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EL GATO FELIZ / RAFAEL GALEANO

En menos de dos años perdí tres gatos y me propuse de nuevo buscar uno

por la simple necesidad de tenerlo, por la necesidad de observar su

elegante movimiento y de recibir ese cariño que te brindan solo cuando es

necesario. Pienso que la gente que prefiere a  estos animales son personas

que en alguna ocasión tuvieron un perro, y que en consecuencia

comenzaron a cansarse de sacarlos a la calle, de recogerles la mierda, y

obviamente de sus ridículos meneos de cola. En suma, aquel que prefiere

un gato, es alguien que disfruta del silencio.

Como dije, perdí tres gatos en diferentes circunstancias, supongo que aún

tengo que aprender mucho sobre la manera correcta de tener a una de

estas mascotas, aunque para mí la manera correcta no sea siempre la más

apropiada. Dos de los que tuve murieron arrollados en la carretera; además

de quedar bajo las llantas esos inolvidables personajes tuvieron otra cosa

en común, se llamaban Tom. Al otro, a quien hubo necesidad de ponerle

una inyección letal para terminar su sufrimiento, lo llamamos Monín.  

De todos ellos, ha sido al segundo Tom a quien más he necesitado.  Este

animal no era de una raza reconocida, era un mestizo con el que uno de mis
hijos se presentó cierta noche de lluvia. Con un envoltorio entre los brazos

el muchacho entró empapado a la casa.

 —¿Qué es eso? Le pregunté.

 —Un gato.

 —¿Dónde lo encontraste?

—En el parque, parece que solo tiene unos días de nacido.

—¡No quiero más gatos! — gritó su madre desde la habitación.

—Papi —me dijo —está lloviendo, esperemos que escampe, mañana yo le

busco dónde pueda quedarse.

Me acerqué al envoltorio que tenía mi hijo en los brazos y lo abrí un poco.

Un sonido extraño surgió desde adentro. Pensé que aquello no podía

provenir de un gato, era un silbido, una exhalación, como el sonido de

alguien que ha atravesado un desierto y no tiene fuerza ni voz para

quejarse.

 —¿Estás seguro que esa vaina es un gato?

 — Si, ¿por qué?

 —Se oye raro.


De nuevo me acerqué y tomé la toalla empapada en mis brazos. Lo llevé

hasta el patio y lo puse en el suelo. Era una visión triste, lastimaba ver aquel

espectáculo de patas temblorosas y su escaso silbido. Busqué el plato del

viejo Tom que tenía como recuerdo y eché un poco de leche.

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