Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
—Es de Mrs. Johnson, una amiga de mi tía. Me comunica que mi tía murió
anteayer—. Hizo una pausa y después prosiguió: —El funeral será mañana.
¿Cree que podré tomarme el día libre?
—Por supuesto, ya lo arreglaremos.
—Gracias, Mr. Stevens. Ahora, discúlpeme, pero preferiría estar unos
momentos sola.
—No faltaría más, Miss Kenton.
Me dirigí hacia la puerta y, en cuanto puse los pies fuera, me di cuenta de
que no le había dado el pésame. Pensé en el duro golpe que supondría para Miss
Kenton aquella noticia, puesto que, a todos los efectos, su tía había sido para
ella como una madre. Así que me detuve cuando aún iba por el pasillo, dudando
si debía volver, llamar a su puerta y rectificar mi descuido. Se me ocurrió, no
obstante, que si entraba podía interrumpirla en un momento embarazoso. Era
muy posible que Miss Kenton estuviese llorando en aquel mismo instante, a unos
metros de mí. Sólo pensarlo me causó una sensación extraña. Me quedé un rato
parado en medio del pasillo, y finalmente juzgué que era más apropiado esperar
y expresar en otra ocasión mi condolencia. Seguí, pues, mi camino.
KAZUO ISHIGURO, Lo que queda del día (1989).
Traducción de Ángel Luis Hernández Francés.
166
interesante la distancia que media entre la apariencia y la realidad, y para
mostrar cómo los seres humanos distorsionan o esconden ésta. No se trata
necesariamente de una intención consciente o maliciosa por su parte. El
narrador de la novela de Kazuo Ishiguro no es un hombre malvado, pero su
vida se ha basado en la supresión y evasión de la verdad, sobre sí mismo y
sobre los demás. Su relato es una especie de confesión, pero está infestada
de retorcidas justificaciones de su propia conducta y alegatos en defensa
propia y sólo al final consigue entenderse a sí mismo, demasiado tarde para
que le sirva de algo.
La historia-marco se sitúa en 1956. El narrador es Stevens, el
mayordomo, ya mayor, de una mansión inglesa, antaño la finca de Lord
Darlington, ahora propiedad de un rico norteamericano. Aceptando la
sugerencia de su nuevo jefe, Stevens se toma unas cortas vacaciones en el
oeste del país. Su motivación privada para hacerlo es reanudar el contacto
con Miss Kenton, ama de llaves en Darlington Hall en la época de
entreguerras, que fue el momento de esplendor de la mansión y de Lord
Darlington, el cual organizaba en su casa encuentros oficiosos entre
políticos de alto nivel para discutir la crisis europea. Stevens tiene la
esperanza de convencer a Miss Kenton (sigue llamándola así, aunque ella
se ha casado) para que, saliendo de su reclusión, ayude a resolver una
crisis de personal en Darlington Hall. Mientras viaja, recuerda el pasado.
Stevens habla, o escribe, en un estilo quisquillosamente preciso y
estirado; en una palabra, en una jerga de mayordomo. Objetivamente
considerado, ese estilo no tiene el menor mérito literario. Carece por
completo de ingenio, sensualidad y originalidad. Su eficacia como vehículo
para esta novela reside precisamente en nuestra creciente percepción de su
falta de sintonía con lo que describe. Progresivamente vamos deduciendo
que Lord Darlington era un aprendiz de diplomático de lo más chapucero,
que creía posible apaciguar a Hitler y que colaboró con el fascismo y el
antisemitismo. Stevens nunca se ha admitido a sí mismo o a otros que los
acontecimientos posteriores desacreditaron totalmente a Darlington, un
hombre por lo demás débil y poco simpático, y se enorgullece del
impecable servicio que le prestó.
La misma mística del criado perfecto le hizo incapaz de reconocer
como tal el amor que Miss Kenton estaba dispuesta a ofrecerle cuando
167
trabajaron juntos y le impidió corresponderla. Pero un recuerdo vago,
fuertemente reprimido, de su actitud hacia ella se abre paso gradualmente
en el curso del relato, y nos damos cuenta de que su verdadero motivo para
ir a buscarla es una vana esperanza de deshacer el pasado.
En repetidas ocasiones, Stevens da una visión favorable de sí mismo
que se revela como incompleta o engañosa. Tras haber entregado a Miss
Kenton una carta comunicándole la muerte de su tía, se da cuenta de que «en
realidad» no le ha dado el pésame. Su vacilación sobre si debe o no dar
media vuelta casi nos distrae de esa omisión extraordinariamente burda de
cualquier expresión de condolencia en el diálogo que antecede. Su
preocupación por no interrumpirla en un momento de dolor parece
manifestar una personalidad sensible, pero de hecho cuando encuentra otra
«oportunidad para expresarle mi condolencia» no es eso lo que hace, sino
que critica con crueldad su trabajo, concretamente la supervisión de dos
nuevas doncellas. Cosa característica de él, no tiene una palabra más
expresiva que «extraño» para el sentimiento que experimenta al pensar que
Miss Kenton puede estar llorando al otro lado de la puerta. Puede
sorprendernos que sospeche que es eso lo que está haciendo justo después
de haber observado con agrado la calma con que ella ha recibido la noticia.
De hecho, varias páginas más tarde confiesa que su memoria ha confundido
dos episodios:
168
la triste historia de la vida malgastada de Stevens.
169