Está en la página 1de 3

1.

GABRIEL D'ANNUNZIO

—¿Querrá responder a unas preguntas, Excelencia?


—Probablemente. Pero no es seguro.
—He leído su obra maravillosa.
— E s usted inteligente, no me cabe duda. ¿Recuerda usted aquella novela
de u n francés renunciando al amor? Y o n u n c a renuncié al amor. T o d a mi
obra maravillosa, como usted h a dicho m u y bien, está sustentada por el
amor. Casi todas las mujeres del m u n d o ma amaron. H e dicho casi todas
por un nobilísimo principio de humildad.
— Y o quería preguntarle sobre su obra.
—Pero es que mi obra es, precisamente, el amor. ¡Cuántas despedidas ami-
go m í o ! U n h o m b r e menos fuerte que yo no hubiera podido resistir t a n t a s
lágrimas, t a n t a s separaciones.
—Usted escribió poesía, teatro, novela.
—Sí. Y también historia. Política no puede decirse que hiciera. Pero de
verdad, lo que me importaba t r a la mujer, ese ser sorprendente.
—¿Viajó?
—Sí Mi m á s bello viaje lo hice con u n a mujer en Venecia, en u n a góndola
enrojecida p o r el sol poniente.

i8
—¿Con Eleonora Diise?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

— L o escribió usted, en una novela.


•—Es verdad. Pero, ¿en cuál? - .^ ''^•^'^
— E n (IEl Fuego».
—Sí. Me parece que fue ahí. Pero es un viaje que llevo dentro de mi cora-
zón. N i n g u n a mujer t u v o nunca u n a s m a n o s como las m a n o s de Eleono-
ra, unas m a n o s tan bellas, tan precisas. Solamente Italia, u n país laborioso,
pudo llegar a producir tales manos. Me llamaba el Imaginífico. F u e u n a
mujer extraordinaria.
— E n los diccionarios se dice de usted: «refinadisimo y
sensual, tanto en su vida como en su arte».
— E s falso. Y o era pequeño y calvo, pero las mujeres m e encontraron siem-
pre maravilloso. ¿Se d a cuenta? Aun cuando fracasase resultaba, en el
fondo, u n a victoria.
—¿Por ejemplo, Isadora Duncan?
— H u y e n d o de mí prefirió a un poeta ruso, que se suicidó luego.
—¿Le dolió?
—Lo preciso. No crea usted que es una actitud cínica. E s algo así como
un destino. No era y o quien ponía los labios en la m a n o de u n a mujer,
eran ellas quienes a p o y a b a n sus m a n o s en mi boca. H e sido siempre u n
creador.
— ¿ Y de la yucrraf
- ^ ¡ A h , la guerra! Cuando fui en mi avión sobre Viena fue algo impar, lo
que solamente p u d o hacer un h o m b r e como Gabriel d'Annunzio.
—¿Qué pasó?
—Bombardeó Viena con versos de Gabriel d'Anunzio. ¿Se d a c u e n t a de .o
que esto significa?
—No.
—Ni u n a muerte. Pero, ¡ cuántos corazones de mujeres heridos!
—Usted es un gran personaje.
—Muchas veces no es alegre serlo, y algunas veces es tremendo.

19
—Pero usted estuvo jpocas veces solo.
—Siempre. P a r a la mujer no h a y n a d a como la preceptiva, más o menos
literaria. Las fuentes p a r a la mujer son m u y importantes. E s casi u n a
erudición,
—Me (justaría que este diálogo pudiera prolongarse más
tiempo.
— N o hace falta. A mí me conoce todo el m u n d o . Soj' el escritor m á s ge-
nial de mi tiempo, y imo d.e los m á s i m p o r t a n t e s de todos los tiempps.
—Estoy seguro.
—Soy u n escritor crepuscular, envuelto en el carmín del sol agonizante
como u n toro herido, el toro oriental de Mitra ensangrentando el horizonte
—Puede ser, puede ser.
— E s t o y seguro de que es así. El mito griego y el germánico se repiten en
mí. Siempre h a y un p u n t o libre p a r a la herida mortal. Mi p u n t o débil está
en el corazón, quizá p o r q u e b a ñ a d o en el carmesí del atardecer h a y a pues-
to mi m a n o sobre el lado izquierdo del pecho.

20

También podría gustarte