile y Uruguay) y
“socialismos democráticos” (Venezuela, Ecuador, Bolivia y, algunas veces, Argentina),
entendiendo que entre estos países algunos han sido más democráticos que otros. Si
bien la izquierda mantiene el poder formal en buena parte de la región, el punto más alto
de la “marea rosa” ciertamente ya fue alcanzado en 2015 –cuando la izquierda perdió las
elecciones presidenciales en Argentina y las parlamentarias en Venezuela. El mal
desempeño económico en la región hace que la expansión de los programas sociales sea
imposible. En el balance final de los éxitos de la “marea rosa”, no obstante, existe un
rompecabezas particular con respecto a los “socialistas”. La mayoría de los intelectuales
socialistas democráticos del mundo han sido escépticos frente a los ejemplos de América
Latina, al señalar su carácter autoritario y sus ocasionales cultos a la personalidad. Para
sus críticos, la categoría correcta para estos gobiernos no es “socialismo” sino
“populismo”.

Para los socialistas democráticos que no les agradan, el desafío propuesto por estos
gobiernos “populistas” es que ambos grupos presumen representar los mismos valores. El
presidente de Ecuador, Rafael Correa, por ejemplo, ha hablado de la necesidad de
construir sociedades “con mercados, pero no sociedades controladas por los mercados”.
Como el socialismo democrático, el “socialismo del siglo XXI” de la izquierda de América
Latina también promete ser radical, democrático y participativo en su búsqueda para
cambiar las relaciones de poder con la movilización del apoyo popular y la construcción
de grandes misiones sociales del Estado. Las experiencias de estos países necesitan ser
pensadas con detenimiento –en parte porque la historia sugiere que existen tensiones
reales e importantes entre los objetivos del socialismo democrático de “radicalismo”,
“democracia” y “participación”. Es tal vez el “radicalismo” el tema que ha sembrado la
mayoría de los conflictos. Si radicalismo significa agarrar las cosas desde la raíz,
entonces la política radical deberá seguramente de implicar la reorganización de las
instituciones nacionales. Esta ha sido la promesa fundamental de los gobiernos más
radicales de la izquierda de América Latina. Las constituciones han sido rescritas en
varias ocasiones y el poder ha sido redistribuido, generalmente a las manos del Estado y
el ejecutivo en particular. Este es un proceso necesariamente divisivo, porque provoca
que los beneficiarios del viejo sistema luchen por sus privilegios perdidos. El arma política
principal para combatir esto es la movilización populista: se construye un “pueblo”,
retóricamente, y se definen  los intereses de la vieja élite como ajenos a los de éste. Y
luego se utiliza esta mayoría, asumiendo que es efectivamente una mayoría, para cambiar
las reglas. Cualquier programa de la izquierda en los Estados Unidos (o México) debería
de atender seriamente el atractivo de este planteamiento, porque las grandes reformas
institucionales son precondiciones necesarias para cualquier reforma significativa de
nuestra política económica.

No existe una mejor guía para la lógica de la estrategia populista de América Latina que el
pensamiento del teórico argentino Ernesto Laclau. Para Laclau, la transformación
revolucionaria y social puede ser impulsada por muchos grupos sociales diferentes –no
solamente por los proletarios del marxismo clásico. Esta es una observación esencial, en
el entendido de que ninguna sociedad, en la etapa de desarrollo que sea, tendrá una
mayoría que consistirá de solamente el proletariado industrial. No obstante, la importancia
que mantiene la clase trabajadora, siempre necesitará aliados. De acuerdo con Laclau, la
tarea fundamental de la política es la construcción retórica del “pueblo” por fuera de la
multitud de posibles aliados, para presentar persuasivamente demandas particulares de
un colectivo como si fueran las demandas de la sociedad toda. Laclau no creía que el
populismo era inherentemente bueno o malo, sino simplemente reconocía su potencial
para la transformación política. La clave, escribió Laclau en La razón populista, es que:

requiere la división dicotómica de la sociedad en dos campos –uno que se presenta a sí


mismo como parte que reclama ser el todo–, esta dicotomía implica la división antagónica
del campo social, y el campo popular presupone, como condición de su constitución, la
construcción de una identidad global a partir de la equivalencia de una pluralidad de
demandas sociales.

La identificación populista, según Laclau, requiere un símbolo que pueda representar la


causa populista. Ese símbolo puede tomar muchas formas. Laclau cita el ejemplo del
sindicato polaco Solidarność (Solidaridad) en los ochentas, mostrando que entonces la
organización defendió una idea que comprendía múltiples demandas sociales. Pero el
símbolo suele ser, comúnmente, una persona. En el caso de la Venezuela de Hugo
Chávez, Chávez mismo se convirtió en el símbolo que hizo la identificación populista
posible. (Su desventurado y triste sucesor, Nicolás Maduro, trabajó aún más que él para
hacer de Chávez el símbolo que uniera al movimiento popular. Poco después de la
muerte de Chávez, por ejemplo, Maduro dijo que el espíritu del general lo visitaba en
forma de pájaro.)
Una vez que el “pueblo” se ha establecido, los políticos populistas, con la combinación de
movilizaciones ascendentes y descendentes, crean escisiones para definir por lo que el
pueblo lucha y contra quién lucha. El historiador y antropólogo Claudio Lomnitz ha
observado que si la capacidad para pacificar los conflictos sociales es fundamental para
los regímenes liberales, la capacidad para crear conflictos sociales es una característica
clave de los regímenes populistas. Esta distinción no es estricta, pero es útil para
entender muchos casos. La gran utilidad de la mayoría “popular” es crear la posibilidad
para los grandes cambios –a través de la confrontación.

En los populismos de derecha, está lógica se articula en contra de las minorías


vulnerables. Pero incluso en las versiones izquierdistas, que llaman a la movilización en
contra de una élite que configuran como el enemigo de clase, existen riesgos significantes
de la estrategia. Al definir una parte de la población como “enemigos del pueblo”, existe el
peligro de que toda crítica al régimen sea tratada como el producto ilegítimo del esquema
oligárquico. En Venezuela, los nombres de los oponentes políticos aparecen en listas que
son utilizadas para discriminaciones laborales. Y los periodistas que fracasaron en ver las
cosas como el presidente las ve son criticados desde el púlpito del hostigamiento –una
práctica tan común hoy en Ecuador como para ser tomada en cuenta como una amenaza
a la libertad de prensa. Por ejemplo, en 2013, el caricaturista ecuatoriano conocido como
Bonil publicó una caricatura en la que retrataba el allano del gobierno a la casa de un
periodista que había denunciado casos de corrupción gubernamental. El presidente
Correa respondió con un mensaje televisado nacionalmente, en el que llamaba a Bonil
“matón de la tinta” y amenazaba a su periódico con una significativa multa.

Por supuesto, algunas de las quejas de los medios de derecha eran el resultado de
intrigas de la oligarquía. Sin embargo, descartar toda crítica como la maniobra de una
oposición furibunda produce una mentalidad poco democrática. Ser receptivo a la crítica
legítima, e incluso a los movimientos sociales que no están alineados con el Estado, ha
sido un problema serio en países como Cuba, Venezuela y Ecuador. Claro, los
ciudadanos pueden enfrentar también a políticos indiferentes en Estados no-radicales, y
los manifestantes pueden enfrentar a la violencia estatal en democracias convencionales,
desde Santiago, Chile, hasta Nueva York. Pero los líderes populistas y sus movimientos
corren el riesgo mayor de construir y habitar realidades alternativas, en las que estos
problemas creados por sus propias acciones parecen ser obra y responsabilidad de otros.
Estas formas de movilización popular también pueden poner en peligro algunas libertades
esenciales para los Estados democráticos, porque se puede considerar que aquellos que
no pertenecen al “pueblo” no merecen los mismos derechos que el resto de la sociedad.
Aparte de los desastres, la polarización populista puede ser simplemente agotadora. Este
fue un factor citado por muchos votantes argentinos cuando votaron a un presidente de
centro-derecha en 2015, remplazando la mini-dinastía del matrimonio de Néstor y Cristina
Fenández de Kirchner, que en tres términos sucesivos, de 2003 a 2015, promovieron la
expansión de programas sociales y la estatización de ciertas industrias en buenos
tiempos, pero también enfrentaron protestas y acusaciones de corrupción y un mercado
negro de dólares en los malos.

Dados estos problemas asociados con los grupos “populistas”, entonces, ¿deberíamos
disminuir y poner nuestras esperanzas en una social-democracia participativa que no sea
radical? Tal vez. Pero existen, en estas, otros límites. El Partido de los Trabajadores de
Brasil (el PT), por ejemplo, fue alguna vez una gran inspiración para las izquierdas. Pero,
desde hace unos años, ha estado inmerso en escándalos de corrupción, que podrían,
ellos mismos, ser vistos como una de las consecuencias de elegir el camino “moderado”.
Al buscar mantener el crecimiento económico, los políticos del PT trabajaron de cerca con
las élites brasileñas de los sectores estatales y privados. La corrupción, una forma común
para llevar acabo negocios, es vista, de mejor manera, no tanto como un asunto de faltas
personales –y lo es en cierto sentido– pero también como una consecuencia de haber
elegido la “moderación”. Para matizar, existen también diferentes formas de corrupción
institucionalizada en el sector “populista”, y también en los partidos y gobiernos de
derecha: el proceso de impeachment que ahora enfrenta el gobierno petista de Dilma
Roussef es transparentemente político, un proceso, además, promovido por políticos de
oposición más corruptos que los del PT. Esto último no niega que, sin duda, el PT no ha
logrado transformar a Brasil según sus promesas y ideales.

Más aún, los problemas económicos que enfrenta Brasil son menos de su propia culpa,
pero tal vez no menos serios que aquellos en Venezuela. Las iniciativas insignia del PT –
los programas de asistencia alimentaria y los subsidios monetarios a familias a cambio de,
por ejemplo, alta asistencia escolar– han sido exitosos en reducir la pobreza, pero no en
modificar la estructura de privilegios y propiedad del país. Las izquierdas moderadas de
Brasil y Chile no han cambiado fundamentalmente la naturaleza de la política o la política
económica en sus países; si bien han reducido de alguna manera la desigualdad y la
pobreza, los multimillonarios de sus países, siguiendo las tendencias mundiales, son más
ricos que nunca.

Podríamos hacer aquí una analogía razonable con la Ley de Cuidado de Salud Asequible
de Obama, que utilizó a la industria privada de seguros médicos para extender la
cobertura a millones más de estadounidenses –un proyecto encomiable. Este proyecto se
hubiera podido lograr con mayor eficacia en un sistema de pagador único, pero esto era
imposible de lograr en un sistema político abrumado por la corrupción legal que
llamamos lobbying. Tanto Obama como el PT han hecho cambios incrementales en los
sistemas de sus países que han mejorado vidas, pero ninguno de los dos ha estado a la
altura de los problemas que enfrentan.

Estos dilemas no son nuevos. El compromiso radical, casi por definición, implica una
amenaza a las normas y procedimientos democráticos; comprometerse con las normas y
procedimientos democráticos hace difícil el cambio radical, sea tan necesario como sea.
Y, a pesar del dilema, existen algunos casos ejemplares, incluso de América Latina. Los
gobiernos izquierdistas, aunque caigan en el espectro populista, han hecho avances
importantes en la inclusión social y en muchos se observaron expansiones de la
prosperidad compartida. El presupuesto participativo y la planeación, en las que los
ciudadanos toman decisiones a través de comités locales sobre qué hacer con los
ingresos provenientes de los impuestos, se han propagado de algunas ciudades
brasileñas a otras regiones del mundo, y ya se están volviendo en una parte integral de la
agenda socialista democrática.

Todo esto puede ser cierto. Pero incluso si existe un consenso sobre que los mercados
limitados pueden seguir existiendo en los socialismos democráticos, una sociedad de
mercado en la que casi cada aspecto de la vida es objeto de mercantilización es casi
incompatible con las exigencias de una democracia real. Cambios significativos a nuestra
economía política requerirían cambios significativos a nuestra estructura de gobierno. Es
difícil ver cómo llegaríamos a ese punto sin alguna suerte de movimiento “populista”,
aunque pusiera en peligro algunos de los valores políticos que pensamos esenciales. En
México, la izquierda se encuentra dividida entre modelos de partido y de movimiento
social. Se necesitará ambas para poner un pie en el camino hacia el socialismo
democrático. En Estados Unidos, México y otros países, se puede y debería hacerse
mucho para nivelar las jerarquías de clase, raza y género, para ahondar, así, en el
verdadero significado de una democracia. Esto, por sí solo, es trabajo de sobra. Pero
parece que incluso para alcanzar una socialdemocracia, algo más moderado que un
socialismo democrático, se necesitan cambios institucionales fundamentales.

Bernie Sanders ha atendido esto, al llamar a su campaña la fundación de una “revolución


política”. Sabiendo que Sanders, tal vez, ha construido de mejor manera un “pueblo”, en el
sentido laclauista, Hillary Clinton ha adoptado un discurso tecnocrático y muchas veces
explícitamente antipopulista, llegando a decir cosas como: “Yo nunca he creído en dividir
a Estados Unidos entre un ‘nosotros’ y un ‘ellos’. Todos estamos en esto juntos.” Y Clinton
va a ganar la contienda, pero con mayor dificultad que se esperaba. Pero tanto los
desafíos de esta “revolución política” como el legado diverso de las experiencias recientes
en América Latina de los gobiernos de izquierda esclarecen que la tradición del socialismo
democrático todavía carece de un mapa que lo pueda llevar a su destino deseado, con
todos sus valores intactos. Si el socialismo democrático es la meta correcta de la política,
los que nos identificamos con esta tradición necesitamos analizar con lo que el socialismo
democrático significa hoy, y lo que la evidencia nos dice sobre cómo podemos alcanzarlo.
De otra manera, el socialismo democrático será una tradición crítica menor dentro del
capitalismo, y por tan noble que esto pueda ser, nos arriesgamos a convertirnos en lo que
Irving Howe llamaba –refiriéndose a los socialistas utópicos del siglo XIX– “los críticos
aislados sin base social”.6

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