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GUÍA DE COMPRENSIÓN LECTORA

 A continuación, encontrarás la bibliografía y un cuento de nuestro escritor cordobés Manuel


Zapata Olivella. Te invito a leerlos detenidamente, para luego responder el cuestionario que se
te propone al final del texto. Las respuestas deberán ser enviadas al profesor a más tardar el
día 24 de junio, vía Whatsapp. Únicamente la hoja de respuestas.

MANUEL ZAPATA OLIVELLA (1920)

Nació en Córdoba (Colombia). Muy Joven viajó por México, Centroamérica y Estados Unidos de donde
surgió su libro “He visto la noche”. Obtuvo el doctorado en Medicina en la Universidad Nacional de
Bogotá. Fue Jefe de Extensión Cultural en el Ministerio de Educación Nacional; profesor visitante en
universidades de Canadá y Estados Unidos. Participó en congresos nacionales e internacionales.
Estimuló las investigaciones y actividades folclóricas.

Obra (selección): Pasión Vagabunda. Medellín: Ed. Santa Fe, 1949; Corral de Negros. La Habana:
Casa de las Américas, 1962; Detrás del Rostro. Madrid: Aguilar, 1963; En Chimú Nace un Santo.
Barcelona: Seix-Baml. 1964; ¿Quién le dio el fusil a Oswald? y otros cuentos. Bogotá: Revista
Colombiana, 1967; He visto la noche. Medellín: Ed. Bedout, 1969; Tierra Mojada. Medellín: Ed. Bedout,
1972; y, Changó, el Gran Putas. Bogotá: Ed. Oveja Negra, 1965.

UN ACORDEÓN TRAS LA REJA

Corrían a lo largo de la canoa. Desnudos. Brillante el sol sobre sus espaldas mojadas. En la proa, se
tapaban las narices y de un brinco de rana, se zambullían en el río. A esa hora el maestro esperaría
impaciente en la puerta de la escuela. Las bancas vacías y el tablero con los números de la clase
anterior. Eso sucedía siempre en verano cuando la corriente del río, adelgazada, dejaba de arrastrar
ranchos, árboles y cadáveres de animales. Por eso no creyeron al pequeño cuando salió del agua,
ansioso, los ojos enrojecidos.

- ¡Ahí baja un ahogado!

Luego, más allá, en el embarcadero, los bogas pincharon el cadáver con sus palancas. Bocabajo,
contaron cuatro orificios de bala en su espalda.

- Igual al que pesqué con mi atarraya la semana pasada.


- Jesús! Mal lo están pasando los pueblos de arriba con la peste de la policía militar.

Los niños se alegraron. Con aquel muerto habría suficiente rebujina para no ir a la escuela, en todo el
día. Pero amedrentados no volvieron a arrojarse al agua.

Es distinto mirar la noche desde el fondo de un calabozo, veo la luna partida en cuatro pedazos
por los barrotes en cruz, si pudiera fugarme los barrotes son de hierro el forjador Augusto no
pensó que un día también lo encarcelarían a él, reconoces las voces de la señora Angustia y
su hermana Manuela rezan en voz alta al Justo Juez, van solas a misa de cuatro desde que
violaron a su sobrina, creo que fue el cura el que más se sulfuró, pero no dijo nada en el
pulpito; los policías la encontraron embarazada tampoco se negó a que lo sacaran de la iglesia,
el sacristán se refugió en ella después de escupir la cara del Cabo, ahora ya no hay quien
toque maitines, las cuatro paredes te aprietan como tablas de un cajón de muerto y te asustas
de pensar en estas vainas.
Rueda. Este es el apellido de la madre. El barco de pasajeros atracó en el muelle y se estuvo allí
cuatro noches mientras arreglaban el eje de las paletas. El práctico no vio el árbol que flotaba en el río
y se rompieron al enredarse con las ramas. El capitán Araujo tenía cuatro noches de borracheras sin
salir del camarote. Tocaba el acordeón. Y la mulata atraída por las notas o por el uniforme se dejó
arrastrar al barco. Lo cierto fue que el hijo nació con los ojos rayados. Pacho Rueda. Más claro que
cualquiera de los muchachos que se bañaban en el río. Decían que había heredado del capitán la
música y la pasión vagabunda. Hoy toca en las fiestas de Barranco de Loba, mañana amanece en
Mompox. Río arriba en el Guamal, corriente abajo hasta Tamalameque o Barranquilla. Camina más
que sus sones repetidos por los músicos a todo lo largo del Magdalena. ‘Dice Pacho Rueda en su
acordeón...”

Relatos de sus andanzas. Filósofo de una vida larga que se asoma en los patios ajenos. Sin más
escuela que el oído atento a las palabras de los bogas. En las plazas, abre su acordeón. Impasible.
Ríe del ochentón comprador de quinceañeras para rejuvenecerse. La historia del cura que robó la
custodia en su parroquia. El canto a la muchacha que le mostró la sombra apretada entre sus muslos.

Me duele la cabeza hendida de parte a parte, el culatazo te dejó sin sentido, la humedad sobre
tus hombros como si te hubieran arrojado anilina en carnaval, ¿sangre?, mis pies en el cepo y
abres las manos por orden del Cabo; sus intenciones tienen al dejarme el acordeón, jamás
tocaré para él, prefiero pudrirme aquí, ni si mandara a sus policías a cortarme las manos,
golpean la pared ¿quién es? se esconde en la oscuridad para traerte un poco de agua tu mujer;
otra vez los golpes, seguramente tus hijos; el rebuzno de un burro callejero que me trae
serenata, tengo ganas de responderle con mi acordeón; me sacaron de la cama sin darme
tiempo de ponerme la camisa "que te traigas el acordeón mandó mi Cabo" ¿qué se ha creído
ese pendejo? nunca tuviste padre, tu mujer te puso el sombrero a la salida porque la noche
está fría, ella sí adivinó, sin el sombrero de paja el culatazo en la cabeza te mata; custodiado
de policías como un criminal en este mismo cepo torturaron hasta la muerte al tesorero porque
no quiso entregarles las llaves; su cadáver, agua abajo, recuerdo los gallinazos bebiéndole la
sangre; está aclarando ¡qué carajo! te acostumbras al calabozo como cualquier pendejo a las
patadas del burro en la pared; tu mujer debe estar rogando al Cabo que no te mate; mejor morir
y no tocarle para que baile con mi ahijada después que la ha violado ¡si mi difunto compadre la
viera! Todavía no ha cumplido los catorce años; la tierra que lo sepulta se pondría roja; huele a
cangrejo podrido, otros ni siquiera se bajaron el pantalón, siento que se me revienta la vejiga,
pero no orines, dirán que fue de pura cobardía.

Llegaron. El Cabo comandaba a los doce policías que iban de casa en casa preguntando dónde había
'‘rojos" y muchachas vírgenes. Al presidente del concejo municipal lo llevaron amarrado a la plaza. Lo
castraron entre cuatro. La mancha roja en la bragueta y los ojos en blanco. Rengueaba como los toros
bravos en la plaza cuando los manteros les quiebran los testes. Lo dejaron vivo. Deseaban que viera
como a sus nietas les alzaban las polleras para sembrarles hijos ‘‘azules". Los hombres del pueblo
metidos bajo las faldas de sus mujeres esperando que fueran por ellos o por ellas. El Cabo le dijo:

- Te he mandado a buscar para que me toques, esta noche que quiero emparrandarme. Tienes
fama de ser el mejor acordeonero a todo lo largo del río. Uno para el otro. Porque después de
mí, tú eres el hombre de quien más se habla por estas tierras. La carcajada que remedaba la
matraca de su ametralladora cuando fusilaba hombres a mansalva. Se le engarrafaron los
dedos desde aquel instante. El no tocaría para halagar a ningún asesino. Y menos para éste.
Se quedó allí con los brazos cruzados sobre su acordeón. El ala del sombrero inclinada sobre
su frente. Los policías miraban al Cabo. Abrazaban a las muchachas reclutadas en el pueblo,
dispuestos a brincar al son del merengue. El acordeón permanecía silencioso, indiferente, se le
había atragantado un bostezo.
- O tocas para mí o nunca más lo harán tus manos para otro. El vestido roto de la ahijada y los
labios amoratados por los besos salvajes del Cabo. La emborrachó con aguardiente.
- Mire, padrino, es mejor que toque. Ya son muchos los que han echado al río.

Hizo un movimiento. El Cabo volvía ya a meter su pistola en la funda. Pero él sólo bajó el ala del
sombrero para no verle la cara a la ahijada. No supo nada más. El culatazo en la cabeza y al
despertarse se encontró con los pies metidos en el cepo. Has tenido miedo a este calabozo desde
niño, ahora estás aquí, la cárcel, es la única casa de calicanto del pueblo, los barrotes en cruz siempre
me persignaba frente a esta ventana cuando venía de la escuela, la luna se ha ocultado y amanecerá
pronto, tengo más de seis horas aquí, la vejiga inflada, más me duelen los tobillos como si sostuvieran
el cepo de guayacán en el aire, me estiro sobre el piso frío y pongo el acordeón de almohada, rezonga,
no sabe que al amanecer te cortarán las manos, otros dedos le manosearán el teclado ¡ni siquiera
serán tus hijos! por entre esos barrotes los presos sacaban las manos mendigando un tabaco; te
acuerdas que el viejo Augusto martillaba en el yunque el hierro mientras tú ciabas vuelta a la
manigueta de la fragua ¡cosas que tiene la vida! si el Cabo me diera tiempo podría hacer una canción
con este tema, debía escupirle el rostro como el sacristán; su novia estaba embarazada, tuvieron que
matarla para abrirle las piernas, el muchacho asomaba la manito empuñada por la barriga abierta con
el yatagán, la enterraron sin cura, no quiso verla, por eso creo que era su hijo; cantan otra vez los
gallos, mi acordeón siempre se les adelantaba ¡esas sí eran parrandas! es difícil orinar boca arriba.
Prefería andurrear en burro y no seguir la ruta del río. La madre siempre habló mal de los barcos. El
recuerdo de aquellas cuatro noches en el camarote del capitán Araújo. Le rogó que se la llevara. Tenía
vergüenza de cruzar el tablón y enfrentarse a las puyas de los bogas. El ignoraba por qué prefería su
burro para trotar por los caminos polvorientos. El Capitán la dejó. Otra mujer lo esperaría en el
siguiente puerto. Las aletas del barco remendadas empujaron la proa corriente arriba. Ella lloraba. Se
tapaba la cara con el pañuelo y la tripulación creía que era de vergüenza. Las piernas cruzadas sobre
el cuello del pollino. Entonces el acordeón hacía más corto el camino. El animal con las orejas
despabiladas urgía el trote como si oyera el relincho de una yegua en la distancia. Su acordeón.
Sombra y compañero. Algo más que un amigo. Decía con más sentimiento lo que no alcanzaban sus
palabras. Las mujeres embriagadas con su música se le doblaban en la hamaca, bajo un toldo o sobre
las cañas quebradizas del matorral. Su alegría imprescindible en matrimonios y bautizos. En las
procesiones el instrumento cambiaba su lenguaje. Delante del santo ponía voz de órgano
acomodándose a los latines del cura y del sacristán. Los ojos cerrados. Se dejaba guiar por el incienso
a través de los callejones. Su alboroto en las campañas políticas. Coplas para el candidato, algún
político que exigía bautizarle un hijo. El menor había ido dos veces a la pila bendita.

Tengo ganas de abrir el acordeón, mis dedos se mueven perezosamente sobre las teclas como
si aprendieran a conocer las notas, quejas sueltas, el miedo, si las oye el Cabo se vendrá en
persona, no será para ordenarte que lo complazca; los bajos suenan quejumbrosos, esos
dedos ajenos desean comprometerte, el calabozo resuena tiemblan, los muros y los cimientos
de piedra; el Cabo tendrá que oírme donde quiera que esté “o tocas para mí o nunca más lo
harán tus manos para otro”, mis dedos se quedan tiesos, comprendo por qué ordenó que me
encerraran con mi acordeón, él sabe que no resistirás la tentación de pulsarlo al sentirte solo
en el calabozo, él mismo vendrá con el machete me cortará las muñecas como trozos de leña
sobre el cepo, suenan los bajos y las notas agudas, alegría de carnaval y es tu música, la
reconozco, nadie más puede rebrujar esta loca risotada del merengue, hasta te dan ganas de
bailar; cierra los ojos ¡libre! el son endemoniado me zarandea como cuando toco para una
muchacha sin grilletes y sin cepo ni pienso en el Cabo ni en policías; soy algo más que un
preso, yo y mi acordeón más fuertes que sus amenazas; si el pueblo cantara no habría
tenienticos ni policías que pudieran silenciarnos.
El pueblecito se despierta. ¡Ese acordeón! Encalabozado a la media noche y es ahora cuando se
enteran. La música sale de la ventana por donde otras veces se oyó el llanto de los flagelados. Las
mujeres que regresan del río se detienen para oírlo. Pasan frente al hueco enrejado sin que nadie les
pida una totumada de agua. Las notas más que los comentarios expanden la noticia.

- ¡Está preso!

El rumor camina. Se adelanta a los bogas cuando se acercan al embarcadero. El café se toma
amargo. El mercado ahoga su natural algarabía para escucharlo. Nunca antes les pareció tan sonoro y
tan alegre ese acordeón.

- No permitiremos que el Cabo le corte las manos.

Las mujeres azuzan a los hombres:

- El pueblo no puede quedarse sin su músico.

Los policías armados. Los grupos de campesinos en todas las esquinas cuando antes la presencia de
los fusiles los disolvía. Las miradas rabiosas. Uno de los gendarmes despertó al Cabo.

- Ha vuelto a tocar.

La música se mete en las cocinas y saca de ellas a las mujeres con estacas de leña. Bajo la estera y la
almohada redescubren escopetas y machetes. El maestro no abre la escuela y los niños en la plaza
comienzan a arrojar piedras contra las puertas de la cárcel.

El Cabo se despierta con la música.

- Yo voy a enseñarle a tocar acordeón.

En la calle, camino de la casa de calicanto, le sale al encuentro el hijo del difunto alcalde. Fue el primer
tiro de la mañana. De la mañana que se despertó cantando.

Golpes de hacha, aprieto los ojos para no ver, los policías derriban la puerta, mi última música,
no sé cuándo la empecé ni por qué pero sí terminará con los machetazos que cortarán tus
manos; la puerta se derrumba, no tienes dedos, aprieto los ojos; la melodía mucho más
bulliciosa y miro hacia adentro, dos tres golpes, los grilletes saltan, abre los ojos no te llevan los
demonios te cargan en hombros como santo en procesión ¡mi música! continúo tocando el
acordeón en la barranca del rio, alcanzo a ver que la corriente arrastra a unos cadáveres, el
puñado de alas sobre los uniformes que tiñen las aguas de rojo.

MURRUCUCÙ

En 1982 Guillermo Valencia Salgado publica su libro “Murrucucú”, obra que narra los
mitos y leyendas que hacen parte de la oralidad del Sinú. Mitos que están relacionados
con seres sobrenaturales llenos de magia y misterio, pero sobre todo con valentía y
heroísmo. También existen narraciones orales de vieja data como: El Gritón, El Totumo
de oro, el Yacabó, etc.
Guillermo Valencia Salgado, en esta obra transmite todos esos relatos que están en su
memoria, esa memoria prodigiosa que deja a las futuras generaciones historias que
hacen parte de la tradición oral del Sinú. Son 16 relatos bien logrados. El primero “Río
Sinú”, es la historia del origen del río Sinú, pero también puede ser una historia de
amor. La historia de dos tribus. O el tema de la supervivencia. El autor entrelaza ejes
temáticos y lo presenta como un todo. Cuenta la leyenda que el rio Sinú nació de las
lágrimas de amor y dolor de Onomá una princesa Zenú, a quien le arrebataron a
Cispata, su hombre. El segundo es fantástico, es la historia de un niño llamado
“Chengue”, a quien llamaron loco porque tenía el don de hablar con los pájaros. “El
cocuyo” es la historia de la niña voraz que se traga un lucero y se convierte en cocuyo,
es decir en una luciérnaga. Otro es el relato infantil que cuenta la bella historia del niño
que se volvió hormiga.

Todos estos sucesos son narrados de una manera sencilla, para que no sólo llegue a
los letrados, sino también a aquellas personas que quieran conocer historias de
superstición, de lucha, y de calor, estos mitos son propios de la región del Sinú.

Estos mitos y leyendas, desarrollados con múltiples historias, persuaden no sólo por la
fuerza de su trama sino por la destreza de su escritura. Y con ellos se muestra la parte
real de lo que ha sido y es el universo del Sinú. Dentro del libro “Mitos y leyendas del
Sinú” escrito por Guillermo Valencia Salgado, se puede encontrar una variedad de
temas que el autor ha tomado de sus costumbres, sus vivencias y anécdotas de
amigos, para recrearse con cada uno de los aspectos que aparecen en cada relato,
teniendo en cuenta que estos aspectos hacen parte de la vida cotidiana de los
cordobeses. Estos mitos y leyendas están ligados a tradiciones e historias del pueblo
cordobés convirtiéndose en un elemento fundamental para conocer sus orígenes. El
Sinú mestizo posee leyendas y mitos, de cuyos comienzos sólo se sabe, que provienen
de Europa o África.

El Gritón

- ¡Déjate de estar mirando el cielo! -Le dijo su mujer.

El viento ululó entre los guarumos mal ajustados de la pared de la choza, emitiendo
largos y penosos quejidos por las juntas y rendijas.

- ¿Te has fijado en la forma de las nubes? Parecen aves extrañas con las alas negras -
volvió a decir.

El viento, ahora, hizo crujir la puerta falsa del cuarto y arrebató de la cuerda de colgar
la ropa sucia, la franela cuello de mondongo que se estaba oreando.

"Si me pudiera echar atrás", pensó José María, pero dijo:

- Recógeme la franela y tráemela. Ya es hora de llevar los puercos. Prepárame la sarapa


que comeré por el camino.

- ¡Eres orgulloso, José María!


El viento prolongó su alarido y se arrastró por el largo callejón y alborotó las palmas del
chiquero, golpeó en la tierra polvorienta y dando tumbos contra los vallados quebró las
ramas de los matarratones.

La mujer presintió algo, por eso repitió:

- ¡Eres orgulloso, José María! Quieres demostrar que eres macho y sé que tienes miedo.

- ¡Claro que tengo miedo, pero tengo que llevar los cerdos!

- Esta noche, José María, no va a ser una noche cualquiera. Es posible que en el viaje
se te derroten algunos puercos y eso sería funesto para tu fama.

Un hombre puede ser fregado con sus cosas, pero si no tiene en cuenta determinados
requisitos, téngalo por seguro que fracasa. Esta noche, tal como se presenta, va a ser
noche de tigre y aunque salgas de viaje ahora mismo, pasarás por la montañita de
Jeremías a las once de la noche y se dice que por ahí sale el Gritón.

José María miró a su mujer con el ceño arrugado, pero nada le dijo: Apretó los labios y
con el chingo al hombro salió camino a los chiqueros. Una ráfaga de viento frío le azotó
el rostro. Su rostro, ahora, estaba como tallado en piedra. Una decisión de exagerada
virilidad lo impulsaba a hacer ese viaje. El debía entregar esos animales en el matadero
de la ciudad, pasara lo que tuviere que pasar.

Contó los cerdos. Eran quince en total y de todos los tamaños. Cortó una rama de pepo
en el vallado y con ella los fue sacando del chiquero.

Allá en las calles del pueblo el viento golpeaba las puertas, se revolcaba en los patios,
desflecaba las hojas de los plátanos y arrancaba de raíz arbustos, que luego lanzaba
con furia sobre los quicios de las casas donde llegaban las ráfagas húmedas con olor a
tierra recién mojada. La lluvia arreció y un relámpago rompió el cielo por los lados de
San Carlos.

- ¡Están los tizones en tierra! - Exclamó.

Cuando escuchó el trueno, ni se inmutó. Otro sonido le llegó más hondo:

- ¡Eres orgulloso, José María!

La lluvia le empapó el rostro, y chorros de agua le llenaron la boca. Con los labios
prietos sorbió lo que quedaba y luego escupió con fuerza.

- ¡Gritón!, ¡cuentos de velorios! - Masculló en silencio.

Esta expresión lo reconfortó, pero el lastre de una superstición de siglos lo inclinaba a


aceptar cosas del otro mundo.
Mientras incitaba la piara a caminar más rápido, sus ojos rebuscaban en la sombra
otras sombras ocultas, más ágiles y tangibles, más horrorosas y despiadadas. Pero
solamente veía las hojas de los árboles platinadas por la lluvia.

Ahora recordó lo que le contó Clímaco.

"A mí me salió el Gritón. Lo vi con estos ojos que se los comerá el gusano. Antes de
que me privara del susto lo pude detallar. Es un espanto enorme con dientes afilados y
babosos. Sus ojos botan candela y hiede a azufre".

- ¡José Clímaco! ¡Ni quién te crea!

José María entró en la trocha de la montañita de Jeremías. Se persignó. No supo por


qué ejecutó este acto. Lo cierto fue que al caer en el intrincado monte un frío raro se le
metió en los huesos y le despelucó el cuerpo. En esos momentos el viento movía con
furia los colgantes nidos de las oropéndolas y hacía llorar un bosque de caracolíes.

De pronto oyó un guapirreo. Fue un grito largo y penetrante, con resonancia de bajo
profundo porque le pareció que provenía de las entrañas de la tierra. Fue un grito
masticado y chirriante. Un grito desafiante, antipático y roto en sus orillas como si unos
dientes lo hubieran mordido y después lo escupieran.

José María no sintió miedo. Creyó que ese grito había sido lanzado por otro campesino
para darse ánimo, por eso él contestó con otro grito. Mientras su guapirreo se
multiplicaba por el eco, se detuvo un instante, y escuchando, se dijo:

"Ahora sabré si el hombre viene detrás de mí, o va adelante".

No se demoró la contestación del otro hombre. Se le vino el grito encima afilado como
un chuzo. José María, con la mano combada detrás de la oreja, detuvo el sonido un
poco para analizarlo. Francamente no fue un sonido claro, más bien un ruido metálico
que lo golpeó por todas partes, como si le llegara de todos los recovecos de la
montaña.

- ¿Quién podrá gritar así? - Exclamó, y se entretuvo sopesando la cadencia final.

El conocía todos los guapirreos de la región.

Los campesinos del Corozo, por ejemplo, gritaban con un tono grave al principio, largo
y afilado después; los de La Victoria, empiezan bajoneando como un toro criollo, cogen
resuello y alzan el tono en la parte intermedia; los de Carrizal lo sostienen largo como
un quejido y lo dejan caer, como lana de bonga, trémulo y flotante. Pero éste, este grito
no lo podía analizar.

"Con otro que le mande, con seguridad reconoceré el grito". - Se dijo. Y a continuación,
un saludo alegre para ese desconocido caminante, posiblemente perdido en esos
andurriales. La respuesta del extraño le llegó de súbito. Irrumpió poderosa y desafiante.
Fue tan violento que lo dejó sordo y turulato.
- ¡Carajo para el hombre y su galillo! Casi me rompe los oídos, - protestó José María-. Si
él cree que me va a ganar guapirreando porque su grito lo tira con más intensidad, se
va a fregar conmigo. Ahora me oirá.

Lanzó un grito de monte sinuano, de esos que llaman bajero por ser suaves,
refrescantes y sonoros en la parte final. Se sonrió cuando oyó el eco de su grito
montuno colgarse de las ramas y hacer maromas como los micos.

"Cómo trina mi voz". - Se dijo orgulloso.

De pronto recordó que había jurado no usar más ese largo guapirreo, desde la vez
aquella que la mujer del capataz de Mundo Nuevo, al oírlo gritar, se sintió tan excitada
que, rompiéndose el vestido, exclamó:

- ¡Marido mío, hazlo callar, o no respondo por mí!

Una sonrisa de macho mujeriego le iluminó el rostro.

Dejó de reír, porque los cerdos, como presintiendo algo, corrían desesperados,
chapoteando en el fango y gruñendo incesantemente. Esa inquietud animal lo alertó.
Por vez primera intuyó que había cometido una imprudencia respondiendo a los gritos
del extraño. Se sintió incómodo, por eso apretó el paso.

De repente sintió que la tierra temblaba. Y reventando el ámbito de la montañita de


Jeremías, se escuchó de nuevo el horroroso grito.

"¡Es el Gritón!". - Se dijo José María, y se creyó enloquecer.

No le importaron los cerdos. Corrió como un poseso, pero el fango, la tierra trepidante,
el aguacero, los árboles que amenazaban aplastarlo y la noche pringada de manchas
móviles, lo apartaron de la trocha y se encontró perdido en la montaña.

Por donde corriera lo atajaban los bejucos, lo herían las zarzas, lo rompían los troncos.
Todo a su alrededor era confuso, misterioso, alucinante.

Una claridad de fuego fatuo se hizo de pronto. Y esta tonalidad de azul vidrioso le dio a
la montaña un color fantasmagórico. La cabeza se le puso grande y le zumbaron los
oídos. Todos los pelos se le erizaron y los poros se le abrieron dejando escapar un mar
de sudor que lo empapó de pies a cabeza.

José María, con los ojos afuera de sus órbitas, no dio crédito a lo que estaba viendo.
¡El Gritón!

Y el Gritón estaba frente a él. Y él, al verle los ojos que chisporroteaban, el cuerpo
peludo y de color azulado, la boca enorme y chasqueante, los dientes afilados y
babosos, se llenó de pánico que lo hizo encanecer. En ese momento no tuvo acción
para huir. Parecía clavado en la tierra y ya el Gritón lo tenía casi encima. Pero
rompiéndose los músculos, desjarretándose por el esfuerzo dio un tremendo salto y se
encaramó en una varasanta.
Hasta ahí llegó el monstruo, y con la furia de todos los diablos gritó tres veces, pero la
resonancia de estos tres gritos le pareció un alarido inmenso y espeluznante que creó
un vacío alrededor del árbol. José María se sintió sin aire. Media selva fue arrancada
por un brazo invisible y al pie de la varasanta se abrió un cráter dentoso y profundo por
donde salía un vaho pestilente y asfixiante.

El demonio mirando a José María, rugió:

- ¡Anda y agradece a lo que sabes, o yo te hubiera enseñado a no andar de noche por la


selva!

Como eco de esa voz endemoniada reventó un relámpago, y luz y trueno a la vez
dejaron un fuerte olor a azufre. En ese mismo momento se formó un remolino de ho.
¡as, de troncos, de ramas, de bejucos, de chillidos de murciélago. Un remolino cuyo
cono se hundía en el cráter y silbaba.

Silbaba con una frecuencia tan alta, que José María sintió que se le derramaba la
sangre por los oídos.

La varasanta impulsada por el viento desatado vibraba como una cuerda que gemía
golpeada por una mano misteriosa. Parecía una cosa viva dentro de ese vórtice. Ahora
se combaba hacia el cráter; ahora se retorcía con ganas de quebrarse; ahora se
alargaba y se encogía con ansias de elevarse, y así, enloquecida, bregaba tirar por
tierra a José María que, agarrado precariamente, con brazos, pecho y alma, se
sostenía en la parte más alta.

De súbito se aplacó el terrible estrépito.

El cráter quedó cegado por las miles de cosas que arrastró el remolino y todo
desapareció quedando ese lugar como si nada hubiera sucedido: liso como antes, con
hojas como antes, con barro como antes. Solamente quedaba en el ambiente, un leve
olor a azufre.

José María encaramado en la varasanta esperó a que aclarara.

Ahí cerquita estaban durmiendo los cerdos. Una lluvia menudita, un olor a oxígeno, un
trinar de pájaros, le confirmó que el peligro, realmente, había pasado.

El frío le atenazaba los músculos y recordando que había empeñado su palabra, bajó
del árbol, despertó los cerdos y los fue arreando hasta el matadero de la ciudad.

Recibió el pago por su trabajo. Y acariciando los billetes ajados y sucios, con la
simpleza de un gesto mecánico, los guardó en sus bolsillos.

Sacudió las abarcas para arrancarles barro y miedo. Miró la ciudad con ojos neutros y
cogiendo el camino de su pueblo, se dijo:

"¡Eres orgulloso, José María!".

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