de aquellos a quienes se les ha deparado <bondad>!
Más bien han sido <los
buenos> mismos, es decir, los nobles, poderosos, encumbrados y de espíritu elevado quienes se sintieron y consideraron a sí mismos y a su obrar como buenos, a saber, de primer rango, en contraposición con todo lo bajo, rastrero, ruin y plebeyo. Solo desde este pathos de la distancia se tomaron el derecho a crear valores, a acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad! El punto de vista de la utilidad es todo lo ajeno y poco apropiado que cabe pensar para ese hirviente manar de juicios de valor supremo, ordenadores y señaladores de rango; aquí ha llegado el sentimiento a un punto opuesto a aquel bajo grado de temperatura que es presupuesto por toda prudencia calculadora, por todo cálculo de utilidades, y ha llegado a él no por una vez, no durante un momento excepcional, sino para siempre. El pathos de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, El sentimiento global y básico, duradero y dominante, de un modo de ser superior y regio respecto de un modo de ser inferior, respecto de una <abajo>: este es el origen de la contraposición entre <bueno> y <malo>. (El derecho señorial a dar nombre va tan lejos que nos deberíamos permitir comprender el origen del lenguaje mismo como la expresión del poder de quienes ejercen dominio sobre los demás: dicen <esto es tal cosa y tal otra>, le ponen a cada cosa y a cada suceso el sello de una palabra y de esa manera, por así decir, toman posesión de ella). Es propio de ese origen que la palabra <bueno> no está enlazada de antemano necesariamente, en modo alguno, con acciones <inegoístas>, según creen supersticiosamente esos genealogistas de la moral. Antes bien, solo cuando se produce la decadencia de los juicios de valor aristocráticos sucede que toda esta contraposición <egoísta>, <inegoísta> se va imponiendo más y más a la conciencia del hombre: es el instinto gregario, para servirme de mi leguaje, a quien por fin se la da la palabra (y las palabras) con dicha contraposición. E incluso entonces ha de pasar largo tiempo hasta que ese instinto llega a enseñorearse de la situación tanto que la estimación de valor moral se queda prendida y prisionera en esa contraposición (como ocurre por ejemplo en la Europa actual: hoy reina el prejuicio que toma como conceptos equivalente, ya con la fuerza de una <idea fija> y de una enfermedad mental, los de <moral>, <inegoísta>, <désintéressé>).
En segundo lugar: incluso prescindiendo por completo de su
insostenibilidad histórica, esa hipótesis sobre el origen del juicio de valor <bueno> adolece en sí misma de un contrasentido psicológico. Se pretende que la utilidad de la acción inegoísta es el origen de su elogio, y que ese origen se ha olvidado: ¿cómo va a ser posible ese olvido? ¿Acaso han dejado de ser útiles alguna vez esas acciones? Muy al contrario: esa utilidad ha sido más bien la experiencia cotidiana en todas las épocas, algo, por tanto, que ha sido subrayado una y otra vez y que, en consecuencia, en vez de desaparecer la consciencia, en vez de hacerse olvidable, tenía que grabarse en la conciencia de manera cada vez más nítida. Cuánto más racional (aunque no por ello más verdadera) es la teoría opuesta que defiende por ejemplo Hebert Spencer, quien considera el concepto de <bueno> esencialmente idéntico al concepto de <útil>, <adecuado para lograr un fin>, de manera que, -según él- en los juicios <bueno> y <malo> la humanidad ha recogido y sancionado precisamente sus experiencias ni olvidadas ni olvidables de lo útil-adecuado para lograr un fin y de lo nocivo-inadecuado para lograr y fin. Bueno es, según esa teoría, cuanto desde siempre se ha revelado como útil, por lo que puede reivindicar validez como <valioso en grado sumo>, como <valioso en sí>. También esta vía explicativa es errónea, como ya hemos dicho, pero al menos esta explicación es en sí misa racional y psicológicamente sostenible.
La indicación del camino correcto me la dio la pregunta de qué
significan realmente desde un punto de vista etimológico las palabras acuñadas por diversas lenguas para designar <bueno>: encontré que todas ellas remiten a la misma transformación de conceptos, que en todas partes <excelente>, <noble> en sentido estamental, es el concepto básico a partir del que se han desarrollado <bueno> en el sentido <de alma excelente>, <noble>, <de alma elevada>, <de alma privilegiada>; una evolución que siempre discurre en paralelo a aquella otra que hace que los conceptos <vulgar>, <plebeyo>, <bajo> terminen por convertirse en <malo>. El ejemplo más elocuente de esto último es la palabra misma alemana para <malo>, que es idéntica a <sencillo> –compárese <sencillamente>, <sin más>- y que en sus orígenes designaba –todavía sin una mirada oblicua y cargada de sospecha- al hombre sencillo, al hombre vulgar, meramente como contrapuesto al noble. Más o menos alrededor de la guerra de los Treinta Años, es decir, bastante tarde, se desplaza ese sentido hacia el ahora usual. Esto me parece ser un resultado esencial en lo que respecta a la genealogía de la moral; que no se haya encontrado hasta tan tarde se debe a la influencia inhibidora que el prejuicio democrático ejerce dentro del mundo moderno en lo tocante a todas las cuestiones relativas al origen. Y ellos hasta en el terreno que más objetivo parece, el de la ciencia natural y la fisiología, según aquí hemos de limitarnos a apuntar. Qué desmanes puede ocasionar este prejuicio –en especial para la moral y la ciencia histórica- cuando se ha desencadenado hasta llegar al odio, lo muestra el tristemente célebre caso de Buckle; el plebeyismo del espíritu moderno, que es de origen inglés, brotó ahí de nuevo en su suelo nativo, con toda la fuerza de un volcán cubierto por una capa de lodo y con la elocuencia echada a perder, estentórea, vulgar, con la que hasta ahora han hablado todos los volcanes.
En lo que respecta a nuestro problema, que con buenas razones se
puede denominar un problema silencioso y que, muy exigente como es, solo se dirige a los oídos de pocos, no es de pequeño interés constatar que en las palabras y raíces que designan <bueno> se sigue trasluciendo muchas veces el matiz principal en virtud del cual los nobles se sentías precisamente como hombre de mayor rango. Bien es cierto que en la mayor parte de los casos quizá toman su nombre sencillamente de su superioridad en poder (como <los poderosos>, <los señores>, <los que mandan>), o de la marca más visible de esa superioridad, por ejemplo <los ricos>, <los poseedores> (este es el sentido de arya; y de modo análogo en el iranio y en el eslavo). Pero también de un rasgo típico de su carácter: y este es el caso que aquí nos importa. Se llaman, por ejemplo, <los veraces>: por delante de toda la nobleza griega, cuyo portavoz es el poeta megárico Teognis. La palabra para ello acuñada ΰλ, significa por su raíz alguien que es, que tiene realidad, que es real, que es verdadero; después, con un giro subjetivo, pasa a designar al verdadero en tanto que veraz: en esta fase de la transformación del concepto se convierte en lema y divisa de la nobleza y se funde por entero con el sentido de <noble>, para delimitarlo respecto del mendaz hombre vulgar, tal y como Teognis lo presenta y describe, hasta que finalmente, tras la decadencia de la nobleza, la palabra queda para designar la noblesse del alma, y por así decir, se hace dulce y madura. Tanto en la palabra ó como en λó (el plebeyo en contraposición con el ΰó) se subraya la cobardía: esto puede que sea un indicio de en qué dirección se debe buscar el origen etimológico del término ΰó, que tantas interpretaciones admite. Con el término latino malus (al que equiparo con λ) puede que se quiera designar al hombre vulgar en tanto que de piel oscura, sobre todo en tanto que de pelo negro (<hic niger est…>), aludiendo ahí al habitante preario del suelo itálico, cuyo color era lo que más claramente le distinguía de la raza de conquistadores rubia, a saber, aria, que había llegado a ser la dominante; al menos, el gaélico me ha ofrecido el caso exactamente paralelo: fin (por ejemplo en el nombre Fin-Gal), la palabra que designa a la nobleza, y al cabo al bueno, noble, puro, originalmente el de pelo rubio, en contraposición a los aborígenes de piel oscura y pelo negro. Los celtas — dicho sea de paso— eran enteramente una raza rubia; se comete una injusticia cuando las zonas de una población básicamente de pelo oscuro como se aprecian en los mapas etnográficos de Alemania elaborados con cierto cuidado se ponen en relación con un pretendido origen y mezcla de sangre celta, como lo sigue haciendo aún Virchow: más bien en esos lugares se echa de ver la población prearia de Alemania. (Lo mismo se puede decir de casi toda Europa: en lo esencial, allí la raza sometida ha recuperado finalmente la primacía, en el color, en la pequeña longitud del cráneo, quizá también en los instintos intelectuales y sociales: ¿quién nos garantiza que la moderna democracia, el todavía más moderno anarquismo, y sobre toda esa tendencia a la <commune>, a la más primitiva forma de sociedad, que ahora comparten todos los socialistas de Europa, en lo esencial no significan un enorme repique final, y que la raza de los conquistadores y de señores, la de los arios, no está quedando por debajo también fisiológicamente…?) El término nativo bonus creo poder interpretarlo como <el guerrero>, suponiendo siempre que tengo razón cuando remito bonus al término más antiguo duonus (compárese bellum = duellum = duen-lum¸ donde me parece que se conserva ese duonus). Bonus, por tanto, como varón de la discordia, de la escisión en dos (duo), como guerrero: se ve que es lo que en la antigua Roma constituía la <bondad> de un varón. Nuestro término alemán para <bueno>: ¿no podría significar <el divino>, el varón <de linaje divino>1? ¿Y no podría ser idéntico al nombre del pueblo de los godos (que originalmente era un nombre que designaba nobleza)? Las razones que abonan tal conjetura no son de este lugar.
De esta regla, según la cual el concepto de preeminencia político
siempre se resuelve en un concepto de preeminencia anímico, no es de suyo excepción alguna (aunque sí que da ocasión para excepciones) que la casta suprema sea al mismo tiempo la casta sacerdotal, y que en consecuencia prefiera para su denominación global un predicado que recuerde su función sacerdotal. Así es como, por ejemplo, <puro> e <impuro> la primera vez que nos salen al paso lo hacen como distintivos de un cierto estamento, y también aquí un <bueno> y un <malo> experimentan más tarde un desarrollo en un sentido que ya no es estamental. Por lo demás, que nadie tome de antemano estos conceptos de <puro> e <impuro> en un sentido