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Rubén Garmendia, el picaflor

No parecía mal negocio el de Garmendia. Le garantizaron el amor de todas las mujeres.


El tormento eterno era sin duda un precio razonable. Todos lo recuerdan en Flores, paseando
con las mujeres más hermosas de la ciudad.
Según cuentan, las muchachas lo seguían por la calle. En las confiterías, se acercaban a
su mesa para ofrecérsele redondamente. Muchas veces debía arrojarse de los colectivos,
huyendo del ardor de las pasajeras. Sus amigos lo abandonaron, temerosos de que sedujera a
sus novias.
Sor Juana Inés de la Cruz dictaminó que el amor es como la sal: dañan su falta y su
sobra.
Garmendia soportó como nadie la segunda desdicha.
Sus amantes no se resignaban a la ausencia y se le aparecían en su casa llorando y
arrojando piedras a las ventanas. En sus últimas épocas se lo veía perseguido por una
muchedumbre de damas sin consuelo que le tiraban del saco.
Para completar su desventura, se enamoró de una vecina y ya no necesitó la pasión de
otras mujeres. Supo, además, que la chica lo amaba desde tiempos lejanos, anteriores al
pacto.
Comprendió entonces que Satán era tramposo. Se sabe que trató de disolver el vínculo,
pero es poco probable que lo haya logrado.
Un marido celoso lo asesinó un 25 de mayo.
Alejandro Dolina: Crónicas del ángel gris.

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