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Dos o tres cosas sobre “La novela de la violencia”

Gabriel García Márquez


La Calle, Bogotá, Año 2, No. 103, pgs. 12-13, 9 de octubre de 1959
Las personas de temperamento político, y tanto más cuanto más a la
izquierda se sientan situadas, consideran como un deber doctrinario
presionar a los amigos escritores en el sentido de que escriban libros
políticos. Algunos, tal vez no más sectarios pero si menos comprensivos, se
sienten obligados a descalificar, más en privado que en público, a los
escritores amigos cuyos trabajos no parecen políticamente comprometidos
de manera evidente. Tal vez ninguna circunstancia de la vida colombiana ha
dado más motivo a ese género de presiones, que la violencia política de los
últimos años. Una pregunta oyen con frecuencia los escritores: “¿Cuándo
escribe algo sobre la violencia?” O también un reproche directo: “No es justo
que cuando en Colombia ha habido 300.000 muertes atroces en 10 años, los
novelistas sean indiferentes a ese drama.” La literatura, suponen sin matices
preguntantes y reprochadores, es un arma poderosa que no debe permanecer
neutral en la contienda política.
Conozco a algunos escritores que están de acuerdo en principio con ese
punto de vista. Pero en la práctica —para utilizar los mismos términos que
suelen movilizarse en las tertulias sobre el tema— acaso no hayan podido
resolver su más aguda contradicción: la que existe entre sus experiencias
vitales y su formación teórica. Conozco escritores que envidian la facilidad
con que algunos amigos se empeñan en resolver literariamente sus
preocupaciones políticas, pero sé que no envidian los resultados. Acaso sea
más valioso contar honestamente lo que uno se cree capaz de contar por
haberlo vivido, que contar con la misma honestidad lo que nuestra posición
política nos indica que debe ser contado, aunque tengamos que inventarlo.
He oído decir a algunos escritores y es preciso creerles a los escritores
cuando revelan secretos de su profesión, que la invención tiene que ver muy
poco con las cosas que escriben. Consideran que ninguna aventura de la
imaginación tiene más valor literario que el más insignificante episodio de
la vida cotidiana. Y no lo creen por principio, sino porque la práctica diaria,
el esfuerzo de varios años, el haberse trasnochado frente a la máquina de
escribir y haber roto mucho y publicado poco, y el haber tenido por eso
mismo oportunidad de saber que escribir cuesta trabajo, los ha arrastrado —
digamos por la fuerza— a ese convencimiento.
El caso de las novelas equivocadas
Cuando se les exige que aprovechen la violencia con todas sus posibilidades
literarias, y también con todas sus implicaciones políticas, los escritores que
no vivieron la violencia tienen derecho a preguntar por qué no se les hace la
misma exigencia en su oficio a los reporteros. Y los reporteros tienen
derecho a defenderse con el contragolpe de que no es honesto escribir
reportajes inventados. Me atrevo a creer que un escritor consciente tiene
derecho a soltar el mismo contragolpe.
Quienes han leído todas las novelas de violencia que se escribieron en
Colombia, parecen de acuerdo en que todas son malas, y hay que confiar en
que estén secretamente de acuerdo con ellos algunos de sus propios autores.
No es asombroso que el material literario y político más desgarrador del
presente siglo en Colombia, no haya producido ni un escritor ni un caudillo.
Por lo menos en lo que corresponde a la literatura, la cosa parece tener sus
explicaciones. En primer término, ninguno de los señores que escribieron
novelas de violencia por haberla visto, tenía según parece suficiente
experiencia literaria para componer su testimonio con una cierta validez,
después de reponerse del atolondramiento que con razón le produjo el
impacto. Otros, al parecer, se sintieron más escritores de lo que eran, y sus
terribles experiencias sucumbieron en la retórica de la máquina de escribir.
Otros, también, al parecer, despilfarraron sus testimonios tratando de
acomodarlos a la fuerza dentro de sus fórmulas políticas. Otros,
sencillamente, leyeron la violencia en los periódicos, o la oyeron contar, o
se la imaginaron leyendo a Malaparte. Había que esperar que los mejores
narradores de la violencia fueran sus testigos. Pero el caso parece ser que
estos no se dieron cuenta de que estaban en presencia de una gran novela, y
no tuvieron la serenidad ni la paciencia, pero ni siquiera la astucia de tomarse
el tiempo que necesitaban para aprender a escribirla. No teniendo en
Colombia una tradición que continuar, tenían que empezar por el principio,
y no se empieza una tradición literaria en 24 horas. Desgraciadamente, hasta
este momento, no parece que algún escritor profesional, técnicamente
equipado para la vida, haya sido testigo de la violencia.
No todos los caminos conducen a la novela
Probablemente, el mayor desacierto que cometieron, quienes trataron de
contar la violencia, fue el de haber agarrado —por inexperiencia o por
voracidad— el rábano por las hojas. Apabullados por el material de que
disponía, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin permitirse
una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante,
humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos. El
exhaustivo inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas,
los sexos esparcidos y las tripas sacadas, y la descripción minuciosa de la
crueldad con que se cometieron esos crímenes, no era probablemente el
camino que llevaba a la novela. El drama era el ambiente de terror que
provocaron esos crímenes. La novela no estaba en los muertos de tripas
sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo
que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas.
Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron
cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada,
sino que la llevaban dentro de ellos mismos. El resto —los pobrecitos
muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no eran más que la
justificación documental.
El arte de no poner los pelos de punta
Una novela sirve para ilustrar estas parrafadas: La peste, de Albert Camus.
Quienes hayan leído las crónicas de las pestes medievales, comprenderán el
rigor que debió imponerse Camus para no desbordarse en descripciones
alucinantes. Basta recordar los saturnales de los pestíferos en Génova, que
cavaban sus propias sepulturas y se entregaban al borde de ellas a toda clase
de excesos, hasta cuando sucumbían a la peste y otros pestíferos de última
hora los empujaban con un palo a las sepulturas. Hay que recordar las luchas
encarnizadas en que los agonizantes se disputaban un hueco en la tierra, para
darse cuenta de que Camus tenía suficiente documentación para ponernos
los pelos de punta durante dos noches. Pero acaso la misión del escritor en
la tierra no sea ponerles los pelos de punta a sus semejantes.
En cada página de La peste se descubre que Camus sabía todo lo que se
puede saber sobre las pestes medievales, y que se había informado a fondo
de sus características, de la forma y las costumbres de su microbio, y hasta
de los tratamientos empleados en todos los tiempos. Casi como al descuido,
esos conocimientos están aprovechados a todo lo largo del libro, inclusive
con estadísticas y fechas, pero estrictamente calibrados en su función de
soporte documental. Otro grande escritor de nuestro tiempo —Ernest
Hemingway— explicó su método a un periodista, tratando de contarle cómo
escribió El viejo y el mar. Para llegar a ese pescador temerario, el escritor
había vivido media vida entre pescadores; para lograr que pescara un pez
titánico, había tenido él mismo que pescar muchos peces, y había tenido que
aprender mucho, durante muchos años, para escribir el cuento más sencillo
de su vida. “La obra literaria —decía Hemingway— es como el ‘iceberg’: la
gigantesca mole de hielo que vemos flotar, logra ser invulnerable porque
debajo del agua la sostienen los siete octavos de su volumen.”
Algo semejante ocurre en La peste. Apenas estalla el dramatismo cuando
salen las ratas a morir en la calle, o en el vómito negro y los ganglios
supurados de un portero, mientras la invisible población de Orán está siendo
exterminada por la peste, Camus —al contrario de nuestros novelistas de la
violencia— no se equivocó de novela. Comprendió que el drama no eran los
viejos tranvías que pasaban abarrotados de cadáveres al anochecer, sino los
vivos que les lanzaban flores, desde las azoteas, sabiendo que ellos mismos
podían tener un puesto reservado en el tranvía de mañana. El drama no eran
los que escapaban por la puerta falsa del cementerio —y para quienes la
amenaza de la peste había por fin terminado— sino los vivos que sudaban
hielo en sus dormitorios sofocantes sin poder escapar de la ciudad sitiada.
Sin duda, Camus no vio la peste. Pero debió sudar hielo en las terribles
noches de la ocupación, escribiendo editoriales clandestinos en su escondite
de París, mientras sonaban en el horizonte los disparos de los nazis cazando
resistentes.
La alternativa del escritor, en ese momento, era la misma de los habitantes
de Orán en las interminables noches de la peste, y era la misma de los
campesinos colombianos en la pesadilla de la violencia.
Hay otro drama detrás del fusil
Como modelo de la terrible novela que aún no se ha escrito en Colombia, tal
vez ninguno sea mejor que la apacible novela de Camus. Un breve episodio
del género humano en el cual ni siquiera los microbios de la peste son
definitivamente malos, ni sus víctimas necesariamente buenas. Quienes
vuelvan sobre el tema de la violencia en Colombia, tendrán que reconocer
que el drama de ese tiempo no era sólo el del perseguido, sino también el del
perseguidor. Que por lo menos una vez, frente al cadáver destrozado del
pobre campesino, debió coincidir el pobre policía de a ochenta pesos,
sintiendo miedo de matar, pero matando para evitar que lo mataran. Porque
no hay drama humano que pueda ser definitivamente unilateral.
Con todo, un valioso servicio nos han prestado los testigos de la violencia,
al imprimir sus testimonios en bruto. Hay que confiar en que ellos prestarán
buena ayuda a quienes sobrevivieron a la violencia y se están tomando el
tiempo para aprender a escribirla, y en todo caso a los numerosos niños que
la padecieron como una pesadilla de la infancia y ahora están creciendo en
silencio sin olvidarla. La aparición de esa gran novela es inevitable en una
segunda vuelta de ganadores. Aunque ciertos amigos impacientes consideren
que entonces será demasiado tarde para que sirva de algo el contenido
político que tendrá sin remedio, en cualquier tiempo.

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