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Antología

Líneas de Vida
Antología
Líneas de Vida

Desde la Mañana
al Atardecer
© SAN PABLO
Avda. L. B. O’Higgins 1626, Santiago de Chile
E-mail: editorial@sanpablochile.cl
1ª edición - 1.200 ejemplares
Octubre de 2015
Inscripción N°: 258.889

Impresor: Vivar Impresores


San Francisco 1322 Stgo.
Fono: 225569678
Impreso en Chile – Printed in Chile
Presentación

A continuación se publican las obras seleccionadas


y premiadas en el Segundo Concurso Literario Nacional
de Adultos Mayores: “Líneas de Vida”, 2015. La primera
versión de este concurso fue el año pasado y se presenta-
ron 340 obras (poesía y prosa narrativa). En esta segunda
versión se presentaron 920 obras. Un aumento notable
y una evidencia de la capacidad creativa de los adultos
mayores.
Este Concurso Literario se realiza con el esfuerzo
combinado de editorial SAN PABLO y Pastoral Social de
Caritas-Chile, instituciones que merecen ser felicitadas
por abrir un espacio que permite mostrar un aporte
cultural y testimonial tan importante de los adultos
mayores a la comunidad nacional, y logran, además,
que los propios adultos mayores se sientan reconocidos
como personas activas y colaboradoras con la sociedad.
También agradecemos el importante apoyo presentado
por Caja Los Andes y la U3E de la Universidad Mayor.
Las personas que fuimos parte del jurado de este
concurso tuvimos trabajo muy grato, pero a la vez difícil

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para hacer la selección, por la gran calidad de los trabajos
literarios presentados. Después de esta experiencia, al
jurado le queda claro que es una verdad histórica, y no
una leyenda, que Chile es un país de escritores, poetas y
poetisas.
Felicitamos muy sincera y cordialmente a todos los
adultos y adultas mayores que participaron enviándonos
sus trabajos literarios, los invitamos a seguir escribiendo
y a participar en próximos concursos y eventos culturales
que puedan organizar diversas instituciones. El aporte de
los adultos mayores es un enriquecimiento para la cultura
y la convivencia social de Chile.
Les invitamos a disfrutar y apreciar la lectura.

Manuel Pereira López

Fundador y exdirector del Servicio Nacional


del Adulto Mayor, SENAMA.

Vice-presidente del Instituto del Envejecimiento.


Jurado Concurso “Líneas de Vida” 2015.

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Narraciones 2015
Manolo
Osvaldo Octavio Molinari Herrera, 75 años,
Coquimbo.
Obra Ganadora

R
ecuerdo que cuando era un niño con apenas
10 años de edad, vivía en el campo con mis
abuelos maternos. Él se llamaba Arturo, era Director
de la única Escuela Básica donde yo cursaba mis
primeros años. La vieja casona estaba en un lejano y
pequeño pueblo de la Sexta Región, ubicado hacia
el interior de la cordillera.
Juana, mi abuela, esposa trabajadora y abne-
gada, realizaba el trabajo de una profesora ad ho-
norem. No poseía título normalista pero, su apoyo
era vital en todos aquellos lugares donde mi abuelo
dirigió por cerca de 30 años muchas escuelas rurales
diurnas. También nocturnas para campesinos. Ella,
tomaba a su cargo los trabajos manuales, lencería
y repostería. A veces, era enfermera con aquellos
alumnos que sufrían pequeños accidentes.

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Los tres vivíamos en una pequeña vivienda
edificada a un costado del colegio.
Atrás de la casa, existía un espacio de tierra con
árboles frutales, zarzamoras y diversos arbustos. Un
cerro imponente, de gran altura, rodeado de grandes
piedras esparcidas en varias direcciones, silencioso
vigilaba al final del terreno. Los lugareños contaban
que esas piedras eran el producto de una erupción
volcánica ocurrida varios cientos de años atrás.
Cuando llegamos a ese lugar, mis abuelos
recorrieron la escuela y la pequeña vivienda. Al
caminar por el espacioso patio trasero, descubrie-
ron que tres de esos inmensos trozos de piedras,
en forma caprichosa o divina, habían dado forma a
una gruta. Como eran muy creyentes, limpiaron el
sector. Plantaron flores y desviaron una acequia para
que su agua se deslizara frente a esta improvisada
gruta. Pusieron rejas pequeñas de madera y un
puente artesanal.
Finalmente, en la ciudad de Rancagua (ciudad
distante a 70 kms.), adquirieron la Virgen de Lourdes
con cerca de un metro de altura y otra figura más
pequeña denominada Santa Bernardita. Un par de
escaños de madera y luces de colores completaron
su trabajo religioso.

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La gente del pueblo, cuando supo de esta gruta,
empezó a visitarla. Colocaban flores y rezaban con
mucha devoción. El sacerdote, que venía desde la
ciudad cada quince días a oficiar la misa en una
pequeña capilla ubicada al final de un bosque
de eucaliptus, se enteró de este fervor popular.
Conversó con mis abuelos para informarles que
avisaría al Obispo de la ciudad para que viniera a
dar su bendición. Ellos, aceptaron de inmediato.
Tiempo después, llegó la autoridad de la
Iglesia. Estuvieron presentes los habitantes del
sector y, todos sin excepción, recibieron la bendición
del Obispo. Incluso, mis tres perros y Pascualito, un
loro cordillerano que era el regalón de mi abuela.
El tiempo dormitaba plácidamente con el su-
surro del río. Los días transcurrían mecidos por una
suave brisa y por el trino maravilloso de cientos de
aves multicolores que cantaban su alegría por la li-
bertad.
Vivíamos apartados de los ruidos y situaciones
complejas de la gran ciudad. De ese modo, las casas
más cercanas de la nuestra, se encontraban a una
cuadra de distancia.
La vida en esa comarca transcurría en forma
lenta. Los días, nacían sin apuro y en cada uno de

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ellos, se iba formando mi pequeño mundo junto a
los abuelos, la escuela, algunos amigos, tres perros
y un loro.
Un día, pasado el mediodía de un caluroso
sábado de verano, en el frontis de la vivienda
apareció de repente un hombre vestido de arriero.
Tenía cerca de 30 años.
—“ Manuel ”— dijo llamarse cuando mi abuelo
le preguntó.
Era de mediana estatura, de cuerpo atlético y
musculoso. Su pelo negro sobresalía bajo un viejo
sombrero que traía puesto. Los dientes blancos
resaltaban en cada sonrisa junto a una mirada fría y
penetrante que producía cierto temor.
Dijo estar de paso y solicitó algo de comida.
A cambio de ello, ofreció sus servicios en tareas
pesadas tales como cortar leña, recoger las hojas
acumuladas en el patio de la escuela y en el corredor
de la vivienda, limpiar el amplio jardín que mantenía
mi abuela, podar los árboles frutales, etcétera.
Cuando terminó de hablar, sucedió algo extraño
y muy difícil de explicar. Pese a ser un desconocido,
mis abuelos no titubearon ni un sólo instante y
lo invitaron a almorzar. Le indicaron el lugar del
baño donde se lavó sus robustas manos. Se sacó el

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sombrero y se ubicó a un costado de la mesa. Lo hizo
con mucho respeto. Con breves frases, agradeció la
acogida brindada.
Comió casi en silencio. A cada consulta sobre
su procedencia y familia formulada por mi abuelo,
repetía que vivía lejos, muy lejos, cerca de la
cordillera. Que no tenía familia. Sus padres habían
fallecido siendo pequeño. Su niñez la vivió en un
orfanato. Años después, un amigo de su padre lo
había criado. Tuvo que trabajar desde niño para
sobrevivir.
Casi adulto, aprendió a leer y escribir. Su mejor
oficio era el de un arriero.
Cuando terminó de comer, dio gracias a mi
abuela y, solicitó permiso para levantarse de la mesa.
Se encaminó donde estaban apilados los troncos,
tomó un hacha y empezó a cortarlos en trozos para
ser ocupados en la cocina.
Recuerdo que esos momentos fueron todo un
espectáculo para los que estábamos mirando. A
cada golpe del hacha, los troncos se partían como
si fueran de cartón. En menos de 10 minutos, cortó
y apiló los pedazos que eran para una quincena en
un espacio que había al lado del fogón de la cocina.
A continuación, pidió un escobillón de ramas para
barrer el patio de la escuela. En breve tiempo, el

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terreno quedó limpio y sin hojas. Entonces, propuso
a mi abuela sacar la maleza, rehacer las tazas para
el agua y podar las plantas. Ella, entusiasmada
con esta inesperada ayuda, lo llevó hasta donde se
encontraba su colección de rosales y claveles.
Es más, decidió hacer lo mismo desde otro
sector. Mientras caminaba los casi 60 metros de
largo donde mantenía sus flores, su cara y una
espontánea sonrisa indicaban que estaba contenta.
En el frontis de la escuela, a todo su ancho,
mi abuela mantenía un completo jardín. Eran rosas
en su la mayoría. Habían rojas, blancas, rosadas y
otros tonos indefinidos que sobresalían del resto.
Ella tenía la habilidad de injertar rosas de distintos
colores en una sola mata. Este injerto lo hacía con
barro y vendas de gasa. Impactados los turistas, en
verano sacaban fotos y algunos hasta le consultaban
su secreto.
Los dos, cada uno en un extremo, empezaron
a podar y limpiar. Cuando mi abuela llevaba unos
metros, Manuel la sorprendió porque ya había
realizado su parte y estaba casi al lado de ella.
Pronto anocheció y el hombre se fue a despedir.
Los viejos se miraron entre ellos. Acto seguido, por
unanimidad, decidieron ofrecerle que se quedara
esa noche. El hombre, al principio se negó pero, ante

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la insistencia, optó por acceder. Le prepararon una
cama en una pequeña pieza donde se guardaban los
materiales del colegio. Le sirvieron la cena y, con una
bendición en la frente de la anciana, emocionado se
dirigió hacia su improvisado dormitorio.
Al día siguiente, muy temprano, Manuel ya
había encendido la cocina a leña, tenía una tetera
hirviendo, la mesa puesta y patio limpio sin hojas.
Mis viejos se mostraron felices. A partir de ese
día, decidieron que se quedara a vivir con nosotros.
Pasó un tiempo y se esparció la noticia en la
pequeña comarca. Los campesinos y sus mujeres
iban a la escuela con cualquier excusa para conocerlo.
Mis abuelos, contentos lo presentaban. Después de
estrechar las manos, él se ofrecía para ayudarlos en
cualquier faena hogareña. Así, Manuel, cumplía con
las tareas diarias en casa de los abuelos y después,
se encaminaba a los distintos hogares para efectuar
su colaboración. Reparaba techos, levantaba cercos
de madera, colocaba puertas, arreglaba criaderos
de chanchos y gallineros, ordeñaba vacas y cabras,
preparaba la tierra y luego sembraba, etcétera...
Volvía cargado de regalos tales como frutas, huevos,
chicha, pan amasado y otras cosas más. Todo se lo
obsequiaba a los abuelos. Ellos se oponían pero,
Manuel insistía y finalmente, los convencía.

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Una tarde, en el camino que había frente a
la escuela, se detuvo un grupo de arrieros con
un gran piño de ovejas y cabras. Era algo común
en esa zona, porque por ese polvoriento camino,
sorteando quebradas y ríos, se llegaba a la frontera
con Argentina. Era paso obligado de los miles de
animales para capear el invierno y pastar en esos
lejanos lugares hasta fines del verano.
En un descuido de los arrieros y de los perros,
dos ovejas adultas, arrancaron cerro arriba. Iban
veloces y a saltos corrieron hasta detenerse casi al lle-
gar a la cima. Los más de 600 metros de altura sem-
brados de cactus, piedras, arbustos y despeñaderos
hacían imposible recuperarlas. Mis abuelos junto a
muchos vecinos y arrieros miraban como las figuras
de las ovejas se hacían cada vez más pequeñas.
Uno de los jinetes, probablemente el jefe,
les dijo al resto que se olvidaran de ellas y que
se fueran a descansar. Fue en ese momento que
apareció Manuel. Se acercó al grupo y les propuso
lo siguiente:
—¡Si ustedes me regalan una… yo les traigo
las dos!—
Los hombres se miraron entre si y sonrieron. El
más viejo, en broma le respondió:

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¡Trata de que sea rápido… porque debemos
comer algo y luego dormir, para salir mañana de
madrugada!
Se escucharon varias carcajadas. Después,
dieron vuelta la espalda y caminaron hasta donde
estaba su improvisado campamento.
En forma brusca, detuvieron su andar cuando
notaron que Manuel se amarraba las ojotas, colo-
caba un pañuelo sobre su cabeza y empezaba a
trotar rápido hacia el cerro. Luego, todos quedaron
mudos, sin habla, cuando vieron que el hombre no
caminaba cerro arriba, sino que…, corría……tal
como suena……corría a gran velocidad sorteando
peñascos, arbustos y grandes cactus. En menos de 10
minutos, sobrepasó el sector donde se encontraban
las ovejas. Estaba entre 5 a 10 metros más arriba.
Una oveja, al ver al hombre, arrancó y la otra
se mantuvo quieta. Manuel se subió a una piedra
inmensa y desde ahí, se lanzó al vacío. Voló casi
5 metros y cayó sobre el animal. Rodando varios
metros entre el polvo y las piedras, atrapó la oveja
y la colocó bajo su brazo derecho. Hubo gritos de
asombro entre los presentes.
Sin soltar la que traía entre sus brazos, corrió
tras la otra. Esta, saltaba de un lado a otro para

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esquivarlo. El hombre, pese al gran peso que
llevaba, se acercaba más y más a la que huía. De
repente, brincó cayendo sobre la segunda oveja.
Por una ladera, comenzó a rodar cerro abajo. Por
más de 50 metros vimos un enjambre de piernas,
tierra y patas. Luego, una gran polvareda y lo
perdimos de vista por varios minutos.
Mi abuela dio un grito pensando en un acci-
dente. Consternados, los arrieros y lugareños
decidieron organizar una cuadrilla para subir a
buscarlo. Se sentían culpables por lo sucedido.
Varios de los presentes se ofrecieron para
elaborar una camilla y subir con ella a buscarlo. Se
estaban organizando los grupos de socorro cuando
de repente, a menos de 100 metros de donde
estábamos, apareció Manuel con los dos animales
bajo sus robustos brazos. Traía múltiples arañones,
sangre en una rodilla y cubierto de polvo. Pese a
ello, sonreía mostrando su blanca dentadura.
Desde ese día, su fama creció y creció entre los
pueblitos y localidades cercanas. Era curioso ver
a los abuelos orgullosos de ese hombre como si se
tratara de un hijo pese a no conocer sus apellidos y
su procedencia.
Un día, el hombre se mostró nervioso y tenso.
Les pidió a los abuelos permiso para ausentarse

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esa tarde. Adujo que tenía que hacer un trámite
en la ciudad. Ellos accedieron sin objeción alguna.
Le ofrecieron esperarlo con comida caliente a su
regreso. No volvió esa noche ni las dos siguientes.
Al día siguiente de su partida, llegó temprano
un piquete de carabineros a caballo. Era un sargento
y dos cabos armados con carabinas. Traían mantas y
útiles para acampar.
Solicitaron hablar en privado con mi abuelo.
Él, los hizo pasar a su oficina y cerró con pestillo.
Con mi abuela nos acercamos a la puerta para
escuchar lo que decían. El sargento le informaba que
ellos y otros grupos de carabineros se encontraban
rastreando a un peligroso forajido con el apodo de
“Manolo”, el cual estaba encargado a toda la policía
de la provincia y de la frontera por ser un antiguo
cuatrero que había cometido innumerables robos de
animales a mano armada, ataques a la policía y la
muerte de varios arrieros.
Le describieron al peligroso personaje. A me-
dida que lo hacían, mi abuela se persignaba. Los
datos entregados por los carabineros calzaban a la
perfección con Manuel.
Dijeron haber escuchado rumores de haberlo
visto merodeando la escuela. Le recomendaron

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tener cuidado y que no vacilara en avisar al retén
si lo veía.
Mi abuelo, disimuló su tensión. Les ofreció
cooperación por si aparecía. Los uniformados se
despidieron. Montaron en sus caballos y se alejaron
del lugar. Pasaron varios minutos y los dos viejos
asustados, se miraron sin hablar. La abuela fue a
su cuarto a rezar y él, decidió ir a la pieza donde
alojaba Manuel. El abuelo se opuso pero, yo igual
lo acompañé.
Su cama estaba en perfecto orden. Había ropa,
frutas y una vela. Debajo del catre, tenía un gran
machete (largo cuchillo afilado que posee un mango
para tomarlo). Al revisar bajo la almohada, mi
abuelo encontró recortes de periódicos de distintas
zonas. En ellos se hablaba de este forajido. Incluso,
hojas de revistas argentinas.
Ante la eventual llegada del hombre, dejó todo
como estaba y salió de la pieza.
Se sentó en un escaño que había en el jardín.
Estaba pálido, nervioso y asustado. Pensó en sus 75
años de vida. Su mujer, cumpliría pronto 70. Eran
dos ancianos que no podrían enfrentar a un joven
bandido. Sin embargo, optó por esperarlo.

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Al tercer día, muy temprano llegó Manuel.
Traía un saco con cosas al hombro. Se lavó las
manos y pidió conversar con los dos. Mi abuelo,
muy tenso lo hizo pasar al living. Se sentaron los
tres. En breves palabras, el hombre les dio las gra-
cias por esa acogida de casi medio año. Aseguró
que era la primera vez en muchos años que sintió
el calor de familia. Seis meses maravillosos con
techo, una cama, comidas y sincero cariño. Llegué a
quererlos como si fueran mis padres… les dijo con
lágrimas en los ojos. Finalmente, lamentaba tener
que dejarlos pero, que por razones especiales, debía
viajar a otra zona.
Mi abuela le respondió que lo querían bastante.
Que estaban agradecidos por toda su ayuda. Agregó,
que cuando él estimara necesario, podía regresar a
la casa como si fuera su propio hogar. El hombre la
miró por largos minutos. Dos lágrimas bajaron por
sus mejillas mientras su boca temblaba. Se levantó
y la abrazó por largos minutos. Hizo lo mismo
conmigo y mi abuelo. Después, metió la mano en su
chaqueta y sacó un pequeño envoltorio y se lo dio
a mi abuela. Le dijo que eran semillas de rosas del
Sur argentino para que completara su colección. Mi
abuela no pudo retener su llanto.
Pidió autorización para entrar a la pieza y
retirar sus enseres. Al salir, mi abuela le entregó una

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bufanda gruesa que ella le había tejido. Por su parte,
el abuelo le pasó, pese a oponerse varias veces, un
fajo de billetes.
Con los ojos enrojecidos, se despidió en el
umbral. Les dijo que jamás los olvidaría. Yo lo
acompañé hasta la salida y después, cerré la puerta
con pestillo.
Cuando estaba a unos 20 metros de donde yo
estaba le grité:
—¡Manuel!— … ¡Manuel!
No me contestó y siguió caminando…
Me atreví y le dije… ¡Manolooooooo!
Se detuvo, me miró y dijo: ¡Algún día podré
contarle lo de mi nombre!
Luego, replicó: —¡Por ahora solo dígame
Manuel!— Cuide a esos viejos maravillosos.
Y se perdió al final del camino…

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Si te vuelvo a ver te mato…
José Manuel Vives Fernández, 66 años, Las Condes.
Obra Ganadora

Ldo desde un principio, era que la ausencia


o único en que todos estábamos de acuer-

del Ronal al encuentro de hoy era porque algo


extraño le pasaba. Llevábamos más de una década
reuniéndonos todos los primeros martes del mes en
el antiguo casino del sindicato, y recordábamos que
él había faltado solo en dos ocasiones; a pesar que
ya no trabajábamos en la maldita mina de carbón,
sus simpáticos comentarios nos causaban grandes
risotadas y nos servía para distensionar el ambiente
en un lugar casi muerto, con poco trabajo y menos
esperanzas.
Lota era un pueblo emocionante, otrora llama-
do la Costa del Carbón, a solo 45 kilómetros de
Concepción, fue hasta mediados del siglo pasado
un próspero lugar. Cientos de mineros diariamente
se internaban varios kilómetros por debajo del mar

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para extraer de sus entrañas el carbón en la mina
subterránea más grande, y quizás más peligrosa
del mundo. Por sus fuertes gases, inundaciones e
innumerables accidentes era llamada el “Chiflón del
Diablo”. Las retorcidas calles de Lota almacenaban
centenares de casas de madera de dos pisos donde
vivían los mineros, anchas veredas, lámparas a
gas, hoy de electricidad. En un punto estratégico
la monumental Iglesia San Matías Apóstol, de
estilo gótico medieval, está hecha en piedra tallada
y cemento armado, como importada por arte de
magia desde Europa, dominaba la ciudad y era el
lugar de encuentro de todo el pueblo. El carbón
dejó de ser negocio y Lota no se había convertido
en un pueblo fantasma como los de las salitreras del
Norte, solo por los esfuerzos realizados durante los
distintos gobiernos para darle alguna continuidad
al lugar. Hoy se ha transformado en una localidad
turística imperdible de la región del Biobío.
El frío del invierno entraba por todas rendijas
de la antigua casona del sindicato, el butlizer que
cuidábamos como un gran tesoro, tocaba una
cebollenta ranchera; la espuma de las cervezas se
escurría por nuestros rostros y se dejaba caer sobre
las vetustas mesas de madera, mientras los dominós
amarillos y desvencijados sonaban al hacer contacto
con la madera. “Cuidado si nos colocan el chancho

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tres, nos encierran y nos ganan”, le señalo a mi
compañero.
—Pienso que debe estar enfermo, dijo Bototo
Ruiz, limpiándose la espuma de sus frondosos
bigotes negros, no es normal que el Ronal falle
dos meses seguidos. Había salido la carta maldita
y una nueva cruz se había inscrito en el papel de
anotes. Triunfaba el que ganaba cuatro juegos
seguidos, hacíamos una X por equipo, con cada
triunfo se marcaba una punta de la X. “Si seguimos
así tendremos que pagar la cuenta, avíspate un
poco más para la próxima” continué diciendo. Las
ocho manos atolondradas revolvían las piezas del
dominó, mientras Galindo pedía otra corrida de
cervezas.
—En alguna oportunidad me manifestó que
iba a probar suerte en Santiago, masculló Tarugo
Rojas, haciendo ruido con el mondadientes que
jamás se sacaba de la boca, mientras botaba sonoro
el chancho seis y saboreaba un trozo de su sándwich
de pernil rojo, chorreando ají cacho‘e cabra. “Pero
eso fue hace mucho tiempo”, repuso el Bototo Ruiz,
colocando el seis-tres. Entre risas y palabrotas,
flotaba ese día en el aire enrarecido por el humo del
cigarro, una atmósfera distinta como previendo una
situación especial.

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Ronal era relativamente más joven que noso-
tros, de unos cincuenta y cinco años, más bien
menudo, no tenía la pinta fuerte de los mineros,
pero aperrado para el trabajo. A pesar de que se
desempeñaba en la bodega de herramientas, lo
recordábamos con su rostro negro, su pelo frondoso
y enroscado, donde se anidaban cantidades de
partículas de carboncillo que caían desde las mura-
llas del túnel, dos enormes manos que parecían
palas mecánicas y una gruesa boca. Siempre de
jeans, sobre la ropa de trabajo usaba un abrigo
plomo que debería ser de su padre pues le quedaba
algo largo y bufanda de lana azul que se la había
tejido su eterna pretendiente Magaly.
—Cuidado, Galindo, que nos van a encerrar
con el cuatro, gritó preocupado.
—Zorro Negro, déjame que te eche una mano,
te veo muy cansado hoy; era una frase habitual que
salía de su boca cuando estábamos en la mina. Se
sacaba el abrigo, dejaba su puesto y se ponía a palear
como el más bravo de nosotros, en esos oscuros
y largos días de esfuerzo sin límite. Casi todos le
debíamos alguna manito.
El Juaco estaba muy callado en un rincón
de la mesa del lado, como viendo visiones en
las bocanadas de humo que salían de su boca

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semejantes a las del antiguo tren del carbón, jugaba
desinteresadamente con su pucho Lucky. Algo
extraño había en su mirada, lo observo de reojo y
pienso para mis adentros “algo sabe este cabro”. El
Juaco era el mejor amigo y compadre del Ronal.
—Puta, Chico, me podís suplir mañana, tengo
una movida con la Nancy está más rica que nunca y
tiro la huinchas por comérmela, le decía su compadre.
Ahí partía el Ronal con su cara de honrado: “Jefe
el Juaco está muerto de resfriado, me pidió que le
hiciera su turno”. Fueron tantas las veces que lo
tapó que se terminaron casando con la Nancy y
tuvieron tres chiquillos.
Nuevamente perdimos, otra maldita marca
en la X de los anotes, una más y a pagar la cuenta.
Me aproveché que se pusieron a revolver las piezas
del dominó, para llevar mi vaso y sentarme con el
Juaco.
—Como estay hombre, tenís car´e finado, le digo.
—Igual que siempre, viviendo de los recuerdos
y de la mísera pensión, haciendo un par de pololitos
por aquí y por allá, para poder mantenernos.
Tú sabís, tengo que gastar unas monedas extras
en remedios, la Nancy ha estado con dolores de
estómago y yo apenas me la puedo con la herencia
de los pulmones de esa mina maldita, como nos pasa

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a todos. Además, estoy aburrido, puros problemas,
los cabros resfriados, y el mayor, en vez de ir a
estudiar para ser algo en la vida se junta con una
pandilla, que un día de estos sin darme cuenta se lo
van a llevar preso.
—Ánimo, cabro, le digo, todos pasamos por lo
mismo.
Vuelvo a la mesa intrigado, ya todos habían
sacado sus ocho cartas y me estaban esperando, me
alegré pues a mí me salieron emparejadas como me
gusta y lanzo eufórico el chancho seis. Algo se trae
entre manos el Juaco, pienso. “José tráetela otra”, lo
escucho gritar, y esta vez había tomado más de la
cuenta, era raro que se sentara sólo, siempre estaba
de buen ánimo y contaba algún chiste. “Puta otra
vez nos encerraron en cuatro”, exclamo enojado. Se
produce un silencio y alcanzo a escuchar: la próxima
vez lo mato al huevón… Me hago el de las chacras, mi
compañero hace una movida genial; nos salvamos,
al menos ganamos esta partida.
—“Voy al baño”, les digo. A la vuelta me
estaban aguardando, las cartas nos esperaban para
la partida final.” Párenle un poco muchachos”,
apunto, hey Juaco arrímate a la mesa. El tosió un par de
veces como haciéndose el desentendido, entre el gas
grisú de la mina y los lucky tenía los pulmones echo

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tira. Trastabilló un poco y acercó su silla a nuestra
mesa. “Vos sabís algo, estamos entre amigos ¿qué
pasa?“ le comento.
Se produjo un silencio, al principio no quería
hablar, pero luego las palabras le salían a borbo-
tones, cambió su rostro se puso rojo como el pernil del
sándwich. “Se trata del Ronal —dijo— Está enfermo
y además enojado. Hace unas cuantas semanas
tomé el bus de las ocho y partí para Cañete en busca
de una pega, había un patrón que quería cambiar
las baldosas del patio de su casa por cerámica, el
mismo me había pasado el dato. Iba entusiasmado
en el bus mirando el mar, me entretuve observando
las gaviotas que jugueteaban en la arena. Pega
para dos semanas, pensaba, finalmente llegué a la
dirección. La casa era enorme y cundía mi ansiedad.
Luego de tocar el timbre, aparece un señor de cierta
edad, pelo canoso, muy bien vestido”.
—Don Eduardo, soy el maestro Juaco de Lota,
vengo recomendado por el Ronal, le digo casi de
corrido.
—“Asi que de Lota el hombre, allá es todo
negro”, me dice y se ríe; me extiende la mano,
“pasa, pasa”. De arranque no que cayó bien la
broma, siempre se ha despreciado a la gente de mi

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pueblo. Me mostró la terraza y la pega, necesitaba
que partiera lo antes posible, pues tendría una fiesta
y quería lucir su terraza nueva.
—“Bueno, déjeme medir, calcular los materia-
les, la mano de obra y le entrego un presupuesto”,
le contesto.
—“Pero que sea rápido, allá en Lota, como
no tienen nada que hacer se toman su tiempo y
cuidadito de tratar de sacarte los balazos conmigo”.
Me dice. Necesitaba la plata, pero no estaba para
aceptar humillaciones, no dije nada, busqué la salida,
di un tremendo portazo y me volví a mi tierra. Venía
emputecido ¿porque siempre tendrán que faltarle el
respeto a la gente humilde? Quería llegar luego a mi
casa, abrazar a mi vieja. Ya habrá otra oportunidad.
Cuando vi las primeras construcciones, pensé: “saco
pecho por mi Lota y por su gente”. Caminé enrabiado,
subiendo y bajando para llegar a mi hogar y veo
justo saliendo de mi casa al Ronal, arreglándose
la ropa y la Nancy en la puerta sonriendo con una
risa picarona se despedía con su mano en alto. Me
enceguecí e imaginé lo peor, corrí y antes de pensar
le di el primer combo, cayó al suelo, me tiré encima
como una fiera y lo seguí golpeando, me paré le di
un par de patadas fuertes y me retiré indignado.
“Tenía todo preparado este desgraciado”. Después
supe que lo dejé mal, porque ella misma llamó a la

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ambulancia y lo llevaron al hospital. Al volver en la
noche le dije: “vieja no quiero hablar del tema”. Eso
fue lo que pasó y no he sabido más de él.
Todos quedamos enmudecidos e incrédulos
con el relato, se acabó el ambiente de jolgorio,
terminamos nuestras cervezas, dejamos botado
nuestro partido de dominó y fuimos saliendo de
uno en uno en total silencio del local.
Los tenues rayos del Sol de agosto iluminaban
la cruz y el vitró de la majestuosa Iglesia, la piedra
brillaba como un espejo y los hermosos colores
del vidrio dibujaban mariposas en el suelo. Bajaba
por calle Cousiño, cuando a lo lejos veo el lento
caminar de un hombre medio encorvado y con una
bota azul en su pierna izquierda. Al acercarnos me
siento invadido por una corriente interna, como si
la adrenalina me recorriera de golpe por todo el
cuerpo: “Ronal, ¿qué te pasó?”.
Fue el diablo —me contestó con voz entre-
cortada— yo pensé que solo vivía al interior de la
vieja mina. Lo llevé a uno de los tantos bancos que
todavía quedan en la calle. Se sienta con dificultad
y luego prosigue: “hace un par de meses me había
trajeado pues tenía que ir a firmar unos papeles
para un posible trabajo a la Notaría Abuter, al bajar
al centro pasé frente a la casa del Juaco y la Nancy

31
estaba barriendo la calle, junto con saludarme me
dice: “compadre —tu sabes que soy el padrino de
Rafael el del medio— que alegría verlo, se me cayó
la cortina del comedor y yo no la alcanzo a ponerla,
el Juaco anda buscando una pega para Cañete,
usted lo conoce se va a enojar a la vuelta ¿me puede
ayudar?” —“Pucha comadre, súper rapidito, le
contesto, que ando apurado”. Conocía la casa de
memoria, me dirigí al living, me saqué la chaqueta
y la camisa para no ensuciarla, me subí a una silla y
de una patada le arreglé la cortina. Igual se me hizo
tarde, comadre, me voy corriendo. Me despedí y
me fui vistiendo casi caminando en la calle; al salir
mi comadre con su habitual sonrisa se despedía con
su mano en alto. Sin darme cuenta se me cruzó el
diablo, me golpeó y me pateo en el suelo, estuve un
par de semanas hospitalizado. Todavía recuerdo su
voz enloquecida que me gritaba: “Si te vuelvo a ver
te mato”.

32
El Creyente

Sady Hernán Ugalde, 67 años, Talcahuano.


Mensión Honrosa

E
l hombre se despertó cubierto de sudor, el
pueblo estaba vacío, recién había termi-
nado la folclórica fiesta de la uva y las carretas y sus
bueyes avanzaban ya hasta sus lugares de origen
con los parroquianos y sus resacas a medio filo,
Vacía y trasnochada, el cielo de la pequeña comuna
se ensombrecía ante el jugueteo infantil de enormes
bandadas de choroyes que al parecer querían parti-
cipar de la movida fiesta.
Ahora hizo un esfuerzo y descubrió que un
brutal dolor de cabeza lo torturaba, no podía dormir,
el dolor y la sed lo presionaban. Bajó del somier
con patas y caminó por el cuartucho de la pensión
de pueblo chico y sin vida. Evitó, eso sí, pisar las
dos trampas para ratones que la dueña mantenia
en cada pieza, mas no pudo evitar pasar a llevar el

33
diminuto guatero de plástico azul con forma de pie,
tirado a su suerte sobre el piso: Piececitos de niño
azulosos de frio “ recitó y decidió salir a la calle.
—Voy y vuelvo— le dijo a la anciana tuerta y
curcuncha que oficiaba de conserje.
—El pueblo esta vacio y sin movimiento señor
mejor se queda— le contestó la mujer.
Y salió a la calle. Un percherón amarrado al
poste del alumbrado evidenciaba también una
brutal trasnochadura, mientras que un enorme gato
romano ronroneaba desde una ventana destartalada,
por los excesos de la fiesta campesina.
Caminó sin rumbo por las artesanales calles
del cordillerano poblado “El Señor es mi pastor
y nada me puede pasar”, pensó casi orando, mas
tuvo la cercana percepción que ya no le dolia la
cabeza, aunque aceptó que esa siniestra soledad
que presentaba el ambiente post-fiesta le asustaba
levemente.
Siguió caminando lentamente, pensando a
veces, otras orando, tal vez delirando. De pronto
llamó su atención un bulto debajo de un nogal
frondoso y sin frutos, de reojo lo miro, era un anciano
que dormitaba plácidamente junto a un can sin raza.
El viejo abrió un ojo y le preguntó sin ganas.
34
—¿Qué hora es señor?—
—¡Ya es mediodia viejo… ¿Qué le pasa?—
—Nada… nada… solo que estoy muerto de
sed y en el pueblo no hay una sola gota de agua—
Volvió a caminar, pero algo lo inquietaba, no
tenia claro que era un fuerte estertor del cuerpo
evidencio definitivamente pánico en su ser. La
suciedad, la sensación de abandono y de vacío le
recordaba esa folclórica canción de Serrat...
“Y con la resaca a cuesta, vuelve el pobre a
su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor
cura a sus misas…”. Luego, Jesús de Nazareno
Rebolledo Marfan, predicador, albañil, enfterrador
y carpintero, lo reconoció, estaba asustado… ¿A
quién le predicaría en ese pueblo de película de
terror?
Estaba tan sediento que decidió volver a la
pensión, pero ahora tuvo la cercana percepción que
alguien lo miraba, apuro el tranco hasta sacar un
breve trote: “Aunque ande en valle de sombras, no
temeré mal alguno, tu vara y tu cayado...”.
De pronto el sonido de una puerta que se abre
y luego que se cierra, Jesús de Nazareno intento
correr pero el miedo lo paralizó, miró hacia atrás

35
y no vio a nadie; más al iniciar de nuevo el trote,
se sintió abrazado por el cuello al tiempo que un
objeto filudo le pinchaba la espalda y luego una voz
ronca:
—No te muevas viejo o te lo entierro—
El predicador lleno de pánico percibió que era
un tipo fuerte y corpulento que sobrepasaba por 30
centímetros su estatura.
—¿Qué quieres?—
—Nada viejo, solo tu lengua—
—¿Y para qué quieres mi lengua… acaso estás
loco?—
Desorientado Nazareno Rebolledo, comenzó a
suplicar, al tiempo que la presión del cuchillo en la
espalda ya le provocaba dolor.
—Vamos hombre, mira en mi bolsillo, tengo
un poco de dinero y en mi mano tengo un Certina
antiguo, por favor no me mates, no me hagas daño—
—Vamos viejo, no entendistes, no voy a
matarte ni a robarte, solo quiero tu lengua—
—Por favor señor, se lo suplico, no me mate—
Insistía el predicador. Ahora la presión por el cuello
y la espalda se hizo más intensa.

36
—Mira viejo... entiende... solo quiero tu lengua
para hablar en lenguas por que la mia ya se gastó,
soy predicador y soy salvador de almas, mi viejo...
¿Me comprendes ahora?...
El creyente estaba totalmente a merced del sicó-
pata demente y aun así una parte de su millonada
celular estaba en otra: “Confortara mi alma, me guiará
por sendas de justicia, por amor de su nombre”…
—Pero hombre, mi lengua no te servirá, por que
por años despotrico contra Dios, contra la Iglesia,
contra los curas, los pastores, los predicadores, los
supuestos profetas, contra los diáconos, contra los
evangélicos, contra adventistas de no sé qué día…
¿me comprendes? …mi lengua no te servirá de nada
pues está llena de maldad e injusticia—
Mira viejo, no me embolines la perdiz, este es un
pueblo justo y necesita ser salvado, mas no se pierda
y tenga Vida eterna viejo... primera de corintios,
versos del 12 al 18… ¡ya arrodíllate…!
Un leve golpe en la parte trasera de las rodillas,
hizo caer hincado a Nazareno Rebolledo que seguía
intentando defender sus argumentos.
—Pero hombre, mi lengua saboreo los más
malos pipeños, cuando venían en unas enormes
barricas de roble y todavía saborea esos malos
37
vinos que ahora los llaman ladrillos, mi lengua no
te servirá para salvar a nadie, además fui dirigente
marxista en los tiempos de la UP...
—Ya viejo me aburriste... saca la lengua—
Hincado, el Creyente seguía con su mentirosa
persuasión:
—Oiga, mire yo fuí pedófilo, estuve preso 5
años y un día por eso, violé a una señora en la plaza
de Yungay y…—
—Ya cállate que me aburres y saca la lengua de
una buena vez… hazlo ya, que no entiendes que no
quiero matarte—
Le hablaba violentamente al tiempo que subía
la mano hasta la boca, presionando fuertemente la
mandíbula inferior. Rebolledo lo hizo, mas, no sin
anteponer la última parte del salvador salmo en su
nombre: “Mataré a la serpiente, hollaré al cachorro
de león y al dragón”.
Entonces un leve tufo de diabético sin trata-
miento subió hasta las narices del enloquecido
asaltante:
—-Vamos viejo, sácala más… más—
Le gritaba, mientras que el pueblo dormido
nada escuchaba. Violentamente y sin dejar de

38
presionar la mandíbula, con la otra mano revisaba y
palpaba torpemente el órgano vital ...
—¡Ha... ha... ha…! —lntentaba pedir ayuda
Jesús de Nazareno.
Repentinamente el psicópata grito…
—¡¡¡Mira viejo tonto… no me sirve tu lengua,
es muy corta…!!!—
—Te dije hermanito… mi lengua no te servía
para rescatar ni un alma— Le contesto liberado y
cayó al suelo semi aturdido.
Intento mirar a su alrededor y ya no había
nada ni nadie, el sujeto había desaparecido tal cual
habia llegado, en un acto de magia total.
Dejo pasar un minuto y aunque el calor aún
era intenso en el ambiente, sintió frio, notó que ya
no tenía sed.
Con trabajo se levantó y endilgó con paso
lento hacia la pensión. Un pueblerino que pasaba
con un cajón de uvas recién cosechadas y que comía
mientras caminaba, lo saludo amablemente.
—Buenos días mister que el Señor lo bendiga—
Buenos —le contesto al tiempo que ponía en
su damnificada y asustada conciencia el principio

39
del Salmo “El Señor es mi pastor y nada me puede
pasar... “
—¿Y como le fue señor?—
­—Mal señora Petito—
—Yo se lo advertí, el pueblo esta vacio y sin
vida—
—Gracias señora Petito... que el Señor me la
bendiga—
Subió hasta el cuarto, preparó su maleta y
antes de las dos abandonó asustado el cordillerano
pueblo, sin alcanzar a predicar nada ni a nadie.
Los que conocían a Nazareno Rebolledo en su
natal Coronel, le han visto últimamente predicando
el evangelio de Cristo en las plazas de las principales
ciudades de la provincia. Lo hace con una verborrea
sublime que se contradice con el vozarrón hura-
canado que ya se quisiera cualquier político en
campaña ...Eso sí, evita hacerlo en lenguas por que
le trae recuerdos cordilleranos.

40
Los zapatos del señor
Bahamondez
Pedro A. Ortega Fuentes, 82 años, La Florida.
Mención Honrosa

H
abía gran revuelo y el ambiente estaba
convulsionado en la pequeña fábrica
de calzado. Habían desaparecido seiscientos mil
pesos de la oficina de ventas anexa a la industria,
dependencia que solo estaba separada por una puer-
ta interior que comunicaba ambas instalaciones;
Se descartaba totalmente que mano extrañas al
personal, pudieran haber intervenido, por lo tanto,
las sospechas se concentraron en los trabajadores
de la fabrica. El gerente y dueño, el Sr. Marchant
estaba iracundo y lo primero que hizo, fue llamar
al servicio de Investigaciones, en tanto tomaba las
providencias del caso para que nadie se moviera
de su puesto de trabajo, y para ese efecto se parali-
zaron las máquinas. La Policía tardó solamente diez
minutos en acudir al lugar, y después de haberse

41
interiorizado en la situación, procedieron a inte-
rrogar y registrar al personal, tanto empleados, que
son cuatro, como a los obreros, que son doce.
Así ya han pasado tres meses desde el
desaparecimiento del dinero, y hasta ahora las
investigaciones han sido infructuosas para dar con
él o los culpables del hurto, lo que ha provocado
un ambiente de nerviosismo e incomodidad entre
las personas que laboran en aquel lugar, pues
se consideran en tela de juicio, dando margen
para toda clase de suspicacias entre ellos y
disminuyendo la productividad de la industria. El
mayor afectado por estos acontecimientos ha sido,
sin lugar a dudas, el Sr. Marchant quien, además de
su carácter insoportable, sospecha de cada uno de
sus trabajadores e incluso, amenaza con cerrar la
fábrica.
El Sr. Bahamondez miraba los escaparates de
las tiendas del comercio buscando un par de zapatos
para su uso personal. Recorrió varias zapaterías y
no encontraba lo que quería. Después se acordó que
en la calle Huérfanos había una tienda exclusiva de
calzado para varones, por lo que dirigió sus pasos
hacia ese lugar, y no se equivocó. Ahí estaban…
refulgentes… gloriosos… formidables, su color
marrón y su doble suela le daban un aspecto de

42
solemnidad. Era lo que precisamente buscaba.
Se probó el zapato derecho que gentilmente le
ofreció el vendedor y quedó muy complacido, a
más de hermosos, parecían muy cómodo. Pagó el
importe que, después de todo no eran baratos, por
el contrario, eran carísimos, pero valían la pena.
Consideraba que se merecía esa satisfacción.
El Sr. Bahamondez tiene 47 años de edad,
es casado con la Sra. Albertina y tiene dos hijos.
Franco de 19 años, estudiante de biología marina en
una Universidad del Norte, y Ernesto de 17 años,
estudiante de tercero medio.
El Sr. Bahamondez, cuyo nombre completo
es Horacio Bahamondez Grez, es el jefe de cuentas
corrientes del Banco Oceánico. No tiene grandes
preocupaciones económicas, ya que su sueldo le
permite tener muchas comodidades y un buen
pasar, entre otras cosas, posee un chalet de dos pisos
ubicado en un barrio residencial, tiene un hermoso
automóvil con tres años de uso y una asesora del
hogar. Decidió inaugurar sus nuevos zapatos en
una fiesta de despedida del gerente general del
banco, quien viaja a Nueva Zelanda y Australia en
viaje de negocios. La invitación se hace extensiva a
su esposa, considerando que se trata de un cóctel
bailable.

43
Como es natural, después de los discursos y
brindis de rigor que se ofrecieron, por los motivos
antes mencionados, empezó el baile cuya música
estaba a cargo de una orquesta de moda, para per-
sonas adultas. Se tocaron piezas antiguas y también
de actualidad. El Sr. Bahamondez bailó con su
esposa, y por momentos, se acordó de sus tiempos
de juventud; pero empezó a sentir molestias en la
planta del pie izquierdo, lo que motivó a excusarse
de seguir bailando y más tarde junto a su esposa,
volvió a casa.
El Sr. Bahamondez no se explicaba esa molestia
que tenían sus pies, mejor dicho, su pie izquierdo.
En el interior tenía una leve protuberancia en
su base que causaba malestar, pensó que, con
el uso superaría el problema, y no le dió mayor
importancia, por ahora.
A los ocho días después, calzó de nuevo los
zapatos en cuestión. No sucedió nada al principio,
pero luego de un rato, empezaron los malestares en
su pie izquierdo y tuvo que llamar a su esposa desde
su trabajo para que enviara con Ernesto, su hijo, los
zapatos que usaba antes. No podía conformarse que,
aquellos zapatos tan bonitos y tan caros le fueran,
al mismo tiempo, tan molestos. Sin embargo, había
que darles otra oportunidad.

44
El día estaba gris, negros nubarrones en el cielo
y una brisa tibia anunciaban que se aproximaba un
aguacero. Como era domingo, el Sr. Bahamondez
pensó que esta era la ocasión esperada para usar de
nuevo esos preciados zapatos, quizás si al contacto
con el agua se podría superar aquel mal. Salió
pues a caminar por el parque, llevando consigo
su paraguas, ya que pensaba caminar por varias
cuadras.
A su esposa le causó mucha gracia la decisión
de su marido de salir en un día tan amenazador, tan
solo para probar que sus zapatos nuevos iban a tener
buen comportamiento, y que ya no le causarían más
molestias.
Se alejó de su casa el Sr. Bahamondez y, como
siempre, al principio nada le afectó, pero cuando
iba en la cuarta cuadra, sintió como si alfileres le
clavaran la planta del pie izquierdo, al tiempo que
empezaba a llover, hecho que alivió su preocu-
pación y empezó a reflexionar que, al contacto
de sus zapatos con el agua, quizás superarían el
inconveniente. La lluvia cayó con mucha fuerza
como se esperaba, mojando por arriba y por abajo
su calzado. Sintió una leve recuperación en la parte
dolorida y esto le alegró. Pese a estar mojándose
parcialmente y así caminó de vuelta a su hogar. Días

45
después, calzó de nuevo los zapatos y advirtió de
inmediato que la protuberancia se había endurecido,
causándole un intenso dolor en su pie. Este hecho le
motivó no volverlos a usar jamás. Con mucho pesar
se desprendió de ellos y le dijo a su esposa que los
donara a quien fuera menos delicado de pies, tal
vez, a uno de los tantos que acudían continuamente
a pedir alguna clase de ayuda.
La señora Albertina se los regaló a un hombre
viejo, de aspecto muy humilde que tiraba un carrito
cargado con papeles y cartones. La sorpresa y ale-
gría que produjo tal acción en ese individuo fue
indescriptible, los acarició con reverencia, como si
fueran un gran tesoro. Se alegró de su buena suerte y
la actitud de la buena señora la expresó en palabras
y gestos de gratitud.
Cuando Genaro, así se llamaba aquel hombre,
llegó a su humilde morada, se consideró un hombre
feliz, tenía unos cuantos pesos en su bolsillo,
después de vender los productos que contenía su
carrito, y lo más importante: un par de flamantes
zapatos. Pero la alegría habría de durarle poco, el
zapato izquierdo tenía un “cototo” en el interior,
lo cual significaba venderlos a más bajo precio. De
todas maneras decidió celebrar el acontecimiento
donde doña Tencha, una vieja que tenía una pensión
de mala muerte, a la que acudían los menesterosos

46
del vecindario en donde se expendía más vino que
alimento.
Al otro día, Genaro despertó dentro de su
carromato con un fuerte dolor de cabeza y mucha
sed, se registró sus bolsillos y no encontró ni un solo
peso. De pronto, se acordó de los zapatos que llevaba
envueltos en papel de diario. Los buscó por todas
partes y al no hallarlos se angustió, porque llegó a
la conclusión que se los habían robado. En efecto,
el “ñato chico”, un esmirriado raterillo salido hace
poco de la cárcel, se los había apropiado, cuando se
percató que el “jurel”, que así apodaban a Genaro,
habíase quedado profundamente dormido por
efecto del alcohol ingerido junto a un paquete en
su regazo, que resultaron ser sus queridos zapatos.
El “ñato chico” se los había llevado al “guatón
Cantillana”, que era un reducidor, a cambio de
algún dinerillo. El guatón Cantillana a su vez, se los
entregó en consignación a su compadre Lucho, un
comerciante que tiene un puesto de ropa usada en
un mercado persa cerca de la Estación Central.
Pasaba por ese lugar don Amador, un hombre
de buena apariencia cuya profesión es vendedor
viajero. Venía llegando del Sur, donde había hecho
provechosos negocios, pues había vendido toda
su mercancía. Don amador empezó a curiosear
entre los negocios de compraventa de ropa usada.

47
De pronto, le llamó la atención un par de zapatos
estupendos que sobresalían de los otros y consultó
su valor interesándose vivamente por ellos al
saber también, que correspondían a su número de
calzado. Como buen comerciante regateó su precio
y terminó por adquirirlos mucho más baratos que la
suma original requerida.
Don Amador vivía solo en una residencial.
Cuando regresó a esta, lo primero que hizo fue
probarse los zapatos, le calzaban bien, solamente
que, un lomito que tenía el zapato izquierdo en
el interior, le molestaba un poco, pero igual se los
puso y fue a visitar a sus camaradas que hacía
tiempo no veía. El reencuentro fue muy efusivo de
ambas partes y lo fueron a celebrar a una parrillada
en el camino a Melipilla, bastante retirado de su
casa; como a las dos de la mañana, él y sus tres
amigos abandonaron el local, tomando un taxi para
sus respectivos domicilios. Uno a uno se fueron
bajando y como él vivía más lejos quedó solo en
el auto. Le bajó un sopor y terminó por quedarse
profundamente dormido.
Un manotazo en el hombro lo despertó, se
despabiló y miró perplejo como un guardia noc-
turno lo ayudaba a ponerse en pie. El contacto con
el suelo helado le advirtió que ya no calzaba sus
zapatos, tampoco portaba su reloj ni su vestón con

48
la billetera. —¿Qué había pasado? ¿Cómo le fue a
ocurrir eso a él?— No se lo explicaba, se negaba a
aceptar los hechos, pero desgraciadamente… eran
reales, fue víctima de un robo.
El diario publicaba en su sección policial que
un delincuente especialista en robos había sido
detenido y que se habían recuperado muchas espe-
cies, como ser: Radios, televisores, joyas y vestuario.
En el listado se mencionaba un par de zapatos
usados de afamada marca de color marrón.
Cuando el “jurel” leyó el diario que le había
facilitado un amigo suplementero, se alegró mucho
porque pensó que los zapatos mencionados, eran
lo que había perdido hacía tres semanas, pero…
¿Cómo podía probar que le pertenecían? —Decidió
pues, ir a la casa de la señora que se los había
obsequiado para que los reclamara. Fue así como
al cabo de una semana, el “jurel” tenía en su poder
nuevamente aquellos hermosos zapatos. Se sentía
feliz, algo tan valioso para él no se recupera todos
los días. Había aprendido la lección, sí, esta vez no
lo celebraría ni tampoco intentaría venderlos, sino
que los usaría de ahora en adelante.
El “jurel” recorría todos los días con su carrito
aproximadamente cinco kilómetros en su quehacer
de recolector de papeles y cartones y aunque le

49
molestaba el pie izquierdo producto de la falla que
tenía el zapato, iba contento, no cualquiera en su
condición usaba zapatos tan distinguidos, ¡si hasta
su apariencia mejoraba muchísimo!
Han pasado cuatro años. Genaro, el “jurel”,
está muy enfermo. Al parecer tiene pulmonía,
dentro de su humilde choza le acompaña su fiel
perro “migaja”, un quiltro color blanco, tamaño
medio y que recogió hace doce años. Al igual que
su amo está muy viejo. Es invierno y hace mucho
frio. El aire helado se cuela como filo de cuchillo por
las hendijas de madera de la miserable morada. El
“jurel” presiente la llegada de su muerte.
Dos días después, otros recolectores de papeles
y compañeros de jornada, encuentran dentro de la
covacha los cadáveres de Genaro y “migaja”. Sus
amigos buscan efectos para reducirlos a dinero y con
ellos sufragar en parte los gastos del funeral, pero
solo encuentran un par de gastados y descoloridos
zapatos. Sin embargo, denotan su calidad, era lo
único rescatable en aquella miseria. Por una escuálida
suma, una vecina del lugar, doña Charo, adquirió los
gastados zapatos del finado “jurel”, más que nada,
para ayudar en el sepelio de aquel hombre.
Doña Charo es una buena y esforzada mujer
que trabaja lavando ajeno, con lo cual, logra algunas

50
entradas extras para vivir ella con sus tres hijos y un
modesto montepío que le dejó su difunto esposo.
Pero más que nada, debido a su sacrificio y esfuerzo
personal, posee una casita de madera adquirida
mediante un programa del gobierno, pagando un
reducido dividendo. Quedó viuda hace dos años,
su marido Eleuterio era obrero en una fábrica
metalúrgica, donde jubiló al cabo de 24 años por
imposibilidad física debido a una enfermedad
que contrajo en sus labores. Después trabajó en
un pequeño taller de vulcanización en donde se
habituó a beber vino, vicio que a la postre lo llevó a
la tumba.
Su abnegada esposa se sobrepuso a la adver-
sidad y salió adelante para llevar una vida digna
y lograr el alimento y el vestuario de sus hijos; El
mayor tiene 12 años, el que le sigue tiene 8 y la
menor 4. Los dos primeros estudian y son buenos
alumnos y la única aspiración de ambos es que,
cuando sean grandes, tengan un trabajo para darle
el producto de sus esfuerzos a su mamá para que
ella lo administre y alivie su sacrificio.
Una semana después del funeral de don Ge-
naro, Alfonso, el niño mayor se probó unos viejos
zapatos que usaba su madre en días de lluvia,
pero estaban demasiados torcidos y deteriorados
aunque no estaban rotos, también percibió una
51
protuberancia en el interior de uno de ellos y decidió
repararlos pese a que no contaba con las herramientas
necesarias. Se armó de un destornillador y buscó el
motivo causante del malestar.
Cuando despegó un resto de suela, advirtió
un minúsculo envoltorio, lo desenvolvió y vio que
era un rollito de billetes azules. Se quedó mudo de
sorpresa y solo atinó a llamar a grandes voces a su
madre que lavaba en la artesa, y esta pensando que
algo malo le ocurría, acudió presurosa hasta donde
se encontraba el muchacho y le vio que miraba
fijamente un zapato que tenía en su mano, de pronto
gritó ¡mamá… hay mucha plata! — Mira… mira...—
y le mostraba el fajo de billetes de diez mil pesos. La
madre miró absorta y casi no creyó lo que sus ojos
estaban viendo, después madre e hijo se abrazaron
y dieron rienda suelta a sus emociones. Ella contaba
los billetes una y otra vez y no se convencía de su
suerte, por fin podrá cumplir su sueño de tener un
negocio propio.
Días después, un quiosco metálico pintado
color naranja se yergue magnífico en la calle ale-
daña a la casa de la Sra. Charo. Es la novedad del
vecindario, su dueña con una sonrisa de felicidad
junto a sus hijos está arreglando los anaqueles y
colocando los productos en su lugar. Gracias a un
pequeño milagro ya no tendrá que estar con las

52
manos metidas en el agua, soportando su frialdad ni
los surcos que deja el detergente en la piel. También
se aleja el riesgo de contraer reumatismo.

Epílogo
Han pasado casi cinco años del robo a la
fábrica de calzado, caso que tuvo que guardarse en
los archivos judiciales como no solucionado. Nunca
se supo del dinero desaparecido ni hubo detenidos.
Un hombre si sabe lo que pasó; el que lo hurtó. Un
obrero que se introdujo furtivamente en la oficina de
ventas y sustrajo un fajo de billetes que se guardaba
en una gaveta de un escritorio y huyó rápidamente
del lugar, sin que nadie lo advirtiera. Pasó a la
fábrica con el objeto de ocultarlo en un lugar seguro
hasta que pasara el ajetreo que se iba a suscitar por el
hecho. Sin embargo, no alcanzó a llegar a su objetivo
por haberlo impedido casualmente su patrón y dos
empleados que vigilaron los movimientos de los
presentes, advertidos del robo. Así, que no tuvo
más remedio que ocultar el delito dentro de un
zapato que se estaba armando en una máquina que
giraba en forma circular. Se presume que aquel fajo
de billetes quedó entre suelas y la maquina realizó
su cometido en forma normal y lo ocultó. El temor
a ser descubierto hizo que el ladrón se alejara de la

53
máquina que trabajaba sin parar y al volver después
no hubo forma de que supiera cual era el zapato
que contenía tan preciado tesoro, desistiendo de
buscarlo.
Así pues, el fruto de esa mala acción no fue
para quien cometió el delito, ni para el Sr. Marchant,
ni el Sr. Bahamondez que nunca sabrá los motivos
por el cual, sus zapatos salieron fallados y lo que
contenían, ni para el finado “jurel” ni para las otras
personas que tuvieron contacto con este par de
calzados, si no para quien menos lo esperaba y tal
vez, más se lo merecía.
“Las buenas acciones Dios las tiene en cuenta
para premiarlas a su debido tiempo”.

54
El Abrigo
Manuel Díaz Figueroa, 63 años, Providencia.
Mención Honrosa

U
na vez más mi rutina de viaje al trabajo, en
dirección Norte mirando hacia el cerro San
Cristóbal con la Virgen coronando la cima. Al llegar
al semáforo de Providencia, en medio de todos los
vehículos permanecía ella, una anciana distinguida,
humildemente elegante, se paseaba entre los autos
pidiendo una limosna, que seguramente era el
sustento del día. Lo que la hacía distinguida, era su
actitud y su abrigo de piel, antiguo pero fino, suave,
algo raído, inmediatamente me trajo el recuerdo de
mi abuela cuando nos visitaba, estando pequeños
con mis hermanos, la recibíamos con besos y abrazos
y palpábamos la suavidad de la piel de su abrigo. Nos
agradaba sentirla en nuestros rostros, nos parecía
que abrazábamos a un oso perfumado, receptivo,
con gestos de gran ternura, hurgueteábamos sus
bolsillos en busca de las falsas monedas de chocolate

55
que siempre nos traía; el golpe en la ventanilla de
mi auto solicitando el aporte económico, me trajo
bruscamente al presente, recordándome que el
semáforo iba a cambiar y debía seguir mi camino.
Apurado por los demás vehículos, y luego de darle
mi ayuda, emprendí la marcha, crucé la parte más
congestionada de la ciudad y me introduje en la
autopista que me llevaría al trabajo.
¿Quién era esta dama que ocupó mi atención
en ese instante?
Con más calma y mientras me dirigía por esta
interminable carretera, recordé su imagen con más
detalle. Visualicé que aparte de su viejo y elegante
abrigo, completaba su vestimenta un antiguo som-
brero negro de una tela parecida al terciopelo y
unos guantes del mismo material que la protegía
de las frías mañanas capitalinas. Quizás sus manos
enguantadas sosteniendo una bolsita oscura, le
hacían más digno el acto de pedir.
Bocinazos y adelantamiento de vehículos pe-
sados, me volvían a la realidad, y darme cuenta que
luego debía salirme de la autopista para llegar a mi
destino laboral.
El segundo día, después de realizar mi rigu-
rosa y mecánica rutina, me encontré de nuevo en
este semáforo. Recién encima de este, recordé la

56
experiencia del día anterior, rápidamente la busqué
con mi vista mientras reunía mi aporte para ella.
Entre vendedores informales, mendigos y artistas
callejeros logré ubicarla. Recorría los vehículos del
lado contrarío al mío, como siempre con elegancia y
lentitud. Al verla entre los vehículos que iniciaban
lentamente su marcha, me parecía que se deslizaba
y que no tocaba el piso, como un aprendiz de
fantasma, quizás producto de mi imaginación y el
misterio que me empezaba a provocar esta mujer.
Al cambiar de color el semáforo, inicié la mar-
cha y avancé con un dejo de frustración por no haber
podido aportar a su sustento. Pero me quedaba el
consuelo de hacer más ameno mi largo viaje, ocu-
pando mis pensamientos en divagar cómo habría
sido su vida.
Seguramente había tenido una familia de buen
nivel socioeconómico, una educación privilegiada y
vivir en un sector que le permitió buenas relaciones
sociales y culturales.
El tercer día, mientras me servía el desayuno,
me acordé de ella y me preparé para darle mi ayuda
y que fuera más generosa.
Esta vez tuve más suerte o intencionalmente
me las arreglé para quedar en primera fila.

57
Ahí venía ella después de pasar por el primer
vehículo que se ubicaba a mi lado, me puse
ligeramente nervioso y la esperé con el vidrio abajo;
tenía una mirada dulce, triste, desesperanzada.
Pedía su ayuda en silencio y con una leve sonrisa,
que luego remataba con una sutil reverencia en
señal de gratitud por lo recibido.
Le miré sus manos enguantadas y la bolsita
que sostenía; bolsita de tela negra y suave que algún
día guardó joyas o regalos de gran valor. Quise
hablarle pero no me salió ninguna palabra, me
inspiraba respeto, hasta me sentí disminuido, solo
atiné a entregarle mi aporte, devolverle la sonrisa y
continuar mi viaje al trabajo.
Se hizo parte de mi vida el quehacer diario de
esta esquina, donde antes había pasado por años sin
prestarle mayor atención. Sabía que la encontraría
todas las mañanas y cada vez me animaba más a
conocer su realidad. Para esto tenía que conversar
con ella, cosa que aún no lograba, quizás por el
respeto que le tenía o por no romper la magia que
cada día alimentaba mi imaginación y entretenía
mis trayectos al trabajo.
Un día amanecí decidido a hablarle, y me
animé a que esta vez me iba a estacionar antes de

58
llegar a la esquina, esperaría la pausa del semáforo
y por fin sabría quién era ella.
No miento que mientras más me acercaba a la
esquina, más crecía mi nerviosismo, tensión compa-
rable a cuando tenía que exponer en la universidad.
Manteniéndome firme, logré estacionarme en la
bocacalle más cercana, caminé lentamente primero,
luego no sé de dónde, me vino una valentía inespe-
rada y avancé con soltura, y apuré el tranco hacia la
esquina.
Al llegar a la intersección la busqué primero
con mi vista y luego recorrí todo el lugar. No estaba
en ninguna parte; recordando su rutina, me metí
entre los autos para buscar al otro lado de la calle,
sabiendo de antemano que no la encontraría.
No me importó el tiempo que me atrasara en
llegar a mi oficina, seguí buscando en otros sectores.
Estuve parado vigilante bastante rato, a veces me la
imaginaba al ver pasar cualquier mujer con similares
abrigos, decepcionado cuando comprobaba que no
era ella.
Me costó asumir que no la encontraría, “no
importa” me dije, ya tomé la decisión y mañana
seguro la encontraría o quizás pasado mañana.

59
Expectante, esperé uno tras otro día que
apareciera, pero seguía vacío el lugar, a pesar que
siempre estaba lleno de gente y vehículos.
Poco a poco me fui acostumbrando a que ya
no la vería más, pero me seguía acompañando en
la carretera al imaginarme esta vez, qué le habría
pasado.
Cuando amanecía pesimista creía que estaba
enferma, viviendo en una pieza de una casa del sec-
tor, quizás herencia de familia. Estaría descansando
en una cama tan antigua como ella, cuidada por una
vecina solidaría que le traería la sopa que tan bien
se recibe en estas circunstancias. A veces cuando mi
pesimismo llegaba a sus límites, con mucha tristeza
me imaginaba que ya no estaba con nosotros en este
mundo.
Sin embargo, en los momentos alegres, especu-
laba que por fin sus familiares la habían ubicado y
llevado a vivir con ellos. Cuidada y acogida con
amor, y estaría tranquila en el lugar del que nunca
debió haber salido. Intentaba hacer lo más duradero
posible estos pensamientos, que a pesar de que no
logré conocerla de verdad, había logrado ser parte
de mi vida y siempre la recordaba con cariño.

60
El tiempo se encargó de borrarla lentamente
de mis pensamientos, los recuerdos se disolvían
dejando vagas imágenes hasta desaparecerla com-
pletamente y así seguir con mi tediosa vida y mi
rutina laboral.
Siempre al volver hacia mi hogar, mi camino
recorría un parque que estaba a dos cuadras más
al Poniente de la calle de mi departamento. Era un
lugar muy diverso, dinámico, con muchos niños
jugando en una cancha de skate, personas trotando,
mamás con coches paseando sus hijos y muchos
estudiantes recostados en el pasto arreglando el
mundo que se les venía.
Antes de doblar hacia el Oriente, tenía que
cruzar tres semáforos para llegar a mi lugar de
descanso. Siempre me entretenía mirando todas
las actividades de este parque mientras lo recorría
en mi auto o me tocaba detenerme en uno de los
semáforos. Me fascinaba y a veces me reía solo, al
ver los espectáculos de los arriesgados artista calle-
jeros, principalmente aquellos que encaramados en
altísimos zancos hacían sus malabarismos o lan-
zaban fuegos de sus bocas que me hacían imaginar
dragones estilizados.
Este recorrido siempre me hacía llegar con
ganas de conversar y contar las anécdotas que había

61
presenciado. A medida que avanzaba por este
parque, iba grabando en mi mente lo que narraría
en mi hogar. Entretenido y absorto en lo que veía
llegué cerca del segundo semáforo, mi vista se
fijó, mi mirada se agrandó, delante de mí estaba
pidiendo ayuda una anciana de abrigo elegante.
Me detuve, me bajé, tenía que ser ella, no podía
desconocer el abrigo ni el sombrero, la abracé por
detrás de los hombros y le dije: Esta vez tenemos
que hablar por favor, un tanto sorprendida, giró, me
miró y me dijo... ¿Qué desea señor?… No era ella, se
parecía. Desconcertado y extrañado le pregunté por
el abrigo. Era de mi hermana que nos ayudaba, y yo
heredé su trabajo... y su abrigo.

62

Un camión de sandías
Aída del Carmen Bezama Farías, 68 años,
Providencia.
Mención Honrosa

L
a llegada de un camión cargado de san-
días convulsionó la tranquila mañana en
la Oficina Salitrera Victoria. La señora Adriana,
entrañable amiga y vecina de la señora Iris, contaba
que todo el mundo corría a la bomba bencinera,
pues a un costado se había estacionado un camión
vendiendo sandías, a muy buen precio, cosa que
ocurría solo una vez en el verano.
—Qué lástima, señora Adriana, no podremos
comprar, encinta como estoy no puedo cargar y mis
hijos son muy pequeños— expresa desalentada.
—Es verdad, yo envié a mis chiquillos, bueno,
me voy, estoy cocinando porotos, ya se habrán
secado— comenta sonriendo.

63
—Mamita, yo también puedo ir, déjeme,
puedo hacerlo— suplica la niña.
—¡No, no!, cómo vas a cargar algo tan pesado.
—Mamita, de cuándo que no comemos fruta,
déjeme ir— insiste tironeando su delantal.
—Cómo que de cuándo, ¿no compré ayer
mandarinas a las bolivianas? No, no, niña, se te
podría caer, quizás tu padre pueda ir a mediodía—
intenta disuadirla, doña Iris.
—¡Ay!, mamita, se van a terminar. ¿Desde
cuándo que no comemos sandía?— porfió la niña
haciendo pucheros.
—Está bien, pero no la compres muy grande,
escoge una que puedas tomar con tus manos. ¡Ah!,
y ten cuidado al cruzar la Panamericana. Toma, que
no cueste más de cinco pesos, no vayas a perder la
plata. ¡Anda, porfiadita! y ten cuidado— le dice con
ternura.
—Claro, mamita, cómo voy a traer una san-
día pesada— expresa encogiendo sus hombros,
esforzándose en ser convincente, sin poder disi-
mular el contento.
La niña corre por las calles de desvaídas
casas, serpentea entre la gente, mujeres y niños que

64
se dirigen a las afueras de la Oficina. Allí estaba
el camión cargado de sandías. Era un verdadero
espectáculo ver esa montaña de sandías. Los fru-
tos encimados, redondos u oblongos, de verdosas
cortezas salpicadas de sinuosas manchas blancas,
lucían lustrosos y reverberantes bajo el despiadado
Sol de la pampa salitrera.
La gente se agolpaba para comprar la deliciosa
y refrescante fruta. La rapidez de la niña en llegar
contrastó con la dificultad de acceder a la rampa y
elegir una sandía pequeña. Dos hombres voceaban
su mercadería, de pie, al borde de la tolva, recibían
el dinero y pasaban un fruto, mientras acaparaban
la atención, a viva voz:
—¡Maduritas, puro dulzor, caseritas! ¡A cinco
y siete pesitos!
La menor después de pedir, gritar y llorar
por una sandía, por fin, pudo atraer la atención del
hombre que reparó en ella y le preguntó:
—A ver, rucia, ¿Cuánto tienes allí? ¿Cinco
pesos? Deberías llevar una más pequeña, de tres.
—No, no, de cinco, dijo mi mamá— contesta la
niña con firmeza.
—¡Bueno, cuidado, agárrala!— la pequeña
vio venir rodando por la puerta desplegada, una

65
enorme sandía. Una mano de adulto, la atajó antes
de impactar en la pequeña.
Como pudo la abrazó y pidiendo permiso echó
a andar. Llena de energía pensó, positivamente,
que podría llevarla. Así, empezó la peregrinación.
Una larga calle circundante fue el atajo previsto.
Veía a la gente caminar de regreso a casa: la sandía
bajo el brazo, en un saco entre dos muchachones,
al hombro de un jovenzuelo, como una guagua, en
brazos de una mujer gorda, seguida de una parvada
de chiquillos, en fin.
Sus deseos de llegar a casa y presentar orgullo-
sa la sandía a su madre, fortalecía su débil cuerpo.
Pronto sus bracitos empezaron a acalambrarse,
encorvada, le parecía que la fruta había doblado
su peso. El sudor corría por su frente, sus claros
cabellos se pegaban a las sienes. Necesitaba bajar
la carga al suelo, descansar un poco. A su lado, las
mujeres apuraban el paso, les esperaba un arduo
trabajo doméstico. Afirmó la sandía contra la pared,
tomó aliento. Algunas personas sonreían al ver su
astucia, pero nadie ayudaba. La niña siente que pasa
el tiempo. Su madre estará preocupada. Respiró
hondo, abrazó su sandía y continuó su camino.
Muy pronto sus brazos ya no le obedecieron,
su carga se resbalaba hasta las rodillas, entonces,

66
cayó estruendosamente al suelo y se partió en tres
irregulares pedazos. Horrorizada y de rodillas,
trató de juntar infructuosamente las partes. No
podía creer que solo un minuto atrás, era una gran
bola de dura corteza y ahora se había desbordado
en una pulpa roja y jugosa, salpicada de pepitas
negras. Lágrimas de impotencia se juntaron con el
sudor en su cara. Vio la pulpa encarnada, aguanosa
y brillante bajo el Sol. Hundió sus manos y la pulpa
estaba fresca. El jugo corría hacia la tierra salitrosa.
La pulpa se ofrecía generosa, fragante, plena de
puntitos brillantes. Con ambas manos cogió la apeti-
tosa fruta, llenó su boca, descartando las semillas.
El jugo le corría por el mentón, la pechera de su
vestido, los antebrazos...
“Y si como un poco más, quizás pueda volver
a cerrarla. Claro, qué buena idea. ¡Qué rica! Cómo
puede tener tanto jugo. Si como más, será más fácil
juntarla. Mi mamita estará preocupada porque no
llego, cómo le voy a decir lo que me pasó. ¿Cómo
la voy a llevar ahora? Quizás tenía que haber com-
prado una más pequeña, pero es que somos tantos
en la casa... Tengo que pensar... ya sé, la llevaré en
la falda como si fuera una bolsa...”.
Siempre de rodillas, extendió la falda de su
vestido, totalmente manchada y trató de acomodar

67
las partes, luego, tomando los extremos, como
una gran bolsa, fue incorporándose lentamente,
contenta de haber discurrido tan brillante solución.
Mientras caminaba pensó en su padre, le entristeció
lo que él sentiría cuando se enterara del desas-
tre. Nuevamente las lágrimas acudieron haciendo
surcos en su cara manchada. Curiosa la gente que
pasaba a su lado, se reía de la niña que mostraba
su ropa interior y las piernas, que parecían tatuadas
con rosáceos pigmentos.
A punto de desfallecimiento, llegó a la calle
Valdivia. Desde lejos observó a su madre en la
puerta, ella también la vio. La pequeña renovó sus
fuerzas.
Los niños divertidos, la seguían, se reían
señalando sus calzones, su cara, brazos y piernas
manchadas, sus cabellos enjugados de sandía. Por
fin, estuvo frente a su madre. Avergonzada, levantó
su carita y con una triste sonrisa balbuceó:
—¡Mamita!...
Ella la observó y tratando de ayudar, la
reprendió:
—¡Por Dios, niña!, ¿No podías llegar a la casa
para comer sandía?

68
El Casorio
Fernando San Martín Bello, 70 años, Chillán.
Obra Ganadora

T
odo indicaba que el próximo sábado tendría
para nosotros otra larga y aburrida noche
en nuestro pequeño pueblito. Allí nunca pasaba
nada y nosotros, los jóvenes de aquellos tiempos,
nos arrastrábamos de tedio noche a noche, día a
día. Hasta que apareció ese “señor“ que venia a
proponernos amenizáramos la fiesta de un próximo
matrimonio y que por ello, nos cancelaría una cifra
de dinero bastante interesante.
Desde hacía algunos años, cinco amigos
habíamos conformado un grupo musical que nos
permitía regularmente ganarnos algunos pesos
tocando en las fiestas oficiales y o familiares de
nuestra comarca, y por otra parte, escapar así del
odioso aburrimiento de los fines de semana. Vale
la pena recordar que en aquellos tiempos no existía

69
la televisión y mucho menos, el fabuloso e infinito
Internet.
Todo fue convenido y concertado. Solo debe-
ríamos encontrar la forma de llegar hasta la pequeña
Estación ferroviaria de un pueblito interior, aún más
chico que el nuestro, pero a unos ochenta kilómetros
más al Sur. Allí nos esperaría un vehículo que
nos trasladaría hasta el modesto villano donde se
realizaría la ceremonia matrimonial y la consiguiente
celebración, con fiesta incluida.
Después de agotar todas las posibilidades por
encontrar a alguien o algo que nos transportara
hasta el lugar convenido, finalmente tuvimos la
única opción: viajar junto al maquinista y fogonero
en la máquina del único tren de transporte de
carga que pasaría a una hora indicada por nuestro
pueblo. Y así nos vimos compartiendo con los dos
únicos ocupantes el reducido espacio en esa vieja
locomotora, en medio de los quejidos del motor,
del pesado olor a carbón de piedra al quemarse, del
espeso y negro hollín y del calor endemoniado que
brotaba de su candente caldera, mientras tratábamos
de proteger nuestros instrumentos de las bruscas
e irregulares sacudidas del monstruo metálico en
movimiento.

70
La hospitalidad y simpatía del maquinista
y el fogonero nos acortó el trayecto y sin darnos
cuenta estábamos llegando a nuestro destino, don-
de, efectivamente había una vieja y destartalada
camioneta que nos esperaba, y de la cuál apareció
un señor que dijo estar encargado de trasladarnos
hasta el lugar del casorio.
Tras algunos kilómetros de titubeante carrera
en medio de baches arenosos, finalmente llegamos
a un pequeño caserío conformado por numerosas y
altas casas de adobe de típica construcción campe-
sina, distantes unas de otras y separadas por huertos
o chacras que a esa fecha ya habían entregado a sus
dueños sus generosos frutos. Estoy hablando de un
fin de marzo, de un año particularmente seco y difícil
para aquellos pequeños y esforzados campesinos.
Luego de sacudirnos el polvo que nos cubría
enteros, nos hizo pasar a lo que al parecer era el
comedor de aquella inmensa casa y donde, por las
evidencias, se realizaría la fiesta del matrimonio. En
esos momentos no había un alma en todo el recinto
pero en un rincón donde al parecer se improvisaba
un estrecho escenario, se destacaban unos brillosos
y abollados instrumentos de viento que induda-
blemente pertenecían a otro grupo musical que

71
también había sido contratado para los mismos fines
que nosotros. Luego nos enteraríamos que, tanto los
novios, padrinos, familiares, vecinos y amigos (entre,
ellos la otra banda contratada) se encontraban en
una capilla cercana donde se celebraba la ceremonia
religiosa.
Solo transcurrieron unos breves momentos
para que, imprevistamente y como estalla de re-
pente una tempestad, un tropel de personas de
todas las edades y sexo irrumpieran en el recinto
y se volcaron sobre las mesas y las exquisiteces ya
servidas, adelantando los brindis en honor a los
recién casados, apropiándose indiscriminadamente
de los asientos, incluidos aquellos destinados
para los novios que con mirada curiosa y confusa,
buscaban un lugar donde sentarse.
Todo transcurría vertiginosamente. Los platos
iban y venían. Se repetían los brindis y por fin los
novios pudieron salir a bailar al compás de un vals
que tocaba la “Sonora”, nombre que nosotros le
habíamos asignado al otro grupo musical, y donde
su vocalista de timbre chillón rocanrolero destacaba
por su fino bigotito a lo Omar Sharif y un pomposo
joropo negro al estilo Elvis Presley, hacía de las
suyas.

72
Y así se fueron sucediendo las cosas. Después
de una suculenta comida, típica de este tipo de fies-
tas, y ya con una buena dosis de vino en el cuerpo,
el ambiente se llenó de baile, de nuevos brindis,
de vivas a los novios, de vivas a los padrinos, de
“hurras” a los dueños de casa y de cuanto “viva” se
les pasaba por sus embriagadas cabezas y donde el
júbilo y la alegría contagiaba a unos y otros. Mientras
transcurría la fiesta y los ánimos de los invitados
y familiares se potenciaba a todos sin excepción,
nos fuimos alternando en nuestra participación
como grupos musicales, llegando a confraternizar
con nuestros ocasionales compañeros de oficio y
en algunas ocasiones compartiendo y alternando
instrumentos. Todo iba mejor de lo proyectado. La
alegría era genuina y desbordante. Se intercambiaban
las parejas en el baile y nunca antes todos eran tan
amigos y tan felices como ahora. En medio de esta
extendida algarabía y mientras tocaban nuestros
circunstanciales compañeros de música, el vocalista
de estos, haciendo un breve paréntesis en su actua-
ción, bajó del pequeño escenario y dirigiéndose a
donde me encontraba, me solicitó si por algunos
minutos podía yo reemplazarlo, mientras él reali-
zaba una corta diligencia personal. Así fue como me
hice cargo del improvisado micrófono y junto a sus
músicos comencé a interpretar algunos conocidos

73
temas que la mayoría de los presentes coreaban
conmigo.
No recuerdo cuánto tiempo transcurrió desde
ese momento, cuando comencé a observar algunos
inusuales y extraños movimientos de personas
al fondo de la pista de baile. Algunos entraron en
loca carrera interrumpiendo a empellones a los
bailadores, al mismo tiempo de vociferar a voz en
cuello algo que no alcanzaba a entender. Luego otros
salían presurosos hacia el patio trasero, algo que se
evidenciaba totalmente oscuro. Todo era extraño.
Luego más y más gritos, imprecaciones, ame-
nazas, gestos agresivos, gritos de mujeres, llantos
de niños, ladridos de perros. La pista de baile
poco a poco se fue quedando sola por el éxodo de
los que corrían al exterior de la casona. Luego me
fui percatando que en los patios traseros y en la
oscuridad más absoluta se desarrollaba una pelea
“de padre y señor mío” donde todos pegaban a todos,
sin distinguir sexo ni edad. Donde no se distinguía
familiar ni invitado. Donde la recién conquistada
amistad que prodigaba el vino y la música se había
ido a los mil demonios. Donde el jolgorio y frenesí
de la fiesta se había truncado violentamente.
Donde los buenos deseos y los buenos mo-
dales se habían ido “a la punta del cerro”. Tanto

74
mis ocasionales compañeros de la “Sonora” como
mis propios compañeros de conjunto éramos meros
espectadores de toda la trifulca que se desarrollaba,
sin entender nada ni saber de los motivos de tamaña
gresca.
Fue en aquél momento cuando imprevista-
mente y sin mediar explicación alguna ingresó al
recinto, ahora casi vacío, un tipo en mangas de camisa
vociferando a voz en cuello algo que pude distinguir
como “vos sos el tapa’era, tal por cual”, entendiendo
esa expresión popular que explica cuando una
persona encubre a otra para que este último pueda
cometer algo impropio, y precipitándose sobre mí,
me lanza un violento derechazo que instintivamente
pude esquivar, en momentos que el acordionista
de la “Sonora” se interponía rápidamente entre
los dos para evitar una nueva agresión y al mismo
tiempo le gritaba al agresor que yo no tenía nada
que ver en la situación que se había originado.
Todavía yo no entendía nada. Satisfecho con haber
salido airoso del feroz trompazo que tenía mi cara
como destino y todavía turbado al no entender las
razones de tal enfurecimiento hacia mi persona,
nos dirigimos hacia el sector externo del caserón
de donde provenía todo el barullo. En medio de
la semi oscuridad del corredor que envolvía toda
la casa y entre maldiciones, garabatos, amenazas

75
y de un cuanto hay, un número indefinido de
hombres se golpeaban brutalmente mientras sus
mujeres, hermanas o parientes se interponían a
palos, brazos y patadas en defensa de sus maridos,
pololos o simplemente familiares. Era una escena
indescriptible. En medio de tal barullo nadie sabía a
quién pegaba, de quién recibía o a quién defendía.
Poco a poco el ambiente se fue calmando. La
gente fue desapareciendo como por arte de magia,
y en unos pocos minutos nos encontramos solos
todos los integrantes de ambos grupos musicales,
menos el vocalista al cual había reemplazado y que
no veía desde hacia un buen rato.
Un poco más tranquila y comido por la curio-
sidad, pregunté a la persona que había intercedido
para que no continuaran golpeándome, realmente
qué había pasado para que todo terminara en ese
tremendo desastre, y con voz compungida nos
contó: “Sucede que hace algunos años, la novia y
ahora flamante esposa, había sido polola de nuestro
cantante”.
Desde esa vez que no se veían y esta noche
quisieron rememorar tiempos pasados y se pusieron
de acuerdo para tener un encuentro amoroso en
medio de la chacra que queda a unos cincuenta
metros de la casa. Parece que un familiar del novio

76
que los vió escurrirse furtivamente hacia el exterior,
avisó a este que enfurecido corrió por entre las secas
cañas del maíz ya cosechado, con la clara intención
de destrozarlo a golpes.
Para suerte del circunstancial amante, este
sintió el ruido de la tromba que se le venía encima
y sin pensarlo dos veces, logró pararse y huir como
alma en pena. Dicen que el miedo y el terror ponen
alas a las piernas de algunas personas. El novio, ante
la impotencia de no poder alcanzarlo se abalanzó
enloquecido sobre la novia que, aún con el vestido
blanco de novia arremangado, petrificada e inmóvil
en el suelo, no atinó a defenderse de la avalancha de
golpes que cayeron sobre ella por parte de su recién
calificado marido.
Afortunadamente para la novia, en esos mo-
mentos uno de sus familiares directos intervino para
evitar la verdadera masacre que estaba ocurriendo
con su pariente y se trenzó a golpes con el novio. Y
ese fue el comienzo de la más grande gresca que se
tenga recuerdo en ese pacífico villorrio.
Cada miembro de las dos familias tomaron
partido por cada lado y desde ahí la cosa fue cre-
ciendo hasta que no faltó nadie que no participara
con puños, pies, palos y cuanto objeto contundente
encontraron a mano. Hasta los perros del lugar

77
se sintieron motivados en esta contienda y se
enfrascaron en una enorme pelea y en medio de
tanto desorden y confusión no tuvieron ningún
respeto por sus amos a los cuales mordieron sin
ninguna discriminación. Todos los parabienes, los
buenos propósitos, los vivas, los parentescos y viejas
amistades se fueron a la cresta. Todo eso se olvidó en
un santiamén. La mente se nubló en la cabeza de
cada uno de ellos y solo atinaron a arremeter contra
el que estuviera adelante, con recriminaciones,
garabatos e injurias… Todo.
Fue como comenzó tamaña situación. Así
también, en tan solo unos minutos la gente fue
tomando sus pertenencias y desapareciendo del
lugar y en pocos minutos nos vimos absolutamente
solos en medio del amplio salón de baile, rodeados
de una enorme cantidad de exquisitos manjares
campesinos, de intocados cerdos asados, de dorados
pavos al horno, de patos, de pollos fiambres, de
platos preparados, de enguindados y aromáticas
mistelas, de rubias y chispeantes chichas y del
aromático tinto pipeño casero. Todo quedado ahí,
intocado.
Sabíamos que tendríamos que permanecer en
ese lugar hasta el amanecer. Estábamos a muchos
kilómetros de la pequeña estación ferroviaria donde
deberíamos tomar el único tren que nos llevaría

78
de regreso a nuestro pueblo de origen. Sabíamos
también que ese único tren pasaba a las 13:00 hrs.
Mientras tanto, ingenuamente esperábamos que
apareciera la persona que nos había contratado para
que procediera a cancelarnos y a la vez trasladarnos
para tomar el tren de regreso. Pero esa persona no
apareció por ningún lado.
Una solitaria viejecita que dormitaba en la
cocina apoyada en el fogón, al observar nuestra
sincera preocupación, nos informó que la persona
encargada de transportarnos de regreso al tren
y cancelar nuestros honorarios, era uno de los
padrinos de la novia y que por la situación ocurrida,
había regresado muy molesto a su lejana ciudad
obviamente para no volver. Aprovechó también
para aconsejarnos que, por lo lejano que quedaba el
tren, nos dijo que era muy conveniente que: “Vayan
caminando a la Estación, de lo contrario perderán el
único tren y no tendrán otro hasta mañana”.
Y así fue, como caminando, con los instrumen-
tos a cuestas, sin haber dormido en toda la noche,
a través de infinitos arenales ardientes por el Sol
de mediodía, cansados y con una sed de los mil
demonios, logramos llegar a la pequeña Estación
ferroviaria justo cuando el tren casi se nos iba.

79
Nunca más volvimos a ver a la persona que
nos había contratado. Ni siquiera supimos su
nombre. Tampoco vimos un solo centavo del dinero
convenido.
Pero a pesar de todo, de la frustración y el
desencanto vivido, nos quedó una grata sensación.
Había sido un día sábado inolvidable para todos
nosotros. Porque habíamos evadido otra noche
de sábado, otra noche de lánguido aburrimiento
y tedio, de conversaciones vacías y repetidas, de
ver siempre las mismas cosas, las mismas caras, las
mismas calles llenas de agua y barro en el invierno
y del paso de las frecuentes ventiscas de polvo en
el verano, que repartían la fina tierra de las calles a
todos los rincones del pueblo, inutilizando el lavado
que colgaba en los patios de la mayoría de las casas
y haciendo soltar recriminaciones a más de alguna
de las esforzadas lavanderas de ese día.
Así transcurría la infancia y la adolescencia de
cada uno de nosotros en los villorrios de aquellos
tiempos. Y consciente que aún perduran en el
tiempo, otros pueblos con otros jóvenes, con iguales
ilusiones y esperanzas, esperando que les rescaten.

80
Días de terror, de locura
y de muerte
Elizabeth Gordon Peralta, 67 años, Santiago.
Mención Honrosa

Éesperanza, alegría e ilusión, comenzaba


ramos un grupo de jóvenes, llenos de amor,

el mes de la patria, había tanto entusiasmo en la


oficina, ya estábamos preocupados de organizar
nuestra fiesta de la víspera del 18 de septiembre,
dedicados a buscar el lugar adecuado para preparar
un delicioso asado, acompañado de empanadas y
vino tinto, un día muy esperado por todos nosotros.
El 11 de septiembre, nunca olvidaré este día,
salí como de costumbre a tomar locomoción para
dirigirme a mi trabajo, el cual se encontraba muy
cerca de la Plaza Constitución. En la calle veo a las
personas aterradas y gritaban “La Moneda está en
llamas”.

81
De inmediato regreso a mi hogar, allí encontré
a mi madre y a mis hijas frente al televisor viendo
las noticias, impresionadas ante lo acaecido, La
Moneda había sido bombardeada por la Fuerzas
Armadas y el Presidente Salvador Allende se había
suicidado.
Comenzamos a recibir instrucciones por parte
de los militares a través de todos los medios de
prensa, emitían bandos, uno de estos obligó a la
población a permanecer en sus hogares, se iniciaba
el toque de queda, el pueblo tenía que acatar, sino
las consecuencias serían fatales.
Desde ese momento todos éramos actores y
espectadores de una pesadilla. Días después un
bando nos instruía a volver a nuestros trabajos.
Cuando regresamos a nuestro trabajo, el edifi-
cio estaba lleno de soldados armados, instalados en
todos los pasillos, vigilando a los funcionarios. Era
el inicio de una silenciosa guerra.
Transcurridos unos pocos días, llegaron a
nuestra oficina varios soldados armados, uno de
ellos traía una lista de nombres en su mano, nos
comenzó a llamar una a una. A cuatro amigas y yo
nos hicieron salir al pasillo, debimos colocar las ma-
nos sobre nuestras cabezas, caminamos hasta un

82
ascensor, en pocos segundos descendimos al sub-
terráneo, llegando directamente al estacionamiento.
Allí había más de doscientas personas, hombres
y mujeres, pegados unos al lado del otro, inmóviles
con las manos en la nuca, nos paramos junto a ellos,
yo comencé a sentir angustia, pasada unas horas
tenía un cansancio casi inexplicable, mis manos
y mis brazos ya no resistían la misma posición.
En el ambiente se percibía el olor a sudor de las
personas, este sudor provocado por el miedo, nos
sentíamos en presencia de la muerte, los soldados
nos apuntaban todo el tiempo, expectantes, como
esperando reacciones violentas o intentos de escape
por parte de nosotros.
Al atardecer nos subieron a un bus del ejército,
salían buses a cada minuto, todos acostados en los
asientos, para que nadie se diera cuenta que los
buses iban con detenidos. En el trayecto a nuestro
desconocido destino, el soldado que me custodiaba,
aprovechando mi indefensión comenzó a abusar
sexualmente de mí, enmudecí de pánico, implorando
a Dios que este hombre se detuviera, a los instantes
se escuchó la voz del oficial a mando del bus que
nos obligaba a todos a descender, estábamos en el
Estadio Nacional.

83
Al momento de bajar del bus, me percaté que
de mis cuatro amigas, solo había tres, por miedo ni
siquiera me atreví a preguntar por Trinidad a nadie,
después de mucho tiempo obtendría la respuesta.
El Estadio estaba lleno de soldados con me-
tralleta en mano, nos llevaron a los camarines,
nuestras celdas, dormíamos en el suelo, abrazadas
para soportar el frío, conteniéndonos mutuamente
en estos momentos de horror.
Una tarde sentados todos los detenidos en la
galería del Estadio vimos salir un hombre custo-
diado por dos soldados caminando por el medio
de la cancha, su cara estaba desfigurada producto
de los golpes, sus ojos completamente cerrados,
todos quedamos horrorizados, cuando regresamos
a los malolientes y húmedos camarines, dejamos
caer nuestros cuerpos congelados por el pánico,
permaneciendo en un silencio sobrecogedor.
Pasados unos días, mi amiga Soledad fue
llevada por dos soldados a interrogatorio, ella había
trabajado para un conocido dirigente socialista,
todas quedamos muy atemorizadas. Después de
unas horas, mi amiga a su regreso no podía caminar,
en su cara se reflejaba el dolor, balbuceó unas
palabras, había sido torturada, le habían aplicado
electricidad en sus genitales mojados, a los pocos
minutos se orinó y defecó sin control, el olor se hizo

84
insoportable, pero en un acto solidario, nadie se
atrevió a salir del camarín.
Yo miraba a mi alrededor y las demás deteni-
das tenían sus ojos llenos de lágrimas, seguramente
todas pensando cuál de nosotras sería la próxima
víctima de esta aberración.
Esa noche lloraba en silencio, imposible conci-
liar el sueño, no podía borrar de mi mente la imagen
de mi amiga Soledad, durante la madrugada, mien-
tras todas dormían, aparecieron unos soldados y con
la metralleta comenzaron a pegarles en las piernas
a algunas de las detenidas para despertarlas, ellas
se levantaron, se las llevaron silenciosamente, antes
del amanecer regresaron al camarín, yo simulaba
dormir, así ellas no se enterarían que yo sabía lo que
les había sucedido.
A la mañana siguiente otras mujeres me veían
llorar y me consolaban, diciéndome al unísono:
—“No te preocupes ya saldremos de aquí, esto no
será eterno”—, pero no me atrevía a comentar lo que
había visto y las afectadas celosamente guardaron
su secreto por vergüenza y miedo a una represalia
peor por parte de los uniformados.
El dolor estaba pegado en nuestro cuerpo, en
nuestra mente había solo un pensamiento: “ser li-
bres”, abrigando la esperanza de poder abrazar a

85
nuestros seres queridos, quienes sufrían por nues-
tra ausencia, ignorando nuestro paradero y lo que
nos había sucedido, si seguíamos con vida o estába-
mos muertas.
A los pocos días fui llevaba por un soldado a
declarar, mis piernas temblaban de miedo, mi men-
te solo visualizaba a mi amiga torturada, llegué a
un recinto cerrado, detrás de un escritorio había un
oficial sentado, con uniforme de combate, comenzó
a interrogarme, yo respondía trémula, mi corazón
latía fuertemente, a él lo único que le interesaba era
que le diera nombres de dirigentes comunistas, a lo
que le respondí que yo solamente había trabajado
con personas socialistas, sentí pánico, el miedo me
paralizó, me desmayé, entonces el oficial enfurecido
dio la orden que me sacaran de allí, porque en esas
condiciones difícilmente daría información.
Me llevaron a otra celda, ya no estaba junto a
mis amigas, allí todas las mujeres me miraban con
recelo, nadie me dirigió la palabra, solo me quedaba
orar en silencio, suplicando a Dios mi libertad.
Mi estadía se hacía insoportable, no había
mucha distancia entre las rejas del Estadio y los
camarines de la piscina, desde allí se veía a personas
mirando al interior y escuchábamos los gritos de
las madres llenas de angustia y desesperación,
llamando a sus hijos.

86
Una mañana llegó un soldado a nuestra celda,
nos ordenaron salir y caminar en fila, no sabíamos
a dónde nos dirigíamos, la incertidumbre se refleja-
ba en nuestros ojos, luego vimos aparecer un gru-
po de hombres, continuamos juntos la marcha, nos
esperaba un oficial, y nos comunica que estábamos
en libertad. Cuando estuvimos en la calle comen-
zamos a llorar a gritos, abrazados, éramos libres,
en ese instante no podíamos sospechar que el daño
psicológico producido por el abuso y la tortura nos
perseguiría de por vida.
Respecto a mi amiga Trinidad, la que nunca
llegó al Estadio, no sabía nada de ella, un día la
divisé en uno de los pasillos del edificio, pero ella
me esquivó, después evitaba nuestros encuentros,
bueno yo no quería juzgarla, porque la mayoría de
los funcionarios que habíamos estado detenidos
teníamos que asumir la soledad y el silencio.
Pasaron dos años, un día en la calle me
encuentro cara a cara con mi amiga Trinidad, no me
pudo esquivar, espontáneamente nos abrazamos,
luego entramos a un café, conversamos largamente,
ella me comentó que el día en cuestión en el bus,
ella se había dejado seducir por un soldado, cuando
me lo describió, era el mismo que había abusado
de mí, no podía articular palabra, este le prometió

87
liberarla, ella paralizada por el miedo lo permitió
todo, de ese modo había pagado el precio de su
libertad.
Corrían las lágrimas por sus mejillas, había
pasado tanto tiempo, pero ella sentía una enorme
vergüenza por lo sucedido, necesitaba mucha valen-
tía para confesarme que se había convertido en la
amante de ese soldado, esa relación la atormentaba
de día y de noche, se sentía indigna, sentía que tenía
que renunciar a su trabajo; intenté persuadirla, pero
después de unos meses se fue al extranjero a vivir
con una tía, para tratar de olvidar este siniestro
episodio de su vida, en el que se entremezclaron el
miedo, la seducción y la pasión.
En esta institución continuaba una guerra in-
visible, vencedores que se consideraban llenos de
poder y autoritarismo y los vencidos y humillados
durante 17 años.
Pasaron muchos años antes de volver a ver a
mis amigas, ellas vivieron largo tiempo en el exilio
y ahora de regreso en Chile, todas convertidas en
abuelas, volvieron a entregar amor a sus nietos, in-
tentando dejar atrás el amargo pasado.
Dios siempre nos da una oportunidad en la
vida: “Los que siembran con lágrimas, cosechan
entre risas”.

88
Entró por la Colorada
y salió por la Verde
Sergio Tulio Espinoza Reyes, 74 años, Pirque.
Obra Ganadora

V
olvió a tener conciencia de sí mismo cuando
el aroma de una taza de café con una paila
de huevos fritos lo trajo de nuevo al mundo.
Lo habían sentado frente a la mesa del comedor
con un charlón sobre los hombros y toda una familia
lo observaba expectante.
—Sírvase no más, amigo, con confianza—
le dijo el más viejo, que hablaba a través de unos
mostachos grises.
Una mujer joven y maciza, seguramente la
madre de los tres niños que no despintaban la mira-
da del invitado, le acercó un azucarero de fierro
enlozado.
—Aquí tiene azuquita para el café.

89
—¿Así es que se anduvo perdiendo por allá
abajo? —preguntó socarronamente el viejo.
El muchacho lo miró un par de segundos con
una mueca indefinible, luego sus ojos cayeron sobre
la marraqueta recalentada cuyo aroma comenzaba a
lacerar su estómago. La mujer increpó al viejo:
—Pero papá, déjelo que termine de comer,
después habrá tiempo para que nos cuente todo.
El joven del charlón tomó la taza con ambas
manos y bebió un sorbo de café.
—Y ustedes niños, vayan a esperar a su padre
que ya debe estar saliendo el turno.
Mientras los chicos comenzaron a moverse de
mala gana, sin despegar los ojos del forastero, este
sacó un pedazo de pan y lo untó temblorosamente en
la yema de uno de los huevos y se lo echó a la boca.
Cerró los ojos mientras masticaba y tras un suspiro
que más pareció un sollozo, se abocó con ahínco a
disfrutar de la mejor comida de toda su vida.
—Tráeme un café a mi también chinita, voy a
acompañar a este joven.
Dicho esto el viejo se levantó y sacó una botella
de pisco del aparador. Alguien llamó la puerta.
—Es Vergara —anunció la mujer.

90
—Dile que entre y acércale una silla.
El Sol ya se había puesto y una ráfaga de
viento helado de la pampa entró cuando abrieron la
puerta. Vergara se sacó los guantes, colgó el casco y
entró sobándose las manos.
—Parece que va a ser frío este invierno.
—¿Un cafecito?
—Si no fuera molestia.
El minero se plantó delante del joven del
charlón y lo miró con simpatía.
—¿Y?, ¿qué tal? ¿No me reconoce? Yo lo saqué
de la mina, pues.
—Nm... sí, muchas gracias.
El viejo sin mediar pregunta, sirvió tres vasos
de pisco.
—Bueno pues joven, ahora cuéntenos su historia.
El joven apuró el último trago de café.
—Bueno, yo... yo soy del Sur. Nunca había
trabajado en minas...
Había llegado de Linares hacía tres meses.
Un primo lo había convencido para ir a trabajar
un tiempo al Norte, en la mina La Colorada, que

91
explotaba su suegro. Así olvidaría mejor su primer
desengaño amoroso.
Después de una noche de insomnio despertó
cuando el bus estaba en plena pampa a punto
de llegar a Copiapó. Al correr la cortina de la
ventanilla quedó anonadado. Era como estar en otro
mundo. Nunca había visto un paisaje más yermo y
desolado. La pampa terrosa y seca, como el patio
de una escuela, sin un vestigio de vida, le arrugó
el alma. No había alambradas ni postes ni animales
ni árboles. Ni siquiera había maleza. Se sintió tan
triste y miserable que quiso regresar de inmediato.
Estaría dos días con su primo y se volvería a su
tierra verde donde había árboles que celebraban
el paso del viento y pájaros capaces de organizar
una buena lluvia. Pero al destino no le gustan los
indecisos. Volver no iba a ser tan simple.
El primer día el primo le pidió que lo acom-
pañara a la mina. Lo paseó por todas las labores
contándole anécdotas y explicándole el manejo de
la lámpara a carburo, el combo y la cuña. Le habló
de los antiguos mineros, del capacho de piel de lobo
marino y de las escaleras de patina. Ya en la noche,
con la ayuda del suegro, lo convenció de quedarse
un mes de prueba. Así por lo menos llegaría con
algo de dinero a casa.

92
La mina quedaba en el distrito minero de Punta
del Cobre. Un conjunto de minas que distintos dueños
explotaban con distintos estilos. Como el yacimiento
era uno solo, las labores subterráneas, a veces, se
cruzaban invadiéndose mutuamente la propiedad.
Le ofrecieron trabajar como ayudante del
cargador de tiros. Cuando no hubiese tiros que
cargar trabajaría a la luz del Sol en el pallaqueo,
ya que tenía habilidad para reconocer los distintos
minerales. Aceptó porque no había perdido la
ilusión de ser ingeniero químico.
Un día el cargador lo mandó a buscar más
guía. Al regreso no pudo bajar en el balde porque
el winche se había descompuesto así es que bajó a
pie usando la ruta que el primo le había mostrado
el primer día. Entró por la boca de la mina y caminó
por el socavón de acceso. Fue quizá pensando en
que ya había pasado mucho tiempo en Copiapó
y era hora de volver a su tierra, que se distrajo.
Había que pasar por una bóveda, o “caserón”, en
que el suelo estaba lleno de material suelto que se
disponía en un plano inclinado. Las piedras iban
rodando pendiente abajo al pasar. Cuando llegó al
túnel, por donde se suponía que tenía que entrar, lo
encontró distinto y más pequeño. Una vez adentro,
el material continuó rodando hasta tapar la entrada.

93
Se levantó mucho polvo y cuando se hubo disipado
se encontró en un segundo caserón que nunca había
visto y que al parecer no tenía otra salida, es decir,
estaba virtualmente enterrado vivo a sesenta metros
de profundidad.
El corazón empezó a latirle muy fuerte. Aún
no estaba aterrorizado porque apenas podía creerlo.
Tenía que haber alguna otra salida. Se sentó sobre
uno de los peñascos, se sacó el casco y trató de
serenarse. La visión todavía era mala.
Al cabo de un tiempo el polvo había dismi-
nuido y podía ver todo el caserón. Entonces hizo
un reconocimiento de trescientos sesenta grados
alumbrando con la lámpara. La bóveda del caserón
tenía unos veinte metros de altura y era aproxi-
madamente circular. No se veía ninguna salida,
sin embargo a una altura de unos doce metros se
veía una oquedad oscura. Podría ser una galería
colgada, pero también podría ser una ilusión. De
cualquier modo no tenía como llegar a ese lugar.
Gritó pidiendo socorro. No había ruido alguno.
Volvió a gritar con todas sus fuerzas. Entonces
desesperado remontó el plano inclinado hasta el
lugar donde estaba la boca del túnel y comenzó
a escarbar y retirar piedras. Por cada piedra que
sacaba otras nuevas aparecían obstruyendo la
entrada. Era una tarea inútil e imposible.

94
Cada cierto tiempo volvía a gritar y sólo el eco
de la gruta le contestaba. Las ridículas oraciones
que su abuela le había enseñado fueron recordadas
una a una sin un asomo de vergüenza. Agotado y
bañado en sudor se sentó en la mejor piedra que
encontró, puso el casco sobre sus rodillas y se quedó
dormido.
Cuando despertó ya era medianoche. Ya ten-
drían que haber notado su ausencia pero no sabían
exactamente donde estaba. O quizá lo sospechasen, y
el turno nochero estaría removiendo escombros para
limpiar el túnel. Pero él ya se había dado cuenta de
que esa empresa era imposible y solo serviría para
tapar aún más la entrada. La llama de la lámpara era
un punto apenas visible que no servía para alumbrar.
Miró hacia el lugar donde había imaginado la boca
de una galería en lo alto y le pareció que había una
penumbra de color celeste. El sonido de su respi-
ración comenzaba a hostigarlo. Muy asustado repetía
continuamente “Ay Diosito, sácame de aquí”.
Sabía que tenía que ahorrar energía. No se
atrevió ni a imaginar lo que sería estar perdido allí
abajo en oscuridad absoluta. Abrió un cuarto de
vuelta la llave del agua de la lámpara a carburo y la
agitó. Una pequeña llama surgió alumbrando algo
más lejos con una luz mortecina.

95
Ya había llorado, rezado, gritado, y dormido.
También se había desocupado. No había mucho más
que hacer. Se levantó y se dirigió instintivamente
hacia el borde y comenzó a recorrer la pared de
ese lugar de pesadilla. Justo bajo la zona en que
la lámpara acusaba una mancha oscura, asomaba
un leño, ¡una escalera de patilla! Debía tratarse de
una labor muy antigua. Eso alejaba todavía más
la remota posibilidad de rescate. Sin embargo, la
escalera estaba allí por alguna razón, pensó. Con
trabajo logró sacarla de entre las piedras y la paró
junto a la muralla rocosa, sabiendo que era un gesto
inútil, pues el leño no alcanzaba a tener tres metros
de largo. Se retiró de la pared y urgió su linterna
a carburo dejando pasar un poco más de agua. La
mancha oscura quedaba algo tapada desde ese
ángulo, pero observó que la escalera se apoyaba
justo en una cornisa como si hubiese estado allí para
llegar a ella. Se retiró más del muro y alumbró. Le
pareció ver una escalera colgante que pendía un par
de metros sobre la cornisa. Sin alcanzar a pensarlo,
se echó la lámpara cuello y comenzó a subir por el
artilugio de pirquinero, como le había indicado su
primo que se hacía. No era fácil y dos veces estuvo a
punto de perder el equilibrio. Mucho más difícil fue
subir el pesado leño hasta la cornisa para desde allí
alcanzar la escalera colgante.

96
Remontó algunos metros por aquel engendro
de hierros oxidados, pero el muro del caserón
comenzó a ser más inclinado y los peldaños, apo-
yados sobre la pared, no ofrecían la superficie
suficiente para poner el pié. Los bototos resbalaban.
Había que abandonar el intento.
Descender hasta la cornisa, pataleando en el
vacío para encontrar el maldito tronco horadado
lo dejó exhausto. Finalmente alcanzó la saliente
temblando y bañado en sudor. Recordó que cuando
niño prefería subir a los árboles a pie desnudo, así es
que decidió tomar un descanso e intentar el asalto
nuevamente, pero sin zapatos.
Estar de nuevo en la cornisa le permitió ten-
derse por fin sobre una superficie horizontal. Allí
durmió el resto de noche que quedaba y la mitad
del día siguiente.
Duro fue despertar en la oscuridad más abso-
luta y darse cuenta de su situación, que había
olvidado durante el sueño. Pero ahora lo animaba
la idea de que la galería colgada era real y lo condu-
ciría a su salvación. Buscó a tientas el artilugio a
carburo y trató de encenderlo. Casi no quedaba
agua. Una vez encendida la lámpara, la reguló al
mínimo, se la echó a la espalda junto a los bototos y
arremetió escalando como un gato. Trabajó al tacto y

97
al instinto, sin pensar, hasta que pudo pararse sobre
una superficie rocosa más o menos plana. El aro de la
lámpara, empezó a apretarle la garganta. Al sacarla,
con gesto de molestia, el casco salió volando y cayó
al abismo estrellándose en el fondo. No pudo dejar
de pensar qué hubiera pasado si él también hubiese
caído. Giró la luz hacia el muro apareció la boca de
un túnel inclinado. Había llegado.
Penosamente subió por el “chiflón”, que pa-
recía no tener fin, hasta que empalmó con una
galería más amplia. Un aire fresco le dio en la cara.
Le pareció sentir ruido de motores y voces lejanas.
Evidentemente estaba en otra mina (La verde, según
supo más tarde).
Iba casi trotando de un lado a otro tropezando
y bamboleándose como si estuviese ebrio, cuando
la luz de una linterna eléctrica se acercó cegándolo.
—Y usted amigo ¿qué hace aquí sin casco y sin
linterna?
—Ayúdeme a salir —pidió con un hilo de voz.
—¿Es nuevo aquí?

—No, vengo de la Colorá— dijo y sus rodillas


se doblaron desplomándose sobre el fuerte pecho
del minero que apenas logró amortiguar su caída.

98
Vuelta a Casa
Sergio Vicente Costa Barros, 77 años,
Vitacura.
Mención Honrosa

L
a comitiva caminaba demasiado silenciosa,
tal vez temerosa de generar un ruido que
fuera a despertarlo de su eterno sueño.
Por lo visto en todos los rincones del mundo,
los séquitos que acompañan a algunos difuntos a
su última morada terrenal, lo hacen bajo un silencio
huérfano de eco, callado silencio que estremece.
Entretanto, el ambiente próximo y también
el lejano, que si bien pudo haberse manifestado en
sentido inverso, no lo hizo. Pájaros, mariposas, e
incluso alimañas, se transformaron como por arte
de magia también en dolientes, contagiándose con
el mudo recogimiento y llegando al extremo de
negarse a emitir el más mínimo susurro. El viento, a
su vez, de igual manera, congeló sus movimientos,

99
cercenando con ello la posibilidad cierta de que
ramas, tallos, hojas y flores entonaran las melodías
que les pertenecen, según se tratara de un intérprete
elevado o de uno rastrero. Parecía como si la
atmósfera, en su totalidad, hubiera atesorado para
si misma el estado de ánimo de los que marchaban
circunspectos.
—¿Hasta dónde se podía suponer que el con-
junto de personas se desplazaba apesadumbrado y
contrito?
Difícil acertijo, si se les observaba con deteni-
miento la expresión de sus rostros, que se mostraba,
recatada unas, desenvuelta otras, y relajadas las
más. Estas últimas correspondían a los que hasta
ayer estuvieran sujetos a la férrea opresión que el
finado impusiera como único principio valedero
en su relación con el prójimo, tratárase de quien
se tratara, en tanto compartiera techo y lecho, o
simplemente techo, y en algunos contados casos,
vecindad permanente o circunstancial.
Pocas veces se tiene oportunidad de escarbar
sin tapujos en la existencia de aquellos que por
distintas razones, en el curso de los años, se han
dejado dominar por temperamentos atrabiliarios;
o que hastiados de tanto oprobio lo han expulsado
de sus vidas. Sin embargo, ello es posible cuando

100
los rostros de los que tuvieron que atenerse a sus
estrictas directrices por algún período, exteriorizan
en la distorsión de sus rasgos esas marcas que a
menudo dicen más que las lenguas, al proyectarse
como verdaderos espejos de lo que esconden en su
interior.
Mi experiencia de hábil investigador del sentir
ajeno, me hizo posible enterarme de solo mirar
con fijeza la faz de los miembros del cortejo, no
solamente los sentimientos que los posesionaban en
esos instantes, sino que ir todavía más allá, pudiendo
conocer hasta sus secretos más recónditos, en lo que
se refiere a la relación que los unió con el muerto.
Y de todo, como es dable suponer, se dio
entre los miembros de su casa y en el de las ajenas;
dando como resultante, el círculo de aquellos que lo
recordarían con agradecimiento por algunos enco-
miables gestos; el de los que no le tenían simpatía,
pero que lo soportaron con estoicismo por interés; y
el más dilatado, conformado por los que lo odiaban
con saña, por haber sido víctimas constantes de su
maltrato físico y síquico; sentir que ni siquiera la
muerte del ofensor lograría erradicar nunca de sus
corazones y cerebros resentidos.
Un representante de estos últimos, fue el que
tomó la palabra para despedirlo, llegados al lugar

101
en que la tierra había sido removida, dejando a la
vista el profundo hueco del que no se vislumbraba
fondo, donde este arrojó sus despojos sin mayores
miramientos.
Su discurso, breve y conciso, sorprendió a más
de alguno, pero no a mí, por conocer en demasía lo
que significa ser objeto de permanente escarnio:
—“Del infierno viniste, ¡Maldito!”.

102
Natalia
(Historia de una solitaria)

Dolores González Opazo, 60 años,


San Bernardo.
Obra Ganadora

“Dedicado a quienes viven bajo las estrellas”

Lles del solitario parque, pisando las hojas


a mujer camina lentamente entre los árbo-

secas que crujen como cristales bajo sus pies, arras-


tra las tiras de la gran cantidad de trapos que lleva
encima, una sucia y maloliente bolsa cuelga de su
hombro, son esas todas sus pertenencias. Su abrigo
verde hoy parece ni siquiera entibiarle el cuerpo, la
noche pasada uno de sus amigos le regalo el gorro
azul que lleva sumido hasta los ojos. La fragancia
de los leñosos troncos del parque, la distraen por
unos minutos, para trasladar su memoria muy atrás,
allá donde habita uno de similares características,
donde crujen también cantarinas las hojas resecas,
al pisarlas en el otoño.

103
Cuanto tiempo —se dice a si misma mientras
saca cuentas con los dedos metidos en los profundo
bolsillos de su ajado abrigo —diez, veinte, no,
parece que ya no volveré a verte— y hurguetea
con la punta de los dedos el bolsillo, hasta tocar el
vidrio helado de su fiel acompañante.
Se sienta en el banco de piedras, mientras una
lágrima solitaria y furtiva, abandona sus resecos y
legañosos ojos. Natalia levanta su mano y la atrapa
entre sus dedos, ve como la suave gota resbala por
su palma hasta caer silenciosa, sin ruido, miserable
como ella perdiéndose rápida entre la piedrecilla
blanquecina.
Si tantas lágrimas juntas sirvieran de algo,
yo llenaría muchos barriles, para volver otra vez a
besar mi tierra —dice en voz alta aunque ya casi no
me quedan de tanto derramarlas— y sonríe.
Un día de otoño hace ya muchos, muchos años,
abandonó su casa y su pueblo tras la promesa de
unos verdes ojos soñadores, que le adormecieron el
alma y calentaron la cabeza, para luego de perderla
en la fugaz aventura del amor, abandonarla como
perro arestiniento.
Un fracaso tras otro fueron separándola
cada vez más de lo que tanto había deseado, y los

104
sueños fueron uno a uno cayendo rotos, quedando
abandonados a la vera del camino.
Los años pasaron y el buen horizonte se perdió,
el tiempo pasó ligero y con la tristeza en el alma
Natalia envejeció, aprendió a vivir de otra forma,
pero con el sueño siempre vivo de volver algún
día, hasta que como todos los sueños lentamente
se desvaneció, dejando vivo en ella solamente los
recuerdos que muchas veces intenta olvidar.
Encontró otras almas como la de ella, sufrien-
tes, dolorosas, con mil penas ocultas entre sus
miserias, que la acompañaron en su soledad y no
pudo salir a tiempo del abismo en el que se sumergió.
Y aquí es donde cada noche busca un lugar donde
acomodar sus huesos, donde se duermen todos uno
al lado del otro, bajo la mirada de las estrellas, junto
a sus perros fieles, entibiando el cuerpo con ese
rojo fragante y embriagador jarabe de uvas, halló
la única compañía, quienes sufren con ella cuando
sufre, ríen cuando rie y lloran cuando llora.
Cuando la lluvia arrecia, parten hasta allí
donde un plato de humeante sopa espera por ellos,
ahí dejan sus cartones y sus pilchas viejas y van
donde los esperan con una blanda cama de espuma,
para luego otra vez cada mañana partir en busca de
lo que venga, a pesar que muchas veces la mezquina

105
vida ni siquiera les trae lo que tanto esperan, esa
humilde moneda para la noche.
Hoy su despertar a sido diferente, siente más
pena y angustia dentro de ella que otras veces, su
mente a traído hasta ella momentos que aguijonean
su corazón, sufre por la soledad, presiente que algo
está por ocurrir, estira su mano y saca del cofre
de los tesoros que tiene siempre ahí muy cerca,
ese reparador trago de recuerdos que inyectan la
energía para volver a continuar.
Pueblo mío, que lejos de ti vaya morir, soy
aún una de tus hijas, o ya me abandonaste por ser
tan ingrata —llora amargamente con la mente ya
nublada por aquel jarabe, que siempre lleva entre
sus ropas.
Ya nada puede hacer, algo aún más poderoso
que su querer la ha detenido aquí, y no le permite
partir. Ya nada volverá a ser como fue; ella hace
mucho curó sus penas de otra forma, y esa forma
fue abarcando cada día más un pedazo de su débil
existencia.
La tarde cae sobre la gran ciudad y Natalia aún
permanece allí en el único lugar donde parece estar
entre los suyos, tiene los ojos cerrados y la cabeza
hundida entre su bufanda, parece dormitar:

106
Vamos Natalia, apura el tranco o quedaras
fuera esta noche —el viejo andrajoso se detiene a
su lado, mientras le estira su mano.
No quiero Pepe, ve solo, creo que hoy estaré
mejor bajo las estrellas —dice casi en un susurro—
no vieja amiga, camina conmigo, ven tengo aquí
entre mis pilchas algo que te entibiara las tripas,
mientras llegamos —vuelve a insistir el sucio
caminante— ya levántate que hoy viene una fría
noche.
No —dice Natalia hablando duro— ya dije
que no voy a ir, pero si quieres me invitas al últi-
mo sorbo —sonriendo mientras muestra entre sus
arrugados labios un par de orificios donde hubie-
ron alguna vez dos blancos dientes.
El viejo casi borracho pero conocedor de
las penas de Natalia, entiende que su amiga no
se encuentra del todo bien, se sienta a su lado y
tiernamente intenta sacarla de su tristeza. Saca de
entre sus ropas una pequeña botella y se la pone
entre las manos, vamos Natita, la vida continua y
no debes buscar ni tentar a la muerte, esta vendrá
un día para aliviar tus penas y también las mías
mientras se seca una lágrima agrega —pero todavía
no es el tiempo, el Tatita algún día vendrá, vas a ver
no más.

107
Natalia, mueve su cabeza, murmurando algo
que el viejo Pepe no logra comprender, luego al ver
que su amiga no desea continuar la conversación,
se levanta de su lado, guarda lo que queda de su
botella, agarra sus bártulos y dice:
Bueno si quieres alcanzarme, caminaré lenta-
mente, para llevarte conmigo vieja porfiada —mien-
tras la mira con tristeza.
Ve no mas, vete solo, yo espero a alguien, luego
te sigo —repite entre murmullos mientras levanta
su vieja y sucia mano en señal de despedida, sabe
que no volverá a verlo —cuidate Pepe.
Cuando lo ve alejarse hasta que se pierde, dice
en voz alta:
No estaré mañana para verte amigo, mis
verdes colinas esperan por mí.
El viejo se aleja, ya no le escucha, camina
lentamente, pero cada cierto tiempo se detiene y
vuelve atrás la mirada, busca con sus viejos ojos la
figura de su amiga, pero ella no aparece. Al llegar a
la puerta de la hospedería se detiene un momento
antes de pasar, piensa que adentro lo espera su sopa
caliente, pero no quiere beberla esta noche sin la
compañía de su amiga y piensa:

108
Voy a esperarla un momento, tal vez ya
decidió venir y estará sola si no la espero —el frío
es intenso esta noche y ya brilla la escarcha como
blancos diamantes sobre el pavimento, decide
entrar para calentar sus viejos huesos.
¿Que pasa Pepe?, porque no te sientas aún
—pregunta el voluntario de turno.
Espero a la Natita que me dijo que vendría
detrás mio, pero todavía no llega —mientras
alarga el flaco cuello hasta la puerta. Mejor siéntate
o quedarás sin lugar —dice amistoso el rubio
muchacho.
No, esperaré otro ratito, siempre se retrasa
algo y si no la espero se molestará.
Ya es medianoche y casi todos duermen, el
último noticiario de la televisión ha dicho que
”hoy se esperan dos grados bajo cero”. El voluntario
nuevamente tropieza con Pepe.
Pero muchacho porque aún estás ahí, apuesto
que ni siquiera comiste —se acerca a su lado y lo
toca en el hombro —ven mi viejito, queda algo en la
cocina, te lo traeré.
El viejo lo sigue en silencio y se sienta en la
larga mesa con la cabeza agachada entre sus manos.

109
El rubio se acerca a él con un bandeja azul cielo, la
coloca delante de sus ojos y repite.
Ya Pepe, come antes que se enfríe te hará bien,
ya verás, le da una última mirada de tristeza y se
aleja para no verlo llorar.
El viejo toma la cuchara, y se lleva el tibio
líquido hasta la boca, le sabe amargo entre las
lágrimas retenidas, cierra los ojos y un sollozo se
escapa de su garganta.
Natalia vieja amiga, porque me has abando-
nado.
Mientras en el solitario parque los árboles
gimen suavemente entre sí, en un banco de piedras
un bulto encogido cubierto de harapos, yace inmó-
vil, helado, sin vida.

110
Marinero de mis sueños
Julia Riquelme Saavedra, 72 años, Hualpén.
Mención Honrosa

D
e niña soñaba conocer un marinero cuando
fuera grande, que me llevara por las calles
del Puerto tomados de la mano; contemplar el mar
en un atardecer. Muchas veces pasó por mi cabecita
de adolescente soñadora, la imagen de ese marino
que me llevaría a navegar por todos los mares del
mundo, creyéndolo dueño de un poderoso barco.
Fui creciendo y mis obligaciones para enfrentar
la vida llenaron todo mi tiempo, venía de una familia
con bases muy sólidas en la sociedad, por lo que el
sentimiento “aquel” del marinero quedó dormido
en un rinconcito de mi corazón.
El tiempo pasó, y de pronto me vi convertida en
una señorita muy estudiosa, “orgullo” de mi madre.
Estudié enfermería y me titulé con el beneplácito de
mi familia.

111
Luego conseguí contrato en un prestigioso
Hospital del Puerto. Y aconteció que un día tenía el
turno de noche, y pasó algo inexplicable. Al terminar
mi horario de trabajo, me despedí de mis compañeras
y salí a la calle, no tenía prisa por llegar a casa. El mar
estaba relativamente cerca y sin pensar, encaminé
mis pasos hacia la bahía. Algo raro en mí, porque mi
rutina era de la casa al trabajo y del trabajo a la casa.
La espesa neblina reinante en el puerto hume-
decía mi cara y la suave brisa jugueteaba con mi pelo,
me detuve un rato observando el ajetreo de barcos
y botes con sus característicos nombres, cuando
de repente apareció él, tal como lo había soñado,
estaba ahí, impecablemente vestido desde la gorra
hasta los zapatos. El corazón me palpitaba a full,
pero me mostré serena. Me saluda amablemente, y
en un breve diálogo me dijo que venía saliendo de
guardia. Me indicó el barco en el que trabajaba, el
cual contemplamos allá en altamar.
Aquella mañana otoñal y el bello puerto fueron
testigos que cumplí una parte de mis sueños, conocer
un marinero (pero que diría el destino, ¿me llevaría a
navegar en su barco?).
En un momento nos acercamos casi instintiva-
mente, yo me dejé llevar por la magia. Sin pensar qué
buscaba él, y qué buscaba yo. Tal vez el compartir la
soledad del momento, ya que a mi edad aún no me

112
había enamorado, mi trabajo y mis padres llenaban
todo mi ser, y no había espacio para el amor en pareja.
Él me invitó un café y acepté encantada.
Mientras caminábamos hacia el café, iba pen-
sando qué explicación daría en casa, de seguro que
mis padres estaban preocupados por mi tardanza.
Nos costó encontrar un local abierto aquel domingo
de mayo. El Puerto estaba solitario, solo las gaviotas
graznaban a nuestro alrededor. Él parecía feliz,
yo estaba radiante, por fin encontramos un local
abierto y mientras esperábamos el café, de repente
una corazonada estremeció mi cuerpo, sentí miedo
de enamorarme, conocía bien a mis padres, ellos no
me dejarían pololear, y lo más probable es que él sea
casado… En eso, llegó el tan ansiado cafecito que
saboreé con ganas, tanto así, que cuando evoco ese
momento aún me parece estar sintiendo el aroma y el
sabor en mi boca.
Terminamos nuestro desayuno y como la ma-
gia se había extinguido, me sentí un tanto incómoda
y decidí regresar a casa. Le pedí disculpas por la prisa
repentina, pero les debía obediencia a mis padres,
él me acompañó hasta tomar locomoción, me dio
verbalmente su nombre y yo le di el mío. Fue un “Nos
vemos de nuevo”, pero no hubo compromiso alguno.
Estuvo bien, porque aunque fue un encuentro
maravilloso, tuve que mentirle a mis papás, y eso

113
no iba con mis principios, eso me dejó mal, fue por
eso que tomé la firme decisión de no volver al lugar.
Más el nombre del uno quedó grabado en el
corazón del otro, como este secreto encuentro que
jamás conté, y ahora cuando estoy en el ocaso de mi
existencia me atrevo a contar.
Fueron pasando los años, estaba felizmente
casada y con 5 hermosos hijos que la vida me ha
regalado. Mis padres habían fallecido, y yo seguía
trabajando en el mismo Hospital.
Mi vida transcurría normal, hasta que un viernes
como a las 17:00 horas, mi trabajo se vió interrumpido
por una llamada del servicio de urgencia, alguien
solicitaba mi presencia. Con el corazón palpitante
acudí al lugar indicado… Cuando entré al box no
reconocí el cuerpo que había en la camilla.
Dijo mi nombre, e inmediatamente reconocí su
dulce voz. ¡Ahí estaba de nuevo el marinero de mis
sueños de niña!
Este encuentro sorpresivo era como si el
destino se hubiera prometido volver a reunirnos, en
otras condiciones, claro está. Leí su ficha de ingreso,
el diagnóstico no era para nada alentador, un VIH
en etapa terminal. A pesar de su delicado estado de
salud, sonreía, y no paraba de dar gracias a Dios por
haberme encontrado.

114
Me contó pasajes de su vida, que eran las
causales de porqué estaba en esta situación, me
contó que había sido feliz, que cuando él regresaba
a casa después de navegar mucho, le esperaban su
esposa y sus dos hijos, a los que reconocía en medio
de la muchedumbre.
A la llegada del barco, él llegaba cargado de
regalos y de variadas experiencias, pero un día la
desgracia golpeó fuertemente su puerta. El destino
se ensañó con él cuando perdió a toda su familia en
un accidente automovilístico. O sea, a su esposa y
dos hijos. En un momento pedí silencio, ya que un
nudo en mi garganta no me dejaba respirar. Era tan
fuerte su relato y lloraba como un niño, con voz cada
vez más débil.
Le acaricié su cara y le entregué ternura en un
caluroso abrazo, esto era muy fuerte para mí, ya
que me sentía parte de su vida, y él no tenía a nadie
más. El día siguiente era sábado, pero igual me hice
un tiempito para estar a su lado.
Al verme llegar me sonrió, fue gratificante
para mí verlo, ya estaba instalado en una sala.
Conversamos largo rato y me agradeció por la ayuda
y los cuidados. Me contó cómo reaccionó después de
perder a sus seres queridos, vino la desesperanza, la
rabia y la depresión; y poco a poco fue perdiendo sus
enseres hasta llegar a contagiarse y cuando lo supo

115
quiso desaparecer de ese lugar que le había traído
tanta mala suerte, y se acordó de su Puerto querido
que había dejado hacía unos cuantos años.
Con voz entrecortada me dijo que se acordó
de mí, y que se vino para buscarme, sentía que
tenía que encontrarme aunque fuera lo último que
hiciera. Y vaya que lo consiguió.
Pasó un mes y día a día iba a verlo, a veces
llegaba para darle su comida, ya que le costaba
alimentarse por sí mismo. Un día pasé temprano a
verlo, estaba muy preocupada, le vi muy mal, por lo
que volví a la hora de almuerzo, más no fue posible
que pudiera tragar algo. Por la tarde regresé, ya no
estaba en la sala, me dijeron las colegas. Le habían
llevado a una salita más privada, entré a la sala, cogí
sus manos, recé por el descanso de su alma, él ya
no me escuchaba… pero después de un rato, quise
retirar mis manos de las suyas, pero estaban tan
aferradas a mí, que no me permitían salir.
Seguí rogando a Dios por el descanso de su
alma, en un momento desaté el llanto que tenía
atragantado, me arrodillé junto a su lecho, pasé mi
brazo por su cuello con mucho cuidado mientras
seguía rezando. Tomé su cabeza en mi pecho, y
luego de unos momentos dio un suave pero largo
suspiro, en ese instante cerró sus ojos para siempre,
el marinero de mis sueños de niña.

116
Prosa y Poesía 2015
El viento como un gato
con alas, ronronea
Marcelo Jarpa Fabres “Poeta del Parque”,
65 años, Santiago.
Obra Ganadora

L
a primavera está de fiesta. Las lluvias
quedaron llorando, atrás, en el invierno
cuando al árbol lo clavaron las aguas grises. Los
vidrios empañados por el soplo de la tristeza se
limpiaron con el aire de los jacarandá en flor. El
pasto húmedo y el ventanal frío se transformaron
en un magnolio que observo con el asombro de la
luz. La primavera está de fiesta. Las muchachas
ocultas han salido a dibujar inscripciones en la
corteza de los árboles y el Sol corona sus amores de
simplicidad. Quedó atrás el barro de los goterones
y las estrellas oscurecidas en el charco. También la
Luna que en invierno no se levanta y Venus que
durante las lluvias se esconde bajo las lenguas de

119
fuego de las chimeneas. La primavera está de fiesta.
El viento, como un gato con alas, ronronea sobre las
hojas haciéndolas engrifarse de felicidad. El ceibo
rojo ha florecido para descubrir la sangre de la tarde.
Y el jacarandá parece pintar de azul el pequeño
círculo que lo rodea. Quedó atrás la neblina de las
horas donde el zorzal no canta y la nieve quema.
Se fueron las lluvias a regar otro hemisferio con sus
manotazos de agua. La primavera está de fiesta. Han
regresado los picaflores a dar un toque de distinción
al magnolio. Han vuelto las tórtolas para arrullar
en medio de los amantes. Otra vez el parque y el
cerro se llenan de música, la estrella de rayos rojos,
la Luna de rayos blancos. Y el organillero tocaba:
“un viejo amor no se olvida ni se deja”.

120
Recuerdo de Puente Alto
antiguo.
Adriana Núñez C. Puente Alto.
Mención Honrosa

(Carta a mi padre.)

¡Ha cambiado el pueblo, padre... Y tanto!

Al pasar el tiempo se ha trocado el mundo.


Han caído los viejos entornos, los serios portales
con sus corredores ya no existen.
¿Recuerdas las alamedas y los viñedales
llenos de susurros, de savia y de verde...?
Se han perdido.

Ahora crecen edificios grises y duros


llenos de ventanas
por donde se asoman niños
de nombres extraños.

121
A veces persigo una sombra vaga, buscando a
alguien de mi tiempo, padre; y solo he hallado
cabelleras blancas y espaldas curvadas. Porque
ahora , padre, vamos disfrazados los que éramos
niños con pelucas blancas
y arrugas en torno a los ojos.

Hasta el mismo viento de la Cordillera,


juguetón muchacho, atrevido y loco,
que volaba los serios sombreros, barría las calles
y nos empujaba sin ningún cuidado,
camino al colegio, se ha escondido.

Ya casi no baja, hasta el pueblo.


Creo que se siente extraño, entre tanta gente,
que no lo conoce. ¿O será padre,
que se ha vuelto viejo?
¿Quien sabe de nuestro viento raco?
Con el que tú reías... y yo, pequeña... volaba.

Solo tu no cambias,
tu alegre sonrisa alumbra la noche,
tus ojos oscuros, me miran como antes.

Y si un día me pierdo en la esquina de la vieja


calle, es que habré encontrado el calor amigo,
de mi viejo pueblo muy junto en tu mano,
dulce e inmutable junto a tu cariño
...el de siempre... padre.

122
Desvelo, recuerdos,
una historia
Ernesto Cornejo Amigo, 74 años, San Miguel.
Mención Honrosa

Desperté y aún no aclaraba,


me volví con mucha calma
y me encontré con tu espalda
tú dormías relajada,
y te quedé contemplando
¿en que cosa estás soñando
mi compañera adorada?

La curva de tu cadera
tu cabeza en la almohada,
me apoyé en la cabecera
y solo te contemplaba.

Mil recuerdos se vinieron


como avalancha a mi mente,
y me quedé de repente
123
con el recuerdo primero
de cuando te conocí,
nunca pensé que de ahí
me cambiaba el mundo entero.

La muchacha que bajaba


sonriendo por la escala
como reina en la gran gala
luego me fue presentada.

Reconozco honestamente,
que al haberte conocido
me dejaste sorprendido,
eras linda e inteligente simpatía...
natural, nunca vi una niña igual
me conquistaste al instante.

Primero fue una amistad


que duró bastante tiempo
pero no era un sentimiento
me faltaba madurar,
no sabía lo que quería
por lo cual no decidía
si eras tú a quién cortejar.

Al final me decidí
y me dirigí a tu hogar
si tu me dabas el sí,
lo tenía que intentar.

124
Te invité a ir al Parque
donde poder conversar,
no sabía como empezar
me limitaba a mirarte,
fue cuando me sorprendiste
“Yo te quiero”, me dijiste
y solo atiné a besarte.

Tú te vuelves en la cama
me miras, estas sonriendo
luego continúas durmiendo,
todo lo envuelve la calma.

Continúo con los recuerdos


cuando fuimos al altar,
para allí consolidar
y poder unir los cuerpos,
con la bendición de Dios
a la soltería adiós,
llenos de ilusión, contentos.

Vino después lo esperado,


la ansiada Luna de Miel,
que vivimos apasionados
vestidos solo de piel.

La consecuencía se dió
al nacer el primer hijo

125
con que el Señor nos bendijo.
Luego la segunda nació,
luego hubo un tercer parto
y finalmente hubo un cuarto
y el negocio se cerró.

El criarlos fue otro cuento


y trabajé como un chino,
porque crecieran contentos
y lograran buen destino.

De pronto, te despertaste
y me quedaste mirando
¿en que cosa estás pensando?
tu misma te contestaste
¿estabas pensando en mí?
yo te respondí que sí
entonces tu me abrasaste.

La verdad es que recordaba


la historia de nuestra vida
por eso te contemplaba
mi compañera querida.

Tú te sentaste en la cama
me miraste con ternura
y dijiste con dulzura,
¡nuestra historia no es un drama!

126
es una historia de amor,
con alegría y dolor
siempre termina en la cama.

Tu tienes mucha razón


yo no me creo tu dueño,
tu eres dueña de mi corazón
y todo me parece un sueño.

No podemos convencernos
como han pasado los años,
y la prueba está en los daños
que el tiempo dejó en los cuerpos,
y aunque el espejo no miente
el espíritu no siente
que este viejo o deprimente.

Tú te has quedado pensando


¡por Dios, si somos abuelos!
como el tiempo va pasando
solo nos queda el consuelo.

¿Te acuerdas del primer nieto?


casi me caí de espalda,
se me hizo trizas el alma,
cuando el mayor dijo, escueto
¡mi polola está embarazada!
ahi quedó la embarrada,
casi le pierdo el respeto.

127
Mas cuando llegó el pequeñito
con su sonrisa encantada
acuérdate mi viejito,
que se te cayó la baba.

Cierto querida ranita


yo flotaba por el cielo
me había convertido en abuelo
y tú en una linda abuelita,
pero hubo más emociones
siguieron cinco varones
y una linda nietecita.

Hoy miramos en perspectiva


solos nos vamos quedando,
hay que aprovechar la vida
no sigas rememorando.

Mi querida compañera pasamos


las Bodas de Oro,
yo te juro que te adoro
con la intención más sincera
y por el resto de la vida
amémonos sin medida
y hasta cuando Dios lo quiera.

128
Mi amante
Valentina Marín Salas, 67 años,
Comuna de Lo Prado.
Obra Ganadora

Tengo un amante poeta, que me habla en el oído que


me dirige la mano, que me dicta lo que escribo; lo
supe cuando ordenado, los versos sueltos antiguos.

Me encontré con viejas hojas, que tenía en el olvido.


y busqué la soledad, que es la mejor compañera
para oír mejor su voz y adentrarme en la quimera
oyendo el ruido del mar, del bosque y del reloj viejo
eché la memoria atrás, para reparar recuerdos.

Algunos me emocionaron, otros rompí, por añejos


otro quise llamarlos “anónimo sentimiento" de un
aroma que sentí y luego se llevó el viento: y que
dejó en el papel, estampado su “te quiero”.

129
Igual que una amante hambrienta, enferma de
poesía, pasó la noche y no supe, cuando la Luna
moría ...

Quedé sedienta de Versos, pidiendo que se repita,


esa noche con mi amante, el que al oído, me rima.

130
En la tarde de mis días
Juana Rosa Norambuena Cofré, 77 años,
Longaví.
Obra Ganadora

En la tarde de mis días


me siento a tejer las horas,
con puntos del ensueño
pensamientos y amapolas
un revés, un derecho
un derecho un revés
en el manto del recuerdo
voy bordando tu querer
voy tejiendo mil momentos
con los hilos de mi sien
de vivencias y de anhelos,
de esperanzas del ayer.

Cuando esperaba el regreso


del esposo al que yo amé.
Cada vez que volvía del campo

131
después de un día de mies.
Con mis hijos, y sus juegos,
conectados piel a piel
de sus risas y silencios,
que en mis rosarios yo abrasé.
He bordado tantos besos
por las senda de su ser
en su frente y en sus sueños
en las huellas de sus pies.

En la tarde de mis días


me siento a tejer las horas,
con puntos de ambrosías
del pasado, de mi boda.
Voy tejiendo recuerdos
sentimientos y coronas
en las frías tardes de invierno
me iluminan esas odas
donde he bordado el recuerdo,
mis cortinas y mi colcha.

Me hice una bufanda de ecos


de susurros, de otras horas,
para refrescar mis versos,
con canciones pasadas de moda.
Que me hablan de otro siglo,
de otras gentes, otras cosas
de una sociedad distintas,
132
de cinemas y vitrolas
de recato y romanticismo,
fotonovelas, niñas mozas,
radio teatros diversos.

Aquellas quermeses piadosas


de las monjas y sus quehaceres
de esas procesiones lutosas,
los sombreros de anaqueles,
los domingos y sus horas
he tejido tantos tiempo
tantos nombres, tantas cosas
que la colcha de mi lecho
tiene tantas historias que me arropan.

133
Testamento
(Verso a lo poeta)

Ana María Fuentes Cáceres, 73 años,


La Florida.
Obra Ganadora

Me han pedido un testamento,


repartirlo entre herederos,
serán bienes duraderos,
mi riqueza del momento.

Estoy pensando con calma


la herencia que puedo dejar:
los dolores mitigar
mejor entregaré mi alma.
Y belleza que hace falta
que el mundo esté muy contento.
La alegría es fundamento
de un pasar siempre mejor
que me inspire el Hacedor
me han pedido un testamento.

135
Que la verdad siempre impere
aunque le pongan mordaza
y la tomen con tenazas,
es mejor para los seres.
Aunque la huella perdiere
seremos todos sinceros.
La verdad es derrotero
parece tarea fácil
pero creo que es más ágil
repartirlo entre herederos.

Que nunca falte la música


que es el arte más perfecto
para oídos tan selectos
aunque de apariencia rústica.
Tendré que poner mi rúbrica
frente a muchos caballeros.
Lo que es perecedero:
jazmines, nieve y pájaros
aire puro, cielo diáfano
serán bienes duraderos.

Gozar la naturaleza
las plantas, los animales
admirar tantos rosales
desterrar toda pereza.
Comer juntos en la mesa
amarnos con sentimiento.

136
Creernos todos el cuento
que este mundo es el mejor,
les entrego una flor
mi riqueza del momento.

Cuando la haya repartido


esta declarada herencia
me presento ante la audiencia
Fuentes Cáceres, han sido
por siempre mis apellidos,
y de nombre Ana María.
Me despido a la salida,
cogollito de verbena
con olores de azucena,
será herencia compartida.

137
Raíces
Lucía Fernández Ricotti, 90 años, La Reina.
Mención Honrosa

Si abro el horizonte de mi mente veo entrar la luz


a mi conciencia, así el alma admirando siempre
comprenderá la versión de mis ancestros.

Ecos de remotas andanzas dicen que en mi tierra


vivieron hombres valientes, guerreros, mujeres de
corazón grande.

Viene rodando en el tiempo aroma de tradiciones, en


su leyendas nos cuentan del mapuche de mi tierra.

Onas, Alacalufes y Pehuenches hijos de esta fecunda


tierra ancestros nuestros que nos legaron su magia
y encantamiento.

Habitaron a lo largo de esta faja rodeados de valles


y montañas, de cielos, de ríos, de cascadas, de músi-
ca de vientos azulados.

139
Su existencia se vió cristalizada por realidades del
Sol, de luz, de agua por auroras tan claras como su
alma, protegidos por bosques milenarios.

En sus sentencias arcaicas la mujer Araucana era


admirada, le atribuían el poder, fuerza y energía,
sabiamente era quien determinaba.

Fuente de fertilidad y fuego, proeza de generar la


vida en su mítico y solitario alumbramiento.

Esta fue la época sagrada de mi tierra, equidad y paz


perdidas en el tiempo, palabras sabias dialogadas
con natura, hoy solo son proverbios y leyendas.

Este vergel que es mi tierra, el Creador lo tejió con


hilos de cobre y plata desde Arica hasta la Antártica.

Lo matizó con colores de armoniosa transparencia,


de cielos ruborizados, perfume a lluvia serena.

Cálido ambiente nortino de tierras amarillentas


donde guanacos y llamas acompañan soledades en
naranjos atardeceres.
Desierto, pampa, silencio, agreste camino libre lento
la brisa besando arena en ese terruño ardiente.

140
Como acuarela fresca florece el desierto entero, dan-
zan pequeñas flores con la música del viento.

El Sur es joya perenne donde la naturaleza es fecun-


da con lagos de quietas aguas, bosques, helechos,
araucarias.

Allí el copihue se enreda en lianas que van subiendo


entre robles y canelos, buscando siempre más cielo.

Caminos de nubes grises destilan gotas de pena, es el


llanto acongojada, es el clamar de mi tierra.

Por su doliente raíz incomprendida por la tala de


bosques sin medida, por el aire que entorpece los
sentidos, por la ambición de los seres que la ahogan.

Tu grito desolado yo lo acojo, la voz del viento lleve


también la mía, para contarte agradecida Pacha-
mama, el haber vivido en tu regazo.

Por el amparo dado a mi existencia, por tus raíces


amamantan los árboles, tus almendros florecidos en
primavera, tus frutos maduros en verano.

Por esos gozos profundos que me has dado, bendigo


haber nacido aquí en mi tierra... bendeciré también
aquel instante en que me reciba dormida.

141
142
Cinco Amores
Valentina Marín Salas, 67 años, Lo Prado.
Obra Ganadora

En mi huerto de cariños, que atesoro cada día, hay


cinco mostos dulzones, lo mejor de aquella viña mi
infancia, mi juventud, la vejez, que ya se inicia mi
historia, con cinco hombres, los amores de mi vida.

El primero que yo amara, recuerdo que poseía un


volcán dentro del pecho, manos grandes y curtidas.
Se fue mi padre en otoño, dejándome en agonía se
fue, e iba barriendo, las hojas secas caídas.

Mi segundo amor, declaro: “la locura es su doctrina”


amo, aunque no comprenda mi afán por la poesía...
hemos compartido juntos, mil tristezas y alegrías
con él anidé en las nubes y plantamos dos semillas.

Desde entonces el firmamento, dos nuevos brillos


lucía, una estrella y un lucero, con dulce sabor a

143
rima, un lucero de ojos negros, a quien con versos
cubría, el tercer hombre que amo, mi hijo, mi paz,
mi guía.

Luego llegó un cuarto hombre, nuevas ilusiones


mías, un niño de boca dulce que me mantiene
cautiva, ese que acuno en mi pecho, que me llena de
sonrisas, un nieto, por el que el cielo, me dicta mil
poesias.

Ahora adoro a un quinto hombre, Dios quiso darme


otra dicha: un ángel que por su luz. hasta la Luna
lo envidia, un enjambre de pañales, de balbuceos
y risas... nació otro nieto chiquito, nuevo racimo en
mi viña.

144
Piel Oscura
María Teresa Quiroz Córdova, 63 años,
Casablanca.
Mención Honrosa

Cargaba sobre su piel


un gran pedazo de noche,
más, su alma se tejió
con mil rayitos de soles.

Sus manos de chocolate,


eran dulces y traviesas
al danzar entre las flores.

Su voz siempre se escuchaba


como un trinar de emociones,
inundando aquel jardín
y todo su alrededor.

El negro, lo llamaban,
sintiéndose superiores

145
por tener la piel más clara
sin mostrar sus corazones
que parecían tizón,
por lo feo y sin valores.

Él, en cambio los miraba


y guardaba sus dolores
de haber nacido de noche
y quedarse en su color,
pero tenía su alma
tan blanca como el armiño
y luminosa como el Sol.

146
Mujer Invisible
Luz María Valdés Sazo, 71 años, Talca.
Obra Ganadora

Soy dura, roca, roble


mi corazón doblegado,
Mi alegría. Una mascarada
me iluminan mis dos luceros,
el abandono trizó, mi vida
mis manos sangrantes friegan
mis pies cansados, piden parar.
¡El Sol, la lluvia, el frío… nada!
Cocino, lavo, plancho…
¿para quién? No importa
mis dos corazones me dan fuerza
mi locuacidad?…
Un estandarte, que me invita a seguir
la gente no me ve,
soy invisible…
mi amplia sonrisa,
un escudo infranqueable

147
¿No hay dinero?
Un pan se parte en tres
el mañana no lo ves
por hoy, a luchar…
El villano está lejos, ignora
amé…sigo amando
…me conforta
desfallezco, me levanto
¡Más fuerza!
¡Lo logré, mis luceros están!
Son frutos de mis ramas,
me abren sus bracitos,
su infancia ignora,
solo saben de felicidad
triunfé la vida me sonríe
mis brazos no se rindieron
el despiadado padre…
ausente de las alegrías infantiles,
ausente de las noches de soledad
parte por segunda vez,
a entregar sus debilidades
a entregar su egoísmo
a un sepulcro frío, vacío…
al viaje inevitable,
hacia la eternidad.
Una vez más me volveré fuerte.
Un silencioso llanto cubre mi almohada

148
El dolor repta bajo mi piel.
Mis hijos adultos…
No sentirán la sordera de su padre,
no sentirán su indiferencia
sus lágrimas frescas,…
correrán sobre su féretro
mi hogar es mi refugio,
cobija mis hondas penas.
En él he vaciado alegrías
en él he vaciado recuerdos.
¡Sorpresas, como látigos
castigarán una vez más mi dolida alma!
¡Mi casa no es mi casa!
es de aquella,…aquella!
Que robó el padre de mis hijos!
La ley es inclemente…
Deberé desalojar esos muros silentes.
Yo no soy yo, soy mi destino
una vez más mi corazón de rodillas
ya nada me pertenece
todo gira a mí alrededor
las cadenas se cortan
debo volar a nuevos rumbos
me llegan fuerzas!
busco consuelo, la gente me ve.
Mujer invisible, me hice visible.
La gente me ve. Estoy de pie.

149
Palabras del jurado
y la organización

151
Para mí, es un especial orgullo, participar
en esta loable iniciativa de promover en las
Personas Mayores la creatividad literaria, basada
fundamentalmente en su ayer… lejano y cercano a
la vez, pleno de vivencias enriquecedoras.
Un pensamiento leído refleja el valor del paso
por la vida: Para el profano, la tercera edad es
Invierno, para el sabio, es la estación de la cosecha.
Rosa Ricotti
Presidenta del jurado Líneas de Vida 2015

Considero que el Concurso Literario “Líneas de


Vida” Ha sido una gran oportunidad para los adultos
mayores, de expresarse a través de la escritura,
tanto en poesía como en cuentos y relatos.Estamos
conscientes, que a través del tiempo, esta sociedad
ha discriminado a los niños y adultos mayores. Entre
éstos últimos se encuentran las mujeres. No obstante,
éstas han emprendido una lucha tenaz por demostrar
sus capacidades y talentos, como hemos podido
apreciar en este mismo concurso.
Mirta Bravo
Periodista, escritora, poeta: Lic. en Teología, pastoral
y mujer.
Pertenece al Círculo de Periodistas de Chile.

153
Lo primero que uno experimenta al ser convo-
cado como evaluador del trabajo de quienes han
reunido el valor necesario para poner por escrito
algo que lleva años rondándolos o que ha surgido
espontáneamente en un momento de apertura
creativa, es una inmensa gratitud. Le sigue un pudor
persistente y la convicción de que lo leído es un
regalo que interpela al evaluador y lo convierte, a su
vez, en evaluado. Lo cual, tratándose de Líneas de
Vida, representa un desafío inquietante.
Marco Andrés Montenegro
Director Ejecutivo Fundación Yo Te Leo

Para mí como representante de Fundación


Oportunidad Mayor fue un gran honor participar
como jurado en el “Concurso Líneas de Vida”
organizado por la Editorial SAN PABLO, CARITAS
Chile, Caja Los Andes y U3E. Esta iniciativa permite
mostrarle a toda la sociedad a la persona mayor
activa, vigente, inserta en el medio, con iniciativa
y mucho talento. Proyectos como estos son los que
dignifican y enaltecen a las personas mayores.
Consuelo Moreno
Secretaria Ejecutiva Red Mayor

154
Todos y todas tenemos alguna oportunidad
en la vida para conocer los anhelos, fantasías y
experiencias de alguna persona mayor. Para mí ha
sido un privilegio participar como jurado en Líneas
de Vida 2015. Leer y emocionarme con las historias,
poemas, relatos de los adultos mayores y reconocer
en ellos la gran fortaleza y capacidad de hacerle
frente a la adversidad, es una tremenda enseñanza
de vida. Sólo quiero agradecer a los organizadores y
a SENAMA, por permitirme participar profesional
y personalmente valorando las historias de vida de
los mayores de nuestro País.
Gladys González
Encargada Unidad de servicios sociales, SENAMA

Participar en el Concurso Líneas de La Vida,


fue una experiencia realmente conmovedora.
Leyendo las palabras de tantas mujeres y hombre
de la tercera edad, nos rodearnos de voces que
pocas veces se promocionan, voces que hablan
de la experiencia de un Chile distinto, profundo,
menos tecnológico, más difícil pero tremendamente
hipnótico. Participando como jurado me di cuenta
de la delicada misión que tenía entre mis manos.
Estas personas no solo nos comparten un cuento,
sino que nos comparten fragmentos de sus vidas,
algunas dolorosas, otras alegres, que si no fuera por
oportunidades como esta, pasarían al olvido. Este
concurso es una operación de rescate, de rescate de
155
estas voces, de estas historias maravillosas y de un
Chile que se niega a perderse en el tiempo.
Catalina García-Huidobro
Gerente de producción Fundación Yo Te Leo

Adultos mayores, qué potencia cuando escri-


bes tus emociones, soñamos con tus valores ¡Qué
fuerza en tus creaciones! Síguenos entregando tus
experiencias a las nuevas generaciones. ¡Chile país
de poetas en todas direcciones! Siempre te esperare-
mos a futuras invitaciones.
Juan Faunes
Escritor, y director de la agrupación“Los Quijotes de la lectura”
Si hay una palabra que se me viene a la mente
una vez leídos los relatos y poemas es: Gracias. Sí,
gracias por recoger en el corazón relatos, cuentos
y poemas. Son huellas significativas de tantos
chilenos, hermanos nuestros que nos comparten la
riqueza de sus vidas.
Carmen Salinero Carreño
Asistente Social, Mención Honrosa “Líneas de Vida” 2014

Estimo un privilegio esta segunda partici-


pación como Jurado en el Concurso Literario
Nacional de Adultos Mayores. Solo reiterar mis

156
felicitaciones a todos: a organizadores... y, muy
especialmente a los escritores y poetas mayores,
que nos transmiten emocionantes historias, viven-
cias o recuerdos, con tan importantes mensajes
para nuestra propia vida.
Ricardo Rojas Valdés
Universidad Católica del Maule

Haber participado como jurado en el Concurso


Literario del Adulto Mayor me permitió nutrirme
de sueños, imaginación, vivencias y experiencias
de personas que se atrevieron a compartir sus
sentimientos en todos esos hermosos relatos.
Quiero dar las gracias por la distinción y la
oportunidad que me dieron de ser jurado en este
maravilloso concurso. Me siento afortunado por
haberme enriquecido a través de la lectura de páginas
tan emotivas. Recibir este hermoso regalo y poder
leer tantas bellas historias, me deja absolutamente
conven-cido en que los adultos mayores tienen
anhelos y proyectos. Tienen ganas y energía.
A los adultos mayores nunca se les acabará la
esperanza ni los sueños.
Juan Alberto González
Subgerente Pensionados, Gerencia Comercial.
Caja Los Andes

157
Para el Programa Adulto Mayor de la Pastoral
Social Caritas Chile el Concurso Literario Nacional
“Líneas de Vida” es una gran oportunidad de poder
relevar el aporte que hacen a la sociedad chilena las
personas mayores, el plasmar en algunas líneas las
historias de quienes construyeron la sociedad en
que vivimos, es una forma de trascender hacia las
demás generaciones y por otro lado nos ayuda a
cambiar la imagen negativa de la vejez que muchas
personas tienen, poder relatar lo que vivo, siento
o creo es decir que las personas mayores siguen
vigentes y que pueden aportar en la construcción
de la sociedad del futuro y para todas las edades.
Mario Noguer
Pastoral Social Caritas, encargado Programa Adulto
Mayor Miembro Comité Organizador

De los relatos, llaman la atención: La capacidad


de plasmar en la pluma de cada participante su
experiencia vital, además de su capacidad de poner
en la imaginación y reconstruir la historia de nuestro
país. Sus relatos crudos y descarnados, tocan la
fibra y sensibilidad del lector. Exhiben talento el que
conmueve con su capacidad de afrontar situaciones
como el amor, la amistad y el miedo a la soledad.
Así también, nos logran cautivar conmoviéndonos

158
hacia la esperanza de una vejez mas digna y con
derechos, que todos y cada uno de los chilenos
estamos llamados a reconocer y promover.
Patricia Alanis Clavière
Directora de U3E, Centro de Estudios
Universitarios para la Tercera Edad de la Universidad
Mayor
Para la organización de esta segunda versión
del Concurso “Líneas de Vida”, nos motivamos
a ampliar nuestro ámbito de difusión y reforzar
nuestro jurado con nuevos nombres. Cada persona
que trabajó en este hermoso proyecto puso su
corazón en ello. Y como Editorial, nos sentimos
felices de trabajar e impulsar esta iniciativa que
nos inspira cada día a observar atentos nuestro
entorno y fascinarnos con sus relatos y poesías.
Agradecemos los cientos de obras recibidos, y los
invitamos a seguir escribiendo sus líneas de vida
para las futuras generaciones.
Feliza Marro
Coordinadora Concurso “Líneas de Vida” 2015
Miembro del Equipo Editorial SAN PABLO

159
Índice
Presentación...............................................................................................5

Narraciones 2015............................................................................7
Manolo . .....................................................................................................9
Si te vuelvo a ver te mato…...................................................................23
El Creyente...............................................................................................33
Los zapatos del señor Bahamondez.....................................................41
El Abrigo...................................................................................................55
Un camión de sandías............................................................................63
El Casorio.................................................................................................69
Días de terror, de locura y de muerte...................................................81
Entró por la Colorada y salió por la Verde..........................................89
Vuelta a Casa............................................................................................99
Natalia.....................................................................................................103
Marinero de mis sueños....................................................................... 111

Prosa y Poesía 2015....................................................................117


El viento como un gato con alas, ronronea........................................119
Recuerdo de Puente Alto antiguo. (Carta a mi padre.)...................121
Desvelo, recuerdos, una historia.........................................................123
Mi amante..............................................................................................129
En la tarde de mis días.........................................................................131
Testamento (Verso a lo poeta)..............................................................135
Raíces......................................................................................................139
Cinco Amores........................................................................................143
Piel Oscura.............................................................................................145
Mujer Invisible.......................................................................................147

Palabras del jurado y la organización................................... 151

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