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¿QUIERE DIOS QUE

SUFRAMOS Y QUE
MURAMOS?
LOUVAIN-LA-NEUVE, ABRIL 2019

EL MISTERIO DEL MAL


La pregunta con la cual titulamos este artículo es más bien retórica. En ella queremos resumir
una serie de puntuales interrogantes que el hombre de fe puede razonablemente hacerse: ¿Por
qué morimos? ¿Éramos eternos? ¿Por qué duele morir? ¿Por qué sufre el justo? ¿Le agrada a
Dios nuestro sufrimiento? ¿Quiso Dios que Jesucristo muriera así cruelmente? ¿Por qué murió
así?

En un artículo pasado intentamos responder a la inquietud sobre la relación que puede haber
entre el Dios amor y la existencia del mal, caracterizado éste sobre todo con el sufrimiento y la
muerte. Entonces intentamos dar algunos argumentos. También circulan en internet otros
argumentos que podemos llamar “populares”, pues son reflexiones que circulan ya
masivamente a través de este medio virtual. Por ser de talante popular tales argumentos tienden
a apelar a la emoción mediante un juego lógico de afirmaciones.
Entre los más difundidos están el argumento del “Dios te hizo para que tú reduzcas el dolor del
otro” y el argumento negativo que se sintetiza: “Hay mal donde falta Dios sumo bien”. Los
supuestos lógicos siguen las siguientes premisas: 1- Hay muchos que sufren a nuestro alrededor,
2- ¿Por qué Dios no los ayuda? ¿Por qué permite que sufran así?, 3- Dios nos los ha puesto a
nuestro alrededor para seamos nosotros los que les ayudemos. No esperemos que Dios haga lo
que debemos hacer nosotros.

O sobre el segundo argumento: 1- El incrédulo afirma que hay dolor y muerte porque Dios no
existe, 2- No es que Dios no exista, sino que ha sido apartado del mundo (pues no es que no
haya oscuridad, lo que hay es ausencia de luz; no es que haya frio, sino ausencia de calor, etc.),
3- No es que el mal exista, lo que hay es ausencia de Dios, sumo y perfecto bien.

Sin embargo, por tender marcadamente a tocar las emociones, los argumentos populares en la
web dejan de lado una gran veta de experiencia de sufrimiento que tantas personas afrontan y
por lo mismo tales argumentos resultan hasta ilógicos. Sí, claro, yo puedo y debo solidarizarme
con el que a mi lado sufre. Pero no puedo decir que está sufriendo sólo para que yo le sea
solidario. Eso sería burlarme del concreto dolor que esa persona está padeciendo. Además,
estamos poniendo a Dios como causa de ese dolor. ¿Dónde queda, entonces, nuestra convicción
de que Dios es eterna e infinita misericordia y compasión? ¡No podemos pensar que Dios
ocasiona los devastantes terremotos, las arrasadoras inundaciones, las crueles sequias y demás
calamidades de la humanidad, sólo para que nosotros que estamos bien y tranquilitos seamos
solidarios! Eso sería un insulto a Dios.

No podemos argumentar que el mal es fundamentalmente ausencia de Dios, como la oscuridad


es sólo ausencia de luz o el frio es sólo ausencia de calor, porque ¿Dónde queda nuestra
convicción de que Dios es “Omnipotente, Omnisapiente y Omnipresente”? ¿Qué cosa existe
sin que Dios no le dé “sustancia” o existencia, si todo cuanto existe depende de Él? Si hubiera
algún lugar donde Dios está ausente entonces ¿Cómo podemos afirmar aquello de que “todo
existe por Él y para Él” (Col 1,16), o sea, ¿Cómo afirmar la omnipresencia de Dios? Desde
pequeños aprendimos que “Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar”. Por eso,
argumentar que el mal existe donde hay ausencia de Dios resulta ilógico desde la perspectiva
de la fe en la omnipresencia divina.

Existe también otro punto de vista, muy antiguo, por cierto, que busca explicar la presencia del
mal y sus consecuencias (sufrimiento y muerte) en este mundo. El maniqueísmo, una rama de
las distintas corrientes gnósticas de los primeros siglos de la era cristiana, veía al mundo en
medio de un campo de batalla entre dos grandes potencias, principios opuestos e irreductibles:
el bien y el mal. El maniqueísmo niega la responsabilidad humana por los males cometidos
porque cree que no son producto de la libre voluntad sino del dominio del mal sobre nuestra
vida. El hombre es un títere de esas dos fuerzas.

Esta visión dualista pone al mal con las mismas prerrogativas divinas, ya que Dios (el bien) está
en continua lucha contra las fuerzas del mal. No es necesario repetirlo, pero es evidente que en

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los filmes hollywoodenses explotan esa comprensión del mundo hasta la saciedad: la eterna
lucha del bien contra el mal (Star War y todas las series de los súper héroes son un claro
ejemplo). Esta visión divida del mundo es, sin duda, una visión muy popular. En muchos
ambientes religiosos-eclesiales se mantiene esa visión —la lucha de Dios (el bien) contra el
Demonio (el mal) — que no deja de ser pagana.

Vistos todos esos intentos, podemos intuir que el mal no es un tema fácil de abordar.
Particularmente el mal, manifestado en la muerte y el dolor, requiere un más agudo tratamiento.
Somos conscientes de que no tenemos la última palabra, claro está, ya que esta es una temática
polifacética y sumamente amplia. Pretendemos sólo presentar algunas ideas con la intención de
despertar en el lector el deseo de proseguir personalmente una mayor profundización.

Comencemos preguntándonos sobre algo que parece ser obvio: ¡¿Existe el mal?! Los filósofos
y teólogos han gastado muchos esfuerzos reflexivos para responder a esa pregunta. La respuesta
creyente no da una respuesta ni afirmativa ni negativa tajante, sólo se limita a reconocer
humildemente que existe un “mysterium iniquitate” (misterio del mal). Eso quiere decir que el
mal entra en el rango de las realidades no abarcables en su totalidad por la mente humana y que,
por tanto, el hombre debe estar en continua búsqueda de profundización y mayor conocimiento.

Algunos teólogos últimamente han llegado a afirmar, y esto basados en los principios bíblicos,
que al mal no se le puede dar entidad. El mal no existe “en sí mismo”, no es un ente (un “algo”
o un “quien”) por sí mismo. Pues si se le diera entidad caeríamos en la visión dualista del bien
(Dios) contra el mal. Más bien la Biblia insiste que Dios es uno y nada se puede oponer a Él.
Todo lo demás es obra de sus manos.

Si el mal existe es porque existe en otro. Por eso la Biblia recalca en la figura del “Demonio”,
“Diablo”, “Satanás”, “Belcebú”, etc. Bajo esa figura el texto bíblico explica la existencia de
una realidad que, o se opone a Dios o se aparta de Dios. Ahora bien, si Dios es supremo Señor
y todo está sometido bajo sus pies, si todo es obra de sus manos y nada existe sin que él no lo
haya creado, ¿Dios creó el mal? ¿Es el Demonio, o el nombre que se le quiera dar, una creación
de Dios? Está claro que la Biblia afirma que “todo lo que Dios creó era bueno” o “muy bueno”
(Gn 1,31). Por tanto, no podemos aducir que Dios haya creado el “Demonio”.

Pero ¿Existe el Demonio? Es obvio que la Biblia insiste en esa “figura” para explicar la
presencia del mal. Sin embargo, es necesario recordar que la Biblia recoge la mentalidad del
ambiente en que se escribió. El famoso “sitz im leben” (contexto vital, ambiente cultural) no se
puede olvidar al leer los textos bíblicos. Pero en resumidas cuentas lo que la Biblia explica con
la figura del Demonio es que existe la posibilidad de una elección negativa de Dios. A Dios,
efectivamente, se le puede rechazar.

El Demonio, sobre todo bajo la figura de “Luzbel” o “Lucifer” (el “Ángel bello caído” según
la tradición hebrea), representa esa posibilidad que, tanto un espíritu puro como lo es un ángel
o un espíritu encarnado como lo es el hombre, tienen de rechazar a Dios. Por eso el mal es sólo

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esa posibilidad. No existe en sí, sino que es solo “la posibilidad de un rechazo”. La Biblia al
afirmar la presencia del Demonio afirma que sí, efectivamente, hubo una elección contra Dios
y por tanto el mal tomó entidad: “existe en”. El mito del pecado original explica el momento
trágico cuando en el ser humano se dio, en algún momento del proceso evolutivo del hombre,
esa elección contra Dios (pecado original originante). Esa elección de rechazo, tanto de los
ángeles (convertidos luego en demonios) como del hombre, produjo una fuerza poderosa que
atrae al hombre y lo seduce (las fuerzas demoníacas) creando un ambiente contaminado que
ciega al mismo hombre en su capacidad de poder siempre elegir libremente a Dios (“pecado del
mundo” o pecado original originado).

Con lo antes dicho arribamos al punto en que nos quedamos en un artículo anterior, en el que
explicábamos que gran parte de la experiencia del mal, manifestado en el dolor y la muerte,
nace a partir de la gran posibilidad que tiene el hombre de elegir. Elegir el amor (Dios) o elegir
lo que no es amor. Decíamos que el amor no elimina el sufrimiento humano, al contrario, el
amor es inseparable del dolor. Pero no es lo mismo sufrir por amor que sufrir en la soledad del
egoísmo y el sinsentido. Sin embargo, la mayoría de las veces el hombre se equivoca (“peca”)
y no elige al amor y por tanto rechaza a Dios.

Si tenemos claro que hay un mal real (que ha tomado entidad), que hace sufrir, y que depende
fundamentalmente de una elección en contra de Dios, en contra del amor, ¿Qué podemos decir
de la muerte? Ciertamente la muerte hace sufrir, y mucho. Sobre todo aquella muerte trágica,
aquella muerte injusta. Los centenares y a veces millares de víctimas de los terremotos, de los
huracanes y demás catástrofes naturales, ¿Por qué tienen que morir así? ¿Por qué ha de morir
acribillado o torturado una persona inocente en un conflicto armado? ¿Por qué muchas veces
es la persona buena la que es maltratada y ultrajada? ¿Por qué debe ser una persona buena la
que ha de sufrir una larga, dolorosa y penosa enfermedad? ¿Puede Dios evitar ese mal real?

LA MUERTE
En la primera parte hemos concluido que el mal existe no por sí mismo, sino en otro; que la
posibilidad de que exista el mal real depende de la elección o rechazo frente a Dios; que en
algún momento los espíritus puros (ángeles) y los espíritus encarnados (humanos) eligieron
contra Dios, desatando así la presencia concreta y real del mal: el mal lo experimentamos
concretamente y hace sufrir. Que Dios no ha querido ese mal es un hecho (Él no creó el mal, ni
hizo al hombre pecador), pues Él es amor infinito y no puede contradecirse. Más bien creó un
plan de salvación…eso lo sabemos claramente.

Pero por ahora centrémonos en la muerte en sí. Durante mucho tiempo en la Iglesia se aceptó
la doctrina de los llamados “dones preternaturales”. Uno de estos dones era el don de la
“inmortalidad”. Según esta doctrina, antes del pecado original el hombre no tenía como destino
final la muerte, pues Dios lo había creado para la vida, y esta vida era eterna. Después del
pecado, y eso lo leemos en el libro del Génesis, Dios condenó al hombre a la muerte como
condena por el pecado cometido. Obviamente que tal doctrina está siendo replanteada y

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reenfocada. Ciertamente nos podemos preguntar: Si el hombre nunca iba a morir y si Dios les
dio la orden de multiplicarse ¿A caso no sucedería que, en algún momento, y con mucha
rapidez, el planeta sería insuficiente para albergar a todo ser humano que naciera? Claro que la
pregunta es ingenua, además de ser planteada a partir de la concreta experiencia del morir
humano, pero no deja de ser oportuno planteársela.

Algunos teólogos se aventuran a decir que en realidad antes del pecado original ciertamente el
hombre experimentaría la muerte física-corporal, pero ésta sería una experiencia serena,
apacible y “natural”, no la experiencia dramática, dolorosa y traumática como efectivamente
ahora la experimentamos. El pecado vino a ocasionar ese dolor y trauma del acontecimiento
natural del morir. Morir sería sólo una “pascua natural”, ya que se nacería sin dolor y se moriría
sin dolor. Tal explicación encuentra asidero experiencial en los dos modos de morir que
podemos ver en casos concretos: el que muere apaciblemente en paz con Dios y el que muere
angustiosamente en la desesperación de su propio ego.

Es posible pensar que cuanto más en “gracia de Dios” (amistad y cercanía con Dios) se esté,
más serena es la muerte. Pensar en un Pablo que afirmaba que para él “la muerte era una
ganancia” o un Francisco de Asís para quien la muerte era más bien la “hermana muerte”, etc.,
nos aclaran este modo diverso de ver el acontecimiento de la muerte. Claro que cuanto más
lejos de Dios se viva (pecado), cuanto más centrado en el propio ego se exista, más angustia y
sufrimiento ocasionará la experiencia del morir.

Por eso la experiencia del morir, en sí mismo, no es el problema. El dolor ante el morir nace
más bien a partir de la percepción que tengamos frente a la muerte. Lo mismo sucede con la
enfermedad. Tal parece que la enfermedad no es más que el natural camino degenerativo que
el cuerpo humano toma cuando se dirige hacia su final histórico. El último estadio de la
enfermedad es justamente la muerte. Por cuanto es posible ver en muchas experiencias, también
la enfermedad puede ser tan trágica y angustiosa tanto como serena y apacible. Tal parece que
mucho depende de la perspectiva con que se vea el evento mismo de la enfermedad. La
percepción y experiencia de la enfermedad toma un sendero sereno cuanto más se viva en
abandono confiado al Dios Amor y al amor concreto que se experimenta por parte de los que
rodean al enfermo. En cambio, toma el sendero de la angustia y desesperación cuanto más
cerrado se quede el enfermo en su egoísmo y más abandonado a la soledad lo dejen sus
semejantes. La muerte y la enfermedad tienen nuevo color y sabor frente al amor, frente al Dios
que es amor.

También, muchas veces el sufrimiento y dolor a causa de la muerte y la enfermedad se


experimentan indirectamente. La muerte o la enfermedad de un ser querido pueden ser causa
de un agudo, prolongado y angustioso sufrimiento para los están cerca de esa persona querida.
Sin embargo, por la experiencia que se puede recoger en el diario vivir, es posible afirmar que
mucho depende también desde qué perspectiva se tome el evento que ocasiona el sufrimiento
del ser querido. Siempre se redunda en lo que hemos apuntado anteriormente: en la actitud que
se tome desde el amor o la actitud tomada desde el egoísmo y la desesperación.

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La enfermedad y la muerte pueden ser experiencias que hagan florecer las más genuinas
manifestaciones de amor. Movidos por un profundo amor, los que rodean al enfermo o
acompañan al que muere, pueden hasta llegar a experimentar profundos sentimientos de
serenidad y satisfacción; ya que todo lo hacen con dedicación, con premura y gran cariño. Al
final se sienten satisfechos por haber manifestado ese amor sincero al que sufría la enfermedad.
En cambio, desde el egoísmo, la enfermedad resulta cuanto menos una tragedia, un continuo
reclamo, una carga insoportable; la muerte resulta ser siempre una injusticia divina, un
imperdonable acontecimiento. Claro que en este ambiente saturado de hedonismo (búsqueda de
sólo placer), la enfermedad y la muerte son un escándalo insoportable: al enfermo se le aparta,
se le margina, se le abandona, en vez de socorrerlo. Mucho depende de cómo se vivan esas
experiencias: con amor (con Dios) o sin amor (sin Dios). El mal toma rostro solo cuando se
hace la elección de no amar.

Pero en el grupo de preguntas que al final de la primera parte apuntamos, dos de ellas se referían
a experiencias de sufrimiento y muerte que requieren tratamiento a parte: la muerte y
sufrimiento a causa de la injusticia humana y aquellas causadas por las catástrofes naturales.

La raíz de la muerte y sufrimiento a causa de las injusticias humanas está claramente en el


pecado del hombre, en el mal moral de que hablaba san Agustín; o sea, el mal que el hombre
mismo crea y ocasiona para sí mismo y sobre todo para los demás. Los grandes crímenes contra
la humanidad: masacres, campos de concentración, bombas atómicas, etc., tienen su origen el
mal que el hombre crea y expande a lo largo y ancho del mundo. Pero también existe ese
sufrimiento que surge a partir de la fragilidad de la naturaleza humana. Es obvio que en una
tragedia natural no tiene nada que ver el obrar humano. Entonces ¿Es Dios el culpable de ese
sufrimiento y de esa muerte? ¿Por qué Dios no evitó ese mal ontológico? ¿Por qué el cuerpo
del hombre debió ser tan frágil y degradable?

A esa muerte y sufrimiento a causa de la frágil condición humana es a lo que san Agustín llamó
“mal ontológico o mal físico”. Según Agustín, Dios da el ser a todo cuanto existe pero en
diferentes grados de perfección. Algunos seres tienen cualidades perfectivas que otros no lo
tienen y tales cualidades son diferentes en cada ser. Por ejemplo, una hormiga tiene ciertas
cualidades ontológicas, pero frente al hombre queda superada, pues es claro que la perfección
ontológica del hombre es superior. Y así sucesivamente, según san Agustín, los seres se
distinguen en niveles de perfección ontológicas.

Cuando un ser se presenta con cierto nivel de imperfección ontológica frente a otro ser, a eso
es a lo que Agustín llama “mal ontológico” presente en las imperfecciones del ser imperfecto.
Por ejemplo, es verdad que el hombre tiene el mayor cúmulo de perfección ontológica de los
demás seres, sin embargo, frente a una erupción volcánica, frente a un terremoto o frente a un
huracán, el hombre se ve limitado en su ser, ya que no tiene la misma fuerza y resistencia física
que tiene el fuego, las rocas o el viento tempestuoso. Frente a esos fenómenos naturales, el “mal
ontológico” hace presa del hombre. El hombre es frágil.

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Pero en el párrafo anterior nos hemos preguntado ¿Por qué Dios no evitó el “mal ontológico”
en el hombre, por qué lo creó así de frágil? Hay quienes creen que Dios creó al mundo para
aumentarle el sufrimiento al hombre: “existe la obstinación del mundo por hacer sufrir al
hombre mediante terremotos, inundaciones, olas de frío extremo, sequías, hambrunas, animales
salvajes que devoran, árboles que caen, relámpagos que fulminan, accidentes de toda clase y
demás penalidades”.

Algunos sostienen que ese mal causado por la misma naturaleza (creatura de Dios) lo permite
Dios para “castigar” el pecado del hombre. Cuantas veces se hoyen voces que después de una
tragedia gritan: “¡arrepiéntanse, que esta catástrofe es solo muestra de la inminente ira de
Dios!”. Es obvio que una expresión tal es un insulto al Dios que es amor. Ni siquiera la piadosa
expresión “esta es la voluntad de Dios” escapa de ser una ofensa. ¡Es que Dios NO quiere la
muerte del hombre, NO se complace en el sufrimiento de nadie!

Efectivamente Dios no quiere la muerte y el dolor de nadie, pero su obra creada sigue un camino
ya señalado por el mismo creador. En esto sigo a Gisbert Greshake quien sostiene la tesis de
que Dios crea el cosmos entero en vistas a la aparición de la libertad humana. Según esta tesis,
avalada por la visión evolucionista de la creación y por el controversial “principio antrópico”,
antes de la aparición del ser humano y después de él, todo cuanto existe sigue una dinámica
evolutiva de ensayo y error, pero de continuo perfeccionamiento. El grado máximo de
perfeccionamiento es la aparición de un ser libre y capaz de amar.

“Digámoslo con toda concreción, --afirma Greshake--: que haya cáncer, epidemias,
malformaciones, accidentes, inundaciones y cosas parecidas, es una secuela necesaria de que la
evolución se realice como un bosquejo previo de la libertad: no de manera determinada, ni
necesaria, ni fija, sino jugando, probando posibilidades en el ámbito de lo casual. La Creación,
cuya meta es la libertad de la criatura, no tiene la figura de un orden estático que encaje a priori,
sino que es algo dinámico, no prefijado, juguetón. Además, que el ser humano aparezca requiere
determinadas leyes y constantes que producen, como la otra cara de su moneda, dolor. De aquí
que en la Creación se dé necesariamente lo negativo, lo desintegrador, lo que no siempre sale
bien: un conjunto de productos residuales que producen dolor”.

En otras palabras, la creación tiene una finalidad, la aparición del ser libre, pero para ello no
tiene leyes fijas y preestablecidas. La única ley que Dios le dio al cosmos es evolucionar hacia
la libertad. Es que Dios es libre y deja siempre en libertad su creatura. Por eso Dios no interviene
en las leyes que el mismo proceso evolutivo del cosmos adquiere. ¿Podría Dios corregir la
trayectoria de un huracán o evitar el acontecer de un terremoto? Desde la comprensión
omnipotente de Dios podríamos decir que sí, pero no lo hace porque respecta la libertad de su
creatura. La naturaleza ha elegido ciertas leyes y Dios las respeta. Cuando aparece el ser que en
sí tiene conciencia de la libertad y la voluntad, o sea el hombre, Dios ve que su plan ha llegado
a su perfección (el Génesis dice: “y vio Dios que era muy bueno”), sólo que siempre se mantenía
el riesgo que implica la libertad de su creatura. Para entrenarlo en esa libertad, según el Génesis,

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Dios prueba al hombre dándole algo que elegir: no comer o comer del árbol prohibido. Lo que
sucedió lo sabemos bien: el hombre eligió lo que no debía elegir.

Pero volvamos al punto del mal que ocasiona la naturaleza. Dice Greshake: “De modo que si
Dios quiere al hombre y su libertad como condición para poder dar a las criaturas participación
en su gloria divina y el hombre se halla esencialmente vinculado a un mundo que va en
correspondencia con él y gracias al cual entra en múltiples relaciones con todos los demás
hombres, queda dado al mismo tiempo el envés de la libertad: hay en tal caso necesariamente
dolor estructural. Todo ello quiere decir, en lo que hace a nuestra cuestión de la compatibilidad
del dolor con la imagen cristiana de Dios, que el hecho del dolor no habla contra el Dios creador
bueno ni contra la bondad de la creación. Más bien, y visto desde estas reflexiones, el dolor es
el precio de la libertad; mejor dicho, el precio del amor. Un Dios que por su omnipotencia y su
bondad impidiera el dolor, tendría que hacer imposible el amor, porque éste presupone la
libertad y es acompañado del dolor. Amor sin dolor es, pues, lo mismo que hierro de madera o
círculo triangular”.

Pero, si para ser libres, y ser capaces de amar libremente es necesario pagar el precio del dolor
¿Realmente vale la pena pagar ese precio? También: ¿Por qué tiene que pagar ese precio el
justo? ¿Por qué sufre el bueno y el malo no?

EL SUFRIMIENTO INJUSTO
Estamos llegando al final de este intento reflexivo que ha buscado responder a las inquietudes
planteadas desde los primeros párrafos: el dolor y muerte del justo. Esta pregunta siempre ha
resonado en la mente y el corazón de los hombres a lo largo de la historia: ¿Por qué sufre el
justo y el hombre bueno? y ¿Por qué parece que al malvado le va bien?

Siempre es necesario recurrir y recordar la división del mal que hemos analizado anteriormente:
el mal que nace del mismo actuar del hombre (mal moral) y el mal físico u ontológico, que
surge por la fragilidad de la condición humana. Estos males existen, ocasionan mucho dolor y
sufrimiento, y se recargan sobre cualquiera, sin ninguna distinción. Las razones teológicas y
filosóficas de la existencia de estos males las hemos intentado zanjear en las anteriores partes
de esta reflexión. Sin embargo, el hecho de que sea el justo y bueno el que sea víctima de estos
males es lo que escandaliza: ¿Por qué es el bueno el que debe ser oprimido, por qué el justo
debe sufrir las catástrofes? Nos toca ahora dilucidar el sentido del “dolor sin sentido”, del
“sufrimiento injusto”.

Analicemos primero el concepto “retribución”, para poder entendernos. Este concepto tiene que
ver con la idea que también se tenga de Dios. Si se ve a Dios como un juez que debe retribuir a
cada uno lo que se merece, entonces es obvio que se le reclame cuando esa retribución no es
dada justamente. En este caso se entiende que el malvado debe recibir siempre su castigo y el
justo su premio. Según esta mentalidad, hay un “sufrimiento justo” y por lo mismo uno
“injusto”. El Antiguo Testamento abunda en este modo de pensar. Pero vino la plenitud de los

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tiempos y el enviado de Dios, Jesucristo, vino a “perfeccionar la ley y los profetas, a darle pleno
sentido” (Mt 5,17).

Por eso, si nos centramos en la visión cristiana de Dios recordaremos que “Dios hace salir el
sol y manda la lluvia sobre malos y buenos” (Mt 5,45). Es que para Dios no hay distinción de
categorías entre bueno y malo. Es más, el primero que recibe “la lluvia y la luz del sol” (la
bendición de Dios) es el “malo”, pues es a éste a quien Dios quiere rescatar. El bueno ya está
bendecido por su bondad. En cambio, el malvado sufre en la oscuridad de su maldad.

Claro que entre el hombre bueno y el hombre malo está el “presuntuoso”, que somos la mayoría,
quienes en nuestra limitada y a veces fingida bondad nos presentamos ante Dios como dignos
de toda retribución. Presumir y ostentar la bondad es nuestro mayor defecto. Creer que somos
los primeros en merecer todos los favores de Dios, nuestro mayor pecado. El bueno, el
verdaderamente justo, no se pone a medir su retribución. Al contrario, el hombre
verdaderamente justo y bueno se preocupa y trabaja para que el malvado se “convierta y viva”.

La hermosa parábola del “Padre misericordioso, el hijo presuntuoso y el hijo perdido” (Lc
15,11ss.) ilumina con claridad lo que estamos diciendo. Recordemos las palabras del hijo
presuntuoso: “Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca
me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo
tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!”. Los
ojos del padre ven en modo diferente al “hijo perdido” de cómo lo ve ese “hijo cumplidor”,
quien cree merecer todo y no dar nada al hermano perdido. “Ese hijo tuyo” dice. Ya no es el
hermano. A veces nuestra presunción de justos corta las relaciones fraternas que debemos
establecer con todos. Por supuesto que ante la “contumacia” o repetición del mismo pecado por
parte del “hermano”, no la debemos tolerar. No estamos diciendo que debemos aguantar todas
las maldades que el malvado quiera descargar sobre nosotros. Ante eso entra el tema de la
justicia conmutativa. Pero eso es otro tema del que podemos ocuparnos en otro momento.

Lo que sí podemos estar claros es que el Buen Padre no quiere que ninguno de sus hijos sufra.
Y goza, hace fiesta, cuando el hijo perdido regresa. Pero hay una cruda realidad: muchos de sus
hijos, particularmente sus buenos hijos, sufren, y mucho. Cuando ese sufrimiento es
injustamente cargado sobre las espaldas de los buenos hijos, el Buen Padre no los abandona:
“te basta mi gracia” (2Cor 12,9), les confirma. Además, cuando un hijo suyo sufre, no es que
le agrade ese sufrimiento, como durante mucho tiempo se enseñó: “A Dios le agradan nuestros
sufrimientos”, “Dios recibe nuestros sufrimientos como ofrenda agradable”, ¡No! Dios es eterna
e infinitamente justo. Si Dios permite el sufrimiento del justo es porque espera que sus hijos
justos le sean sólo fieles. Efectivamente Dios quiere ser respondido en amor, libre y
desinteresado, como lo es el suyo. Para responder con amor libre al amor de Dios requiere, sí,
la fidelidad, lo cual implica siempre algún tipo de sufrimiento.

En toda esa trama de amor/dolor en la que nos hemos adentrado en estas reflexiones, hemos
podido ver que la verdadera identidad de Dios es una y única: Amor. Todo gira en torno a esa

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verdad. Por eso, en cada uno de los ángulos desde los cuales hemos analizado el mal (dolor y
muerte) se vislumbra un haz de luz que resplandece en medio de la oscuridad del mal: Dios no
está lejos del dolor, frente a Dios el mal no existe, y toda experiencia de mal que se pueda tener
(a causa de los distintos motivos que ya hemos analizado) tiene un nuevo sabor y color con el
amor infinito de Dios.

Y Dios, que es amor infinito, no se queda a distancia de su creatura. Quiso hacerse semejante
en todo a ella, quiso compartir su mismo destino. Por eso se encarnó, “se despojó de sí mismo
tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte
como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil
2,7). “Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados”
(Heb 2,18). De este modo el mismo Dios se presentaba como el camino a seguir, la vía justa
por la cual transitar (“Yo soy el camino, la verdad y la vida”). Sometiéndose en todo a la
condición humana, enseñó a mantenerse fiel a esa condición, es decir, a no cometer el pecado,
pues el pecado es “no humano”, más bien “deshumaniza”.

Por mantenerse fiel a lo verdaderamente humano se enfrentó a lo deshumano (pecado del


mundo, mal moral, maligno, o como se le quiera llamar). Por mantenerse firme en esa fidelidad
fue conducido hasta el extremo de lo deshumanizante: la muerte más cruel y el sufrimiento más
atroz conocido hasta ese momento (la crucifixión). Efectivamente se convirtió en “el cordero
que carga con el pecado del mundo” (Jn 1,29). ¿Quería Dios Padre ese final para el Hijo? ¡No!
Sólo que era un final inevitable. La gravedad del pecado era grande. Como Hijo eterno
encarnado tuvo que afrontar fielmente, pero con profunda serenidad y entereza ese destino: “no
me quitan la vida, yo la doy” (Jn 10,18), “Padre, que se haga tu voluntad” (Mt 26, 42), ese
destino. El mismo Dios encarnado se convirtió en el modelo, prototipo, del justo que asume el
dolor y la muerte para rescatar al injusto.

Por eso, los que se unen al Espíritu de Jesús, y viven de Él y para Él, el morir y sufrir
injustamente se convierte en camino de redención para otros. No porque el Buen Padre quiera
ese sufrimiento y esa muerte, sino que si hay que pagar ese precio por mantenerse fieles al amor,
el Buen Dios recibe con benevolencia esa fidelidad. Por eso la muerte del justo jamás es en
vano. La sangre del mártir es semilla de humanidad verdadera. ¿Es necesario que hayan esos
mártires? Mientras haya maldad y pecado en el mundo los habrá. Pero con el gran “Testigo”,
Jesús, ya inició la renovación total del mundo, de todo lo creado: “mira que hago un mundo
nuevo” (Ap 21,5) … “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva - porque el primer cielo y la
primera tierra desaparecieron, y el mal no existe ya” (Ap 21,1). Con Jesús podemos
experimentar la muerte física como lo que es: un paso natural; podemos afrontar con serenidad
y fortaleza nuestra frágil condición humana, que ante las fuerzas de la naturaleza languidece;
podemos emprender el camino verdadero que conduce a la vida plena porque el mal moral (el
pecado) ya fue vencido y superado, pues él es la luz que nos ilumina para poder siempre elegir
el Amor (Dios).

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Por lo demás, no es que el malvado le vaya bien. Aparenta en su exterior vivir bien, pero en su
interior, como dice el proverbio, “solo hay podredumbre y oscuridad” (Prov 4,19). No podemos
desear la suerte del malvado, porque el que “camina por la senda de la injusticia acaba mal”.
Muchas veces lo que sucede es que el que lucha por vivir rectamente se deja engañar por la
apariencia de la vida del malvado. Y seducido por esa apariencia, el hombre bueno muchas
veces sucumbe ante la oferta del mal y del pecado. Pero el pecado siempre cobra su precio, no
hay que olvidarse de ello.

En fin, hay también un tipo de sufrimiento que padece el hombre bueno que tiene su origen no
en el pecado personal, ni en las injusticias de los demás, ni en el efecto de nuestra condición
frágil ante la naturaleza, sino que tiene su raíz en la misma mente del hombre, en nuestra frágil
vida interior. Es el sufrimiento psicológico, muy común en nuestro tiempo, que se caracteriza
por el descontrol de las emociones, las preocupaciones, las ansiedades, las angustias, los
temores, las inseguridades y traumas sicológicos, etc., etc. Hoy más que nunca se sufre, y
mucho, a causa de estas experiencias tan profundamente humanas. Pero eso es otra temática
que es necesario tratar a parte.

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