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SietePolas

Feminismos y versiones de un mundo de contradicciones

“Ahora no se puede decir nada” y otras


pendejadas del machismo

Cada vez que las feministas intentamos visibilizar el machismo escondido en frases y expresiones
de uso cotidiano, las redes, los pasillos y las conversaciones familiares se llenan de escépticos
cansados de que a las feministas todo les ofenda. Demasiadas veces he oído que por nuestra culpa
“ahora no se pueda decir nada” y hemos establecido la “tiranía de lo políticamente correcto”.

Y entiendo. No debe ser nada rico que a uno lo señalen de machista o misógino por decir cosas
que uno ha dicho y escuchado toda la vida, mucho menos cuando uno no tiene la más mínima
intención de hacer sentir a las mujeres como seres inferiores. Y, ¿saben? No es nada delicioso
tampoco estar señalando todo el tiempo el machismo que se esconde en nuestras expresiones. De
hecho, es de lo más desgastante que hay (especialmente si es por Twi er). Pero lo cierto es que
mostrarnos lo problemático de nuestro lenguaje e imaginarios cotidianos es una tarea que las
feministas no podemos abandonar, porque creemos firmemente en el poder que tiene el lenguaje
para crear y transformar realidades:
“Las palabras son, en mi no tan humilde opinión, nuestra más inagotable fuente de magia, capaces de
infringir daño y de remediarlo”.

J.K. Rowling

Muchos creerán que las palabras son solo palabras y que nuestros dichos y expresiones son
simplemente parte de una tradición que heredamos de nuestros padres y madres. Pero resulta que
muchos de ellos tienen un trasfondo más complejo de lo que podemos ver en el afán del día a día
y reposan sobre unas ideas que, aunque casi imperceptibles, son ideas que perpetúan una
situación de desventaja para ciertos grupos de personas. Cuando esas expresiones y palabras
evocan o justifican discriminación, violencia, maltrato o subordinación de la mujer, les llamamos
“micromachismos”.

Los micromachismos son peligrosos precisamente porque son expresiones cotidianas


completamente aceptadas e incuestionables que repetimos y repetimos creyendo no tienen nada
de malo. El prefijo “micro”, como se usa para microorganismos o microondas, hace alusión a algo
que no es perceptible por los sentidos (humanos). Los micromachismos son formas de machismo
inscritas en frases, expresiones y comportamientos cotidianos que no percibimos como machismo,
a diferencia de pegarle a una mujer o asegurar que las mujeres solo sirven para limpiar o cocinar,
que son comportamientos flagrantemente machistas.

El problema de que no percibamos el machismo en nuestro lenguaje cotidiano es que usamos ese
lenguaje indiscriminada e incuestionablemente creyendo que es normal e inofensivo. Y de hecho
es todo lo contrario. El lenguaje que usamos no solo es una herramienta que nos permite
comunicarnos. Este tiene una potencia gigantesca para crear y destruir realidades y determina de
forma extraordinaria nuestro comportamiento, nuestros sentimientos y nuestros pensamientos.
Ahora haré mi mayor esfuerzo por explicar cómo pasa esto y por qué entonces las feministas nos
la pasamos como policías cuestionando hasta lo más básico de nuestro lenguaje.

El lenguaje, que está compuesto por palabras, gestos, símbolos, imágenes, entre otros elementos,
lo creamos y utilizamos originalmente para comunicarnos. A cada elemento lingüístico le
asignamos un significado de forma colectiva, para que al pronunciar una palabra o hacer un gesto
todos y todas sepamos a qué se refieren. Así, si quiero hablar de un artefacto que dice la hora
pronuncio la palabra “reloj” e inmediatamente todo el mundo sabe de qué estoy hablando.

De esta forma llenamos de contenido cada elemento del lenguaje haciendo acuerdos colectivos
sobre su significado. Esos significados construidos colectivamente los transmitimos de generación
en generación hasta que los mecanizamos, olvidando que son construcciones sociales. De repente,
no pensamos que “reloj” es simplemente una serie de sonidos juntos –como lo son las palabras en
un idioma que no entendemos y de vaina podemos pronunciar– sino que “reloj” ya cobra vida, ya
es algo corpóreo que evoca una idea clara en nuestra mente. Esa idea mental que denota una
palabra es entonces un paradigma.

Pero así como llenamos de contenido y le dimos vida propia a la palabra “reloj”, desde tiempos
inmemoriales hemos llenado de contenido las palabras “hombre” y “mujer” y hemos creado
paradigmas de lo que significa cada una. Y el efecto de esto no es menor. Estos paradigmas muy
fácilmente se convierten en estereotipos. Los estereotipos no son sino asunciones que hacemos de
las personas porque esas personas pertenecen a algún grupo social: “a los brasileños les gusta el
fútbol”, “los abogados son corruptos” o “si eres del Medio Oriente eres musulmán”. Así, al
crearnos paradigmas de lo que es un hombre y una mujer hacemos asunciones de lo que cada uno
es y debe ser: los hombres fuertes y las mujeres dóciles, y demás clichés que hemos mencionado
hasta el cansancio en este blog.

Y aquí, por más que intenté no ponerme técnica, no concibo explicar esto sin mencionar a Michel
Foucault y a Judith Butler. Para Foucault, este ejercicio de crear categorías, llenarlas de contenido
y clasificar a las personas según encajen en ellas resulta en una forma de ejercer poder y control
social, y además resulta necesariamente en el establecimiento de una jerarquía social que genera
dominación. Esto en la medida en que con las categorías vienen patrones de normalidad y
anormalidad, y aquello que clasifica como anormal debe corregirse. Así por ejemplo, mediante
discursos científicos como la medicina y la psiquiatría se controlaba la sexualidad creando
modelos de cuerpos ideales y categorizando las desviaciones de esos modelos como
enfermedades: el sodomita, el pedófilo, etc. Aquí entonces ya no opera el poder estatal, que se
ejerce mediante las leyes y la represión, sino que se controla haciendo que las personas aspiren a
la normalidad –normalidad que impuso un discurso científico y que por lo tanto se presume
verdadera– y repriman todo aquello que los hace anormales o enfermos. Los agentes del control,
entonces, somos nosotros mismos.

Posteriormente, Butler, inspirada en el trabajo de Foucault, nos dice que las categorías de hombre
y mujer, que aparentemente fueron creadas a partir de las diferencias biológicas de los cuerpos, en
realidad son construcciones sociales creadas a partir de nuestros actos y discursos cotidianos. Por
tanto, existe una diferencia entre el sexo biológico y el género. Esto se resumen en una frase de la
gloriosa Simone de Beauvoir, “uno no nace mujer, se llega a serlo”.
En suma, al crear categorías como “hombre” y “mujer” y llenarlas de contenido, en realidad lo
que hacemos es construir socialmente unos modelos de cada una, asumiendo que esos modelos
son lo normal y lo ideal, mientras que todo lo que no corresponda con ello es anormal y debemos
corregirlo porque está mal. Y así nos controlamos los unos a los otros.

Lastimosamente para las mujeres, lo que ha nutrido nuestro género son características que
permiten que haya una enorme disparidad de poder respecto de los hombres. Las mujeres, dice el
paradigma occidental, debemos ser dóciles, debemos ocuparnos de las labores domésticas,
debemos ser vírgenes y castas como la Vírgen María y aspirar por sobre todo a la belleza. Esto se
traduce en la sociedad que tenemos hoy: mujeres con poco poder económico respecto de los
hombres, altas tasas de violencia de género, repudio social a las mujeres que tienen sexo
casualmente o abortan y mujeres con autoestimas en el subsuelo por no ser bellas. Y con esto no
quiero decir que para los hombres todo sea espectacular, pero definitivamente el paradigma
masculino tiene muchos privilegios: el hombre es fuerte, activo, sexual por naturaleza, destinado a
encargarse de los asuntos públicos y de ser el proveedor del hogar. En consecuencia, los hombres
suelen tener independencia económica, suelen ser los presidentes y ministros de países, rara vez
son asesinados o violados por mujeres que tratar de someterlos, pueden tener múltiples parejas
sexuales sin que eso manche su valor moral y tienen mayor licencia para no preocuparse por su
estética. Tal vez, sólo tal vez, esto sea así porque, al fin y al cabo, quienes han dominado
históricamente la política, la economía, la ciencia y la religión son los hombres…

Volviendo al tema de la columna, nuestro lenguaje está lleno de mensajes subliminales con los
cuales ejercemos ese control social de lo “normal” y lo “anormal” para hombres y mujeres.
Cuando decimos que una mujer tiene el “pelo malo” porque su cabello es rizado, como el de las
mujeres afro, estamos respondiendo a un paradigma de belleza según el cual el pelo debe ser liso.
La consecuencia es que, entonces, el pelo de las mujeres afro no es bello y por eso debemos
repudiarlo. De ahí tanto aliser, chocoliss, keratina, etc. Cuando insultamos a una mujer diciéndole
“zorra” o “perra”, respondemos a un paradigma según el cual una mujer valiosa no tiene sexo
libremente con quien quiera, y por eso nos ofenden con esas palabras. Cuando insultamos a un
hombre diciéndole “maricón”, estamos aludiendo a un paradigma según el cual los hombres
deben estar atraídos e involucrarse sexualmente sólo con mujeres, así que atacamos su virilidad
para avergonzarlos. Con todas estas y más expresiones, el lenguaje se vuelve nuestro verdugo, nos
recuerda que hay algo que debemos ser y que si no lo somos, debemos avergonzarnos.

Y de nuevo, todas estas expresiones las hemos heredado sin cuestionamientos, las repetimos día a
día y se las enseñamos a las generaciones futuras. Y ahí, en la iteración de los micromachismos, es
que está la interiorización de las ideas que lo fundan y con ello la reafirmación de los paradigmas
que tanto daño nos hacen. Muy probablemente a muchas mujeres nunca nos dijeron
explícitamente que tenemos que asumir las labores de cuidado del hogar. Pero si nos regalan solo
cocinas cuando pequeñas, y escuchamos que nuestro padre le dice a nuestra madre que él
“ayuda” con las tareas del hogar, y nos dicen a nosotras que limpiemos la casa y no a nuestro
hermano, y miles de otras cosas del estilo, el mensaje que recibimos a partir de esos
comportamientos y expresiones tan frecuentes del día a día es que nos corresponde a nosotras
asumir el cuidado y la limpieza del hogar. Es precisamente de esta forma que el lenguaje perpetúa
el machismo. Es a través del lenguaje que inculcamos unos modelos de deber-ser a los niños y
niñas y es a través del lenguaje que les enseñamos a castigar y repudiar lo que se aleje de ese
deber-ser. Y ese deber-ser, lastimosamente, resulta en unas disparidades injustas entre hombres y
mujeres.

Todo esto para decir: el lenguaje sí importa. Las feministas vemos en el lenguaje cotidiano un
terreno que resulta indispensable conquistar, porque deshaciéndonos de los micromachismos hay
inmensas posibilidades de parar los procesos de reproducción de estructuras de dominación del
hombre a la mujer. Y de hecho, no solo las feministas creemos que esto es así. No solo es el
patriarcado el que se mantiene vigente con el lenguaje sexista. El clasismo y el racismo funcionan
de la misma manera porque todas estas estructuras de poder emanan y se reproducen de una
misma fuente.

Finalmente, muchas personas que defienden los micromachismos como frases inofensivas se
escudan en la libertad de expresión para atacar a las feministas de querer censurarles. Y no hay
nada más mentiroso que esto. Nuestro logro como feministas no está en que menos gente opine ni
taparle la boca a quien no opine como una. Lo que buscamos es una reflexión colectiva y honesta
sobre nuestra propia cultura, sobre nuestros gestos, gustos, códigos de comunicación, todo lo que
conforma nuestro lenguaje, en la que podamos darnos cuenta de cómo todo ello está atravesado
por unas estructuras de discriminación. Y que es precisamente a través de estos dispositivos
culturales que esas estructuras se mantienen en el tiempo. Por esto, si queremos un mundo más
igual debe haber siempre más gente opinando, pero también más gente dispuesta a evaluarse y a
cambiar sus hábitos. La feministas solo buscamos que haya más empatía entre los usuarios del
lenguaje. Que podamos reflexionar y cambiar lo que decimos inclusive si no es a nosotros a quien
nos afecta, y tener la capacidad y la solidaridad de ponerse en el lugar de aquella persona o grupo
de personas a las que aluden nuestras expresiones cotidianas. Entonces, no es que “no se pueda
decir nada” y que toque ser “políticamente correctos”. Es que tenemos el poder de construir un
mundo más justo para todos y todas los que vivimos en él si tan solo nos cuestionamos un
poquito más.

Publicado por Vanessa

Vanessa Daza Castillo. Abogada. Nacida y criada en La Guajira, radicada en Bogotá. Activista
feminista, una de las Siete Polas. Investigadora en asuntos de justicia ambiental, particularmente

los impactos de la industria extractiva y el cambio climático en los derechos humanos. Ver

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30 enero, 2019
Columnas

Artículos, Feminidad, masculinidad, micromachismos, Vanessa

2 comentarios sobre ““Ahora no se puede decir nada” y


otras pendejadas del machismo”

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