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Braulio Morín

Sarcófago

...frío...

Como chorro de agua corrían incesantes las ideas de Romina desde su consciencia. Su cabeza se
estaba vaciando y ya la sentía liviana. Tenía el sexo húmedo y el pecho le ardía perturbándole la
respiración. No sólo su mente era ligera si no que su cuerpo parecía dejar de ser tan inútil y ahora
caminaba erguida; en dos pies, ni patizamba ni jorobada. Karina entonces, su madre, le decía que
fuera a la mesa porque ya estaba preparada la comida. En los platos había un exquisito pollo hervido
sazonado con hierbas y mientras Romina veía como asomaban unas verduras de su plato la mamá
acudía a la mesa mostrando su rostro rebosante de alegría al tiempo que tocaba los cabellos de su
hija.

—Come despacio hija —dijo Karina al observar lo rápido que la chica tragaba su comida—. No te
hace mal llegar tarde sólo un día a la escuela.

Afuera hacía un buen día. A Romina le gustaba donde vivía a pesar que estaba casi en medio del
campo y la escuela estaba un poco lejos, pues era bueno ver un poco de verdor a los alrededores
antes de ir al colegio. La señora Karina conducía su coche mientras que la chica asomaba su cabeza
por la ventana y veía cómo los vecinos, por llamarlos de algún modo, paseaban por lo largo del
campo a unas vacas que pastaban tranquilas. Unos metros más y se veía una escena de campesinos
arreglando sus terrenos de cultivo. Conforme el vehículo avanzaba el valor del verde se opacaba, y
era hasta que los grises se manifestaban entre los edificios que Romina intuía el próximo descender
del carro para dirigirse a su aula. Mientras que a Karina se le veía alzar una mueca, Romina seguía
tranquila; a la madre le disgustaba un poco la ciudad y su cara era el reflejo evidente de eso, pero
su hija era algo diferente a ella y no le importaban mucho los malos detalles que pudieran llegar a
tener las cosas.

Al estacionar en el colegio la señora besó a su hija y se despidió. Desde luego que los aromas del
campo eran diferentes a los de la ciudad, y entre ellos había algunos olores que extrañaban y otros
que llamaban la atención. Un perfume se escurrió por la nariz de Romina y entonces los ojos se le
llenaron de estupor; a un par de pasos caminaba Rodrigo —el chico que robó su atención, corazón
y deseos— dirigiéndose a tomar clases. Ella aceleró el paso para no perder el rastro que se
desprendía de Rodrigo, y así fue hasta que tuvo que desviarse para entrar a su respectiva aula donde
la profesora ya empezaba a exponer su magistral clase.

La señorita García era escuálida y tenía una cara graciosa, mientras se paseaba de aquí para allá
en el salón salpicando un poco de su saliva por ahí y por acá, Romina le seguía con la mirada fija
pero con la cabeza distraída en otros asuntos. Quién sabe de qué hablaba la profesora si se lo
preguntan a Romina, a ella no le importaba que la profesora estuviese hablando de las etimologías
de la lengua española, Romina estaba hambrienta así que sólo tenía en la mente el sándwich que
devoraría, pues ya se acercaba el recreo y por supuesto, en su conciencia también estaba Rodrigo
revoloteando como mosca.

La campana marcó la hora para almorzar y nadie titubeó para salir del aula, ni siquiera la
profesora. Una niña un poco gorda quiso acompañar a Romina durante el almuerzo, pero ésta se
escapó con su lonchera y fue a sentarse en unas jardineras que estaban frente al salón de Rodrigo.
Medio apenada y escondiendo la cabeza como avestruz en su emparedado, la chamaca se hizo la

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Braulio Morín

inocente al ver que Rodrigo salía y les decía a sus amigos que no lo esperaran, en efecto iría a
sentarse junto a Romina y le compartiría un poco de su fruta. La chica salivaba un poco cuando se
acercó su dulcineo y éste le dirigió un muy tierno “hola”. Ella no respondió y como Rodrigo no pensó
quedarse con un saludo plantado, se inclinó y besó la mejilla de la chica, después tomó asiento. Y
así fue como llegó a llenarse de significado ese instante para Romina, aquella niña que tenía sonrisa
y sándwich en la boca.

... así fue… y mientras sentía su cuerpo húmedo por la lluvia se concentró en su sueño. Aquello
era lo que soñaba Romina, una perra a la cual se le asomaban las canas mientras permanecía hecha
bola en una acera de una ciudad desinteresada. En vano se escondía de la lluvia bajo una lámina, y
mientras le recorría un frío por su cuerpo, su pecho cálido le mantenía bellas imágenes en su cabeza.
Ya lo sabía, pero era bueno hacerle a un lado al hecho de que aquellas calles le devorarían la carne.

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