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ESTADO Y VIOLENCIA EN LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA

las violencias policiales

Sophie Baby
Université de Paris I

Si la literatura del período de la transición española resulta abundante, son


en cambio poco numerosos los estudios académicos que tocan el tema de la vio-
lencia política que se desarrolló por entonces, lo cual supone un fuerte contraste
con la proliferación de publicaciones sobre la violencia de la época de la Guerra
Civil y de la represión franquista1. En el imaginario colectivo, basado tanto en
los discursos políticos y mediáticos como en los discursos académicos, la tran-
sición española aparece como «inmaculada», como este proceso negociado,
reformista y pacífico que consiguió poner fin a décadas de enfrentamientos
sangrientos entre grupos políticos y sociales opuestos, que supo reconciliar a
esas «dos Españas» supuestamente irreconciliables en una nación democrática
estable y unida. El hecho violento no encaja en este cuadro idílico de un período
elevado al rango de mito histórico y político. Lógicamente, constituye un punto
ciego de la historiografía de la transición. Un punto ciego que afecta aún más
a la violencia de Estado que a la violencia contestataria, más conocida en su
vertiente de terrorismo de extrema izquierda y separatista. De manera general,
la cuestión de la violencia en España en el último cuarto del siglo xx está dis-
torsionada por el problema vasco y la acción terrorista de ETA2. Y precisamente
cuando hoy empieza a quebrarse el silencio público alrededor de las acciones

1
 Pocos libros tratan de interpretar el fenómeno de la violencia política en su globalidad (J. Arós-
tegui, Violencia y política en España; S. Julia [coord.], Violencia política en la España del siglo xx; J.
Muñoz Soro et alii [eds.], Culturas y políticas de la violencia, o E. González Calleja, La violencia
política en Europa), algunos más tratan del terrorismo (J. L. Piñuel, El terrorismo en la transición
española; A. Muñoz Alonso, El terrorismo en España; J. Avilés farré, «El terrorismo en la España
democrática»; E. Pons prades, Crónica negra de la transición española (1976-1985); F. Reinares
(ed.), Terrorismo y sociedad democrática y «Democratización y terrorismo en el caso español») o de
la política antiterrorista (D. López Garrido, Terrorismo, política y derecho, La legislación antiterro-
rista en España, Reino Unido, República Federal de Alemania, Italia, y Francia, u Ó. Jaime Jiménez,
Policía, terrorismo y cambio político en España, 1976-1996). Mucho más numerosos y conocidos son
los que tratan de ETA y de la amenaza golpista, sobre todo el 23-F (aquí la bibliografía es tan amplia
que su mención rebasa el propósito de estas páginas).
2
 Basta con mirar la proliferación de libros existentes sobre el nacionalismo vasco y su vertiente
radical, ETA, para convencerse de ello.

S. Baby, O. Compagnon y E. González Calleja (eds.), Violencia y transiciones políticas a finales del siglo xx,
Collection de la Casa de Velázquez (110), Madrid, 2009, pp. 179-198.
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policiales o parapoliciales violentas del final del franquismo y de la época de la


transición, las iniciativas vienen del País Vasco y aparecen marcadas por la sos-
pecha de la manipulación política.
Así, el Parlamento Vasco aprobó el 19 de junio de 2008 una Ley de Reconoci-
miento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo, poniendo fin a decenios de
indiferencia y hasta de rechazo de la sociedad y del Gobierno vascos hacia las
víctimas del terrorismo abertzale. Al mismo tiempo, el propio Gobierno vasco
anunció el proyecto de redactar una ley que reparase el daño a las «víctimas de la
Policía y desaparecidos»3, o sea a las víctimas de acciones policiales, parapoliciales
y de grupos de la extrema derecha —Triple A, Batallón Vasco Español (BVE),
Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL)— en Euskadi en los años 70 y 80.
Paralelamente, salió a la luz un informe redactado por la Comisión de Derechos
Humanos del Parlamento Vasco que enumera el número de víctimas de este tipo
de actos violentos, provocando de inmediato la polémica en el seno mismo del
Gobierno vasco (a propósito del enfoque del informe y de las cifras presentadas)
y en el ámbito público nacional. Para toda una franja de la sociedad española,
la iniciativa vasca es percibida como una concesión a la izquierda abertzale, y
supone equiparar a las víctimas de la Policía con las víctimas del terrorismo, lo que
conduce, en fin, a equiparar a los policías con los etarras. Un planteamiento que
no puede recibir ninguna legitimidad ética ni política, menos aún en una España
democrática traumatizada por el hecho terrorista, no sólo por la larga y mortífera
acción de ETA, sino también por el trágico atentado islamista del 11-M de 2004,
cuyas repercusiones han sido amplificadas por la fuerte instrumentalización par-
tidista de las víctimas de los distintos terrorismos.
Sin embargo, la proposición vasca parece legítima por varias razones. Permi-
tiría en primer lugar sacar a la luz unos acontecimientos olvidados o silenciados
de la época de la transición, iniciar investigaciones para esclarecer la verdad y
acabar con espacios de impunidad intolerables en una democracia. En segundo
término, ofrecería a las víctimas un espacio de diálogo y posibilidades de conocer
la verdad, pedir justicia y obtener una reparación tanto moral como económica,
ya que estas víctimas de la acción policial no encajan en los dispositivos de soli-
daridad con las víctimas del terrorismo4. Siguiendo esta perspectiva, las Juntas
Generales de Álava acordaron en el mismo mes de junio de 2008 una compen-

3
 Entrevista a Juan José Ibarretxe en la cadena SER, 19 de junio de 2008.
4
 Véase sobre todo la Ley 32/1999, de 8 de octubre, de Solidaridad con las víctimas del terrorismo,
que se dirige hacia «las víctimas de actos de terrorismo o de hechos perpetrados por persona o perso-
nas integradas en bandas o grupos armados o que actuaran con la finalidad de alterar gravemente la
paz y seguridad ciudadana», en actos acaecidos a partir del 1 de enero de 1968 (art. 2), que fue el año
del primer atentado mortal de ETA. Las víctimas de la acción policial o de las bandas de extrema dere-
cha no encajan en la ley por la dificultad de depurar las responsabilidades. Una excepción notable es el
«caso Menchaca»: en 2002, la Audiencia Nacional reconoció a María Norma Menchaca, muerta en en
el transcurso de una manifestación en julio de 1976 en Vizcaya, como víctima del terrorismo a pesar
de la duda persistente en cuanto al origen de los tiros (Policía o extremistas de derechas), y concedió
una indemnización de 140.000 euros a su familia. Véase la sentencia del 27 de marzo de 2002, en la
página web de la asociación Nizkor, http://www.derechos.org/nizkor/espana/doc/menchaca.html.
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sación económica a las víctimas de la represión policial del 3 de marzo de 1976


en Vitoria, cuando la Policía desalojó con fuego real a una asamblea de obreros
encerrados en una iglesia, matando a cinco de ellos e hiriendo a unos cincuenta
más5. Esta decisión, local anticipa no sólo el dispositivo vasco, sino también el
dispositivo nacional previsto en la Ley de la Memoria Histórica, puesta en mar-
cha por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, para reparar el daño hecho
a las víctimas del franquismo, excluidas de toda medida simbólica de reparación
por la Ley de Amnistía de octubre de 19776.
Aunque el hecho de investigar y luego reconocer los abusos policiales de la época
de la transición esté incluido, de manera muy reciente, en un proyecto público de
ámbito nacional —la Ley de la Memoria Histórica—, la cuestión no puede ser
debatida de manera apaciguada en el espacio público en buena parte porque ETA
sigue actuando y matando, distorsionando toda reflexión acerca de la violencia
política que padeció España en el último cuarto del siglo xx. Además, por falta
de análisis histórico que ponga en perspectiva los hechos referidos, el debate está
viciado por las esquematizaciones y las maniobras partidistas. Lo que quiero hacer
aquí es precisamente ir más allá de la polémica, abandonar la focalización sobre
del problema vasco y plantear las bases de la necesaria reflexión histórica distan-
ciada acerca de la violencia de Estado en la época de la transición.
El presente trabajo es un intento de reflexión sobre el Estado español en el
contexto especial de la transición a la democracia, es decir sobre el proceso
complejo de transformación de un Estado autoritario y represivo en un Estado
democrático garante de los derechos individuales y de las libertades públicas.
Más precisamente, centraré el análisis en la difícil reconversión del sistema
represivo, percibida a través de su plasmación más espectacular: la violencia
empleada por los agentes del Estado.

Estado y violencia de Estado en período de transición política


En el período de la transición el Estado no constituyó ese bloque monolítico
y todopoderoso que a veces se presenta, puesto que los poderes que se enfrenta-
ron para alcanzar la autoridad legítima fueron numerosos y divergentes. Como

5
 El País, 29 de junio de 2008.
6
 La Ley de la Memoria Histórica (Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen
y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia
durante la guerra civil y la dictadura), entre otras cosas, extiende las ayudas existentes a las víctimas
del primer franquismo a las «personas fallecidas en defensa de la democracia y reivindicación de las
libertades y derechos democráticos» entre el 1 de enero de 1968 y el 6 de octubre de 1977 (art. 10).
Tales víctimas no pueden pedir justicia porque la Ley de amnistía del 15 de octubre de 1977 borró
las responsabilidades de los crímenes con motivación política, tanto si provienen de los terroristas
contestatarios como de los agentes del Estado o de las bandas incontroladas de derechas. Las legis-
laciones posteriores de ayuda a las víctimas del terrorismo compensaron la imposibilidad de pedir
justicia para los hechos anteriores a 1977 con reparaciones financieras, pero éstas no alcanzaron a
las víctimas de la violencia de Estado. Tal deficiencia se ve ahora colmada por la Ley de la Memoria
Histórica. Aún más, tales víctimas aparecen como héroes defensores de la libertad y de la democra-
cia. Véase S. Baby, «Sortir de la guerre civile à retardement: le cas espagnol».
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parte del régimen anterior y desafío del nuevo régimen, el Estado español hubo
de transformarse radicalmente, ya que con la muerte de Franco no desapa-
recía sólo un dictador, sino todo un régimen con sus valores normativos, sus
principios e instituciones. Sin embargo, uno de los caracteres principales de la
transición española fue precisamente la continuidad del Estado: continuidad
jurídica (se habló de un proceso «de la ley a la ley»), de los hombres (no hubo
ninguna depuración y los líderes de la transición venían del franquismo) y, en
gran medida, del aparato administrativo bajo una nueva fachada democrática.
Si el marco institucional y normativo cambió radicalmente, existe sin embargo
una gran continuidad funcional y orgánica entre el Estado franquista y el Estado
de la nueva democracia.
Además, si seguimos la famosa definición de Max Weber, el Estado es el que
detenta el monopolio de la violencia física legítima7. El control de la violencia
está en el corazón mismo de la definición de Estado y de la construcción de su
legitimidad. Ahora bien, durante la transición española, el monopolio estatal de
la violencia física se vio precisamente cuestionado por un lado por la violencia
contestataria, y por otro por las veleidades disidentes dentro del aparato del
Estado. De hecho, el Estado hubo de enfrentarse a un doble reto: en primer lugar,
trató de democratizar su aparato y sustituir el sistema represivo de la dictadura
por un sistema democrático de «seguridad pública»8. El Estado debía canalizar
la violencia interna de los agentes del Estado que disponían de la fuerza y se
resistían a someterse a la nueva autoridad democrática, es decir, las fuerzas del
orden público —cuerpos de Policía, Guardia Civil—, el Ejército y el aparato de
justicia. Tuvieron que aprender a hacer un uso contenido, regulado y aceptado de
la fuerza física, lo que provocó resistencias en unas instituciones por naturaleza
conservadoras y reacias al cambio. En segundo lugar, el Estado de la transición
debía asegurar el orden público, garantía que tenía un sentido particular en el
contexto de una España traumatizada por la Guerra Civil que cuarenta años de
propaganda franquista imputaron precisamente a la incapacidad de la Segunda
República para contener los desórdenes públicos, las violencias y el caos9. Por
consiguiente, el Estado tuvo que canalizar la violencia externa de los actores
contestatarios que no dejó de crecer durante todo el período, aprovechando el
clima de libertades y la debilidad relativa de un Estado que hubo de afrontar
un ciclo sin precedentes de violencias subversivas que pusieron en peligro la
reforma10. Así, una de las claves del éxito de ésta radicó en la recuperación impe-

7
 M. Weber, Le savant et le politique, p. 100.
8
 Véase S. Baby, «Violence et démocratie : la question de l’ordre public dans la transition démo-
cratique espagnole (1975-1982)». Véase también M. Ballbé, Orden público y militarismo en la
España constitucional (1812-1983), caps. xii-xiii.
9
 Sobre la memoria de la Segunda República, véase M. Á. Egido León (dir.), Memoria de la
Segunda República. Mito y realidad.
10
 Sobre el ciclo de violencia contestataria de la transición, véase mi tesis doctoral, inédita,
S. Baby, Violence et politique dans la transición démocratique espagnole. 1975-1982, en particular los
caps. iii-vii. Véase también en este libro, el capítulo de P. Aguilar e I. Sánchez-Cuenca dedicado a
la movilización social.
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rativa por parte del Estado democrático del monopolio de la dominación física
y simbólica, tanto en el terreno de la violencia interna como de la violencia
externa. De esta doble contención dependió tanto la legitimidad del proceso de
democratización como la calidad de la futura democracia.
Lo que quiero demostrar aquí es hasta qué punto el proceso de transforma-
ción del sistema represivo, lejos de ser lineal, fue un fenómeno complejo. En el
período de la transición no fueron dos los sistemas represivos que se sucedie-
ron, sino fueron tres los que se superpusieron, compitieron entre sí y entraron
en interacción constante con las fuerzas contestatarias y con la dinámica de la
reforma. El primero fue el de la dictadura franquista, basado en la primacía
del orden a costa de la libertad, autoritario, partidista, excluyente y violento. El
segundo corresponde al horizonte democrático que se trataba de alcanzar, es
decir, un sistema basado en la defensa de la libertad y de los derechos humanos,
reconciliador y legítimo. Pero a lo largo de la transición, sobre todo a partir de
1978, apareció un tercer sistema represivo que se interpuso entre la mutación
del primero al segundo: se trató del sistema propio a la lucha antiterrorista, cada
vez más polarizada por el problema vasco, que sacaba sus recursos de los dos
sistemas citados, entre la herencia dictatorial y la modernidad democrática. Este
proceso complejo de transformación pudo observarse a varios niveles, desde la
institucionalización de los principios de la política de orden público hasta su
plasmación en las prácticas del mantenimiento del orden, y fue muy amplio
el trecho que separó la regla de su aplicación. El presente artículo no pretende
analizar el cambio global del sistema represivo11, sino centrarse en un caso poco
estudiado por los especialistas de la transición: el estudio de las prácticas poli-
ciales y, sobre todo, de la violencia empleada por las fuerzas del orden público.
Cuestionar la violencia policial es una tarea delicada, tanto desde un punto de
vista teórico como metodológico. Porque ésta no depende tanto de la naturaleza
brutal en sí misma de la actuación policial como de la legitimidad o no de la
violencia empleada. En una democracia se delega el derecho de emplear la fuerza
física a los agentes del orden público, y este uso de la fuerza es aceptado y percibido
como legítimo; no se habla en este caso de violencia. Por consiguiente, hay que
preguntarse por los criterios de legitimidad de la actuación policial, criterios que
precisamente cambiaron radicalmente en el período de la transición. Sin embargo,
observamos que, cuando la Policía mata, el escándalo estalla y se despierta la hos-
tilidad popular: la consecuencia trágica de la actuación policial constituye un
deslumbrante revelador de su inadecuación social y política, y representa, en este
sentido, un excelente punto de entrada para el estudio de la violencia de Estado.
Nuestro análisis de las violencias policiales se basa en un corpus establecido
a partir de las actuaciones que provocaron víctimas mortales12. Por las mismas
razones que acabamos de mencionar, se tiene en cuenta aquí a todas estas vícti-

11
 Para un estudio global del sistema represivo, véase S. Baby, Violence et politique dans la transi-
ción démocratique espagnole. 1975-1982, caps. viii-xiii.
12
 La investigación se hizo a partir del periódico El País, completado por la lectura de ABC, y por
la consulta de varios archivos, entre otros los del Ministerio del Interior y los Gobiernos Civiles.
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mas, sin prejuzgar por ahora su carácter político, ya que éste no depende tanto de
la naturaleza política del acto, de la víctima o de su finalidad como de las percep-
ciones que se tienen de él en la sociedad. Un presunto delincuente matado por la
Policía en un control de carreteras será tomado en consideración porque, en la
época de la transición, tal incidente pudo haber sido percibido como consecuen-
cia del carácter represivo de las fuerzas del orden y haber desembocado en una
movilización popular importante contra la violencia institucional heredada de la
dictadura franquista13. Además, el propio criterio de definición de «delincuente»
debe ponerse en tela de juicio, ya que lo establecían las autoridades, inmersas por
ese entonces en un sistema normativo represivo donde casi cualquier gesto podía
constituir un delito. Frente a tantos conflictos de caracterización y de interpre-
tación, es aconsejable estudiar la violencia policial de manera global. Así en la
transición, desde octubre de 1975 hasta diciembre de 1982, fueron 178 las perso-
nas que murieron a manos de las fuerzas del orden público.
Podemos distinguir tres tipos de violencias policiales existentes en la época
de la transición española: la tortura, el incidente policial y el acto de brutalidad
policial en las manifestaciones. El acto de tortura necesita un tratamiento tan
específico que su análisis se sale del marco de este artículo. Señalemos solamente
que fueron siete los individuos que murieron a consecuencia de torturas infli-
gidas por las fuerzas del orden14. Lo que llamo aquí «incidente policial» pudo
suceder en un control de carreteras, en un control de identidad, en la deten-
ción o la persecución de un sospechoso, es decir en el trabajo cotidiano de los
agentes del orden público. Este tipo de actos provocaron casi el 80% de las vícti-
mas (139 muertos), y fueron efectuados por la Guardia Civil en un 60%, como
consecuencia lógica de su función de mantenimiento del orden público en el
conjunto del territorio nacional, y sobre todo en las carreteras. Por último, los
actos de brutalidad policial en las manifestaciones, que fueron protagonizados
sobre todo por los agentes de la Policía Armada (los «grises», fuerzas antidistur-
bios encargadas de la disolución de las manifestaciones urbanas), y provocaron
menos del 20% de las víctimas de la violencia policial (32 muertos).
Son estos dos últimos tipos los que quiero analizar sucesivamente. Como
sugiere el gráfico siguiente (cuadro 1), que muestra la evolución cronológica de

13
 Es, por ejemplo, el caso de la muerte de Bartolomé García en septiembre de 1976 en Tenerife,
confundido con el delincuente «El Rubio», autor presumido del secuestro del industrial Eufemiano
Fuentes, que desembocó en una movilización popular espectacular en la isla, con 30.000 personas
en los funerales, huelga general y motines urbanos durante seis días.
14
 Para una primera aproximación al problema de la tortura, véase S. Baby, Violence et politique
dans la transición démocratique espagnole. 1975-1982, cap. xii. Los siete muertos por tortura son
Antonio González Ramos, obrero que murió tras un interrogatorio en Tenerife en octubre de 1975;
Agustín Rueda, un anarquista fallecido en la cárcel de Carabanchel en marzo de 1978 tras haber
sido golpeado por los funcionarios de la prisión; José España Vivas, un militante de los GRAPO
fallecido en septiembre de 1980 después de su interrogatorio en los sótanos de la Dirección General
de Seguridad en la Puerta del Sol; José Ignacio Arregui Izaguirre, miembro de ETA, que falleció en
febrero de 1981 tras un interrogatorio en los mismos locales; y por último, tres jóvenes que fueron
asesinados en mayo de 1981 en la provincia de Almería, tras haber sido salvajemente torturados
por los guardias civiles que les habían confundido con terroristas de ETA.
estado y violencia en la transición española 185

los tres tipos de violencia policial evaluados, tienen éstos unos perfiles muy dis-
tintos que nos dicen mucho sobre el proceso de mutación del aparato represivo
del Estado durante la transición.
Cuadro 1. — Cronología de la violencia policial (1976-1982)
Número de muertos por tipo de actuación policial

30 28

25
22 21
20
16 17

15 14 14

10 10
10
7
5 4

0 1 0
0
1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982

Brutalidad policial en manifestaciones


Incidente policial
Tortura

El acto de brutalidad policial en las manifestaciones:


una adaptación rápida al nuevo marco normativo

Concentrándonos por ahora en los actos de brutalidad policial durante las


manifestaciones, observamos que este tipo de incidentes fue bastante numeroso
en los primeros años de la transición (10 muertos cada año en 1976 y 1977)
antes de bajar significativamente en 1978, para casi desaparecer a partir de 1980
(no se señala ninguno en 1980 y en 1982)15.
Estos datos coinciden con la evolución de la movilización social en gene-
ral, y de las manifestaciones en particular, que conocieron su fase más alta en
el año 1977 antes de descender fuertemente en 197816, lo que nos conduce a
una conclusión algo tautológica: cuanto más manifestaciones había, se pro-
ducían más muertos. De hecho, en el período 1976-77, no se desarrollaba un
sólo día sin manifestaciones de diversa índole (incluido encierros, ocupaciones
o concentraciones) que se acompañaban de enfrentamientos violentos con las
fuerzas del orden público, cargas, carreras, disoluciones, desalojos, disparos al
aire, botes de humo, gases lacrimógenos, detenciones o retenciones, contusio-

15
 No hemos contabilizado aquí los individuos que fallecieron en el curso de la manifestación
sin haber sido víctimas de manera directa de la violencia policial. Fueron seis durante la transición.
16
 Véase en este libro el capítulo de P. Aguilar e I. Sánchez-Cuenca.
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nados o heridos, y hasta muertos. El auge sin precedentes de las manifestaciones


en los años 1976 y 1977 aumentó naturalmente el número de enfrentamientos
entre manifestantes y policías y el riesgo de que estos enfrentamientos cotidia-
nos desembocasen en violencia mortal.
Sin embargo, si miramos con más precisión los datos aportados por Paloma
Aguilar e Ignacio Sánchez-Cuenca en otro capítulo de este libro, en particular
su cuadro 4 que pone en evidencia la tasa de manifestantes17, constatamos que
la movilización popular fue numéricamente muchísimo más importante en el
año 1977 que en el año 1976, mientras que el número de muertos siguió siendo
el mismo. En 1978, la tasa de participación en manifestaciones siguió siendo dos
veces más alta que en 1976 a pesar del inicio de la desmovilización, mientras que
el número de muertos en las manifestaciones cayó de más de la mitad.
Así, hay que buscar otras explicaciones a tal fenómeno. El paralelo cronoló-
gico vale no sólo para la movilización popular, sino también para los actos de
violencia «de baja intensidad», según podemos constatar en el cuadro 218.
Cuadro 2: Violencia policial y violencia contestataria (1).
Número de muertos por la actuación policial en las manifestaciones en relación con el
número de acciones violentas de baja intensidad (escala 1/10e)*

30

25

20

15

10

0
1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982

Brutalidad policial en manifestaciones (muertos)


Violencias de baja intensidad (acciones 1/10e)
+
 Lectura del gráfico: en 1976, diez personas murieron a manos de la Policía en manifestaciones, mientras que
hubo 250 actos de violencia de «baja intensidad». No hemos contado dentro de este tipo de violencia las mani-
festaciones violentas, con excepción de las que provocaron muertos. De hecho, contabilizar las manifestaciones
es otro tipo de trabajo.Véase en este libro el capítulo de P. Aguilar e I. Sánchez-Cuenca.

17
 Véase supra p. 107
18
 Las referencias a la violencia contestataria son el resultado de años de investigación en fuentes
periodísticas y archivos, que condujeron a la construcción de una base de datos inédita, que recaudó
unos 4.000 acontecimientos violentos de naturaleza política, y no sólo los que provocaron víctimas
mortales. A partir de allí, pude establecer una tipología precisa de los actos violentos encontrados
en la transición, aquí resumida. Para más detalles sobre la metodología empleada, véase S. Baby,
Violence et politique dans la transición démocratique espagnole. 1975-1982, cap. i-ii.
estado y violencia en la transición española 187

Podemos distinguir dos tipos de violencias contestatarias durante la tran-


sición, las violencias «terroristas» y las «de baja intensidad». Las primeras son
acciones preparadas en el seno de unos grupos estructurados (ya que necesi-
tan de una organización material y técnica importante) y con fuerte incidencia
mortal. Se trata de los atentados más violentos y típicos de los grupos terroristas
reconocidos como tal: disparos con armas de fuego, explosiones o artefactos
desactivados, secuestros... Las segundas son violencias mayoritariamente urba-
nas, difusas y poco mortales: atentados menores (por ejemplo, con cócteles
Molotov), agresiones individuales aisladas, alteraciones del orden público, ame-
nazas e intimidaciones.
La brutalidad policial en las manifestaciones está, por consiguiente, muy
ligada al agitado período de los inicios de la transición, cuando los choques
con la Policía, el lanzamiento de piedras o cócteles Molotov, la quema de mobi-
liario urbano y ruedas de coche, los encierros, huelgas con piquetes, desalojos,
enfrentamientos entre grupos políticos radicales, sustracciones o exhibiciones
de banderas (nacional, partidista, regionalista), llamadas sobre colocación de
bombas o disturbios de otro tipo eran una realidad cotidiana19. La violencia no
estallaba sólo en las manifestaciones, sino en todo tipo de movilización y pro-
testa popular. De hecho, según el estudio que hizo Adell de las manifestaciones
convocadas en Madrid durante la transición, casi la mitad de ellas derivaron,
entre 1976 y 1977, en violencias20. Otro índice de la violencia de las manifesta-
ciones son los datos facilitados por la Policía para el primer semestre de 1977,
que relatan 198 manifestaciones con incidentes violentos contra 627 pacíficas,
o sea un cuarto del total21. No obstante, más allá de lo que podemos calificar
de «clima» generalizado de violencia urbana y de represión, hay que intentar
interpretar más precisamente las razones del estallido de violencia durante el
acto manifestante.
En primer lugar, hay que mencionar la responsabilidad de los manifestantes,
cuyo comportamiento pudo provocar enfrentamientos fuera por falta de expe-
riencia o por voluntad insurreccional. Manifestarse es un gesto que necesita
un aprendizaje para desarrollarse de manera pacífica, por ejemplo en la elec-
ción de un lugar y un trayecto adecuados para la convocatoria, la organización
de un servicio de orden eficaz, el control de los carteles, banderas y eslóganes
empleados durante el acto, etc. Sin esta autorregulación, la manifestación podía

19
 Basta con mirar los periódicos de este período para darse cuente de la intensidad de la conflic-
tividad social y política. Tal intensidad es corroborada por los documentos del Ministerio del
Interior, que publicaba cada semana un Boletín Informativo con destino a las diversas administra-
ciones interesadas. Estos boletines dan cuenta de las alteraciones del orden público semana tras
semana en todo el territorio nacional. Es suficiente consultar el primer semestre de 1977 para
confirmar la intensidad tremenda de los disturbios (Archivo General de la Administración [AGA],
Cultura, 104.4/691).
20
 R. Adell, La transición política en la calle: manifestaciones políticas de grupos y masas. Madrid,
1976-1987, pp. 219 y 226.
21
 El cálculo es nuestro, a partir del Boletín Informativo de la Policía, 11 de enero a 30 de julio de
1977 (AGA, Cultura, 104.4/691).
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quedar expuesta más fácilmente a la manipulación violenta de unas minorías


incontroladas. Entre ellas, los extremistas de la ultraderecha, que se mezclaban
con la multitud manifestante armados con porras, bates de béisbol, cuchillos o
incluso armas de fuego para difundir el terror entre los manifestantes y desle-
gitimar el acto.
Además, al principio de la transición, algunos movimientos preconizaban
un uso deliberado de la violencia y buscaban el enfrentamiento sistemático
con las fuerzas del orden público. Se trata de los grupos de extrema izquierda,
cuya estrategia revolucionaria radicaba por aquel entonces en el empleo de
la guerrilla urbana. El enfrentamiento directo con el Estado no pretendía ser
solamente una manera de acosar el régimen, sino también provocar, a través
de la represión subsiguiente, la agudización del conflicto entre el Estado y la
población con miras a para impulsar el levantamiento de las masas. De este
modo, los anarquistas radicales, los militantes del Partido Comunista de España
(internacional)-línea proletaria o del FRAP22 siguieron actuando en los prime-
ros años de la transición (hasta 1978) como minorías agitadoras, cometiendo
atentados de baja intensidad con cócteles Molotov, destruyendo el mobiliario
urbano, buscando enfrentamientos con los grupos de falangistas y radicalizando
las manifestaciones. Los militantes del PCE(i)-línea proletaria eran conoci-
dos por su habilidad para transformar las numerosas manifestaciones que se
desarrollaban en el centro de Barcelona en algaradas, construyendo barricadas,
incendiando cubos de basura y comercios y, sobre todo, lanzando piedras o
cócteles Molotov a los policías. Violencias sediciosas y violencias policiales se
intercambiaban en una escalada a veces difícilmente controlable, como la que
ocurrió en el País Vasco en mayo de 1977 durante la semana pro-amnistía que
desembocó en tumultos incontrolados que duraron varios días: «la gente temía
salir a la calle por el miedo de ser sorprendidos por las frecuentes carreras o
disparos de pelotas de goma», relató El País23. Los enfrentamientos acabaron con
cinco muertos y varias decenas de heridos.
Pero la violencia estalló también, sin duda alguna, por causa del peso del
sistema represivo heredado de la dictadura que regía aún en las leyes y el com-
portamiento de los agentes encargados del orden público. En primer lugar, la
ausencia de libertades generaba la violencia policial: prohibir las manifesta-
ciones atizaba el enfrentamiento. Al ser ilegal toda forma de concentración, las
fuerzas de orden público recibían de manera sistemática la orden de disolver-

22
 El Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) era el brazo armado del Partido
Comunista de España (marxista-leninista), fundado en 1971 y conocido por el asesinato de varios
policías entre 1973 y 1975 que llevó a tres de sus miembros ante el pelotón de fusilamiento en
septiembre de 1975. Su actividad terrorista fue esporádica después de la muerte de Franco. El
PCE(i)-línea proletaria nació de una escisión del PCE(i) en 1975 y cometió varias acciones arma-
das de baja intensidad hasta 1979. Sobre la izquierda radical durante la transición, véase C. Laiz,
La lucha final y L. Castro Moral, «La izquierda radical y la tentación de las armas». Sobre el
anarquismo, J. Zambrana, La alternativa libertaria. Catalunya 1976-1979 y Á. Herrerín López,
La CNT durante el franquismo. Clandestinidad y exilio (1939-1975).
23
 El País, 14 de mayo de 1977.
estado y violencia en la transición española 189

las, provocando un choque frontal24. Unas imágenes bastante conocidas de la


transición son las fotos de Manel Armengol, tomadas en Barcelona durante las
manifestaciones pro-autonomía del 1 y del 8 de febrero de 1976: una muestra
la brutalidad de la carga policial en contraste con la pasividad provocadora de
los manifestantes sentados en la calle, convirtiéndose en el símbolo de la injusta
brutalidad policial de un régimen que se resistía a desaparecer25. Amnistía Inter-
nacional denunció en 1977 «el continuo uso de métodos violentos, brutales y
gratuitos por parte de la Policía para controlar a grandes concentraciones de
gente, ignorando a menudo el comportamiento o el ánimo de esas masas», así
como los «choques extremadamente violentos con abundante uso de armas de
fuego»26.
Además de la ausencia de libertades, hay que apuntar las prácticas del man-
tenimiento del orden heredadas de la dictadura, es decir la responsabilidad de
los hombres y de las técnicas empleadas. En la mayoría de los casos (tres cuartas
partes), las balas son las que originan la muerte de los civiles manifestantes27, lo
que resulta una prueba irrebatible del empleo abusivo de las armas de fuego en
la disolución de las manifestaciones. De manera más general, era la escasa profe-
sionalización de las fuerzas del orden la que estaba en juego, es decir, la carencia
de formación de los agentes en la gestión pacífica de los conflictos sociales. Éstos
no hacían un uso adecuado de las tanquetas lanza-agua, de los botes de humo,
de las pelotas de goma o de las técnicas de negociación y de distanciamiento
de los manifestantes hasta finales de los años setenta, a pesar de la presencia,
desde el año 1969, de las Compañías de Reserva General de la Policía Armada
(antidisturbios), creadas para hacer frente al auge de los conflictos sociales en
el espacio urbano28. Aún más que la Policía, la Guardia Civil mostraba su escasa
preparación frente a la violencia urbana, y empleaba de manera casi sistemática
sus armas de fuego, el único objeto disuasorio disponible, en caso de incidentes
incontrolados. Además, la responsabilidad la tenían los oficiales que dirigían las
unidades antidisturbios, a menudo poco competentes por ser militares forma-
dos exclusivamente en las academias castrenses sin formación especializada en

24
 Una de las pocas reformas abordadas por el Gobierno de Carlos Arias Navarro (el primer
presidente de Gobierno de la transición) consistió en liberalizar precisamente el derecho de reu-
nión y de manifestación (Ley 17/1976 de 29 de mayo, reguladora del derecho de reunión, y Ley
23/1976 de 19 de julio, sobre modificación de determinados artículos del Código Penal relativos a
los derechos de reunión, asociación, expresión de las ideas y libertad de trabajo). Pero la ley dejó
una gran capacidad discrecional a la autoridad gubernativa para juzgar el carácter lícito o ilícito
de la manifestación, y de hecho la prohibición, y por consiguiente, la dispersión por las fuerzas del
orden público, siguió siendo la regla hasta las elecciones del 15 de junio de 1977.
25
 Pueden verse algunas de estas fotos en D. Ballester y M. Risques, Temps d’amnistia. Les
manifestacions de l’1 i el 8 de febrer a Barcelona, páginas centrales.
26
 Amnistía Internacional, Amnistía Internacional, Informe 1977, p. 208.
27
 Entre las 32 víctimas del período, una persona falleció de las lesiones causadas por un bote
humo recibido en la cabeza (María Luz Nájera, durante la «Semana Negra» en enero de 1977), otra
a consecuencia de los golpes recibidos (Elvira Parcero Rodríguez en Vigo en abril de 1978), seis a
consecuencia de tiros de pelotas de goma y 24 por disparos con fuego real.
28
 Sobre la Policía Armada, véase J. Delgado, Los grises. Víctimas y verdugos del franquismo.
190 sophie baby

el mantenimiento del orden público29. Errores de juicio, a varios niveles de la


escala de mando, pudieron provocar a veces graves costes humanos.
Todos estos elementos tienden a relativizar el peso de la responsabilidad indi-
vidual en beneficio de un disfuncionamiento global del aparato represivo. El
resultado mortal sería, más que un exceso o abuso individual, la consecuencia
extrema de una sucesión de errores cometidos en circunstancias dramáticas.
Sin embargo, no se debe subestimar la realidad de unos comportamientos indi-
viduales fuertemente marcados por la ideología del régimen que les formó,
ideología de vencedores para quiénes la subversión social y política configuraban
un enemigo interior al que había que eliminar. No faltan durante la transición los
casos de brutalidad voluntaria y autónoma. Así, en los incidentes de los Sanfer-
mines de 1978, no cabe duda de la responsabilidad personal de algunos oficiales,
como lo demuestra esta orden dada por un teniente: «Tirad con todas las ener-
gías y lo más fuerte que podáis. No os importe matar»30. El balance oficial dado
por el ministro del Interior el día siguiente daba cuenta de la importancia del
arsenal desplegado: contabilizó 130 balas, 4.153 pelotas de goma, 657 botes de
humo y 1.138 granadas lacrimógenas empleados en un solo día para disolver
la multitud soliviantada por la irrupción de las fuerzas del orden en la plaza de
toros y los rumores de la muerte de un joven, Germán Rodríguez.
No obstante, este panorama no debe hacer olvidar la cronología establecida
al principio, que muestra un declive espectacular de los incidentes mortales en
la disolución de las manifestaciones a partir del año 1980, sugiriendo una nor-
malización rápida de la práctica manifestante tanto del lado de los protagonistas
de la contestación —los españoles que van aprendiendo a manifestarse pacífica-
mente— como del lado de las fuerzas policiales. Éstas aceptaron la manifestación
como una práctica común en democracia, despojada de toda connotación política
negativa. Poco a poco se formaron en las técnicas del mantenimiento del orden
siguiendo una «pedagogía de la moderación», según el término acuñado por
Patrick Bruneteaux. La represión dio paso a una gestión controlada del «desorden
aceptable»31. La manifestación multitudinaria (unas 100.000 personas) convo-
cada por el Partido Comunista el 26 de enero de 1977 en Madrid para protestar

29
 A finales del franquismo, Guardia Civil y Policía Armada eran cuerpos militares que forma-
ban parte de las Fuerzas Armadas, al contrario del Cuerpo General de Policía, civil, conocido bajo
la dictadura por su Brigada Político-Social que era, de hecho, la Policía política del régimen. Sus
oficiales eran, por consiguiente, de formación estrictamente militar y sin ninguna experiencia en
cuanto a la contención de la conflictividad social. Los mandos de la Policía Armada y de la Guardia
Civil se incorporaban directamente del Ejército, donde no se estudiaban las técnicas policiales, o
bien se estudiaban de manera muy general en la Academia especial de formación. Tal situación
empezó a cambiar con la reforma de 1978, que transformó a la Policía Armada en Policía Nacional,
incluyendo un cambio del color del uniforme, que pasó del gris al marrón. En cuanto a la Guardia
Civil, sólo a partir de 1984 fueron introducidos cursos de «táctica policial» en la formación de
los guardias. Véanse J. Delgado, Los grises. Víctimas y verdugos del franquismo, p. 250 y D. López
Garrido, El aparato policial en España. Historia, sociología e ideología, pp. 151-165.
30
 Citado por J. Delgado, Los grises. Víctimas y verdugos del franquismo, p. 328. Véanse también
La Calle, nº 17, 18-24 de julio de 1978 y el documental de J. Gautier y J.Á. Jiménez, Sanfermines 78.
31
 P. Brunetaux, «Cigaville: quand le maintien de l’ordre devient un métier d’expert», p. 227.
estado y violencia en la transición española 191

contra los asesinatos de los abogados de Atocha fue una prueba anticipada de
tal aprendizaje: la Policía no intervino aunque el Partido Comunista no fuera
por entonces legal, y la manifestación se desarrolló sin ningún incidente, en un
silencio impresionante, con el servicio del orden del Partido demostrando su efi-
cacia para controlar tanto a sus seguidores como a los potenciales agitadores. Los
comunistas se ganaron entonces su legalización. En definitiva, la manifestación
entró progresivamente en el juego regulado de la democracia y los actores obede-
cieron a un proceso acelerado de aprendizaje durante el período, demostrando la
debilidad de las resistencias policiales a la democratización en este terreno.

El incidente policial: una fuerte sensibilidad


a la amenaza terrorista
Entremos ahora en el análisis del incidente policial, del cual se extraen conclu-
siones muy diferentes. En términos cuantitativos, estos incidentes son mucho
más numerosos que los que ocurrieron en el transcurso de las manifestaciones:
contamos un promedio de 19 personas que murieron cada año a consecuencia
de la actuación policial cotidiana. ¿Que representa tal cifra? A título de com-
paración, a principios de los años 90 en Francia se estima un promedio de 10
civiles muertos cada año por policías fuera del espacio manifestante32, es decir
poco más de la mitad que en la España de la transición. Esta rápida compara-
ción demuestra que esta cifra sobrepasa del doble lo que podemos considerar
como un promedio residual inevitable en una democracia del mismo tamaño
que España. ¿Como explicarlo?
La respuesta más inmediata nos remite a los factores enunciados en el pár-
rafo anterior, es decir, al peso de la herencia de un sistema represivo inadaptado
a los nuevos retos del mantenimiento del orden en una democracia. No cabe
ninguna duda de que los policías tenían el hábito de disparar rápidamente, y
que las autoridades miraban con tolerancia tales comportamientos, a falta de
dar abiertamente su beneplácito. Aunque las consignas habituales limitaban el
uso de las armas de fuego «cuando exista un peligro evidente para la vida, y ello
entendido como legítima defensa», como recordó el ministro del Interior en
198033, habría que esperar hasta el año 1986, fecha de la reforma socialista de
los cuerpos de Policía, para que los principios básicos de la actuación policial
en democracia, siguiendo las recomendaciones del Consejo de Europa en su
Declaración sobre la Policía de 197934, quedasen inscritos en la ley con rango de
norma orgánica y por consiguiente, sean imperativos para todos35. Eso significa

32
 F. Jobard, Bavures policières? La force publique et ses usages, p. 117.
33
 Juan José Rosón Pérez, respuesta escrita a la pregunta de Javier Luis Sáenz Cosculluela (PSOE),
F-1124-I, Boletín Oficial de las Cortes Generales (BOCG), 21 de octubre de 1980. Respuesta en
BOCG, 2 de diciembre de 1980.
34
 Resolución n° 690 del Consejo de Europa, 8 de mayo de 1979.
35
 Ley Orgánica (LO) 2/1986, de 13 de marzo, reguladora de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad
del Estado, de las Policías de las Comunidades Autónomas y de las Policías Locales, cap. ii: «Prin-
cipios básicos de actuación».
192 sophie baby

que persistieron, más allá del término dado a la transición española, cierto vacío
normativo y cierta confusión en el comportamiento de los agentes policiales en
el momento de actuar.
Ahora bien, si profundizamos un poco el análisis, surge otro elemento sin
incidencia en el caso anterior del espacio manifestante: se trata del elemento
terrorista. Volvamos un instante a la evolución cronológica de los incidentes
policiales: su número aumentó en los años 1978-79 y, tras una baja en 1980,
llegó a su máximo en 1981 antes de descender de nuevo a partir de 1982. Tal
evolución corresponde al ritmo de la actuación terrorista, de manera simul-
tánea en los primeros años de la transición (1976-78), y luego con cierto desfase,
ya que la baja de 1980 corresponde con el apogeo terrorista en cuanto al número
de muertos, mientras que el clímax de 1981 coincide con un declive de la acción
contestataria (cuadro 3), como si las fuerzas del orden, que reaccionaban de
inmediato a los golpes terroristas en el esquema represivo franquista, actuaran
luego con cierto retraso, al tiempo de poner en marcha los nuevos dispositivos
de la lucha antiterrorista.
Cuadro 3: Violencia policial y violencia contestataria (2).
Número de muertos en incidentes policiales en relación con el número de acciones
violentas terroristas y de muertos en atentados terroristas (escala 1/10e)*

35

30

25

20

15

10

0
1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982

Incidente policial (muertos)


Violencias terroristas (acciones, 1/10e)
Violencias terroristas (muertos, 1/10e)

* ������������������������������������������������������������������������������������������������������������
Lectura del gráfico: durante el año 1976, 14 personas murieron a manos de la Policía en circunstancias acci-
dentales fuera de las manifestaciones y 30 murieron en atentados terroristas. Contamos además 160 acciones
terroristas cometidas en el mismo período.

Además, la actuación policial alcanzó directamente a los grupos terroristas:


un quinto de las víctimas, o sea 29 muertos, eran miembros de los GRAPO o de
ETA, mientras que no había ninguno entre las víctimas manifestantes.
De manera general, la actuación de la Policía en la transición obedeció a una
política global de lucha antiterrorista que determinó también otros tipos de vio-
estado y violencia en la transición española 193

lencias policiales, como son la tortura y el recurso a la violencia parapolicial, es


decir al terrorismo de Estado para luchar contra el terrorismo36. Recordamos
que los gobiernos de la transición no adoptaron ningún dispositivo específico
de lucha contra el terrorismo antes de finales de 1978, cuando la clase política
tomó conciencia del peligro terrorista y cuando la figura del terrorista llegó a
individualizarse del resto de la indistinta «subversión»37, coincidiendo con el
auge de las acciones de ETA. Desde entonces, el terrorista quedó estigmatizado
como el enemigo principal de la democracia. Los gobernantes, sorprendidos
por el auge del terrorismo —no hay que olvidar que la mayoría, tanto desde el
Gobierno que desde la oposición de izquierdas, pensaba que la democratización
iba a acabar naturalmente con la violencia política—, tomaron con urgencia
medidas de excepción que pretendían ser al principio provisionales, pero que
frente a la persistencia de la amenaza fueron poco a poco incluidas en la legis-
lación ordinaria38.

36
 No existe una bibliografía específica sobre la violencia parapolicial durante la época de la tran-
sición. Hay que referirse a la bibliografía sobre los GAL, en particular R. Arques y M. Miralles,
Amedo: el Estado contra ETA; J. García, Los GAL al descubierto. La trama de la «guerra sucia» contra
ETA; J. L. Morales et alii, La trama del GAL; A. Rubio y M. Cerdán, El caso Interior: GAL, Roldán
y fondos reservados: el triángulo negro de un ministerio y El origen del GAL. Guerra sucia y crimen
de Estado; P. Woodworth, Guerra sucia, manos limpias: ETA, el GAL y la democracia española; S.
Belloch, Interior; I. Iruin, «GAL: el espejo del Estado»; J. Barrionuevo Peña, 2001 días en Inte-
rior; J. A. Perote, Confesiones de Perote, y J. Amedo, La conspiración. El último atentado de los GAL.
Véanse también los testimonios del jefe de los servicios de seguridad de Carrero Blanco, J. I. San
Martín, Servicio Especial. A las órdenes de Carrero Blanco (de Castellana a El Aaiun), y del general
Sáenz de Santamaría, en D. Carcedo e I. Santos Peralta, Sáenz de Santa María, El general que
cambió de bando.
37
 En el orden represivo franquista, que perduró en buena medida hasta 1978, la «subversión»
constituía un conjunto muy amplio, que incluía comportamientos de naturaleza social —conflic-
tos del trabajo, paros colectivos, piquetes de huelga, encierros, concentraciones o manifestaciones
en el marco de un conflicto social etc.; y también actos de delincuencia o contra la moralidad
pública—, delitos de naturaleza política en un contexto de dictadura —manifestaciones y reu-
niones ilegales, delito de asociación (pertenecer a un partido ilegal), delitos contra las instituciones
(el Jefe de Estado o la bandera nacional), propaganda ilegal etc.— y actos que implicaban un uso
deliberado de la violencia. Las prácticas violentas no estaban estigmatizadas como tal. Véase, por
ejemplo, el artículo 2° de la Ley 45/1959 de 30 de julio, de Orden Público, que define los actos
contrarios al orden público, o la Memoria de la Fiscalía del Tribunal Supremo para el año 1977,
que muestra una preocupación indiscriminada por los «atentados terroristas, atracos, aumento de
la delincuencia violenta, huelgas ilegales, con frecuente apoyo de grupos o piquetes de coacción,
abuso del derecho de manifestación, con acompañamiento de tumultos y desórdenes públicos [...],
deterioro en la moralidad pública» (p. 13).
38
 La primera medida antiterrorista tomada por el parlamento democrático fue el Real Decreto-
Ley 21/1978, de 30 de junio, sobre medidas en relación con los delitos cometidos por grupos o
bandas armadas. Constituyó el preludio a la Ley 56/1978 de 4 de diciembre, provisional pero pro-
rrogada un año después, que no impidió al Gobierno decretar otro Decreto-Ley (3/1979 de 26 de
enero sobre protección de la seguridad ciudadana). Después de la promulgación de la Constitu-
ción, dos leyes orgánicas tocaron el tema de la lucha antiterrorista antes de la famosa ley socialista
de 1984 (LO 9/1984 de 26 de diciembre): se trata de la Ley de Seguridad Ciudadana o Ley de
Suspensión de los Derechos Individuales (LO 11/1980 de 1 de diciembre) y de la Ley de Defensa de
la Constitución después el 23-F (LO 2/1981 de 4 de mayo).
194 sophie baby

Por consiguiente, la actuación policial fluctuó según los dispositivos legales


—ellos mismos numerosos y cambiantes39— y el clima social y político que
determinaba la percepción del peligro terrorista. Algunos ejemplos dan fe de
esta fuerte dependencia a la coyuntura, empezando con el aumento significa-
tivo del número de víctimas de la actuación policial a partir de 1978, es decir, al
mismo tiempo que el auge de la acción de ETA y de los GRAPO. Otro ejemplo,
el clímax mortal de 1981 en cuanto a abusos policiales: para comprenderlo, hay
que volver a la situación general que reinaba por entonces en España. Después
de la crisis global (política, social y económica) del año 1980, el golpe del 23-F
recordó a los españoles el valor de la democracia y el empeño con que había a
defenderla frente a las amenazas desestabilizadoras. En tal contexto de unión
nacional, la sociedad ejerció una presión creciente para que el Estado acabara
con el terrorismo que ponía en peligro el nuevo régimen, principalmente porque
provocaba a las Fuerzas Armadas, favoreciendo al mismo tiempo los compor-
tamientos tendenciosos. Otro ejemplo fue el tratamiento especial que sufrieron
los miembros de los GRAPO: entre 1979 y 1982, 12 murieron a manos de la
Policía, incluyendo sus dirigentes más buscados, durante unos enfrentamientos
con desenlaces a veces sospechosos40. Tal sucesión de «incidentes» da la imagen
de una persecución inmisericorde para descabezar el grupo terrorista. Tal «caza
del hombre» habría que relacionarla con el trato despectivo sufrido por los
GRAPO desde su nacimiento: nadie los percibió como un grupo revolucionario
marxista-leninista radical que condujo el enfrentamiento con el Estado hasta
su extremo —siguiendo aquí la lógica etarra—, sino que siempre fueron sospe-
chosos de tener connivencias oscuras con la extrema derecha o con la Policía, y
motivaciones muy alejadas de los objetivos políticos enunciados.
Por último, las autoridades políticas tenían también su responsabilidad:
matar a un terrorista en activo parecía ser una actuación aceptada, e incluso
alentada. Rodolfo Martín Villa, ministro de la Gobernación de 1976 a 1979, fue
duramente criticado por una frase dicha a la prensa en enero de 1978, tras un
atentado de ETA militar en Pamplona que acabó con la muerte de dos terroris-
tas y de un policía: «Van dos a uno. A nuestro favor», dijo, como si se trataba
de una batalla campal entre dos ejércitos cual salida dependía del número de
perdidas en cada bando41.
Ahora bien, puede contestarse que los terroristas sólo representaban el 20%
de las víctimas de los incidentes policiales. No obstante, caben pocas dudas de
que la tensión propia a la lucha antiterrorista fue tan fuerte a partir de 1979
que no alcanzó solamente a miembros de ETA o de los GRAPO, sino también

39
 Véase el análisis de Ó. Jaime Jiménez, Policía, terrorismo y cambio político en España, 1976-1996.
40
 Por ejemplo, la muerte de Juan Carlos Delgado de Codex, muerto en abril 1979 por unos
policías en Madrid mientras era perseguido y controlado por otros policías de la Brigada de Inves-
tigación Social, dirigida por Roberto Conesa (famoso torturador en el franquismo), apareció tan
sospechosa que dio lugar a una pregunta del grupo socialista al Gobierno en el Congreso de los
Diputados (F-9-I, BOCG, 9 de mayo de 1979).
41
 El tiroteo ocurrió el 11 de enero de 1978. Véase El País 12-13 de enero de 1978, y M. Castells
Arteche, Radiografía de un modelo represivo, pp. 139-144.
estado y violencia en la transición española 195

a numerosos civiles. Fuese real o imaginaria, la amenaza terrorista alimentaba


una tensión aguda entre las fuerzas de Policía y la Guardia Civil, susceptibles
de ser a cada instante los blancos de los tiros enemigos. Frente a esta presión
cotidiana a veces insostenible, sobre todo en el País Vasco, los cuerpos armados
pudieron reaccionar con nerviosismo, malinterpretando unos gestos anodinos
y empleando unos medios desproporcionados en relación con el peligro real, lo
que provocaba tragedias que alcanzaban a civiles.
Existen numerosos de incidentes policiales causados por el miedo al atentado.
Uno de ellos ocurrió el 24 de agosto de 1980 en un pueblo de Extremadura,
cuando un joven murió de las heridas de bala causadas por un guardia civil,
por haber lanzado piedras contra el cuartel de la localidad. Según un comu-
nicado oficial de la Benemérita, el cuartel fue el objeto de tiros de piedras que
destruyeron ventanas y fueron tan intensos que el centinela, «sorprendido por
el ataque inesperado» disparó varios tiros de intimidación. El guardia civil pen-
saba, siempre según el comunicado, que el ataque podía ser terrorista, ya que el
cuartel había sido objeto de amenazas el año anterior. El asunto llegó al Parla-
mento, donde unos diputados socialistas de Badajoz preguntaron con una triste
ironía por la realidad de tal amenaza terrorista en una zona del territorio donde
no hubo nunca ningún acto de terrorismo42. Este ejemplo, entre tantos otros,
demuestra que la tensión mantenida por el peligro terrorista constituyó un fac-
tor decisivo de los incidentes policiales.

Conclusiones
Volviendo a nuestras preguntas iniciales, ¿qué podemos deducir de este breve
análisis de la violencia policial? En primer lugar, que no podemos entender
la evolución del sistema represivo español desde el único punto de vista de la
continuidad. Tal conclusión va en contra de toda una corriente crítica que se
sublevó contra los efectos perversos del proceso de cambio político, en la que los
vicios de la democracia actual son imputados a las deficiencias de la transición.
En particular, la transición, que no rompió claramente con el pasado franquista,
habría facilitado la persistencia de cierta mentalidad represiva y de ciertos
hábitos antidemocráticos heredados del régimen dictatorial: tortura, prácticas
policiales ilícitas, connivencias entre los agentes del Estado y los ultras nostálgi-
cos del franquismo, resistencias en el aparato militar, pero también corrupción
de magistrados y de la clase política. Toda esta literatura que denuncia confu-
samente estas prácticas puestas en el haber de la transición43 tiene el mérito de
poner el dedo en la llaga de un aspecto oculto de la historia de la época, pero

42
 Interpelación del grupo socialista en el Congreso de los Diputados, D-453-I, BOCG, 19 de
septiembre de 1980.
43
 Véanse, por ejemplo, A. Grimaldos, La sombra de Franco en la Transición; E. Pons
Prades, Crónica negra de la transición española (1976-1985) y Los años oscuros de la transi-
ción española. La crónica negra de 1975 a 1985 y J. Díaz Herrera e I. Durán, Los secretos del
poder. Del legado franquista al ocaso del felipismo. Episodios inconfesables. Los títulos resultan
explícitos por sí solos.
196 sophie baby

sigue siendo caricaturesca e impregnada de intención partidista. Porque si tene-


mos en cuenta las dinámicas del período, como hemos visto, los determinantes
son múltiples y oscilan, en fin, entre el legado autoritario y la adaptación a los
desafíos de la modernidad democrática.
a) Legado autoritario
Existió sin duda durante la transición supervivencias directas de la dictadura
franquista, que persistieron y pudieron observarse en el cotidiano de la práctica
policial. Hemos mencionado el peso del sistema represivo franquista —percep-
tible en la falta de formación y de dotación material y técnica de las fuerzas del
orden público— y el uso excesivo de las armas de fuego, así como una falta de
voluntad política para reformar en profundidad las fuerzas de Policía44. A veces
también intervino el factor ideológico, cuando algunos agentes actuaron como
defensores nostálgicos de un orden franquista desaparecido, ya que en ausencia
de cualquier tipo de depuración, los hombres continuaron siendo los mismos.
Pero si bien hacen falta estudios monográficos más precisos para analizar el
comportamiento de los agentes del orden, parece sin embargo que las actitudes
de resistencia activa a la democratización no fueron la norma, ni mucho menos.
Si un espacio policial autónomo perduró sin ninguna duda más allá de la nor-
malización jurídica y política del sistema represivo, no hay que interpretarlo
como una mera continuidad de las prácticas anteriores, sino también como la
respuesta a la necesidad de enfrentar una nueva amenaza: el enemigo terrorista.
b) Desafío terrorista
A partir de 1978, el factor terrorista comenzó a interferir, favoreciendo los
excesos policiales y estimulando la imagen de una Policía política y represiva,
digna de los tiempos más oscuros de la dictadura. De tal modo que la idea de
que nada había cambiado desde la muerte de Franco siguió estando muy pre-
sente hasta principios de los años 1980. De hecho, no cabe duda de que algunas
prácticas ilícitas que resultan intolerables en una democracia se desarrollaron al
resguardo de la legislación antiterrorista, que permitió en particular suspender
algunos derechos reconocidos como inalienables45. De este modo se produjeron
las detenciones masivas e indiscriminadas en el País Vasco, las violaciones de
derechos humanos en los procedimientos policiales y judiciales, el empleo de
la tortura que pareció resurgir a partir de 1979 gracias a la prolongación de la
detención preventiva hasta diez días en el marco de la lucha antiterrorista, y por
fin la «guerra sucia» contra ETA.

44
 Habrá que esperar la reforma socialista de 1986 para que los Cuerpos de Policía sean despoja-
dos del legado del franquismo (LO 2/1986, de 13 de marzo, Reguladora de los Cuerpos y Fuerzas
de Seguridad del Estado, de las Policías de las Comunidades Autónomas y de las Policías Locales).
45
 Se trata del derecho a la intimidad de la vida privada, limitado por la observación postal o
telefónica y el registro domiciliario; de la libertad individual limitada por la prolongación del plazo
de detención gubernativa más allá del plazo ordinario de 72 horas; de la seguridad jurídica y del
derecho de asistencia letrada fragilizado por la posible incomunicación del detenido; de la libertad
de expresión amenazada por la sanción penal del delito de apología del terrorismo.
estado y violencia en la transición española 197

Para luchar de manera eficaz contra el terrorismo, los gobiernos de la


transición también decidieron «reciclar», en nombre de la defensa de la demo-
cracia, a hombres —eran los mejores profesionales, dicen los gobernantes— y
medios represivos procedentes de la dictadura. Se sabe que algunos tortura-
dores tristemente famosos de la Brigada Política-Social (Roberto Conesa o
Manuel Ballesteros, por ejemplo) llegaron a ser los jefes de la lucha antiterro-
rista durante la transición, llevando consigo los métodos empleados durante
el régimen anterior, como la tortura y la «guerra sucia», que suponían efi-
cientes en términos de información, pero que eran ilícitos en un régimen
democrático.
Por fin, si la reforma en profundidad de las fuerzas del orden fue demorada
hasta la ley de 1986, no fue tanto para no provocar el Ejército como para no
quedar inerme frente a la amenaza terrorista. Por esta misma razón, los res-
ponsables políticos mostraron una gran pasividad en la sanción de los excesos
constatados46. Sin embargo tales prácticas antidemocráticas, que socavaban los
principios del Estado de derecho y recordaban dolorosamente el pasado dicta-
torial, pueden también interpretarse como unas respuestas adecuadas y propias
de los Estados modernos calificados de democráticos.
c) Modernidad democrática
La desaparición de los abusos policiales mortales en las manifestaciones fue
el indicio más evidente de la rápida adaptación de las fuerzas del orden público
a los nuevos retos de la seguridad ciudadana en una democracia. También lo fue
la evolución global de la represión política que dejó lugar, a partir de 1978, a una
práctica regulada y profesional de la seguridad pública47.
La legislación antiterrorista, que en apariencia debía mucho al legado dicta-
torial, fue también una adaptación moderna al nuevo desafío representado por
el enemigo terrorista. En este terreno, España siguió el camino las democracias
vecinas, enfrentadas igualmente al peligro terrorista48: Alemania (con la banda
Baader-Meinhof), Italia (con las Brigadas Rojas y el terrorismo neofascista), el
Reino Unido (con el IRA) y Francia (con Action Directe), que adoptaron durante
los años 1970 unas legislaciones represivas que alteraban los principios fun-
damentales del Estado de derecho en nombre de la defensa de la democracia,
como la suspensión de unos derechos fundamentales por otro lado garantizados
constitucionalmente49.

46
 Por ejemplo, los juicios contra policías acusados de tortura fueron casi inexistentes durante la
transición, y las sanciones gubernativas, cuando existían, eran despreciables: unos días de arresto
y alguna pobre indemnización.
47
 A partir de las elecciones del 15 de junio de 1977, los militantes de los partidos políticos de
la oposición ya no fueron perseguidos, la práctica de la manifestación y de la huelga se norma-
lizó (disminuyeron las que estaban prohibidas) y descendió de manera espectacular el número de
detenciones y de sumarios por delitos contra el orden público.
48
 Véase en este mismo libro el capítulo de E. González Calleja dedicado a la violencia subversiva.
49
 Véase D. López Garrido, Terrorismo, política y derecho, La legislación antiterrorista en España,
Reino Unido, República Federal de Alemania, Italia, y Francia.
198 sophie baby

La violencia parapolicial puede interpretarse de la misma manera. Natural-


mente que la herencia directa de la dictadura no puede negarse, ya que el sistema
establecido bajo la presidencia del almirante Carrero Blanco continuó siendo
utilizado durante la transición para deshacerse de los indeseables, sobre todo a
través del Batallón Vasco-Español y luego de los GAL. Sin embargo, estos exce-
sos pueden ser percibidos como un elemento de defensa de un Estado moderno
y todopoderoso contra el terrorismo. Como bien se sabe, los servicios secretos
de las democracias occidentales están lejos de tener las manos limpias. Igual-
mente, el empleo de la tortura tiende a resurgir cuando estas naciones hacen
frente a unas amenazas que ponen seriamente en peligro su supervivencia50.
Los informes de Amnistía Internacional muestran perfectamente tal evolu-
ción en el sistema represivo español: se pasa poco a poco de la denuncia de unas
prácticas represivas de un régimen dictatorial a la crítica de los excesos vincu-
lados a la lucha antiterrorista, y luego a la denuncia de las violaciones de los
derechos humanos en general, debidas al ejercicio cotidiano de la práctica poli-
cial: violencias racistas, sexuales, etc. Entramos entonces en otra problemática
que atañe a la esencia misma de la función policial en nuestros Estados moder-
nos, ya que los comportamientos ilícitos son frecuentes en el espacio policial
que tiene un gran grado de autonomía, incluido en una democracia.
España aparece, pues, como un espacio de experimentación particularmente
interesante por su proceso de mutación acelerado. El peso del autoritarismo del
régimen franquista se mezcló con la irrupción provocadora del problema terro-
rista para perturbar el proceso de la democratización. El terrorismo privó a la
joven democracia de una «edad de oro», forzándola a infringir de inmediato los
principios fundadores del nuevo régimen y hasta a legitimar de nuevo el empleo
de la violencia ilícita por el Estado, en nombre de la salvación de la democra-
cia. Sin embargo, tanto la afirmación de los principios democráticos como su
alteración inmediata pueden interpretarse, como esperamos haber demostrado,
como una adaptación de la cultura política a los nuevos desafíos que conocen
los Estados fuertes de las naciones occidentales democráticas.
Finalmente, no cabe ninguna duda de que la fuerte presencia de la violencia
política ha determinado el ritmo y el alcance del proceso de democratización
español, mucho más allá del mito tan difundido de la «Inmaculada Transición».
Si las polémicas sobre las cifras exactas de las víctimas de todas las violencias
cometidas durante la transición tienen su razón de ser, en particular cuando no
se trata de depurar responsabilidades, sino de restablecer la verdad histórica y
de satisfacer las exigencias simbólicas de reparación de las víctimas, nos pareció
mucho más relevante desde un punto de vista científico intentar comprender
como y por qué tales violencias fueron posibles. Esperamos que el presente artí-
culo haya contribuido a tal propósito.

50
 ¿Es necesario citar aquí el ejemplo de los Estados Unidos frente a la amenaza terrorista post
11-S?

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