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El sentido social

¿Cuál es el sentido de la vida para el ciudadano común? la reflexión que le lleva a vivir
cómo piensa y a pensar cómo vive, a la insatisfacción de percibir un mundo objetivo, donde
debe partir de lo que es para proyectar lo que quiere ser, buscar el fundamento de su
existencia, cuestionarse sobre el sentido de la vida, sobre la posibilidad de superar la
angustia que le provoca el sistema, la política, la sociedad y la religión. Desde una
perspectiva cuántica el hombre puede tener el estatus de infinitud, pero sigue siendo mortal
toda vez que esta, su vida actual, es finita. Tal angustia le conlleva a la droga anhelada de
estado y religión, que le permiten no enfrentar su realidad personal, evadiendo cualquier
responsabilidad es su actuar, no busca ninguna meta, no tiene interés de escapar, el mítico
concepto de la polis y el dogma le abrigan. La insatisfacción, el asco, la angustia y el dolor
que provee su sociedad se aligeran en el extremo de una idea de infinitud, un ideal de gozo
y paz eterno. Elige la validez de su mediocridad en contacto con la mediocre generalidad,
no es un ser total, renuncia a ser excepcional para ser conformado por otros, por el estado,
por la religión, por los medios de comunicación. Renuncia al acto de la voluntad que le
permita salir de la desesperación y se acoge a valores universalmente aceptados, organiza
minuciosamente su vida para no alterar aquel orden, para cumplir con el deber que el
sistema le ha impuesto. Rehúye a sus opciones de plena libertad y se congracia con el
panóptico que le vigila, no tiene un proyecto, cada palabra, cada decisión han sido puestas
por alguien más para ser tomadas, solo así confirma su existencia, si acierta es porque el
sistema funciona cabalmente, pero si falla debe asumir su yerro y su punición servir como
ejemplo a los demás. La angustia vive con él, intentando a toda costa no ser vulnerable ni
tentado, olvidar el dolor de su finitud en pos de un bien mayor. El dolor le dignifica. El
hombre moderno no actúa, es un ser exangüe, su única pulsión es el temor y la obligación
contraída desde su nacimiento, la obligatoriedad autoimpuesta, cualquier intento de rebeldía
es una aventura en el camino de lo absurdo. Debe confiar que la corrupción, la violación, la
brutalidad gubernamental son parte de un objetivo mayor, debe confiar infinitamente en
que su sufrimiento, incluso, sin ser merecido, es el costo del gozo infinito. Este pusilánime
sujeto social, en su afán de recompensa, traiciona y conspira, en busca de su plena
realización, vive en el mundo, pero el mundo no le es necesario, su existencia es
simplemente el precio de un proyecto futuro que, ignora por completo, pero en el cual cree
fervientemente. Así va ocultando la realidad, estático e inactivo ante el abuso propio y
colectivo, sin carácter de ninguna índole, se diluye, se funde en esa condición en la cual
estado y religión le convierten en objeto, reconoce que no tiene por qué elegir libremente,
pues ya otros eligieron para él y eso implica un compromiso mayor al que tuviera consigo
mismo y con la humanidad misma, ya que él representa a esa humanidad que hace lo que
hicieron de ella.
Pero acaso no debería, por el contrario, ser esa angustia que experimenta el ser humano la
que le impulse a renunciar a sus ficciones y hacerse cargo de su existencia y con ella
reclamar lo que por derecho le es propio: su libertad plena y absoluta. La de decidir y elegir
qué hacer con una existencia que no está definida ni acabada, que debe formar cada
día, porque el individuo es libre de hacer de su propia historia lo que le plazca con ella. Que
no es una criatura de nadie, como tampoco ninguna criatura es suya, ni le pertenece a un
estado ni deidad. Que es capaz de elegir el curso de su destino y que, incluso, en una
realidad cuántica infinita, no debe desconocer los límites de su existencia actual.

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