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Génesis, transformación
y presencia de los negros
en Colombia
NINA S. de FREDEMANN
JAIME AROCHA
PLANETA
I de
sol
a
sol
Los códigos del sol
[….] Sahíl [o Sahel] que en árabe quiere decir „costa‟, lo cual tiene mucho
sentido, entendiendo que el desierto se comparaba con el mar y el camello
con un barco. De ahí que las ciudades que se erigieron en el Sahíl –Takrur,
Kumbi y Gao- puedan considerarse puertos.
Hace 20 años, para explicar por qué las “huellas africanas” aparecían mejor
delineadas en ciertas regiones, la mayoría de los estudiosos se guiaba por el
punto de vista del antropólogo estadounidense Melville Herskovits. Para él las
culturas negras de América se cimentaban sobre rasgos e instituciones del África,
tenazmente retenidos por los descendientes de esclavos. Pretendía que en el
nuevo mundo el bailes y la música, las creencias y las actitudes, y hasta la forma
como los negros caminaban eran expresiones africanas que afloraban con mayor
o menor fortaleza, según fuera la intensidad del contacto con indios y europeos.
Sugería comparar las manifestaciones de aquí con las de allá a fin de emitir un
concepto sobre el grado de “pureza” de las culturas afroamericanas.
Dentro de este enfoque, el barrio Panamá, de Tumaco, podría aparecer
como escenario de dos legados africanos. El primero sería la proporción
prevaleciente de familias elementales formadas por la madre, las hijas y la prole
de estas últimas. El segundo, la frecuencia con la cual las mujeres cambian de
compañero. Aún si se hicieran listas de etnias africanas dentro de las cuales
ambos rasgos son preponderantes, habría que tener en cuenta que tanto el tipo de
familia como la permutabilidad de vínculos podría ser respuestas sociales
apropiadas a una práctica que los esclavistas mantuvieron vigente durante casi
doscientos años: rotar a sus esclavos entre los trabajos mineros del litoral pacífico
y las labores agrícolas de sus haciendas del valle del Cauca.
A medida que avanzaron los estudios históricos y antropológicos sobre los
negros de ambos continentes, el modelo difusionista heredado de Herskovits se
fue desmoronando. Por una parte, el sistema triangular suratlántico aceleró de tal
forma el cambio social, que la supuesta “pureza” de muchas culturas africanas
resultó ser una aspiración, si no una entelequia de los propios antropólogos. Pero
además, dad la gran variabilidad étnica y lingüística de las regiones occidentales y
centrales de África, era muy difícil pensar en una herencia social común. Y por
otra parte, el argumento referente a la preservación uniforme de un legado
africano demostró ser simplista. Los negreros no capturaban toda una tribu, sino
individuos que no siempre compartían la filiación étnica. Como los cautivos –más
que todo hombres jóvenes- no eran necesariamente vendidos en conjunto, y los
compradores escogían según sus necesidades, cada amo terminaba poseyendo
un número de individuos que se portaban de maneras muy distintas: hablaban
idiomas tan dispares como pueden ser el ruso y el español, y hasta soñaban con
mundo y porvenires que podían no parecerse en nada.
Mintz y Price reflexionan sobre la infinidad de conocimientos, creencias e
información transportados por los esclavos. Sin embargo, para que los negro
llegaran a reconstruir sus instituciones tradicionales en el nuevo mundo les faltaba
el complemento social. En las costas americanas desembarcaban sacerdotes y
sacerdotisas, mas no el sacerdocio ni los templos: príncipes y princesas, pero no
las cortes ni las monarquías.
Tratados como seres infrahumanos, en cuanto a vivienda nutrición y vida
familiar, paradójicamente a los esclavos se les exigía desempeñar trabajos cuyo
éxito en cualquier sociedad depende de que los trabajadores compartan sistemas
de comunicación tan trajinados y probados que permitan una buena coordinación
de sus acciones. Con eficiencia acaso no igualada por el resto de la humanidad,
los africanos en América inventaron nuevos lenguajes en su habla, música y
gestos e idearon formas de organización social de gran flexibilidad.
Así sucedió después de la abolición de la esclavitud, con algunos mineros
del litoral pacífico. Quienes se asentaron en los ríos autónomamente, dieron
origen a los troncos. Se trata de grupos de parientes consanguíneos que remontan
su linaje tanto por la vía materna como por la paterna, hasta un antepasado
fundador de la agrupación. Quien pertenece a un tronce tiene derechos sobre las
tierras mineras y agrícolas reclamadas por el fundador como propiedad de su
descendencia. Esta membresía permite que la gente se integre a la vida
económica de comunidades distintas de la propia, cuando las condiciones de esta
última se deterioran y la supervivencia se dificulta. Tal puede ocurrir cuando los
yacimientos se agotan o el rio arrasa los cultivos. Para mudarse e integrase lejos
de casa, es indispensable tener clara la propia genealogía. Así, con el paso del
tiempo aumenta la preponderancia de los vínculos matrimoniales perdurables. La
estabilidad de las uniones guía la movilidad social de los pobladores de la región.
La cohesión alcanzada por comunidades tales como las mineras del río
Güelmambí, se deriva de un proceso largo y sinuoso dentro del cual disgregación
y reagrupación pueden ocurrir alternadamente. Las poblaciones esclavas vivieron
por lo menso dos clases de reintegración étnica. La una fue de carácter “pasivo”.
Ocurrió con el paso del tiempo, por la simple agregación de personas de idéntica
proveniencia. En primer lugar, las factorías permanecían en la misma región
africana por varios años. En segundo lugar, hubo una captura selectiva que
buscaba satisfacer las necesidades de la colonia en cuanto a determinados
oficios, de acuerdo con los conocimientos de los esclavistas sobre las habilidades
particularmente sobresalientes de ciertas etnias.
De esta primera forma de integración ha dado cuenta del historiador Nicolás
del Castillo. Mediante documentos sobre la historia del comercio esclavista, mapas
y diccionarios de las lenguas africanas, ha reconstruido un panorama temporal y
de predominio étnico. Muestra a Senegambia como la fuente principal de cautivos
hasta mediados del siglo XVI. A partir de entonces y hasta la mitad del siglo XVII,
predominan el Congo y Angola. De ahí en adelante, hasta los primero decenios
del siglo XIX, figuran la costa central, llamada en ese tiempo costa de esclavos; y
de nuevo, regiones del Congo y Angola.
Claro está que, además de los procesos “pasivos”, hubo reintegración
activa. Los bozales se reunían en cabildos conforme a su origen. El gobierno
español autorizó estas agrupaciones desde los primeros días en la colonia,
apoyándose en experiencias anteriores a la conquista de América. Primero en
Sevilla y luego en toda Andalucía, las cofradías de negros abundaban desde el
reinado de Enrique III, y a finales del siglo XII y comienzos XIII, tiempo cuando –
según el historiador Alvarez Nazrio- la esclavitud de africanos en España radicaba
núcleos de población negra en Huelva, Aroche, Ayamonte, Niebla, Gibraleón,
Moguer, San Juan del Puerto y otros lugares.
Los cabildos aún son patentes en el ñañiguismo cubano. En Brasil y
Uruguay se hicieron presentes en las festividades carnestoléndicas, así como el
carnaval colombiano de Barranquilla y más tangiblemente en el cabildo funerario
lumbalú, dentro de la formación actual de la sociedad palenquera.
Los palenques fueron otra forma de reintegración activa. Surgidos ciento
cincuenta años antes del levantamiento de los comuneros, constituyeron la
primera fuerza que se opuso al sistema socioeconómico que los españoles
aspiraban a instaurar en América. Los palenqueros sublevados actuaron como
protagonistas de un trascendental momento histórico del mundo americano. Un
momento que no fue corto. Por el contrario en lugares como Cartagena, se
prolongó por casi todos los años de 1600, llamados por Donaldo Bossa Herazo el
siglo del terror.
De acuerdo con Antonio García, entre 1750 y 1790 el movimiento
palenquero y las tensas relaciones entre amos y esclavos impregnaban un
horizonte tan amplio en la Nueva Granada, que sería factible suponer la existencia
de acuerdos secretos para una posible rebelión general. Con todo, cuando se
levantaron los comunero, el significado y la potencialidad de la insurgencia negra
permanecieron velados dentro de las aspiraciones a la emancipación total de la
Nueva Granada. Tan invisibles, que el texto de las capitulaciones de Zipaquirá no
incluyó artículo alguno en relación con la esclavitud. Tampoco con las condiciones
pactadas desde 1603 entre el gobierno de Cartagena y los palenques, las cuales
les reconocían a los palenqueros no sólo la autonomía territorial, sino derechos
como el de portar armas y hablar su idioma dentro de la ciudad.
Sólo después de firmadas las capitulaciones de Zipaquirá, intentó José
Antonio Galán darle al movimiento comunero un carácter revolucionario. Para ello
buscó ganar negros e indios a su causa. Declaró libres a los esclavos de la mina
de Malpaso e instigó la insurrección de los esclavos de las haciendas del
Magdalena y luego la de los distritos mineros de Antioquia. Aunque fuera un
intento tardío, nos permite preguntar, como lo hiciera Antonio García: ¿entonces
cuándo comenzó la historia de nuestra ideología libertaria y liberadora?
Las estrategias de reagrupación activa se estrellaban contra los códigos del
sol. De ahí que el arte del vestido y la ornamentación corporal, así como el de la
arquitectura y la culinaria, bajo el hierro de la disciplina, tuvieran que esconder sus
texturas y colores, sus formas y sus aromas o disfrazarse con otros tintes,
contornos y sabores. Empleado para borrar creencias y prácticas religiosas, el
terror de la Inquisición obligó a que los dioses africanos buscaran refugio tras las
máscaras y trajes de los santos católicos. Todavía en el siglo XX, lejos de ese
terror colonial, la marimba y el tambor siguen sufriendo la persecución de
misioneros cristianos que insisten en encontrar el pecado hasta en la humedad del
bosque minero del litoral pacífico.
El acoplamiento maldito
Dice Artel:
Y añade:
Bantú o yoruba
o fanti-ashanti,
despierto suena y vibra
debajo de mi pecho
la voz de tu mensaje,
hermano mío, antepasado, padre.
Al evocar la angustia y la desigualdad social en medio de las cuales se
desenvuelve el negro,
Artel también inició el
reclamo de sus derechos
sociales, políticos y
culturales. Tarea esta que
prosiguió el novelista
Arnoldo Palacios, en el
decenio de 1940, con su
obra Las estrellas son
negras, donde la penuria
del Chocó se muestra
descarnadamente, pero
con conmovedora belleza,
tal como si el alma grande
de los negros les
propinara una bofetada de
dignidad a las clases
dominantes. Cuando la
novela se publicó en
1949, se agotó en pocos
días.
NINA S. DE FRIEDEMANN
JAIME AROCHA RODRIGUEZ