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Moffat 4 Pasos para La Intervencion en Crisis
Moffat 4 Pasos para La Intervencion en Crisis
Consiste en conectarse con la otra persona. No sólo por estar cerca, estamos conectados
psicológicamente con la otra persona: podemos estar cerca y no estar conectados, o
podemos estar lejos y estar conectados. Esto tiene que ver con una presencia que le
ofrecemos al otro, y que está expresada en una mirada y una actitud de escucha que el
operador debe conseguir. Esta mirada debe ser aceptadora y atenta, ni persecutoria ni
distante, debe crear un clima de confianza en el que el paciente pueda sentirse sostenido, y
por lo tanto pueda acercarse a las zona traumáticas de su pasado, pero esta vez
acompañado por el terapeuta, ya que no puede hacerlo solo por tratarse de lugares muy
lastimados de su historia.
En el caso de la mirada, un operador puede tener una mirada, a lo mejor, melancólica, otro
puede tener una mirada más ordenadora, otro una mirada mas seductora, y todas valen.
Las únicas que no sirven son las miradas controladoras e inquisidoras, como las de algunos
psiquiatras que, fijando la vista, le dicen: “¿Desde cuándo usted escucha voces
persecutorias…?” (mientras lo mira fijo y prepara la jeringa con el calmante)
La mirada es una forma de aceptarlo al otro, y también es muy importante la escucha, porque
se puede oír pero no escuchar, y se puede mirar pero no ver.
Son dos sentidos los que usamos, pero al operador puede faltarle uno de ellos, puede ser
ciego, e incluso en algunos casos, hasta es ventajoso que el terapeuta sea ciego, por
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ejemplo, cuando se trata de personalidades paranoides que temen la mirada, o de fóbicos,
porque éstos se relacionan mejor con una persona que no los pueda ver, pero que, con la
calidez de su voz y su escucha, consiguen que el paciente confíe en ellos. En ese caso
podemos decir que el operador ve con su escucha.
También usamos las técnicas gestálticas, que nos permiten mirar al otro sin escudriñarlo, y
en la distancia que el otro necesita: una mirada atenta y aceptadora de que el otro es como
es.
Incluso, si vienen pacientes delirando, este terapeuta que proponemos “les cree” el delirio, se
mete en él. Lo único que no les cree es que eso pasa aquí y ahora, pero si el paciente dice
que lo persiguen con un cuchillo, para él eso es real, porque el algún momento lo
persiguieron, tal vez en su infancia, con algo parecido a un cuchillo (pudo ser, por ejemplo,
un abuso sexual infantil, que el paciente metaforiza, y el cuchillo en realidad es un pene).
Por eso el terapeuta pregunta cómo lo persiguen, en que posición estaba el cuchillo. Si dice
que el ataque con el cuchillo viene desde arriba, es muy probable que haya sido un cuchillo
real, pero, si lo recuerda desde abajo hacia arriba, es muy probable que lo que está
simbolizando sea el recuerdo de un abuso sexual. En casos como éste, lo más adecuado
para descifrarlo, es usar técnicas psicodramáticas, donde se busca recrear la escena
original, para así entenderla.
Este primer paso llamado contención tiene que ver con contenerlo al otro, con aceptarlo, con
producir el encuentro profundo entre dos personas, que no es nada fácil. Es todo lo contrario
de la asepsia psicoanalítica, porque se trabaja con la persona en crisis, que está muy
necesitada de ser percibida, porque a eso la llevó el no serlo, ya que siente que desapareció
para el mundo, y el mundo le desapareció a ella, y aparece entonces una sensación de
soledad que, en casos muy graves, puede ser muy aguda, de carácter existencial,
profundísima e insoportable. El paciente está ahí solo y paralizado, y nosotros tenemos que
rescatarlo de ese lugar.
Muchas veces, especialmente en las familias con padres que no son muy hábiles o tienen
problemas, el chico dice una cosa y la madre le contesta algo diferente, por ejemplo: “¡Mamá
tengo miedo!”, y la madre le contesta: “¡Comé!” (resultado: un obeso). O, en otro caso, la
mamá contesta: “No seas malo con mamá” (resultado: un culposo). Ella no percibe que el
chico está inseguro y no pregunta lo que debería preguntar: “¿Por qué tenés miedo?”
En ese fenómeno humano de intercambio de símbolos que transmite imágenes internas, yo
quedo comunicado con el otro por ese recurso tan sencillo y potente que es sustituir un
objeto por un sonido, que llamamos fonema, palabra; y eso es lo que nos salva de la
soledad, la palabra, que es lo que construye la realidad. La realidad es la mirada del otro,
porque no podemos definirnos a nosotros mismos. Yo puedo decir: “Soy Napoleón”, y si
todos lo aceptan, entonces soy Napoleón, y si no lo aceptan, me meten en un manicomio o
me dicen: “Mirá, Alfredo, me parece que estás muy cansado o con la autoestima muy baja…”
No es tan fácil aceptar al otro, porque a veces hay fobia al encuentro, el otro nos puede
cuestionar, nos puede ignorar, nos puede culpar (el otro puede ser percibido como
peligroso…)
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En el compromiso terapéutico hay que meterse en el profundo pozo donde está el paciente,
pero con una soga (la soga es el método o la técnica) y entonces ayudarlo a subir, en lugar
de gritarle desde arriba: “salga del pozo, que afuera brilla el sol…”
La primera etapa de contención es, entonces, la resonancia emocional, y se llama empatía.
Es el momento de la identificación con el otro, para que el otro se sienta que uno está
resonando con él. Uno se conmueve, se pone en el lugar del otro. Si el otro tiene miedo,
uno evoca sus propios miedos para comprender los miedos del otro, y si está triste, las
propias tristezas.
El buen terapeuta no es sano ni es un loco, sino que es un loco curado. Si hemos vivido
deferentes experiencias, desde ellas podemos hacer el ejercicio de ponernos en los zapatos
del otro. Si el terapeuta es un terapeuta sólo alimentado de libros, el otro siente que lo que
está haciendo es mirar el mapa de los diagnósticos, pero no percibe la calidad de su
depresión; por que hay depresiones suaves, otras agudas, y hay depresiones peligrosas que
pueden conducir a una acción suicida, así como hay depresiones crónicas y otras histéricas
que exageran el sentimiento, que solo las distinguiremos desde los matices de nuestras
propias tristezas.
Las personas tienen un modo de deprimirse, un modo de tener miedo, un modo de sentir
culpa; nosotros, los terapeutas, somos nuestro propio instrumento. Nuestro instrumento para
curar son las propias experiencias que tenemos que poner al servicio de esa tarea tan
delicada que es el proceso de ayudar a otro.
Hablamos de terapia, para hablar de un concepto más amplio, pero puede ser también la
escucha de un tío experimentado o una tía solterona, de los que había antes y que ahora no
hay, y que eran los psicólogos familiares. ¿Saben por qué existen los psicólogos? Porque la
familia se achicó de tal modo que ya no contienen a esos personajes. Ya no hay más tíos o
tías, al menos, cercanos y convivientes. Las familias se han reducido y entonces, tuvo que
aparecer el tío o la tía ortopédica, que es el psicólogo.
Tanto es así que, en los momentos agudos de angustia, hay una técnica que se ha usado
por ejemplo, en la explosión en la AMIA, el avión de LAPA, la noche de Cromañon, etc., que
se llama “maternaje”, que consiste en abrazar a la persona en crisis para que reconstruya los
límites corporales, ya que en cualquier experiencia traumática muy aguda, la persona
regresa tanto psicológicamente, que incluso, puede llegar a perder el control de los
esfínteres, o se coloca en posición fetal. El traumatismo se puede percibir gráficamente por
la posición de la persona, y ahí se lo puede abrazar como a un bebé.
Yo he abrazado a adultos, mujeres, hombres… Con cierto adiestramiento, se puede hacer
sin sentir lo que usualmente sentiría un hombre, por ejemplo, abrazando a una mujer, donde
habría cierto erotismo, o con otro hombre, con miedo por las ansiedades homosexuales. El
terapeuta debe ser como los ángeles, que no tienen sexo (mientras trabaja como terapeuta,
por supuesto). Uno percibe que esa persona no es un adulto, que está abrazando en ese
momento a una nena o un nene, ese maternaje lo conecta, lo va trayendo al aquí y ahora, lo
va conteniendo para que pueda reorganizar su percepción de realidad.
Para la contención debemos operar desde dos modalidades vinculares, el momento A, que
es la identificación, en el cuál resonamos emocionalmente con la persona, diríamos que
“nos metemos en los zapatos del otro”. Pero esto implica el peligro de quedar captados y
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encerrados en el otro: seríamos dos llorando en el pozo. Entonces hay que hacer algo que
es bastante difícil: después de ese movimiento de identificación, hay que saber salir y tomar
una actitud totalmente distinta. Este es el momento B, que es la disociación instrumental,
donde el operador se dice: “¿Qué hago ahora?, ¿qué estrategias utilizo?, ¿lo abrazo o no lo
abrazo?, ¿está muy regresado?, ¿está es una depresión aguda con riesgo de suicidio?, ¿es
una histeria pasajera?…”. En ese momento se toma una distancia científica.
Esto se resume en una frase: “corazón caliente para entender, y cabeza fría para operar”.
Es un trabajo agotador, porque hay que hacer un movimiento para entrar y otro para salir,
meterse para entender y salir para operar, dos operaciones opuestas.
Tato Pavlovsky decía: "Yo te comprendo desde mi desesperación y te curo desde mi
esperanza". Por lo tanto, tengo que haber tenido desesperación y haber tenido esperanza. Y
después hay que empezar a hacer el otro trabajo, ya que este es un ejercicio doble: primero
te conmovés y después te disociás. ¿Y con qué te conmovés o favorecés esa empatía? Con
lo que llamamos el núcleo depresivo, que es un núcleo en relación con la identificación y
permite el encuentro emocional, y también con el núcleo histérico que tiene que ver con la
expresión de las emociones, para que la persona perciba que uno lo entiende. Esto debe
hacerse también a través del lenguaje corporal y gestual, lo que podemos llamar poner el
cuerpo. Los animales tienen acrobacias, danzas, gruñidos, sonidos, que definen la
naturaleza del encuentro.
Entonces, con el núcleo histérico yo me comunico. Y ¿con qué me disocio? Con otro núcleo
que tenemos todos, un núcleo esquizoide, que tiene que ver con la distancia. En síntesis,
debemos ser inicialmente “italianos”, y luego “ingleses”...
En los cursos que doy a las maestras, yo no tengo que enseñarles la empatía, ni la
transferencia, porque es lo que mejor saben hacer, eso de estar pegadas con el nene, o
llorar con la nena. A las maestras tenemos que enseñarles la disociación instrumental, a
separarse porque si no, se contaminan y quedan pegadas. El caso de los psiquiatras es lo
opuesto, ya que, desde el comienzo de sus estudios en la facultad, tienen asegurada la
disociación profesional con el paciente (el primer ser humano que estudian en la disección
anatómica es un muerto), por lo que manejan bien la distancia. El terapeuta ideal, entonces,
sería una cruza entre una maestra y un psiquiatra…
Tenemos momentos en los que nos retiramos hacia adentro, y usamos eso como protección,
a veces, es muy sano ser tortuga; en algunas familias muy patológicas, se salvan los hijos
que se hacen tortugas esquizoides, porque se retiran hacia adentro (siempre que después
puedan salir del caparazón).
Como egresado de la UBA en Arquitectura, pude cursar una de las últimas materias de la
carrera de psicología (ahí me di cuenta de que no necesitaba esa formación marcadamente
psicoanalítica). En esa corta experiencia, recuerdo al adjunto de la cátedra de Psicología
Clínica II de Fernando Ulloa, que se llamaba López. El explicaba los cuadros
psicopatológicos, pero los explicaba desde la vivencia de cada cuadro, por ejemplo, cuando
explicó la paranoia, recuerdo que mientras iba explicando, miraba insistentemente la puerta
del fondo, y generó un clima persecutorio, que era congruente con lo que él decía, y con el
modo en que lo transmitía, y miraba para un lado y para el otro, y generó un clima de
ansiedad (era la época en que la policía de Onganía, podía entrar a la Universidad, en 1964).
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Cuando explicó la neurosis obsesiva fue una clase perfecta: dibujó en el pizarrón un gráfico
impecable, y a cada rato nos preguntaba si habíamos entendido bien (en esa clase, era un
verdadero obsesivo). Luego, cuando explicó la histeria fue una clase brillante, todos salieron
encantados: ¡qué hermosa clase! Y cuando explicó la depresión, un compañero, Jorge
Franco, me dijo al salir de la clase: "Che, sigámoslo, que éste se nos mata…". Finalmente,
cuando explicó la esquizofrenia puedo asegurar que no se entendió nada, fue una clase
fragmentada, quedamos todos confundidos, se disgregaba, se iba del tema, hacía
neologismos. López fue sumamente didáctico. (Yo a veces, dando clase, uso ese recurso…).
En el proceso terapéutico, no hay que ser omnipotente ni impotente; en el medio está la
potencia que uno tiene. En la vida profesional hay cosas que se pueden hacer y cosas que
no, y es bueno darse cuenta de eso. Hay patologías con las que uno puede operar y otras en
que no puede, en ese caso conviene derivar. Y a algunas personas puede resultarles difícil
trabajar con grupos de riesgo, como chicos de la calle, esquizofrénicos, adictos o pacientes
en crisis agudas o con enfermedades terminales.
Cada uno de nosotros, tiene un punto débil, un talón de Aquiles, y es mejor conocerlo antes
para poder manejar o evitar esa situación, que enterarse en mitad de ella.
El último paso, el cambio, es: ¿Cómo lo hacemos? El paciente ya eligió el sentido de su vida
y construyó su proyecto de vida. El paso siguiente es comenzar a realizarlo, es efectuar un
cambio en su vida, que es salir de la paralización que genera toda perturbación psicológica.
El proyecto siempre es con otro, porque esa trama en la que tiene que realizar su vida es una
trama social, que fundamentalmente está sostenida por dos tareas, amar y trabajar, que se
concretan en una estructura familiar y en una inserción o rol laboral. Pero como en toda
perturbación psicológica hay distintos grados de desvinculación con la realidad, hay que
ayudarlo en su reingreso a lo real, a lo social, y acá es importante estudiar lo que podemos
llamar las “estrategias posibles”. Cada uno tiene recursos para organizar su vida cotidiana,
su estructura familiar, y su habilidad para insertarse en la producción.
La enfermedad mutila el amor y el trabajo. La persona pide ayuda porque no puede hacer
algo, y eso lo mutila en alguna función: no puede amar, no puede dormir, no puede tener una
buena sexualidad, no puede despedirse de algo que perdió, algo pasa que nos paraliza y nos
deja solos.
"Está bien, te pasó esto, ya entendimos todo y elegiste el sentido de tu vida. Pero ahora
¿cómo lo vas a concretar?, ¿cuáles son tus recursos de acción?, ¿cuál es tu escena
deseada y cuál tu escena temida?". Los humanos podemos recorrer este universo buscando
lo que deseamos y evitando lo que tememos. Esto es complejo, porque muchas veces, lo
que deseamos, está impedido por lo que tememos, y a menudo, para complicar las cosas, lo
bueno está debajo de lo malo y se generan conductas que se llaman ambivalentes, se ama y
se odia a la misma cosa o a la misma persona.
Este último paso tiene que ver con la creatividad, el paciente debe encontrar nuevos modos
de vincularse, de formar pareja y familia, nuevas estrategias para insertarse en lo laboral, en
su rol social, y superar sus antiguos modos ineficaces de recorrer la vida.