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Hay tres factores biológicos clave para entender las diferencias sexuales
cerebrales: las hormonas sexuales, los cromosomas sexuales y el sistema
inmunitario. El desarrollo cerebral es influido por aspectos genéticos, tales
como el número de repeticiones CAG en el gen receptor de andrógenos —que
van a marcar la sensibilidad del receptor— o la expresión de genes ligada al
sexo. Por su parte, también hay claros aspectos ambientales como el peso al
nacer, los efectos de la nutrición prenatal, el estrés, las infecciones maternas y
los cuidados postnatales tempranos que afectan al desarrollo cerebral a través
de mecanismos epigenéticos.
La exposición temprana a esteroides
sexuales es un factor organizador clave que influye en la expresión posterior de
las diferencias sexuales en el sistema nervioso. Las hormonas esteroideas
influyen en diversos procesos celulares incluida la expresión génica y son, por
tanto, candidatos ideales para ejercer efectos epigenéticos sobre el cerebro en
desarrollo. Con respecto a los cromosomas sexuales, tanto el X como el Y
contienen numerosos genes que se expresan de manera diferente en el cerebro
de hombres y mujeres. Se calcula que unos 6.500 genes, en torno a un tercio del
total, tienen una expresión diferente dependiendo del sexo en al menos un
tejido. Usando animales transgénicos se ha conseguido disociar el efecto de los
cromosomas sexuales del de las hormonas sexuales pero parece claro que ambos
actúan para dar el fenotipo de un cerebro diverso sexualmente.
Otro aspecto importante es la temporalidad del desarrollo. Hay cada vez más
evidencias de que los cerebros de los niños y los de las niñas maduran a
velocidades diferentes. No es extraño, también es así con los cuerpos y las chicas
son más altas, de media, que los chicos al comienzo de la adolescencia y luego
ellos las pasan al final de la adolescencia. Los cerebros, tanto el conjunto de la
sustancia gris, como específicamente los lóbulos frontal, parietal y temporal,
maduran entre uno y tres años antes en las niñas que en los niños. Otra prueba
de esa variación en la temporalidad del neurodesarrollo es que distintos
trastornos aparecen a distintas edades en niños y en niñas. El autismo tiene un
sesgo masculino desde la infancia, la esquizofrenia es más frecuente y más
temprana en varones mientras que la depresión y los trastornos de ansiedad al
llegar la adolescencia son más del doble en ellas que en ellos. Y sin embargo,
nuestras cohortes escolares son niños nacidos en el mismo año. Parece que sería
más lógico adaptarnos a su realidad, establecer grupos de maduración similar
aunque tuvieran distinto año de nacimiento que obligarlos a entrar en nuestros
esquemas de talla única. En otros países, como Estados Unidos, no es extraño
que un adolescente de quince o incluso de trece años inicie la universidad si
cumple los requisitos, si pasa las pruebas de acceso que son las mismas para
todos. Aquí es imposible.
Esto tiene bastantes implicaciones: una, que no hay dos tipos de cerebros, no
deberíamos hablar de dimorfismos sino de polimorfismo; la segunda, es que
apoya la idea de que el género no es binario y que las clasificaciones de género
para muchos aspectos son un sinsentido arriesgado, y tres, que la inmensa
mayoría somos parte de un continuo que va desde un extremo masculino a un
extremo femenino y tenemos eso que decimos en broma de «mi lado femenino»
o «mi lado masculino». Es
interesante hipotetizar que nuestra diversidad de comportamientos debe ser un
reflejo de esa diversidad estructural y preguntarnos si las mujeres agresivas o
los hombres a los que no les gusta la pornografía tendrán la región cerebral
correspondiente más parecida al género que muestra ese comportamiento como
media que al que le corresponde por su sexo. Hay ya evidencias en ese sentido:
Markus Hausmann ha estudiado la idea de que los hombres tenemos mejor
orientación espacial que las mujeres pero resulta que la mayoría de las pruebas
realizadas, muy pocas respondían al criterio sexo y había test espaciales donde
las mujeres conseguían mejores resultados que los hombres. Otro resultado
interesante es que a pesar de todos los estereotipos, las niñas no son peores que
los niños en los temas de ciencias y matemáticas. El grupo de Joel realizó un
análisis similar de tendencias personales, actitudes, intereses y
comportamientos de más de 5.500 individuos y encontró que la consistencia
interna —comportamientos siempre masculinos en una persona que es XY— era
rara, un 1,2 %. En otras palabras incluso considerando comportamientos de
géneros altamente estereotípicos, solo unos pocos individuos estaban en el
extremo masculino o en el extremo femenino y la mayoría de las personas
incluían rasgos característicos teóricamente del otro sexo. Si lo pensamos es así
en la realidad y quizá por eso no hay solo dos tipos de personas, sino miles de
combinaciones diferentes. En general un neurocientífico con un cerebro sin
cuerpo ni datos puede acertar con bastante probabilidad si corresponde a un
hombre o una mujer pero lo que no va a poder es determinar qué perfil va a
tener, para qué cosas es bueno ese cerebro, sabiendo el sexo de su propietario.