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Ahmed, Sara. La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría. 2019. Ed.

Caja negra. Argentina. Pág. 222-227

Edith y Abby
Esta es la historia de una pareja lesbiana, la Edith y Abby, y lo que ocurre tras la muerte de Abby.
En una de las primeras escenas, mientras Edith está en la cocina, Abby, amante de los pájaros,
sube a una escalera para cuidar de las aves, que ocupan una pajarera en su jardín. La película
comienza así con la quietud de una intimidad compartida, la domesticidad cotidiana de ese mundo
común. Todo esto se hace añicos cuando Abby se resbala y cae.

Lo que sigue es tal vez una de las representaciones más conmovedoras que haya visto del dolor no
reconocido. Durante buena parte de la película la cámara vacila sobre el rostro de Edith
inexpresivo y fuertemente expresivo al mismo tiempo, como si aquello que soportase fuera
demasiado para decirlo, o como si decirlo supusiera no reconocer su fuerza. De hecho, el
cortometraje explora la significación de vínculos secretos, que no “salieron del clóset”, y
convierten a la propia pérdida en un secreto, un dolor existencial que debe ser soportado en
soledad, al que es preciso mantener oculto incluso del “ojo” de la cámara. Los ojos de Edith “se
llenan de lágrimas” pero ella no habla de su dolor salvo para hablar de Abby y del tipo de vida que
llevaba.

En la escena que sigue a la caída, nos encontramos en la sala de espera de un Hospital. Edith
aguarda. Llega otra mujer, visiblemente nerviosa, y le dice: “acaban de traer a mi marido, tuvo un
ataque cardíaco”. Edith la consuela. Pero la otra mujer no la consuela a ella. Cuando Edith le
explica por qué está allí- “Mi amiga se cayó de un árbol, creemos que tuvo un derrame”-, la única
respuesta que obtiene es “¿Su marido todavía está vivo?”. Edith le contesta “Nunca tuve marido”,
y entonces su interlocutora le dice: “Qué suerte, perderlo nunca le romperá el corazón”. En esta
articulación de la pérdida, la heterosexualidad se convierte en una forma de posesión. La historia
de la heterosexualidad, podríamos decir, es la historia de los corazones rotos, o incluso tan solo la
historia de los corazones. Que se reconozca que tenemos un corazón implica el reconocimiento de
que ese corazón puede ser roto. De la mano con ese reconocimiento vienen el cuidado, consuelo,
el apoyo. Sin reconocimiento ni siquiera el dolor puede encontrar el apoyo o el consuelo de la
amabilidad de los demás.

Y Edith aguarda. La temporalidad de esta espera es como un escalofrió; a cada momento, mientras
aguardamos con ella, el ánimo de la película se vuelve insoportablemente triste, como si la
demora fuese un demorarse en su pérdida. Cuando habla con el personal del Hospital y pide ver a
Abby le contestan que “solo se permite visita de familiares”. Ella está excluida de la esfera de los
“íntimos”: es una no pariente, una no familiar. La enfermera le pregunta: “¿Tiene usted algún
parentesco con ella, señora?”. Edith contesta: “Soy una amiga, una muy buena amiga”. Solo le
responden con otra pregunta: “¿Sabe si tiene algún familiar?”. La amiga desaparece en el peso de
este discurso.

El reconocimiento de los lazos familiares como los únicos lazos vinculantes hace que Habby muera
sola y que Edith aguarde toda la noche sola. Su relación queda oculta bajo el signo de la amistad, y
la amistad a su vez es considerada un lazo menor, un lazo que no es vinculante, que no cuenta en
cuestiones de vida o muerte. El poder de esta distinción entre amigos y familiares es legislativo,
como si solo la familia contara, como si las demás relaciones no fueran reales o sencillamente no
existieran. Cuando no se reconoce el dolor queer porque no se reconocen las relaciones queer, nos
volvemos “no parientes”, perdemos parentesco, nos volvemos no. Quedamos solas en nuestro
dolor. Nos dejan aguardando.

El resto del cortometraje narra la visita del sobrino de Abby, Ted (Paul Giamatti), su esposa Alice
(Elizabeth Perkins) y la hija de ambos, Maggie (Marley Mclean), para el funeral. Antes de que
lleguen, Edtih quita de la casa todo rastro de la relación con Abby , incluso fotografías de las
paredes , aunque deja a la vista espacios más claros, huellas de su ausencia. La casa se construye
como una zona de intimidad: su amor ocupa literalmente las paredes, las mantiene llenas. La casa
no se represenrtta como una propiedad sino como un espacio en el que dos personas se han
desplegado: cartas, recuerdos, fotografías.

La intimidad queer deja una huella en las paredes. Son objetos felices los que Edith oculta, objetos
que encarnan su amor, que crean su propio horizonte. Estos objetos traicionan su secreto. Si bien
las personas queers pueden rodearse de objetos que encarnen su felicidad, en un mundo que no
soporta las desviaciones queer esta felicidad está condenada a ser precaria, incluso peligrosa. Si
bien su felicidad crea un horizonte, no pueden compartirlo con otros. La eliminación de los signos
de la intimidad queer, la re-crea como un espacio vacante, como si también las paredes tuvieran
que aguardar.

Cuando llega la “familia” –el sobrino de Abby, Ted, su esposa Alice y la hija de ambos, Maggie,
la casa deja de ser una zona de intimidad queer para convertirse en una propiedad. La
vivienda estaba a nombre de Abby. No dejo testamento. Los objetos, la casa misma, pasan a
ser “de ellos”. Al llegar tratan la casa como si fuera suya y a Edith como a un huésped. Cuando
les dice que Abby y ella pagaron la hipoteca, Ted le contesta: “no tengo problemas si desea
quedarse aquí. Tal vez podamos arreglar un alquiler o algo”. La posibilidad de quedarse está
supeditada ahora a la hospitalidad de Ted: es él quien tiene el poder de dar o quitar la casa.
De hecho, se adueñan de los objetos que encarnaban la feliz intimidad de Abby y Edith, en
parte transformándolos en propiedad privada, convirtiéndolos en algo que pueden llevarse.
La pregunta “¿esto era de la tía Abby?” en realidad significa “¿qué es nuestro?”.

El drama de la situación se despliega a través de los objetos. Estos encarnan la vida de Edith y su
vida con Abby; pero los parientes de Abby consideran que les pertenece como objetos heredables.
Los pájaros de porcelana de Abby su objeto más preciado, se convierte, en particular, en materia
de confrontación entre los valores familiares y el valor de la familia. Alice le dice a Edith “Son
hermosos”, y cuando toma uno, Edith le responde “yo le di ese, es un hermoso regalo”. En el
intercambio que sigue encontramos un reconocimiento parcial de la pérdida, que al describir de
manera desacertada esta pérdida, en cierta medida le resta fuerza al reconocimiento. “Debe ser
muy triste para usted perder a tan buena amiga”. A lo que Edith responde de manera insuficiente:
“Si lo es”, se convierte en una negación de la pérdida, en un modo de mantener secreta la verdad
de la pérdida.

Es lo que destroza a Edith. Tras haber dicho que sí a eso, Alice le contesta: “Creo que debería
quedarse alguno como recuerdo de ella. Realmente me gustaría que eligiera uno de esos pájaros y
se lo quede”. Le quitan esos objetos que significan su amor por Abby y el amor de Abby en el
mismo gesto de su devolución: se convierte en un regalo, un recuerdo, como si debiera mostrar
gratitud por ello.

Los pájaros se integran así a la familia como posesiones: “Sabe que en realidad son parte de la
familia… Maggie podría quererlos algún día”. Los objetos más amados de Abby aquellos eran
parte de ella, se convierten para la familia de Ted en objetos de parentesco. Los objetos se
convierten en parientes familiares, aquello que puede ser heredado, transmitido en la línea
familiar, reconfigurado para darle forma a la familia. Es esta pérdida, la pérdida de lo que su amor
amaba, la perdida de aquello que le daba felicidad a su amante, lo que resulta “demasiado”.

Cuando Edith se quiebra, es Maggie, la hija de la familia, a quien le toca ser testigo de ello y quien
reconoce su sufrimiento. Le ofrece un pañuelo, el pañuelo de Abby, y le dice que puede
quedárselo. Edith le responde: “Pequeña no te corresponde a ti decir qué puedo y no puedo
quedarme. No les corresponde a tus padres decirte qué puedes tomar”. En respuesta, Maggy
dice: “Lo siento”. Es un momento, un momento de extraña simpatía (de la que hable en el capítulo
anterior), por más pequeño y frágil que sea. Tras recibir esta simpatía, Edith habla por primera vez
acerca de Abby y su amabilidad, de cómo “no podía soportar que cualquiera sufriese” y de los
pájaros de los que cuidaba, esos que caían fuera del nido. Los pájaros se convierten en objetos de
parentesco queer, objetos que encarnan una promesa distinta: la promesa de cuidar de aquellos
que no tienen casa, aquellos que no cuentan con la seguridad y protección que dan las paredes. Al
contarle esta historia a Maggie, Edith le ofrece otro tipo de herencia. La niña, luego de oír acerca
de su tía, encuentra en un huevo de estornino y se lo da a Edith, quien a su vez lo regresa luego a
la pajarera. Esta circulación de dones es más prometedora. Antes de irse, Edith y la niña se dan la
mano, como si en medio del sufrimiento fuera posible establecer nuevas conexiones capaces de
crear las bases para aliviar el sufrimiento que se debe soportar, o aquello que se soporta como
sufrimiento.

Este cortometraje muestra el dolor que produce la falta de reconocimiento. De hecho, la


infelicidad de esta historia nos recuerda que el deseo de reconocimiento no necesariamente tiene
que ver con el acceso a la buena vida. Ni siquiera es necesariamente la aspiración algo; antes bien,
es algo que proviene de la experiencia de lo insoportable, de lo que no se puede tolerar. El deseo
de tener una vida tolerable es el deseo de tener una vida en la que el sufrimiento no signifique que
una piedra lo suyo, que una se quede sin casa. Mientras que en El pozo de la soledad el dolor
implica un futuro imaginario de revolución como proyecto de destrucción del lugar que se habita,
esta película comienza por la casa, mostrando hasta qué punto es precaria la vida queer dentro de
ella, cómo las personas queer pueden ser desalojadas (lo que no es retirarse de la casa por su
propia voluntad, como parte de una acción revolucionaria, sino contra sus deseos) y la infelicidad
que supone este tipo de desalojo.

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