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Afamado sociólogo, Émile Durkheim es al propio tiempo uno de los «clásicos» de la pedagogía

francesa. En vida, ya imprimió su sello personal a ésta a través de sus enseñanzas; más adelante,
ha hecho pesar sobre ella su influencia por medio de sus libros: Educación y sociología, La
educación moral y, finalmente, La evolución pedagógica en Francia, que fueron publicados
después de su muerte merced a los desvelos de su discípulo Paul Fauconnet. Resultaba, pues, tan
natural como necesario que los educadores de hoy en día pudiesen referirse fácilmente a los
textos más importantes de Durkheim, y debemos congratularnos de la feliz iniciativa tomada por
Les Presses Universitaires de France al reeditar, cuarenta años después de su publicación en 1922,
Educación y sociología, obra agotada en las librerías desde hacía mucho tiempo.

Este pequeño pero inestimable volumen, compuesto de cuatro ensayos que datan de los primeros
años de nuestro siglo, brinda al lector apremiado por el tiempo la ventaja de ser a la vez breve y de
amena exposición. Pero ante todo, tiene el gran mérito de plasmar los conceptos fundamentales
de Durkheim. Por añadidura, se ve avalorado por una dilatada y excelente introducción debida a la
pluma de Fauconnet. Si bien no tuve el honor de conocer a Durkheim, fallecido en 1917, fui en
cambio alumno de su discípulo, a quien quiero rendir parias. Paul Fauconnet, sociólogo también él
y sustituto de cátedra de pedagogía en la Sorbona después de la Primera Guerra Mundial,
abordaba los problemas que plantea la educación con un atractivo a la par penetrante y lúcido. Yo
admiraba profundamente la sutileza y la agudeza de su mente. Poseía una de las inteligencias más
preclaras que me haya sido dado conocer jamás. Murió de forma harto prematura.

Aquellos que siguieron sus enseñanzas le deben el descubrimiento de la obra pedagógica de su


Maestro, y, a través de ésta, el de la reflexión socio-pedagógica.

Al igual que todos los clásicos, Durkheim es, ante todo y en el sentido amplio de la palabra, un
representante de su época. Su doctrina es fiel testimonio del tiempo en el que le tocó vivir, el de la
III República, el de la laicización de nuestra enseñanza pública, de los avances de la gran industria y
del desarrollo de las ciencias humanas. De tal suerte que se podía aplicar a sus conceptos lo que él
mismo decía con respecto a las investigaciones llevadas a cabo por los pedagogos: no son modelos
que se deba imitar, sino documentos sobre el estado de espíritu de estos tiempos. Su obra define
con toda perfección un momento trascendental en la historia del pensamiento pedagógico. Y sin el
menor género de dudas, el sociólogo historiador que fue Durkheim hubiese gustado de ese elogio,
él que no dejó de recalcar la evolución, en el transcurrir de los siglos, de las concepciones y de las
instituciones pedagógicas, bajo los efectos de causas por encima de todo sociales. Esta relatividad
que el punto de vista histórico introduce en la reflexión se me antoja ser uno de los dos principios
esenciales de la doctrina pedagógica de Durkheim.

El otro es, por todos sabido, la importancia que concede a las realidades y a las necesidades de
orden social. Reacciona con fuerza ante el concepto individual de la educación que columbraba en
sus precursores, Kant y Herbart, Stuart Mill y Spencer. Contrariamente a ellos, considera la
educación como una «cosa inminentemente social. La define como «una socialización de la joven
generación por la generación adulta». La escuela es, desde su punto de vista, «un microcosmos
social». No se recata en escribir que la sociedad «crea en el hombre un ser nuevo». Otras tantas
aseveraciones clamorosas del sociólogo, que han sido repetidas mil y una vez. Y también,
discutidas. En efecto, a través de ellas Durkheim entraba en conflicto con las teorías tradicionales.
Chocaba con un amplio sector de la opinión sustentada por sus contemporáneos, pero, al propio
tiempo, abría nuevos cauces a la reflexión y a la investigación educacionales.

Ciertamente, se puede no compartir hoy en día todas sus ideas, entre otras sus reticencias para
con la psicolo-gía, heredadas de Auguste Comte y que se vuelven a encontrar, aún más
exacerbadas, en Alain; o también, su forma de definir la pedagogía como «una teoría práctica»,
fórmula que permanece bastante enigmática a pesar de las explicaciones del autor; o, incluso, su
injusto desdén en lo que concierne a la literatura utópica en materia de pedagogía.

Tampoco hay que perder de vista, al leer sus obras, el hecho de que muchos cambios se hayan
producido desde que estos textos fueron redactados. Por una parte, acontecimientos
aniquiladores tales como las dos guerras mundiales, por otra, una evolución acelerada de la
economía industrial bajo los impulsos de inventos técnicos de todo tipo que han transformado
hasta sus más profundas raíces nuestras condiciones de existencia.

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