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DEL LIBRO “GEOLOGÍA” (2001) DE CLAUDIA MASIN

Grafito

Una noche de luna llena, en la hamaca del jardín,

están sentadas. La madre canta una canción

que repite y repite, podría decirse hasta el cansancio,

sólo que la hija no se cansa: se encanta, se duerme.

Desde esa noche, para la hija, escribir

será escribir la pérdida de ese momento.

La escritura de la canción de la madre demora

el final de la canción misma. Las palabras

existirán para crear esa demora, un instante

suspendido entre la voz y el silencio. Y por eso,

la hija las escribirá con esa facilidad dichosa

con que sólo pueden hacerse

ciertas cosas imposibles.

La trama

Las historias que se cuentan de madres a hijas

en la noche, para que la hija duerma,

nunca tienen final. Son las madres quienes


caen rendidas por el sueño antes de llegar a él.

La hija insiste, pregunta, pero casi siempre

es inconexa la respuesta. Entonces

permanece despierta, imaginando.

Ese es el origen del insomnio y los poemas.

DEL LIBRO “EL VERANO” (2010)

El calor del mundo

El verano, para mí, es la infancia. No es que en el lugar donde nací se viva un


verano perpetuo. Los inviernos son fríos, crudos, impiadosos. Pero en mi
recuerdo, toda mi infancia transcurrió acariciada por el halo cálido y familiar del
viento norte. Aún hoy, cuando el primer día de verano verdadero llega a la ciudad
en la que ahora vivo, yo respiro ese calor con la avidez del nadador cuando asoma
la cabeza fuera del agua: siento que, como él, recupero el aire. Porque ¿de qué
otra cosa está hecho el aire que nos mantiene vivos sino de los olores, las
temperaturas, los sonidos amados? El verano no es el agua, no es la arena. Es un
jardín al fondo de la casa, a la siesta, un jardín donde lo único que rompe el
perfecto silencio es el canto –de a ratos acompasado, de a ratos desordenado– de
las ranas buscando el charquito de humedad entre las plantas recién regadas. Es
el olor a humo y a tierra mojada que anuncia la llegada de la tormenta, la
volubilidad del cielo que después del vendaval se calma, y esa calma es el
diamante metido en el núcleo de la piedra más tosca, menos agraciada, el corazón
del que asoma nuevamente, como un brote inesperado, un sol que –estoy segura–
no nace en el cielo, sino en la profundidad de la tierra negra, en esos huecos
secretos donde los topos y los insectos construyen sus casas: un sol que tiene
raíces que están hundidas y se ramifican en el barro. ¿Qué hizo ese sol en mí?
Creó zonas de sombra. Zonas de sombra que son el reparo necesario cuando hay
demasiada luz, cuando todo queda expuesto y ofrecido a las miradas. No hay
nada más preciado en las siestas del norte que la protección de la sombra. Así
supe de una oscuridad que se traga las partículas de luz para apropiárselas, para
crear una luz escondida, invisible, que no puede extinguirse. De una oscuridad
que guarece del mundo cuando el mundo es demasiado deslumbrante y
enceguece. Así supe cómo el indescriptible cansancio de tener que verlo todo y de
tener que mostrarlo todo, puede calmarse. Cómo, aún estando encerrado en lo
visible, el cuerpo puede difuminarse, hacerse leve, un perfume más junto a otros
en el aire de la siesta, un perfume que se deja llevar y se condensa en la pesada
atmósfera hasta caer a la tierra como caen esas tormentas breves y violentas. Y
después el silencio. Supe del silencio por primera vez bajo la sombra de un
lapacho florecido, toda su fronda cubriéndome. Cayó sobre mí en medio de la
explosión de la vida, mejor dicho, como una parte más de esa explosión, la parte
que la crea y la anuncia: el silencio vacía el corazón, lo prepara para recibir las
palabras, lento y apacible su trabajo como el de la savia que corre por el tallo, en
todas las estaciones hasta que –al llegar el calor– suelta las flores violetas o
blancas o amarillas, las hace emerger en un instante, con el empuje incontrolable
de lo dormido cuando, de una vez, despierta. El silencio me trajo la presencia de
los libros, quizás porque leer es un acto salvaje, pleno, dulce y violento a la vez,
como el verano mismo. Las siestas del verano duran muchísimos años, una
extensión de tiempo para la cual aún, como para tantas cosas, no se ha inventado
un nombre. ¿Es un mar la siesta, es un desierto? Tal vez las dos cosas: un mar
subterráneo que por debajo de las dunas se encrespa y se atormenta por no poder
mostrar su fuerza a la luz del sol allá arriba, donde nada se mueve, no hay un
soplo de viento que agite la arena ni una abeja que ronde ninguna flor porque la
vegetación de la siesta, del desierto, está siempre sola, siempre a la espera del
agua que no llega. En esa vida tranquila y suspendida, donde sólo había dos
destinos posibles, la lectura o el sueño, yo elegí la lectura, y conocí el amor al
riesgo, un amor que me desprendería para siempre de mi tierra natal. Es que son
peligrosos los libros que se leen bajo la sombra hechizada de la siesta. Multiplican
su encanto, su capacidad de arrastrarte a otra vida, a una vida donde las cosas
que se han deseado mucho, fatalmente suceden. El calor es un padre, es un
abrazo, a veces intolerable por lo intenso, a veces cubriéndonos por entero de un
modo discreto y apacible. Es, de cualquier modo, el abrazo que te saca de tu
cuerpo, te hace salir de la casa, renunciar al sueño, dejar atrás el miedo para salir
a conocer la forma verdadera de las cosas. Yo tendía mi cuerpo, pequeño y
ansioso, en la tierra reseca. Quería guardarme el verano entero, llevármelo.
¿Adónde? a los territorios blancos y helados que –yo sabía– estaban ya en mi
interior, a los países árticos en los que iba a vivir tanto tiempo, aislada de la
calidez, del poder, de la belleza. Quería conservar el verano en el cuerpo como
quien quiere conservar un talismán, quizás para que cuando las estaciones frías
llegaran, me fuera posible volver a un jardín donde siguen cantando las chicharras
y la dicha no es un sentimiento: es el placer –físico– de entrar en contacto con el
calor del mundo, que te toca y se retira lentamente mientras la noche de febrero
va cayendo.

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