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Cuentos Infantiles Políticamente Correctos

James Finn Garner  nos cuenta en su libro "Cuentos infantiles politicamente


correctos" que en tiempos muy lejanos, para amenizar las reuniones, era
costumbre relatarse historias los unos a los otros. Aquellas narraciones orales,
muchas de las cuales llegaron a abrirse camino hasta formar parte del dominio
público, reflejaban el modo de vida de la sociedad de entonces. Eran cuentos
sexistas, discriminatorios, injustos, culturalmente tendenciosos y denigrantes, para
las brujas, los animales, los duendes y las hadas de este mundo.

Aquí les dejo un par de cuentos políticamente correctos según su autor James


Finn Garner

Cenicienta
 

 
Erase una vez una joven llamada Cenicienta cuya madre natural había muerto siendo ella muy niña. Pocos
años después, su padre había contraído matrimonio con una viuda que tenía dos hijas mayores. La madre
política de Cenicienta la trataba con notable crueldad, y sus hermanas políticas le hacían la vida sumamente
dura, como si en ella tuvieran a una empleada personal sin derecho a salario. 
Un día, les llegó una invitación. El príncipe proyectaba celebrar un baile de disfraces para conmemorar la
explotación a la que sometía a los desposeídos y al campesinado marginal. A las hermanas políticas de
Cenicienta les emocionó considerablemente verse invitadas a palacio, y comenzaron a planificar los costosos
atavíos que habrían de emplear para alterar y esclavizar sus imágenes corporales naturales con vistas a
emular modelos irreales de belleza femenina. (Especialmente irreales en su caso, dado que desde el punto de
vista estético se hallaban lo bastante limitadas como para parar un tren.) La madre política de Cenicienta
también planeaba asistir al baile, por lo que Cenicienta se vio obligada a trabajar como un perro (metáfora tan
apropiada como desafortunadamente denigratoria de la especie canina). 
Cuando llegó el día del baile. Cenicienta ayudó a su madre y hermanas políticas a ponerse sus vestidos. Se
trataba de una tarea formidable: era como intentar apelmazar cuatro kilos y medio de carne animal no
humana en un pellejo con capacidad para contener apenas la mitad. A continuación, vino la colosal
intensificación cosmética, proceso que resulta preferible no describir aquí en absoluto. Al caer la tarde, la
madre y hermanas políticas de Cenicienta la dejaron sola con órdenes de concluir sus labores caseras.
Cenicienta se sintió apenada, pero se contentó con la idea de poder escuchar sus discos de canción protesta. 
Súbitamente, surgió un destello de luz y Cenicienta pudo ver frente a ella a un hombre ataviado con holgadas
prendas de algodón y un sombrero de ala ancha. Al principio, pensó que se trataba de un abogado del Sur o
de un director de banda, pero el recién llegado no tardó en sacarla de su error. 
-Hola, Cenicienta, soy el responsable de tu padrinazgo en el reino de las hadas o, si lo prefieres, tu
representante sobrenatural privado. ¿Así que deseas asistir al baile, no es cierto? ¿Y ceñirte, con ello, al
concepto masculino de belleza? ¿Apretujarte en un estrecho vestido que no hará sino cortarte la circulación?
¿Embutir los pies en unos zapatos de tacón alto que echarán a perder tu estructura ósea? ¿Pintarte el rostro
con cosméticos y productos químicos de efectos previamente ensayados en animales no humanos? -Oh, sí, ya
lo creo -repuso ella al instante. Su representante sobrenatural dejó escapar un profundo suspiro y decidió
aplazar la educación política de la joven para otro día. Recurriendo a su magia, la envolvió de una hermosa y
brillante luz y la transportó hasta el palacio. 
Frente a sus puertas, podía verse aquella noche una interminable hilera de carruajes: aparentemente, a nadie
se le había ocurrido compartir su vehículo con otras personas. Y llegó Cenicienta en un pesado carruaje dorado
que arrastraba con enorme esfuerzo un tiro de esclavos equinos. La joven iba vestida con una ajustada túnica
fabricada con seda arrebatada a inocentes gusanos, y llevaba los cabellos adornados con perlas producto del
saqueo de laboriosas ostras indefensas. Y en los pies, por arriesgado que ello pueda parecer, llevaba unos
zapatos labrados en fino cristal. 
Al entrar Cenicienta en el salón de baile, todas las cabezas se volvieron hacia ella. Los hombres admiraron y
codiciaron a aquella mujer que tan perfectamente había sabido satisfacer la estética de muñeca Barbie que
unos y otros aplicaban a su concepto de atractivo femenino. Las mujeres, por su parte, adiestradas desde su
más tierna edad en el desprecio de sus propios cuerpos, contemplaron a Cenicienta con envidia y rencor. Ni
siquiera su propia madre y hermanas políticas, consumidas por los celos, fueron capaces de reconocerla. 
Cenicienta no tardó en captar la mirada errante del príncipe, quien se encontraba en aquel momento ocupado
discutiendo acerca de torneos y peleas de osos con sus amigóles. Al verla, el príncipe se sintió temporalmente
incapaz de hablar con la misma libertad que la generalidad de la población. «He aquí -pensó-, una mujer a la
que podría convertir en mi princesa e impregnar con la progenie de mis perfectos genes, lo que me convertiría
en la envidia del resto de los príncipes en varios kilómetros a la redonda. ¡Y encima es rubia!» 
El príncipe se dispuso a atravesar el salón de baile en dirección a su presa. Sus amigos siguieron sus pasos en
pos de Cenicienta, y todos aquellos varones presentes en la sala que contaban menos de setenta años de
edad y no estaban ocupados sirviendo copas hicieron lo propio. 

Cenicienta, orgullosa de la conmoción que estaba causando, avanzaba con la cabeza alta, adoptando el porte
propio de una mujer de elevada condición social. Pronto, sin embargo, resultó evidente que dicha conmoción
se estaba convirtiendo en algo desagradable o, al menos, susceptible de producir disfunción social. 
El príncipe había declarado de modo inequívoco a sus amigos que tenía intención de «poseer» a aquella Joven
mujer. Su determinación, no obstante, había Irritado a sus compañeros, ya que también ellos la codiciaban y
pretendían poseerla. Los hombres comenzaron a gritarse y empujarse unos a otros. El mejor amigo del
príncipe, un duque tan robusto como cerebralmente constreñido, le detuvo a medio camino de la pista de baile
e insistió en que él sería quien consiguiera a Cenicienta. La respuesta del príncipe consistió en un rápido
puntapié en la Ingle, lo que dejó al duque temporalmente inactivo. El príncipe, sin embargo, se vio
inmovilizado por otros varones sexualmente enloquecidos y desapareció bajo una montaña de animales
humanos. 
Las mujeres contemplaban la escena, espantadas ante aquella depravada exhibición de testosterona, pero, por
más que lo intentaron, se vieron incapaces de separar a los combatientes. A sus ojos, parecía que no era otra
que Cenicienta la causa del problema, 
por lo que la rodearon dando muestras de una nada fraternal hostilidad. Ella trató de escapar, pero sus
incómodos zapatos de cristal lo hacían casi imposible. Afortunadamente para ella, ninguna de sus rivales había
acudido mejor calzada. 
El estruendo creció hasta el punto de que nadie oyó que el reloj de la torre estaba dando las doce. Al sonar la
última campanada, la hermosa túnica y los zapatos de Cenicienta se esfumaron y la joven se vio nuevamente
ataviada con sus viejos harapos de campesina. Su madre y hermanas políticas la reconocieron de Inmediato,
pero guardaron silencio para evitar una situación embarazosa. 
Ante aquella mágica transformación, todas las mujeres enmudecieron. Liberada del estorbo de su túnica y de
sus zapatos, Cenicienta suspiró, se estiró y se rascó los costados. A continuación, sonrió, cerró los ojos y dijo: 
-Y ahora, hermanas, podéis matarme si así lo deseáis, pero al menos moriré
contenta. 
Las mujeres que la rodeaban volvieron a experimentar una sensación de envidia, pero esta vez enfocaron la
situación desde una perspectiva diferente: en lugar de perseguir venganza, comenzaron desprenderse de los
corpiños, corsés, zapatos y demás prendas que las limitaban. Inmediatamente, empezaron a bailar a saltar y a
gritar de alegría, pues se sentían al fin cómodas con sus prendas interiores y sus pies descalzos. 
De haber distraído los varones la mirada de su machista orgía de destrucción, habrían podido ver a numerosas
mujeres ataviadas tal y como normalmente acuden al tocador. Sin embargo, no cesaron de golpearse,
aporrearse, patearse y arañarse hasta perecer todos, desde el primero hasta el último. 
Las mujeres chasquearon los labios, sin experimentar remordimiento alguno. El palacio y el reino habían
pasado a ser suyos. Su primer acto oficial consistió en vestir a los hombres con sus propios vestidos y afirmar
ante los medios de comunicación que los disturbios habían surgido cuando algunas personas amenazaron con
revelar la tendencia del príncipe y de sus amigos al travestismo. El segundo fue fundar una cooperativa textil
destinada únicamente a la producción de prendas femeninas confortables y prácticas. A continuación, colgaron
un cartel en el castillo anunciando la venta de CeniPrendas (pues así se denominaba la nueva línea de vestido)
y, gracias a su actitud emprendedora y a sus hábiles sistemas de comercialización, todas -incluidas la madre y
hermanas políticas de Cenicienta- vivieron felices para siempre. 

Blancanieves
 
Blancanieves era una niña encantadora que provenía de un hogar desestructurado. Sus padres tenían serios
conflictos de convivencia, con episodios puntuales cercanos a la violencia de género, por culpa de ciertos
problemas de adicción de la madre que finalmente dieron al traste con la relación. Después de un intenso
periplo judicial, la custodia de Blancanieves acabó recayendo en su padre, que unos años más tarde rehízo su
vida con una nueva compañera sentimental. 
Blancanieves aceptó la nueva relación de su padre de buen grado y siguió su vida como siempre, colaborando
en movimientos sociales de vanguardia, organizando jornadas de resistencia con el movimiento ocupa  de gran
pujanza en aquel pequeño reino y, en general luchando con distintas organizaciones de izquierda por un
mundo mejor y más justo. 
La madrastra, que era de derechas aunque intentaba disimularlo con cierto aire centroreformista, quería que
Blancanieves hiciera un curso de corte y confección por correspondencia o al menos acabara la ESO, pero ?
eso? no entraba en los cálculos de la chiquilla, cuya fuerte conciencia social y su ideal de lucha por la paz
perpetua y el mejoramiento social de los más débiles, le impedían dedicarse a actividades tan reaccionarias. La
madrastra tampoco soportaba el trajín constante de los amigos de Blancanieves por casa, ni que organizaran
asambleas políticas en el living-room, lugar que dejaban siempre hecho un asco según los patrones caducos
de limpieza de su clase social. Hasta tal punto llegó la tensión entre Blancanieves y su protofascista madrastra,
que el padre se vio obligado a abrir un proceso de diálogo encaminado a acabar con la violencia verbal entre
ambas. Blancanieves, que tenía un corazón de oro, prefirió no tensionar más la relación sentimental de su
padre y decidió irse de cooperante a un bosque cercano, donde podría seguir trabajando por un mundo mejor
sin necesidad de aguantar diariamente a semejante petarda. 
En un bosque próximo a su aldea funcionaba una ONG compuesta por siete personas con disfunciones en el
sistema hormonal del crecimiento, dedicada a luchar contra las multinacionales de la madera, que
amenazaban con esquilmar los bosques del reino. Blancanieves entró rápidamente en contacto con la
organización y quedó fascinada por la gallardía con que sus integrantes se enfrentaban al capitalismo
depredador. En el acto formalizó su solicitud y se puso a trabajar con el resto de sus miembros en el programa
de agitación social del pueblo, para inducirle a rebelarse contra quienes pretendían acabar con su derecho
social al disfrute del paisaje. 

 
Pero la madrastra, que, recordemos, era de derechas, no dejaba de interesarse por las actividades de la
muchacha y estaba cada vez más alarmada con las noticias que le llegaban de su participación en acciones de
comando contra las empresas madereras. Por eso, un buen día se disfrazó de anciana perteneciente a una
minoría étnica y, acercándose a la sede de la ONG, entregó a su hijastra una jugosa manzana previamente
rociada con un potente ansiolítico. En cuanto Blancanieves comió el jugoso fruto entró en un estado de letargo
que le impedía el más mínimo esfuerzo intelectivo. Pasaba los días viendo el programa de Ana Rosa y los
espacios vespertinos de testimonio, sin voluntad para seguir su prometedora carrera en el campo de la
concienciación social, en el que tanto había destacado. 
Las siete personas con disfunciones en el sistema hormonal de crecimiento empezaron a preocuparse cuando
vieron a Blancanieves poniéndose rulos y a hablando con los ojos semientornados imitando a Belén Esteban.
Pero cuando más profunda era la sima en que se encontraba su invitada, un príncipe acertó a pasar por
delante de la sede de la ONG. Las siete personas con disfunciones en el sistema hormonal de crecimiento
tenían cierta relación con el príncipe, pues aunque sucesor de una institución opresora y antidemocrática, era
quien les pasaba la información de las rutas de los camiones madereros, con la cual los siete organizaban unas
emboscadas maravillosas. Enterado de la tragedia, el príncipe les propuso que le dejaran darle un besazo a
Blancanieves. 
- Pero Alteza, ¿Cree que así se curará? 
- Por supuesto que no estúpido, pero si no la beso ahora que está gagá perderé esa oportunidad para
siempre. 
Así que sin dar tiempo a que las siete personas con disfunciones..., etc. etc. etc. dijeran nada, se abalanzó
sobre Blancanieves y le dio un beso a lo Gary Cooper, con tan buena fortuna que la capsulita de haloperidol
que la malvada madrastra había logrado engarzarle en una caries se desprendió por completo. Al cabo de
unas horas, pasados los efectos del veneno, Blancanieves volvía a ser la de siempre, pero con un deseo
mucho mayor de mejorar el maldito mundo a causa del síndrome de abstinencia. 
El príncipe se había enamorado de ella y le propuso abandonar la lucha callejera e irse con él a vivir a palacio,
como pareja de hecho, a cuyo fin había ordenado al Patrimonio Nacional que le hiciera un hermoso palacete
junto a la residencia de la familia real. Blancanieves, que también empezaba a sentir algo por el apuesto
príncipe, aceptó con la condición de que antes de formalizar su relación de hecho tendrían que asistir a un
cursillo de formación de cuadros que una de las siete personas con... impartía esa misma noche en el pequeño
salón parroquial de la aldea. 
El director del curso, por cierto subvencionado por la secretaría de estado de asuntos sociales del reino, tenía
tanto prestigio entre la izquierda del lugar que le apodaban ?El lenincito de la foresta?, aunque para abreviar
todos le llamaban ?Cito?. Esa noche, el príncipe se vio a sí mismo frente a sus propias contradicciones,
aprendió a interpretar la historia de su pequeño reino en clave de lucha de clases, se familiarizó con el
materialismo histórico y captó los rudimentos de la dialéctica progresista, fruto de lo cual salió del minicurso
convertido en un rojazo coronado, especie por cierto no demasiado infrecuente en las monarquías de la
época. 
Blancanieves y el príncipe fueron a palacio y desde las escalinatas proclamaron la dictadura del proletariado en
medio de un vibrante discurso que acabó congregando a la multitud. La gente se perdía cuando Blancanieves
y el príncipe hablaban de los soviets, pero lo de expropiar todos los bienes a los ricos para repartirlos entre el
pueblo le sonaba a música celestial. El rey, creyendo que su hijo se había vuelto completamente imbécil,
recogió sus pertenencias, sus libretas bancarias y la playstation y abandonó el palacio por las mismas
escaleras en las que su hijo se dedicaba a emular a una Scalett O?hara revolucionaria. Mientras bajaba junto a
la reina, abdicó solemnemente proclamando al pueblo: 
- Hala, aquí os dejo a este idiota con la corona. Que vaya bien. 
Blancanieves y el príncipe, ya rey, convirtieron el antiguo reino en una Democracia Popular, Revolucionaria y
Progresista, nacionalizaron todos los bienes de producción, expropiaron a las multinacionales todas sus
pertenencias sin derecho a indemnización, prohibieron las manifestaciones religiosas y la maxi-hamburguesa
de venado, destruyeron todos los restaurantes de comida rápida, crearon un impuesto para gravar las
producciones cinematográficas de un famoso imperio enemigo y promulgaron un decreto aprobando el
divorcio express. 
Y todos, especialmente Blancanieves y su príncipe, fueron muy, muy, muy felices y comieron productos
macrobióticos con pan de soja. 

Caperucita Roja
 

Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un
bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela,
pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representaba un acto
generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; antes
bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como
persona adulta y madura que era. 
Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el
bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita Roja, por el
contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una
imaginería tan obviamente freudiana. 
De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la
cesta. 
-Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma
como persona adulta y madura que es -respondió. 
-No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos bosques. 
Respondió Caperucita: 
-Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu
tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial -en tu caso propia y globalmente válida-
que la angustia que tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo
continuar mi camino. 
Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de
esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para
llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una
línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas
nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el
lecho. 
Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo: 
-Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y
generosa matriarca. 
-Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho. 
-¡Oh! -repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué
ojos tan grandes tienes! 
-Han visto mucho y han perdonado mucho, querida. 
-Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!... relativamente hablando, claro está, y a su modo indudablemente
atractiva. 
-Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida. 
-Y... ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes! 
Respondió el lobo: 
-Soy feliz de ser quién soy y lo qué soy -y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras,
dispuesto a devorarla. 
Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la
deliberada invasión que había realizado de su espacio personal. 
Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnico en combustibles vegetales, como
él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de
intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron
simultáneamente. 
-¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? -inquirió Caperucita. 
El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios. 
-¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de
reflexión en el arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita-. ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por
hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un
hombre? 
Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al
operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron
experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad
basada en la cooperación y el respeto mutuo y, juntos vivieron felices en los bosques para siempre.  

 
 
 
LOS TRES CERDITOS
 

 
Había una vez tres cerditos que vivían juntos en armonía y mutuo respeto
con el entorno que les rodeaba. Sirviéndose de los materiales propios de la
zona que habitaban, se construyeron cada uno una hermosa casa. Un
cerdito se la construyó de paja, otro de madera y el último de ladrillos
fabricados a base de estiércol, arcilla y zarcillos y posteriormente cocidos
en un pequeño horno. Al terminar, los tres cerditos se sintieron
satisfechos de su labor y siguieron viviendo en paz e independencia.
Pero su idílica existencia no tardó en verse desbaratada. Un día, pasó por
allí un enorme lobo malo con ideas expansionistas. Al ver a los cerditos, se
sintió sumamente hambriento, tanto desde un punto de vista físico como
ideológico. Cuando los cerditos vieron al lobo, se refugiaron en la casa de
paja. El lobo corrió hasta ella y golpeó la puerta con los nudillos, gritando:
-¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar! Pero los cerditos respondieron: -Tus
tácticas de bandidaje no te servirán para amedrentar a unos cerditos
empeñados en la defensa de su hogar y su cultura. Pero el lobo se negaba
a renunciar a lo que consideraba su destino ineludible. En consecuencia,
sopló y sopló hasta derribar la casa de paja. Los cerditos, atemorizados,
corrieron a la casa de madera con el lobo pisándoles los talones. El solar
en el que se había alzado la casa de paja fue adquirido por otros lobos
para organizar una plantación bananera.

Al llegar a la casa de madera, el lobo volvió a golpear la puerta y gritó: -


¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar! Pero los cerditos gritaron a su vez: -
¡Vete al infierno, condenado tirano carnívoro e imperialista! Al oír aquello,
el lobo se rió condescendientemente para sus adentros. Pensó para sí: «Va
a ser una lástima que tengan que desaparecer, pero no se puede
interrumpir la marcha del progreso.» A continuación, sopló y sopló hasta
derribar la casa de madera. Los cerditos huyeron a la casa de ladrillo con
el lobo pisándoles nuevamente los talones. Al solar que había ocupado la
casa de madera acudieron otros lobos y fundaron una urbanización de
recreo en multipropiedad destinada a lobos en período de vacaciones,
diseñando cada unidad como una reconstrucción en fibra de vidrio de la
antigua casa de madera e instalando tiendas de recuerdos típicos de la
localidad, clubes de submarinismo y delfinarios. El lobo llegó a la casa de
ladrillos y, una vez más, comenzó a aporrear la puerta, gritando: -
¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar! Esta vez, y a modo de respuesta, los
cerditos entonaron cánticos de solidaridad y escribieron una carta de
protesta a las Naciones Unidas. Para entonces, el lobo comenzaba a
irritarle la obcecación de los cerditos en su negativa a contemplar la
situación desde una perspectiva carnívora, por lo que sopló y resopló y
volvió a soplar hasta que, de repente, se aferró al pecho con las manos y se
desplomó muerto como consecuencia de un infarto producido por el exceso
de alimentos ricos en grasas.
 
Los tres cerditos celebraron el triunfo de la justicia y realizaron una breve
danza en torno al cadáver del lobo. Su siguiente paso consistió en liberar
sus tierras. Reunieron a un ejército de cerditos que se habían visto
igualmente expulsados de sus propiedades y, con su nueva brigada de
porcinistas, atacaron la urbanización con ametralladoras y lanzacohetes y
dieron muerte a los crueles opresores lobunos, transmitiendo con ello un
mensaje inequívoco al resto del hemisferio de no entrometerse en sus
asuntos internos. A continuación, los cerditos fundaron un modelo de
democracia socialista dotado de educación gratuita, un sistema universal
de seguridad social y viviendas asequibles para todos.

Nota del autor:

El lobo de este relato representa una imagen metafórica. Ningún lobo real ha
sufrido daño alguno durante la redacción de esta historia.

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