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Agenbite of inwit

Alejandro Espinosa Fuentes

Agenbite of inwit

ediciones contrabando
Narrativa 18
Agenbite of inwit
O Alejandro Espinosa Fuentes, 2019

Ediciones Contrabando
O Aria1 Artes Gracas SL
Rubén Vela, 6 - Pta 10.46006 Valencia
editorial@edicionescontraband~.com
www.edicionescontrabando.com

Fotografía de la portada: "Madre con hijo muerto': de Kathe Koilwitz.


Diseño de cubiertas: Carlos Michel Fuentes

Primera edición: Enero 2019

Código BIC: FA
ISBN: 978-84-948468-2-3
Depósito Legal: V-3201-2018

Printed in Spain - Impreso en España

Queda prohibida la reproducción, distribución, comercidización, transforma-


ción y, en general, cualquier otra forma de explotación, por cudquier procedi-
miento, de todo o parte de los contenidos de esta obra sin autorización expresa
y por escrito de los titulares del "copyright".
Para Raque1
Se lavan y se bañan y se refrotan.
Agenbite of inwit. Conciencia.
Aquí todavía hay una mancha.
NOTAPRELIMINAR

Conocí a Esteban Gullit en la Universidad Complutense de


Madrid, en el aula 204 de la Facultad de Ciencias de la In-
formación. Me hice su amigo tal vez porque llegué dos sema-
nas tarde al curso por unos problemas con mi visado y, como
era el desconocido del grupo, preferí introducirme en el con-
texto social por medio del otro mexicano que había en el aula.
A Esteban lo consideré un genio el día que lo conocí, pero el
hechizo perdió efecto durante los días. consecuentes. Con-
forme socializaba con el resto, él me iba pareciendo cada vez
más incómodo, quizá un estorbo para desenvolverme a mis
anchas en ese continente de ensueño, que también era nuevo
para mí.
Poco antes de que finalizara el primer cuatrimestre, el pro-
fesor de Temas de Literatura Inglesa, el doctor Francisco Avila,
nos encargó a Esteban y a mí una breve exposición sobre el
primer capítulo del Ulises de James Joyce. Mentiría si dijera
que su amistad, a esas alturas, seguía siendo una de mis prio-
ridades. Esteban Gullit no sólo era un mal estudiante,también
padecía esos delirios de grandeza que afectan a los jóvenes
amantes de las letras -gente que habla de la gloria literaria, la
trascendencia y de un legado-, y de repente sufría unas odio-
sas depresiones que lo dejaban catatónico cuando más le con-
venía. Recuerdo que le pedí al doctor Avila que me dejara
. cambiar de compañero para la exposición final, la nota de
ésta valía el cincuenta por ciento de la calificación y no podía
correr el riesgo de bajar mi promedio y complicarme el acce-
so al doctorado. El profesor me pidió que por favor no aban-
donara al joven Gullit, que mejor tratara de integrarlo en este
nuevo mundo (no sé si se refería a España o al mundo acadé-
mico); como si yo no tuviera mis propios problemas intentan-
do adaptarme a una vida sin tacos ni picante, sin buen clima
y sin amigos ni familiares. Meses después comprendería que
Esteban tenía problemas mucho más complejos que los míos,
pero eso no lo supe gracias a él, ya que, desde el día anterior
a nuestra exposición -en la cual me dejó plantado-, no lo
volví a ver más por la universidad.
A partir de entonces, lo poco que supe de Esteban Gullit
fue gracias al doctor Francisco Avila, quien mantenía corres-
pondencia con él y no sé por qué me buscaba con ahínco entre
semana para darme las buenas nuevas de su paradero. Avila
me contó que el joven Gullit, como solía llamarlo, estaba via-
jando por toda Europa, había estado en Bucarest, en Berlín, en
Praga, ciudades en las que se inmiscuía en gloriosas aventuras
y sobrevivía a terribles peligros. Tres meses más tarde, me
informó que el joven Gullit publicaría un libro, una ambiciosa
novela con una importante editorial cuyo nombre aún era
muy pronto para revelar. No sé si sentí envidia, pero desde ese
día, cuando distinguía la silueta flacucha del doctor Avila en
las inmediaciones de la Facultad, prefería tomar otro rumbo,
o volver sobre mis pasos y encerrarme en un aula o en el baño
hasta que se esfumara. Me daba igual la gloria y grandeza de
un tipo al que apenas conocía y con el que sólo me había rela-
cionado por la casualidad de que ambos proveníamos del
mismo país. No obstante, nuestros mundos eran distintos, y ni
siquiera me interesaba la idea que él tenía de la literatura.
Cuando nos reunimos en su cuartucho de La Latina para pre-
parar la conferencia, él no prestó la más mínima atención a
ninguno de mis apuntes. Le daba lo mismo la relación de la
obra de Joyce con la Odisea, no le preocupaba en lo absoluto
que la Torre Martello, donde acontecía el primer capítulo del
Ulises, aún existiera en Dublín, ni siquiera le conmovía que
Joyce hubiera elegido el 16 de junio como tema y escenario de
la novela más importante del siglo XX porque ese día se ena-
moró de Nora Barnacle, quien se convertiría en su esposa. A
Esteban sólo parecía importarle un extracto, y ni siquiera eso,
una pequeña frase incomprensible que Stephen Dedalus
enunciaba sin pena ni gloria en una de las primeras páginas.
La frase era "genbite of inwit". Me explicó que en inglés anti-
guo significaba "remordimiento de la conciencia". Si bien me
dio curiosidad, no le seguí mucho el rollo y le pedí que se cen-
trara para que sacáramos un sobresaliente en la asignatura y
que, por favor, también desarrollara otros temas esenciales del
primer capítulo, como las metáforas de la mitología griega y el
simbolismo del color verde que parodia 1a tierra irlandesa. Tal
vez para callarme, me prometió que lo haría, que no me preo-
cupara, y yo observé apesadumbrado el desastre de su cuartu-
cho, el piso lleno de botellas de vino barato y sobre su escrito-
rio el único libro que había a la vista, uno del poeta mexicano
José Carlos Becerra. A mí nunca me interesó mucho su poesía
y Esteban eso no podía aceptarlo. José Carlos Becerra era su
ídolo moral y lo creía el responsable de las más brillantes
observaciones en materia literaria y también su guía y brújula
a la hora de interpretar la razón de su existencia en una vida
en la que se sentía ajeno. Ninguno de mis argumentos lo con-
venció de lo contrario y tal vez esa fue la razón por la que al
día siguiente no se presentó en clase.
De cualquier modo, saqué un sobresaliente en la asignatu-
ra del doctor Francisco Avila, a quien no volví a ver sino hasta
el final del curso. El día de la graduación yo mismo me acer-
qué al profesor y le pregunté si sabía algo más de Esteban
Gullit. Avila escondió unos ojillos traviesos tras sus enormes
gafas de catedrático y me reveló, como si llevara meses que-
riendo hacerlo, que nuestro joven Gullit se había casado y
ahora estaba viviendo en Portugal con una mujer hermosa de
la que, además, esperaba un hijo. Seis o siete meses de emba-
razo tenía su mujer, según Avila. Para entonces yo estaba tan
contento por haberme graduado (y algo melancólico ya que
ese fantástico año en el extranjero iba a llegar a su fin) que me
sentí alegre por mi viejo amigo y consideré que no sería malo
tomarme una copa con él antes de volver a México. Tan nos-
tálgico estaba que, después de la fiesta de graduación, decidí
darme una vuelta por su antiguo barrio. Aunque sabía que él
no estaría ahí, visité el edificio en cuyo sótano solía delirar
hasta altas horas de la noche. Tardé en encontrar la callecita
del Barrio de La Latina y, cuando por fin di con su casa, más
que sorprendido o incrédulo, me quedé consternado. A ras de
piso, en la ventana que desembocaba al cuarto subterráneo, vi
a Esteban Gullit sentado de frente a su escritorio. Llamé a la
ventana y él tardó en escuchar los golpecitos. Giró la cabeza
con gesto maquinal y me dedicó una mirada desposeída, la
mirada del que ya lo ha visto todo y no tiene ninguna expec-
tativa en las cosas que lo rodean. Devolvió la vista al escritorio
y yo volví a llamar. ¡Esteban Gullit!, grité. Se levantó de un
salto y con un palo de escoba deslizó la ventanilla. Desde lo
bajó me preguntó quién era, qué quería. No te hagas, le dije,
creía que estabas en Portugal, güey, jes verdad que vas a tener
un hijo? Me miró como si fuera un recuerdo de otra vida.
Creía que estabas en Portugal, güey, me arremedó y soltó una
carcajada aguardentosa. Le pregunté si se encontraba bien, si
necesitaba algo. Lo veía flaco, sucio y desmejorado. iQuieres ir
a tomar una caña? Vamos aquí a Tirso, le propuse. Él castañeó
los dientes, volvió a coger el palo de escoba y gritó con la voz
de un niño revoltoso: iDomicilio desconocido! Acto seguido,
cerró la ventana y la cortina. Ya no contestó por más que lo
llamé. El silencio de la calle me hizo sentir indecoroso por
andar gritando a esas horas de la noche, quizás él estaba borra-
cho y no quería ver a nadie, o quizás tan sólo no quería verme
a mí. Mi duda se convirtió en preocupación al día siguiente.
Pensé que los dos debíamos haber cambiado mucho a lo largo
de ese año de estupores y sorpresas. De cualquier modo, acudí
al edificio al día siguiente y volví a llamar a su ventana. Las
cortinas estaban abiertas y al interior no parecía haber nadie,
sólo un caos generalizado de cenizas, botellas, papelitos,
envolturas y restos de comida. Yo estaba en cuclillas, de frente
a su ventana, cuando una anciana me llamó la atención. Me
dijo que era la casera de Esteban y que no sabía qué hacer,
pobre chico, dijo, pobre chico. Lo repetía como una letanía:
pobre chico. Le pregunté qué había pasado. La anciana volvió
a murmurar que no sabía qué hacer y me contó que Esteban la
había despertado en la madrugada para.darle las gracias por
todo y devolverle su llave. Tenía las maletas hechas y salió
andando con dirección al aeropuerto. Una hora después se
presentó la policía en el edificio. De pronto la casera recapaci-
tó sobre a quién le estaba contando qué cosas y me preguntó,
con brusquedad, si yo lo conocía, si era su amigo. Le expliqué
que nos conocimos en la universidad a principios del curso. El
chico estuvo todo el año aquí solo, encerrado, me dijo la case-
ra. iEstá segura?, le pregunté. No salía ni para hacer la com-
pra, aseveró. Entonces me contó que, según la policía, Esteban
había bajado al andén del metro con sus maletas en brazos,
esperó los cinco minutos que indicaba la pantalla, se acercó a
un banco donde dejó caer todas sus pertenencias, gritó algo,
según la policía, una frase incomprensible, una frase en otro
idioma, y en cuanto apareció el metro en la estación, saltó a las
vías. Y eso fue todo.
Ahora estoy otra vez en México, tengo una novia y un tra-
bajo acá. A veces voy los fines de semana a Cuernavaca e
intento escribir para no perder la vieja costumbre. En ocasio-
nes me acuerdo de que,una vez le hablé a Esteban de mi casa
en Cuernavaca a la que me iba cada vez que se me olvidaba
para qué servía la literatura y por qué demonios me dedico a
ella. En esa casa suelo reencontrarme con mi vocación de
escritor y, por lo general, funciona. Lo que no sé es de dónde
sacó Esteban mi dirección postal, pues hace unos meses recibí
un paquete y dentro había un manuscrito, un fajo de casi dos-
cientas hojas con un título impreso y un millón de garabatos,
apuntes a lápiz, frases encriptadas o incomprensibles, dibuji-
tos, una fotografía y centenares de clips sueltos o enganchados
en secciones sin el menor sentido. Si no hubiera estado bus-
cando una historia, lo más seguro es que esos mnemotrectos
elizondianos hubieran terminado abandonados debajo de mi
cama, o en la basura, pero lo cierto es que me puse a descifrar
los milimétricos caracoleos en prosa y me volví parte de todo
esto. Quizá sólo fue una broma que quiso gastarme Esteban
hace tiempo. Hay que tener en cuenta que el correo mexicano
es tan ineficaz que a veces pueden pasar meses o años antes de
que un paquete proveniente de Europa encuentre a su destina-
tario. Sin embargo, yo lo consideré una invitación o un grito
de auxilio para que lo ayudara a terminar su historia. Desde
entonces me he informando exhaustivamente sobre ese último
año que pasó Esteban Gullit en Madrid. Contacté al profesor
Francisco Avila, a los familiares de Esteban y algunos amigos
en común para tratar de entender los vacíos fantasiosos y los
galimatías literarios que constituyen su biografía. Quiero agra-
decer a todas esas personas que me ayudaron a entender la
vida y obra de mi viejo amigo. Por supuesto, he de aclarar que
ninguno de los personajes y hechos que forman parte de esta
recreación son del todo reales ni del todo imaginarios.

Alejandro Espinosa Fuentes


Ciudad de México, 2018
MUERTE POR AGUA
Cuando me senté a morir, ella me rogó que
me levantara y que siguiera arrastrando la
vida, como si esperara todavía algún mila-
gro que me limpiara de culpas.

Alégrome de que se sepa de dónde habré


caído.

MICHEL
DE MONTAIGNE,
Del arrepentimiento
Comencé a escribir sobre el arrepentimiento tras la muer-
te de mi hermano. Me fui de México y vine a estudiar a
Madrid después del accidente que mató a mi hermano. Lo
digo para que no haya falsas intrigas. Esta, si es novela, no
será una de engaños psicológicos ni mucho menos una de
misterios policiacos. Quiero aclararlo desde un principio
para no generar falsas expectativas. Sé de qué va la historia,
lo que no sé es por qué debería escribirla.

Como otros, podría alegar que sólo mediante la literatura


entiendo el mundo, pero no es cierto. Amo con sinceridad la
vida ajena a los libros. Sé que sobreviviría en caso de no vol-
ver a leer otra letra en mi vida, aunque de vez en cuando, así
como la protagonista de Breakfast at TzflanyS contempla cada
mañana los diamantes, me pasee al ritmo de Moon River
ojeando los escaparates de las librerías.

Podría, al igual que muchos, decir que la literatura es


buena o nos hace buenos, cosa que no creo; que nos da pers-
pectiva y nos desdobla, habilidad que considero esquizofré-
nica; que la literatura es única y ningún otro formato suple al
proyector de imaginación y memoria que reconstruye la
existencia entre bambalinas verbales. Tampoco estimo que
ese proyector sea imprescindible ni me parece que se trate de
un ejercicio intelectual benéfico. Ahora que lo pienso, leer y
sobre todo escribir son actividades pueriles, por no decir, en
el sentido más griego de la palabra, idiotas. Es que la gente
vive de historias, me dirían algunos. Me parece falso. La
gente vive y consume lo que puede. No creo que haya nada
digno de ser escrito.

Tal vez sea una mentira que, de tanto repetirla, se volvió


imprescindible. Un día me dije que quería ser escritor y,
como funcionó relativamente bien en un inicio -publiqué
una novela, me vanaglorié en presentaciones, garabateé
dedicatorias, desoí críticas-, me convencí de que ésa debía
ser la senda definitiva. Remedé el jueguito de mentiras pom-
posas hasta que me di cuenta de que la vida literaria es un
club de autoayuda y aprendí a olvidarla.

Salir del mundo literario es de lo más sencillo, basta con


que ignores unos cuantos e-mails y que, durante un par de
semanas, cuando te inviten a publicar en alguna revistilla
que no paga, contestes que no. En menos de un mes serás
libre y a nadie va a importarle, porque uno de cada dos idio-
tas en el mundo quiere ser escritor. Y en este siglo no es que
ahora haya menos genios, tan sólo hay más idiotas.

Cambié de directriz. Solicité estudiar un máster en


Madrid y fui admitido. Al recibir la carta de aceptación, mi
vida en México dio un vuelco, me dediqué a existir como
quien vive para su muerte, como el que se despide de la isla
en la que naufragó por veinticinco años y comienza a sentir
nostalgia de cada palmera, de cada grano.
Llegué a Europa un cuatro de octubre. La especificidad
sólo tiene sentido porque ese día era el cumpleaños de ella, a
quien aún no conocía. A ella la encontraría una semana más
tarde. Apenas había aprendido que los españoles al fin de
semana le dicenfinde, cuando decidí que no desaprovecha-
ría ningún tiempo muerto en la geografía europea y, en cam-
bio, me dedicaría a viajar.

Mi primer destino fue Barcelona, una ciudad a la que


siempre acompañará la frase ya no es lo que era. A ella la vi
por primera vez en una fiesta de editores rimbombantes a la
que me invitó una amiga del DE En el apartamento había
más cabezas que oxígeno y sonaba, a todo volumen, esa can-
ción que incita a demoler, demoler, la estación de tren.

Ella se acercó y me dijo: iCuando las mariposas se enamo-


ran sienten humanitos en el estómago? Como un necio, le
conté que era escritor y que estaba trabajando en una novela
sobre José Carlos Becerra, un poeta tabasqueño que opinaba
que Europa sólo se podía entender viajándola por tierra.

Nos hospedamos juntos en un hotel sin ventanas del


Barrio Gótico. iPor qué sólo por tierra?, me preguntó en la
fiesta y los días consecuentes. Porque sólo así, según ese
poeta tabasqueño, entendemos la travesía de los idiomas. Al
viajar por tierra en los países mediterráneos es posible dis-
tinguir cómo se reinventó el latín en cada región. Todos los
latines vulgares me los explico, me dijo ella, menos el fran-
cés. No entiendo qué tipo de romanos fueron a parar a las
Galias, o con qué gente se juntaron para convertir la solem-
ne lengua latina en un besuqueo incesante. Los dos odiába-
mos a los franceses en España, ella envidiaba su liberalismo
apasionado y a mí me recordaban a los gringos en México.
Sobre todo odiábamos a los emigrantes corporativos, los que
pertenecían al programa de becas Erasmus y salían a bares
Erasmus y contaban chistes Erasmus, cuya necedad elogia-
ban con políglotas carcajadas Erasmus.

Preferíamos perder el tiempo en el Carrefour a gastar


doce euros en La Sagrada Familia. Catalogar marcas de
sobrasada nos parecía más instructivo que entender la geo-
metría de las columnas de doble giro de Gaudí. Éramos,
vagas y dignas de olvido, dos sombras líricas. iY qué fue de
ese poeta?, me preguntó ella, jcuáles fueron sus conclusiones
después de recorrer Europa? No terminó el viaje, le dije, se
mató en el tacón de la bota italiana.
Ser tan frágil como un segundo se dice fácil. Así éramos.
Insatisfechos. Nos gustaba destruir el espíritu de los otros y
nos regocijábamos al criticar con todo nuestro ingenio la
monotonía europea, especialmente los horarios fijos y la gas-
tronomía. Los malditos huevos rotos. Más vale sacarlos del
error cuanto antes, decía ella. Antes de salir a la calle a buscar
amigos, decía ella, hay que hacer todo lo posible por no hacer-
lo. Yo asentía y liaba un cigarrillo con forma de berenjena.

Según el clima, vagábamos por las calles o a lo largo del


pasillo del hostal. Daba lo mismo. La a s f d a del Barrio Gó-
tico nos convertía en ruinas. Y yo la amaba cual ruinas. Ella
amaba mi nostalgia mexicana, o eso que algunos han deno-
minado mis anticuerpos tercermundistas. Cantábamos las
canciones que le gustaban a nuestros padres creyendo que
ellos le habían cantado a una historia de amor que podía ser
nuestra. El amor se va enredando, enredando, como en el
muro la hiedra. Y va brotando, brotando, como el musguito
en la piedra. Como el musguito en la piedra ay sí sí sí.

Ella se llamaba ella, que es el poema más breve de cuan-


tos se han escrito. Yo me llamaba a veces y también Esteban
Gullit, solipsista jubilado, escritor de fortuna relativa, acadé-
mico prematuramente extinto, estudiante engreído, amante
más bien malo y un perezoso etcétera.
Una vez le hablé de la inexistencia. No entiendo por qué
hace cosas la gente, le dije. Un inmigrante que limosneaba en
el metro tropezó con la pierna extendida de un hombre de
negocios. Yo sí, dijo ella. Yo entiendo que no me debo sentir
responsable del vacío de los otros. Antes me dedicaba a
hablar para evitar lo incómodo de la apatía, antes rellenaba
silencios. Ahora me cuento chistes al derecho y al revés, me
sumerjo en mí misma hasta que desaparecen las expectati-
vas, me dijo.

Todas mis certezas se extinguen con una sola incógnita, le


dije. El lugar común, la rutina, el lenguaje automático des-
piertan mi paranoia y me nacen unas irrefrenables ganas de
huir y de preguntar: iQuién soy? Y que la respuesta sea: El
mismo.

Pero no soy el mismo. Soy una tormenta de ideas aneste-


siada por la culpa. Dije que era a veces, pero más bien soy
casi nunca. Tengo una voluntad subversiva y un instinto
mesurado. Mi biografía podría resumirse en esa contradic-
ción. Quiero el frenesí de la ruptura, mientras mi mente se
salvaguarda en la máscara fraudulenta que algunos llaman
experiencia.

Mi voluntad y el ahora me despiertan. En las situaciones


más insulsas de repente me doy cuenta de que estoy vivo.
Ésta, me digo, es mi vida. É-S-T-A E-S M-1 V-1-D-A. Cada
letra delinea las fronteras de un pasado y un futuro para apri-
sionarme en el suspiro hiperrealista que me devuelve el
miedo. Bsta es mi vida. La única, porque también he de
morir, vaya perogrullada. De inmediato quiero actuar.
Leamos las obras completas de alguien, me digo. Tomemos el
siguiente paseo en globo aerostático, me digo. Sentémonos a
escribir los libros que no he escrito, me digo.

Me refrena la indecisión de qué proyecto emprender.


Agobiado por la cantidad de esfuerzos que invertiré, temo
perder la ridícula epifanía que me recordó estar vivo. Como
quien se vuelve consciente de su respiración, distingo cada
acto y anticipo el siguiente con terror a la a s f ~ i a Tengo
. la
esperanza de que el proceso se mecanice y pueda existir sin
saberme responsable del transcurso. La duda, el instante
híbrido entre la teorización y la ejecución de cada acto,
malogra mi desempeño biográfico y me ahogo en la idea de
mí.

Que ya tome el control el instinto que me gobierna y que


mi mente se quede inconsciente de su poderío, le pido a mi
cuerpo. Nunca sé con exactitud cuándo sucede. Emulo la
sonrisa estupefacta del turista, me siento dichoso de vivir en
un barrio de aspecto cursi, en un continente de galletas
donde no tienen ni idea de los horrores que sufre el resto
para que aquí se viva así. De pronto hay un atentado, o un
crimen de odio, últimamente está de moda atropellar a la
gente con camiones. En México eso se consideraría kitsch.
Después me pregunto: Cuando la vida fluye como los sue-
Ííos que nos cuenta la noche, iquién es el narrador que nos
da forma?
En estas reflexiones pierdo el tiempo mientras, sumido en
culpas, interrogo mis actos. iQué hice? iQué he hecho?, me
cuestiono a veces en general, a veces proyectando un rostro
preciso. Escudriño entre los visillos del ayer para impedir
que el ahora me devore. iQué hago? i Q ~ demonios
é estoy
haciendo?, debería preguntarme.

Visito mi pasado como un viajero mediocre. Recorro los


sitios más emblemáticos en un autobús turístico donde un
guía detalla los vericuetos de mi semblanza. A su mano dere-
cha podrán observar el día en que el pequeño Esteban Gullit,
disfrazado de mariachi, se hizo caca en los calzoncillos. 1996
fue un año de altibajos para Esteban. En el otoño de ese
mismo año aprendió el significado de la palabra inmenso.

No es inusual que el turista mediocre que soy cuando visi-


to mi pasado se harte del recorrido y baje del autobús para
deambular a su capricho por el caos. Desentierro recuerdos
vergonzosos que, como un importante hallazgo arqueológi-
co, modifican categóricamente la lectura, quiero decir, el dis-
cernimiento de mi historia.

El agenbite me fuerza a dilatar los recuerdos y a extender


sus pasadizos. Conforme lo llevo a cabo, siento que he teni-
do otras vidas y que ese ahora hiperconsciente que antes
rechacé tuvo alguna utilidad como breve muestra de futuro
roto.

Somos lo que le sigue al silencio, me dijo ella. Un futuro


que no habla, pero se sabe consciente de su omisión y, por
eso, me dijo, no es silencio. El silencio siempre es involunta-
rio. Cuando no, es un grito ahogado o un susurro que se
calla, pero no silencio, dijo ella.

Un cúmulo de ideas distorsiona, no la esencia de los acon-


tecimientos, sino el fdtro tras el cual logro observarlos. La
culpa tiñe incluso el recuerdo más insustancial. Peor aun, se
vuelve cómoda. La culpa se vuelve cómoda, como toda for-
ma de miseria, por lo general, es cómoda.
Pasamos dos semanas en Barcelona, pero los dos odiába-
mos Barcelona. Una ciudad hipócrita, pretenciosa, encareci-
da, pensaba. En Barcelona todos se esfuerzan en ser un per-
sonaje, dijo ella.

Volvimos juntos a Madrid en un Bla Bla Car que nos dejó


en Atocha. No mediamos palabra con el conductor ni entre
nosotros durante las siete horas que duró el viaje.
Caminamos rumbo a Príncipe Pío callejeando por La Latina.
Hacía más frío que cuando dejamos la ciudad y mi abrigo
mexicano no se oponía al viento. Quiero que mi novio sea
grande, dijo abrazándome. Mi novio no es grande como tú,
está muy flaco. Nos despedimos en Opera y volví cabizbajo a
mi habitación submarina de la calle Luciente.

Pese al festín que tenían organizado mis compañeros de


piso, me encerré en mi habitación, puse incesantemente
Breezeblocks y comencé a escribir esta carta que jamás te voy
a enviar. Es que quiero que sepas que ella se ha apoderado de
la maquinaria y que tú, tras este hallazgo, ya no existes. Sé
que nos prometimos alguna vez, no hace más de tres sema-
nas o una eternidad, que moriríamos juntos.

Ya'aburnee, nos decíamos en árabe. Esa palabra preciosa


que significa tú me entierras, o quiero estar contigo por el
resto de mis días. Lo que pasa es que ya no quiero que me
entierres. Saber que ella existe me ha modificado. Ahora, este
imaginario ahora que nada significa, siento que ya soy otro.
Y la palabra escrita, después de tanto asco, me vuelve a pare-
cer valiosa.
No había vuelto a ti, palabra, después de tanto tiempo, tal
vez porque no sentía necesario tu uso escrito. Pero me acabo
de dar cuenta de que no eres la misma a la que suena en
labios, la que nace en lenguas y se disfraza de ojos y adema-
nes. Tú eres otra, la idea acoplada letra a letra. Vuelvo a ti,
regreso a traducirme en tus sentidos y te escondo, al son del
trazo, en los huesos de tus formas, el grito que me callo cada
noche.
No busco la honestidad en forma bruta ni quiero diluci-
darla en un proverbio. La verdad, para mí, es aproximativa.
Miento, supongo, lo mismo que el mentiroso promedio, y tal
vez por eso a la hora de confrontar la verdad encuentro otra
sustancia. Mis verdades nunca pretenden revelar penumbras,
sino que, por ser lingüísticas, ensayan la nitidez. Busco una
verdad épica que se refleje en la simpatía del enunciado.

Por ejemplo, si escribo que esta mañana me preocupé


muchísimo por mi pobre madre, lo primero que me cuestio-
naría sería la especificidad. Si sucedió en torno a las 11:45,
ipor qué no indicarlo con precisión? Por otro lado, quizá
preocupación no corresponda con aquello que sentí por mi
pobre madre en torno a las 11:45.

Interrogo mis emociones y rebusco en el diccionario ínti-


mo. Tal vez, más que preocuparme muchísimo, lo que hice
fue temer sin razón. Temí irracionalmente por mi pobre
madre. Ahora bien, mi madre no es pobre en un sentido eco-
nómico ni, pese a que así lo proyectara la urgencia, la pobre-
za es un rasgo de su carácter. Lo que padece mi madre es cre-
dulidad. Peca de ingenua, digamos, es la víctima perfecta de
las exageraciones.
La oración se transforma en que a las 11:45temí irracio-
nalmente por mi ingenua madre. Si me siento minimalista,
quito también los adornos. A las 11:45 temí por mi madre.
Así me siento más cercano a la verdad. La exactitud se graba
en mi memoria y dialoga, como un fiel consejero, con lo que
creo que soy. Las verdades épicas son aquellas que elegimos
y afinamos, pese a que el día de hoy me despertara a las cua-
tro de la tarde y no le dedicara un solo pensamiento a mi
madre hasta el instante en el que comencé a escribir.
En verdad, no he pensado en mi madre en mucho tiempo.
Lo que pasa es que estas palabras no buscan el origen sino
la posibilidad. Escribo para dejar de escribir, como quien tra-
baja para ahorrar la cantidad suficiente que le permita la
jubilación. Aunque en mi caso, en vez de dinero, ahorre ver-
güenza~.Aquí adentro, si esto llega a ser libro, constan mi
primera y mi última muerte.

La primera vez que me morí fue en el agua.

La última en el aire.

Describir la muerte por agua implica un ejercicio estilís-


tico, con el cual podría lucirme como prosista, pero me da
pereza. Sé de antemano que no ilustraré mejor lo que José
Carlos Becerra canonizó como símbolo de una generación:
la juventud engullida por un remolino. Las referencias a
otras obras literarias, según algunos, son alardes de falsa eru-
dición con los que se involucran los autores avinagrados
cuando se quedan sin ideas. En mi caso, es una cortesía para
que el lector no pierda el tiempo interrogando la poética
reciclada de un tema que ya lo trabajó mejor otro.

Pero jno ha sido la premisa de mi vida la inexistencia del


llamado tema? NO he creído, desde que comencé a escribir,
que cada letra es única por el mero hecho de ser trazada por
una conciencia y un tiempo diferentes? A propósito de mis
creencias, me gusta traicionarlas a la menor duda. Por eso
mejor voy a ocuparme de un tema incontrovertible como las
escaleras.

Las primeras, las que añoro, fueron un presagio de mi


niñez que me costó la vida. Mi padre, mi hermano y yo asis-
timos a una fiesta en un rancho a las afueras de una ciudad
sin nombre. iDónde estaba mi madre? Su ausencia me lleva
a pensar que se trata de un recuerdo inventado. El terreno le
pertenecía a un lejano tío cuya riqueza era tal que se había
dado el lujo de construir una enorme alberca, casi un lago, en
pleno desierto.

Como no sabía nadar sólo me dieron permiso de quedar-


me en la orilla, bien agarrado. Mi padre preguntó por flota-
dores, flotis, les dicen en México, esos falsos músculos de
plástico que rodean los brazos de los niños en el agua. No
había. Mi hermano y otro niño braceaban y pataleaban de un
lado a otro. iY sí está muy honda?, le preguntó mi padre al
ranchero intentando imitar su acento brusco y cantado. Dos
metros de profundidad, oí que le contestó, pero tiene escale-
ras. Una señora, desde la casa, los llam6 a gritos para que la
ayudaran a sacar agua del aljibe. Mi padre y el ranchero acu-
dieron en su ayuda casi compitiendo en una prueba de hom-
bría. La última mirada que me dedicó mi padre antes de per-
derme de vista creo que me la he inventado con los años.

Me quedé aferrado a la calurosa orilla con una idea que


Escher pudo haber trazado en uno de sus grabados, porque
el ranchero había dicho pero tiene escaleras, y no hay que
poner a prueba la mente de los niños, sobre todo la de los
que se limitan a atestiguar el regocijo del resto. Me imaginé
que al fondo debía haber trozos de antiguos peldaños. El
cloro difuminaba la transparencia e impedía que en el agua
pudiera observarse la arquitectura submarina. En mi mente
se erigían, a manera de ruinas, escombros de un castillo
medieval ahogado.

Probé abrir los ojos debajo y creí verlas, no nítidas, pero


ahí estaban sus trazos sombríos. Me atreví a dar un paso al
frente. Mi pie pisó suelo firme y decidí bajar el otro que de
inmediato alcanzó un peldaño inferior. Tenía, por fuerza,
que haber escaleras por doquier. Eso había dicho el ranche-
ro, quien no especificó que no se suelen construir bocetos de
Escher en la profundidades.

Mi hermano y el otro chico estaban lejos y no me oyeron


cuando pregunté: $Sí hay más? Todavía no sabía lo que era
flotar y veía que la cabeza de mi hermano sobresalía de la
superficie, por lo que concluí, ya que él no medía más de dos
metros, que debía estar soportado en una de las ruinas. Tuve
la ocurrencia de dar un brinco con la seguridad de que, en
caso de no encontrar otro peldaño, podría seguir hacia el
frente hasta dar con otra figura submarina.

Veo mis brazos agitándose y una hilera de burbujas en


diagonal, pero puede que esa imagen me la inspirara una
película. Lo más cruel del ahogamiento es que en un deter-
minado instante el agua despide un aroma a sangre. Una
mano se tensó alrededor de mi muñeca y, de un tirón, me
devolvió a la superficie. Caí en el cemento caliente y me
hicieron lo que se tiene que hacer para devolverle el aire a un
muerto. Me quedé regurgitando con la cabeza ladeada. Ob-
servaba, a lo lejos, la alegría de mi hermano, quien seguía
chapoteando de un lado a otro sin enterarse de nada.
Mi hermano era un tipo memorable, caótico e irrepetible.
Sólo él era él, y eso me basta para describirlo. Nació conde-
nado a la poesía, hablaba en palíndromo como otros hablan
en inglés o en japonés. A los doce ya leía a Lucrecio en latín.
A los quince fue seleccionado entre los mejores veinte poetas
menores de veinte años en América Latina. A los dieciséis se
obsesionó con desentrañar las obras completas de José Car-
los Becerra.

Aunque no conoció el manuscrito póstumo de Becerra


que encontraron recientemente en Brindisi -una fallida o
inventada biografía de Franz Kafka-, mi hermano releyó
hasta aprenderse de memoria el único libro que el tabasque-
ño publicó en vida y comenzó la redacción de un tratado
interminable para desentrañar el enigma de sus escasos iné-
ditos: poemas sueltos, prólogos, artículos de prensa, cartas
de dudosa procedencia o recepción -ya que había una des-
tinada a James Joyce, quien murió cuando Becerra apenas
tenía cinco años-, tres ensayitos o tareas que Becerra hizo
de mala gana en la universidad y su tesis de licenciatura
inconclusa sobre la relatividad de las estructuras.

Mi hermano urdía complejas teorías, se desesperaba,


borraba sus avances y a las dos semanas volvía a comenzar.
Escondía notitas secretas por toda la casa con la idea de que
la verdad sobre la obra de José Carlos Becerra se le revelaría
como una iluminación del siglo antepasado. Solía llamarle
por teléfono a la señora de la limpieza a las dos de la maña-
na para preguntarle si se había llevado o había tirado por
error alguna de sus notas secretas. En sus ratos libres arma-
ba rompecabezas y lo arrestaban cada tres días por beber en
la vía pública.
Decía una de las notas secretas de mi hermano: Me arre-
piento luego escribo.
Esta es la primera llamada. ¡Primera! No se me sienten
porque tuve la idea de abandonar mi habitación submarina
de la calle Luciente y viajar a Berlín en la peor época del año.
En Berlín, José Carlos Becerra compró el Volkswagen 1500
con el que recorrió el continente europeo. Como a mí no me
alcanzaba para un auto, preferí dar un paseo invernal por
Tiergarten y tomar unas cuantas fotografías de los árboles
escarchados, las esculturas y los tanques soviéticos. Me había
internado entre la niebla y el piso era kilómetros de blanco y
montículos de nieve que el cielo aún recolectaba. Estaba en
cuclillas, enfocando una escultura sepultada por la nieve,
cuando me percaté de que me había introducido, sin darme
cuenta, a un lago solidificado.

Si bien la temperatura era baja, nada me garantizaba que


el hielo pudiera soportar mi peso. Pensé en el ahora del que
hablaba José Carlos Becerra: esa palabra imposible que siem-
pre nos quita la estera de debajo de nuestros pies. Y pensé
que mi cuerpo era un hacha que rompería el mar helado de
mis errores. Supe que tenía una de dos: volver a terreno
firme con precaución, o correr abandonado a mi suerte.

Opté por la segunda y entendí que, más que una arriesga-


da solución, había elegido un modelo narrativo. La explosión
antes que la meticulosidad. Pese a que el último de mis pasos
quebrara el hielo y me sumergiera una pierna en el agua más
helada de la que he tenido noticia, al creerme a salvo sentí
como si acabara de escribir una historia oculta en la más
honda sinceridad de mis entrañas.

De inmediato le hablé a ella. No le dije que una escultura


me acababa de demoler todas las certezas. Por el contrario, le
anuncié, emocionado, que una editorial muy importante
tenía interés en publicar mi segunda novela. iLa del poeta
que se mató en Italia? Exacto, le dije y me di el lujo de aña-
dir que ya me habían mandado un anticipo por los derechos
de la primera edición y que le estaba hablando desde
Alemania, donde comenzó el viaje de José Carlos Becerra.
¡Qué alegría!, exclamó ella. Y antes de que la a dejara de
retumbarme en el oído, me contó que había terminado con
su novio. Carajo, fingí una interferencia y colgué. Intenté que
mi pierna entrara en calor y, por poco, la sacudida deriva en
un baile moderno.

Pasada la emoción, con una extremidad entumecida,


volví a arrepentirme. No me arrepentí de haber vuelto a tie-
rra de manera precipitada sino, una vez a salvo, lamenté los
múltiples recursos que pude usar y no tomé en cuenta. Este
pesar me llevó a reescribir el mismo acontecimiento, a fuer-
za de la memoria, a fuerza de arrepentirme, hasta que me
quedé tranquilo.
Recordé que José Carlos Becerra, durante su estadía en
Europa, se inventó una novia que sólo existía en las cartas
que enviaba a Tabasco. Su padre le depositaba la mitad de su
salario para que no anduviera dando lástimas con una euro-
pea. Su madre fantaseaba con un nieto güerito. Hasta des-
pués del accidente se supo que durante ese año Becerra se la
pasó, la mayor parte del tiempo, solo.
Llegué a Europa a la caza de un tesoro invisible, o bien,
una cura urgente para remediar de tajo el bloqueo creativo
en el que llevaba estancado varios años. Este vacío comenzó
tras publicar mi primera y, de seguir la cosa así, también últi-
ma novela. De modo que escribo con la doble ambición de
acallar el remordimiento y, a la par, curar mi inapetencia dis-
cursiva.

Con la certeza de que no puedo fracasar en ambos obje-


tivos, si bien la redacción apenas comienza, tomo el consejo
de ella y borro, línea a línea, las frases que no broten de mi
hondura. Si esta mano que escribe se traicionara en aras del
aplauso, como ha hecho en tantas ocasiones, correrá ella a
decirme: Ve y con algo de agua lava ese sucio testimonio de
tu mano. Ya que éste no pretende ser un panfleto para aliviar
el síndrome de la página en blanco, sino un mero diagnósti-
co de mi mitomanía que, con suerte, le hablará al que se
reconozca en los síntomas o, al menos, le robará una sofisti-
cada sonrisa.

Estoy familiarizado con ese tipo de sonrisas porque,


cuando llegué a Madrid y durante los meses que tardé en
adaptarme al modo de vida, fue lo que recibí a cambio de mis
observaciones dizque ingeniosas. Yo al principio quería es-
cribir una novela exuberante como las habaneras, canciones
de ida y vuelta, composiciones nostálgicas de emigrantes que
toman prestadas palabras de una cultura para cantarle a otra.
Pero en Madrid, noche tras noche y pese a la disciplina, sólo
garabateaba balbuceos.

Interrumpía mis frases antes de que el verbo implicara un


compromiso. La suma de oraciones tullidas apenas me hacía
sentido. iPor qué si mi nuevo hábitat me inspiraba perspec-
tivas insólitas me era imposible domesticarlas mediante la
prosa? Tenía atractivas tramas, conflictos, voces y personajes
que se desvanecían en fantaseos inútiles.

Antes de mi metamorfosis, llegué a Madrid a no escribir


ro que no escribiría si no escribiera. Hasta que una noche,
sacudido por una borrachera de dos euros, con vino Gran
Duque y Coca Cola, encontré la fluidez de la prosa median-
te un género que algunos denominarían desahogo, meta-
confesión, mensajito de borracho, surrealismo epistolar, y
que yo me he acostumbrado a llamar agenbite.

José Carlos Becerra creía que la literatura no era la imagi-


nación previa al relato sino la escritura en el instante de ejer-
cerla. Aseguraba que escribir implicaba una transformación
alquímica del autor mediante la transubstanciación de su
lenguaje. Cuando escribo, decía una de las notas secretas de
mi hermano, pese a lo que tenga en mente, siempre surge
una verdad paralela que trastoca mis pensamientos en un
molde peculiar.

Yo también me transformo conforme trazo estas líneas.


Por ejemplo, este escrito, antes de llamarse Agenbite of inwit
-un tratado religioso del siglo XIV, un manuscrito hallado
en una cajuela, o una absurda frase que leí en el hospital-,
tenía por título tentativo El grado académico del Dr. Jekyll, y
pretendía convertirse en un extenso ensayo sobre las trans-
formaciones.
Confieso que las mías, al escribir, más que alquímicas son
etílicas, pues el consumo de altas dosis de alcohol me inven-
ta una personalidad pintoresca, que a la primera provoca-
ción se lamenta, se remuerde, rememora, sufre, declara y, en
última instancia, a diferencia del inepto sobrio que me habi-
ta, escribe.
iA dónde va el grado académico del Dr. Jekyll? Fue la
única duda que me surgió después de que mi hermano me
obligara a leer la novela de Stevenson; tal vez el primer libro
que leí. Se lo pregunté y no me supo contestar. iQuién le
quita el doctorado al Dr. Jekyll? Me refería a cuando se con-
vertía en el bruto, insensible y criminal Mr. Hyde. iPor qué
al transformarse en lo que anhelaba su instinto más primiti-
vo el afamado doctor perdía el rango académico?

Quizá, me dijo mi hermano, Stevenson le hubiera quitado


intriga a su novela de haberla tiulado El extraño caso del
Dr. Jekyll y el Dr. Hyde, porque todos se hubieran dado cuen-
ta de que eran el mismo personaje. Además, añadió, es el
contraste entre una mente brillante y otra tan primitiva lo
que les resulta fascinante a los lectores. No a mí, le respondí
enfadado. Yo siempre he creído que para lidiar con la inteli-
gencia y, a su vez, soportar la parafernalia social hay que dis-
frutar periódicamente de unas buenas vacaciones de imbeci-
lidad.
La imbecilidad es necesaria. En el presente siglo, a tal
grado se ha convertido en burócrata el creador que el único
espacio que encuentra este albatros de alas amputadas para
desbordar su genio es el terreno de lo salvaje. La embriaguez
blablablá. El camino del exceso conduce al blablablá. Soy
consciente de que no propongo nada nuevo, pero quizá valga
la pena repetir las mismas ideas. Ya que, si creo que la escri-
tura produce una transformación, entonces cada texto for-
mula una novedad independientemente de lo que se ocupe.
Bien lo resumía mi hermano en una de sus notas secretas: No
es que por un lado exista una historia y por otro la forma de
contarla, sino que la forma de contar es en sí la historia.
Si entiendo la forma y el contenido como una misma sus-
tancia en la alquimia de la creación, entonces cada tentativa
de escribir obtiene un resultado original. Si lo escrito alude a
un pasado personal, es posible gozar de una simulación de la
vida eterna dilatando la biografía, no a lo largo de un desfile
de sucesos, sino a lo profundo.

Ahora entiendo que las excavaciones biográficas y sus


futuras esculturas verbales sólo puede identificarlas un con-
cepto tan arcaico como la culpa. La culpa representa lo valio-
so, lo significativo, la última frontera de algo parecido a
nuestra humanidad. Dicho en un vocabulario menos técni-
co: darnos cuenta de que jodimos algo nos recuerda que
tenemos una finalidad más allá de que seamos nosotros
quienes nos jodamos.
Mientras volvía de Tiergarten, me dediqué a venderles la
idea de la culpa como modelo narrativo a unos editores invi-
sibles. Tras escribir y usar la lengua como un confesionario
nos anestesia un sentimiento de liberación, les decía, pero no
por mucho tiempo. El vacío no tarda en extraviarnos otra vez
en el itinerario emocional que creemos que deberíamos estar
cumpliendo y reaparece la culpa, que concilia en un mismo
lenguaje lo racional y lo instintivo; la tradición y la vanguar-
dia. La culpa, escribo ahora observando esta mano que escri-
be, nace y muere en las manos.

La que talló el alfabeto en piedra, la que mató, la que rogó


por su vida, y la que ahora desliza los dedos por una panta-
lla táctil, la que eleva el pulgar del gusto o lo declina, como
emperador romano. La culpa de existir nace en las manos.

Las manos de los que escriben aún buscan un sentido, las


manos de mi memoria se restriegan en vano. Se lavan y se
refrotan. Agenbite of inwit, murmuro como Stephen Dedalus.
Un personaje que le tiene fobia al agua, porque un día en la
escuela sus compañeros lo arrojaron a un foso donde pensó
en su madre a la que, años después, le negaría una oración en
su lecho de muerte. Dédalo, que construyó con sus manos el
laberinto para encerrar al minotauro. Dédalo, que voló junto
a fcaro y lo vio caer al mar. Fue en el agua, símbolo de la cre-
ación, origen y matriz, donde ahogó sus culpas. El agenbite
consiste en desahogarlas.

Estaba decidido a escribir una novela sobre las manos


apesadumbradas de los escritores, las manos contradictorias
de Stevenson, las que no se lavaba Joyce, las de Kafka cuan-
do jugaba a proyectar en la pared sombras chinescas y, sobre
todo, las que perdieron el control del auto de José Carlos
Becerra.

Me metí a un bar y pedí una de esas cervezas alemanas


más grandes que un fémur. Brindé con el espejo y me la bebí
hasta el fondo para entrar en calor. Mi pierna seguía helada,
pero yo sonreía. Nunca había estado tan emocionado por un
proyecto de esas dimensiones pese a que el encargo, o su
financiamiento, no existiera.
Desde entonces, al realizar de manera inconsciente el pro-
ceso de escritura, la literatura se me aparecía como un re-
cuerdo de resaca. iQué he hecho?, me preguntaba a la maña-
na siguiente cuando, al otro lado de la cama, encontraba mi
libreta colmada de notas y garabatos. Estos escritos, descubrí
al acumularlos semana con semana, iban dirigidos a un
interlocutor preciso, a la manera de una carta o de un men-
saje de borracho, y desarrollaban temas concretos, mas no
eran ensayísticos ni autobiográficos, pues, si bien germina-
ban como una confesión, el éxtasis y las mañas técnicas los
adulteraban sumando elementos ficticios o embelleciendo,
mediante artificios y estructuras sesudas, los senderos de
una trama paralela.

Tardé en descubrir que ese interlocutor al que le dirigía


mis quejas era mi verdadero yo. No importa quién sea el lec-
tor de un texto, me decía, sino a quién se dirige por lo bajo.
i Q ~ i é nes el confesor del crimen que es la lengua?, se pre-
guntaba mi hermano al margen de una de las mejores frases
de José Carlos Becerra: En la silueta inestable de un oyente,
perdido y fuera de lugar en la fijeza de la escritura, se encie-
rra el misterio de la forma.

Lo que quiere decir que todo libro tiene en su trasfondo


un mensajito privado. Las obras más memorables de la lite-
ratura en verdad son un montón de cartitas de amor y
berrinche para una generación concreta. Si buscas una ver-
dad épica y no una palmadita a la hora de escribir, me solía
decir mi hermano, deberás fantasear con el receptor oculto
de tus palabras para que él escarbe en la honestidad dolosa
de tus recuerdos. iY qué pasa si este receptor no existe o ha
dejado de existir?, quisiera preguntarle ahora. Él, quizá, me
contestaría una de sus frases crípticas, como que la nieve cae
sobre todos los vivos y sobre todos los muertos.

La nieve cae sobre el universo y se sigue acumulando en


la lápida de Joyce, en la de José Carlos Becerra y en la de mi
hermano. Y juntos hablan. El diálogo que le invento a las
proyecciones de mi pasado fundido en literatura me exime
del ahora y me obliga a penar en una memoria creativa y un
presente enfocado en zurcir enigmas viejos. Los garabatos de
la libreta que duplica mi despertar son como los crímenes de
Mr. Hyde, una prosa tan ridícula y visceral que algún ojo
inocente podría confundirla con meros alaridos.

Pero el Dr. Jekyll que despierta, el ofuscado y arrepentido


Dr. Jekyll que despierta se encuentra esos delitos lingüísticos
e intenta, mediante una lucidez acartonada, enmendarlos.
Entrevé en ellos una lírica de carnicería que podría mercan-
tilizar tras quitarle tripas, huesos y pellejos. Por lo que se
obliga a dotarlos de coherencia. El académico que llevo den-
tro efectúa un proceso de edición y reinventa este estilo arti-
ficial, manifestando un debate impiadoso entre el salvaje que
me desgobierna y el gestor que me organiza. Y eso que, en
mis inicios, yo sólo quería escribir una historia de amor a
una chica que me gustaba en la secundaria.
Decidí llamarle de nuevo a ella y mentirle, o mentirme a
mí mismo por segunda vez. Le dije y me dije, que la editorial
no sólo me había dado un adelanto por el pago de derechos,
sino que, además, me había otorgado viáticos para recorrer
Europa y, de ser posible, terminar el viaje de José Carlos
Becerra. De preferencia sin matarme en el tacón de la bota
italiana.

jY ahora?, me preguntó, ja dónde irás?, jvendrás a


Madrid? ¡NOlo sé!, clamé histérico, pero me gustaría, si vuel-
vo, estar contigo. Se tensó un silencio irritante entorpecido
por el repiquetear de mis dientes. Estábamos a menos cinco
grados en Berlín. Vale, me contestó y colgamos, o yo colgué
y me quedé vendiéndole mi nuevo proyecto literario a una
editorial inexistente.
iY ahora?
Ahora mi vida amanece comedia, porque mis viáticos, así
como el contrato de la editorial, no eran del todo reales. Sólo
en palabra. Palabras mías. De modo que, por miedo a pare-
cerle un farsante, tuve que realizar el periplo europeo de José
Carlos Becerra valiéndome de las ofertas de Ryanair. Así lo
prefiere la editorial, le dije a ella. iPero no sería como una
traición a la idea original?, me preguntó. Su voz cada vez
sonaba más europea. Claro que no, le dije. iPor qué dices que
no? Al meditar mi respuesta, me di cuenta de que en Berlín
no sólo había descubierto un modelo narrativo, sino que
había configurado todo un nuevo género literario. Porque yo
no soy José Carlos Becerra, dije, yo soy Esteban Gullit. Hay
que modernizar la trama. iY eso?, dijo ella. Lo que pasa es
que Becerra no escribió el verso que está inscrito en su
tumba y la nieve se sigue acumulando sobre los muertos.
iCÓmo?, preguntó ella y repitió la pregunta entre risas. Col-
gué y deposité el teléfono en el basurero más cercano.
Volví enfermo de Berlín, al filo de una pulmonía y con la
garganta hecha trizas. Hiberné en mi habitación submarina
de la calle Luciente donde me quedé escuchando Snow como
una plegaria. Debí haberla reproducido más de cuatrocientas
veces. No escribía, pero paseaba a veces por el interior de la
casa, a veces por mi barrio de aspecto cursi. Revisaba cada
día las convocatorias de los certámenes literarios. Mi proyec-
to sólo cumplía los requisitos de un concurso hondureño de
novela, cuya temática debía abordar los últimos días de
Franz Kafka. El premio era de cuarenta mil lempiras. Eché a
andar la maquinaria. S610 esperaba que esa cantidad fuera
suficiente para pagar mi alquiler.
Daba uno de mis paseos rutinarios cuando un hombre me
encaró. iEsteban Gullit? Asentí y mi cara de espanto se inter-
cambió por una de dolor. El hombre me cogió del brazo y me
apretó en la parte que se queda blandita incluso cuando pre-
sumimos el músculo. Es una bonita ciudad, Madrid, jno te
parece? Sin soltarme, me obligó a andar casi estampado a la
pared. Dejamos atrás la librería Molar y recordé que ahí que-
ría comprarme una camiseta con la leyenda Hoy no diré todo
y nada más.

Es bella, dije de Madrid, como quien habla a ciegas de su


futura esposa. ¡Basta de cotilleo! El hombre me azotó contra
el enrejado de un chino y me advirtió con el dedo índice:
¡Deja de hablar mal de los huevos rotos!

Una lástima que mis amígdalas siguieran inflamadas, de


otra forma le hubiera contestado que me parece aberrante la
combinación. Es comida de divorciado para acompañar el
whisky, quise decir. Sin embargo, pese a las rigurosas dosis
de penicilina, mi cuerpo se sigue autodestruyendo. Mi gar-
ganta se volvió a inflamar y cuando intento hablar sueno a
malvado de película. que no quiere que lo reconozcan al telé-
fono. Tal vez debería aceptar el diagnóstico del doctor que
tengo en la cabeza. Es que tus anginas son regordetas. ¿Ylos
cigarrillos? Ni hablar, estás condenado a hacer gárgaras de
bicarbonato, vinagre y yodo, mañana, tarde y noche.
Al volver de mi paseo traicioné a la Hermandad del Ajo.
En México tenía el ritual de masticar un diente de ajo una
vez por semana. Mi traición consistió en que esta vez, teme-
roso del sabor que hubiera irritado mi ya de por sí irritada
garganta, decidí tragármelo como una píldora. El ajo se me
atoró y, por un instante, creí haberlo engullido. En la tercera
persona me descubrí paralizado y púrpura, apenas conseguía
respirar. Recordé las escenas de las películas en las que un
personaje, sobre todo en un restaurante, se atraganta con un
hueso de aceituna y el mesero tiene que exprimirlo.

¿Dónde estaba mi mesero? Mi compañera de piso gallega


se había ido de vacaciones con su madre y los otros dos, el ita-
liano y la inglesa, la parejita zombi, no se inmutarían aunque
se encontraran mi cadáver en medio de la cocina. La inglesa
daría un brinquito para poner a hervir su agua y el italiano
dejaría de gritar su rap monótono. jPorco dio, Estebano!
¡Quítate de en medio que estoy a punto de cocinar mi nueva
receta de carbonara! El truco es mezclar las yemas con molto
parmesano y fumar hierba para que sepa delicioso.

Me contorsioné en la cocina y quise tragar un buche de


saliva. El diente de ajo se deslizaba entre mis amígdalas y
presionaba en lo alto mi campanilla. Me golpeé el estómago
con el puño y, al no conseguir el efecto deseado, impacté mi
diafragma contra la barra. Me lastimé una costilla y salí des-
pedido hacia el pasillo donde hay un baño. En el espejo
encontré lágrimas sofocadas. Intenté tragar de nuevo y el ajo
no se meneó, pero, de pronto, como si al dios que manipula
mi biografía le aburriera un final tan ramplón, el trozo salió
despedido como un proyectil. Se estrelló en una de las pintu-
ras de la casera en la que aparece la grupa de una mujer dibu-
jada con crayolas.
Ahora tengo un chiste nuevo, no lo inventé yo, pero lo
aplico dos o tres veces por día. El chiste consiste en acercar-
me a un grupo de gente que esté en silencio, de preferencia
con la mirada perdida o sumido en la incomodidad, e
incluirme mediante la frase: iDe qué se ríen? Es todo. La
reacción clausura el chiste y en eso consisten mis diverti-
mentos a mis veinticinco, casi veintiséis años.
Quiero entender un poco más a la inglesa, que es dos per-
sonas según el idioma en el que hable, pero en los dos idio-
mas me inspira lástima y creo que está profundamente depri-
mida. En castellano aprendió a hablar cantando un villanci-
co que dice: Y a Jesús, que aún es chi-qui-ti-i-to, un trocito le
daré. De modo que en castellano es una persona tímida y
adorable, aunque tiende a la depresión. En inglés, en cambio,
es la chica más quejica que he conocido, los fuck, los bloody
hell, los dammit le dan confianza y se la pasa preguntando a
gritos quién demonios hizo algo con lo que no está de acuer-
do. Pero en inglés también está deprimida.

El italiano y la inglesa viven en Madrid bajo el síndrome


Erasmus. Les tiene sin cuidado la ciudad, sólo se juntan con
extranjeros con los que hablan en inglés y bien podrían estar
coexistiendo en una aldea de Camboya con wifi y su vida no
cambiaría ni un poco, ya que ésta consiste en despertar, asis-
tir a clases en inglés, fumar hierba, comer lo que sea y ver
series. Llevo seis meses con ellos y es todo lo que han hecho.

Una vez les propuse ir al Museo del Prado y creyeron que


les estaba hablando de una marca de diseñador. Cuando lle-
gamos a las puertas del palacio y descubrieron que no era
una tienda sino un museo, se inclinaron de hombros, fuma-
ron hierba y prefirieron esperarme afuera.
iDe qué se ríen?, les pregunté tres horas más tarde, des-
pués de ver un cuadro muy simpático sobre la extracción de
la piedrita de la locura. Los médicos charlatanes de la Edad
Media aseguraban que la locura podía curarse haciendo un
agujerito en el cráneo y sacándola con pinzas. Por supuesto,
ninguno de los dos reía. jPorco dio, Estebano! ¡Se nos acabó
la hierba! Volvamos a casa, me dijo el italiano.
Mis compañeros de piso tienen la costumbre de envene-
narme cada que me invitan a comer, pero como soy pobre no
puedo rechazar lo gratuito. Si están de buen humor, compran
mariscos o productos cárnicos con los que no estoy familia-
rizado: jabalí, cordero, codorniz, calamares, conejo, y utili-
zan especias que mi estómago, hecho en México, cree cono-
cer pero ignora. Caigo intoxicado en noches bañadas de fie-
bre y murmullos. Ellos nunca se enferman. Según el italiano,
que tiene un humor típico del norte de Italia, esto se debe a
que pertenecen a una raza fuerte. La primera vez lo dijo en
broma y me reí, porque era una broma. Pero la segunda y las
veces consecutivas que lo dijo, ya no me reí y no pude más
que estar de acuerdo.
Nadie cree que curé mis amígdalas gracias a la teoría de la
relatividad. La teoría de la relatividad, aunque no lo parezca,
es muy sencilla. Newton descubrió la gravedad y, desde
entonces, se cree que las fuerzas gravitatorias mueven los
cuerpos celestes. Se dice que el universo está en constante
expansión porque la gravedad entre los cuerpos varía. Antes
de la relatividad, se asumía que estas fuerzas gravitatorias
desplazaban los cuerpos celestes en el espacio y así se iba
expandiendo. Lo que entendió Einstein, aunque yo no sé
nada de física, es muy sencillo: No es que por un lado exista
el espacio y por otro los cuerpos celestes que se adecuan a él
movidos por las fuerzas gravitatorias, sino que las fuerzas
gravitatorias son lo que entendemos por espacio.

De la misma manera en que, como ya apunté, no es que


por un lado exista una historia y, por otro, una forma de con-
tarla, sino que la forma de contar es en sí la historia. El pri-
mero en escribir una novela plenamente consciente de la
relatividad fue James Joyce. Para explicarte cómo curé mis
amígdalas mediante la relatividad narrativa, he de acudir a la
tesis de licenciatura inconclusa de un poeta tabasqueño.
No es ninguna ofensa para la teoría de la relatividad que
establezcamos un paralelo entre ella y la poesía; la novela clá-
sica se conformaba con la contemplación de las circunstan-
cias vitales, reales y físicas; se conformaba con describirlas
con los recursos del idioma. El imperativo era simplemente:
contemplar, a través de un temperamento, un trozo de la
naturaleza. El novelista describía y utilizaba para ello el idio-
ma como instrumento que tenía a disposición. Lo que Joyce
hace es decididamente más complicado. En él aflora constan-
temente el convencimiento de que no se debe describir sim-
plemente el objeto observado a través de la bola de cristal de
la observación, sino que el sujeto de la exposición, esto es, el
narrador de las ideas, y no menos el idioma con que descri-
be dicho objeto constituyen medios expositivos. Lo que él
pretende crear es una unidad de objeto expuesto y medio
expositor, entendida en su más amplia acepción; una unidad
que con harta frecuencia parece como si efectivamente que-
dara anulado, hasta la total disolución, por el idioma y, en
otras ocasiones, éste por el objeto.

José Carlos Becerra


Así curé mis amígdalas. Si no te quedó claro, no sé de qué
otra forma puedo hacértelo entender. Me acabo de dar cuen-
ta de que eres a quien me dirijo y tal vez ya no me recuerdes,
pero asistimos juntos a la Escuela Primaria Teceltican.

La última vez que te vi tenías siete años y eras un niño


pelirrojo nacido en Alemania. No te parecías a mí porque
pensabas en alemán y, de acuerdo también a la relatividad,
en este caso lingüística, no es que por una parte haya cosas y
por otra la forma en que las nombramos, sino que la forma
en que nombramos es en si las cosas. LO entiendes? La rea-
lidad la configura el lenguaje y tu realidad era alemana y la
mía, válgame Dios, mexicana.

Como Kafka, tú pensabas en alemán. De manera que esta


teoría vendría a decir que, más que judío o checo, o emplea-
do de una aseguradora, Kafka era, ante todo, alemán. Porque
leía la realidad en alemán, como yo la leo en mexicano. Y
hasta ahora me doy cuenta de que mis compañeros de piso
están equivocados. No es un asunto de razas sino de realida-
des lingüísticas. Ellos no se enferman porque su configura-
ción Erasmus no se los permite, ellos sólo pueden fumar
hierba e ir a clubes a bailar despacito, suave suavecito y
seguir como si nada. En cambio, mi realidad lingüística me
dirige a una constante debacle que me inflama las amígdalas,
me atraganta con ajos y me lleva a hablar mal de los huevos
rotos a la menor provocación.

Lo que me entristece, además de haber tirado tu dona de


chocolate a la basura cuando íbamos en primero de prima-
ria, es que Kafka tenía tuberculosis. No me entristece, aun-
que tu bondad aún me crea un corazón dulce, que Kafka
estuviera enfermo, sino que, en comparación con la suya, mi
subjetividad mexicana en la enfermedad es mediocre.

Una vez a Kafka, como a mí, la laringitis le inflamó a tal


grado la garganta que le resultó imposible hablar o comer
durante dos semanas. Padecí los mismos síntomas y te puedo
jurar, aunque exagero, que han sido los días más lóbregos
que he tenido la desdicha de sufrir.

Durante ese período, Kafka escribió El artista del hambre,


un cuento indispensable para la literatura universal. El artis-
ta se rehúsa a comer porque no encuentra el alimento de su
agrado. En cambio, yo me comí tu dona, para colmo, de cho-
colate. Tal vez por eso, durante mis semanas de ayuno y afo-
nía, me limité a desplazarme del sillón a la cama y de la cama
al sillón sin reflexionar en nada digno de ser escrito.

Esa es la diferencia que tengo con Kafka y contigo, y tal


vez por eso, durante la hora de recreo en la que te tocó par-
ticipar en la cooperativa, me metí al salón de clase y robé de
tu lonchera la dona de chocolate y también, no lo olvido, tu
arroz con leche. Avisé a nuestros amigos y devoramos los ali-
mentos que tu bella madre alemana te había guardado con
tanto amor.
Cuando volviste al salón, tu mentalidad alemana no pudo
configurar una oración precisa para calificar mi ofensa. Mi
crimen, literalmente, no tenía nombre. Enrojeciste y se cara-
melizaron tus siniestros ojos azules. Quedaba un último
bocado y todo lo que tu pobre conocimiento de la lengua
española te permitió expresar fue el grito: ¡Mío! Corriste tras
de mí, iy qué hizo mi primitivo lenguaje? Huyó a rastras,
porque me alcanzaste una pierna y no te soltabas ni parabas
de repetir entre lágrimas que la dona era tuya.

En efecto, era tuya, no sabes cuánto lo siento. Han pasado


casi veinte años y no hay un sólo día que no me lo recuerde.
Era tuya. Hace unas semanas estuve en Berlín, donde creo
que ahora vives, y me quedé petrificado al descubrir en
Tiergarten la escultura Madre con hijo muerto. i A que no
sabes lo que pensé? En tu dona de chocolate, que era tuya, y
en cómo, cuando me alcanzaste, estiré el brazo y encesté lo
poco que quedaba del panecillo en el bote de basura. Fue
entonces que te convertiste en ese llanto que me despierta
cuando, durante una pesadilla, alguien cercano a mí muere.
De frente a la escultura Madre con hijo muerto, pensaba,
te digo que pensaba, más que en tu dona como un ente abs-
tracto, en el acto de tirarla a la basura frente a tus ojos. Como
si así escondiera el crimen, o para hacerte sufrir aun más,
pero ipor qué quería hacerte sufrir si eras mi amigo, tal vez
mi mejor amigo? Mentira, no sé si éramos tan cercanos, y es
falso también lo de la escultura. No me malinterpretes,
Madre con hijo muerto existe. Kathe Kollwitz la esculpió des-
pués de que su hijo muriera en la Primera Guerra Mundial y
poco antes de que su nieto muriera en la Segunda. Es desga-
rradora, pero no pensé en ti cuando la vi, sino en ayeres más
siniestros aunque su conjunto esté ligado al delito que aco-
metí en tu contra.

Espero que tu mentalidad alemana pueda digerir mi ver-


borrea, pero es que quiero que sepas que también existe una
relatividad de la culpa y ésta no puedo curarla con la misma
facilidad con la que curé mis amígdalas. No es que por un
lado exista el recuerdo y por otro el arrepentimiento, sino
que el mismo hecho de recordar es arrepentirse, o al revés, el
arrepentimiento es un largo recuerdo que nos contiene y
que, en días frágiles, confundimos con aquello que llamamos
memoria.
Hace poco, el hombre siniestro volvió a acorralarme en
una pendiente en los alrededores del Palacio Real. En este
país así se hacen las cosas, me dijo, si no te gusta vete. iPero
no pueden agregar un costillar, o al menos una salsa a los
huevos rotos para que ameriten su precio? En mi país diez
euros son tres salarios mínimos, le dije, pero el hombre no lo
entendía. La simetría inexacta de su rostro parecía un retrué-
cano.

Me sometió doblándome los brazos por detrás de la espal-


da y me obligó a agachar la cabeza con vista al río Man-
zanares. ¡Pero qué eres tonto! iQué haces aquí gilipollas? Tío,
me parte la polla oír tus guarradas, me mola mazo, joder, en
plan chungo, coño, eres un pringado. iQue soy qué?, dije
cabizbajo. Un pringado, ven, vamos a ese bar que está peta-
do de tías buenas, el otro día hablé con una pija y la dije que
no había mojado en dos semanas. iDe qué me hablas?, le
dije. De la tía que me dio el diagnóstico de todo lo que está
mal en este continente. Vas a flipar cuando te lo diga, tío, el
problema no son los huevos rotos, lo jodido es que somos
muy jodidamente básicos.

iLos escuchas? iEn qué realidad lingüística coexisten mis


conquistadores? Mi cerebro está trabado en dos formas de
concebir lo real y por eso enfermo. Unos dicen que aquí se
inventó la lengua, otros replican que del otro lado hay más
hablantes y blablablá. Se lavan y se lavan. Agenbite of inwit.
Civilizamos las Indias, dicen de un lado, malditos caníbales,
tuvieron la suerte de ser educados por el reino de Cervantes,
Lope y Quevedo. Se llevaron mi oro, pinches gachupines,
dicen los otros, asesinaron a mis antepasados. No, no, tus
antepasados asesinaron a tus antepasados, los míos siempre
han vivido en Asturias. Le quemaron los piecitos a
Cuauhtémoc para llevarse el tesoro de Moctezuma, cabrones.
Ese tesoro creo que ahora lo tiene Alemania, pregunta por
ahí. Lo que sí no les perdono, dicen de un lado, es lo de la
Rana Gustavo. Vosotros tradujisteis Home Alone como Mi
pobre Angelito, así que no empecéis.

Se lavan y se lavan, me dice el hombre siniestro de cara al


Manzanares, en cuya insignificancia advierto los ríos sepul-
tados de mi ciudad. En todos lados hay culpas, me dice, el
problema es que ya no nos queda agua para seguir lavándo-
las y la comedia se pudre, la tragedia se añeja.

Se añeja la tragedia como el vino, pero tú no tienes el


color correcto para vender vino, dijo el hombre siniestro. Tú
tienes que desaprender tu lengua y aprovecharte de las men-
tes básicas de este continente y alcoholizarlas,porque solo así
se atreven a interactuar. Si no beben se ponene a hablar solos.
Por eso aman su botellón metódico, sus fiestas legitimadas, y
ahí es donde tú aportarás la oferta para su demanda. Pero tu
acento no es de cervezas ni de kebabs, prosiguió el hombre
siniestro, tu acento es de tenerle paciencia a los ancianos. No
te preocupes porque, a diferencia de la piel, ése sí te lo pode-
mos cambiar. Repite conmigo: Cerveza por un euro, seis por
cinco, cerveza fría por un euro. Dilo con acento pakistaní o
chino y encontrarás tu lugar de este lado del Atlántico.
El hombre siniestro me prestó un carrito-nevera con cien
cervezas y me dediqué a arrastrarlo por las principales plazas
a lo largo de tres meses. Dejé la universidad y centré mis
energías en mi nuevo oficio. En menos de dos semanas obtu-
ve más dinero que todo lo que había ganado en mi vida como
escritor. Volvía a mi habitación submarina agotado de repe-
tir las mismas cuatro palabras, jcerveza por un euro!, y de
frente a mi libreta me bebía las sobrantes fatigado, exhausto
y feliz.
El problema es que yo cuando me canso hago discursos.
Comenzó como una broma y se convirtió en un proceder
obligatorio, casi una enfermedad. Se doblega cada célula en
mi cuerpo y mi lengua, de puro cansancio, diserta largamen-
te sobre cualquier asunto, ya sean las bondades del pollo her-
vido o los riesgos de jugar al ding ding corre en Portugal.

Creo que los recuerdos son heridas del lenguaje, y cuan-


do se emplean las palabras correctas al revisitarlos, cicatri-
zan. Por eso y porque siento que no te conté bien la historia
sobre la tumba de José Carlos Becerra, volveré a mi adoles-
cencia.

Cuando escribo tengo la manía de escuchar una misma


canción sin cesar. Si se interrumpe, si se acaba la batería, o si
alguien me pide que baje el sonido, suelto la pluma, o bien,
el boli, como tú lo llamas, y no vuelvo a coger ritmo hasta la
siguiente sesión.

Por lo general, escucho Tren al sur, pero Angels es con la


que más he escrito. Incluso existe una versión de una hora,
en internet, que es la que suelo reproducir, porque en esta
computadora, o bien, en este ordenador, no tengo mi músi-
ca. Lo dejé todo en México.
La música, desde que tengo memoria, ha sido mi gran
aliada, pero es que siempre la he escuchado como literatura.
Veo personajes y peripecias, silencios retóricos, instantes
épicos. Observo una mano agónica que se esfuerza por rete-
ner las astillas de realidad que la delinean. El espectro se
parece a una persona a la que no puedo salvar de la evanes-
cencia.

El instante que disfruto de Angels surge en el coro: I f


someone believed me, they would be as in love with you as I
(Si alguien me creyera, estarían tan enamorados de ti como
yo). Es una de las pocas canciones románticas que no me
avergüenzan. La canta el fantasma de alguien que me pudo
haber amado, tal vez tú. Tal vez es cierto que soy proclive al
odio.

Hace falta el gran conflicto, pero apenas estamos comen-


zando. ¡Esta es la segunda llamada! ¡Segunda! Me gusta que
en Angels se constate el valor de un amor privado sin dejar de
tomar en cuenta la ceguera general que rechaza las cursilerí-
as. Si alguien me creyera, si alguien viera lo que yo veo, tal
vez amaría como yo te amo. Es un canto dirigido a mi ego,
pero créeme que ya no me sobra.

Vuelvo al principio, pero idónde está el principio?, se pre-


guntaba José Carlos Becerra en La senda de los elefantes. Su
último poema. De seguro lo escribió mientras conducía y
por eso tomó mal la curva de la carretera. Mentira. La teoría
más aceptada es la de su gran amigo Hugo Gutiérrez Vega,
quien asegura que, cuando se despidieron en Londres,
Becerra sufría unos espantosos episodios de hipo que lo
hacían convulsionarse hasta cinco minutos seguidos. Fue la
madre del tabasqueño la que convenció al gobierno mexica-
no de costearle a su hijo un sepulcro en París. Porque los
poetas se mueren en Roma o en Tijuana, pero hay que ente-
rrarlos en París.

En su lápida en Montparnasse se lee: He nevado tanto


para que duermas.

La encontré con mi mejor amigo en 2010. gramos dos


vagabundos muertos de orgullo en París. gl dibujaba y yo
escribía. Él quería ingresar a una academia de artes plásticas
en México y lo rechazaron, así que comenzó a trabajar en
una fábrica de relojes donde recolectó a un grupo de amigos
extravagantes. Les encantaba una banda popular de México
que canta: ¡Te vas a acordar de mí! Mi mejor amigo se volvió
un factótum, se peleó con nuestro otro amigo acaudalado y
ya no acudía a La Oficina, que era una mansión desvencija-
da de la abuela de nuestro amigo acaudalado donde vivíamos
en la frivolidad de una comuna.

Ahí vivía yo con mi prometida jugando a hablar de nove-


las irlandesas sin haberlas leído. Todos en la comuna nos cre-
íamos escritores. Mandábamos nuestras rabietas adolescentes
a cualquier certamen literario que estuviera disponible: con-
cursos de microficción para presidiarias de Quito, poemas
infantiles para monjas segovianas, relatos de marineros sobre
un puerto de Galicia. Nunca ganábamos. Yo participé en un
concurso puertorriqueño de novela para menores de veinte
años, cuyo tema debía tratar la relatividad de la culpa entre el
Dr. Jekyll y Mr. Hyde. iQuién propone las temáticas de estos
concursos?, preguntaba mi amigo acaudalado. Gente como
nosotros, pero con trabajo, decía mi prometida.

Más allá de lo literario, mi mejor amigo y yo teníamos un


pasado que en ocasiones confundíamos con leyenda.
Habíamos viajado juntos de auto-stop a Estados Unidos, lle-
gamos hasta San Antonio, Texas, donde nos capturó la poli-
cía inhalando aire comprimido en el Riverwalk. Nos llevaron
en lanchas, esposados de piernas y brazos, a una comisaría y
fuimos deportados. Estuve una semana en una prisión de
Laredo y lo fatal no fue la tristeza de que nos negaran el acce-
so al Imperio, sino la de volver al otro lado.

Tras cruzar el puente fronterizo, aparecimos en un reino


de sombras llamado Nuevo Laredo, una ciudad donde los
narcotraficantes y los policías beben juntos por las tardes y se
disparan por las noches. Dormimos en un cajero automático
de Bancomer. Llamé a mi padre y me depositó lo suficiente
para comprar dos pasajes de autobús de vuelta al DF, donde
festejamos el heroico retorno. Dos imbéciles deportados.
iHurra! Esa noche mi mejor amigo conoció a una chica punk
con la que comenzó una breve e intensa relación amorosa. Yo
seguía comprometido y no sé para qué viajaba.

De mi mejor amigo cabe destacar su peculiar sentido del


humor. Un humor de largo, larguísimo aliento. Un humor
paciente y elitista, tan elitista que se lo reservaba para él solo.
Hasta que lo descubrí. En mi casa yo tenía un muñequito de
Hagrid muy parecido a Karl Marx y solía encontrármelo, sin
que yo lo hubiera movido, con las piernas y los brazos colo-
cados como si bailara mambo. Por lo general, lo devolvía a
posición de firmes y le daba poca importancia al asunto.

Tiempo después, me parece que era mi cumpleaños o


ignoro por qué había una fiesta en mi nombre, subimos a mi
cuarto a buscar un disco y reparé en el Hagrid bailarín. Lo
revisé desconfiado, lo devolví a una posición sensata y seguí
buscando ese disco, creo que de Portishead. Ya estaba un
poco borracho así que, cuando me volví a encontrar a Hagrid
con una actitud campante, lo creí un déjd vu y lo devolví otra
vez a su sitio. Hice el ademán de irme, pero volví al estante y
lo inspeccioné con la mano en la barbilla. jQué significa
esto?, suspiré fastidiado. Me imaginé, cuando oí risas, que
brotaban del muñequito parecido a Karl Marx, pero era mi
mejor amigo, que ya no pudo aguantarse, después de cinco
años, su extraña broma lo rebasó. NO te habías dado cuen-
ta?, jen serio?

Llevaba cinco años poniendo a bailar al pobre Hagrid


para su exclusivo y particular deleite. Ignoro si reservaba
unos minutos por las noches, o si esperó cinco años para,
tras revelármelo, congratularse por su broma práctica. Creo
que fue lo segundo porque, pese a repetirle que ya se callara,
no dejó de recordármelo y carcajearse al respecto por el resto
de nuestra amistad, que duró poco.
Me adelantaré un año, volviendo seis en el tiempo, para
describir a mi mejor amigo lastrado en lo académico, fraca-
sado en lo amoroso; el empleado más impuntual de la fábri-
ca de relojes que acudía semanalmente a conciertos de ban-
das que cantan: iTe vas a acordar de mí! También se separó
de su familia. Su madre se casó con un catalán y se fue a vivir
a Barcelona. Pese a nuestro distanciamiento, me atreví a
escribirle un correo en el que le comentaba que aún éramos
muy jóvenes para darnos por vencidos y que nos faltaba rea-
lizar un último viaje antes de sentar cabeza. Le propuse ir a
buscar la tumba de José Carlos Becerra. Él me dijo que tam-
bién lo había pensado.

Luego, iluego? Nunca voy a mandar este mensaje porque


ni siquiera tengo saldo, así que lo contaré sin rodeos. Bien, yo
tenía una prometida, pero me enamoré de la novia de mi
mejor amigo. En paralelo, él se compró un pasaje para viajar
a Barcelona el 24 de diciembre, el segundo vuelo más barato
del año, y yo me compré uno para viajar en Año nuevo, el
vuelo que nadie quiere.

El viaje fue una cruzada de incógnitas cuyo latente con-


flicto era silenciado por los cánticos para calmar el frío. En
París estábamos a menos diez grados y no teníamos dónde
dormir. Pernoctábamos en el metro cuando se podía, en
baños públicos de mecanismo automático que de repente se
abrían y se llenaban de nieve, en casas de gente a la que cono-
cíamos de oídas. Cantábamos en falso inglés. Viajamos a
Londres, a Escocia, a Irlanda, a Amsterdam. Yo estuve en
Madrid, pero creo que no era la misma ciudad que ahora es
todas.
Una noche, borracho, le confesé que estaba enamorado
de su novia y él me dijo que a veces las ciencias exactas no
son exactas. Seguimos recorriendo ciudades como dos tinie-
blas que buscan la luz para desaparecer de sí mismas.
Encontramos la tumba de José Carlos Becerra que decía:
He nevado tanto para que duermas. Y esa tumba me salvó la
vida. Un tabasqueño loco me salvó la vida, porque estoy
seguro de que si no hubiera leído lo que estaba inscrito ahí
me habría arrojado a las vías del tren. A veces me aburro y
me pongo radical.

Le llamé a mi hermano por teléfono y le conté lo que


había pasado en la tumba de su ídolo. Qué necedad, me dijo
él. Pero es preciosa, le dije, es poesía en forma pura. Creo, me
respondió mi hermano, que estás confundiendo la poesía
con un viajecito mochilero. No sabía si era envidia o si en
verdad me despreciaba. iPero no la quieres?, le dije. iCómo?
iQuererla? iY para qué iba a querer yo una lápida?, dijo mi
hermano y repitió: qué necedad, cuelga ya que esta llamada
seguro ya costó más que la obra completa de Borges. Colgué,
pero no pensaba darme por vencido, había encontrado la
poesía y nadie me la iba a arrebatar por las buenas.

Le dije a mi mejor amigo que teníamos que robar esa lápi-


da a como diera lugar para llevárnosla a México. iA México?,
me dijo, ipara qué? Yo tampoco lo sabía y no insistí, pero
intuí en el cuestionamiento el principio de un final. NO se
supone que el gobierno mexicano paga cada año para que la
tengan aquí?, preguntó mi mejor amigo. Sí, no sé, le dije, sólo
me emocionó la idea.
En Amsterdam, o en una ciudad en la que había muchos
patos, nos separamos. Le dije que teníamos que llegar a
Brindisi, porque ahí murió José Carlos Becerra y él me dijo:
ipara qué? iCómo que para qué?, jcómo se atrevía a pregun-
tarlo? Pues, para que la nieve tenga sentido, le dije, no sabía
cómo explicárselo, pero sé que tú lo entenderías. Mi mejor
amigo me dijo que conmigo ya no quería ir a ninguna parte.
Se compró un boleto, o bien, un billete, de vuelta a Barcelona
y no lo volví a ver.

Yo traté de conseguir el siguiente vuelo a cualquier ciudad


que me acercara a Brindisi, pero mis dos tarjetas fueron
rechazadas y ya no tenía efectivo. Le llamé a mi padre y le
pedí un último depósito. Él me lo negó, pero me mandó un
pasaje de autobús hacia Madrid para que tomara mi vuelo de
vuelta. No quería volver a México. Vagabundeé por Madrid y
viví no sé cuántas semanas en un palacio gélido que ahora
conozco como Príncipe Pío.

Mi boleto, o bien, mi billete de vuelta a México era abier-


to y una tarde, con mucha hambre, me decidí a ir al aero-
puerto y resultó que había sitio. Curiosamente, era el vuelo
de jubilación del capitán que lo piloteaba, y nos sirvieron
champagne durante el trayecto, y en México los bomberos
celebraron el aterrizaje con manguerazos, o no sé cómo se
diga eso en castellano.

Mi madre me recibió con una sonrisa a la que contesté


con la palabra vámonos. Mi hermano tenía un cartel donde
había escrito: Un hermano. Lo ignoré. Estaba también mi
prima, que me recomendó dormir antes de relatar mi fanta-
sioso viaje europeo. iTrajiste recuerditos?, me preguntaban.
Ya en casa, abrí mi maletón y les enseñé mi lápida, que no era
la de Becerra, sino una que encontré en el cementerio de La
Almudena. iY el resto de tus cosas?, preguntó mi madre. Mi
padre resopló al descubrir que había dilapidado sus ahorros.
En México me escondí bajo las cobijas, o bien, las mantas,
y no salí de casa en más de un mes porque ya te conté que
mi prometida me dejó a medio viaje vía e-mail. Decía estar
enamorada de alguien más. Yo no quería salir, pero fui a ver
a mis amigos que, me di cuenta, ya no eran mis amigos por-
que, como políticos, pactaron alianzas con mi prometida.
Traté de ir al sitio donde antes vivía y mi amigo acaudalado,
con mucha pena, me indicó que ya no pertenecía a la comu-
na pues, desde el mes pasado, la habitación era ocupada por
la nueva pareja. ~ Q u nueva
é pareja?

Conocí el whisky y escribí unos poemas que no valían ni


valen nada. Dejé la universidad. Los días más felices de mi
vida están llenos de miseria. Mi padre no me daba dinero y
me echaba de la casa cada tres días. Una mañana me llevó a
un supermercado y me obligó a pedir trabajo. Me aceptaron,
me dieron un uniforme, pero renuncie por motivos musica-
les.

Por las noches leía novelas policiacas y bebía deambulan-


do por mi colonia, o bien, por mi barrio. iPor qué nos segui-
mos colonizando en esos aspectos? Mi mejor amigo volvió
de Europa. Nos reencontramos como dos subterráneos can-
sados de viajar. Siempre he caracterizado a mis amistades
como personajes literarios y, en mis premisas, él era el aven-
turero mejor amigo con quien me sentaría en un momento
determinante para que cada uno completara los recuerdos
del otro y, al terminar, uno de los dos dijera: Es lo mejor que
nos ha ocurrido en nuestra vida. Aún no sabía que las verda-
deras amistades se construyen a base de traiciones. Traición
y resistencia son los dos principios de una amistad sólida o,
al menos, de una duradera.

Por esas épocas leía Molloy. Robé de la Biblioteca central


un ejemplar autografiado apócrifamente por su autor. Apó-
crifo porque Samuel Beckett murió años antes de que se
publicara, pero estaba firmado por un falso Samuel Beckett y
quizá ese detalle me motivó a predicar su contenido.

Una noche fuimos a una fiesta con mi mejor amigo, que


ya no era mi mejor amigo, y yo dejé mis cosas en su coche.
La fiesta era en la avenida Miguel Angel de Quevedo de la
que ya te he hablado. Es la que cruza Coyoacán, sí sí, el
barrio donde vivían Trotsky y Frida, y donde encontré mis
pertenencias atropelladas en el asfalto. Entre los escombros
halié mi apócrifo Molloy.

Al día siguiente fui a la casa de mi ya no mejor amigo


soñando con un duelo del siglo antepasado. No me quiso
abrir y me colé con un viejo truco. Él, hastiado, se metió a la
cocina y me dejó descubrirlo. Miré su cama y ahí estaba la
lápida de José Carlos Becerra entre las sábanas. Exigí una
explicación. Se limitó a decirme que para hacer las cosas se
necesitaba un coraje que yo jamás había tenido. Le dije que
lo que más me dolía era que hubiera tirado al asfalto mi edi-
ción de Molloy y, sobre todo, que no hubiéramos terminado
el viaje de Becerra.
Mi ya no mejor amigo meditó unos instantes y me confe-
só que él sí había llegado a Brindisi y que ahí descubrió una
verdad de la que nos teníamos que haber dado cuenta desde
hace mucho tiempo. iQué cosa? iQué encontraste?, lo inte-
rrogué iracundo, pero curioso. Entendí que el problema son
las personas que creen que el arte es un homenaje a la reali-
dad y no viceversa. NO te das cuenta?, me dijo, nosotros no
tenemos madera de poetas, sino de curadores, de editores,
por eso no encontramos belleza en las cosas vivas, sólo en los
epitafios, en las leyendas cursis. Quise matarlo, la atmósfera
pronosticaba una brutal pelea física, pero le di la espalda,
subí a mi coche y manejé mil kilómetros rumbo a una ciudad
sin nombre y no volví en ocho meses.
Volví con barba y algo esquizofrénico.Creía haberlo leído
y escrito todo. Como personaje de novela decimonónica,
volví por venganza, aunque la mía fuera una de silencios.
Una mañana de cruda, lo que tú llamas resaca, encontré
en el correo no deseado un mensaje anunciándome que
había ganado un premio muy prestigioso de novela. No
recordaba haber escrito una, así que lo creí una broma y
seguí bebiendo. Ya después descubrí que mi no prometida
había editado los esbozos de prosa hepática que le mandé en
mis numerosas borracheras, les brindó coherencia, agregó
un título rimbombante en referencia a un poeta canónico y
envió el libro a concursar a un certamen.

Volví a la capital como un gran autor. Me fui de gira. Iba


y venía de ciudad en ciudad publicitando una novela que no
recordaba haber escrito. En todos lados enunciaba un dis-
curso trillado, vendía libros y trataba de escribir una segun-
da, novela impensable. Presenté mi libro en la Feria de
Guadalajara, el Mordor de la literatura. Equivalencia inade-
cuada si se considera que Mordor ya es parte de la literatura.
Me recuerda a la queja de César Aira cuando los ingleses lo
llaman The Borges of the Pampas. Como llamar a Wagner el
Mozart de la música, bromea él.

Ya era la hora de mi presentación y en la sala no había


nadie. Me senté frente al micrófono y dejé pasar cinco minu-
tos y otros cinco y no sabía qué hacer. 2Deb0 hablarle de una
novela que no considero mía a un cuarto vacío?, me pregun-
taba. Pues sí, y es exactamente lo que hice. Comencé a decir,
por fin, lo que pensaba en verdad de la literatura. Que era
muy dañina y había destruido mi vida. Los libros, recuerdo
haber dicho, si se leen mal son una pérdida de tiempo, y si
uno los lee bien infectan de manera irremediable el criterio.
Por supuesto que enriquecen nuestra forma de concebir la
realidad, dije, pero lo hacen para mal, nos destinan a un
futuro huraño, snob y resentido.

Después de media hora, levanté el rostro y descubrí que la


sala ya no estaba vacía, quizá nunca lo estuvo. A mi alrede-
dor había cien cabezas de adolescentes acarreados por el
gobierno priista con la vista fija en sus celulares, o bien, sus
móviles. Descubrí que a mi lado había una presentadora
también con la vista imantada a una pantalla táctil.

Cuando terminé, le ofrecí el micrófono y ella enunció de


manera robótica: La Feria Internacional del Libro de Gua-
dalajara le agradece a... Hizo una pausa odiosa porque no
tenía idea de cómo me llamaba. Me veía cara de Fernando o
de Julio. Escudriñó su teléfono y éste tampoco le dio la res-
puesta, así que se tragó la vergüenza y me preguntó al micró-
fono: Señor, se llama? Yo contesté: ¡Pedro el Rojo!
Entonces la Feria Internacional del Libro le agradece su des-
tacada participación a Pedro el Rojo. Me entregaron un
diploma y un obsequio por parte del gobierno. Unos perio-
distas me persiguieron gritando: Seiior Rojo, ipuede conce-
dernos por favor una entrevista? iDe qué trata su libro?, iqué
sintió al escribirlo?, iqué le gusta de ser escritor? Sonreí
humillado y respondí con calma.

Al volver al hotel Hilton, acudí al mostrador y pedí vein-


te copias de mi llave. Subí por mi maleta y salí a repartir mis
llaves entre los aspirantes a escritor que acampaban afuera
del Hilton a la caza de Irvine Welsh. Anuncié que en mi habi-
tación se celebraría una orgía literaria y hui tan lejos como
pude.

Estuve tres días sin dormir y no sé cómo llegué de vuelta


al DF. Siempre vuelvo al DF. Ahora que lo pienso, mi biogra-
fía no la construyen los viajes, sino el retorno a la monstruo-
sa capital. Tomé un taxi a casa y, apenas llegué, quise escapar
a cualquier otro sitio. Fui a una fiesta en una azotea de la
colonia Doctores y el soundtrack es importante. Ya sabía que
ellos eran la nueva pareja, lo había asumido, pero ninguna
teoría sofisticada nos deja dominar un dolor tan primitivo
como los celos. Los vi abrazados, bailaban entregados el uno
al otro, mi hermano tenía la mirada perdida y se dejaba lle-
var por la música sin enterarse de nada. Comenzó con On
Melancholy Hill y terminó con su cráneo roto al pie de una
escalera.

Puede que esto termine como manual de autoayuda por-


que al parecer ya soy otro y la palabra México ahora me
suena a Mesopotamia. Angels aún se repite en mis audífonos,
que tú llamas cascos, y atiendo a la frase: Like dreaming with
angels, and leaving with out them (como soñar con ángeles e
irse sin ellos). Veo el recuerdo de mi hermano renovado en
música y, al no poder asirlo, lo dejo desvanecerse y descan-
sar, pensando en el epitafio de José Carlos Becerra, que no
escribió él sino su mejor amigo cuando acompañó el cadáver
de Brindisi a París.

He nevado tanto para que duermas.

Lo que quiero decir es que la literatura la hace el sobrevi-


viente y la única historia digna de ser contada es la que le
inventamos a los muertos. Parece que, por fin, descansan.
Parece que debería estar sedado y tras las rejas, pero no
temas, sólo es mi propio cansancio que, como ya te dije, me
obliga a elaborar largos discursos.
jY ahora a dónde vas?, me preguntó ella. Ya a ningún
lado, le dije. Pero si todavía no has ido a Brindisi, jo sí?
Además, jno me dijiste que el plan de Becerra era embarcar-
se de ahí hacia las islas griegas? La había citado en mi casa
submarina de la calle Luciente con el firme propósito de con-
fesarme. El italiano cruzó la sala haciendo ruidos con sus
pantuflas de cascabel. Es que ya quiero vivir contigo, me
atreví a decir. La inglesa melancólica armó un escándalo en
la alacena buscando su tetera. iY la novela?, iy el contrato?,
preguntó ella como quien le pregunta a un niño dónde dejó
su juguete.

Decidí mentirle por tercera ocasión. Cambié el argumen-


to, dije, la editorial no tuvo inconveniente. iY ahora de qué
va: Lo que pasa, dije, es que no es que por un lado haya una
historia y, por otro, la forma en que la contamos; sino que la
forma en que la contamos es la historia. Detecté en su rostro
pinceladas de una desilusión a la que ya estaba acostumbra-
da. jO sea que tu novela va a tratar de la forma? Exacto, ca-
beceé. jY qué significa eso?, me dijo. No lo sé, dije, tengo que
descubrirlo.

jY quieres que vivamos aquí juntos?, recorrió de un vista-


zo el desorden de mi casa submarina. Ni siquiera nos había-
mos dado un beso, ella no sabía cómo me apodaban en la
primaria ni que me muerdo las uñas en la regadera. Bueno,
está bien, dijo tal vez porque me supo indefenso.
Fuimos felices. Éramos cursis, pero no podíamos, al
menos no en palabra, ser cursis. Los sentimientos fáciles se
evaporan. La trama se devalúa con un beso y un te quiero.
iPara qué desperdiciar un árbol escribiendo otro beso? Tiene
que haber un rasgo Iúdico, exótico. Ella se tendría que teñir
el cabello según el clima. Yo habría de tomar ansiolíticos
calendarizados por la luna. Ella viviría en un hotel con una
adolescente coreana llamada Doberman. Yo estaría apostan-
do la herencia de un tío narco en carreras de mulas. Ella se
dedicaría a escribir un diccionario de olores. Por las tardes,
yo leería los catálogos de los supermercados como poemas
dadaístas. Ella tendría la costumbre de recoger clips en la
calle. Me pondría en la mano un clip polvoso y me diría,
afuera del hospital me diría, que le gustaría tener conmigo
unhijo. Pero el amor caducó en prosa en el siglo XVII y ella
se llamaba ella y yo soy casi nunca, y nadie entiende que me
estoy jugando la vida.
Hastiado del sinsabor que me suele procurar la dicha,
escribí a la editorial que encontró el manuscrito póstumo de
José Carlos Becerra en la cajuela del Volkswagen 1500, y a
raíz del descubrimiento se convirtió en la empresa cultural
más prestigiosa de Hispanoamérica, para preguntarles si les
interesaría publicar una novela de amor transatlántico. Me
respondió un individuo que usaba mucho la palabra básica-
mente. Escribía como alguien que de chiquito era acusón.
Tras resumirle mi semblanza, recalcando que había conoci-
do al amor de mi vida recreando el viaje del poeta tabasque-
ño, se interesó un poco por mi proyecto.

Inventé, al vuelo, un argumento con más pies que cabeza.


Es una novela sobre el amor a primera vista sin amor, le dije,
porque el amor no nace en la vista sino en el lenguaje, aunque
el amor sea algo más grande que el lenguaje. Como dijo José
Carlos Becerra: el amor cabe en una palabra porque el amor
no es una palabra. Básicamente lo que busca nuestra editorial,
me refrenó el tipo, son novelas breves de autoficción, o algo
de buen horror latinoamericano, en particular algo que ocu-
rra en Lisboa o en Moscú, por razones obvias, ya sabes,
Portugal es el invitado del próximo año a la FIL y por el
Mundial de Rusia. iDónde dices que vives? Le dije que mi
residencia no era fija. Le interesó saber si tenía una beca.
Como no le iba a decir que me mantenía vendiendo cervezas
en las plazas públicas, le dije que sí. Lástima, escribió después.
Tardó casi seis minutos, conté cada uno, en añadir:
Estamos buscando un perfil de emigrante menos oficial.
Puedo ser quien quieras, quise decirle, pero la astucia me
ayudó a redactar: Mi beca se termina el próximo mes, así que
el destino no tardará en desampararme. El individuo me
contestó tres semanas más tarde pidiéndome que le enviara
mi manuscrito, aunque me advirtió que debía cumplir estric-
tamente con los criterios establecidos y que, si no les intere-
saba, el archivo sería destruido y la editorial no estaba obli-
gada a dar explicaciones.
Durante una cena en la embajada italiana, una chiquilla se
acercó a José Carlos Becerra y le preguntó: Señor Becerra,
;qué siente cuando escribe?

81 dijo: Remordimientos.

Tales remordimientos los padecía antes, durante y des-


pués del acto de escribir. Como es sabido, José Carlos
Becerra sólo escribió el mejor libro de poesía mexicana y no
volvió a publicar nada en vida. Sin embargo, aún existía, no
un lugar sino una mancha de cuyo nombre no quería acor-
darse. Una mancha de murmullos que, a base de borradores,
intentó borronear de su imaginación sin éxito, hasta que una
tarde de mayo invirtió el giro del volante con respecto a la
curva en la que conducía a 140 kilómetros por hora y se hizo
añicos en el tacón de la bota italiana.
Si me veía obligado a trasladar la novela a Portugal, país
al que nunca viajó José Carlos Becerra, sería indispensable
encontrar a un poeta maldito portugués que me ayudara a
narrar el fiasco de mi vida. Busqué en internet, tecleé poeta-
portugal-muerto-joven y encontré en la primera entrada a
Mario de Sá-Carneiro.

Sá-Carneiro nació en Lisboa, fue amigo de Pessoa y se


suicidó con cinco frascos de arsénico a los veintiséis años en
París. Tenía mi edad, se envenenó como a mí me envenena-
ban mis compañeros de piso con sus platillos exóticos, y lo
había hecho en París, donde la nieve caía sobre los vivos y
sobre los muertos. El perfil calzaba como un guante blanco
con el que le propinaría una bofetada intelectual al editor
rimbombante que repetía en demasía la palabra básicamente.

sí que una noche me desperté dando un grito de men-


tiras. jTe encuentras bien? Ella encendió la luz y me ofreció,
como por inercia, mi tabaco. Lisboa, le dije, jse llama así por
Odiseo? Me lo contaste un día, jrecuerdas?, jo lo soñé?
Enrollé una cantidad exagerada de tabaco en un papel de los
pequeños. Sí, creo que sí, me dijo ella, se supone que viene de
Olissipona, donde huyó Odiseo después de la guerra de
Troya. iPor qué? Es que José Carlos Becerra tenía una cami-
sa en Londres, dije fingiéndome adormilado, y fue lo único
que dejó cuando zarpó a su viaje por Europa. El escritor
Fernando del Paso después se mudó al piso donde vivía
Becerra, creo que sufría un bloqueo de escritor irremediable
como el mío, y cada que se sentaba a escribir se ponía la
camisa de Becerra y así escribió Noticias del imperio. A falta
de cenicero, dejé mi cigarrillo en el piso. iY la camisa ahora
está en Lisboa? No te entiendo, dijo ella. Exacto, le dije, en
uno de sus artículos de prensa, Fernando del Paso decía que
había escondido la camisa en una ciudad mítica, y yo creo
que es Lisboa. Entonces, jtú novela ya no va a tratar de las
manos sino de las camisas?, dijo ella. Es una voz, la ignoré, o
no sé, un oráculo, algo que me comanda robar lápidas y via-
jar a Brindisi, la que ahora me dice que debo ponerme la
camisa de José Carlos Becerra que está en Lisboa.

Esa voz, me preguntó, ite habla desde el futuro o desde el


pasado? No le contesté. Supongo que puedo pedir una
Erasmus el próximo cuatrimestre, dijo ella, pero dime algo,
jcrees que en Lisboa vas a escribir tu novela? Temí que el
cigarrillo fuera a manchar el piso y lo devolví a mis labios.
No hay novela, ya te dije, sólo una voz, una urgencia de ir
allá, a otro lado. No hablo de la novela sobre el poeta tabas-
queño, me dijo, me refiero a la otra, la cosa esa que quieres
escribir sobre las novelas que quieren ser novela. La miré
horrorizado. Si tienes todo el cuarto lleno de papelitos sobre
eso, me dijo. Volví a cubrir nuestros cuerpos con el edredón.
Son tonterías, dije, garabatos que escribe el adolescente ren-
coroso que llevo dentro, Me avergoncé. Escondí la cara en su
vientre. jPuedo vivir aquí adentro de tu vida?, le dije. Ella me
acarició el cabello. Si quieres ir a Lisboa, nos vamos a Lisboa,
me dijo. Me quitó a tientas el cigarrillo de los labios, lo apa-
churró y lo aventó sin tino al basurero.
He dado el primer paso, el más penoso, en el laberinto de
mis confesiones. No es lo criminal lo que más me cuesta decir,
sino lo ridículo. Desde ahora estoy seguro de mí. Tras lo que
acabo de atreverme a relatar, ya nada puede detenerme.

Toda mi vida he intentado ser una pieza original, acaso se


deba a mi condición de hermano menor y ya sabes que el
menor, insinúan los psicólogos, quiere innovar para, a veces
de manera figurada, asesinar al mayor y ocupar su sitio.

NO es que crea que existen las ideas originales, pero, a la


hora de ejecutar una acción, debo saber que actúo a través de
una sección tanto esporádica como reflexiva de mi sinceri-
dad. A lo largo de mi vida he buscado ser el poseedor no de
la última, sino de la primera palabra. Quería que mi existen-
cia formulara una verdad renovadora y, pqr tanto, no me
conformaba nunca con la primera opción. No me valía lo
que llamo el guion prototípico.

El guion prototípico es aquello que sabes que ocurrirá e,


inevitablemente, ocurre. En vez de atenerme a eso, procura-
ba leer la realidad dos veces. Primero, de acuerdo a lo que
creía que iba a acontecer. Luego, al capricho de una voluntad
ignota, personificaba un discurso opuesto. La segunda lectu-
ra era el pesar de reescribir mis días.
En ese intervalo buscaba a mi verdadero yo. Me rebelaba
en silencio al devenir de una sinceridad conservadora. Creo
que, pese a que pertenezcamos a una genealogía de ateos, yo
nací con aliento o espíritu de monje. Tal vez por ser el her-
mano segundón.

En el mayorazgo feudal el primogénito heredaba los bien-


es y se llevaba la gloria, mientras que el menor, a falta de un
mejor destino, recurría a la vía eclesiástica y elaboraba dis-
cursos, o migraba y elaboraba discursos.

Estoy escribiendo un nuevo libro, ya sé que no te impor-


ta, pero estoy escribiendo un nuevo libro sobre por qué cada
vez que ocurre un altercado me convierto en mi principal
sospechoso. Nunca en mi vida he robado siquiera un cara-
melo, pero cuando a alguien se le pierde, supongamos, la car-
tera, resiento cómo se sospecha de mí y hasta me pregunto si
no habré sido el responsable.

Es una culpa tercermundista, espero, una culpa mestiza,


la culpa de no ocupar un lugar preciso en la Tierra. El
migrante, lo vi en una película finlandesa, tiene que estar
sonriente, porque si algo malo ocurre será el primero al que
señalen. Su presencia altera el guion prototípico. Aunque
esta paranoia también la padecía en México y al llegar a
Europa no hizo más que sublimarse. iLa culpa se trasvasa?
iSe hereda? iQuiere esto decir que soy capaz de transmitirla
y quitármela de encima?

Esta carta ya tiene diez párrafos más de los que quería,


padre, y yo sólo te iba a decir dos cosas, o bueno, tres. La pri-
mera es que necesito un depósito de cuatro mil pesos, como
doscientos euros, para pagar los honorarios del otorrinola-
ringólogo.

La segunda es que nadie piensa en Eva. Cuando se habla


de Caín y Abel, nadie se preocupa por lo que debió sufrir su
madre, que engendró a un hijo y cometió el error de reinci-
dir y luego vio cómo se aniquilaban.

Lo tercero y último que te quería decir es que conocí a


alguien, una mujer igual a las demás pero que es ella. Y ella
está embarazada y soy feliz. El mes que viene nos mudamos
a Lisboa, trabajaré en una academia privada dando clases de
inglés y no es necesario que entienda el portugués, pero
espero no tardar en manejarlo con soltura. No creo que deba
añadir que ésta también es una carta de despedida.
Aunque estaba decidido a mudarme a Lisboa, sabía que,
sin importar cuánto la buscara ni cuántas coincidencias me
sonrieran, jamás encontraría ahí la camisa de José Carlos
Becerra. En parte porque dar con una prenda antigua que le
perteneció a un desconocido en una ciudad cuyo idioma sólo
podía caricaturizar no era una tarea sencilla. Pero principal-
mente porque sabía que la camisa en verdad no estaba en
Lisboa, sino en la bóveda infranqueable del Instituto Cer-
vantes, cuyo edificio antes era un banco.

Cada ganador del Premio Cervantes deja un legado tras la


ceremonia de recepción del premio y Fernando del Paso
había anunciado en su discurso que legaría la camisa de José
Carlos Becerra, la cual curaba el bloqueo creativo. Pero eso
ella no lo sabía, como no sabía que Nicanor Parra había lega-
do una máquina de escribir en la que todas las teclas eran la
letra eñe, o que Poniatowska legó un objeto no identificado
en una caja que no sería abierta sino hasta el año 2121.

Yo no quería ninguna otra reliquia además de la camisa


de José Carlos Becerra y ya tenía un plan para infiltrarme en
el Instituto Cervantes y robarla. Como necesitaba el consejo
de un experto en substracciones literarias para pulir mi
improvisado plan, le escribí a mi ya no mejor amigo. E1 había
robado la lápida de Becerra en París con tan buenos resulta-
dos que aún nadie se había percatado de su ausencia.
Me contestó: ¡Estás loco! $Sigues con esos disparates?
¡Quieres robarle al Instituto Cervantes! Esteban, déjalo ya,
por favor, supéralo. Por supuesto que yo no me robé la Iápi-
da de José Carlos Becerra, era una réplica que mandé hacer.
iCreíste que me la había robado de verdad? Por cierto ...
Luego decía cosas de visitarme pronto en Europa, pero no
presté atención. Maldito. Había sido otra de sus bromas prác-
ticas. iCuánt0 tiempo llevaría carcajeándose de nuestra
pasión juvenil por la literatura, que yo, contra todo pronósti-
co y sano juicio, aún profesaba?

Le contesté, renegado y ardido, algo a todas luces falso. Lo


que tú no sabes es que yo sí llegué a Brindisi, le escribí, y en
el Archivo de la Policía italiana rescaté un manuscrito póstu-
mo de José Carlos Becerra que ahora tengo en mi poder. Se
llama Agenbite of inwit. Así que tal vez son ustedes, los cíni-
cos, los que no están hechos para llevar las cosas hasta el
final porque se la pasan riéndose de sus incertezas. Qué ñoño
sonaba. Maldito. Me costó dos botellas de ron que se me
pasara el coraje y, de repente, sin ninguna clase de adverten-
cia, me miré en el espejo y encontré al otro.
Querido Jekyll, doctor, hace unas horas no tuvimos la
oportunidad de despedirnos. Y aunque ahora edites estas
entrañas con forma de letra, au.nque corrijas, cercenes párra-
fos e incluso acotes breves notas al pie para interrogar mis
motivos, debes saber que nunca entenderás mi búsqueda.
Contamina las pasiones, el delirio y el humor tu erudita ego-
latría. Sirves para redactar sonrisas. Labios que maman de un
protocolo y elaboran lucrativos proyectos de escritura que no
serías capaz de llevar a cabo. Nada saben los secretarios de tu
alcurnia de la tempestad que habita a la palabra. Succionas,
perseverante, estímulos del Estado. Con ansias y estrategia el
capital privado. Papá, tengo amigdalitis, deposítame porfa.
He ahí el mecenas que costea tu proyecto fallido de escritura.
Renuevas, año con año, cientos de solicitudes, programas de
apoyo a la creación, estancias artísticas en provincias de nom-
bres impronunciables, becas para el desarrollo.

Debo, no obstante, darte el crédito que mereces, pues


pagas de tu bolsillo lambiscón el whisky que te bebes con dos
cubitos de hielo mientras escuchas con petulancia a los com-
positores rusos, y el aguardiente que, dos horas después,
bebo yo mezclándolo con Fanta y rock urbano. Voy reco-
rriendo todo un camino de experiencia, de hambres y desola-
ción. Mas no me importa esta vida, la vivo como venga, esa es
mi determinación.
Por otro lado, admito que de dolor no vive el hígado.
Decía Becerra que el artista no es aquel que se atormenta,
sino quien vuelve del tormento para relatarlo. El artista, vaya
palabra idiota, es el que vuelve, Jekyll. El artista eres tú,
monigote, cuando te pavoneas en los cafés hablándole a un
crítico inepto de semiósferas metadiscursivas. El artista eres
tú en las presentaciones de un libro que no sabrías escribir.
Eres tú blofeando frente a cien jóvenes aburridos. Tú, grotes-
co Jekyll, cuando le explicas a un tarado editor tus futuros
negocios ficcionales, cuando intentas convencer a un buró-
crata con influencias de por qué vale la pena tu novela sobre
el viaje continental de un poeta cuyos versos, así como los
tuyos, a nadie le importan.

Becerra se mató en el tacón de la bota italiana y ni tú ni tu


rimbombante editorial imaginaria entienden lo que significa
esa minúscula impericia. Estimulado por la beca
Guggenheim y el afán de escribir su segundo libro, el poeta
se hizo añicos en Brindisi. Tú no lo entiendes. Castrado por
las convocatorias y los temas de moda, te limitas a redactar,
con singular esmero, el cronograma del mes de junio del pró-
ximo año, en el cual, pese al fantaseo, tampoco sabrás escri-
bir algo que valga la pena.

En conclusión, porque a los de tu especie les fascinan las


conclusiones, alegra mis noches imaginar qué trucos te inge-
niarás para pagar la renta con dinero literario el próximo mes.
iCómo transformarás esta vez mis balbuceos en artesanías?
Hablarás, seguramente, de resignificar espacios, de configurar
una narrativa orgánica, y, cómo no, de yuxtaponer mediante
alegorías míticas la idea de memoria historiográfica según las
geometrías de la paleta Chupa Chups.
Me comprometo, Jekyll, a tolerarte, siempre y cuando
conserves la costumbre de poner ron en nuestra mesa.
Tolerarte es sencillo, en verdad. No releo. No me mortifica el
trazo ni el riesgo de perturbar ecosistemas, principalmente
por pereza y, en última instancia, porque sé, mi querido doc-
tor, que a nadie le importa un carajo lo que se escriba o se
deje de escribir. El arrepentimiento es un espejo en el tiem-
po. Los arrepentidos son narcisistas a los que su reflejo les
queda chico, y por ello escudriñan el espejo de su memoria
para seguir observándose. Mi misión es quebrar ese espejo,
recoger dos trozos y ponérmelos de ojos. Que corra la sangre
y que jamás se borre, Jekyll, la mancha de la irrelevancia en
nuestras manos.
Cuando aún era muy chico para lavármelas solo, mi
madre me tallaba, dedo por dedo, la mugre de la inocencia y
me decía, como un oráculo al que atiende un sordo, que ya
dejara a la tierra en paz y procurara mejor jugar al aire en el
zoológico de la fantasía, en la transparencia higiénica de lo
que podía ser aunque no fuera.

Mi madre me decía vete a Europa como si Europa no


fuera la búsqueda de otra mentira. Pero yo no iba a buscar
nada, si acaso la desmemoria, que nunca implica una bús-
queda sino una huida. Yo iría a Europa a perder México,
como quien pierde una apuesta con su pasado y debe pagar,
a cambio, el valor de sus recuerdos.

Llegué al purgatorio europeo para olvidar, más que el


ayer, las formas de nombrarlo. De mi madre ya no me que-
dan voces, sólo, al amanecer, la sensación del llanto seco en
mis mejillas. Ni siquiera me di cuenta de cuándo enloquecí.
Un loco, en mi opinión, es el que es incapaz de desdoblarse,
el que está tan centrado en una perspectiva que no puede
abstraerse para identificar cuál es su discurso y cuál el del
resto.

Así de ciego, le cedo al otro mi autoría. ¿Quién es? ¿Qué


quiere el otro? ¿Es mi verdadero yo? Si lo fuera, no necesita-
ría tres litros de ron para darse a conocer. iQuiere la guerra?
iMe está declarando la guerra? El agenbite me hace daño.
Cuando la vida me rebasa en tragedias la convierto en litera-
tura y sólo así puedo fumar y beber mi café en paz.

Estoy mejor que nunca. Soy feliz. Vivo tranquilo en mi


casa suburbial de Belém. Por las mañanas, cruzo el Tajo en
ferry y camino a la Academia donde me dedico, durante cua-
tro horas, a hablar en un idioma en el que no hallo culpas.
Amo a una mujer inagotable con la que comparto, sobre
todo, una misma forma de odiar al resto. Esperamos un hijo
que en un principio no quería, pero, poco a poco, me he
dado cuenta de que esta nueva vida significa el salto defini-
tivo para decirle adiós al otro.
Y aquí todavía hay una mancha.
Son palabras que José Carlos Becerra tomó prestadas de
James Joyce, y éste de Lady Macbeth, para reinventar el tema
de la culpa. Aquí todavía hay una mancha. La mancha de
haber sido y la súbita toma de conciencia del que se atreve a
perturbar el universo y, en un instante de lucidez, se da cuen-
ta de que resulta imposible volver atrás. Joyce, al igual que
Becerra, sabía que era el lenguaje y no el cuerpo lo que expe-
rimentaba esta toma de conciencia y, por ende, no actuar
sino escribir desencadenaba los remordimientos.

El lenguaje y sus quisquillosos adverbios, según las notas


secretas de mi hermano, nos ponen al tanto de la progresión
de los actos y fragmentan aquello que debía ser pura emo-
ción y que el discurso convierte en hecho irreversible. Los
ayeres se debaten con el hoy, con el ya y con el ahora. El
ahora, diría José Carlos Becerra, esa palabra imposible que
siempre nos quita la estera de debajo de nuestros pies.

La palabra ahora es el conflicto esencial del ser humano.


El ahora implica un discurso paralelo que nos substrae de
nuestras andanzas y nos obliga a buscar huellas o consecuen-
cias en las heridas que infligieron nuestros actos.

Otro de mis títulos tentativos, antes de Agenbite of inwit,


fue la breve frase interrogativa ¿Y ahora? Me emocionaba
que una novela pudiera titularse así. El ahora de la criatura
que está a punto de ahogarse, el ahora del ahogado y del que
se desahogó. iY ahora?, se pregunta Gregor Samsa cuando su
transformación está casi terminada. Son las últimas palabras
que expira el monstruoso insecto antes de reventar.
iY ahora?
Llevo ya tres días soñando que soy Franz Kafka, pero no el
verdadero sino el que inventó José Carlos Becerra en su falli-
da biografía que nadie le encargó. Lo que hizo Becerra fue
mezclar en un mismo plano a los personajes de Kafka, el con-
tenido de sus Diarios, la emoción de sus Cartas, redactando la
obra como un informe científico destinado a la Academia.

Bañado en sudor, me despierto buscando una palabra que


no existe. Ahora por fin lo entiendo. Literatura es, digo en
piedra, aprender a olvidar lo que no fuimos. Siento cómo el
otro, que no soy yo, se va de mí y da entrada, como un juga-
dor sustituido, al cínico que me dirige, al que no se calla, al
que me justifica. La vida (no debería haber palabras tan
grandes) es un eterno justificarse.

Lo que pasa, me dice la enorme vida, es que tu ego todo


lo permea y tus largos monólogos implican la muerte simbó-
lica del resto. Si sólo eres tú el que habla, los demás desapa-
recen. El monólogo es una forma de homicidio.

Intenté dejar de fumar, pero no hay manera. El otro escri-


be que fumar es el prudente aniquilamiento que hago de mi
entorno. Consumo una dosis que sé que puedo resistir y
soplo un vapor culposo sentado en mi terraza. A través de la
ventana, ella me mira sonriente. Me manda un beso que res-
pondo con una bocanada. El otro dice que fumo para asesi-
narla, dice que hablo para asesinarla. Hoy desperté y tenía
escrito en el brazo: Esta noche hay algo tuyo sin mí aquípre-
sente,/y tus manos están abiertas donde no me conoces.

Dialogo a veces con un pasado superficial y remoto.


Nunca me siento más acompañado que cuando le cuento al
Morro sobre los libros que nunca escribí. Si no está muerto,
el Morro ahora debe tener unos setenta años. Pertenecía a la
generación de mis padres, creció con ellos y asistía a la
misma escuela. Tocaba, como un ángel decían, la flauta
transversa. El Multi, la Unidad Habitacional en la que creci-
mos, lo engulló en el dichoso templo de la sabiduría. Además
de alcohólico, el Morro fumaba piedra y, en apuros, inhalaba
románticos solventes.

Yo lo conocí como el vagabundo que dormía en los baños


del Multi. Sólo era agresivo si se burlaban de él. Solía quebrar
una botella y perseguir gargantas sin dejar de gruñir. En mi
época estudiantil se sentaba a tomar el sol en el parque
donde yo leía. Me limitaba a hablarle exclusivamente de
libros y, aunque jamás me burlé en su cara, me divertía la
rigurosa atención que me prestaba, avasallado por las moscas
y un inconfundible aroma a muerto.

Morro, ahora estoy leyendo las Confesiones de Rousseau,


le decía al sentarme a su lado para luego ofrecerle un cigarri-
llo. Pinche Jack, gruñía el vagabundo. Me daría pena saber
que sólo fingía atenderme a cambio de mis cigarrillos.
Morro, Morro, seguía diciéndole, según el pinche Jack toda
confesión es una acusación contra el destino, iqué te parece?
El vagabundo estiraba sus raquíticos brazos al cielo y, des-
pués de bostezar, decía no mames.
De sobra sé que no tienes necesidad de saber todo esto,
pero yo sí tengo de decirlo, señor Hyde. He aquí tu magnífi-
ca idealización, tu caprichosa rebeldía. Tras el aullido dizque
rebelde de la clase media se oculta una pestilente condescen-
dencia. La rebeldía es una máscara anticuada que lleva el
rufián al que le negaron el acceso a la fiesta. La rebeldía es el
periodo que tarda el cínico en ser domesticado.
Todavía no decido si llamarte mi antropoide. Me sorpren-
de que no hayas tirado a la basura la falsa biografía de Franz
Kafka, como sí tiré, o tiraste, después de que el editor recha-
zara nuestra novela portuguesa, todos los libros de autofic-
ción de la biblioteca. Una medida con la que estuve de acuer-
do. La falsa biografla de Kafka fue uno de los pocos sobrevi-
vientes y tengo muchos tiempos muertos, en la escuela, en el
ferri, así que me resigné a leerlo. El libro habla de ti.

La mano del antropoide, comenta José Carlos Becerra en


el encuentro entre el falso Kafka y su personaje del mono que
se convirtió en humano, Pedro el Rojo, es la misma que escri-
bió los sonetos más bellos, porque hay quien consigue mayo-
res domesticaciones de su antropoide y toda la cultura es un
ejercicio circense en el sentido de que se obtiene domestican-
do a una fiera.

Pero a diferencia del antropoide del falso Kafka, mi antro-


poide es letra y suspiro. Sólo existe en el lenguaje embruteci-
do. Ahí nace, aunque su voz sea más antigua que el pensa-
miento, y aunque uno crea que trascenderá al discurso, ahí
muere.

Gracias a mi antropoide puedo escribir. Sin él, no tendría


ideas. iQuién las necesita? Si mi mano calcara el trazo ajeno,
de cualquier forma a nadie va a importarle. Porque la mano
ha escrito ondulantes alejandrinos, milagrosos pentagramas,
pero su forma se la ha dado la violencia, señala Becerra.

Hemos hecho la cultura con manos de asesino, nos


recuerda José Carlos Becerra. Cuando la mano tiene días de
garra es cuando las escondo y me las lavo mucho por borrar-
les la sangre de no sé qué crimen remoto o futuro. Se lavan y
se lavan.

Curiosa esta idea que ya se le había ocurrido a Rousseau


trescientos anos antes. Las manos no se lavan para borrar un
crimen pasado sino para justificar el que se cometerá. El
remordimiento es un ardid para limpiar el historial y buscar
más y nuevos errores.
La vergüenza, la dificultad misma de pasar de nuevo los
montes, el apuro de verme lejos de mi país, sin amigos, sin
recursos.. ., todo esto concurría a hacerme considerar como
arrepentimiento tardío los remordimientos de mi concien-
cia; fingía reprocharme lo que había hecho, para excusar lo
que iba a hacer. Agravando los errores del pasado, miraba el
porvenir como una secuela necesaria. No me decía: Aún no
ha pasado nada y puedes ser inocente si quieres, sino: Llora
el crimen del que te has vuelto culpable y que ahora te ves en
la necesidad de consumar.

Rousseau
Últimamente me dedico a pensar en mi madre. La madre
que tuve y que ya no existe aunque aún viva en México y de
vez en cuando finja hablar con ella, que no es ella. Al no
encontrarla, releo mis garabatos nocturnos y estoy tentado a
dotarlos de coherencia. Me siento en la mesa de la terraza y
me dedico a ordenar los balbuceos. El otro quiere inventar
un nuevo género literario llamado agenbite, que él escribe
con mayúsculas. Teorizar sobre una literatura inexistente me
produce la calma que me quita el cigarrillo.

A veces pienso que la literatura me volvió loco y lamento


el día en que creí que era una buena idea frecuentarla. Me
pregunto: iPor qué si tengo todo lo que quiero y soy feliz
estoy teorizando sobre un género literario inexistente?

Aunque detesto cuanta novela se escribe en la actualidad,


sigo leyendo con voracidad o adicción a los*nuevosescrito-
res, sobre todo a los de mi país. Pienso en los tres chiflados
que se quiebran una botella en la cabeza y se levantan y
siguen haciendo el idiota. El juego entretiene, pero lo cierto
es que en la vida real, creo que vi este argumento en una pelí-
cula, si te rompen una botella en la cabeza, vas al hospital y
pagas una costosa resonancia. Y si lees la obra completa de
Walter Benjamin, vas al hospital y pagas una costosa reso-
nancia.
El agenbite, género que comienza y acaba en sí mismo,
propone inventar el yo a través de la escritura, redefiniéndo-
lo a expensas de un oyente imaginario. Es primo hermano de
las vidas minúsculas, las novelas luminosas y el libro vacío.
Apuesta por el confesionario portátil. Miente en busca de
verdades épicas. Es inestable, ciego a su escenario y pasea
rigurosamente sin salir de casa.
Declaro que una hermosa mañana, exactamente a las
11:45, bajé la escalera y la volví a subir y me ahogué en la
reescritura de mí mismo. El agenbite desprecia al cronista
open-minded y los encabezados morbosos. Es un periplo epi-
léptico y el humilde vacío de los que por nombre tienen
siglas. El agenbite es desempleado, o se inventa trabajos
como bajar cadáveres de ahorcados en bonsáis. Tiene el estó-
mago hambriento de los nórdicos. Con la complicidad de
bibliotecas baratas, sondea los vericuetos de una vida ordina-
ria reinventada por el acto de escribir.
Mi madre me decía que mejor jugara al aire. Me decía vete
al viejo continente a buscar otra cosa y si no te gusta vuelves.
Se imaginaba, supongo, que haría unos cuantos amigos,
alguna novia y que encontraría cuatro o cinco ocurrencias,
no un nuevo país, una ella, un futuro hijo y un género litera-
rio aún por explorar. Me siento tentado a escribir todas las
obras de este género. Ya he destapado la cañería de mi verbo-
rrea y ahora es muy posible que nunca vuelva a callarme.
MUERTE POR AIRE
En nuestros más locos extravíos, soñamos con
un equilibrio que hemos dejado atrás y que inge-
nuamente creemos que volveremos a encontrar
al final de nuestros errores.

A fuerza de haber perdido el rostro, forma y mate-


ria, ya no tengo ningún secreto. Ya no soy más que
una línea.

GILLES DELEUZE
Bienvenidos al laboratorio del remordimiento. La novela
que estaba usted leyendo, si a esa suma de letras se le puede
considerar tal cosa, se autodestruyó hace unos segundos.
Disculpen las molestias, agradecemos su paciencia y espera-
mos que este recorrido sea de su agrado. Favor de no hacer
fotografías con flash. La semioscuridad del pantano verbal
obedece a las condiciones obligatorias para garantizar el fun-
cionamiento del hábitat. No lo perturbe, limítese a observar.

En el laboratorio del remordimiento podrá percibir la


metamorfosis del silencio. Le rogamos que tenga precaución
de dónde pisa. Estas palabras, de convertirse en libro, serán
presentadas en un empaque llamativo. Por el momento se
encuentran en estado salvaje. Si el forro reflejara lo que obser-
va, tendrían que distribuirla en un contenedor de residuos.

Ya determinará el autor, el próximo mes o en veinte años,


que tipo de libro tiene usted entre manos. Quizá lo vea pron-
to en los escaparates de su librería más cercana presentada
como una sencilla autobiografía, o lo más probable es que se
convierta en una novela experimental que el autor se autopu-
blique para atiborrar de ejemplares las casas de sus allegados.
En este párrafo encontrará usted una cita de Wiliiam
Burroughs que el autor leyó fugazmente en una novela de
Rodrigo Fresán: A una novela se le llama experimental sólo
cuando el experimento salió mal.

Los emigrantes argentinos manejan las mejores referencias,


como ésta de Tom Stoppard que, según Ariana Harwicz, lo
dice todo: E1 talento sin imaginacibn nos dio la artesanía, a
quien debemos tantos objetos útiles, como la cesta de picnic de
mimbre. La imaginación sin talento nos ha dado el arte moder-
no.

jSoy experiencia o experimento?, jartesanía o imagina-


ción?, se pregunta una voz tras presionar el botón número uno
de su audioguía.
En la siguiente sala podrá observar el inventario del pro-
yecto Agenbite of Inwit. Sobre una mesa encontrará la novela
Molloy autografiada por un falso Samuel Beckett, una carta
materna jamás enviada y un papelito arrugado con la frase: Le
pico los ojos a Benito Juárez.

Alguien habla para sí mismo a deshoras, la voz resuena


afuera del recinto. Estoy escribiendo una novela sin novela,
alegará una voz si presiona el número dos de su audioguía. No
se sorprenda si de pronto le cae en la cabeza, como un piano
de caricatura, la escultura Madre con hijo muerto de Kathe
Kollwitz. La figura recuerda a una silla tipo Acapulco, luego a
un aguacate, luego a la madre patria.

La descubrí en Berlín tras deambular doce horas por


Egipto y Babilonia en la Isla de los Museos. Aunque hablaba
en alemán, la voz era la de ella, mismo tono, misma simpatía
al rematar frases aforísticas a las que se les veían las costuras.
¿Cuando las mariposas se enamoran sienten humanitos en el
estómago? Era ella. Jamás habría pedido una audioguía si no
hubiera sido gratuita. Se suponía que había una forma de
ponerla en español, pero me temo que la mía estaba averiada
o no supe cómo sintonizarla. Así que la oí en alemán, o algo
parecido, y me convencí de que era su voz, aunque ella no era
alemana ni estaba conmigo.
Tengo una capacidad casi sobrehumana para fingir enten-
dimiento. Es eso, o ya a nadie le interesa ser escuchado. Tal vez
mi rostro parece el de alguien que presta atención. Pero no
entiendo ni una palabra. Me hablan a veces en suajili, a veces
en alemán, a veces en lo que creen que es mi idioma. Yo no les
entiendo. Me dedico, mientras me hablan, a imaginar lo que
me están queriendo decir, pero no lo deduzco del tono ni del
vago parecido. Me concentro en los pliegues de labios, una
nariz que se arruga, el entrecejo fisgón, la frente con un pen-
tagrama de estrés y paranoias, dice la voz de la audioguía.

Reescribo sus voces a partir de los detalles gestuales y éstas


me desvelan secretos humillantes. Cuando llega el momento
de confesar que no hablo sus idiomas y que no he entendido
una sola palabra, me miran tristes. Piensan que han gastado
energías buscando el tímpano de una sonrisa agujerada. Tras
vaciarse en discursos, los noto más relajados. Cada alma de
este continente sobrevive de hablar sola. Quizá todo lo que
decimos podríamos contárselo al espejo y el mundo sería un
lugar mejor, dice la voz de la audioguía.

Los veo en balcones, a los viejos sobre todo, pero también


a los jóvenes, en las plazas, en el metro, en el banco y en las ofi-
cinas. La gente habla sola. Gente que se cansa y elabora largos
discursos de los que no quiere respuesta. Porque así nacen las
revoluciones, me imagino que dice la audioguía. Me inclino de
hombros. Ella sigue salpicándome en la cara su lengua golpe-
teada. De pronto se ríe, como los alemanes, es decir, como
boba, la gravedad y la falta de costumbre los fuerza a reírse
como bobos. Mis nervios la acompañan valiéndose de una
variante amable del ji ji ji.

iSí sabes que te amo?, no me dice la audioguía, pero juego


a intercambiar esa pregunta por lo que sea que esté queriéndo-
me explicar. Cabeceo en señal afirmativa. Una docena de jóve-
nes, que aparentan treinta pero tienen dieciséis, condensa
nubecillas de gritos en torno a la mesa en la que estamos sen-
tados. La calefacción energiza mis tobillos antes frágiles. Me
limito a asentir y ella también asiente enmudecida. Afuera hay
menos cinco grados. Las pelusas de nieve pasean sin prisas
antes de estrellarse en la ventana. iQuieres que nos vayamos a
dormir? En invierno viene el frío, es lo que no me dice la
audioguía cuando me levanto y me dirijo a la salida de emer-
gencia. De acuerdo, vamos, le digo en español. La llevo de la
mano y, pese a su inicial reticencia, cede sin dejar de interro-
gar con balbuceos mis expectativas.
El laboratorio del remordimiento más que novela es una
instalación narrativa. Le pedimos, de la manera más atenta
que examine su equipaje antes de acceder por la puerta de
embarque. Le recordamos que está prohibido transportar
cualquier líquido que supere los 100 ml, agradecemos su com-
prensión y le deseamos un feliz vuelo con destino a Brindisi.
Ahora juego a hacerle lo mismo a la inversa. A la voz. Le
hablo en un idioma que le es extraño y dejo que sea elia, la
audioguía, la que interprete mi discurso. El misterio del frío, le
digo al salir a la calle, tiene antecedentesmasoquistas. A veces
me pregunto, le digo pegado al telefonillo, por que las socieda-
des supuestamente más avanzadas viven en lugares horribles y
comen mal y se encarcelan en rutinas de mierda. ¿Es la hosti-
lidad un aliciente del progreso?

Comienzo, porque me aburro, otro juego. Invento lo que


ella debe estar imaginando que le estoy queriendo decir. Tal
vez esto sea mentira porque nadie es capaz de realizar a un
mismo tiempo dos actividades tan complejas. En verdad, lo
invento ahora. Ahora que escribo, en el laboratorio del remor-
dimiento, tiempo después de que la encontrara y tiempo des-
pués de que la perdiera.

Escribo e imagino. No a la inversa. Imagino lo que la


audioguía quizás se imaginó que significaban mis palabras
para ella incomprensibles. Y ella debió reconstruir una ora-
ción breve, una como: Estoy perdido en el raudal de la impa-
ciencia. O no sé qué interpretó, pero me contestó, sin seguir el
protocolo: Vámonos a caminar Berlín.
A menos cinco grados el brazo de una mujer es un ancla,
indica la audioguía. El barco de vapor que somos cuenta la
distancia en cigarrillos a lo largo de Unter den Linden. Le digo
a la audioguía que a uno de los dos nos tuvo que inventar
Franz Kafka y que mi nombre es José Carlos Becerra. José,
jqué haces tan lejos de casa?, me interroga, jeres turco?, ipan-
dillero?, jrefugiado sirio? Le respondo que soy casi nunca y
que las naciones me parecen el dibujo de un retrasado mental
sobre el globo terráqueo. Sólo creo en las lenguas y en la comi-
da. jTienes hambre?, imagino que me pregunta. Señalo una
dirección y, en vez de a un restaurante, me guía hacia un
monumento dedicado a las víctimas de la guerra. jCuál de
todas?, interrogo. La anterior a la que viene, dice la audioguía.

Dicho esto hace cortocircuito y saco, como por instinto, mi


cámara. Camino con el ojo pegado a la mirilla y me acerco,
paso a paso, al monstruo de la historia que esculpió Kathe
Kollwitz. La madre no es la mía, pero abraza a su hijo muerto
como mi madre una vez abrazó al suyo y dijo que el tiempo no
era justo ni consigo mismo. Y dijo que se iría de vacaciones de
la vida. Pronunció sin ganas una palabra que por poco no
alcancé a oír, porque irrumpió seguida de un crujido. Mi pie
se hundió en la grieta del estanque congelado. Mi pie, el
izquierdo, se transformó en un hacha que me rompió la vida.
Corrí de espaldas a la escultura y de espaldas a todo aquello
que algún día me había resultado familiar. Pero no pude huir
de esa palabra que dijo mi madre, tarnbiéfi el rezo que me
mantiene en vela. El tiempo no es justo ni consigo mismo, dijo
y se quedó en silencio para luego pronunciar, sin fuerzas, mi
nombre.
La impunidad, habría de pensar después, es la nieve que
cae sobre los muertos, los días que llenan de transparencia mi
exilio.
Vaya vaya, otra voz irrumpe en el auricular. Estamos a esas
alturas en la que más valdría guardar el borrador para un futu-
ro en el que digamos: Por esos años me dedicaba a escribir una
novela extrañísima e inútil. Pero no es el caso porque algo
debemos enviarle al comité seleccionador. Me da pena el árbol
que donará su cuerpo para constituir el tiraje de este libro,
pero prefiero ver la Amazonia deforestada a que me quiten la
beca.

Mentira, no tengo becas porque se me siguen pasando los


cierres de convocatoria. Otra mentira, lo cierto es que la he
solicitado en reiteradas ocasiones y nadie se apiada de mí. De
hecho, este es el último borrador del proyecto creativo que
redactaré para obtener la beca, el estímulo, los fondos, o como
sea que se llamen a estas alturas.

Señores del comité, señores evaluadores, doctores, buró-


cratas, plumas ilustres, secretarios, pasantes, chicos del servi-
cio social, por favor, no descarten a la ligera el proyecto pluri-
cultural, multidisciplinario Agenbite of Inwit.'No saben cuán-
to tardé en encontrar mi identificación oficial para adjuntarla
en pdf.

Después de revolver toda mi habitación -lo que fue bueno


porque me animé a limpiarla-, solicité una cita urgente para
conseguir un duplicado. Al volver, el internet no quería adjun-
tar el archivo y faltaban sólo unos minutos para que se cerra-
ra el sistema. Golpeé todos los objetos a mi alrededor y el escá-
ner escupió mi antigua identificación oficial. Brotó del mismo
sitio donde la dejé la última vez que solicité este apoyo, incen-
tivo, ayuda, fondo que, como de costumbre, obtuvo un silen-
cioso rechazo. Aunque el nombre en mi identificación era el
mismo, distinguí en la fotografía cómo la impaciencia ha des-
moralizado mi rostro.

iSí leyeron el proyecto anterior? iY el anterior a ése?


Ignoren, señores evaluadores, dicha sección de mis obras
incompletas y enfóquense en Agenbite of Inwit. Éste sí es el
bueno, lo juro. Sólo quiero la tarjetita en la que depositan mes
con mes aunque me pidan que escriba toda la novela con emo-
ticones.

Es más, hagamos algo, no me interesa el dinero. Sólo quie-


ro ser parte de su programa y que de vez en cuando me invi-
ten a las tertulias donde los artistas de nómina planean el futu-
ro de las artes universales. Sólo les pido un pedacito, una nota
al pie de ese futuro. Brilla con tal grandilocuencia, señores
evaluadores, es tan grácil.

De verdad no sé qué haré sin su solemne apoyo. Imaginen


que quizá me vea obligado a buscar un trabajo diferente. Y
todo el mundo sabe que no existe tal cosa, si hasta para lavar
platos en Taco Be11 hay que tener influencias que no tengo.
iPor qué? Creo que no soy muy agraciado. Peor aun, resulto
indiferente a quien me encuentra. Lo que pasa es que no soy
un tipo conceptual, un personaje exótico. iY qué será de mi
habilidad para redactar proyectos si pierdo el tiempo recolec-
tando propinas? iCuántos libros no llegarán ni al título?
Lo que ustedes ignoran, dichosos evaluadores, es que ideas
tengo para los siguientes ciento cincuenta años y, además de
resúmenes, objetivos, metodologías, desarrollos, materiales,
cronogramas, conclusiones y dieciocho tomos de bibliografía,
cuento con un montonal de títulos, dedicatorias y epígrafes
que abultan el grueso de mis obras incompletas.
Por ejemplo, si no les gusta el presente proyecto, tengo en
mente la realización de un Epigrafario, es decir, una novela
construida exclusivamente por importantes citas que relaten
una narrativa meta-muymeta-intertextual. José Carlos Bece-
rra tenía la costumbre de relatar sus propias aventuras como si
las hubieran vivido otros. Se dio cuenta, a tiempo, de que a
nadie le interesan los presumidos ni los ególatras. Así que,
sobre todo si le pasaba algo extraordinario, compartía sus
anécdotas sustituyéndose por otro, indicando que esa fortuita
o trágica experiencia le había ocurrido a un familiar lejano, a
un amigo o a otro autor.

Cuando Becerra se convirtió en escritor a tiempo comple-


to, llevó como muchos un diario, pero prefirió, en vez de que
el protagonista y narrador de sus memorias fuera él, que fuera
Kafka quien relatara su día a día. S610 de vez en cuando aña-
día algjín detalle verificable de la vida u obra de Kafka para
dotar de verosimilitud el texto y que un posible lector escépti-
co no se desesperara con tantas imprecisiones.

Quizá un editor rimbombante podría encontrar ese


manuscrito en el Archivo General de la Polizia di Stato y
encumbraría su carrera promocionándolo como una obra
experimental. La publicación recibiría un premio nacional
muy prestigioso, y más de un especialista, tal vez yo mismo,
dudaría de la autenticidad del documento. Vaya ridiculez.
2Cóm0 iba a ser la obra póstuma de José Carlos Becerra un
diario sin días escrito por Franz Kafka? Además, un texto en
el que José Carlos Becerra no se limitaba a narrar sus desven-
turas y reflexiones, sino uno en el que se apropiaba de las ideas
y frases de sus autores favoritos, las cuales transcribió en boca
de un falso Kafka, que no era otro que José Carlos Becerra,
negado a responsabilizarse de sus ficciones.

i Q ~ clase
é de loco escribiría algo tan retorcido? Y si el ver-
dadero autor de esa obra experimental no fuera en verdad José
Carlos Becerra, sino que se tratara de un manuscrito falsifica-
do por el editor, iqué tipo de demencia sufriría ese farsante
para ser capaz de coordinar semejante impostura? Lo que
resultaría más grave aun, indica la audioguía, sería que dicho
editor ni siquiera existiera y se tratara de un autor principian-
te que construyó este embrollo en busca del argumento para
su segunda novela. Una novela sobre las novelas que quieren
ser novela. i Y qué patética resultaría esta artimaña si, antes de
ser novela, esto no hubiera sido más que un ejercicio que me
recomendó una doctora para curar mi mente después de la
tragedia que me jodió la vida?, dice la audioguía.

También tengo pensada una novela que sea una visita guia-
da a la fábrica de Juan Villoros. El lugar donde cada año renue-
van el modelo y anuncian prototipos de ese intelectual latino-
americano que puede acudir a tres ferias del libro simultáneas,
escribir cada año un tabicón de seiscientas páginas, dos obras
de teatro, cuatro o cinco libros de cuentos, dos libros de ensa-
yos serios y uno de prosa ligera, seis libros infantiles, doscien-
tos cincuenta artículos en prensa; todo sin dejar de bailar el
blues con maestría dos noches por semana y, especialmente,
sin dejarse enloquecer por la alquimia del lenguaje
Tengo también en mente una novela en la que Mario
Vargas Llosa, después de recibir el Nobel, duda sobre el senti-
do de la literatura y decide inscribirse en un taller online de
Escritura creativa. Como es prudente, asiste al taller con un
perfil falso. Oculta su voz y su rostro, tal vez como Ano-
nymous. Pasadas las semanas, se da cuenta de que en el taller
en verdad está aprendiendo. Hay mucha ingenuidad, pero de
vez en cuando se le manifiestan verdades poéticas, y ese nuevo
saber le avergüenza. La novela podría concluir con su inevita-
ble desenmascaramientoy la venta masiva de ejemplares de la
novela del que fue su profesor, un muchacho de quince años,
el cual se publicitará como el novísimo sensei del boom latino-
americano.

Tengo también en mente una novela que represente al gé-


nero más candente hoy en día: Los proyectos creativos. Quiero
escribir El Quijote de los proyectos creativos, una novela sin
novela sobre las novelas que quieren ser novela. El título
podría ser Informe para otra Academia y contaría con alrede-
dor de 72 mil páginas que pueden reducirse a cien, de acuer-
do a las condiciones que me soliciten.
Excelentísimos señores de la Academia: Es para mí un
honor presentar un informe sobre mi anterior vida de huma-
no. Mi nombre, ya lo saben, es Esteban Gullit. Soy viejo en
años y no sé por qué apenas tengo veintiséis. Éste, que no es
informe, antes quería ser una novela sobre los últimos días del
poeta José Carlos Becerra. Tal vez una novela sobre ese tipo de
novelas que suenan como que serían buenísimas novelas, pero
a su autor se le pasa el cierre de una convocatoria y ya nunca
las escribe. Así les dije a los editores que me encontré en
Barcelona. Hice una novela sobre el arrepentimiento narrati-
vo, pero me arrepentí y ahora es otra cosa, les dije, ahora es
más bien una novela sobre mis manos al escribir.

Los editores, tres de ellos jóvenes como yo, eran guapeto-


nes y cínicos. Lucían tatuajes coloridos y compraban drogas
sintéticas con una aplicación del celular. Hablaban en hash-
tags, lo que es repetir consignas publicitarias siempre seguidas
por fotográficos carcajeos. Pura poesía, afirmaba uno. Cero
regrets, vociferaba otra. Stop bullying, decía un tercero.

Lemas ambulantes, sonrisas chuscas, mis editores. De


pronto uno se puso serio: iBailas reggaetón? Me sentí como
votante derechista. Calla y sálvate. No lo digas. Hasta
Dostoievski hubiera perreado un par de horas con tal de
publicar su segunda novela. Me cuesta trabajo, murmuré. Seis
cabezas me asediaron. Doce ojos megaliberales, ultratoleran-
tes y archiplurales me obligaron a ahondar en la cuestión. Es
que estoy enfermo de la garganta, mentí, son las amígdalas, ya
saben. Las cabezas se distendieron. ivaliendoverga!, gritó uno
a manera de hashtag. Fúmate un porro, me recomendó otra. A
huevo, ya se armó con la de Tinder, celebró el tercero.
Era apenas mi segunda semana en Europa y no era alérgi-
co al gluten ni me gustaban los perros, no tenía beca ni tatua-
jes, mi ropa no era de segunda mano, no disfrutaba los videos
de mapaches ni leía novedades, fumaba más de lo permitido y
no me intrigaba mucho el sexo con extraños. De manera que
tenía todas las de perder.
Oye, me dijo una chica parecida a un poema dadaísta,
jcuando las mariposas se enamoran sienten humanitos en el
estómago? Reí sin dejar de observar el baile curvilíneo de mis
editores. Seguro que no, dije y crucé el salón con dirección a la
puerta. A medio trecho, me detuve y tomé la dolorosa decisión
de menearme como un hámster histérico. Miami me lo confir-
mó, llévame en tu bicicleta, zúmbale rápido para que prendan
los motores y luego despacito, sabrosón. Me apareé con las fra-
ses imperativas, entré en calor y vociferé que ya se había arma-
do la gozadera. Apretujé mi cráneo en numerosas sepes.
Después de dos o tres horas de bamboleo, uno de los editores
me susurró al oído: Mándame tu manuscrito maiiana.

Me quedé toda la madrugada puliéndolo. jDe qué sirve


esto?, me pregunté profetizando a la par el discurso chusco
que les compartiría a los asistentes de mis futuras presentacio-
nes y su sincera inutilidad. A las 11:45 algo se rompió dentro
de mí. Aquí ya no hay futuro y ahora sí siéntense porque ésta
es la segunda llamada, jsegunda!, y apenas comienza la come-
dia que es mi llanto. Pensé en mi pobre madre, pensé en la
honorabilidad que anhelamos los clasemedieros, pensé en los
nombres de las calles y en los trending topics de los últimos
meses.

No vuelvas a esta tierra de cadáveres, escribí que me dijo


mi madre y borré el resto de la novela. Decidí, en vez de una
historia ajena, escribir una historia de amor con un lenguaje
que había olvidado.

Llegué a la casa del editor y dejé el manuscrito en su buzón.


Mi obra obtendría un silencioso y eufemístico rechazo poco
después. Pero qué me importan a mí los mundos nuevos, yo
quiero hacer un monumento a las promesas rotas, dice la
audioguía.
No puedo decir que ambas partes quedaran satisfechas
porque tú te moriste, pequeño fcaro. Pero si somos sinceros,
nunca creímos, ni siquiera en caso de homicidio, en el ojo por
ojo ni en la pena de muerte.

Aunque, ahora que le doy vueltas, me parece una idea


romántica. Sólo me escandaliza que la administre el Estado.
Que el Estado asesine no nos gusta, jcierto, hermano? Tal vez
el Estado debería limitarse a ofrecer las condiciones para que
el culpable sea liquidado, quizá por alguien que sufrió la pér-
dida, al que más le haya dolido, por ejemplo. Se tendrían que
celebrar juicios para determinar a cuál de sus conocidos le
pesó más el deceso. El ganador tendría el derecho de liquidar
al responsable.

Sería un poco lóbrego porque el sufriente, que antes se


dedicaba a llorar, tendría que mancharse las manos de sangre.
Pero el Estado podría costearle una lobotomía, o una tempo-
rada en terapia, como a mí, que estuve seis meses en un loque-
ro tratando de escribir mi historia, animado por la ingenua
promesa de que al verbalizarla sanaría.

Sin embargo, escribir no tiene nada de terapéutico, no sé


por qué lo recomiendan algunos psicoanalistas. Cuando estu-
ve en la clínica, me lo aconsejaban. Lleva un diario, me suge-
rían, o peor aún, un diario de sueños. Cuando te despiertes,
me decían, escribe todo lo que tengas en la cabeza, vacíate en
el papel. Prueba la escritura automática, no reflexiones ni te
bloquees. Si no se te ocurre nada, escribe eso, que no se te ocu-
rre nada, una y otra vez, pero no dejes de escribir.
Escribir no repara ningún daño porque fija la voluntad en
un cuerpo inmóvil de letras que registra el discurso como un
delito. Yo recuerdo muy bien la primera vez que escribí con la
conciencia de que lo estaba haciendo. Era 1996 y tenía cinco
años. Recuerdo incluso lo que pasó antes, es más, ahora creo
que, sin tomar en cuenta otros destellos, ese día nació mi
memoria.

Ese día también aprendí la palabra inmenso, me la enseñó


una niña de ojos rasgados mientras hacíamos ejercicios de
caligrafía. La niña de ojos rasgados me dijo que la palabra
inmenso no era un insulto, como menso, sino que significaba
algo muy muy grande. Yo le escribí en su cuaderno: Eres
inmensa. Era un cumplido porque me gustaba, tenía unos ojos
japoneses y el cabello rubio luminoso. Ella, como si no hubie-
ra entendido su propia información, o tal vez creyendo que le
había dicho gorda, se puso a llorar.

Por la tarde, fui a la casa de mi tía. Llamé a mi primo más


pequeño en privado y le dije que había aprendido a escribir. Lo
dije como si se tratara de un truco prohibido o una broma
secreta. el me retó a que lo demostrara. Ven, ven, le dije y lo
llevé al piso de abajo, donde no estaban nuestras madres. En el
sillón de la sala, ocultos bajo una cobija, tomé pluma y papel y
escribí con letra informe: Le pico los ojos a Benito Juárez.
Mi primo no me creía que ahí dijera lo que yo decía que
decía. Quiso llevárselo a un adulto para corroborarlo, pero se
lo prohibí. No creo que fuera debido a los remordimientos
literarios, sino por la travesura del mensaje. Sabíamos que no
era bonito eso de picarle los ojos al hombre del billete de vein-
te pesos.

A la hora de la siesta, mi tía encontró el papelito y me des-


pertó exaltada. iQué es esto? iPor qué dices estas barbarida-
des? Me quedé atónito, al borde del llanto. Yo no dije nada, ale-
gué. Pero, itú lo escribiste? Sí, yo lo escribí, pero no dije nada.
Mi tía sonrió y archivó el papelito que a la fecha me remite a
los peligros del alfabeto. Veinte años después, gracias a ese
garabato, le sigo picando los ojos al Benemérito de las Amé-
ricas, dice la audioguía.
Escribir, indica un letrero del laboratorio, produce un
morbo en el que escribe, un morbo por sí mismo. Al dejar de
hacerlo, al convertirse en su segundo lector -ya que el prime-
ro aparece conforme se escribe-, el juicio se desliga y el escri-
tor se convierte en un observador ajeno que se fascina al escu-
driñar su historia.

Algo en ese morbo, indica el recuadro siguiente, le hace


creer al que escribe que lo que hizo tiene alguna importancia.
La letra sagrada, la ley imborrable. Al volverse inamovible, la
escritura pasa al terreno de lo solemne, porque no se evapora,
no se desdibuja al siguiente parpadeo. Luego el principiante
cree que ese capricho fijado en piedra le podría interesar a
alguien más y, cuando otro corresponde a su admiración,
entonces cree curarse, mientras lo único que hace es agudizar
su enfermedad.
En el laboratorio del remordimiento hay una instalación
recién remodelada llamada Lisboa portátil. Ahí encontrará la
réplica idéntica de una casa suburbial portuguesa, donde un
maniquí muy parecido a Esteban G d i t fuma sentado en la
terraza de su patio.
Despiertas en una realidad donde la luz es diferente, indica
la audioguía No sabes si perteneces al aire o si eres un algorit-
mo cuyas variantes son rechazadas por la luminosidad. Toda
sonrisa es un incendio y las cenizas no serán alegres, dice la
audioguía. Recuerdas, si es trastorno, al vagabundo de tu
juventud, tu único amigo, al que el vacío de los suburbios lo
convenció de que debía inmolar a un chico cool del barrio. Se
lo llevaron a la cárcel bañado en gasolina y te gritaba: ¡Te odio,
pinche Jack! ¡Te odio!

Avasallado por las moscas, te han puesto en cuarentena


porque, lo sabes, el arrepentimiento se contagia. Zumban las
moscas un te lo dije. Necio, vulgar, pasado de moda, le decías
al sedentarismo, y ahora Esteban Gullit extraña su madre
patria. Tan lejos y con tantas ganas de volver al sitio donde
morir es todavía morirse de repente en cualquier parte. Cada
día asesinan a otro periodista, a otra mujer, a otro pobre dia-
blo, y te sientes a salvo porque a nadie le importa lo que haces
tú, intercambiando letras que no van ni vienen al caso, dice la
audioguía.

Creías que la palabra pronosticaría un símbolo para


reconstruir tu escenario ideal. Aislado, en la Mesopotamia de
tu cabeza, deambulas por la impertinencia de otro mundo.
Sonríe. Ella no existe, tus padres financian con el trabajo de
una o dos vidas la borrachera europea que podrías estar
urdiendo en cualquier otro sitio. Tus padres se endeudan para
presumirte en reuniones familiares, en la cantina, en el traba-
jo, en la sala de espera del odontólogo. Su hijo estudia en
Europa. Su hijo único, que ya es el colmo, vive de acuerdo al
guion que les prometió la clase media, dice la audioguía.

La soledad te arrincona en el hartazgo. iQué hacer si no


hay silencio más dulce que el de las preguntas? Ella no existe.
La palidez te sonríe. Las grietas en la pared hablan de un dolor
lejos de casa. Ella no existe. Le dices adiós a la culpa con una
mano reluciente. Ya no te lavas. Recuerdas la anécdota de
Auster sobre la señora que se acercó a James Joyce. Por favor,
señor Joyce, permítame estrechar la mano que escribió Ulises.
El irlandés contempló su palma a contraluz y, algo nervioso,
contestó: De acuerdo, pero debe saber usted que esta mano
también ha hecho muchas otras cosas.

iDe qué se ríen? Nadie responde. El viento mece las hojas


en sentido contrario. Grillos, gotas de agua y la sombra de un
tiempo que fue mejor. Texturas grises y verdes, insectos
minúsculos sobre los árboles. Ya te sabes de memoria el fraca-
so. iDe qué te ríes? No lo haces. Ella no existe y, de haberlo
hecho, sería otro capítulo de tu remordimiento, dice la audio-
guía.
Te levantas. Ojeas, vaya verbo, el celular que has aprendido
a llamar móvil. Llevas haciéndolo un año. La vida es idéntica
al otro lado, violentos crímenes, manipulación de los hechos,
lo que callan o dejan de gritar las redes, animales encapsula-
dos en graciosos memes. Sigue igual. Subes el sonido al video
del editor, el maldito editor, que en el Palacio de las Artes
habla desenfadado sobre el fortuito hallazgo que hizo de los
manuscritos inéditos de José Carlos Becerra. Lo has visto cien-
tos de veces. El sí llegó a Brindisi y encontró en el Archivo
General de la Polizia di Stato el manuscrito que Becerra tenía
en la cajuela.

La arrogancia intelectual, su bello cuerpo, su tranquila


erudición. El editor, ese adonis literario, charla simultánea-
mente en tres idiomas, sonríe a la cámara y menciona a José
Carlos Becerra como si fuera otro de sus cachorros amaestra-
dos. Maldito Jekyll. Creías haber olvidado los viejos rituales,
el viaje inacabado, la lápida en la nieve, pero llegas a la con-
clusión, como un iluminado aterrizas en la brillante conclu-
sión de que tu único deber en la vida es matarlo, dice la
audioguía.

Pasas los siguientes días viendo todas sus apariciones en


público. Presentaciones, conferencias, entrevistas en radio y
televisión. Lo observas como antes escuchabas música, deli-
neas con la yema del dedo su contorno en la pantalla. Tapas
sus labios cada vez que pronuncia la palabra básicamente.

S610 tu imaginación se atreve aún a agitar los misterios. La


frase de Sá-Carneiro te recuerda que sigues en Lisboa. Ella
existe. Su ausencia existe. Otra teoría del dolor que no habías
considerado. El dolor se trasvasa. Siempre tiene que haber
dolor, lo saben tus manos blancas que no son blancas, pero sí
inmaculadas, sin mácula, sin mancha, dice la audioguía.

iNunca te ha pasado ver tu mano y decir ésta es mi mano?


La mano es lo primero que sabemos de nosotros. Por eso les
preguntamos qué han hecho. Los ojos son los jueces, las
manos ejecutan. Se lavan y se lavan, dice la audioguía.

Las moscas te avasallan y extiendes los brazos al cielo para


decir no mames. Sucio bardo, no te has dado un baño en más
de un mes y ella no existe. Se lavan y se lavan. Conciencia.
Todavía hay aquí una mancha, una mancha allá afuera, porque
la culpa sólo era un pretexto para gritar venganza, dice la
audioguía.
En la siguiente sala del laboratorio encontrará el archivo
del proyecto Agenbite of inwit. Cientos de fotocopias compul-
sadas, recibos bancarios, documentos para la autorización del
visado, currículum vitae, historial académico, comprobantes
de domicilio, diplomas, constancias, seguros médicos, recibos
de ingresos, cartas de no antecedentes penales, títulos, expe-
dientes debidamente apostillados y decenas de cartas de reco-
mendación firmadas por cráneos privilegiados que crecieron
en tiempos mejores.
Así como algunos viajeros, indica la audioguía, después de
vivir muchos años lejos de casa comienzan a soñar en el idio-
ma de su país de acogida, en el laboratorio del remordimiento
la gente sueña en Kafka.
Me arrepiento luego salto. Y la muerte por aire me devol-
vió el aullido. Digo muerte por aire con la timidez del que
arrulla su caída -mi hermano tenía una camiseta con ese
verso de Verlaine: Del corazón ya no aguanto1 las caídas-.
Digo muerte por aire y no deconstrucción ni impacto porque,
antes del golpe, antes del deceso, incluso antes del salto, el
cuerpo muere de lógica. Quien decide la caída, decide morir
de frente a la muerte. Se fía de la gravedad, ese diálogo que
imanta los cuerpos al núcleo de una tierra perdida. Digo
muerte por aire y pienso en el cuarto piso del que Gilles
Deleuze, con una grave insuficiencia respiratoria, se arrojó
una mañana cálida de noviembre. El filósofo asfdado, igual
que Kafka, igual que mis amígdalas podridas, cedió al vacío
del salto. El filósofo de las raíces volvió a la tierra, y la Última
palabra que no dijo, la que no digo yo y no dijo Kafka, asfwa-
do por la tuberculosis, fue remordimiento, remords, reue, el
grito gutural ya de por sí asfiuiado, como el vagido que mi hijo
inventado no expiró, asfmiado por la voz que lo unía a su
madre, que no fue madre, y me dijo, ella, que no fue ella, me
dijo que había leído todos los caminos del porvenir y no había
forma de que lo nuestro tuviera sentido. Todo estará bien, ya
todo estará bien, felizmente. Y yo volví en mi cabeza al día en
que intenté salvar mi pellejo en prosa, y no se me sienten por-
que apenas vamos en la segunda llamada, ;segunda!, y si no
mal recuerdo Deleuze saltó por la ventana para aliviar mi asfi-
xia, misma que me hizo discurrir durante tantas páginas, ya
demasiadas, sobre el remordimiento. Lo pensé, recuerdo que
lo pensé en el preciso instante en el que el glorioso editor, el
que ha diseñado de manera tácita mi estilo, el bello Jekyll, dijo
con aire de fantástica arrogancia que su editorial surgió por-
que le quitaban el sueño todos esos libros que pudieron ser
escritos o fueron escritos pero no tuvieron un aval de calidad
literaria y se perdieron en cajuelas de automóviles por las que
nadie sintió curiosidad. Después de trabajar un rato en esto,
decía el editor, te das cuenta de que el noventa por ciento de la
apreciación de una obra, y me atrevería a decir de la vida, res-
ponde $un cuidado de edición. Tan brillante, tan guapo, debo
confesar que lo que más me irritaba es que fuera así de guapo
y, sobre todo, cool. No se puede, me decía, no puede haber
tipos tan inteligentes y tan guapos, tipos que perrean y al día
siguiente discuten en televisión abierta sobre la intemporali-
dad del olvido. Sobre todo un tipo tan fuerte, ¿quién tiene el
tiempo para leer a Joyce en el gimnasio?Me parecía un crimen
lingüístico, un rasgo inverosímil que existiera una persona tan
talentosa y, además, bella como un adjetivo de Flaubert. La
aparente indiferencia de su rostro, su musculatura enciclopé-
dica, una ligera arrogancia, aquellas gafas que no desentona-
rían corriendo la maratón. Fue entonces que tomé la medita-
da decisión de asesinarlo y, a la par, me pregunté: ¿Por qué el
artista de este siglo es tan guapo? ¿No aprendimos nada de los
años noventa? Fueron magníficos, como separar a la Iglesia
del Estado. ¿Por qué la involución? Sé de un,concurso secreto,
un Miss Universum literario, que juegan en sus ratos libres
algunos autores. O bien, ignoro si son ellos los que lo juegan,
o si las apuestas las llevan a cabo meros fanáticos, como el fut-
bol de fantasía, pero no hace mucho le oí decir a un apostador
que estas competiciones metroliterarias se celebran año con
año. Ignoro si existe una categoría femenina,pero es que, tam-
bién, cada vez son más atractivas. Todos talentosos, no lo
niego, pero ipor qué de pronto ya no hay autores no feos, sino
estándar? NO hay algún artista que no sea descaradamente
exótico? Tendemos a los extremos, porque ahora los artistas
son o descaradamente guapos o descaradamente feos. Y los
feos, o se convierten en símbolos marginales, o pasan desaper-
cibidos. Y cuesta muchísimo volverse un personaje exótico,
uno se desgasta a tal grado que luego ya no quedan ni ganas
de escribir. iQuién orquesta este canon de adonis y afroditas
culturales? Él, el hermoso Jekyll. iCómo ves? Se le va la olla a
este pinche loco, le dice a su asistente mientras me lee, porque
claro que también mandé este manuscrito a su editorial. Iba
bien con eso del remordimiento, pero ya se está pasando de
lanza, jno? iA los rechazos?, pregunta el asistente, cuya máxi-
ma aspiración es convertirse en su jefe en unos años, por
ahora cursa una carrera en finanzas y acude semanalmente a
la barbería. Sí, dice el editor, pero escríbele que tiene una idea
original, sin embargo, no reúne las características de calidad
que nuestra editorial blablablá. Se lavan y se lavan. Se me ocu-
rrió asesinar al editor no porque hubiera rechazado mis con-
fesiones, sino porque era irremediablemente bello, dice la
audioguía.
Antes de Agenbite of inwit, este malabar teórico era mi tesis
de licenciatura sobre la culpa en la obra de JamesJoyce,pero
se quedó inconclusa porque los trámites eran muy complica-
dos y, por si esto fuera poco, me chingué la rodilla.
A Quien Corresponda:

Por medio de este conducto hago de su conocimiento


que el Lic. Esteban Guliit es una persona seria y respon-
sable en todas sus actividades y, además, cuenta con una
conducta intachable y absoluta calidad moral.

El Lic. Esteban Gullit es conocido no sólo por mí, sino


por toda mi familia desde hace veintiséis años, por lo
que no tengo inconveniente alguno en recomendarlo
como una persona seria y formal.

He seguido de cerca, con especial afecto y admiración,


la carrera del Lic. Esteban Gullit y puedo &rmar, en
suma, que podrá llevar a cabo con brillantez el homici-
dio que se propone. Cuando llegó a la inevitable conclu-
sión de que debía asesinar al editor, supe que se trataba
de un candidato ideal para acometer la empresa.

Por último, me permito añadir que el Lic. Esteban Gullit


es una persona responsable y profesional que no defrau-
dará las expectativas que se depositan en una persona
de alto rendimiento.
Se extiende la presente constancia quedando a sus apre-
ciables órdenes para cualquier aclaración futura.

ATENTAMENTE

J&- a)&.,&I*
El laboratorio del remordimiento cuenta también con una
sala de música. Como en las antiguas tiendas de discos, uno
puede escuchar una pieza y dejarse transportar con los prime-
ros acordes al recuerdo de su preferencia. No Shade in The
Shadow of the Cross lo llevará de vuelta a las 11:45 de la maña-
na, cuando algo, dice la audioguía, se rompió dentro de mí.
En la sala de los clips no la verá a ella, pero sí su recuerdo
atesorado en cajitas con cada uno de los clips que recolectó.
Ella deambulaba con la cabeza gacha y era capaz de encontrar-
los en las azoteas de los rascacielos, así como en la playa, o en
plena montaña. Tripas de robot, les decía.

En la sala de los clips, un robot hecho de clips muy pareci-


do a Esteban Gullit, construye una pistola de clips y la maque-
ta a escala de una habitación submarina. El robot hecho de
clips también ha moldeado entre sus manos la cabeza con
forma de sandía de su profesora de primero de primaria.
Creí que se debía a la indiferencia de la edad adulta, pero
hoy me di cuenta de que siempre he sido una persona rara, no
porque hoy asesinara a un hombre, sino por un recuerdo de la
infancia que me distrajo de camino a su apartamento. Pensé
en la niña que me enseñó el significado de la palabra inmenso
y me vi orillado a un episodio posterior en el que la difamé en
clase.

En mi primaria hippie teníamos un sistema democrático de


asambleas grupales en las que deliberábamos sobre los asun-
tos escolares por medio de papelitos, siempre firmados, en los
que felicitábamos el mérito o criticábamos la fechoría de algún
compañero. La Dirección se tomaba con la mayor seriedad el
sistema y a mí se me ocurrió insertar un papelito en el que feli-
citaba a una chica por haberme picado el ojo. ¿Qué me pasa
con los ojos? Tal vez mi obra sí tenga un núcleo literario forja-
do en la alquimia de la brillantísima primera frase que escribí
sobre picarle los ojos a Benito Juárez.

Lo firmé con el nombre de esa otra niña que me enseñó la


palabra inmenso. La niña lloró alegando que no era la autora
y me vi obligado a delatarme, o dejé que me delatara la risa; si
bien no hubieran tardado en descubrirme dada la espantosa y
característica letra que aún conservo. Me acordaba de la niña
de camino al apartamento del editor. No pasé por la incómo-
da tensión de averiguar cuál sería su piso porque la providen-
cia quiso que el mismísimo y bello señor Jekyll apareciera en
el vestíbulo justo en cuanto me acerqué al portón.

Buenos días, me dijo el editor, seguramente como se lo


hubiera dicho a cualquiera. No le contesté y me subí al eleva-
dor a su lado. Oprimió un botón y, pese a tratarse de un edifi-
cio con pocas viviendas, cabeceé para admitir que me dirigía
a la misma planta. Extrañamente, en vez de subir, descendi-
mos y, mientras tanto, recordé todas las horas que me dejaron
sin recreo por burlarme de la democracia escolar. La profeso-
ra y una secretaria de la dirección se dedicaron a lo largo de las
semanas a atormentarme preguntándome por qué lo había
hecho. Nunca sabía qué contestar, probaba decir que lo sentía,
imitando el modus operandi de otros niños, pero no pensaban
liberarme con una excusa tan sencilla.

Qué bueno que paró de llover, le dije al editor sólo por


decir algo. No creas, vengo del centro y ahí seguía el aguacero,
respondió Jekyll. Me incliné de hombros fingiendo sorpren-
derme. Mira nada más, pensé, pero no lo dije porque el hosti-
goso recuerdo de mi profesora de primaria, la directora, y
ahora también el de mis padres, me flagelaba interrogando la
razón de mi crimen.

En primera, me decían, asumes que la opinión de la clase es


un chiste. En segunda, añadían, te burlaste no de una, sino de
dos de tus compañeras. Es un acto muy cobarde acusar a otro
de lo que hiciste tú, jno te parece? Pero yo no hice nada, sólo
lo escribí, alegaba. El editor, nervioso, me pidió permiso para
adelantarse a salir del elevador. Estaba tan absorto que casi lo
dejo entrar a su casa sin meterme detrás. ¡Qué haces!, gritó.
En tercera, me decía mi profesora, corroborada por el ros-
tro pesaroso de mis padres, acusaste de violencia haciendo
como si fuera algo bueno, jo si no por qué pusiste que felicita-
bas a tu compañera si ella le picó los ojos? No podían, incluso
con el culpable desenmascarado, dejar de aludir a la pobre
niña de ojos rasgados y cabello rubio que tanto me gustaba.

jQué tienes que decir al respecto?,le dije sin querer al edi-


tor externando mis cavilaciones. iQué haces? ¡Lárgate cabrón!
¡NOte conozco!, me gritó. Pero no me moví. jEs una broma?
Voy a llamar al portero, salte pero ya, dijo. Como su seducto-
ra musculatura fácilmente me hubiera sometido en un duelo a
puños, me apresuré a sacar de la bolsa, como quien saca de
mala gana un pastel apachurrado, mi pistola.

El tipo se quedó quieto. jQué quieres? Llévate lo que quie-


ras y vete, dijo retrocediendo. jTienes, de pura casualidad, esa
nueva biografía de Kafka de la que habla todo el mundo? Es
que quiero corroborar unas palabras, sus últimas, aquello que
le dijo al doctor de Mátame o de lo contrario serás un asesino.
Las últimas palabras de Franz Kafka, indica la audioguía,
no las escribió Franz Kafka, sino su pareja, Dora Diamant, a la
que le dictó poco antes de fallecer: No es un muro de sombras,
es la vida, querida, dulce vida apresada en laforma de un muro.
El editor retrocedió un paso. Sonrió y dejó de sonreír. k
otra vez. Sonrió y dejó de sonreír. De repente su mirada ner-
viosa me dio a entender que sabía exactamente quién era yo y
a lo que iba, aunque no parecía recordarme de aquella fiesta
lejana. Levantó sólo un poco las manos.

A ver, se interrumpió, no sé, no sé a qué, o bueno, ja qué


estás jugando? Es que no he podido comprar el libro y pensé
que va a ser muy incómodo buscarlo aquí después, dije. jDes-
pués de qué?, preguntó palideciendo.

Como un destello me vino a la mente el gesto sádico de mi


profesora de primero de primaria. Para librarme de ella, tuve
que recurrir a una artimaña que me aconsejó un niño de quin-
to al que le conté mi caso. Tú diles que te arrepientes, me reco-
mendó, diles así, me arrepiento, y te van a dejar salir al recreo.

Ignoro si ya conocía el significado del arrepentimiento


pues mi familia no es religiosa y nunca había presenciado una
misa u oído un rezo. Supongo que, si entendía la palabra
inmenso, ya debía saber lo que era el arrepentimiento.

Tal cual me aconsejó el niño de quinto, al siguiente día


acudí al interrogatorio escolar y lo recité en voz baja y sin cam-
biar una letra. Me arrepiento, dije cerrando los ojos y luego
abriendo uno para averiguar el veredicto. Bueno, bueno, me
calmó la profesora, me parece que la lección ya la aprendiste, y
no lo vas a volver a hacer, jverdad? Me pareció una pregunta
necia. Claro que no lo volvería hacer, plagiar la comedia nunca
obtiene buenos resultados, perdería toda la gracia.

jDespués de qué?, insistió ya con la voz quebrada el editor.


Siéntate, le ordené con mi pistola, jqué opinas del plagio? Su
rostro se transformó en una pintura noruega, como si pensa-
ra: ¡De esto se trata! jEste demente cree que lo plagié?

jDe qué hablas?, preguntó Jekyll.

Estoy pensando en el autoplagio, dije, como en volver a


hacer las mismas cosas, repetirse. Todo esto comenzó, aunque
no lo creas, porque estaba intentando escribir mi segunda
novela.

jY quieres que te la publique?, el editor bajó las manos, jde


eso se trata? No. Qué vergüenza, espera, dije. Tomé aire. Estoy
cuestionándome el autoplagio como un chiste repetido, o ni
siquiera un chiste, cualquier historia. Como cuando te cuen-
tan una historia que ya conoces y resulta incómodo porque no
quieres interrumpirla, pero ya sabes lo que va a pasar, jme
entiendes?

Carajo, dijo el editor y no sé si empezó a.llorar porque me


distraje evaluando su biblioteca. Tenía una edición bellísima
del Sartor Resartus. Lo que hubiera dado por ese libro. Pero
ése, a diferencia de la biografía de Kafka, no podía llevármelo.
Los libros extraños no se deben conseguir de buenas a prime-
ras, deben aparecer por casualidad literaria, de otro modo
pierden su valiosa extrañeza.
Ya dime por favor qué quieres, dijo Jekyll. Vengo a matar-
te, le dije. iPor qué? Es que, titubeé, no me gusta lo que repre-
sentas y, además, no sabes cómo me molesta que seas tan cool,
tan chévere, tan simpático y bello.

iQué?, murmuró.

No puedo evitarlo, me destruye cuando te veo en las pre-


sentaciones, o en videos, para colmo eres fotogénico, dije. El
editor se incorporó no sé si halagado, pero sí demostrando un
nuevo tipo de incomodidad. No lo soy, dijo. Es innegable,
señalé su semblante de arriba abajo con la pistola, eres bello y
no lo tolero. iY por eso me quieres matar?, preguntó. Entre
otras razones, dije.

Se cruzó de brazos. Distinguí en otro librero Molloy de


Samuel Beckett y pensé en mi madre, a la que seguía sin atre-
verme a llamar. Eran las doce menos cuarto. Tú y yo nos cono-
cemos, jverdad?, dijo de pronto. Sí, jno eras el que estaba
escribiendo una novela sobre Becerra? Bufé con ironía, pero lo
cierto es que le daba puntos que me recordara. Sí, era una
novela sobre la muerte de José Carlos Becerra, jno? jqué fue
de eso? Parecía muy interesante, jno nos la ibas a mandar?, ali-
geró el tono. No, bueno, es que me di cuenta de que yo no que-
ría escribir sobre Becerra, yo quería ser José Carlos Becerra,
pero para eso hay que guardar los poemas en la cajuela del
auto, matarse en un accidente y así evitar la burocracia de la
consagración, dije. iCómo está eso?, suena interesante, dijo el
editor, tenía un título raro, jno? Agenbite of inwit, dije.
iAyenqué de qué? En verdad , dije, yo sólo quería escribir la
bitácora de un instante, algo que pasó a las once cuarenta y
cinco de la mañana, pero perdí la brújula. Oye, dijo el editor,
iy por qué no pruebas con ese título? Bitácora de un instante
suena bien, el otro nadie va a saber pronunciarlo. No, no, le
apunté directamente al pecho, no quiero seguir con ese tema.
Agitó los brazos y se replegó en el sillón mirando al vacío. Los
dos nos quedamos callados como idiotas.
Antes de Agenbite of inwit este diario sin días se iba a titu-
lar La muerte del editor y tenía por objetivo, en contra de los
filósofos de cabecera, probar que Dios no ha muerto y por eso
es nuestro deber ensayar su homicidio cada día. Pero mi abue-
la me pidió una vez que, por favor, escribiera cosas bonitas, o
algo que la gente pudiera entender. Si bien fracasé en el inten-
to, quiero que quede constancia de que intenté hacerle caso.
Mira, oye, tuvo que llamarme la atención el editor. Ahí, en
los estantes de abajo tengo un álbum familiar, dijo. Esperaba
un comentario más agudo de alguien como tú. Lo que digo,
señaló el editor moviendo vagamente el brazo, es que ahí
tengo fotos mías de chiquito en las que descubrirás que no soy
guapo ni cool. Están por aquí. Hizo el ademán de levantarse y
lo devolví a su sitio con un aleteo de la pistola, pero no me dio
placer hacerlo.

Bueno, tú sácalos o haz lo que se te pegue la gana. Le seguí


la corriente y saqué un grueso álbum de tapas rojas. No, no, el
azul, indicó el editor. Saqué el azul y me acerqué al sillón sin
dejar de apuntarle. Quería que se diera cuenta de su flagrante
mentira. Él era suculento, sofisticado y, además, olía delicioso.
El editor tragó saliva y se inclinó ligeramente hacia la izquier-
da, lejos del cañón que le apuntaba.

LO ves?, señaló. iDe veras eres tú? La cara del adolescente


imbécil junto a su dedo índice era espantosa. Sí, soy yo en la
secundaria. Y hay unas peores, dijo. Qué vergüenza, esa pelu-
ca fofa que llevaba por cabello no me provocó risa sino un
poco de asco.

iDe veras eres tú?, preguntaba sin cesar. No me lo podía


creer. Y mírame en esta otra, dijo el editor, no soy nada foto-
génico tampoco. Es increíble, dije. Y éste, de plano, dijo Jekyll
señalando una foto en la que aparecía con el uniforme de Jorge
Campos, fue el peor día de mi vida.

Ya parecíamos dos amigos revisitando recuerdos vergonzo-


sos. Bueno, basta, cerré el álbum. No puedo más, dije. El edi-
tor aguardó mi veredicto. iY cómo le haces?, pregunté, jcu4.l
es tu secreto? iCÓmo te transformaste?

Creí que no me iba a contestar, pero supongo que una pis-


tola puede ser persuasiva. Es la cera del cabello, supongo, dijo
él. iQué marca usas? No podía creer su transformación, la
revelación me había aletargado y su sillón era uno que anun-
ciaban en la tele con más de cincuenta puntos a favor del pla-
cer lumbar.

No lo sé, hizo ademán de levantarse, ipuedo? Se lo permi-


tí, ya no me importaba, nada me importaba. iHace cuánto que
no hablaba con mi madre? Tal vez el autoplagio es culposo
porque implica una vuelta cómoda al discurso en el que nos
convertimos. El editor caminó con precaución hacia el baño y
lo seguí sujetando la pistola como quien ofrece la mano para
que se la besen.

Es ésta, me tendió un frasco negro, te la aplicas por la


mañana y el cabello luce brillante pero opalino, ordenado sin
que parezca que lo hubieras intentado mucho. Cogí el frasco y
leí los componentes. De eso también se trata la literatura, dije.
iCómo? La literatura hoy en día, insistí, de eso se trata. De que
luzca bien, sin que parezca que el autor se esforzó mucho, jno?
Puede que sea verdad, reflexionó a media sonrisa.. Le tendí la
cera de vuelta y me refrenó: Llévatela. Me guardé el frasco en
el bolsillo y me encaminé hacia la puerta. Gracias, fue lo últi-
mo que dije antes de dispararle.
El editor se desplomó a mis pies y tuve que sortear su cuer-
po para buscar la biografía en dos tomos de Franz Kafka. Se
suponía que el biógrafo había hecho un trabajo tan exhaustivo
que ya nadie podría decir nada nuevo de Kafka después de su
publicación. No me costó mucho encontrarlo, todavía estaba
en su envoltorio. Antes de irme, incendié los dos tomos en un
bote de basura y aproveché la línea telefónica. Marqué el nú-
mero con la clave lada y le dije a mi madre que estaba listo
para volver.

iEstás bien, mi amor?, me dijo a once mil kilómetros,


idónde estás? Tu papá se quedó muy preocupado, ya no nos
contestaste ni llamadas ni nada. iDónde has estado? TU mujer
ya tuvo al niño? La interrumpí antes de que hiciera otra pre-
gunta dolorosa. Todo está bien, mamá, dije aunque yo la llamé
por su nombre.

iY ella?, todavía se atrevió a preguntar. Me quedé en silen-


cio. iY ella?, insistió. Bueno, lo que pasa, madre, dije, aunque
yo la llamé por su nombre, es que ella no existe. O sí existe,
pero no conmigo. 20 sea que no hay niño?, me dijo como
quien vuelve a casa tras un largo período y descubre que su
casa ya no existe. Bueno, si me curo, dije, podría hacerlo, pero
no me voy a curar porque no me da la gana. iY entonces,
Esteban?, dijo mi madre, iqué has estado haciendo todo el
año? ¡Mamá!, grité con brusquedad, aunque yo grité su nom-
bre, iya todo está bien, todo estará bien, felizmente!
;Porco dio!, resonó en la cocina, ¡Esteban0 hiciste un desas-
tre! Me levanté con sigilo, pero otra silueta me distrajo al des-
plazarse con dirección al baño. ;Y a Jesús que aún es chi-qui-ti-
i-to, un trocito le daré!, iba cantando la inglesa. En la cocina
estaba el italiano tratando de apagar las llamas del basurero
incendiado. Al ver mi tiradero, me decidí a gritar una palabra
que llevaba años queriendo expulsar: ¡Renuncio!

Volví a mi habitación y encontré, ya listas, las maletas. Me


las cargué al hombro y admiré, despoblado, el fiel escenario de
mis noches. Descolgué el póster de Madre con hijo muerto, lo
enrollé y me lo guardé en la mochila como un ninja al enfun-
dar su espada. Me despedí con lujo de silencios. Mis compa-
ñeros de piso ya estaban otra vez en el sillón, apachurrados,
fumando hierba. Subí de dos en dos las escaleras, entregué la
llave a la casera y salí, mareado de instantes, a mi barrio de
aspecto cursi.
Apenas di unos pasos, me paralizó una voz grave. iEsteban
Gullit? Dejé caer mi maleta. Era el hombre siniestro. Lo adver-
tí más viejo y repugnante, como si no se hubiera dado un baño
desde nuestro último encuentro. Camine conmigo, me dijo
alcanzándome el paso. Sentí ganas de abrazarlo, a fin de cuen-
tas era, tal vez, el único amigo que me quedaba. No podía
localizarlo por ningún lado, me comentó, según mis informes
estuvo usted en Portugal, bonito lugar, sin duda económico,
jtuvo oportunidad de degustar los platos típicos?

Creo que no he salido de mi habitación en todo el año, le


dije, y ya me voy de vuelta a casa. Pero casa, pensé, es una
palabra intercambiable, el mismo principio de cuatro, cinco,
seis letras cadavéricas. Casa es el oído de ella si me escucha,
me dije. El rostro del hombre siniestro configuró una señal de
alerta. Pero no puedes irte tío, te vas en el peor momento.

Admití que tenía razón, pero igual recogí mi maleta y quise


seguir andando. Vaya, veo que está usted determinado a lar-
garse, dijo. En verdad sabía que no podría evitar su fuga, sólo
venía a darle esto. Entró al v e s t h l o de mi edificio y sacó del
buzón un sobre tamaño carta. Le faltó poco para la matrícula
de honor, me dijo, se sacó un sobresaliente. Abrí el sobre y
encontré mi diploma del máster y una carta arrugada.
Felicitaciones, rumió el hombre siniestro.
Guardé el documento y le tendí una mano dubitativa.
Nunca supe de bien a bien cuándo se deben estrechar la mano
los europeos. Según mis averiguaciones, comenzó como una
costumbre medieval para darle a entender al otro que no se iba
a blandir la espada. El hombre siniestro me dejó la mano en el
aire y se alejó carraspeando. Observé mi mano con atención,
la cerré en un puño y la volví a extender atendiendo a las mar-
cas rojizas que no tardaron en desvanecerse.
Antes de Agenbite of inwit este libro iba a ser un extenso
poema de amor. Estaba a punto de pasarlo en limpio cuando
me di cuenta de que la poesía sentimental, en estos días, sólo
tiene sentido si uno compra un Volkswagen 1500 en Ale-
mania, guarda los poemas en el maletero, conduce hasta Italia
y se mata sin querer en una curva antes de embarcarse hacia
las islas griegas. Los poetas en la actualidad traducen al len-
guaje del cinismo los poemas sentimentales que hubieran
deseado publicar en su juventud. Sólo los muertos pueden
darse el lujo de hacer lo contrario. Así que ahora no tengo
nada que hacer además de sonreír, basta con salir a la c d e y
sonreír porque la historia duró demasiado como para acumu-
lar sentido y si quiero que tenga algún valor, pensaba con el
manuscrito entre las manos, debería devolverlo al buzón, bajar
al metro y arrojarme a las vías.
O podría vivir aquí, en este párrafo, releyéndome. Rele-
yéndonos sin continuar porque esta es la tercera llamada, jter-
cera!, y esta mañana, a las 11:45, temí por ti irracionalmente y
me di cuenta de que yo sólo quería contarte una historia dis-
tinta, sobre todo una que no hablara de nosotros, una que no
te dejara ver mi vida porque mi vida se fue a la mierda hace
mucho tiempo y, en verdad, nunca hubo a dónde volver.
Dejarte ver mi vida como si abriera la ventana de un abis-
mo. La palabra será la luz que atraviese esa ventana y el silen-
cio, de letra en letra, el viento.

Escribo de a poco porque, si no lo apreso, se me escapa. El


lenguaje. Hoy no es tu cumpleaños, pero si me lees el quince
de febrero puedes leerme en tu cumpleaños.

Puedes leerme un día de abril, o en el velorio de un farni-


liar lejano. De preferencia después. Ya sé que igual que tu
madre, y la madre de tu madre, temes disturbar las aparien-
cias.

No es un ejercicio estilístico. A las 11:45 de esta mañana


temí por ti. Pensé en mandar un mensaje, o iniciar una video-
llamada en la que tú, que no eres tú, aparecieras.

La casa, ese cascarón vacío, en mi imaginación emerge de


un cuadro pantanoso. Mi casa es una pantalla de catorce pul-
gadas donde, más que rostros, veo plegarias.

El partido de los Vikingos no va bien y mi padre, con una


máscara de once mil kilómetros, dice: Mañana te deposito. Tú
me gritas: ~ T o bien?
~ o Pero sé que ésa no eres tú.
Quiero meter las manos en el pantano que los dos habitan
y lavármelas y frotármelas con el agua envejecida de su amor,
que existe.

Nunca en mi vida los vi darse un beso. Solamente una vez atis-


bé un breve roce de labios en el funeral del abuelo. Desde enton-
ces el amor se parecía a morirse de algo que no era la muerte.

A las 11:45, también temí la tuya. Un paro cardiaco en el


automóvil de camino al trabajo, en la radio la emisora de
música clásica y en tu mirada el cielo.

De la noticia no me enteraba hasta el día siguiente, cuando


mi padre al fin tenía el coraje de llamarme con las palabras
previamente escritas, organizadas como un rezo.

El luto como una tristeza alfabética, el ejercicio narrativo


de poner en palabras la tragedia, convertirla en información y
comunicársela a la persona que más quieres.

El luto como una literatura que, al dar el salto a la ficción,


dialoga con sus semejantes, ya no con la carne y hueso sino
con los signos que inmortalizan las historias.

El conflicto del extranjero es que no quiere compartir su


desgracia. Que no le contara a nadie de la muerte de su madre
revela cuánto le importaba.

Mi lema es lo que dice cuando el cura va a su celda y le


exige que se arrepienta: Ninguna de tus certezas vale lo que un
cabello de María.
De mujer, dice un cabelb de mujeu. Antes leía un cabello de
María porque me imaginaba que también pensaba en ella.
Ahora creo que pensaba en ti, madre.

O en ambas. O en ninguna. Tal vez se refería a una mujer


simbólica, que es el origen. Y ninguna eternidad vale más que
un instante en el vientre.

Para bien o para mal, nacimos de un vientre herido. El apa-


reamiento de dos extraños nos trajo aquí. En otras palabras,
eres la última de mis certezas.

Antes del accidente ya eras dos, pero sabías ir y venir de


una máscara a la otra, de una vida a mi vida. Después del acci-
dente te partiste.

Es inútil que contigo use la palabra accidente por más que,


al igual que a tu madre, y a la madre de tu madre, nos intere-
se conservar las apariencias.

Tal vez sea más adecuada error. Porque yo no quería que


pasara lo que pasó después, pero creo que en ese instante sí
quise empujarlo.

Rodó por las escaleras y, durante el lapso en el que la gra-


vedad paralizó los gritos, rogué a una idea inventada que las
escaleras, como las de la alberca, tampoco existieran.

La palabra cráneo tiene adentro la palabra golpe. Cuando


no se quiebra se llama cabeza. Y es que la palabra cráneo no
tiene piel ni cabello.
Me dijo hermano buscándome las manos y lo llevamos al
hospital que se convirtió en el nuevo hogar de la familia. Mi
primo aprendió a engañar a la máquina expendedora.

O eso me decía. Ahora que lo pienso, nadie puede engañar


a las máquinas expendedoras, pero él llegaba al pasillo de tera-
pia intensiva y me decía que la había truqueado.

De pie, no podías mirar a nadie a los ojos. Observabas la


ventana de urgencias como quien observa un acuario sin
peces. Si no era un doctor, el que te hablaba era un recuerdo.

Una noche oí que alguien te hablaba de las consecuencias.


Un caso similar había ocurrido en su familia y tal vez era
morbo, o aburrimiento, o tal vez veía el futuro.

Si pasa lo peor, tienen que ir al Ministerio con un abogado


y Esteban deberá entregarse. Porque si llegan ellos con testi-
gos, la cosa se va a complicar, te dijo.

Tú lo borraste de tus ojos sin poder dejar de oírlo. Sí, sí,


dijiste con el rostro frío. Los dos creían que yo estaba dormi-
do, pero no había de qué preocuparse.

En la primaria, los viernes, una estudiante de letras venía a


contarnos cuentos antiguos. Yo creía que ella los había escrito.
Supe después que eran historias de la mitología grecorromana.

De niño, la que me conmovía era la historia del padre de


Teseo. Incluso en ese lapso convulso recurrí a la literatura
como mi última aliada.
Ahora me pregunto y creo conocer la respuesta: para qué
sirven las historias? Para compartir la culpa de estar solos.
Apenas lo escribo y ya me suena a perogrullada.

La primera cirugía fue exitosa y esa noche dormimos tú y


yo abrazados en la cama de mi tía, que era la que vivía más
cerca del hospital. Nos despertó la llamada.

El cerebro de mi hermano era un laberinto y mi hermano


también era Teseo, tratando de seguir el hilo para llegar a la
salida. Pero en su cráneo había muchos minotauros.

Antes de zarpar con destino a Creta, nos contó la estudian-


te de letras, Egeo le hizo prometer a su hijo que si triunfaba,
intercambiaría las velas negras de su barco por velas blancas.

Egeo subía todos los días al cabo de Sunión en busca del


barco en el que regresaría su hijo. Pero Teseo se olvidó de cam-
biar las velas y Egeo saltó al mar que ahora lleva su nombre.

El doctor, por teléfono, te pidió autorización para realizar


una segunda cirugía aun más delicada. Ay no, te oí decir, y
seguido de la palabra no, dijiste que no era justo.

Sordello es otro personaje que no se arrepiente porque no


tuvo miedo y acompañó a Dante en el purgatorio. Y yo no
puedo leer más de lo que ya leo, madre.

iSe arrepiente?, le pregunta el cura a la torturadora y ella


responde: Como todos, padre, como todos.
Pues rece. Y ella, madre, dice que no puede rezar más de lo
que ya reza. Pues yo no la veo rezando, parece pensar el cura.
Pero sí que rezamos, yo recé y seré ridículo.

Me daba tanta vergüenza porque creía que mi hermano, si


en algún plano metafísico me escuchaba, se burlaría de mis
necedades católicas. Le rezaba a Engels, entonces.

Engels siempre parece un tipo amable. Es como el amigo


benévolo del comunismo que le presta sus apuntes y lo escu-
cha hablar de sus citas privadas con la historia.

La cirugía duró seis horas y nosotros ya no podíamos ver-


nos a los ojos. Entonces decidí subir al puente y buscar las
velas blancas.

Mi padre sería el barco que, o bien lo traería a salvo en una


sonrisa, o me llevaría su cadáver vertido en lágrimas. No quie-
ro vivir en esta historia, me dije. Si las velas son negras, me
dije, salto a la muerte por aire.

Han pasado cinco años. El olvido, sin importar los días de


por medio, es una victoria frágil. El olvido siempre es un caso
abierto.

Sólo hacía falta que Berlín desequilibrara mis certezas.


Madre con hijo muerto, madre, es una escultura de una madre
abrazando a su hijo muerto.

Para colmo, la vi sepultada en nieve. A través de la lente de


mi cámara, vi lo que más temías en la ventana de urgencias.
Corrí del recuerdo y no había adónde correr.
No sentí, tal cual, que me convirtiera en ficción, pero sí me
partí en dos como tú, y lo que más asco me dio es que me
sentí, de nuevo, poético. De nuevo literario.

Esto lo contaré en mi próxima novela, me dije, y ella, que


vive ahí, madre, existirá si la escribo. Si salto de la carne al len-
guaje, si me convierto en línea, quizá estaremos juntos.

Al principio, a la clínica, tú ibas a visitarme, pero me hacías


más daño. No podía ver más que el acuario vacío y a la que
eres, la que ahora eres, que no eres tú.

La doctora se preguntaba qué sanaría primero, si mi mente


o mi cuerpo. Como si la mente pudiera sanar. Como si el cuer-
po no le perteneciera.

Se refería a los huesos, madre, pero jcómo hacerle entender


que la más mínima dolencia llevaba el rostro y la voz de un muer-
to? Me recomendó escribirla. Mi historia. Me dio pluma y papel.

Volvía cada mañana y recolectaba mis escritos. Les ponía


un clip y se alegraba porque creía que me estaba curando.
Luego se iba a atender a otros pacientes y yo le decía vuelve.

No podíamos costear la clínica y me llevaron a la casa


donde una vez viví toda mi vida. Arreglaste cada detalle para
que nada me lo recordara, pero sus notas seguían apareciendo.

No sé si mejoré o si, poco a poco, dejó de importarme. Los


ya pasó y los quedó atrás me obligaron a aceptar que, como no
iba a saltar otra vez, más me valía el cinismo.
Me dijiste vete a Europa, como si la distancia no fuera el
disfraz más ridículo de la memoria. Si no te gusta vuelves, yo
estaré bien, me dijiste, todos vamos a estar bien del otro lado.

Te veo en el cuadrado pantanoso a un lado de mi padre.


Sonríes. iDe dónde sacas la fuerza para convertirte en la mujer
que sonríe?

A veces tenemos que ser cínicos. Sin cinismo uno se deja-


ría vencer. Te hablé de mis amígdalas. Todavía me duele un
poco la garganta, te dije. Ay amor, hazte un té de jengibre.

Qué belleza. Eres una mujer bella y hoy, a las 11:45, temí tu
muerte. En mi patria lejana vi tu muerte, aunque esa patria sea
una palabra hueca.

Recuerdo que, cuando le dije a ella lo mucho que extraña-


ba mi casa y ella me contestó que me acompañaría si quería
volver, sentí primero miedo y luego asco.

Doy vueltas por tu nombre, madre, y no me queda claro


qué te obliga a quedarte en mis palabras. A decir verdad, doy
vueltas por todos lados, o no doy vueltas. Voy y vengo de nin-
gún lado.

Voy y vengo como quien tiene un dilema. iY no tengo nin-


guno! Me digo Esteban, ipor qué haces como que piensas si no
estás pensando en nada? Me digo bueno, continúa.

No me queda mucho más que decir. Mis amígdalas están


mejor, mamá, jno te alegra? Apenas comienza el futuro y en
unos años te contaré que a veces en Europa quería partirme de
la risa.
A veces, sólo a veces me daban ganas de salir de casa, bajar
al andén y acabar con todo esto.

De una vez acabar. Pero el otro día lo hice y cuando estaba


frente a las vías recordé que ella me dijo una vez que quería
tener conmigo un hijo.

Y yo le dije que si algún día me curaba de esta enfermedaa


lo tendríamos. Pero también recordé que, en el puente, prome-
tí que si aparecía mi padre con las velas negras saltaría.

Y cuando vi a mi padre acercarse anegado en lágrimas, con


el cadáver de mi hermano vertido en lágrimas, cerré las manos
frente al mar que no lleva mi nombre y me quedé jugando al
aire.
Catálogo

1. Manuel Turégano, Kein AusweglNinguna salida

2. Aldo Alcota, Guayacán/Virgen Bacon

3. Bárbara Blasco, Suerte (2"ed.)

4. Fernando Blanco Inglés, Arquitectura del sueno

5. Sergio Marín, El Sanatorio (en llamas)

6. Carlos Michel Fuentes, Maldita seas tristeza

7. Sergio Pinto Briones, DE FACTO

8. Ariana Harwicz y Sol Pérez, Tan intertextual que te desmayás

9. Jerónimo García Tomás, Trama de grises

10. Alejandro Zambra, Mudanza

11. Rodrigo Rey Rosa, La cola del dragón

12. Joaquín M" Azagra Caro, Arrepentimientos, incisiones, pig-


mento~e incógnitas

13. Albert Garcia Hernhdez, Tres díaslTres dies

14. Javier Navarro, Tableaux Vivants

15. Robert Fitterman, No, un momento. Ajá. Sin duda me odio


todavía a mí mismo
16. Ernesto Endara, Panamá split

17. José Luis Muñoz, Marero

18. Jesús Zomeño, De este pan y de esta guerra

19. Carlos Ríos, Manigua/El artista sanitario

20. María Salgado, Hacía un ruido. Frases para un film político

21. Alejandro Espinosa Fuentes, Nuestro mismo idioma

22. Rafael Camarasa, Lo normal

23. Jesús Zomeño, Guerra y Pan

24. Pablo Silva Olazábal, Conversaciones con Mario Levrero

25. Rafael Soler, El último gin-tonic

26. Diego Alfonsín, Heidelberg y otros relatos

27. Jesús Zomeño, El cielo de Kaunas

28. Alejandro Espinosa, Agenbite of inwit

www. edicionescontrabando.com
Este libro terminó
de imprimirse en
Navarra el mes de
diciembre de 2018

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