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Pablo PINEAU
Una paradoja recorre los actuales escritos educativos: mientras el adjetivo "pedagógico" (sujeto
pedagógico, discurso pedagógico, propuesta pedagógica, dispositivo pedagógico, dimensión
pedagógica, etc.) se encuentra omnipresente, el término "pedagogía" se ha desvanecido. Ese viejo
conjunto del saberes parece haber estallado y desaparecido, las obras completas haberse dispersado,
los grandes pensadores del campo haber dado paso a los "técnicos" y especialistas, sin poder hacer
frente al nuevo status del intelectual. Los últimos estertores de la vieja pedagogía pueden encontrarse
en las ya envejecidas "Teorías de la educación", intentos de compendios de la cuestión no
ensayados en los últimos veinte años. Sin lugar a dudas, las fragmentaciones del saber, la caída de las
clasificaciones, la pérdida de valor de las legitimaciones "científicas" y la crisis epistemológica son
importantes motivos de este fenómeno. Pero a partir de ellos decretar la muerte de la pedagogía poco
puede aportar para una comprensión más acabada de los fenómenos educativos. Creemos entonces
válido intentar un acercamiento histórico a la cuestión, no en una búsqueda de vuelta al "orden
perdido", sino como un intento de comprensión de los devenires que dieron lugar a los procesos en
análisis.
Es ya un lugar común sostener que la Modernidad construyó una forma específica de comprender a la
educación, proceso rastreable desde los primeros acercamientos de Kant al acabado abordaje de
Durkheim. En función de esto, en este trabajo, tomaremos una definición muy laxa y un tanto práctica
de la pedagogía: "conjunto de saberes no necesariamente coherentes, ni cerrados, ni completos
que se organizan disciplinariamente para referirse a lo educativo en su acepción moderna".
Así, en cada momento histórico, es posible hablar de la presencia de distintas pedagogías, que se
ordenan colectivamente conformando un "campo": el campo pedagógico. Por adoptar tal
configuración, las distintas pedagogías luchan en su interior para dominarlo, y gozar de validez y
veracidad. Deben para tal construir sus criterios de completud, coherencia, no contradicción e
imponerlos al resto. Aquellas propuestas que logran este objetivo se convierten en la "pedagogías
hegemónicas" de cada periodo histórico, que establecen a su vez a los imaginarios pedagógicos
hegemónicos de cada período histórico. Como se comprenderá, estamos planteando rescatar la
perspectiva social y por tal la conflictividad histórica del campo pedagógico. Desde este punto de vista,
nuestras preguntas difieren de las de los didactas en dos cuestiones. Por un lado, no nos interesa
saber cuál pedagogía es la mejor, sino comprender como logró "convencer" que lo era –
independientemente de serlo o no y, por el otro, nos proponemos analizar las articulaciones
sociales que dicho triunfo tuvo. Nuestra pregunta no se refiere a la verdad sino a la verosimilitud de la
propuesta, y más aún, a su construcción y efectos.
Las luchas dentro del campo pedagógico por la autoridad y el reconocimiento no obedecen a
motivaciones exclusivamente epistemológicas o políticas, sino a una complementariedad variable entre
ambas. Sus resultados no sólo tienen manifestaciones en el plano de las ideas, sino también en el
ámbito de las posiciones institucionales. Los que quedan fuera del campo también quedan
desautorizados para participar en los debates. De esta forma, en la discusión por el método único y
correcto se cifra la pelea entre distintas concepciones sociales sobre la educación. No se trata
solamente de diferencias académicas, sino que dichas disputas deben ubicarse en los procesos de
regulación social, deben comprenderse como peleas por la constitución de sujetos pedagógicos y por
el establecimiento de una especial relación entre sociedad y escuela a partir de complejas
articulaciones que constituyen los distintos enunciados.
Por ejemplo, el siglo XIX contempló un fuerte debate entre la pedagogía como disciplina "científica" y
la pedagogía "práctica" y "memorista", que concluyó con el triunfo de la primera gracias a los aportes
del positivismo hacia fines del siglo. La aparición de instituciones específicas donde radiquen estos
saberes –como las Escuelas Normales, la consolidación de los diferentes "métodos pedagógicos", la
anexión de las variables "profesionales" a las "vocacionales" en las definiciones de docente
implicaron la constitución de un campo de producción y de circulación de saberes pedagógicos que
definió sus propios límites y reglas de juego, y en el seno de los cuales se enfrentaron distintos grupos
y fracciones. Por otra parte, el devenir del campo pedagógico implicó dos reducciones. En primer lugar,
entre los siglos XVIII y XIX, se redujo al campo escolar. En segundo lugar, en el siglo XX, y sobretodo
en la segunda mitad, lo escolar fue limitado a lo curricular. La lógica de reducción y subordinación
corrió por la cadena Pedagogíaescuelacurriculum. Podemos plantear entonces que la imposición de la
organización curricular en la escuela fue una importante pelea dentro del campo pedagógico, y que
puede ser asociada al triunfo de una "racionalidad técnica" moderna aplicada en su forma mas
elaborada a la problemática educativa.
Derecho y obligación educativa, como términos indisolubles, marcan en su tensión las estrategias de
gubernamentalidad (FOUCAULT, 1975) en juego, que también se encuentra en la base de la
construcción del Estado liberal en tanto estado administrativo y racional. La expresión "Tal asunto es
razón de Estado" se presenta como el ejemplo de dicha operación.
Por otra parte, el pensamiento liberal también aportó la comprensión de la educación como un "cursus
honorem" que permitía la "Carrera abierta al talento" (HOBSBAWN, 1984). El sistema educativo fue
una vía inestimable de ascenso social y de legitimación de las desigualdades, en una tensión
constante entre la igualdad de oportunidades y la meritocracia que ordenan sus prácticas.
El positivismo también abonó a la pedagogía hegemónica fundante con una buena serie de
elementos. Consideramos que los dos puntos nodales de los mismos son, en primer lugar, la
consideración de la escuela como la institución "natural" de difusión de la (única) Cultura (válida: la de
la burguesía masculina europea para algunos, la "cultura científica" para otros, o la "cultura
nacional" para unos terceros) como instancia de disciplinamiento social y, en segundo lugar, la
construcción de un método educativo "científico" que permitiera el desarrollo y progreso de la
humanidad.
Así se estableció un nuevo criterio de validación al interior del campo pedagógico: la cientificidad.
Para aquel entonces, toda propuesta educativa debía, para ser considerada correcta, demostrar que
era científica. A su vez, la demostración de acientificidad de una propuesta era motivo suficientemente
para ser excluido de la discusión. Debido a esto, por ejemplo, la consolidación del campo pedagógico
moderno excluyó de sus significantes a elementos como la "experiencia práctica", lo "memorístico"
o el Método Lancasteriano. Para llevar a cabo este proyecto cientificista se realizó una serie de
reducciones. En primer lugar, se redujo la pedagogía a la psicología y ésta a su vez a la biología, y en
algunos casos se reducía ésta última a una cuestión química como la mielinización o el consumo de
fósforo. De esta forma, se establecía desde el comienzo quiénes triunfarían en el terreno educativo y
quiénes no tenían esperanzas. Esta nueva interpelación caracterizó a los sujetos sociales excluidos
como producto de una enfermedad social o como expresiones de deficiencias provenientes de la raza,
la cultura o la sociedad de origen. Se produjeron entonces los siguientes desplazamientos: el individuo
con problemas de conducta presenta problemas de adaptación al medio y, como tal, es un organismo
enfermo y se ubica en un grado menor en la escala evolutiva. Por el contrario, el individuo que se
adaptaba al medio (la escuela), era un organismo superior y sano. (PUIGGROS, 1990, para el caso
argentino). Todo el discurso médico y psicométrico basado en el darwinismo social abona estos
planteos. La única forma de evitar los estragos causados por las inevitables enfermedades (físicas,
psíquicas o sociales) era el control total, las clasificaciones, la corrección de los desvíos y
otras prácticas ortopédicas.
Si bien el positivismo presupone la idea de la construcción del saber, consideraba que dicho proceso
se encontraba acabado. Por ejemplo, William Thomson Lord Kelvin pensaba que todas las fuerzas y
elementos básicos de la naturaleza ya habían sido ya descubiertos, y que lo único que quedaba por
hacer a la ciencia era solucionar pequeños detalles ( "el sexto lugar de los decimales"), y en 1875, y
cuando Max Planck empezó a estudiar en la Universidad de Munich, su profesor de física, Jolly, le
recomendó que no se dedicara a la física, pues en esa disciplina ya no quedaba nada que descubrir.
(en HOBSBAWN, 1986). Así, la idea de la experimentación y la investigación propugnadas como
estrategias pedagógicas se convirtieron en una repetición mecánica por parte de los alumnos de los
pasos científicos para llegar a los fines predeterminados sin la posibilidad de variación ni de
construcción de nuevos saberes. Finalmente, el aula tradicional ordenó las prácticas cotidianas, sobre
todo a partir del triunfo final y avasallante del método simultáneo, gradual o frontal sobre otras
posibilidades. La organización del espacio, el tiempo y el control de los cuerpos siguió el método de
organización por éste último propuesto. Dicha organización otorgó un lugar privilegiado al docente en el
proceso pedagógico, de forma tal que el aprendizaje (en tanto proceso individual de incorporación de
los saberes por los sujetos) queda fundido en la enseñanza (en tanto proceso de distribución
intencional de saberes). Las situaciones en las que se evidencia la diferencia son comprendidos, dentro
de la metáfora reduccionista biologicista, como enfermedad de los sujetos a educar. A su vez, se
privilegiaron los procesos intelectuales de todo tipo (leer, memorizar, razonar, observar, calcular) con
sede en cuerpos indóciles a ser controlados, reticulados y moldeados.
El laboratorio escolar del siglo XIX contempló la querella entre los métodos mutuo y simultáneo, la
constitución de la lógica de sistema contra los conglomerados previos para ordenar las instituciones, la
aparición y consolidación de otros elementos que hemos mencionado anteriormente como el Estado
docente, la feminización del cuerpo docente o el capital cultural académico , y se cerró con el triunfo y
la expansión de la escuela por todo el globo. Para tal, se "descabezó" a la pedagogía tradicional al
cambiarle los fines "trascendentales" o metafísicos comenianos, kantianos o herbartianos y ubicó
allí al liberalismo, al nacionalismo y/o al cientificismo.
Si bien las posturas espiritualistas pueden ser rastreadas desde el siglo XIX en tanto forma de escapar
a los fronteras planteados por el positivismo cientificista que limitaba la realidad a la pura recepción
sensorial de la materia y consideraba a la ciencia como la única forma correcta de conocer en este
trabajo en particular nos interesa analizar qué se consideró que había "más allá de la materia" y qué
otras formas válidas de conocer se presentaban en las primeras décadas del siglo XX y cómo esto fue
procesado educativamente. Este abordaje nos lleva a descartar el término "antipositivista", ya que, si
bien consideramos que esta corriente tiene una de sus
fuentes principales en la crítica al positivismo, al punto su origen histórico, al menos en nuestro país,
las respuestas que presenta no pueden ser sólo comprendidas como no positivistas sino dotadas de
una especificidad propia.
Muchos intelectuales argentinos de las primeras décadas de este siglo comenzaron a consumir con
avidez a autores como Bergson, Ortega y Gasset, Scheller, Croce, Dilthey, y Gentile. Los ámbitos
filosóficos vivieron una resurrección de la metafísica y otras problemáticas como la axiología que
habían sido desterrada por el positivismo y la vuelta de ciertos pensadores clásicos en lecturas
precedidas por el prefijo "neo": "neokantianos", "neohegelianos", etc. Todos estos hechos llevaron
a un fuerte cuestionamiento de los abordajes positivistas, materialistas y cientificistas, que fueron
quitados de la primacía en el debate filosófico. Probablemente, la mayor influencia en el terreno
educativo haya prevenido de Italia, con los planteos de Giovanni Gentile y Giuseppe Lombardo-
Radice. En el caso del primero, continuador del hegelianismo, se parte de una concepción
antropológica del hombre como ser portador de un espíritu que busca su autorealización individual,
social y moral. Esta búsqueda es, para Gentile, el proceso educativo. Por tal, la formación del espíritu
es el fin último de todo proceso educativo, lo que sólo se logra por el cultivo de las "humanidades".
Pero para Gentile el individuo sólo puede llegar a la autorrealización a través de la sociedad, cuya
forma más desarrollada es el Estado corporativo.
De esta consideración se desprende otra característica central del pensamiento pedagógico de Gentile
: la negación de un "método educativo" independiente del contenido. Según este pensador, no existe
un método único, abstracto y general que valga para todas las disciplinas y todos los docentes, sino
que el método es parte del contenido y radica, en última instancia, en la comunicación entre los
espíritus del docente y el alumno. Así, es imposible la reflexión metodológica, limitando dicha cuestión
a un problema de relaciones interespirituales. De acuerdo a estos planteos, Gentile como Ministro de
Instrucción del fascismo, lanzó en 1923 la Riforma fascistissima o Riforma Gentile, que propuso un
curriculum basado en los saberes clásicos, comprendidos como los únicos adecuados para lograr la
"elevación de los espíritus", y que modificó la formación docente italiana pasando de un curriculum
psicologista y didactista influido de positivismo a un curriculum humanista clásico puro, que debía
brindar a los docentes las nociones filosóficas y culturales básicas para su desempeño. En el caso de
Lombardo Radice, sus improntas espiritualistas lo conducen a definir lo educativo como la "actividad
que cada hombre desarrolla para conquistar la verdad y vivir conforme a ella, y para elevar a
otros hombres a esa misma verdad y coherencia de vida". La educación es para Lombardo
Radice descubrimiento y creación continua, imbuida de valores estéticos y morales que respondan a
los intereses infantiles. Contrariamente a Gentile, estos planteos lo llevaron a mostrarse muy
interesados por las cuestiones didácticas, lo que lo vinculó con las prácticas de María Montessori y de
las hermanas Agazzi muy en boga por aquel entonces en Italia.
Pero otras alternativas también fueron ensayadas: por ejemplo, algunas propuestas superaron el
reduccionismo filosófico estableciendo que la nueva validez de las pedagogías se derivaba de la
"adecuación" que los enunciados lograban realizar respecto a las concepciones de infancia con que
se contaba, en tanto "respeto" a su desarrollo, especificidad, intereses, etc. Si la concepción de
infancia de los enunciados pedagógicos correspondía con la interpelación "legítima" de la infancia,
estos eran considerados válidos. De esta forma, la pedagogía hegemónica articuló fuertemente al
espiritualismo con la Escuela Nueva.
La ruptura de los límites impuestos por el positivismo implicó la generación de nuevas "superficies
educativas", lo que se manifiesta en la oposición entre "educación (integral) e instrucción".
Mientras que ésta última había sido entendida como "formación", "educación intelectual, racional,
mental, cerebral", etc. las nuevas posturas buscaban ampliar los límites e incluir nuevos elementos:
formación de valores, educación del cuerpo y el alma, etc. Así, el pasaje de la "instrucción" a la "
educación integral" apuntó a la terna que para el espiritualismo constituye a los educandos: cuerpo,
mente y alma, lo que implicó tres blancos de la acción pedagógica: la formación intelectual la mente,
física el cuerpo y moral el alma de los alumnos. Las funciones de la educación debían pasar entonces
de la "información de la mente" la "instrucción" a la educación integral, cuyo eje estaba en la
formación del espíritu del alumno. Nuevas opciones que no excluyeron el antiintelectualismo se
presentaron en esta nueva constelación.
Esta nueva producción del alumno implicó la generación de nuevas superficies educativas: el alma y el
cuerpo, y una nueva mente. Pero los viejos dispositivos de la antigua pedagogía hegemónica parecían
no alcanzar estas nuevas áreas de impacto. Así, fue necesario recurrir a nuevas estrategias, línea que
se orientó mayormente a generar articulaciones con la llamada Escuela Nueva de importante
crecimiento en aquel entonces.
La primera cuestión al respecto que surge se refiere a cuáles son los límites, o que se entiende por,
Escuela Nueva. Cabe preguntarse qué es lo que une a autores tan diversos como Dewey,
Montessori, Freinet, Kerstercheiner y Decroly, o a las experiencias del Plan Dalton, la Escuela de
Winnetka, las escuelas de trabajo de la comunidad de Munich, Summerhill o la Casa dei Bambini,
más allá de pertenecer a las agrupaciones mencionadas. En primer lugar, esta fuerte diversidad nos
lleva, como punto de partida, a considerar a la Escuela Nueva no como un discurso único y estrecho
sino como un campo discursivo complejo en el se inscriben las distintas propuestas, lo que permitió la
enorme cantidad de articulaciones que se llevaron a cabo. Será necesario entonces identificar las
distintas tendencias presentes dentro de dicho campo discursivo para avanzar en una comprensión
más acabada de la cuestión.
Por un lado, la Escuela Nueva puede ser entendida como la traducción escolar de la modernización
social de ese entonces ampliación de las democracias y creación de otros regímenes políticos de
masas, avance de las tecnologías, taylorismo, irrupción de los medios de
comunicación masiva, etc. Así, la Escuela Nueva es una propuesta fuertemente imbuida del optimismo
y la confianza escolar heredados del siglo XIX, que le permite articularse con diversos regímenes
políticos, económicos y sociales de entonces. Pero más allá de esto, y mirando un poco más a su
interior, notamos dos regularidades fuertemente opuestos a la escuela tradicional en estos distintos
discursos que señalan las coordenadas del campo y establecen los elementos de articulación con otros
enunciados. Estos son 1) la centralidad del alumno en el proceso pedagógico, y 2) el rescate de las
posibilidades educativas del "hacer". En síntesis: activismo y paidocentrismo. Estos dos elementos -
adecuación al alumno e inclusión de la actividad se convierten en nuevos criterios de validación
pedagógica. Pero como se comprende, estas coordenadas permiten muchas posibilidades: Por un
lado, el paidocentrismo establece la centralidad del alumno en el proceso pedagógico, pero queda por
determinar en cada caso qué funciones se le asignan al docente, y cuáles en forma monopólica (guía,
control, evaluación, establecimiento del curriculum, disciplina, etc.), y cuáles son las imágenes de la
infancia que se construyen. Por el otro, el activismo implicó un rescate del hacer, pero cabe
preguntarse si se trata de un hacer manual, de vincular a la escuela con el aparato productivo, se trata
de una metodología de resolución de problemas, etc. Las distintas respuestas que se dieron implicaron
las distintas posiciones adoptadas y permitieron posibilidades de articulación con otros enunciados
provenientes de otros discursos.
Por otra parte, la importancia puesta por el espiritualismo en la función de la formación de "valores"
en los alumnos que el sistema educativo debía lograr en los espíritus de los alumnos dimensión
supuestamente olvidada por los positivistas permitió una fuerte articulación con las posturas
nacionalistas en auge en ese entonces, ya que la década del 30 implicó la aparición de nuevos
acercamientos y aproximaciones a la cuestión.
Durante el siglo XIX, la construcción de las naciones, y el sentimiento de adscripción a las mismas,
siguió los derroteros del liberalismo, y el sujeto político "ciudadano" incluía dentro de sí la categoría
de "nacional". Ya en el siglo XX, nuevos acercamientos plantearon que la Nación era el lugar donde
reside el espíritu, la fuerza vital, la idea a ser desarrollada. La correcta interpretación del nacionalismo
era la garantía del futuro glorioso de la Nación, y el alejamiento del mismo de un terrible y desastroso
porvenir. La Nación, de ser una construcción, se volvió el dato de origen desde el cual partía el
"camino correcto", y cuyo desvío sería fatal para los pueblos.
Pero esta nueva comprensión de la Nación como el momento fundacional de la historia desde la cual se
iniciaba el recorrido a seguir, la nueva pregunta que surgió en esta época se refiere al lugar en el cual se
conserva la Nación. Se abrió entonces un enorme abanico de respuestas con fuertes articulaciones
entre sí no exento de oposiciones y contradicciones. Por un lado, fueron retomadas las viejas
posibilidades: la Nación reside en el Contrato Social, en la democracia o en los próceres o padres
fundadores y sus legítimos herederos. Pero el período fue rico en la generación de nuevas respuestas a
este interrogante. En el caso argentino, por ejemplo, algunas posturas sostuvieron que la Nación era
conservaba por el ejército, dando lugar a un Nacionalismo Militarista. Desde Córdoba, se expandía en
todo el país el Nacionalismo Católico, que planteaba que la Nación era conservada por la Iglesia
Católica. Muy cercana a ésta, un nacionalismo hispanista planteaba las raíces originarias ibéricas como
los valores a conservar. Otros acercamientos próximos también ponían el hincapié en las "tradiciones",
aunque no necesariamente hispánicas, como el ensalzamiento de la vida del gaucho, sus costumbres,
las leyendas regionales, los "símbolos nacionales" como el ceibo o la variedad del clima en todo el
territorio, etc.
Para otras posturas no necesariamente sostenidas por distintos sujetos la Nación radicaba en el
desarrollo económico, el ferrocarril, el petróleo, el carbón y la pujante industria del momento. Algunos
de sus seguidores sostenían que la garantía de la Nacionalidad de este proceso era el estatismo. Esta
última posibilidad se ubica en otros nacionalismos típicos de la época, posibles de ser englobados
dentro de la categoría "Nacionalismo Popular", ya que planteaban que la
Nación era conservada en el Pueblo. Según cada caso, estos nacionalismos tomaron aristas
latinoamericanistas y antiimperalistas.
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