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CAPÍTULO UNO

Hacia el bosque
Cuando su padre regresó a palacio, Rama y Lakshmana abandonaron la
ciudad y siguieron por caminos rurales hacia el bosque. A pesar de que
apremiaron a Sumantra para que condujera más rápido, una multitud de
ciudadanos continuaba siguiéndoles. Rama se detuvo a descansar pasado un
tiempo y permitió que la gente lo alcanzara. Entonces se dirigió a ellos con
afecto: “Habéis demostrado vuestro amor por mí más allá de cualquier duda.
Ahora para complacerme, por favor, demostrad ese mismo amor a mi
hermano Bharata. Estoy seguro de que él cuidará bien de vosotros en todas
las formas posibles. Aunque es todavía joven, es viejo en saber y muy
heroico. Demostrará ser un digno señor y acabará con vuestras penas y
temores. Servidle bien, pues ha sido elegido por nuestro señor el
emperador. También es mi deseo que todos vosotros lo complazcáis con
vuestro servicio. Sed amables con el emperador de modo que no padezca
una agonía excesiva en mi ausencia”.
Rama intentó que la gente regresara, pero no lo hicieron. Cuanto más
demostraba Rama su firme decisión de atenerse a la vía de la virtud y la
verdad, más anhelaba la gente tenerle como su gobernante. Era como si
Rama y Lakshmana los hubieran amarrado con las cuerdas de sus cualidades
virtuosas y los arrastraran con ellos.
La cuadriga volvió a avanzar y un grupo de brahmanes ancianos, de cabezas
temblorosas debido a la edad, corrió tras ella, luchando por mantener el
ritmo mientras la cuadriga ganaba velocidad. Gritaban: “¡Oh, veloces
corceles, deteneos! Regresad y mostraron afectuosos con vuestro amo
Rama, cuya intención es complacer siempre a los brahmanes. ¡Oh, caballos,
deteneos! Aunque estáis dotados de orejas excelentes, ¿no oís nuestras
quejas? No debéis llevaros lejos a Rama. Él tiene una mente pura, y es
heroico y virtuoso. Por lo tanto, tenéis que devolverlo a la ciudad para que
sea nuestro rey, ¡no transportarlo a algún lugar distante y solitario!”.
Rama giró la cabeza para verlos, sintiendo compasión por los afligidos
brahmanes. No quería cabalgar mientras los brahmanes caminaban, así que
se apeó de la cuadriga y se puso a caminar. Aunque el corazón se le partía al
comprobar la angustia de la gente, Rama miró al frente y caminó con paso
decidido, seguido de Sita y Lakshmana. Sumantra conducía lentamente la
cuadriga tras ellos. Mientras los brahmanes seguían suplicándoles,
alcanzaron gradualmente las orillas del rio Tamasa. Tras buscar un lugar
adecuado, decidieron acampar y pasar allí la noche. Los ciudadanos de
Ayodhya acamparon en las cercanías. Rama desenganchó los caballos y
permitió que bebieran las límpidas aguas del rio. Tras bañarse, Rama se
dirigió a Lakshmana, señalando el bosque al otro lado de la corriente.
“Ahí quedan los lejanos bosques, hermano, haciéndose eco por todas partes
del sonido que hacen aves y bestias. La ciudad de Ayodhya resonará
similarmente con los llantos de hombres y mujeres desamparados,
lamentando el que nos hayamos ido. Temo por mi padre y mi madre, que
estarán llorando de manera incesante y quizá pierdan la propia vida”.
Rama pensó en Bharata. A estas alturas ya habría sido informado de la
situación. Recordando la nobleza de Bharata, Rama se tranquilizó mientras
se dirigía a Lakshmana: “Estoy seguro de que el bienintencionado Bharata
cuidará perfectamente de nuestros padres, consolándolos en todos los
sentidos. Mientras reflexiono en la compasión y piedad de Bharata, la mente
se me pacifica. Mi querido Lakshmana, agradezco el que decidieras
seguirme, porque ello me proporciona consuelo. Ayunaré esta nuestra
primera noche en el bosque, según ordenan los códigos de las escrituras, y
dormiré pacíficamente”.
Lakshmana hizo que Sumantra preparara una cama de hojas en el suelo y
Rama se acostó en ella con Sita. Muy pronto cayó dormido, pero Lakshmana
permaneció despierto, protegiendo a su hermano. En las cercanías eran
visibles los múltiples fuegos prendidos por los que estaban siguiendo a Rama
al bosque.
A medianoche Rama se levantó y volvió a hablar con su hermano: “Parece
que resulta imposible convencer a los ciudadanos de que regresen a sus
hogares”, dijo, dirigiendo la vista al lugar donde la gente había acampado.
“Fíjate en las molestias que se están tomando para seguirnos, acostados en
el desnudo suelo. Indudablemente, antes perderían las vidas que regresar a
la ciudad sin nosotros. Partamos de inmediato mientras duermen. No deben
padecer más austeridades por nuestra culpa. Como gobernantes del pueblo
nuestro deber consiste en acabar con el sufrimiento de los súbditos.
Evidentemente no les hemos de ocasionar daño alguno. En consecuencia,
partamos ya y que pierdan nuestro rastro”.
Lakshmana estuvo de acuerdo y, mientras Rama despertaba a Sita, hizo que
Sumantra se levantara y preparara la cuadriga. Los dos príncipes y Sita
montaron, y Sumantra condujo velozmente rio arriba, alejándose de los
durmientes. El auriga buscó un vado para cruzar el rio y, luego, dejando la
ruta común, condujo a través del bosque. Retrocediendo y recorriendo
varios senderos, cruzando un trecho de aguas poco profundas en ocasiones,
Sumantra se aseguró de que la gente no pudiera encontrar su rastro.
Conducía rápidamente, y antes de que amaneciera ya habían recorrido una
considerable distancia del lugar donde los ciudadanos acamparon.
Según se aproximaba el amanecer en el campamento, el sonido de
numerosos pájaros se mezcló con el mugido de las vacas que pastaban a sus
anchas a orillas del rio. Los ciudadanos, despertados por dichos sonidos, se
levantaron y pronto se dieron cuenta de que Rama y su grupo habían
partido. Quedaron conmocionados y empezaron a lamentarse a grandes
voces. Condenaron el sueño por haberles arrebatado a Rama.
Desplomándose, lloraban y decían: “¿Cómo pudo Rama, apto para gobernar
el globo, vestirse de asceta y marchar a tierras distantes? ¿Cómo esa joya
entre los hombres, que era como un padre afectuoso, se fue al bosque,
dejándonos desamparados? Vamos a acabar con nuestras vidas en este
mismo instante ayunando hasta morir, o iniciando el gran viaje final en
dirección al norte”.
Buscando por los alrededores encontraron troncos grandes de madera seca.
Algunos sugirieron apilar la leña para erigir una pira fúnebre y arrojarse a
ella inmediatamente. ¿De qué les servía en su situación la vida? ¿Qué les
dirían a sus seres queridos en Ayodhya cuando les preguntaran sobre el
paradero de Rama? ¿Cómo decirles que lo habían dejado marchar al bosque
mientras dormían? Cuando regresaran sin Rama, la ciudad indudablemente
caería en la desolación y toda felicidad desaparecería. Tras salir con aquel
excelso héroe, decididos firmemente a seguirlo a donde fuera, ¿cómo iban
a regresar sin él?
Los ciudadanos, sin cesar en sus llantos, buscaron las huellas de la cuadriga
y se dispusieron a seguirlas. Cuando vieron que la pista se perdía gracias a
la hábil conducción de Sumantra, quedaron profusamente abatidos. Sus
voces angustiadas resonaron por todo el bosque. “¡Ay! ¡Qué haremos? ¡La
providencia nos castigó!”. Los confundidos ciudadanos se dispusieron, a
regañadientes, a regresar gradualmente a Ayodhya, siguiendo las huellas
que la cuadriga dejara el día previo.
Finalmente, los deprimidos y desesperados ciudadanos llegaron a la ciudad.
Cegados por la pena e incapaces de distinguir entre sus familiares y las
demás personas. Buscaron sus casas con dificultad, y algunos se refugiaron
en el hogar equivocado. Afligidos por la pena, lo iban mirando todo y,
aunque la ciudad y las casas estaban repletas de riquezas, a ellos les parecían
vacías y nada les procuraba placer.
Ayodhya parecía entonces como un cielo sin Luna. Por todas partes había
ciudadanos llorando y todos ellos pensaban en renunciar a sus vidas. Nadie
se satisfacía en ninguna situación, aun en el caso de recibir alguna fortuna
inesperada o el nacimiento del hijo primogénito. Los comerciantes no
exponían sus productos, y dichos productos ni tan siquiera parecían
atractivos. Los cabezas de familia no cocinaban y las deidades estaban
descuidadas.
Cuando los hombres regresaron a casa sin Rama, las esposas se lo
reprocharon: “¿Sin poder ver a Rama de qué nos sirve la casa, los hijos o los
bienes?”, dijeron las esposas. “¡Parece que el único hombre virtuoso en todo
el mundo es Lakshmana, que ha seguido a Rama al bosque para servirle!”.
Los hombres, doloridos por la pérdida de Rama, no respondieron. Sus
esposas se lamentaron profusamente. ¿Cómo iban a permanecer bajo la
protección del viejo rey, que había perdido la cordura y desterrado a Rama?
Peor era la perspectiva de servir a Kaikeyi, que ya había logrado plenamente
su propósito. Tras abandonar a su marido y desgraciar a la familia por la
ambición del poder, ¿a quién no estaría dispuesta a abandonar?

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