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01/11/1985.

Reconstrucción.

Héctor Aguilar Camín.

Hacia el futuro de la ciudad.

Este documento fue elaborado por un grupo de especialistas que comparte el


interés profesional por los estudios urbanos y regionales, y que han coincidido en
la conformación de un grupo denominado Taller de Estudios Urbanos Regionales.
Es una respuesta a las necesidades planteadas al país a raíz de la situación de
emergencia provocada por el terremoto del 19 de septiembre. El objetivo es invitar
a la reflexión profunda sobre asuntos que atañen a todos los mexicanos; no
escapa a los autores de este documento el hecho de que, por haber sido realizado
con la premura que las circunstancias obligan, se resiente de muchas fallas y
omisiones. El grupo esta integrado por Jesús Tamayo, Diana Rumney, José Luis
Lezama, Eduardo Preciat, Bertha Elena de Buen, Manuel Vidrio, Hortensia Medina,
Juan José Ramírez, Manuel Angel Castillo y Miguel Gutiérrez.

El sismo del 19 de septiembre se dio en medio de la crisis financiera del sistema


mexicano. Ciertamente, en los pasados meses vivimos el último tropiezo de la
estrategia de desarrollo mexicano, aunque esta vez fue su versión restriccionista la
que entró en crisis. Conviene recordar que la orientación básica de nuestro
proyecto de desarrollo materializó durante dos décadas en el llamado modelo de
desarrollo estabilizador que desembocó en la crisis de 1968 y fue sustituído por su
versión populista llamada de desarrollo compartido que, a su vez, se desarticuló a
finales de 1976. El proyecto re-legitimador escogido en 1976 fue también de corte
expansionista y se apoyó en la extracción y exportación acelerada de crudo, a fin
de obtener recursos que serían transferidos a la expansión del sector industrial.
Como es de todos sabido esta estrategia acarreó o generó el crecimiento inusitado
de los precios internos y de la deuda externa y entró también en crisis a partir de
la caída de los precios del crudo y del alza en las tasas de interés. A los
determinantes externos se asociaron en lo interno la fuga de capitales y la
especulación monetaria: ello condujo a la insolvencia financiera en 1982.

El gobierno actual abandonó la estrategia expansionista e hizo suyo un proyecto


de reordenación y ajuste de corte restriccionista, acorde con las sugerencias del
FMI. En principio, supeditó todos los planes internos al pago de los intereses de la
deuda. La reordenación económica y el abatimiento de la inflación, se dijo, se
alcanzarían a través de la reducción del gasto público; además, el liberalismo
comercial debería reemplazar al proteccionismo, los controles de precios deberían
ser aflojados, los subsidios disueltos y los salarios congelados; cerradas las
posibilidades de nuevos créditos externos, deberían desaparecer las restricciones a
la inversión extranjera directa (IED). La reducción del gasto y el nuevo pacto social
pasaban no sólo por la reducción de la administración, sino también por la
privatización de parte del capital del Estado y por la reprivatización de la banca
recién nacionalizada.

En poco menos de tres años, en julio de 1985, la política de ajuste entró también
en crisis. Al parecer, ello provocó la profundización de las restricciones al gasto;
esta vez la reducción alcanzó el gasto corriente. Así, el desempleo alcanzó a los
trabajadores del gobierno. Ello caracterizó el escenario económico del sismo.

El sismo del día 19 no sólo se dio en un específico momento económico sino


también en un peculiar ámbito social cuyas características básicas son su
polarización y las relaciones (de dominación) que se establecen entre las clases
que lo conforman.

En efecto, desde cualquier perspectiva que se escoja será posible reconocer los
extremos de la sociedad mexicana; por ejemplo: el México rural y el México
urbano, el México criollo-mestizo y el México mestizo-indio. La concentración del
ingreso, la diferenciación en el acceso a los servicios públicos, a la educación, a la
salud, y a la cultura son otras formas de describir el mismo hecho. A una sociedad
tan diferenciada en lo interno han correspondido formas de acumulación primitivas
y formas políticas autoritarias y escasamente democráticas. Históricamente, la
clase política ha sido la promotora de la acumulación, es decir, de la formación de
capital; al mismo tiempo ha desarrollado una concepción patrimonialista de la
hacienda pública. Ello explicaría las formas de la corrupción social. En este
escenario donde, además, la sociedad política penetra casi todos los poros de la
vida social y deja escaso margen a la sociedad civil, se dio el pasado sismo.

El modelo de desarrollo económico que en las pasadas décadas se auto-asignó la


formación social mexicana ha conducido a una estructura urbano regional
macrocefálica. Esta ha sido la forma espacial de la concentración económica y, en
buena medida, de la polarización social. La concentración de la inversión, pública y
privada, ha retroalimentado la concentración de la infraestructura para la
producción; las economías de aglomeración han hecho el resto. La concentración
de la infraestructura para la producción pareciera haber sido así la forma más
económica de proporcionar (subsidiar) a la burguesía industrial las llamadas
condiciones generales de la producción. Si bien con el tiempo las economías
externas se han visto crecientemente acompañadas de múltiples deseconomías,
estas últimas se han socializado y las pagamos todos cuando hacemos largos
viajes a nuestro centro de trabajo, o cuando somos víctimas de la contaminación o
de la ineficiencia de los servicios urbanos.

La polarización social y las relaciones de dominación se reproducen a nivel


intrarregional e intraurbano. El acceso diferenciado a la riqueza social materializa
en el acceso diferenciado de la población a la tierra urbana y a los servicios
municipales. Las relaciones de dominación vigentes en la formación social
mexicana cristalizan en la diferenciación clasista del espacio urbano. El
autoritarismo político se materializa en el carácter precariamente democrático y
representativo de las autoridades urbanas. El conflicto social encuentra su
expresión en la agresión cotidiana a las clases urbanas depauperadas, en su
expulsión a la periferia, en su confinamiento en viviendas insalubres y en nuestra
indiferencia ante el caos de los servicios. En este ámbito urbano tuvo lugar el
sismo del 19 de septiembre.

La respuesta social inmediata ante el sismo se caracterizó por dos hechos: la


inoperancia no sólo de los planes de contingencia sino del liderazgo político,
inoperancia manifiesta en la "transparencia" de la inmensa mayoría de las
instituciones públicas y de las organizaciones políticas ante los hechos; en este
escenario vacío de autoridad institucional contrastó la segunda característica: la
espontánea organización civil cuyos objetivos concretos fueron el rescate de
sobrevivientes y la puesta en marcha de campamentos de socorro.

Un segundo momento se caracterizó por la llegada de auxilio del interior y exterior,


por el apoyo organizado de la Iglesia y por la recuperación del control básico por
parte de la todavía confundida autoridad política. En horas más recientes evidente
la escasez de criterios rectores y de líneas de acción en relación con las formas de
la reconstrucción. El oportunismo ha surgido en el sector público y las decisiones,
anárquicas e inconsultas dejan ver que la organización para la reconstrucción es
hoy un problema de Estado. Los temas básicos de la agenda a ser discutida por la
sociedad civil parecen ser: los límites financieros de la reconstrucción, el impacto
de la reconstrucción en medio de la recesión, las posibilidades y limitaciones de la
desconcentración y la descentralización, la organización social necesaria para la
reconstrucción, es decir, el proyecto del México urbano del futuro. Este documento
intenta contribuir a la discusión de estos temas.
Foto: Fabrizio León

LA ECONOMÍA

El pago del servicio de la deuda externa constituye el eje principal de la política


económica del actual régimen; los mecanismos económicos utilizados para cumplir
con los compromisos contraídos han conducido a la agudización de la polarización
social.

Se nos dice que el 50% de las exportaciones se dedica al pago del servicio de la
deuda; es necesario reconocer, no obstante, que se trata sólo de una equivalencia:
los fondos para su pago provienen, en última instancia, del sacrificio impuesto a la
población.

Las restricciones en el gasto público conducen al estancamiento económico,


medida anti-inflacionaria, se nos afirma. La contracción de la demanda así como la
restricción en las importaciones y las modificaciones en el tipo de cambio ponen en
dificultades a la pequeña y mediana industria, principal fuente de empleo
productivo en el sector urbano. Al mismo tiempo, se encarecen los bienes y los
servicios y se concentra la riqueza, es decir, se agudiza la polarización social.

El resultado de la política económica seguida hasta hoy puede sintetizarse en el


creciente desempleo y el decreciente ingreso de la población mayoritaria; ello
agudizado por la política de restricciones salariales. Lo que para el Estado
representa un ahorro destinado al servicio de la deuda es, para la mayoría de la
sociedad, una disminución en su ingreso real. De importador de capitales, el país
ha sido convertido (vía el pago del servicio de la deuda), en exportador a costa del
sacrificio de la población.

El sismo del 19 de septiembre, modificó radicalmente este escenario al plantear la


reconstrucción como prioritaria y al crear la necesidad de generar recursos
económicos para realizarla.
Por su parte, el gobierno mexicano ha entablado negociaciones para conseguir
nuevos créditos, a fin de contar con recursos para la reconstrucción y para
mantener la economía en funcionamiento. Cabe señalar que los nuevos créditos
tensarán aún más la correa de transmisión entre la economía mexicana y el
sistema financiero internacional, y someterán a la población a una mayor presión
económica.

Fotos: Herón Alemán

Existe la posibilidad de procurar recursos por otras vías: en primer lugar, no es


estrictamente necesario recurrir a nuevos créditos provenientes del exterior; los
recursos económicos liberados por la suspensión temporal del pago al servicio de
la deuda son más que suficientes para asentar las bases de la reconstrucción,
siempre y cuando se frene la descapitalización del país a través de la negociación
de la condonación del servicio de la deuda durante el tiempo requerido por la
reconstrucción.

Reconstrucción y pago de la deuda constituyen las incógnitas de una ecuación que


al parecer será resuelta, a fin de cuentas, por los organismos financieros
internacionales. Estos tendrán que acordar diferir el pago de los intereses
correspondientes para que el gobierno de México pueda contar con fondos para la
reconstrucción. Sin embargo, esta concesión no será un acto de magnanimidad,
sino el resultado de la evaluación de la potencialidad del conflicto creado por la
nueva situación. Además, desde la perspectiva de los bancos, los intereses
diferidos pueden ser capitalizables y al final del periodo de deuda externa será aún
mayor.

A los recursos financieros liberados por la condonación pueden sumarse los que se
obtendrían mediante una "política fiscal de excepción"; ésta tendría como finalidad
hacer contribuir a la reconstrucción a los sectores que no fueron afectados por el
terremoto y a los que durante largos años han sido los principales beneficiarios del
sistema en vigor.

Una tercera fuente de ingresos es la banca nacionalizada; el ahorro captado por


ella también es susceptible de ser invertido productiva y no especulativamente,
como es la tendencia actual.
Una última forma de captar fondos es la contribución de aquellas organizaciones
de la sociedad civil capaces de recabar cantidades importantes de recursos:
sindicatos, asociaciones de profesionales, agrupaciones eclesiásticas, etc., ingresos
que se sumarían a las donaciones de organismos internacionales y humanitarios.

Tanto o más importante que las formas de recaudación de recursos es la correcta


administración de los fondos para la reconstrucción. La nueva situación exige la
honestidad sin más y la aplicación plena de la planificación democrática
consagrada constitucionalmente. La emergencia de formas de organización social,
originales y espontáneas, ha hecho evidente la fuerza y el potencial de
participación de la sociedad mexicana. La no solución de los problemas ingentes de
los damnificados o su "solución" mediante los métodos políticos tradicionales, sólo
acentuará la división existente entre gobernantes y gobernados.

Es necesario fortalecer las relaciones existentes entre la sociedad civil y el Estado.


La política de renovación nacional puede ser eficaz sólo si se hace participar
directamente en la planificación y administración de la reconstrucción a las
organizaciones civiles que han emergido en esta coyuntura. Su fortalecimiento y el
respeto del Estado hacia ellas puede ser el cimiento de la renovación nacional.

La política económica de la reconstrucción no sólo debe contemplar la captación de


recursos y las formas de participación social; para ser eficaz, exige la formulación
de un plan que contemple las necesidades prioritarias, los efectos de la
reconstrucción en los diferentes sectores productivos y, a nuestro juicio, una nueva
política de desarrollo.

· Las necesidades prioritarias. En la actual situación, asegurar casa, vestido y


sustento a la población damnificada es absolutamente prioritario. Todos los
esfuerzos deben, en lo inmediato, enfocarse al alcance de ese objetivo para
extenderlo, en lo mediato, a toda la población. Es necesario, por tanto, evitar el
encarecimiento de los bienes necesarios, la vivienda y los materiales de
construcción entre ellos. En segundo término, se deben reanudar los servicios de
asistencia, salubridad y educación para toda la población, restituyendo asimismo y
extendiendo el equipamiento urbano necesario. El reponer la infraestructura
necesaria de comunicaciones, también es otra prioridad ligada, si bien
subordinada, a las anteriores. Sólo en último término se deben destinar fondos
para la reconstrucción a la restitución de la planta física de actividades tales como
la hotelería y los servicios turísticos.
· Efectos en los sectores productivos. Es posible prever el impacto de las
inversiones de reconstrucción; el incremento drástico de la demanda de bienes y
servicios puede, en condiciones de depresión y ante una oferta relativamente baja,
acelerar la inflación. Es necesario adoptar una política de impulso a las actividades
generadoras de los bienes y servicios necesarios para la reconstrucción: alimentos
y bienes industriales de consumo popular, así como evitar a toda costa las
importaciones.

· Una nueva política de desarrollo. En el momento actual los sectores económicos


estatal y social tienen un lugar clave, no sólo como agentes financieros sino
también como agentes productivos. Por tanto, se debe suspender la reprivatización
de las empresas públicas, así como revisar el sistema actual de concesiones, en
especial las ligadas a insumos para la construcción, a fin de evitar que los criterios
comerciales se impongan a los sociales.

La inversión pública destinada a reactivar la economía y la necesidad de ampliar la


oferta de bienes y servicios requeridos tanto para la inmediata reconstrucción
como para satisfacer la demanda regular de básicos, permite promover una
verdadera activación del sector productivo social de la economía; se pondrán así
las bases para un crecimiento sostenido de las demandas intersectoriales e
interregionales mediante la participación social.

Ahora bien, la reconstrucción no puede limitarse a la satisfacción de las


necesidades más urgentes y a la simple reposición de la infraestructura destruída.
El gobierno así lo ha entendido. y ha comenzado a desconcentrar algunas de sus
dependencias. Sin embargo, para ser eficaz, la desconcentración administrativa
debe ir acompañada por la desconcentración económica. Esto implica otro cambio
en la política estatal que ponga fin a una situación donde el estado toma a su
cargo la producción de los servicios urbanos y los vende por debajo del costo de
producción. En este sentido, el Estado puede y debe proporcionar insumos
necesarios para la industria (agua, gas, electricidad, transporte, etc.), a su costo
real en los centros urbanos que pretende desconcentrar y ofrecerlos más baratos
en aquellos que quisiera desarrollar como centros industriales. Una política fiscal
adecuada también contribuirá a la desconcentración de las principales ciudades.

La política de desconcentración exige considerar las modificaciones regionales que


se producirán con el desarrollo de las ciudades medias. A una nueva estructura
urbana debe necesariamente corresponder una nueva estructura rural, basada en
nuevas relaciones sociales y en el uso de nuevas tecnologías que respondan a las
nuevas necesidades.

La reconstrucción no significa, pues, algo meramente coyuntural y de corto plazo.


Representa, más bien, la posibilidad de modificar substancialmente la situación
que priva en el país, a mediano y a largo plazo. Asimismo, hace posible que la
renovación nacional se realice a partir de la reunificación de la sociedad civil y del
Estado a través del ejercicio democrático de la vida pública. A ambas corresponde
aprovechar o no la oportunidad que se nos brinda.

LA REFORMA INAPLAZABLE

El marco de referencia indispensable para plantear el problema de la


reconstrucción es la organización del territorio a nivel nacional. Esta tarea es más
que un mero ejercicio de planeación física, ya que existen variables políticas,
económicas y sociales que la determinan. Por tanto, pensar en la descentralización
sin referirse a la necesaria redistribución del poder, sería un ejercicio estéril y no
conduciría más que a un conjunto de declaraciones de buenas intenciones y a la
"descentralización por decreto", que de antemano sabemos no tendría resultados
efectivos. Un tema de vital importancia en la discusión sobre la redistribución del
poder lo es el del fortalecimiento del pacto federal en todos sus niveles:
municipios, subregiones (conjunto de municipios) y entidades federativas. Las
posibilidades reales de esta redistribución del poder fijarían los parámetros dentro
de los cuales la contradicción reconstrucción-descentralización se movería
efectivamente.

Existen realidades inmediatas a las que urge hacer frente en esta ciudad
lamentablemente devastada y dislocada, y existe también un conjunto de
decisiones fundamentales que es necesario tomar hoy, pero cuyos efectos sólo
veremos en el mediano y largo plazo. Estas decisiones ya no podrán sostenerse
sobre las prácticas anti-democráticas que han permeado el sistema político
mexicano, donde la sociedad civil no participa y donde nosotros, los semi-
ciudadanos de esta megalópolis, sufrimos el autoritarismo (por ejemplo, desde
hace más de 60 años no podemos decidir quién habrá de gobernarnos). La
reflexión sobre las acciones inmediatas de la reconstrucción nos remite al
problema de la reorganización territorial de la zona metropolitana de la ciudad de
México.
La hasta ahora muy difusa "reforma urbana" adquiere hoy perfiles más precisos.
Poner coto a los especuladores con el suelo urbano es una tarea inmediata. La
defensa activa que hacen los pobladores de su territorio de supervivencia, obliga a
la creación de reservas territoriales en las zonas de destrucción, para garantizar la
no expulsión de los pobladores, de los barrios afectados. En el mediano plazo se
trata de la reconstitución renovada y creativa de un esquema de vida y de las
relaciones sociales con un profundo arraigo popular, como el bario, en donde
vivienda, comercio, pequeños talleres, redes familiares, lugares de reunión y de
diversión conforman un denso tejido con enorme vitalidad que aumenta las
posibilidades de supervivencia de sus habitantes. La alternativa de un "down town"
norteamericano, o la aplicación de la obsoleta Carta de Atenas, podrá ser el ideal
de reducidos sectores de la sociedad a los que la catástrofe les da la oportunidad
de sacar a los pobres del centro de la ciudad, pero irá en contra de los mejores
intereses de la sociedad.

Cabe agregar que si bien el movimiento telúrico es de origen natural, la magnitud


de la catástrofe tiene origen social. En este origen social del fenómeno, así como
en sus consecuencias es cierto que han participado muchas generaciones. de
mexicanos, cuyas acciones colectivas han desembocado en una megalópolis
altamente vulnerable, pero es cierto también, que la participación en la toma de
decisiones no ha sido pareja y sus responsabilidades implícitas, tampoco; la
sociedad mexicana no puede ser vista como un todo sobre la cual recaería el peso
de las consecuencias del sismo. No es un fenómeno fortuito de la naturaleza que
casi la mitad de los edificios dañados hayan sido escuelas, tampoco lo es que una
gran proporción fueran edificios públicos. Entre el conjunto de la sociedad hay
mayores y menores grados de responsabilidad y esto tendrá que salir a la
superficie, para no reconstruir la ciudad sobre las bases de la corrupción y de los
manejos al margen de la sociedad que han traído consecuencias funestas sobre
nuestra vida democrática.

Plantearse la reconstrucción y establecer sus prioridades sin la participación directa


y activa de la población sería reincidir en la vía anti-democrática. Tratar de
encauzar la inquietud popular y preguntarse qué hacer al respecto en "consultas
populares" sería afrontar con poca seriedad los problemas, al igual que el revivir
esa inoperante estructura piramidal compuesta por el Consejo Consultivo con sus
jefes de manzanas, comités vecinales. La situación parece propicia para plantearse
la creación del Estado del Valle de México (tal como está previsto en la
Constitución) y de sus municipios con sus respectivas autoridades de elección
popular. Esto acabaría con el hecho de que el jefe del Departamento del Distrito
Federal no sea más que una prolongación del Poder Ejecutivo, un miembro más
del gabinete presidencial. Otra "utopía relevante" consiste en que la sociedad civil
conozca no sólo el monto y el proceso del gasto en la reconstrucción, sino el
impacto de su participación en el proceso global. La planeación de los usos del
suelo de la ciudad, en general, y de las zonas destruídas, en particular, es una
tarea que se debe emprender de inmediato y para lo cual es necesario el
establecimiento de las reservas territoriales antes mencionadas, con todas las
expropiaciones e indemnizaciones que ello implique. Estos terrenos recuperados
deberán ser devueltos a los pobladores organizados en cooperativas de vivienda,
por ejemplo, y a organizaciones de barrio, en fin, devueltos a la sociedad civil. La
expropiación de 7 mil predios del viernes 11 de octubre de 1985, es un paso
fundamental en ese sentido.

No podrían ser soslayados los aspectos tecnológicos de la reconstrucción.


Evidentemente el Reglamento de Construcciones tiene que ser revisado a fondo,
tanto en lo que se refiere a las especificaciones de dimensión de espacios, alturas,
materiales de construcción, estructuras arquitectónicas, detalles constructivos,
etc., como de éstas en relación con las diferentes zonas geológicas, cuya
definición, por supuesto, tendría que estar respaldada con estudios profundos
sobre la dinámica geológica y tectónica de placas en el Valle de México. El artículo
27 de la Constitución define el uso y usufructo del subsuelo como de interés
nacional. En el caso del Valle de México la alteración del subsuelo por la
explotación, casi siempre ilegal, de los mantos freáticos, ha magnificado la
tragedia, por lo cual es imprescindible legislar y hacer un seguimiento muy estricto
de la aplicación de las leyes al respecto.

Foto: Mario Antonio Cruz

CIUDADES EN MARCHA

La tragedia ha puesto en evidencia la fragilidad de la ciudad de México y la


necesidad de pensar en su futuro y en el del resto del país. Las medidas que se
tomen para su reconstrucción tendrán implicaciones a nivel nacional, en tanto que,
como se sabe, la ciudad de México centraliza el poder político y económico del
país, concentra a más del 40% de las actividades económicas y alrededor del 25%
de la población nacional, así como la infraestructura industrial y de servicios más
importante de México.
Es necesario preguntarse sobre el tipo de reconstrucción que deberá plantearse así
como sus posibilidades y limitaciones. Es evidente la existencia de problemas que
requieren de solución inmediata (vivienda para los damnificados, reparación del
equipamiento urbano y de las comunicaciones), cuya importancia puede llevar a
estrategias de reconstrucción que pongan el mayor énfasis en la reedificación de la
ciudad tal y como era (si acaso con más parques), pero que no ayudarán a revertir
las tendencias de la concentración en la ciudad de México, y por lo tanto, a la
problemática de la ciudad en relación con el país en general. Por otro lado, se abre
también la posibilidad de pensar en el esquema de desarrollo urbano regional que
ha caracterizado al país y aprovechar la coyuntura para imaginar una
reconstrucción que tienda hacia una reorientación de dicho esquema: es decir
hacia la descentralización de las actividades económicas, de los poderes políticos y
de la población.

La idea de la descentralización no es nueva; de hecho, muchos planteamientos


programáticos impulsados durante la última década, han manifestado su intención
de reubicar actividades y población, fortaleciendo regiones y localidades distintas a
las actuales aglomeraciones. Sin embargo, todas las evaluaciones coinciden en que
dichos esfuerzos han sido poco efectivos. A su vez, la propia dinámica de
expansión industrial, ha propiciado algunos movimientos de relocalización en el
área metropolitana de la ciudad de México y zonas circundantes; en un primer
momento se ha trasladado población de las delegaciones centrales a las del primer
contorno y así sucesivamente se han registrado incrementos de población cada vez
mayores en los municipios del Estado de México. Este crecimiento demográfico se
ha acompañado de una implantación industrial importante en dichos alrededores,
la cual se explica como una serie de ventajas, como la proximidad al mayor
mercado del país, la disponibilidad de servicios de todo tipo, la presencia del poder
político, la afluencia de todas las vías y medios de comunicación, etc.

Son éstas algunas de las razones que han motivado los señalamientos por parte de
especialistas acerca de los peligros de la conformación de una megalópolis. En
cierta forma se está amplificando la concentración de actividades y de población en
una zona más extensa, pero reproduciendo el modelo de primacía a escala
nacional.

Por esa razón, deben observarse con mucha cautela las decisiones de reubicar
dependencias y empresas en zonas donde sólo agravarán el proceso de
congestionamiento y en las que, si bien las condiciones para las actividades
productivas y administrativas pueden ser ventajosas, existen pobres condiciones
de habitabilidad para la población desplazada (baste señalar los problemas de
acceso al suelo urbano, los altos costos de servicios básicos como el transporte, la
carencia de infraestructura, la baja capacidad financiera de las administraciones
responsables en esas localidades, etc.).

La descentralización implica una distribución de los centros de poder y


administrativos que dé pie a la toma de decisiones autónomas, sin que ello
implique la desarticulación de los centros de poder o de la administración pública.
La descentralización no es solamente una acción voluntarista, sino una decisión
que tiene una larga serie de consecuencias a mediano y largo plazo; tal vez por
ello por largo tiempo ha sido postergada o realizada con débiles intentos. No
obstante, es posible plantear hoy una descentralización planificada que reoriente
las actividades económicas, los servicios sociales y desde luego el gasto público
federal hacia aquellos lugares en los que se cuente con cierta mínima
infraestructura urbana (como lo serían las llamadas ciudades intermedias),
industrial y de servicios que puedan cubrir las necesidades de vivienda, educación
y salud de la población reubicada. De lo contrario, solamente se estaría
trasladando el problema a todas las áreas receptoras.

Una descentralización significativa requeriría de un conjunto de elementos


contenidos en un plan o estrategia congruente de impulso a las localidades sede,
una revisión integral de las necesidades e implicaciones de la reubicación de la
industria (mano de obra calificada, materia prima, infraestructura, servicios,
vivienda, costo de los productos, transporte, etc.), de las oficinas públicas
(servicios públicos, vivienda, infraestructura, servicios, equipamiento, etc., para los
trabajadores y sus familias) y, por supuesto, de recursos financieros suficientes.

Por último, es importante destacar que sin una debida organización de las distintas
etapas de descentralización y sin una participación de los ciudadanos afectados
directa o indirectamente, cualquier plan fracasaría, como ha ocurrido en otras
experiencias.

Fotos: Herón Alemán

Debemos quizás pensar en una descentralización por etapas, cuidando en cada


una de ellas no causar efectos negativos significativos, en las localidades sede
(inflación, escasez, etc.), impulsando las economías locales urbanas y rurales,
generando fuentes de empleo fijo y bien remunerados, creando incentivos para la
iniciativa privada local y ventajas locacionales para la población migrante y la
población local, reforzando la infraestructura de caminos y, respetando, entre otras
cosas, el llamado cuadro de distancia respecto a la capital, etc.

LA SOCIEDAD MOVILIZADA

Las consecuencias sociales del terremoto han sido determinadas en parte por las
características del esquema de organización social vigente. Además de los efectos
reportados en algunas zonas del interior del país -sin que por ello se menoscabe su
importancia y atención necesarias-, es evidente que la mayor conmoción se
percibe en las áreas dañadas en el Distrito Federal. En este sentido, la ciudad de
México se enfrentó a un fenómeno que desafió sus mecanismos organizativos para
acometer las tareas inmediatas.

En numerosos foros, por parte de diversas agrupaciones, medios de opinión e


individuos, se han señalado algunos problemas característicos del sistema de
gobierno de la ciudad, cuyas consecuencias están presentes en la forma de
responder a una situación concreta, que si bien es excepcional, cuestionó la
capacidad de movilización de recursos y la ejecución de planes de contingencia.
Por otra parte, no puede omitirse que una sociedad con importantes niveles de
desigualdad, también plantea notables diferencias en sus formas y posibilidades de
participación política.

Los rasgos de rigidez y autoritarismo por un lado y la falta de participación y


representación popular por el otro, son obstáculos para la existencia de formas
permanentes de organización de la población para resolver sus problemas, los
cotidianos o los excepcionales. La instauración de estructuras verticales en una
sola dirección, como las Juntas de Vecinos, han mostrado su inoperancia, y
organismos como el Consejo Consultivo de la ciudad han sido objeto de
instrumentación ocasional, no precisamente en circunstancias y con propósitos
prioritarios. Mientras tanto, diversos intentos de organización popular, en muchos
casos surgidos como mecanismos de defensa de intereses afectados de sectores
desposeídos, han sido progresivamente desmovilizados por medio de diferentes
acciones, desde la represión directa hasta formas más sutiles.

No obstante lo anterior, los últimos acontecimientos muestran la posibilidad de que


se genere una modificación a los esquemas tradicionales de organización en
términos de una apertura en el modo sociopolítico, de manera que se propicien
formas auténticas y dinámicas de participación de los distintos sectores de la
población en las decisiones y acciones relacionadas con los problemas del ámbito
en que realizan sus actividades cotidianas. En este sentido, entre los hechos que
emergieron a raíz del terremoto merecen destacarse los siguientes:

· La incapacidad manifiesta de los organismos del Estado, de los grupos políticos e


instituciones organizadas para enfrentar una situación de emergencia y responder
de acuerdo a los intereses de los grupos a los que representan.

· La organización espontánea y solidaria de los ciudadanos que vino a cubrir el


vacío de las instituciones responsables, convirtiéndose en una fuerza que canalizó,
de manera organizada, tanto los esfuerzos para el auxilio, como las acciones para
realizar las funciones de la vida urbana en una situación de excepción.

· La fuerza de la organización ciudadana, las presiones surgidas de la situación de


emergencia y la ausencia de una respuesta orgánica e institucional, dieron lugar a
un rebasamiento de las acciones oficiales por parte de los grupos civiles.

· La superación de la etapa de auxilio inmediato ha permitido que la organización


espontánea empiece a consolidarse y manifestarse a través de espacios políticos
específicos, en los que además de plantearse la satisfacción de las demandas
surgidas o agudizadas a consecuencia del terremoto, han reivindicado antiguas y
legítimas demandas populares.

· Las organizaciones civiles espontáneas, al expresarse de manera novedosa y


fuera de los canales tradicionales pueden ser percibidas, por parte del Estado,
como situaciones de difícil control que podrían constituirse en el futuro en
expresiones alternativas e independientes que cuestionarán las reglas del sistema
instaurado.

Las perspectivas de un cambio en las formas de participación de los habitantes de


la ciudad en las decisiones que los afectan, sugieren algunos elementos que
indudablemente deben ser considerados.
Dada la evolución de los acontecimientos, es posible prever una progresiva
polarización de las posiciones del Estado y de las organizaciones populares en
torno a las formas y a las prioridades de la reconstrucción. Ante los hechos
reseñados las alternativas son diversas. La percepción de una pérdida del control
de la situación puede conducir a medidas coercitivas que, en vez de permitir la
expresión y participación de todos los grupos involucrados - principalmente los
directamente afectados-, cancele los espacios surgidos a raíz de la emergencia. Un
efecto semejante se lograría con una estrategia que, por medio de la
instrumentación selectiva de programas y relaciones con grupos e individuos clave
neutralice las manifestaciones auténticas, pero que conduzca a la pérdida de
credibilidad en las intenciones del proceso de reconstrucción. Ello no significa que
se conculque el respeto a la expresión de los intereses de los sectores minoritarios,
sino que en todo caso deberá prevalecer el "interés social" por encima de todos los
puntos de vista.

Lo rescatable de toda esta experiencia es, por una parte, la disposición de los
grupos populares surgidos en los últimos días, para participar, a través de la
expresión de sus propios intereses, en la reconstrucción de un modelo organizativo
diferente, que no reproduzca las limitaciones y rigideces de los esquemas
tradicionales y que, por el contrario, posibilite la expresión de los distintos sectores
involucrados. En este sentido, la atención a las demandas en torno a la vivienda,
por ejemplo, deberá considerar los diferentes actores que la integran, como es el
caso de los inquilinos, propietarios, arrendadores y subarrendatarios: la posibilidad
de reubicación de algunos sectores de la población afectada no deberá enfocarse
de manera unilateral, por el contrario tendrán que tomarse en cuenta las
situaciones concretas de los habitantes de vecindades y barrios, los cuales en
muchas ocasiones constituyen entornos geográficos arraigados y con expresiones
culturales que les son propias; la desconcentración o descentralización de fuentes
de empleo tiene que considerar de manera integral la situación de los trabajadores
y sus familias, sin caer en la instrumentación circunstancial de medidas muchas
veces anunciadas, pero nunca emprendidas porque en realidad constituyen
procesos complejos difíciles de ejecutar, debido a limitaciones de orden
estructural; y, en el mismo sentido, con relación a las fuentes de ocupación
afectadas, las acciones que se emprendan deberán contemplar no sólo los
intereses de los empleadores sino que principalmente los de los trabajadores.

Por otra parte, esta convergencia de diferentes grupos demuestra la enorme


potencialidad de movilización, cuya capacidad creadora puede constituirse,
mediante la puesta en marcha de prácticas democráticas, en un factor no sólo útil
para las tareas de la reconstrucción, sino para fortalecer el sistema institucional.
Así, no puede recharze de antemano el funcionamiento de instancias como las
Juntas de Vecinos u otras similares, sino que su conformación y operación debiera
replantearse a la luz de bases democráticas y efectivamente movilizadoras para
satisfacer las demandas populares.

El fenómeno telúrico con sus consecuencias vino a sumarse a una situación de


crisis económica que tiene como rasgos fundamentales la inflación, el creciente
desempleo y un endeudamiento ascendente. Bajo estas circunstancias, una de las
prioridades en el marco de la reconstrucción es la protección del ingreso de las
familias afectadas, tanto de aquéllas que sufrieron daños en sus pertenencias,
como también de las que perdieron sus fuentes de ocupación, o aún peor, a uno o
varios miembros de la unidad familiar. En este sentido, además de las medidas
directas de generación de empleo, deben explorarse formas alternativas de
organización. Tal es el caso de las modalidades cooperativas de producción,
ahorro, crédito y consumo que, de acuerdo a las circunstancias, pueden contribuir
al mejoramiento de los niveles de vida, facilitar la canalización de recursos y, a la
vez, fortalecer la capacidad de autogestión como una vía de participación directa
en la satisfacción de necesidades concretas. Otra acción específica y necesaria es
la adopción de medidas eficaces de control de precios, no sólo de artículos de
consumo básico, sino de un espectro más amplio de bienes al cuál deberán
sumarse en forma prioritaria servicios y materiales para la reconstrucción.

Paralelamente a las necesidades urgentes vinculadas con el ingreso, deberán


atenderse los problemas relacionados con la vivienda. Se trata en realidad de una
demanda ampliamente insatisfecha desde tiempo atrás, pero los últimos
acontecimientos le imprimen características de alta prioridad que han
incrementado súbitamente un déficit acumulado. En todo caso, en las soluciones
debe prevalecer con mucho mayor fuerza el sentido social de la gestión
habitacional del Estado; de ninguna manera se trata de que la satisfacción de esta
necesidad vital se realice como una forma más de reproducción de los esquemas
de desigualdad social imperantes. Tanto la situación social como el régimen
habitacional de la población afectada son heterogéneos; sin embargo, las
soluciones en esta materia deben tomar en cuenta las condiciones específicas de
las familias en términos de sus niveles de ingreso como un referente objetivo de
sus posibilidades de acceso a la vivienda y equipamiento conexo, de tal manera
que en el establecimiento de rangos de cuotas para el usufructo de viviendas no se
reproduzcan de manera automática los mecanismos del mercado inmobiliario
existente, que prácticamente impedirían la dotación de unidades a la población
afectada de menores ingresos.

Fotos: Pedro Valtierra


Los mecanismos participativos de la población deben contemplar su expresión y
presencia efectiva en todas las fases del proceso de reconstrucción; tanto la
planeación como la ejecución deben constituir ámbitos de responsabilidad
compartida, en los que el argumento técnico no se convierta en un obstáculo para
el involucramiento de la población interesada. Solamente de esta manera se
podrán instrumentar soluciones acordes a los intereses nacionales y que reflejen
posiciones de compromiso de los diferentes sectores; tal es el caso de la adopción
de alternativas tecnológicas apropiadas, tanto en las modalidades productivas que
se asuman en la reactivación implícita en el proceso de reconstrucción, como en la
rehabilitación de la infraestructura dañada; el uso extensivo de insumos nacionales
ante una limitación evidente de insumos y tecnologías importadas que podrían
aparecer atractivas frente a posibles situaciones de escasez relativa, dado el
incremento de la demanda de bienes y servicios; la prevención y vigilancia de la
especulación de los artículos básicos para la reconstrucción, así como de la
proliferación de prácticas monopólicas o acaparadoras que encarecerían
artificialmente el proceso en perjuicio de los intereses mayoritarios; el
aprovechamiento de la capacidad productiva del Estado que, con una adecuada
vinculación y apoyo del sector social de la economía reasigne prioridades y reactive
unidades que, ante la emergencia, pueden redefinirse como estratégicas.

Octubre, 1985.

Para demoler nuestras pirámides

México vive los años inciertos de una profunda transición histórica. Pocas
realidades expresan tan bien el carácter radical de esa transición, como el hecho
de que precisamente el proceso de centralización que por décadas dio al país
estabilidad, cohesión, modernidad y crecimiento sostenido, haya ido volviéndose
en los últimos lustros el más ostensible obstáculo para seguir alcanzando esas
metas.

La tragedia de septiembre ha regresado al primer plano de la opinión pública el


tema de la descentralización. Como objetivo de gobierno y como proceso social, la
descentralización tiene hoy hora propicia para ser nuevamente definida y
entendida por la sociedad; su necesidad debe ser discutida y sellada en la
conciencia de la nación con la misma fuerza fundadora con que, en algún
momento de los 40, quedó sellada la certeza centralizadora de que fuera de
México todo era Cuautitlán. He ahí un objetivo nacional de comunicación social.
La descentralización debe ser en primer lugar una descentralización política. No
avanzará realmente mientras no empiecen a ser desmontadas las cinco grandes
pirámides de concentración y privilegio que son el fruto genuino, aunque perverso,
de nuestra historia posrrevolucionaria.

La primera de esas pirámides es la de la administración pública federal, cuya


descentralización está lejos de agotarse con el cambio de oficinas a provincia:
implica una nueva relación federal con los poderes estatales y municipales y la
consolidación de nuevas instancias de negociación y acuerdo para el traslado
efectivo de facultades, funciones y recursos, que la Federación es ya incapaz de
ejercer con eficiencia nacional. Implica la desburocratización de los procedimientos
administrativos para que, en lugar de bloquear, agilicen el paso de los recursos
disponibles hacia los beneficiarios directos. Implica la adecuación y, en ocasiones,
la refundación de instituciones creadas hace 40 años, para un país de 25 millones
de habitantes, que parecen haber agotado su capacidad de cobertura sobre
demandas crecientes y crecientemente insatisfechas. Implica una revisión
descentralizadora de la totalidad de las políticas de inversión, producción,
comercialización, y de las fuerzas que surjan de ese vasto proceso. En suma, la
pirámide de la administración federal sólo podrá descentralizarse en el marco de
una amplia reforma de la organización del Estado.

En segundo lugar, está la pirámide de la producción y la distribución de bienes, un


acendrado y redituable esquema productivo que ha fomentado la radicación de
polos fabriles no cerca de sus insumos sino en medio de sus consumidores y ha
favorecido la consolidación oligopólica de una estructura comercial en la que un
puñado de firmas e instituciones -públicas y privadas- controlan más de dos tercios
de las operaciones. Parece indispensable establecer criterios descentralizadores en
todos los niveles de esa pirámide, empezando por la red de transportes y tarifas
que ha hecho costeable e inevitable la saturación y terminando por las
disponibilidades financieras que facilitan su reproducción.

La tercera pirámide es la de la inversión y asignación de recursos. Su


descentralización implica una decisiva y enérgica política de estímulos a nuevos
sectores y fronteras del desarrollo, una redefinición de prioridades productivas,
financieras y presupuestales para encontrar e inventar, en el sector social y en los
productores regionales activados por la descentralización, a nuevos actores
-descentralizados- del desarrollo económico. En pocos terrenos como en éste
puede el Estado plantearse, con la banca nacionalizada, una política creativa de
inversión y planeación, asumiendo imaginativamente la rectoría financiera del país.
La cuarta pirámide se refiere a la implantación territorial de los polos
concentradores, es decir, las tres ciudades mayores -México, Guadalajara y
Monterrey- que en 1982 acogían a una cuarta parte de la población del país, 53
por ciento del total de sueldos y salarios y 42 por ciento del personal ocupado. En
particular, parece inaplazable reconocer que la ciudad de México está en quiebra,
que tocó sus límites históricos y que la única salida nacional válida es desmontarla
lentamente hasta terminar, en un par de décadas, con el subsidio que recibe del
resto del país. Situaciones como las del "salvamento" financiero practicado por el
gobierno federal a la deuda del DDF a principios de esta administración, no
debieran repetirse.

La quinta y última pirámide es la organización política, la herencia del gran pacto


corporativo de los años 30 que incluye por igual a las cúpulas empresariales, a las
centrales obreras con sus sindicatos nacionales y al Partido Revolucionario
Institucional, la maquinaria legitimadora por excelencia de las decisiones políticas
de la cúspide de la pirámide: el Poder Ejecutivo Federal, el Presidente de la
República. Incluye también las más recientes corporaciones de la comunicación
masiva. Ninguna descentralización real podría dejar intactos los contenidos, los
hábitos, las clientelas y capacidades de negociación de estos caparachos
corporativos, cuya resistencia activa explica, en buena parte, por qué el esfuerzo
descentralizador de este gobierno avanza como en sordina.

Los mexicanos hemos tardado varias décadas en construir estas pirámides. La


tarea de desmontarlas no será menos lenta pero es la tarea que parece reclamar el
horizonte de nuestro fin de siglo, si México ha de encontrar una salida moderna a
su transición y a su crisis.

Por vocación política y por necesidad histórica, el trayecto descentralizador sólo


podrá ser impulsado por quien de hecho lo ha emprendido ya: el Estado mexicano.
Pero descentralizar no es ni puede ser sinónimo de desmantelar el Estado, sino en
realidad de lo contrario: hacerlo menos vulnerable en tanto más equilibrado, más
eficiente en tanto menos oneroso para la sociedad.

Un país con la estructura de desigualdades que arrastra México no puede


permitirse, a nombre de la sociedad civil y la descentralización, desmantelar la
instancia cuyas escuelas públicas, por ejemplo, dan servicio a 89 por ciento de la
matrícula educativa. Al falso dilema de elegir entre la sociedad civil y el Estado y a
la propuesta simplificadora de que debe haber menos Estado para que pueda
haber más sociedad, es posible oponer, para los años por venir, una fórmula
alternativa: necesitamos más Estado y más sociedad. Más Estado eficiente,
descongestionado y efectivamente rector, capaz de garantizar la democracia y a
fortaleza política interna, así como el cumplimiento de las tareas productivas y
distributivas básicas de la nación.

Más sociedad plural y diversificada, capaz de ejercer sus derechos políticos frente a
y dentro del Estado; más sociedad no oligopólica ni usurpada en su representación
por nuevas cúpulas corporativas; más sociedad abierta, igualitaria,
descentralizada, capaz de afirmar su iniciativa y su organización autónoma, como
lo hizo precisamente durante estos días trágicos, entre cuyos escombros estamos
obligados a descifrar y decidir nuestro futuro.

01/09/1983

Un Proyecto Posible y la Parálisis.

Carlos Pereyra.

Las crisis son síntoma inequívoco de las dificultades que un sistema tiene para
funcionar. Puede tratarse de dificultades removibles con cierta facilidad o de
impedimentos sustanciales inscritos en el corazón mismo del sistema. En el
vocabulario al uso, estas dos modalidades se distinguen con las expresiones crisis
coyuntural y crisis estructural. Los responsables de garantizar el funcionamiento
adecuado del sistema y, por tanto, su reproducción, tienden a negar la existencia
de dificultades aunque éstas puedan ser documentadas con amplitud inclusive en
análisis poco rigurosos, hasta llegado el punto en que su abrumadora presencia es
inocultable. Aún entonces, esos responsables (es decir, el grupo gobernante),
procuran hacer pasar toda crisis como meramente coyuntural. Si los traspiés del
sistema se vuelven demasiado severos, el grupo que posee el poder político
aceptará de palabra que se vive una crisis estructural, pero en los hechos se
esforzará por restablecer el funcionamiento del sistema con el menor número
posible de modificaciones y, en todo caso, se mantendrá dentro del campo de
variaciones que el mismo sistema admite.

Quienes actúan en la vida social con la perspectiva de impulsar transformaciones


profundas en el funcionamiento del sistema tienden, por el contrario, a considerar
hasta la dificultad más pasajera y transitoria como señal evidente de una
ineliminable crisis estructural. Se resisten a suponer que una crisis puede
circunscribirse a un aspecto específico del sistema y creen ver en todas partes
indicadores de que está trabado su funcionamiento global. Con frecuencia
rechazan propuestas orientadas a cambiar mecanismos particulares del sistema,
aun si la correlación de fuerzas no permite metas más ambiciosas y aun si tales
cambios representan la oportunidad de lograr mejores condiciones de vida y de
acción política para los dominados. En vez de la elaboración de alternativas
inmediatas capaces de articular un amplio movimiento social en torno a objetivos
definidos, se pretende la abstracta radicalización o el enfrentamiento en nombre
de postulados ideológicos últimos.

En el México de hoy hasta el discurso oficial ha terminado por reconocer


que el país vive una crisis económica estructural seria. Después de un
largo periodo en el que se prefirió hablar de baches, tropezones,
problemas de caja, etc., la sociedad vivió más de un semestre atosigada
desde arriba con datos sobre la gravedad de los males del sistema.
Parecía haberse generado una competencia entre gobierno y oposición para ver
quién describía la realidad en forma más oscura. Cierto es que en breve lapso
comienzan a multiplicarse, primero, los anuncios gubernamentales sobre el
imaginario control de la situación y, después, sobre la supuesta superación de la
crisis. También es cierto que las autoridades entraron en el juego ideológico de la
derecha, según el cual la corrupción pública es responsable fundamental de las
circunstancias y, en el mejor de los casos, el discurso oficial encuentra en la
política económica anterior -satanizada con el membrete del populismo- el origen
de los trastornos. De este modo, ha podido conciliarse el catastrofismo inicial con
la disposición a mantener el mismo rumbo que condujo al país a la encrucijada
actual.

Se puede convenir en que para reorientar la economía es preciso conseguir antes


su restablecimiento: detener la caída de la producción, evitar el desbordamiento de
la espiral inflacionaria, controlar el déficit del sector público y el saldo negativo de
la balanza comercial, etc. Una situación de crisis es siempre, sin embargo, un
momento de opciones. Nada indica que el programa inmediato de reordenamiento
económico está basado en proyectos que llevan a opciones diferentes a las que la
sociedad ya conoce. Surgen las preguntas obvias: ¿en qué consiste la novedad de
las políticas agraria, fiscal, monetaria, salarial... de comercio, industrialización,
inversiones extranjeras? ¿Cuáles son los planteamientos distintos para operar la
banca nacionalizada? ¿Cómo se enfrenta la redistribución negativa de la riqueza,
es decir, la caída en términos reales de salarios, precios de garantía y, en general,
de los ingresos de los trabajadores? ¿En qué actividades se concreta la defensa del
empleo? Sobre este programa se habla mucho, pero no hay información precisa al
respecto.

Tal vez se logre en un futuro próximo un ritmo inflacionario menos desaforado,


pero ello será posible, si uno se atiene al curso actual de las medidas oficiales, a
costa de la inversión pública y el gasto social, así como de una menor participación
del salario en el producto total. Nadie puede pretender que una administración
cuyas labores comienzan en un momento de desplome, pueda revertir el proceso a
unos cuantos meses de su instalación. Pero si debe exigirse que las metas de corto
plazo apunten hacia un esquema de relaciones sociales despojado de los vicios del
que desató tal desplome. Si en verdad se trata de una crisis estructural, su origen
está en la configuración misma de las relaciones sociales construidas en nuestro
país y en la forma como éste se inserta en los engranajes del capitalismo
internacional, no en los errores de tal o cual política económica o en los excesos de
la corrupción. Sin duda tienen algún peso esos errores y corrupción, pero sólo en
tanto agravantes de un problema que tiene raíces mas hondas.

Una política para la crisis sólo merece ese nombre si se propone la restructuración
del esquema de relaciones sociales y de los mecanismos de inserción de la
economía mexicana en el sistema mundial, es decir, si se apoya en un proyecto
nacional que abra nuevas perspectivas de vida para todos los mexicanos. Ello
significa una política agraria que, de una vez por todas, se plantee algo más que
seguir sobrellevando la agonía del sistema ejidal, una política de industrialización
que no prescinda del mercado interno potencial. Un país petroexportador en el que
entran alrededor de 15 mil millones de dólares anuales por venta de hidrocarburos
no debiera tener dificultades en el sector externo. Esas divisas (volatilizadas hoy
por el servicio de la deuda) bastarían para integrar la planta industrial e impulsar
procesos productivos orientados al mercado interno que permitirían un desarrollo
endógeno y autosostenido. Colocar las inversiones extranjeras y las exportaciones
en el centro de una estrategia anti-crisis equivale a sustituir el proyecto nacional
por el despliegue de la integración excluyente.

Ahora bien, una restructuración del sistema de relaciones sociales no podrá ser
resultado de la iniciativa gubernamental, sino del esfuerzo concertado de todos los
grupos sociales. Lo más alarmante de la situación que vive el país es el
desconcierto y confusión que parecen recorrer la sociedad de arriba abajo. Los
organismos de masas encuadrados en el partido oficial están casi borrados por una
parálisis que impide formular augurios optimistas. Los sectores medios han sido
llevados a un antigobiernismo ramplón, como lo muestra el auge de la derecha
panista no obstante carecer de un proyecto político propio. La izquierda organizada
no logra articular una alternativa popular y a veces se guía más por la lógica del
enfrentamiento que por una táctica capaz de ampliar su capacidad de convocatoria
y marco de influencia. No puede subestimarse el peligro de que la crisis
desemboque en mayor desintegración social.

01/07/1988

Los trabajos de una inteligencia.


Carlos Pereyra.

Carlos Pereyra, fundador de Nexos, participó en la revista con entusiasmo y


constancia. Miembro del consejo editorial, autor, promotor, crítico, nos acompañó
siempre con una cercanía entrañable que nunca dejó de lado el rigor intelectual.
Fue uno de esos raros colaboradores que tanto ayudan al desarrollo de las
publicaciones que buscan ser críticas, independientes y plurales. Cómo mínimo
homenaje, ofrecemos a nuestros lectores una antología de sus escritos en Nexos
durante diez años. Más allá del mero recuerdo, es evidente que su obra exige la
frecuentación sin tregua. Carlos Pereyra reflexionó sobre los principales asuntos de
la vida nacional con una profundidad que sigue siendo iluminadora. Su obra es una
lección a largo plazo, una obra viva.

I. LA DIMENSIÓN NACIONAL.

Hace ya mucho tiempo que en México no se da la experiencia de una verdadera


alianza entre clases populares y Estado, pues los gérmenes de tal alianza tuvieron
un rápido desarrollo bajo la forma de subordinación corporativa. A ello se debe la
presencia de dos tradiciones nefastas en la política mexicana: a) la creencia, muy
difundida entre los partidarios del nacionalismo revolucionario oficial, de que toda
lucha por la democratización y la independencia de los organismos sociales,
equivale a la ruptura definitiva con el Estado y debe ser combatido; b) el
convencimiento, característico de la izquierda elemental, de que toda alianza es
por principio la máscara del sometimiento o una vía a la claudicación y que, en
consecuencia, sólo el enfrentamiento directo con el Estado garantiza la
independencia y el desarrollo de una línea propia. Más allá de esas posiciones que
de manera sistemática han conducido al oportunismo o al aislamiento, la dinámica
histórica del país le plantea a la clase obrera y a los demás sectores sociales
oprimidos la tarea de avanzar durante una prolongada etapa donde lo central será
la acumulación de fuerzas, la construcción de organismos democráticos e
independientes. Ese nuevo proyecto de clase no sólo incluye sino exige el
establecimiento de alianzas con los núcleos del Estado fieles a su
tradición originaria: la revolución de 1910.

"¿Quién mató al comendador? Notas sobre estado y sociedad en México", Nexos


13, 1979.

Dibujo de José Hernández


El izquierdismo se inclina a pensar que la época de las luchas nacionales quedó
clausurada y, por tanto, que los problemas sociales del capitalismo contemporáneo
son comprensibles desde una óptica analítica en la cual la categoría "clase" no deja
lugar para la categoría "nación". Con base en el supuesto de la actualidad siempre
permanente de la revolución socialista, se concibe a ésta como una tarea práctica
inmediata en todo momento y lugar, cuyo cumplimiento no puede ser sino
demorado por las reivindicaciones nacionales. Se invoca en forma monótona la
tesis marxiana (apelando más al principio de autoridad que a la validez intrínseca
del planteamiento) según la cual el nacionalismo no es consustancial al
proletariado, sino apenas un instrumento ideológico manipulado por la burguesía
para ejercer y reproducir su dominación. En el campo de visibilidad de este
pensamiento no hay espacio para los objetivos nacionales frente a los cuales la
actividad política del izquierdismo mantiene una suicida relación de exterioridad.
Las consecuencias son previsibles: la lucha por el socialismo, aunque propuesta en
nombre del movimiento obrero, permanece ajena a la dinámica del pueblo-nación,
cuya problemática se asimila sin fundamento al interés de la burguesía.

"La dimensión nacional", Nexos 44, 1981.

Los mejores momentos de la historia mexicana han sido justamente nacionalistas.


México ya dio pasos nacionalistas previos, aunque no tuvo que pasar por una
guerra de liberación nacional como Argelia, Angola o Centroamérica. En México
hay un grado de consolidación de la nación mucho mayor al de otros países
periféricos. Hay también una consolidación del Estado nacional por esa historia de
afirmación nacional.

Sin embargo, sólo se trata de un grado mayor pero todavía hay un camino enorme
por recorrer. Cuando digo que lo nacional puede articular movimientos populares,
quiero decir que las reivindicaciones sectoriales o de clase que no se engarcen en
un proyecto alternativo de nación, pese a sus conquistas, dejarán inalterada la
situación de fondo de la estructura nacional. Los movimientos articulados en un
proyecto nacional alternativo podrían convertirse en una nueva ruptura que dé a la
nación mexicana perspectivas de desarrollo como las que le dio el movimiento
nacional en el pasado. Digamos que se trataría de un nuevo nacionalismo.

"Conversación con Carlos Pereyra: La tentación de pensar la historia", Nexos 83,


1984.
II. LA DISCUSIÓN TEÓRICA

El modelo de comprensión teleológica se presenta como una alternativa plausible


frente a las dificultades -efectivas o atribuidas- observables en la explicación causal
de los acontecimientos históricos. La formulación de ese modelo constituye una
vuelta de tuerca encaminada a reelaborar la antigua idea de que es ilegitimo
transferir a las "ciencias humanas" los procedimientos explicativos utilizados en las
ciencias naturales. Las versiones contemporáneas buscan despojar a la teoría de la
comprensión histórica de sus implicaciones sicologistas más burdas como las
resultantes, por ejemplo, del papel desempeñado por la noción "empatía" en el
discurso de los sostenedores de las ciencias "ideográficas" en el siglo XIX. Como
señala von Wright, "no es sólo a través de este giro sicológico, sin embargo, que la
comprensión puede diferenciarse de la explicación. La comprensión está también
conectada con la intencionalidad de una manera en que la explicación no lo está".
La intencionalidad es el punto decisivo en los actuales desarrollos de este enfoque
a tal extremo que, en una respuesta a sus críticos, von Wright precisa: "no deseo
emplear más el nombre 'explicación teleológica' para el modelo explicativo en
cuestión ... me parece que 'explicación intencionalista' es el mejor nombre para
éste".

"La intención en la historia (una discusión filosófica)", Nexos 33, 1980.

Debe tomarse en serio la afirmación de Marx según la cual él no era marxista. En


rigor, nadie debería serlo. En primer lugar porque la expresión misma de marxismo
o la declaración individual yo soy marxista confiere tanto al trabajo teórico como a
la lucha política un aire de secta religiosa poco recomendable. Pero, además,
porque no hace falta ninguna profesión de fe marxista para desarrollar una
actividad intelectual en un sentido concurrente con el trazado por Marx ni para
participar en el combate contra la forma capitalista de la modernidad. Por lo
demás, una vez asumido el membrete marxismo, es muy difícil dejar de ver
pensamiento burgués en todo lo que está fuera del marxismo. No puede extrañar,
por ello, que la tradición marxista se haya deslizado mucho más de lo deseable en
el camino de la exégesis escolástica de lo que verdaderamente dijo Marx, con el
consiguiente desconocimiento e ignorancia de lo que se produce en otros ámbitos
de la filosofía y de la ciencia. Se produce así una situación incómoda, no sólo
porque los marxistas tienden con frecuencia a ignorar elementos valiosos de la
cultura moderna, sino también porque el marxismo está muchas veces ausente de
la confrontación crítica y el debate contemporáneos. En filosofía política, por
ejemplo, pero también en teoría económica y en otros campos del saber, aparecen
y se desarrollan programas teóricos que exigen una atención crítica que con
frecuencia los marxistas no están en capacidad de satisfacer.

"Señas de identidad", Nexos 122 1988.

Renunciar a la idea del sujeto de la historia exige renunciar también a la idea de


fin hacia el cual el proceso histórico se encamina. Pero, volviendo al peso que tiene
la historia anterior, ya no sólo en los acontecimientos políticos, sino en la propia
reflexión sobre la historia, creo que esta idea del sujeto que permea la tradición
historiográfica y la filosofía de la historia, es la secularización de la vieja tesis de
raigambre religiosa, donde Dios es el sujeto de la historia. Esta idea se seculariza
de muy diversas maneras y se podría membretar como liberal al enfoque
secularizador: "el sujeto es el individuo, cada individuo, todos nosotros somos
sujetos de la historia". Habría gradaciones, de manera que individuos que ocupan
papeles más relevantes en la sociedad son sujetos en un sentido más definitivo.
Pero también en Marx está la idea secularizada de un sujeto divino: una clase
social a la que se atribuye la misión (palabra de connotaciones también religiosas)
de emancipar a la humanidad. Toda la historia del movimiento socialista muestra
que no es sostenible la idea de que es la clase obrera la llamada, con quién sabe
qué valores inherentes a ella, a encabezar un proceso de transformación social.
Independientemente de que la noción del sujeto secularice la idea religiosa del
sujeto divino, si abandonas la noción del sujeto, tienes que plantearte si la historia
tiene un fin. También aquí, y la discusión en filosofía es muy larga al respecto, los
argumentos más sólidos están del lado de quienes rechazan un fin hacia el cual se
encamina el proceso.

"Conversación con Carlos Pereyra: La tentación de pensar la historia", Nexos 83,


1984

III. COYUNTURAS

El hecho no es sólo que la nacionalización bancaria no va acompañada de un


movimiento de masas (en última instancia eso podría ser prescindible) sino que no
va acompañada de relaciones de poder favorables a esa medida, y no sólo en el
conjunto de las fuerzas que tienen un poder en el país, sino incluso dentro del
grupo gobernante. En este sentido es más profundamente antidemocrática y, en
consecuencia, más vulnerable, porque si las relaciones de poder son ésas, no se ve
dónde pueda estar la continuidad de tal medida.

Participación en el debate "La banca que quedó", Nexos 83, 1984.

Como siempre que se proponen cambios y modificaciones, en esta ocasión hay


que enfrentar las inercias, que aquí son de doble tipo: las inercias de quienes
suponen de antemano que cualquier propuesta de cambio y modificación, por el
sólo hecho de venir de una autoridad, es dañina y objetable; y las inercias de
quienes, también porque la propuesta viene de la autoridad, dan su apoyo de un
modo automático e incondicional y lanzan una catarata de desplegados en la
prensa, sin que esto signifique una mayor contribución al debate de la comunidad
universitaria. De cualquier modo, y como en todo proceso de cambio, creo que
llegará un segundo momento en el que quedarán superadas esas inercias y se
podrá reflexionar en forma mucho más serena y eficaz.

Participación en "La disputa por la UNAM", Nexos 110, 1987.

IV. EL SOCIALISMO Y LOS SOCIALISTAS

Así como el Estado no es instrumento, representante o A expresión política de la


clase dominante, tampoco él o los partidos con orientación socialista pueden ser
pensados en esos términos respecto de la clase obrera. Ahora bien, más allá de la
aceptación o rechazo de la tesis anterior, lo cierto es que ni el Estado ni el partido
revolucionario constituyen canales únicos de acción política de las clases
fundamentales. La distinción gramsciana entre países orientales con una sociedad
civil gelatinosa y países occidentales donde la sociedad civil está compuesta por
una robusta cadena de trincheras apunta, precisamente (al igual que la hipótesis
derivada de esa distinción sobre la necesidad de transitar de la guerra de
maniobras a la guerra de posiciones), al reconocimiento de la pluralidad de formas
políticas orgánicas observables en los países de capitalismo maduro. La forma
partido no contiene la totalidad del movimiento socialista ni es tampoco la
vanguardia esclarecida cuya labor pedagógica de difusión del saber socialista
opera como única vía de acceso del movimiento social a los niveles más elevados
de conciencia. No se trata, por supuesto, de negar el papel articulador básico de la
forma partido, pero sí de insistir en que lo político no está ausente del movimiento
social y no se concentra exclusivamente en esa forma partido.
"Partido y sociedad civil", Nexos 49, 1982.

Quienes se apresuran a consignar el fracaso del socialismo sin incorporar en el


análisis las condiciones de atraso económico, político y cultural de las sociedades
donde se produjo la ruptura anticapitalista, sólo consiguen exhibir los supuestos
voluntaristas e idealistas de su discurso. Ahora bien, desde los procesos de Moscú
en los años treinta hasta el aplastamiento de la movilización obrera en Polonia a
comienzos de los ochentas, han ocurrido demasiadas cosas para seguir
machacando la tesis de que la trayectoria del socialismo real se explica sólo por las
modalidades que impone la lucha de clases en escala mundial. Los países
poscapitalistas no son más un factor propulsor del movimiento socialista mundial
sino un poderoso desestímulo de éste, a pesar de la apreciable ayuda real que
brindan a otros procesos de ruptura anticapitalista.

"Sobre la democracia", Nexos 57, 1982.

El asunto de la democracia es inseparable de la cuestión del socialismo. Justo


porque en las sociedades capitalistas la democracia es siempre restringida o de
plano erradicada, es preciso concederle un lugar central en todo proyecto de
cambio social en la dirección mencionada. Si bien en los países capitalistas del
centro, la prolongada lucha de clases dominadas y las favorables condiciones
creadas por la capacidad de arrancar excedente producido en el resto del mundo,
han conducido a significativos avances en la democratización social, una
abundante experiencia histórica muestra que la dinámica propia del capitalismo
periférico es profundamente hostil a los menores resquicios democráticos. Aquí la
democracia será resultado del movimiento popular o no será. Una preocupación
consecuente por las perspectivas democráticas en el Tercer Mundo no excluye,
todo lo contrario, la preocupación similar al respecto a tales perspectivas en el
socialismo real. La circunstancia de que el neoconservadurismo haya hecho una
plataforma publicitaria, no exime a la izquierda de reflexionar críticamente sobre su
actitud ante el problema de la democracia, no sólo en referencia a su tratamiento
teórico de la cuestión, sino también en relación con los efectos de su práctica
política.

"La democracia suspendida", Nexos 75, 1984.


Es inútil contraponer reforma y revolución y más equivocado aún suponer que son
producto de la libre decisión de las fuerzas socialistas. Nunca ha habido una
revolución allí donde el camino de las reformas está abierto. Las revoluciones (en
el sentido estrecho de enfrentamiento final) sólo ocurren en situaciones históricas
completamente bloqueadas y ello no es producto de la iniciativa de los socialistas
sino resultado del propio proceso histórico. Es ridículo pretender que la vía
adoptada por el movimiento socialista en Europa, por ejemplo, es consecuencia de
la traición de la socialdemocracia o de los eurocomunistas. Más allá del análisis
crítico que pueda realizarse sobre el comportamiento político de estas fuerzas, es
obvio que el carácter general de su actividad no se comprende en términos tan
grotescos como los contenidos en el reproche de que abandonaron el marxismo
revolucionario. En cada situación histórica las tareas de los socialistas vienen
definidas por las circunstancias existentes, no por una receta doctrinaria de
supuesta validez universal.

"Democracia y revolución", Nexos 97, 1986.

El PRI copó tantos espacios políticos durante muchos decenios, que entre otros
copó el espacio de un posible partido socialdemócrata. Una izquierda de
catacumba, muy adherida a procesos ideológicos y políticos no vinculados a la
historia nacional, hizo aún más inviable la aparición de una fuerza socialdemócrata
en sentido estricto. Pero creo que la erosión del PRI, que deja de ocupar los
espacios omniabarcantes que antes ocupaba, y la maduración de la sociedad
mexicana, hacen que la gestación de una fuerza socialdemócrata esté en el orden
del día, o sea una fuerza que se plantee la transición de la sociedad mexicana por
la vía de los procedimientos institucionales y no por la vía de la violencia o la
insurrección. Esto probablemente se gestará en un proceso lento. Creo que, en
efecto, estamos frente a un requerimiento social que las fuerzas políticas de
izquierda irán satisfaciendo poco a poco.

Participación en "La sucesión presidencial", Nexos 116, 1987.

V. DEMOCRACIA Y SOCIEDAD CIVIL

Se ha difundido en la literatura socialista un concepto monstruoso: democracia


burguesa. Dicho concepto esconde una circunstancia decisiva de la historia
contemporánea: la democracia ha sido obtenida y preservada en mayor o menor
medida en distintas latitudes contra la burguesía. El concepto democracia
burguesa sugiere que el componente democrático nace de la dinámica propia de
los intereses de la burguesía como si no fuera, precisamente al revés, un
fenómeno impuesto a esta clase por la lucha de los dominados. Desde el sufragio
universal hasta el conjunto de libertades políticas y derechos sociales han sido
resultado de la lucha de clases.

"Sobre la democracia", Nexos 57, 1982.

Cuando las inquietudes por la fuerza del Estado tienen su origen en la expropiación
bancaria, por ejemplo, y no en el sistema corporativo que ahoga a los organismos
sociales, no es difícil comprender el sentido de tales inquietudes. Que no vengan
los tardíos descubridores de la sociedad civil a manipular el fantasma de la falsa
identidad Estado fuerte = totalitarismo. Lo que hace falta en México es
democratizar al Estado, no debilitarlo. Un Estado fuerte no es necesariamente un
estado autoritario; nada impide constituir un Estado fuerte y democrático. De igual
modo, hace falta el fortalecimiento del polo dominado de la sociedad civil y no el
fortalecimiento tout court de ésta. No es la tonificación de Televisa y el Consejo
Coordinador Empresarial, por ejemplo, lo que permitirá a la sociedad mexicana
salir de la crisis y eliminar las condiciones estructurales que condujeron a ella,
como tampoco permitirá avanzar en el proceso de democratización. Mejor
distribución de la riqueza y mayor democracia no serán frutos de los promotores
de México en la libertad, ni de la dinámica propia de los gobernantes, sino de la
capacidad del polo dominado de la sociedad civil para imponer una reorientación
global de la cosa pública en México.

"Los dados del juego", Nexos 60, 1982.

La autonomía de la sociedad civil constituye el asunto más delicado porque no es


algo que pueda obtenerse mediante la modificación de leyes, sino que será
resultado del propio desarrollo y maduración de las diversas fuerzas sociales. Tal
vez la pregunta más interesante para la discusión es: ¿cuál puede ser el agente
impulsor de la democratización?, ya sea por medio de esas vías o de otras. La
iniciativa gubernamental tiene límites muy inmediatos, como para que se pudiera
pensar en el gobierno como agente impulsor. Aun cuando en el pasado lo ha sido,
como lo prueba la reforma política independientemente de que ésta haya sido
también consecuencia de movimientos y presiones populares, no creo que se
pueda confiar, pese a ese antecedente, en que la democratización futura del país
tendrá como agente central al propio aparato gobernante. Parece mucho más
improbable en las actuales condiciones de crisis económica, pero aún sin pensar en
ésta, la cuestión va más allá de la voluntad política.

No creo que se trate de un asunto de presencia o ausencia de voluntad política de


los gobernantes, porque en mi opinión la forma actual del Estado mexicano es
incompatible con un sistema político distinto al del partido único (o dominante),
por lo que la iniciativa gubernamental sólo se desplegaría en circunstancias que
volvieran obligada la transformación del Estado, es decir, su cambio de forma.
Para pensar al aparato gobernante como agente impulsor de la democracia, habría
que pensar este aparato como motor de una transformación del Estado mismo, lo
que no parece concebible a menos que se encuentre en circunstancias sociales tan
críticas que se vea obligado a un cambio en la forma del Estado. Si dejamos de
lado las situaciones límite, no es fácil imaginar al gobierno como agente impulsor
de la democracia.

"La víspera de las urnas", Nexos 87, 1985.

La endeble argumentación presentada por quienes defienden - desde el poder- la


conveniencia de congelar a los capitalinos en calidad de subciudadanos incapaces
de elegir a sus autoridades locales, exhibe por sí misma hasta qué punto es
insostenible la decisión de someter a millones de habitantes a una administración
designada por el titular del Poder Ejecutivo y sobre la cual los gobernados no
pueden ejercer siquiera la más elemental forma de participación: depositar su voto
en las urnas. Desde que el gobierno optó en 1928 por suprimir el ayuntamiento de
la capital, el conglomerado humano más compacto del país ha vivido una suerte de
marginación política paralela a la que en los planos económico y social padecen
muchos de sus integrantes. Han transcurrido ya varios decenios sin que la
oposición de izquierda y derecha haya tenido el menor éxito en su demanda de
restaurar los derechos políticos de los capitalinos, no obstante el autoritarismo
estimulado por la renuencia oficial. Si en las más recónditas aldeas de la geografía
mexicana los caciques imponen la ley de la fuerza para anular los derechos
ciudadanos, en el lugar de máxima concentración demográfica se produce el
mismo resultado mediante la fuerza de la ley.

"Urnas para la urbe", Nexos 99, 1986.


Por generoso que se quiera ser en el reconocimiento de los espacios conquistados
en el proceso de democratización creo que el régimen político mexicano es
autoritario. Un autoritarismo tolerante, tal vez. Llega a ser desesperante la lentitud
con la cual este autoritarismo cede algún espacio en este muy lento proceso
democratizador. La democratización mexicana tiene que pasar, forzosamente, por
el hecho de que un Estado nacional sólidamente constituido se democratice. Me
parece que otra posibilidad de la democracia es la presencia precisamente, de
nuestro sólido Estado nacional, el hecho de que México ha recorrido un largo
trecho en ese camino. Así, el principal obstáculo para la democratización se halla
en el presidencialismo. De ahí que me parezca también muy difícil la posibilidad de
que sea la presidencia desde donde se trace el camino para los avances
democráticos. Un segundo escollo es la existencia de un Partido del Estado. Veo
difícil los avances en la democratización mexicana mientras no se elimine la
existencia de ese Partido del Estado; o más aún, un Estado cuya forma de
funcionamiento sólo se concibe con el PRI en el gobierno.

Participación en "La reforma democrática", Nexos 117, 1987.

Hay que insistir en que la clase obrera y las demás clases dominadas no son, por
efecto de quién sabe qué efectos mágicos del modo capitalista de producción, un
sujeto socialista ya constituido. Son fuerzas sociales con potencialidad para
convertirse en fuerza política transformadora, pero esa potencialidad sólo puede
desplegarse en espacios democráticos ganados antes y después de la toma del
poder. "Es de la confrontación con mundos ideológicos, culturales y políticos
diversos y antagónicos de donde el sujeto popular se nutre para poder desarrollar
su alternativa" (Moulian). Democratización y socialización son dos caras de un
mismo y único proceso.

"Sobre la democracia" Nexos 57. 1982.

01/02/1988.

Señas de identidad.

Carlos Pereyra.

Tomaré como punto de partida la definición elemental de marxismo ofrecida por


Norberto Bobbio en algún lugar: "por marxismo se entiende el conjunto de ideas,
conceptos, tesis, teorías, supuestas metodologías científicas y de estrategia
política, en general la concepción del mundo, de la vida asociada y de la política,
considerada como un cuerpo homogéneo de proposiciones hasta llegar a constituir
una verdadera 'doctrina', que se puede extraer de las obras de Karl Marx y
Friedrich Engels". Respecto a la inclusión de Engels, el propio Bobbio anota, que
en el interior del marxismo se ha manifestado a veces la tendencia a distinguir el
pensamiento de Marx del de Engels. Dicho en términos más precisos, a veces se
ha manifestado la tendencia a negar que ciertas formulaciones de Engels (en
relación con la dialéctica de la naturaleza, para mencionar un ejemplo entre otros
posibles) corresponden en sentido estricto al pensamiento de Marx y a negar, por
tanto, que formen parte del cuerpo doctrinario del marxismo. Por lo demás,
aunque en la definición elemental de Bobbio el marxismo queda restringido a la
obra de Marx y Engels, lo más habitual es considerar que esta obra ha sido
ampliada, prolongada y enriquecida por muchos otros, ya sea con participación
destacada como dirigentes políticos (Lenin, Gramsci, Rosa Luxemburgo, por
ejemplo), o muchos más que tienen una obra teórica de peso cualquiera que haya
sido su intervención en sus respectivas circunstancias políticas inmediatas.

Dibujos de Luis Amaro Saéz

Lo que quiero señalar con esta forma de abordar el tema es que si ya era muy
problemático considerar el conjunto de ideas, conceptos, tesis, teorías, etc., de
Marx como "un cuerpo homogéneo de proposiciones", en los términos de la
definición de Bobbio se vuelve imposible mantener incluso el más débil sentido de
homogeneidad cuando la etiqueta marxismo engloba, junto a Marx y Engels, a
docenas de otros intelectuales. El término marxismo se acuñó por motivos
ideológico-políticos, pero empleado en un sentido analítico ha dejado de tener, si
alguna vez lo tuvo, un referente preciso. Prácticamente todas las ideas, conceptos,
tesis, teorías, etc., que pudieran proporcionarse como candidatos a figurar en el
cuerpo de creencias y proposiciones propias del marxismo han sido y son objeto
de discusión por parte de quienes en un sentido más o menos fuerte se asumen
como marxistas. Son tantas y tan variadas las interpretaciones que del marxismo
ofrecen sus propios protagonistas, que hace ya mucho tiempo se habla más bien
de marxismos, en plural, lo que indica hasta dónde la designación es ambigua y
confusa.

La situación no es distinta si en vez de pensar el marxismo en términos de ideas


conceptos, tesis y teorías positivas o sustantivas, se le piensa ya sea en términos
de un método, según la sugerencia lukacsiana de Historia y conciencia de clase o
en términos de un discurso critico radical de la modernidad capitalista. En efecto,
no parece factible construir una versión unívoca del método marxista que fuera
aceptable para la totalidad de quienes se colocan en esta perspectiva. Asimismo, la
idea de que marxismo remite a un discurso crítico radical anticapitalista, carece de
fuerza como para delimitar con mínima precisión el ámbito de lo que pueda o deba
entenderse por marxismo. A finales del siglo veinte sigue tan viva como a
mediados del siglo pasado la necesidad de someter a critica las formas que adopta
el desarrollo de la modernidad capitalista y es, por supuesto, tan actual como
siempre la necesidad de asociar esa teoría critica a una práctica política que
busque las vías de la transformación social, pero ni una cosa ni la otra bastan para
delinear con claridad una posición específicamente marxista.

Antes de la irrupción de Marx en la cultura moderna ya se había generado el


movimiento social y cultural que buscaba superar las modalidades específicamente
capitalistas de la modernidad. Por decisiva que haya sido la contribución de Marx
al esclarecimiento de las raíces de ese movimiento social, y por vigoroso que haya
sido su aporte para el despliegue y fortalecimiento del mismo, estas razones no
bastan para identificar marxismo y movimiento socialista. Menos aún cuando
asistimos desde hace largo tiempo a la crisis de ciertas instituciones en las que
históricamente cristalizó el proyecto político de Marx, las cuales no pueden
disociarse sin más de ese proyecto. La conversión del marxismo en doctrina oficial
de estados despóticos es algo que no puede considerarse completamente ajeno a
determinados rasgos inscritos en el núcleo mismo del proyecto político marxista.
Así como resulta necio desconocer hasta dónde el ejercicio normal de las ciencias
sociales no puede prescindir de herramientas analítico-conceptuales producidas por
Marx y por la tradición derivada de su obra, es igualmente necio pretender -tanto
desde el punto de vista del conocimiento de la realidad como desde la óptica de la
lucha por superar la modalidad capitalista de la modernidad- que el llamado
marxismo, cualquier cosa que signifique, ofrece todo lo que se requiere.

Debe tomarse en serio la afirmación de Marx según la cual él no era marxista. En


rigor, nadie debería serlo. En primer lugar porque la expresión misma de marxismo
o la declaración individual yo soy marxista confiere tanto al trabajo teórico como a
la lucha política un aire de secta religiosa poco recomendable. Pero, además,
porque no hace falta ninguna profesión de fe marxista para desarrollar una
actividad intelectual en un sentido concurrente con el trazado por Marx ni para
participar en el combate contra la forma capitalista de la modernidad. Por lo
demás, una vez asumido el membrete marxismo, es muy difícil dejar de ver
pensamiento burgués en todo lo que está fuera del marxismo. No puede extrañar,
por ello, que la tradición marxista se haya deslizado mucho más de lo deseable en
el camino de la exégesis escolástica de lo que verdaderamente dijo Marx, con el
consiguiente desconocimiento e ignorancia de lo que se produce en otros ámbitos
de la filosofía y de la ciencia. Se produce así una situación incomoda, no sólo
porque los marxistas tienden con frecuencia a ignorar elementos valiosos de la
cultura moderna, sino también porque el marxismo esta muchas veces ausente de
la confrontación crítica y el debate contemporáneos. En filosofía política, por
ejemplo, pero también en teoría económica y en otros campos del saber, aparecen
y se desarrollan programas teóricos que exigen una atención crítica que con
frecuencia los marxistas no están en capacidad de satisfacer.

El pensamiento de Marx, elaborado en un período de aproximadamente cuarenta


años, no está conformado, ni podía estarlo, por un cuerpo homogéneo de
proposiciones. Al lado de numerosos elementos teóricos sin los cuales no es
posible pensar la modernidad capitalista y la reacción social contra esta forma de
la modernidad, hay muchos otros elementos insostenibles.

No se trata de examinar aquí tesis puntuales de Marx a las que cabe objetarles
estar demasidado subordinadas a tentaciones economicistas o a enfoques propios
del reduccionismo sociológico, pero si me quiero referir a una cuestión que afecta
el núcleo mismo de su programa teórico y político, es decir, el intento de dar
cuenta, a la vez, de los mecanismos específicamente capitalistas de la modernidad
y de los resortes del movimiento social orientados a eliminar esa especificidad
capitalista. Se trata de lo que podría denominarse ceguera política de Marx o, en
otras palabras, insuficiencia en su elaboración discursiva de un espacio para
pensar la política. Hay una paradoja en el hecho de que el esfuerzo conceptual
más definidamente orientado a pensar el problema de la cancelación de la
especificidad capitalista de la modernidad, ofrece, sin embargo, posibilidades
limitadas para entender el lugar de la política.

El mismo movimiento conceptual que ilumino tanto la lógica interna de esa forma
especifica de la modernidad como ciertas características de la iniciativa social
contraria a tal forma, bloquea, a la vez, el entendimiento de los procesos políticos
en virtud de los cuales eventualmente se transitara a otras formas de modernidad.
Las dificultades para pensar la política se concretan, por lo menos, en tres
cuestiones diferentes pero relacionadas: a) una concepción que tiende a suponer
la inevitabilidad de cierto futuro histórico el cual seria resultado de una lógica dada
de la estructura social capitalista, lo que lleva a la visión de un futuro
predeterminado; b) una concepción escatológica por la cual la transformación
social más que proceso en curso seria resultado de un acto puntual de
confortación revolucionaria; c) la idea de que las clases sociales son por si mismas
sujetos políticos constituidos como tales.

Habría que considerar la obra de Marx, como en diferentes planos intelectuales


ocurre con cualquier clásico, como punto de partida necesario pero no suficiente
para pensar críticamente la modernidad capitalista y para impulsar el tránsito a
otra forma de modernidad.

01/01/1988

El impacto cubano.

Carlos Pereyra.

Hoy es difícil reconstruir el impacto que la Revolución Cubana generó a comienzos


de los años sesenta. En todo el subcontinente y, en menor medida, también en
México, pareció entonces que la ruptura histórica vivida en la isla caribeña era el
signo anunciatorio de grandes transformaciones en todos los demás países de la
región latinoamericana. La ilusión del salto revolucionario, siempre alimentada por
la izquierda de esta zona del planeta, tuvo de golpe la imagen de su segura
actualización. La idea de la transformación social como proceso instalado de una
vez por todas gracias a la acción decidida de una vanguardia esclarecida, dejaba
de ser una creencia con misteriosas y lejanas evocaciones para convertirse en
convicción sólidamente asentada en los hechos de la geografía cercana y de la
historia presente. Sólo los derrotistas podían seguir atados a la idea de que la
transformación social es un proceso de larga duración, pues la experiencia cubana
mostraba que inclusive la torpe agresividad militar estadunidense podía ser
contrarrestada por la disposición revolucionaria del pueblo.

El desembarco en Bahía de Cochinos permitió reeditar, aunque a final de cuentas


no fueron necesarias, la formación de brigadas de voluntarios internacionalistas. El
socialismo, se creía y la historia cubana parecía confirmarlo, era cuestión de
voluntad. Si el izquierdismo había acechado siempre a los socialistas
latinoamericanos, en los inicios de la década de los sesentas esa enfermedad
recrudeció, sobre todo por la imagen simplista que de su propia revolución
divulgaron los dirigentes cubanos.

01/01/1988

La costumbre de reprimir.

Carlos Pereyra.

A pesar de la recurrente tentación de explicar la cruenta respuesta gubernamental


al movimiento estudiantil de 1968 como producto de las pasiones desatadas en la
cúspide del aparato que ejerce el poder político en México, una visión retrospectiva
de la historia reciente del país muestra que esa respuesta encuadra con facilidad
en una lógica de gobierno que abarca el periodo iniciado en 1940 y que encuentra
su última expresión precisamente en 1968, con el resabio posterior del jueves de
Corpus en 1971.
En efecto, desde el ametrallamiento en los comienzos de la gestión de Avila
Camacho de cooperativistas dedicados a elaborar uniformes y equipo para las
fuerzas armadas hasta la noche de Tlatelolco durante la administración de Díaz
Ordaz, el signo de la violencia marca las relaciones del gobierno con el
descontento social, tanto en el ámbito agrario donde el encarcelamiento de Jacinto
López y el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia simbolizan la intransigencia
antiagrarista oficial, como en el medio sindical, donde a los golpes de fuerza para
implantar el charrismo en gremios clave durante el régimen de Alemán les suceden
las formas de represión extensiva a ferrocarrileros y maestros en tiempos de López
Mateos. Los ejemplos pueden multiplicarse en otras dimensiones de la vida social:
la matanza de henriquistas en la Alameda, la ocupación militar del Instituto
Politécnico Nacional, la represión a manifestantes (incluido el grupo priísta)
solidarios con la Revolución Cubana, la dureza opuesta a las reivindicaciones de
médicos empleados en instituciones de salud pública, etc.

1968 aparece, pues, como culminación desmedida de una lógica de gobierno que
alcanza entonces extremos que obligan a su revisión. Nadie podría garantizar que
esa lógica fue eliminada para siempre, pero la transición democrática cuyo
despliegue es visible en los últimos veinte años ha creado mecanismos de
tolerancia y respeto a la diversidad antes desconocidos. Al parecer, la historia
avanza, en efecto por el lado malo y la barbarie de 1968 creó condiciones de
posibilidad para el tránsito democrático.

01/08/1987

La sucesión presidencial, II.

Héctor Aguilar Camín, José Carreño Carlón, Rolando Cordera, Sociedad


Loaeza, Juan Molinar, Carlos Pereyra, Arturo Warman.

FORO DE NEXOS.

Dibujos de Patricia Soriano

Nexos: ¿Qué podría decirse del clima en que se da esta sucesión presidencial? Se
afirma que el mecanismo de sucesión tradicional está desgastado. ¿En qué
consiste ese desgaste?
Arturo Warman: Creo que hay una condición nueva en la sucesión de este año. Las
últimas cinco o seis sucesiones habían consistido en la elección de un
administrador del crecimiento, dentro de un proyecto sólidamente enraizado en el
sistema político y eficaz en sus resultados. En ese sentido, la sucesión tenía una
carga política débil: el proyecto estaba delineado. Primero el desarrollo
estabilizador, después el crecimiento acelerado. Se debatían pequeñas
desviaciones del proyecto en una dirección o en otra, no cuestiones sustanciales.
Creo que incluso la sucesión de Miguel de la Madrid se dio en este clima. De la
Madrid fue elegido como el administrador idóneo de un proceso que en lo
fundamental no había sido contradicho o cuestionado. Pero esto cambió, el
proyecto de desarrollo se derrumbó en el plazo de la actual administración y hay
ahora una oscura demanda social de muchos sectores de la sociedad por un
liderazgo auténticamente político. Evidentemente, el sistema sucesorio del PRI no
está capacitado para atender esta demanda. Es un sistema afinado para responder
a sucesiones que no eran fundamentalmente políticas. Nos enfrentamos a una
contradicción en la que operan mecanismos anteriores frente a una situación
nueva. Creo que esto no va a influir en el proceso de selección del sucesor, pero
se va a manifestar en el programa de gobierno del sucesor, quienquiera que sea.

Por otra parte, no creo que el poder presidencial esté globalmente disminuido en
sus facultades sucesorias. El poder presidencial ha sido restringido, se le han
quitado áreas de decisión económica y política, pero esto no ha afectado su
fortaleza. Por el contrario, tal vez la ha incrementado en las áreas que el
presidente todavía conserva, como la de la sucesión. En este sentido no creo que
haya un cambio fundamental. El poder del presidente para elegir a su sucesor no
parece mermado, incluso parece aumentado, como una compensación frente a las
áreas en que el poder presidencial se ha debilitado. Creo entonces que el
presidente actual elegirá a su sucesor en función de la dinámica antigua: nombrar
el nuevo administrador. Pero creo que el elegido tendrá que enfrentarse a una
situación que exigirá de él un liderazgo auténticamente político para poder
gobernar sus seis años.

Carlos Pereyra: Coincido en que los mecanismos tradicionales para designar


sucesor están erosionados. Todavía en 88 me parece que la decisión presidencial
será aceptada por el conjunto del PRI. Pero obviamente en la sociedad se expande
la demanda democrática y se ve cada vez con mayor disgusto el hecho, casi
excepcional en el mundo entero, de que el candidato ganador de las elecciones
sea designado por el presidente en funciones y no, por lo menos, por los miembros
del partido que lanza a ese candidato. Hablaría entonces de una erosión evidente
de la imagen del mecanismo sucesorio en la opinión pública, pero no en su
aceptación disciplinada por el sistema. Ahora bien, tengo la impresión de que hoy,
a diferencia de dos o tres años antes, hay un sector de influencia publicitaria
creciente, cuyas ideas dominan el modo de pensar de buena parte de la sociedad,
que verá con muy buenos ojos que el mecanismo sea igual que siempre. Me
refiero a los empresarios, particularmente a su cúpula, digamos al Consejo
Coordinador Empresarial Creo que están convencidos de que una sucesión
conforme a las pautas tradicionales garantizará la continuidad de la política
económica actual y lo ven con buenos ojos. El antipresidencialismo de esos
sectores empresariales tenía que ver básicamente con que la Presidencia de la
República podía diseñar políticas que no fuesen de su plena aceptación. Pero hay
una cabal coincidencia entre lo que la Presidencia supone que debe ser la
conducción económica y las expectativas de esta cúpula empresarial. Creo, por
tanto, que están felices de que sea este y no otro el mecanismo y que no van a
hacer ningún ruido al respecto. Por el contrario, pondrán su carga publicitaria para
que no haya molestias por el hecho de que este mecanismo se mantiene. En este
sentido, la erosión del mecanismo tradicional es una erosión limitada porque habrá
un núcleo al que le parecerá muy bien que se mantenga tal cual.

Soledad Loaeza: Creo que lo que ha disminuido es la tolerancia a que la decisión


sucesoria se tome de espaldas a la opinión pública. Durante mucho tiempo ese
procedimiento fue visto como inevitable e incluso era racionalizado a posteriori
como el mejor método, porque una sola persona era responsable de esa
designación, entonces se evitaban conflictos y divisiones en el seno de la élite
política. También se pensaba que el presidente era quien tenía más información y,
a fin de cuentas, mayor capacidad para saber quién debía sucederlo. Se creía que
su posición privilegiada le permitía hacer la evaluación más acertada de las
necesidades del país, del equilibrio de fuerzas internas y de la coyuntura. Así por
ejemplo, la designación de López Mateos se justificó, y se sigue justificando, con el
argumento de que como al término del sexenio de Ruiz Cortines el problema más
serio que enfrentaba el país era el sindical, lo "natural" era que el candidato fuera
López Mateos, porque al frente de la Secretaría del Trabajo había demostrado gran
habilidad para negociar con los sindicatos la devaluación de 1954. Igual en 1969:
como el problema más serio del país en ese momento era de orden interno, al
menos eso se dijo después de que se dio a conocer el nombre del candidato del
PRI, era "lógico" que el sucesor fuera el secretario de Gobernación Pero éstas no
eran explicaciones, sino justificaciones de un proceso que aún ahora tiene un
componente aleatorio muy importante. Y eso es lo que más inquieta. En años
recientes se ha erosionado aquella confianza de que la decisión del presidente era
por definición la más acertada. El consenso de que es él la persona más indicada
para saber quién debe sucederlo, ha desaparecido, esto es, ha disminuido la
tolerancia social a que decida él solo quién debe sucederlo.

Juan Molinar: El desgaste hay que analizarlo en dos lados: el interno y el externo.
En el lado interno -el régimen, el gobierno, la administración pública y el PRI- no
hay un desgaste severo, si por desgaste se entiende la imposibilidad de que el
presidente tenga una sucesión como la de los últimos años, de Cárdenas en
adelante. Yo creo que ahí no hay desgaste: el presidente va a decidir quién será su
sucesor y a los que no les guste no les quedará más remedio que enojarse, votar
en contra o abstenerse, hacer ruido. Pero el sucesor será el que diga el presidente.
Hay conflictos internos. La Corriente Democrática es un conflicto interno alrededor
de este problema de la sucesión. Sin embargo, conflicto no es igual a desgaste. El
conflicto es funcional, tiende a restablecer unidades, a retroalimentar al partido, a
esclarecer posiciones, a nutrir el debate. La cargada contra la Corriente
Democrática de una u otra forma va a alentar la unidad de los cuadros bajos y
medios del PRI en las diferentes localidades, sobre todo si, como yo creo que ha
sucedido, las clientelas de la Corriente Democrática no son los cuadros priístas.
Cada vez que en la prensa leemos que la Corriente Democrática, sea Cuauhtémoc
Cárdenas o Porfirio Muñoz Ledo, llena un auditorio, yo veo dónde lo llenó y es en
una universidad o en un lugar de la periferia del PRI: estudiantes, profesores,
universidades. Internamente no hay desgaste. Externamente sí. Estamos
discutiendo aquí, todo el mundo está peleándose, no hay un día en que no salga
una caricatura con un dedo mochado, sangrante, gangrenado, purulento. Todos
los días la prensa insiste sobre este punto del dedazo, de la sucesión irracional, de
la centralización de una decisión que "pertenece a todos". Es el pulso crítico de
esos grandes sectores de opinión pública que no han cristalizado en organizaciones
o siquiera en corrientes políticas más o menos definidas. Es ese público laxo,
indefinido, maleable, voluble, explosivo a veces, el que se está preocupando
mucho por lo que ocurre y el que nutre con su inconformidad un clima de desgaste
externo del mecanismo sucesorio.

¿Hay alternativa? No la hay. Ni en términos de práctica política, ni en términos de


legalidad política. No tiene ninguna alternativa el priísta que quiera en un
momento dado incidir en la sucesión. Dice Luis Javier Garrido, que conoce bien
estos asuntos del PRI, que ni siquiera los priístas conocen sus estatutos recientes.
Tiendo a creerle. Parece que no han sido publicados. ¿Cómo entonces pueden los
priístas incidir sobre la sucesión, si hubiera algún aventurado que lo intentara? Y
los que no son priístas menos aún. Es un problema sin solución, al menos en el
corto plazo que quiere decir la solución que viene y en el PRI va a funcionar. ¿Pero
cómo va a funcionar ante esa clientela externa que es cada día más importante,
que cada día opina más, cada día se mueve más, y para colmo cada día vota más
y cada día se irrita más?

Quien critica al presidencialismo es el sector externo, no el sector interno del


régimen. Siento yo, sin embargo, que el blanco de la crítica no es en realidad el
presidencialismo La queja pública no es que tengamos un régimen presidencialista.
La queja es que no tenemos un presidencialismo responsable, y no en el sentido
moral sino en el sentido político. ¿Ante quién responde el presidente por sus actos?
Formalmente ante el Congreso de la Unión y ante la Suprema Corte de Justicia,
pero en realidad el presidente mexicano no responde más que ante la historia y
ante su conciencia. Ese es el problema que realmente nos está desgastando. Si
tuviéramos un poder presidencial tan presidencialista como el que más -el
norteamericano o el francés, por ejemplo- no tendríamos problemas. El problema
es un presidencialismo responsable o un presidencialismo irresponsable. Y creo
que allí va la crítica.

José Carreño Carlón: Creo que estamos dejando afuera un aspecto central que es
el de la lógica de este poder concentrado en la Presidencia de la República.
Incluye, por supuesto, la concentración de muchos poderes, entre ellos el de la
sucesión presidencial. La formación de este tipo de presidente, que Juan Molinar
llama irresponsable, tiene un momento histórico preciso de arranque: 1936. Ese
año, con la expulsión de Calles, la presidencia recobra su carácter soberano, al
quitarse el aval del Jefe Máximo. Fue un proceso que permitió la reconcentración
de poderes en todos los ámbitos: sobre las fuerzas armadas, sobre la clase
política, sobre el partido y sus poderosas organizaciones sociales y, como
consecuencia del control de todos estos hilos de poder, la facultad sucesoria fue
quedando, desde entonces, cada vez con menor dificultad, en manos del
presidente.

La justificación histórica y política de este proceso fue doble. Por primera vez en la
historia de México, y de manera permanente, aseguró las sucesiones pacíficas del
mando y garantizó que éstas no fueran autosucesiones. Autosucesiones o violencia
para remover a los detentadores del poder es lo que habíamos tenido hasta el
asesinato de Obregón en 1928. Dada esa historia real, esta fórmula del
presidencialismo mexicano no fue un invento demoniaco sacado de la manga para
imponerlo tiránicamente a la nación, sino que obedecía puntualmente a los
sentimientos de una sociedad agotada, aterrorizada por tanto derramamiento de
sangre -iban ya 18 años, desde 1910- ni más perpetuaciones personales en el
poder, causa central a la que se atribuía la violencia. Esto resultaba más dramático
a la vista de la cauda de asesinatos que precedió a la reelección obregonista.

Cuando Cárdenas pone fin a la transición del llamado maximato callista, el


presidente recobra los poderes que Calles retenía en prenda y obviamente recobra
también la facultad sucesoria, porque es el jefe del partido y de todas las
organizaciones sociales y políticas que el partido agrupa, lo que le da el poder
incontrastable que hace del candidato decidido por el presidente en funciones, un
seguro sucesor. Pero hay que insistir en que más que como extralimitación del
poder ejecutivo, la facultad sucesoria heredada por Cárdenas era hija de una
autolimitación. En lugar de preparar para sí mismo la sucesión como se había
hecho hasta entonces, Calles había empezado a prepararlas para otros, así fueran
sus deudores cercanos, y Cárdenas definitivamente la entrega para no
ambicionarla más, como harán los presidentes, todos y cada uno, de ahí en
adelante.

Y en cuanto respondía a los anhelos más cercanos de los mexicanos de ese


momento histórico, la fórmula va obteniendo un indiscutible consenso, a partir de
virtuales o expresos acuerdos políticos de las fuerzas fundamentales: los jefes
militares que hasta antes de ese momento hacían las veces de un poderoso cuanto
caótico partido dividido en facciones, las fuerzas populares liberadas por el
movimiento revolucionario y por la grandes reformas sociales de los años 30, y
simultáneamente encuadradas en los nuevos aparatos de participación y
encauzamiento políticos. Pero también se fueron encuadrando, con el tiempo, las
nuevas y las viejas fuerzas del capital, igualmente liberadas por la remoción de las
trabas del antiguo régimen y estimuladas por las obras y las instituciones creadas
para el desarrollo económico. E incluso la tradicional presión externa contra la
Revolución, proveniente de Estados Unidos, tras jaloneos, injerencias e
incomprensiones cedió el paso a esta fórmula que aseguraba algo que ellos
necesitaban con urgencia: la estabilización política mexicana en vísperas de la
segunda guerra, un momento en que los propios Estados Unidos se disponían y
tenían todo para jugar un papel protagónico verdaderamente mundial. Para ello, la
estabilidad en su frontera sur era una condición indispensable.

Ciertamente la fórmula fue imponiéndose con muchas dificultades. Todavía el


almazanismo en 1940 fue traumático. Y la sucesión de 1946, para hacer presidente
a Miguel Alemán, presenció un desgajamiento de la "familia" con la candidatura
presidencial independiente de Ezequiel Padilla. La sucesión de 1952, en favor de
Adolfo Ruíz Cortines, debió reprimir el extendido movimiento henriquista, un
desgajamiento más grave que el de Padilla.

Ahora bien, la lógica de esta fórmula es implacable. Parte de la necesidad esencial


de la estabilidad política y ésta radica en la aceptación de los actores
fundamentales de la sociedad de una regla básica: la instancia suprema del
presidente de la república para decidir la sucesión, como garantía de una firme
cohesión capaz de evitar los desbordamientos en las transmisiones del poder. Y no
sólo eso: Si el presidente concentra el poder sobre ejército, partido y
organizaciones sociales, para el ejercicio normal de su mandato, pero no lo
concentra en la decisión sucesoria -según dicta esta lógica- tampoco podría
garantizar aquella normalidad indispensable en el ejercicio del gobierno porque las
disputas dentro del propio aparato se volverían incontrolables desde el inicio de
cada periodo y con mayor razón se exacerbarían en cada sucesión. Sueltos o con
mayor autonomía los factores de poder que controla el presidente - piénsese, por
ejemplo, en las fuerzas armadas- a ellas acudirían directamente los aspirantes a la
presidencia y ellas volverían a mediar directamente, autónomamente, o sea
caóticamente, en la transmisión del poder. Insisto, ésta es la lógica que condujo a
esta peculiar forma de ejercicio y de transmisión del poder político supremo. Y si
esto es así, insisto también en lo que sería la pregunta clave: ¿existen todavía las
condiciones que concurrieron a formar una Presidencia de este tipo, incluyendo sus
facultades decisorias?

La respuesta democratizadora o modernizadora de hoy no duda en responderla


negativamente y a partir precisamente de los rasgos negativos acumulados a lo
largo de medio siglo de vigencia del método y del desprestigio que lo lastima
dentro y fuera del país. Quizás sea el momento de llegar a la misma conclusión,
pero desde una perspectiva a la vez positiva y propositiva: este método de
ejercicio y transmisión del poder dio cauce a una radical transformación de la
sociedad mexicana. De un país rural, uniforme en su atraso, se pasó a uno
predominantemente urbano con una sociedad compleja, altamente diferenciada,
razonablemente escolarizada e informa que, entre otras cosas, reclama renovar
sus formas de ejercicio y transmisión del poder.

El camino parece ser un nuevo consenso, nuevos pactos entre los actores sociales
y políticos y los factores reales del poder, bajo el supuesto altamente comprobable
de que las también nuevas generaciones que encarnan estos factores reales de
poder se han transformado positivamente, en algunos aspectos, en este medio
siglo. En otros aspectos se pueden haber anquilosado o degradado, pero sus
avances son muy consistentes. Por ejemplo, la no reelección se ha arraigado en
nuestra cultura política al grado que ningún presidente se le ocurriría ahora la
extravagancia de la perpetuación en el poder, ni se lo permitirían incluso sus
cuadros más incondicionales, movidos, diríamos con fuerza instintiva, igual que
toda la clase política, por las expectativas de la renovación sexenal.

La franja mas moderna de la clase política gubernamental no sólo ha asimilado las


reglas de la disciplina como para no incurrir en aventuras en la disputa por el
poder -los golpes bajos, que se agotan en el folclor percudido que estamos
viviendo, se mantienen bajo control- sino que ha erigido la eficiencia en el
cumplimiento de sus funciones y del programa sexenal en un valor político por
excelencia, como la vía más segura para, en su momento, acreditar méritos en la
competencia para alcanzar ambiciones de poder.

O sea que no sólo se ha trascendido el riesgo de que por esas ambiciones se


trastorne el funcionamiento normal del gobierno, sino que además se ha abierto
paso una conducta basada en la valoración de las dotes y habilidades políticas, del
apego a principios sociales y nacionales, y de las capacidades de administración y
gobierno, es decir, una actitud de hombres públicos cada vez menos compatible
con un método de evaluación y selección que restringe el veredicto a un solo
individuo, y peor si tiene algún sentido -más allá del ritual- esa serie de exámenes
de oposición de los hombres públicos frente a un jurado de hombres de negocios
privados.

Incluso en la franja que ha ganado más influencia en la burocracia, la llamada


tecnocracia, se escuchan francas preocupaciones por la oscuridad del proceso.
Claro: sus miembros han aprendido muy rápido -y están a punto de recibir una
nueva lección en ese sentido- que sus esquemas y profecías públicas, igual que
sus particulares proyectos y sueños de éxito y seguridad, se enfrentan a los
imprevistos, incalculables incluso por sus más sofisticadas computadoras, de los
designios que llevarán a otro grupo al poder, así sea de la misma familia, acaso
más hostil que cualquier otro si se toma en cuenta que aquí, como en todas
partes, los enconos fraticidas suelen ser más sanguinarios que los otros.

Y aunque poco sabemos de las fuerzas armadas, parece obvia una muy arraigada
disciplina institucional, tan arraigada como está en la sociedad la idea del gobierno
civil, al grado que ni en los cálculos más excéntricos se escuchan ya la apelación ni
el temor a alguna pretensión castrense de mediar en el ejercicio y en la
transmisión del poder político.

Si no existen ya esas condiciones que le dieron existencia y justificación al actual


método sucesorio, parece, sin duda, llegado el momento de trascenderlo.

Y si por otra parte, este método acumula crecientemente el desprestigio social,


entre otras cosas, por los rasgos absolutistas a que ha dado lugar en el ejercico del
poder, parece que estamos ante un problema, para usar un giro de estos tiempos,
de costo-beneficio: si la fórmula permitió en su tiempo responder al reclamo de
liberar a la vida política de los hombres fuertes perpetuados en el poder y de la
mediación militar, al costo de reconcentrar el poder en un esquema presidencial-
absolutista, esa fórmula ha llegado a bloquear también la vida política de hoy, de
otra manera, pero igualmente incompatible, cada vez más, con los reclamos
sociales. Hoy por hoy, dar los pasos necesarios para remover los obstáculos
absolutistas a la participación política, tendrá sin duda costos, pero éstos serán
menores que no darlos.

Soledad Loaeza: Para analizar el desgaste de esta facultad sucesoria, quizá no


tengamos que irnos hasta Cárdenas o Avila Camacho. Bastaría recordar lo que
pasó en 1982, el clima público en 1983, 1984 y hasta en 1985, y la campaña de
críticas muy severas contra el gobierno de López Portillo, campaña en la que
participaron activamente miembros del gobierno actual. Muchos juzgaron que era
una tremenda miopía criticar así al predecesor, como escupir al cielo, porque la
opinión pública puede tener muy mala memoria, pero no tanta como para olvidar
que muchos de los críticos más ásperos habían sido funcionarios del gobierno
anterior. Es posible que se esté viviendo el efecto "boomerang" de la Renovación
Moral. Su punto central era la corrupción, pero lo que estaba
continuamente en la mira eran también las decisiones "personales",
"irresponsables", las decisiones "no planeadas". Eso ayudó; sembrar en la
conciencia pública la certidumbre de que esas decisiones absolutistas, como dice
Carreño, ocurrían. Más aún: que durante el gobierno de López Portillo no habían
sido la excepción, sino la norma. Entonces empezamos a des cubrir que en este
sistema político decisiones fundamentales -la nacionalización de la banca, por
ejemplo- pueden se tomadas por una sola persona, sin más guía que su
conciencia, su temperamento o su estado de ánimo. La erosión de que hablamos
tiene también causas recientes, está vinculada con decisiones políticas de corto
plazo que se tomaron hace tres o cuatro años sobre qué debía hacer el actual
gobierno para ganar espacio y distanciarse del anterior, y el modo en que lo criticó
y lo exhibió, contribuyendo a debilitar la fe en la sabiduría de la autoridad
presidencial.

Juan Molinar: En relación con lo que ha dicho Carreño parece claro que los
orígenes históricos que justificaron esta centralización del poder ya no están con
nosotros. Creo que ya no están en los hechos y además ya no están en el
discurso. La urgencia que tenemos ahora es una explicación de por qué pasó y si
fue bueno o malo; tenemos la urgencia de una teoría de la transición: ¿cómo
vamos a salir de aquí? Este es un problema grave para los miembros de la clase
gobernante porque no pueden salir solos el PRI o el régimen, sin el resto de la
sociedad. Por la puerta de salida de la transición en que nos encontramos tienen
que caber casi todos. En el debate político actual no encuentro muchas pistas para
orientar esa transición hacia una salida en la cual quepamos casi todo -mientras
menos excluidos, mayores posibilidades de una solución duradera-. Estamos en
transición y si las cosas siguen como están y los crecientes sectores externos al
régimen se irritan cada vez más, el futuro de la política mexicana es la antipolítica,
la supresión de la política.

Carlos Pereyra: Quisiera volver a la cuestión de los orígenes. Incluso en los países
de capitalismo endógeno, la formación del estado nacional pasa por momentos
muy variados de regímenes absolutistas, tiranías despóticas, formación de imperios
y demás. En los países de capitalismo exógeno o capitalismo tardío, la formación
del estado nacional es un proceso muy complicado. La historia de México lo
resuelve confiriéndole poderes extraordinarios al jefe del Estado, al Presidente de
la República. Se constituye pues un régimen presidencial, que le permite a México
resolver el grave problema de la formación del estado nacional. El problema es
hasta qué punto ese mecanismo sigue siendo necesario y eficaz para dar
continuidad a la vida política del país. El presidencialismo, como concentración de
facultades excepcionales en la presidencia de la república, dejó de ser ya ese
mecanismo necesario y eficaz para el funcionamiento del Estado Nacional y se ha
convertido en uno de los mayores obstáculos para su funcionamiento. Parece ser,
en efecto, el que más ruido introduce, y hasta el que produce disidencias en el
interior del PRI. La Corriente Democrática no aparece el función tanto de una
política para las clases sociales o de manejo de la deuda externa, sino en función
de cómo se de signan sucesores a la presidencia. Parece entonces ser el tema que
más está enturbiando el funcionamiento del aparato estatal.

Arturo Warman: Es muy importante no olvidar uno de los elementos que le dio
gran eficacia a este sistema de sucesión: teníamos una economía y también un
Estado en fase de constante crecimiento, de expansión. Había muchísimo espacio
de acomodo político y económico en el mismo crecimiento del aparato estatal. Este
factor nos lo cambiaron en los últimos cuatro años. Estamos ahora ante un estado
"obeso", un estado criticado desde el mismo gobierno, cuya expansión no está en
el futuro previsible.

Rolando Cordera: Había hasta hace poco dos mecanismos de legitimación propios
de la forma que adquirió el estado nacional en México. El primero era la
movilización social popular al calor de los diferentes gobiernos y como gran fuerza
política, en los momentos sucesorios, de los destapes a las elecciones. El segundo
elemento era una clase política activista, que se fue condensando en la burocracia
y la administración pública, aunque no exclusivamente en ellas. O sea, podíamos
hablar de una clase política -una fuerza política activista- que acompañaba al
gobierno y a la sucesión. Al calor de eso el acto decisorio presidencial se
legitimaba, encontraba un eco político y empezaban a moverse los otros
mecanismos legitimadores. Las elecciones venían después. Esas condiciones son o
fueron anteriores al crecimiento de la economía y del estado a que se refirió
Warman. Ahora tendemos a darle al crecimiento un valor casi primordial como
elemento que legítima el orden político mexicano. Creo que como elemento
legitimador, antes del crecimiento están la movilización social popular y el estado
activista, el estado como conjunto de burocracias, fuerzas e instituciones. Es más,
me atrevería a sugerir que la larga fase de crecimiento de México se explica por
muchos factores favorables, como el internacional, pero en muy buena medida es
un subproducto de esa combinación de movilización social popular y estado
activista.

Estas dos cuestiones están fallando crecientemente. No hay una movilización


social popular en torno al estado, en torno al sistema político, y no hay
un estado activista, no hay una clase política en actividad. La burocracia
del estado, que venía a sustituir a la movilización y la clase política
activista, está en una especie de pasmo. Hay un clima de desaliento y no
en los observadores, no en la periferia o en la epidermis del sistema, sino
en los actores principales, en los operadores del sistema, en la
burocracia estatal y aún en la propia burocracia política. Basta hacer
excursiones a las diferentes secretarías, hablar con los técnicos y con los
operadores, para darse cuenta de que el entusiasmo preelectoral está, ahora sí,
archiconcentrado en ciertas cúpulas y sus alrededores inmediatos. De ahí que
tienda a verse esta sucesión como algo que en efecto se va a dar pero que
tampoco importa demasiado. Lo que importa es lo que va a seguir. Antes
importaba mucho lo que iba a pasar: cómo iba a ser la sucesión, quién iba a ser el
sucesor. Ahora lo que importa es lo que sigue y la sucesión en sí, fuera de las
cúpulas mayores, como que tiene al aparato sin cuidado.

Héctor Aguilar Camín: Creo también que la sucesión de este año va a ser
tradicional, en el sentido de que el presidente va a decidir a su sucesor sin que
haya mayor turbulencia ni en el aparato político profesional priísta ni en la
burocracia. Tampoco, me parece, habría graves sacudidas en el conjunto de la
opinión pública y en las fuerzas periféricas al sistema, en la sociedad civil no
priísta. Pero al mismo tiempo creo que ese mecanismo está hablando cada vez por
la cohesión de menos mexicanos. Las cifras electorales del PRI son claras en ese
sentido. En elecciones federales el PRI ha perdido en los últimos veintisiete años
más de veinte puntos de la votación total. Pasaron de unos ochenta por cientos a
unos sesentas por cientos y en el México urbano todavía mucho más abajo. El
sistema político de México le habla, atrae, representa, cada vez a menos
mexicanos, proporcionalmente hablando. Creo, con Rolando Cordera, que no va a
haber gran turbulencia porque la gente va a poner más a prueba al siguiente como
su presidente, de lo que lo ha hecho en épocas anteriores, sea quien sea el
sucesor. De por sí, la misma complejidad de la economía y de la sociedad hace
que esa figura que es la cabeza del estado, gobierne menos zonas reales que hace
veinte o hace treinta años. Hay cada vez más sectores tanto de opinión como de
actividad política y económica que no pasan por los presupuestos, la anuencia o la
benevolencia del estado. Es un problema estructural, histórico, de la vida del
estado mexicano.

Lorenzo Meyer planteó hace poco en un ensayo que habíamos entrado a una
nueva época de la historia de México. Su rasgo central es la certidumbre, como
apuntaba Warman, de que el estado mexicano no tendrá otro ciclo de expansión
como el que tuvo entre la nacionalización del petróleo (1938) y la nacionalización
de la banca (1982). Y esto no se debe a que lo haya reducido el actual grupo
gobernante, aunque el grupo gobernante quiera montarse en esa tendencia y
acentuarla. Es una realidad internacional que ha llevado a ciertos límites la
eficiencia, la capacidad de rectoría económica y política del estado en general. Lo
que se impone por todas partes, empezando con la URSS, es la revisión del
estado. Para el caso mexicano, pensemos sólo en un elemento externo, clave, de
nuestro desarrollo estatal: el crédito exterior. Es un hecho que de los cincuentas
para acá, en diferentes pero crecientes dosis, el estado mexicano requirió crédito
externo y lo consiguió en abundancia al grado de que ese es justamente hoy uno
de los candados de la economía del país. Si añadimos a la complejidad creciente
de la economía y de la sociedad no estatal, nuestro ingreso a una época en que lo
dominante no será la expansión del estado, podemos decir con cierta objetividad
que el mecanismo sucesorio va a funcionar, pero va a representar intereses
fundamentales de menos mexicanos que hace seis o doce años. Ese es un punto,
digamos estructural.

Quisiera señalar uno de coyuntura. Creo que nada ha sido tan inquietante en estos
últimos cuatro años para la vieja clase política como la vocación del presidente De
la Madrid y su grupo de ir contra todas las tradiciones de la política mexicana,
contra la centralización, contra el estado grande, contra los políticos a la antigua,
contra el movimiento obrero organizado, contra las empresas públicas. Un
segundo aspecto inquietante, es que el lamadridiano ha sido un gobierno muy
"homogéneo", un gobierno de grupo cerrado. Esto, me parece, creó mucho temor
e inconformidad, a la sorda y a la callada, en el personal político del país. Y
empezó, yo diría que el año pasado, una tendencia muy fuerte a preguntar si la
sucesión iba a ser también en el seno de ese grupo, lo cual representaba para
mucha gente una expulsión ya no sólo de seis años, como era tradicional en
México, sino de doce y quizá de más. La mejor prueba de que esa presión fue muy
fuerte es la conducta explícita del propio grupo gobernante que conforme se fue
acercando el año de la sucesión empezó a repartir puestos, oportunidades y
caricias a muchos de los que había excluido.
Un caso fue el nombramiento de Jorge de la Vega Domínguez como presidente del
PRI, que obviamente calmó a muchos de estos grupos porque les abrió una puerta
que no tenían hasta ese momento. Otro fue la candidatura de Mario Ramón Beteta
al estado de México, que significó el acercamiento a uno de los mayores capos
excluidos, Carlos Hank González. Otro indicio: el tono pacificador del nuevo
secretario de Educación Pública, Miguel González Avelar, con el sindicato
magisterial, al que el programa lamadridiano original de la revolución educativa,
había desafiado frontalmente. Otro: la nueva orientación del director de PEMEX en
el sentido del acercamiento y la negociación con el sindicato petrolero. Supongo
que todas esas decisiones y actividades responden a la necesidad política de
recompensar las inconformidades para, justamente, facilitar la decisión sucesoria
de este año sin temer el recelo y quizá la acción política en contra de estos grupos.
Me parece que la maniobra ha tenido éxito. En efecto, esta apertura táctica o
circunstancial le va a permitir al gobierno una sucesión tradicional sin grandes
turbulencias. El asunto es: ¿qué es lo que este acuerdo provisional ha pospuesto y
deberá negociar el sucesor? Ese será el siguiente momento de definición y litigio.

En resumen, creo que el mecanismo sucesorio está intacto, pero creo que habla
cada vez por menos y a menos mexicanos. En ese sentido, lo que va a dar a luz la
sucesión de este año es a un candidato más débil, con un peso objetivo menor
como representante de un estado reducido y con una serie de negociaciones
aplazadas por este seudoacuerdo momentáneo.

Nexos: ¿Cuáles son los factores y los sectores que están pesando en la decisión
sucesoria?

José Carreño: Característica del método sucesorio mexicano, y de esta sucesión


particular, es condicionar previamente los factores y los actores que influyen en
ella. Quiero decir: si el mismo Presidente de la República se ha creado un tipo de
expectativa para su propia sucesión, no puede pensar en otras. Se ha rodeado de
un grupo homogéneo, entre otras cosas para escoger sucesor dentro de ese grupo
homogéneo, de tal manera que el margen de opciones queda reducido a lo que el
propio presidente condicionó. Y esto no es de ahora. Creo que su abuso y su
desnudez han sido factores de la desordenación o la descomposición del régimen
presidencial: el hecho de que se hayan ido cerrando las opciones. No sé si por las
características patológicas del Presidente Díaz Ordaz o por cualquiera otra razón,
pero la tendencia realmente empezó con él. Desde el sexenio 1964-1970 los
grupos gobernantes fueron cada vez más reducidos y representativos cada vez de
menos opciones. Se decía en aquel tiempo que el Presidente no quería que nadie
le hiciera sombra. Equivalía a decir: no quiero a mi alrededor gente de poder, con
poder y prestigio propios. Esa tendencia se fue agudizando de Díaz Ordaz a
Echeverría y a López Portillo. Y ya que se mencionó a Díaz Serrano como
precandidato a la presidencia, bueno, la propia figura de Díaz Serrano y su
mención como posible presidente era ya un si no extremo de esta descomposición.
La tendencia de rodearse de incondicionales había dado lugar a una verdadera
suplantación y al desplazamiento drástico de la burocracia política por un
empresario incrustado en el poder y, el colmo, incluido como opción sucesoria.
Entonces, no es nuevo el fenómeno que vemos ahora de un grupo de funcionarios
cuya característica común es ser adictos a la persona del presidente, un grupo
homogéneo, excluyente y desplazador de otras opciones. Pero creo que ahí hay un
hilo de descomposición del régimen político, de sus métodos de reclutamiento en
los altos cargos y de sus consecuencias en la transmisión del poder. La situación
ha provocado la irritación no sólo externa sino también interna. La Corriente
Democrática del PRI tiene mucho que ver con este desplazamiento. Otro tema
básico es la cohesión nacional que puede esperarse en la transmisión. Menciono
un aspecto: el renacimiento periódico de expectativas y de esperanzas que ha
acompañado a la construcción sexenal de cada Presidente. A mi juicio ese
renacimiento ya no funcionó con su eficacia tradicional en la transmisión de 1982.
En 82 no se reprodujeron, no se recrearon, no renacieron las expectativas en los
grados tradicionales. En parte porque la propia institución y el método estaban
ciertamente desgastados; en parte por el proyecto económico excluyente, la
situación económica y la conformación del equipo. De allí la pregunta obligada: Un
régimen presidencial que en su construcción, en su trayectoria no levantó las
tradicionales expectativas, míticas si se quiere, ¿qué clase de sucesor va a parir?

Arturo Warman: Aguilar Camín mencionó ya uno de los protagonistas esenciales:


la clase política y su reacomodo. Pereyra mencionó otro: los capitalistas. A mí me
gustaría hablar de los ausentes o los debilitados, los sectores tradicionales del PRI,
el sector campesino y el sector obrero. Si bien es cierto que en los últimos
sexenios se veían debilitados, ahora parece que han perdido prácticamente toda
capacidad de incidir en el proceso de selección. La poca o mucha que tenían hace
seis años está muy disminuida y esto provoca un problema severo para el PRI,
porque si bien dentro de la clase política los sectores no pesan, en las urnas tienen
un peso enorme, son los sectores fundamentales del PRI. Es muy probable que los
mecanismos tradicionales vuelvan a funcionar y puedan acarrear a mucha gente al
voto por el próximo presidente pero, salvo que algo pase, no hay oferta para estos
grupos, no hay más oferta que continuar la exclusión. En consecuencia, cada vez
tendrán que moverse por fuera y en contra. El sector obrero y el sector campesino
están casi como aparatos y mecanismos mercenarios que se van a vender al electo
pero que no tienen una demanda, que no tienen una expectativa y que pueden
representar una incógnita electoral. Creo que esta ausencia también es un factor
poderoso en la sucesión actual.

Soledad Loaeza: Es cierto que el gobierno de De la Madrid ha abierto la puerta a


algunos grupos que había excluido durante cuatro años, y también que los
empresarios están dispuestos ahora a aceptar el mecanismo tradicional. Pero tal
vez en términos de conciliación preelectoral, lo más notable sea el cambio de la
prensa norteamericana. Hemos dejado de ocupar un lugar preponderante en esas
páginas. Puede ser por razones propias de la prensa: dejamos de ser noticia
porque pasaron las elecciones o han aparecido nuevas historias. Pero Washington
también ha modificado su actitud, y no deja de ser curioso que el nuevo
embajador norteamericano, Pilliod, afirme que el sistema político mexicano es
democrático y que el ganador en las presidenciales será el PRI. En menos de un
año, y sin que el sistema haya variado un ápice, se desvaneció la urgencia, que
veían los norteamericanos, de que esto se volviera una democracia. Parecen
considerar que los métodos tradicionales de la política mexicana, incluido el
mecanismo sucesorio, son adecuados probablemente porque pueden garantizar la
continuidad del grupo que está ahora en el poder. Sin embargo, estas
reconciliaciones conducen directo a una contradicción, tal vez irresoluble: es
necesario reincorporar a algunos de los excluidos, pero su inclusión tampoco es
deseable sin más, en la medida en que puede ser considerada inaceptable para
quienes apoyan al sistema en la medida en que ofrezca continuidad de políticas,
nada más.

Héctor Aguilar Camín: Creo, como se ha dicho aquí, que una novedad de esta
sucesión, incluso de este gobierno es que, en efecto, parece estar restableciendo
un tipo de acuerdo político funcional con el capital agraviado. Durante 83 hubo el
fenómeno de que todo aquel que podía conseguir un dólar lo sacaba, la fuga de
capitales se mantuvo y pareció haber una ruptura bárbara y en cierto modo
irreparable entre el capital y el gobierno. Al parecer la política económica y en
particular la apertura de una pequeña franja al capital financiero, a través de las
casas de bolsa para los exbanqueros y sus aliados, han empezado a reconstituir
esta alianza. Después del pleito este actor central quiere más de lo mismo. De
hecho, lo único que pide -ni siquiera apuesta a un candidato- son garantías de que
habrá más de lo mismo.

Es justamente el revés de la perspectiva de otros dos actores, los verdaderos


castigados del ajuste: el sector obrero organizado y, en general, toda la población
de ingresos fijos. Esos sectores no quieren más de lo mismo. El sector obrero ha
hecho explícito que quiere volver a un estado anterior al ajuste, que fue un ajuste
básicamente centrado en dos cosas: gasto gubernamental y salario real. ¿Tienen
estos sectores capacidad de negociar la sucesión? Los obreros podrían si se tiran
en verdad al ruedo. Pienso en la posibilidad de un bloque donde entren por igual
sindicatos nacionales muy fuertes: electricistas, petroleros, azucareros y sobre
todo el magisterio. Estaríamos hablando en efecto, como decía Arturo Warman, de
los instrumentos de una campaña política en México. No hay más instrumentos
reales de operación política en una campaña que el magisterio organizado y
organizaciones similares. Es prácticamente imposible hacer una campaña
presidencial de cierto lucimiento, de cierta movilización, sin tener el aval político
del magisterio. Entonces la posición del movimiento obrero en la sucesión puede
ser todavía una moneda en el aire. Está por establecer sus condiciones, sus
demandas en esta sucesión.

Creo que el gran reto, sin embargo, no de la sucesión sino del candidato, está en
la deserción de los sectores medios que también han sido muy golpeados.
Simplemente ha sido clausurada su expectativa de futuro. Es el escenario donde se
da con más claridad la oposición activa, no necesariamente antipriísta o afiliada a
la oposición formal, pero sí una deserción, un ambiente propicio al desgaste si no
de la legitimidad, por lo menos de la credibilidad gubernamental y de todo lo que
emana de ella.

Por lo que hace a los Estados Unidos, me parece también, como a Soledad Loaeza,
que ha llegado a su conclusión; que con el sistema como está, con la sucesión
como es y con la tradición mexicana, es con lo que va a garantizar mejor sus
intereses. Los síntomas son, me parece, bastante claros; se ha arreglado el
problema de los créditos, ha cesado la campaña antimexicana, ha cambiado el
embajador y el actual tiene una actitud como amigable.

Rolando Cordera: Un factor que no tendrá gran peso en la designación del


sucesor, pero que será fundamental después, es que la economía no está resuelta.
Más: diría que está destartalada y no hay ninguna recuperación en puerta ni nada
por el estilo. El auge exportador del que se habla, cuando lo desmenuzas,
corresponde a ocho o diez empresas, básicamente trasnacionales. Son los mismos
exportadores de antes. Por lo menos una parte del auge exportador se explica,
como dicen los checoslovacos, porque aquí comemos lo que no exportamos: hay
una compresión muy fuerte al consumo. Por otro lado, la política del régimen ha
sido en realidad antiexportadora y empezará a dar resultados. Me explico: se
sacrificó PEMEX como gran palanca de exportación, se bajaron sus exportaciones,
se le sometió a control, se le hizo renunciar a plantearse la posibilidad de ser una
trasnacional, siendo la única trasnacional que podemos tener en México. Por otra
parte, no se crearon instituciones de apoyo al comercio exterior. Más bien se
desmantelaron las que podrían haberlo sido -nunca lo fueron pero podrían haberlo
sido-, como el IMCE. El crédito para la exportación es tan caro como el otro. O
sea: no hay crédito para la exportación. No hemos tenido, pues, una estrategia
exportadora: no tenemos instituciones ni hemos aprendido a subsidiar las
exportaciones como todo el mundo lo hace, como si creyéramos que es el mercado
el que resuelve este problema. Está probado en el mundo que no es así, que esas
cosas se resuelven con apoyos, con subsidios, con estrategias, como lo
demuestran Alemania o Japón y hasta Singapur y Corea. Todos ellos han
demostrado que con una estrategia, con una intención y con mucha mala fe frente
al resto del mundo, es como se logra ser exportador. No con buena fe y sin
estrategia. Entonces, ahí hay un problema que eventualmente aflorará. Los
créditos externos están resueltos y otorgados pero no todos. No han llegado todos
y es difícil que lleguen porque están sujetos a demasiadas condiciones que no sé si
podamos cumplir. Llegarán para evitar que esto no estalle, pero la negociación
todavía es muy difícil. No nos lo dicen, pero el Banco Mundial no ha soltado los
créditos para la reconversión industrial de Fertimex, por ejemplo. Ahí no está
reconvirtiéndose nada. La siderurgía, por su parte, está trabajando gracias a
Japón.

Hay un problema entonces: parte de las cosas básicas para garantizar el futuro
económico cercano no han funcionado todavía. La perspectiva económica no es
halagüeña dentro de lo malo. No estoy diciendo que alguien espera una
recuperación milagrosa: nadie la espera ni se puede dar. Pero nadie puede
tampoco esperar fácilmente una recuperación sensata. Se tendrían que hacer
muchas cosas todavía para pensar que el año entrante habrá algo que podamos
llamar crecimiento económico. Aquí entra el actor al que me quería referir que es
la cúpula empresarial. Creo que no está dando su apoyo a la forma tradicional de
la sucesión, sino más bien aceptándola para tratar de introducir lo que ha estado
construyendo en estos años O sea: está haciendo política hacia adelante, no
convirtiéndose en un simple factor de apoyo a la sucesión tradicional. Lo está
haciendo porque la situación objetiva puede llevar a la clase política, incluso al
grupo superexclusivo lamadridiano, a revisar su estrategia. Un apunte de esa fisura
posible fue la belicosidad de los banqueros públicos en la reunión anual de la
asociación mexicana de bancos, en junio, en Guadalajara. Esos banqueros públicos
se reconocieron ahí como tales, hicieron sus cuentas y se dieron cuenta de que
son muy poderosos. Que el exbanquero Agustín Legorreta pida que se reprivatice
la banca después de lo de Guadalajara, me parece sintomático: introduce el tema
de la banca de nuevo porque, a pesar de todo, la banca dio muestras de una
vitalidad que se puede poner en alto, generó un grupo de presión dentro del
sistema, un grupo sostenido en una enorme potencialidad financiera y económica.
Ese grupo y su poderoso instrumento público podrían sustentar perfectamente
cierto viraje económico. Es un actor presente y activo que puede complicar más la
sucesión no como designación del candidato sino como proceso político de
definición de proyecto, programa y equipo. A mí me parece entonces que al sector
empresarial habría que verlo como un actor en movimiento, no sólo como un
soporte que, una vez restaurados los daños, se afilia de nuevo al sistema. Creo
que para ellos no está claro todavía que el sistema va a reproducirse fácilmente a
su favor y están actuando con una estrategia de contención.

Héctor Aguilar Camín: En efecto, un factor que guía la sucesión es el de la política


económica. Creo que tiene tres lados, a los que habrá que darle una respuesta
nueva a partir del destape. Está en primer lugar el problema de la deuda, que ha
tenido una solución transitoria -no lo decimos nosotros, lo dice el propio gobierno-.
Como apunta Cordera, está en veremos incluso si este arreglo transitorio va a
llegar a buen término, pero es evidente que el problema estructural de la deuda va
a volver a plantearse otra vez, y desde el primer mes de gobierno del siguiente
presidente. El segundo aspecto tiene que ver con el salario y con el empleo.
Parece evidente que no podemos plantearnos, en el momento de mayor acceso
demográfico a la fuerza de trabajo, otros cuatro años de recesión y de no creación
de empleo. Por tanto, en tercer lugar está el tema del crecimiento y ¿qué tipo de
crecimiento? ¿Es verdad que estos primeros brotes exportadores son una simple
consecuencia de la caída de la demanda interna o son manifestaciones iniciales de
lo que este gobierno llama cambio estructural?

Aparte de estos problemas de política económica, hay por lo menos otras dos
cuestiones inminentes para la agenda del sucesor de Miguel de la Madrid. Primero,
la relación con Estados Unidos que se va a plantear de inmediato como una
realidad, justamente en la negociación de la deuda y del tipo de política económica
que va a seguir México. Está bastante claro que, al igual que los empresarios, los
Estados Unidos quieren más de lo mismo. De acuerdo. Pero, en el supuesto de que
funcionara la economía abierta exportadora que es el eje de la propuesta
lamadridiana, vamos a encontrarnos en Estados Unidos con una tendencia
proteccionista que viene realmente de abajo y está apoderándose crecientemente
del Congreso. Es ahí, en el marco de la lucha comercial de Estados Unidos con
Japón y con Alemania Occidental, donde vamos a tener otro grave desencuentro
coyuntural con el comportamiento de la economía norteamericana. En el sexenio
pasado crecimos mucho y solos, mientras Estados Unidos y los países industriales
se mantenían en una recesión. Fue una de las razones estructurales del crack
mexicano. Ahora vamos a abrirnos comercialmente al exterior cuando Estados
Unidos tiende a cerrarse. Esta divergencia desdichada va a poner el tema de la
relación con Estados Unidos en el primer plano de la agenda, ya no sólo por la
política exterior hacia Centroamérica, sino por cuestiones muy concretas de
comercio y de viabilidad del modelo exportador mexicano. El segundo tema
inaplazable es lo que habría que llamar la reforma democrática o simplemente la
reforma. Parece evidente que hace falta una reforma, otra. Una reforma en los
procedimientos, una reforma en el PRI y una reforma en el Estado, que tiene que
ver centralmente con la discusión que hemos tenido aquí en torno al
presidencialismo que ha sido y al presidencialismo que será.

José Carreño Carlón: Dos aspectos sobre la agenda. El primero, lo que Aguilar
Camín llamó la "exclusión" de los sectores medios y el rechazo de éstos al
régimen. Yo no le llamaría exclusión. Cuando se configuró este régimen y sus
métodos de ejercicio y transmisión del poder esos sectores medios no estaban
incluidos, no existían o existían marginalmente y no importaba tanto su rechazo.

Estos sectores, beneficiarios del régimen en lo material, se reprodujeron ideológica


y políticamente al margen o confrontados con el régimen, pero su rechazo era
pasivo: vivían en una especie de silencio escéptico o de menosprecio: "Que
gobiernen éstos", parecían aceptar resignados. Pero esos sectores medios han ido
creciendo en número y en activismo político. En los años setenta se da el salto de
la pirámide demográfica y se llega a más del 50% de población urbana respecto a
la rural. Es una realidad para la que no estaba construido el régimen. No fue
diseñado, digamos, para esa población más moderna, con escolaridad, con otras
opciones, información distinta. Entonces, aquí hay un primer reto para la agenda
de la transmisión: ¿cómo incorporar la participación -que será creciente- de estos
sectores medios? Pero el régimen tiene un segundo problema, tan grave o más
que el primero: sus propios clientes, los que le dieron vida y aliento, los inscritos
desde el principio en su dinámica popular, nacional. Esos factores y sectores sí
están siendo excluidos, primero gradualmente y aceleradamente en estos últimos
cuatro años de los aparatos políticos y administrativos que los servían en términos
clientelares: Banrural, Conasupo, Reforma Agraria. Entonces allí está el otro reto:
¿cómo conservar la clientela tradicional del régimen?

El problema es más complejo: los antiguos fieles -campesinos, obreros- desertan


de las filas institucionales porque éstas ven disminuidas drásticamente los haberes
a distribuir, y sus descendientes ya no se enrolan porque ascendieron o aspiran a
acceder a las filas urbanas de los estratos medios.

Otro problema es Estados Unidos. Abundo en lo que decía Soledad Loaeza. En


agosto de 1986 cuando todavía no se renegociaba la deuda, el Wall Street Journal
fue explícito: los banqueros no quieren prestar -decía- porque el régimen de
transmisión del poder en México es impredecible, no se sabe qué va a pasar el año
próximo. Lo que se ve ahora es que hubo algún acuerdo coyuntural. No creo que
digan: apoyemos otra vez al régimen político mexicano. Lo que parecen decir es:
"En este tránsito, presionar por un cambio político sería contraproducente para
nosotros, traería más riesgos que seguridades para nuestros dineros. Vamos a
brincar este tránsito y luego nos vemos". Algo parecido se plantea el capital o la
burguesía nacional. Después de todos sus esfuerzos por construir sus propias
alternativas políticas no creo que tampoco hayan vuelto a santificar al régimen: "te
apruebo otra vez. Vuelve a gobernar como antes, con tu absolutismo que ahora
me favorece". Independientemente de su táctica anuente, apaciguada en este
brinco sexenal, creo que sigue vigente su estrategia de contar con sus propios
recursos políticos para no volver a abdicar de la política. Ahora bien, a la vista de
un juego sucesorio que les es ajeno y que a la vez no ofrece opciones por la
homogeneidad de los competidores y por lo mismo no da motivos de
preocupación, las preguntas que se hacen estos actores no es como hace seis, o
doce o dieciocho años: ¿quién va a ser el Presidente? sino ¿qué régimen
queremos? ¿qué Presidencia va a haber en adelante? Y están jugando este tránsito
sexenal "bajo protesta", como se dice en el beisbol: "Jugamos porque no tenemos
de otra, pero es la última vez que lo hacemos con estas reglas".

Nexos: ¿Cuál puede ser el panorama propiamente electoral?

Juan Molinar: Creo que ahí también habrá más de lo mismo, lo cual es grave para
el régimen. Las tendencias de los últimos años señalan que día a día pierden
votación en los contextos urbanos. Como se sabe, los sectores medios están
fraccionalizando más su voto. No es que sean de derecha. Revísense los distritos
electorales en zonas donde dominan sectores medios y no se encontrará una
votación elevada del PAN. Se encuentra una votación baja por el PRI y una
dispersión enorme del resto del voto. La clientela del PSUM es de sectores medios,
la clientela del PMT es de sectores medios y la del PMS seguirá siendo de sectores
medios. Exactamente la misma clientela que el PAN. Uno tira correlaciones
votación PAN-PMT o PAN-PSUM y son altas, positivas. Pero las tres son altas y
negativas con respecto al PRI. Entonces no es un problema de derechización de
los sectores medios, es un problema de fragmentación de esos sectores. En otras
palabras, los sectores medios se comportan en México como en todo el mundo:
votan por todo el espectro político y no nada más a la derecha. En esto vamos a
ver más de lo mismo, lo cual es malo para el PRI.

Nexos: Más de lo mismo es también que el candidato presidencial del PRI supere
una vez más en número la votación de su antecesor.
Carlos Pereyra: Creo que habría que incluir en la agenda el asunto de la
democracia electoral. Si la historia de este país hubiera hecho posible un sistema
de partidos menos desigual, el PRI perdería estas elecciones. Con el problema
económico que este país tiene, si hubiera un sistema de partidos menos desigual,
dado el deterioro, cualquiera que fuera el candidato priísta, ya sea uno
directamente comprometido con la política económica o uno menos comprometido
con ella, sería un candidato derrotado. No va a ocurrir, el PRI va a ganar. Pero el
PRI no sólo necesita ganar las elecciones sino que necesita ganarlas con un
margen impresionante, tiene que batir el récord anterior. A lo mejor esta vez ya no
se vuelve tan indispensable eso y el candidato del PRI admite ser presidente electo
con una votación total que no supere a la votación de su antecesor. Es posible que
el nuevo clima nacional vuelva innecesario ese récord. Aun así creo que va a haber
muchos fraudes, porque con la elección presidencial vienen las de diputados,
senadores, etcétera, y no creo que el sistema de gobierno esté en condiciones de
aceptar un alto número de triunfos de la oposición, casi todos ellos, por desgracia,
de la oposición panista. Entonces va a haber fraude y el asunto de la democracia
electoral cobrará de nuevo una enorme importancia. Por eso creo que la agenda
del sucesor tendría que incluir también qué se va a hacer con la legislación política.
Ha sido reformada varias veces, pero me parece que sigue necesitando nuevas
modificaciones para hacer creíble para la población nuestros procesos electorales.

Arturo Warman: El impacto de la crisis sobre la población fue brutal pero tuvo
varios colchones que estamos empezando a descubrir, un poco a posteriori,
espacios que no pensábamos que servirían para resistir la crisis pero que
cumplieron este papel. Uno de ellos fue la Reforma Política, diseñada en un
momento de bonanza que actuó efectivamente en la escasez como un espacio de
descompresión del malestar creciente entre la población. Creo que este espacio de
descompresión se agotó ya por casos como el de Chihuahua y la necesidad de
fraudes crecientes, por demandas de participación de la oposición en las cámaras y
por demandas de la población de expresiones políticas eficaces que no sean
simplemente escapes. ¿Qué hacer con la Reforma Política?, se vuelve un tema
candente en la agenda. Dadas las circunstancias, profundizarla implica el riesgo de
que pierda el PRI, de que tal vez pierda gobiernos de los estados y que se pierda
mucho en las cámaras.

Otro de los factores de descompresión que va a estar en la agenda es que el


actual gobierno no ha sido represivo. Esto también ha sido un colchón y ha
permitido fenómenos nuevos, como el aprovechamiento del espacio político no
reprimido por sectores antes inexistentes como los estudiantes. Pero también dio
facilidades a los narcos, que se metieron hasta el cuello en varias regiones. Creo
es otro problema de la agenda: ¿con qué vías cuenta el Estado para no recurrir a
la represión en condiciones donde el espacio de la no represión está muy confuso?
Nexos: En un sistema cerrado como el de la sucesión mexicana, la persona es tan
importante como la estructura o los problemas que va a enfrentar. ¿Qué
podríamos decir de los precandidatos?

Carlos Pereyra: Se tiende a tener opiniones sobre los C. candidatos en función de


los cargos que han desempeñado. Por ejemplo: está más o menos extendida la
opinión de que Manuel Bartlett podría ser el hombre duro. Me temo que esta
opinión no tiene más sustento que el hecho de que hablamos del Secretario de
Gobernación. Ahora, incluso como Secretario de Gobernación no creo que haya
elementos que avalen esa tesis del hombre duro. De hecho, varios conflictos
electorales que parecían derivar en situaciones muy conflictivas, fueron manejados
sin usar métodos duros. Otro ejemplo: Salinas de Gortari. Una opinión extendida
es que garantiza la continuidad de la política económica. Incluso se le atribuye que
es, en buena medida, el operador, el gestador de la actual política económica. No
lo sé. El actual presidente tuvo un cargo parecido en el sexenio pasado y asumió
una política económica muy distinta a la que él ahora lleva a la práctica y jamás
hizo pública su objeción a aquella política económica. Lo mismo podría decirse de
Alfredo del Mazo o cualquiera de los otros precandidatos: su desempeño actual no
indica la clase de presidente que podría ser.

José Carreño Carlón: Es que es muy dramática la contradicción del trance


sucesorio en el sistema mexicano. Por un lado, tendemos a pensar en que, por
instinto, el designador busca un sucesor en función de las afinidades que tiene con
él, de la continuidad de su política, de la continuidad de sus alianzas, de sus
relaciones. Por otro lado, existe el instinto del régimen, del sistema, que busca una
renovación de expectativas, un cambio de expectativas también de orden sexenal.
Siempre ha sido mecánica amortiguadora del régimen que cada sexenio se corrijan
políticas, se excluyan y se renueven grupos. Entonces, se vive esa contradicción
muy viva entre el interés y el instinto del designador y el interés y el instinto de
sobrevivencia y de reproducción del sistema.

Arturo Warman: Yo agregaría un problema particular de esta sucesión. La actual


administración ha hecho gala de constituir un equipo homogéneo. Ha roto
parcialmente con la tradición de formar gabinetes a partir de grupos heterogéneos
dentro del partido. Esto introduce una dificultad adicional al hablar de las personas
porque las diferencias entre ellas son mínimas. Entre los que suenan hay
diferencias, pero ninguna sustantiva como para permitir definir, desde mi punto de
vista, una opinión política respecto a los candidatos. Entonces por la agenda que
va a tener que enfrentar el candidato, cualquiera que sea, me temo que en
muchos aspectos vamos a tener otro caso como el de Echeverría. Es decir, vamos
a descubrir a un político clandestino que deja de serlo cuando es nombrado
candidato y más aún cuando es electo presidente.

José Carreño Carlón: Creo que no es tan característico de este sexenio la


homogenización del equipo gobernante. Es una tendencia que se viene dando
desde el gabinete de Díaz Ordaz. Desde entonces, los gabinetes se vienen
haciendo con grupos cada vez más afines al jefe del ejecutivo y cada vez menos
representativos de corrientes. La homogenización crea otra pequeña locura. El
régimen presidencial es por definición un régimen altamente personalizado, pero al
aspirante se le exige el más alto grado de despersonalización. Debe ocultar sus
características propias, sus tendencias propias y parecer siempre el más afín con el
dedididor. Este es otro rasgo crítico de nuestro régimen sucesorio: en un país que
tiene tantos elementos de modernidad en su vida cotidiana -una sociedad
escolarizada, informada, organizada, de reflejos muy vivos- hay un esquema de
transmisión de poder tan oscuro, tan impredecible. Esta impredecibilidad del
régimen, es uno de los puntos de mayor desconfianza, tanto del gobierno como de
las fuerzas reales -el capital, el trabajo, el imperialismo-. Lo llegan a decir
expresamente: no es confiable un régimen tan impredecible cada seis años. A esto
hay que agregar lo que ha dicho algún político con buen humor: el instinto adánico
del presidente naciente, su sensación de que está inventando el mundo y que
empiezan a hacerse todas las cosas. Yo advierto en la clase política y en críticos
serios de opinión, una especie de huelga en el análisis de personas, como sí
dijeran: "No me toca a mi decidir, no sirve de nada lo que digamos", porque no
hay elementos racionales para el análisis o hay que hacer un esfuerzo demasiado
multidisciplinario que incluye la sicología, la sociología, la cábala, la heráldica, la
biorritmia.

Héctor Aguilar Camín: Yo coincido y no. La sucesión es un volado, pero un volado


circunscrito a ciertas posibilidades. Es perfectamente posible encontrar una cierta
racionalidad no de pronóstico, pero de ciertas variables que

///////////faltan en la revista las siguientes páginas de la 43 a la 50.

01/03/1986

Democratizar al DF: Urnas para la urbe

Carlos Pereyra.

Dibujos de José Hernández


En agosto de 1928 se creó una situación anómala que casi sesenta años después
se torna cada vez más insostenible. En esa fecha se suprimió el régimen municipal
en el Distrito Federal y desde entonces el presidencialismo extremo del sistema de
gobierno vigente en nuestro país, encuentra aquí una de las manifestaciones que
en mayor medida generan una situación de patología social. En virtud de la
involución aprobada entonces, el artículo 73 constitucional establece que "el
gobierno del Distrito Federal estará a cargo del Presidente de la República, quien lo
ejercerá por conducto del órgano u órganos que determine la ley respectiva". Hace
más de medio siglo la oposición de izquierda y de derecho se han venido
pronunciando infructuosamente contra esa medida que nulificó la participación de
la más abigarrada concentración humana (9.3 millones de personas según el censo
de 1980) en la elección de autoridades locales y canceló la incierta vigilancia del
poder político que los ciudadanos pueden ejercer mediante sus votos. El DF ha
sido durante casi seis decenios víctima del centralismo que subyace bajo la figura
jurídica del régimen federal.

Varias han sido las formas de administración del DF. Antes de las modificaciones
introducidas en agosto de 1928, durante la gestión de Plutarco Elías Calles,
coexistieron un gobernador, dependiente en linea directa del titular del Ejecutivo
Federal, y una organización municipal de elección popular. Desde que se suprimió
el régimen municipal se han expedido varias leyes reglamentarias: en diciembre de
1928, 1941, 1970 y 1978, sin que ninguna de ellas haya devuelto la participación
electoral a los semiciudadanos del DF. Mas allá de la importancia relativa de
algunos cambios, se mantiene inalterada en lo sustancial la estructura política. No
se ha incorporado ninguna reforma favorable a la democratización y parece
conservar toda su validez -ciento treinta años más tarde- el penetrante comentario
de Francisco Zarco (en su Historia del Congreso Constituyente de 1856). "no
queda, pues, al Distrito ni la más remota esperanza de dejar de ser el paria de la
Federación ".

La denuncia de esta situación no ha sido privativa de partidos opositores; también


especialistas en derecho constitucional se han expresado en el mismo sentido. Así
por ejemplo, Jorge Carpizo escribe en El presidencialismo mexicano (Siglo XXI,
1978): "La reforma de 1928 es contraria a la historia constitucional de México, en
la cual se puede ver que los habitantes de su ciudad capital siempre habían tenido
el derecho político de nombrar a sus gobernantes. El sistema municipal había
tenido una amplia trayectoria en la capital mexicana hasta que fue suprimido en el
año citado. A partir de entonces, los habitantes del DF están privados de derechos
políticos en cuanto a su régimen interior". Si en el resto del país, el municipio libre
es con frecuencia mera fórmula retórica debido a despotismos caciquiles, agobios
financieros o subordinación a gobiernos estatales, en el DF la cuestión es mucho
peor pues a sus habitantes se les arrebató inclusive la posibilidad abstracta de
influir en las decisiones a través de las urnas. No hace falta, sin embargo, ninguna
sensibilidad excepcional para advertir hasta qué grado tal situación hace agua ya
por todos lados.

En efecto, la creciente complejidad económica, social y política de la vida en el DF


vuelve muy difícil sostener el verticalismo en la designación de sus autoridades.
Hasta la mayoría priísta en la Cámara de Diputados se hace cargo ocasionalmente
de ello, como lo muestra el hecho de que en el dictamen elaborado por la
Comisión de Programación, Presupuesto y Cuenta Pública, en referencia a los
resultados de la hacienda del DF en 1981, se anota: "la situación critica a la que se
ha llegado obliga a esta soberanía a llamar la atención sobre la necesidad
inaplazable de... propugnar cambios fundamentales en la organización urbana del
DF en sus aspectos políticos, económicos y administrativos. En especial, es preciso
avanzar en el establecimiento de formas más efectivas de participación
democrática en las decisiones del gobierno del DF". La magnitud de los problemas
de toda índole en la entidad más poblada del país, así como su impacto en el
manejo administrativo y en la gestión financiera de sus gobernantes, son
incompatibles con el funcionamiento de un régimen político que obedece a
designación desde arriba y no a elección desde abajo.

El régimen político prevaleciente en el DF permite que las autoridades locales se


desentiendan de la presión que supondría, en otras circunstancias, la necesidad de
presentarse ante el electorado. Ello posibilita, a su vez, que en la asignación de
recursos se impongan criterios burocráticos no siempre coincidentes con las
necesidades de la población o, peor aún, intereses pecuniarios de las propias
autoridades. La raíz de la corrupción no está, como pretende el discurso moralista
de la derecha, en quién sabe qué rasgos subjetivos de la actual dirección política,
sino en la falta de vigilancia social sobre el ejercicio del poder. Esta ausencia se
deja sentir en el gobierno del DF quizá más que en cualquier otro lugar del aparato
estatal. Para ilustrar como la asignación de recursos se desvía, por esa falta de
vigilancia social, según caprichos burocráticos, basta recoger algunos ejemplos -sin
duda menores- extraídos del dictamen mencionado. Mientras en el apartado
referido al Transporte urbano se indica que éste sufrió "una disminución en sus
metas programadas principalmente respecto a las de ampliación de capacidad" (se
habían presupuestado originalmente 35 mil 200 millones de pesos y sólo se
ejercieron 33 mil 700) y en el rubro de agua potable se señala que ciertas metas
"no se cumplieron en su totalidad como es el caso de la conservación de la red de
agua potable", en cambio en el renglón de mejoramiento urbano se subraya que
"el presupuesto de egresos original se incrementó en 6 mil millones de pesos...
radicando gran parte del incremento en que la meta propuesta de sustituir 25 mil
373 lámparas de mercurio por lámparas de vapor de sodio fue superada en forma
considerable ya que se instalaron 102 mil 263 lámparas (400 por ciento más de lo
proyectado)".

Una experiencia prolongada ya casi sesenta años muestra la relación existente


entre monopolio político y servicios públicos. Hay elementos suficientes para
adelantar la hipótesis de que allí donde las autoridades no están sometidas a la
confrontación política y al relativo control de la sociedad derivado de los procesos
electorales, la calidad de los servicios públicos tiende a disminuir. Para muchos
habitantes de esta megalópolis, obtener algo tan elemental como agua para uso
cotidiano, se vuelve motivo de sufrimiento. Algo semejante se puede afirmar en
relación con las dificultades sin límite que enfrentan millones de personas para
trasladarse todos los días al trabajo. No se puede imaginar que se mantendría la
pésima calidad de los servicios públicos si los cargos administrativos dependieran
de la votación popular, en condiciones donde fuera factible la sustitución del
partido gobernante.

La endeble argumentación presentada por quienes defienden -desde el poder- la


conveniencia de congelar a los capitalinos en calidad de subciudadanos incapaces
de elegir a sus autoridades locales, exhibe por sí misma hasta qué punto es
insostenible la decisión de someter a millones de habitantes a una administración
designada por el titular del Poder Ejecutivo y sobre la cual los gobernados no
pueden ejercer siquiera la más elemental forma de participación: depositar su voto
en las urnas. Desde que el gobierno optó en 1928 por suprimir el ayuntamiento de
la capital, el conglomerado humano más compacto del país ha vivido una suerte de
marginación política paralela a la que en los planos económico y social padecen
muchos de sus integrantes. Han transcurrido ya varios decenios sin que la
oposición de izquierda y derecha haya te nido el menor éxito en su demanda de
restaurar los derechos políticos de los capitalinos, no obstante el autoritarismo
estimulado por la renuencia oficial. Si en las más recónditas aldeas de la geografía
mexicana los caciques imponen la ley de la fuerza para anular los derechos
ciudadanos, en el lugar de máxima concentración demográfica se produce el
mismo resultado mediante la fuerza de la ley.

No convence a nadie el criterio oficial de que los pobladores del DF no pueden


elegir a sus autoridades locales por habitar en la región sede de los poderes
federales. En países donde los procedimientos democráticos operan con cierta
regularidad, no hay impedimento alguno para que en sus capitales convivan
autoridades centrales y locales electas por voto ciudadano. Tampoco hay ningún
obstáculo en México para la presencia simultánea de autoridades estatales y
municipales surgidas por votación en las capitales de los estados. La idea de que
un gobernador electo en el DF acumularía poder excesivo y representaría una
amenaza para la dignidad presidencial es apenas un resabio de épocas anteriores
a la consolidación institucional alcanzada en nuestro país. Aun si se concediera
algún peso a esa creencia por lo que respecta al jefe del Departamento del Distrito
Federal, carece por completo de validez en referencia a la posibilidad de elegir
delegados, concejales o un Congreso local.

Todavía más inadmisible, si cabe, es la tesis según la cual los capitalinos al elegir
Presidente de la República, de hecho eligen a su gobernador. Según este
planteamiento bien podrían suprimirse todos los cargos de elección popular y
otorgar al jefe del Poder Ejecutivo la facultad de designar a la totalidad de los
senadores, diputados, gobernadores, alcaldes, etc. Si se considera redundante que
los semiciudadanos del DF elijan a sus autoridades locales, con la misma ausencia
de lógica podría sugerirse que se delegara en los gobernadores la capacidad de
designar a las autoridades municipales. En la misma sesión donde anunció la
consulta sobre la democratización de la metrópoli, Ramón Aguirre tuvo la audacia
de afirmar que la capital de la República "es una ciudad privilegiada porque está
gobernada por el señor Presidente de la República, porque sus asuntos legislativos
se atienden por el Congreso federal; es la única entidad que tiene ese privilegio".
Como se advierte, los desbordes cortesanos no son privativos de los regímenes
monárquicos y florecen también en las repúblicas presidencialistas. Pero si es
privilegio de la capital carecer de autoridades electas por sus habitantes, entonces
la consulta no debe examinar la posibilidad de un cambio en la situación jurídico-
política del DF, sino la supresión de las elecciones locales en el resto del país,
evitándole a la provincia la injusticia de no gozar tal privilegio.

En efecto, es notoria la debilidad del argumento, pues el régimen municipal en la


ciudad de México tendría con los poderes federales la misma relación que el
ayuntamiento de las capitales de estado con los respectivos poderes estatales. La
experiencia de todas las entidades de la federación, en cuyas ciudades-capital
coexisten autoridades municipales y poderes estatales, basta para exhibir como
falacia la idea de que el conflicto de poderes es inevitable cuando éstos coinciden
en una misma localidad. La Constitución permite deslindar, sin duda posible, la
jurisdicción de cada instancia gubernamental y la coexistencia de gobierno federal
y ayuntamientos en la ciudad de México no ofrecería dificultad alguna. Así lo
entendió el Congreso Constituyente de 1917 al desechar la parte del proyecto
carrancista que negaba a la ciudad de México la elección directa del ayuntamiento.
En octubre de 1918 Carranza volvió a la carga en su pretensión de abrogar la
elección municipal en la ciudad de México, enviando al Congreso una iniciativa
según la cual "la adopción del municipio regido por ediles de elección popular, con
fundamento político y administrativo de la capital, lejos de responder a las
conveniencias prácticas, pugna con ellas. Efectivamente, en el tiempo que lleva de
funcionar el Ayuntamiento de la Ciudad de México, electo popularmente, las
deficiencias en varios de los servicios públicos, debidas principalmente a la falta de
elementos pecuniarios, se han venido acentuando hasta constituir un importante
problema que reclama entera y pronta resolución. Los ingresos municipales no
pueden cubrir sino una parte de los egresos... en consecuencia no es lógico ni
sostenible jurídicamente la existencia del Municipio de México, con la asamblea
producida por el sufragio popular, mientras no esté capacitado para vivir por sí
mismo".

Tampoco esta vez prosperó en la Cámara de Diputados la intención de excluir a la


metrópoli de la posibilidad de tener autoridades electas. Ninguna capacidad de
convencimiento tenía la idea de que las deficiencias en los servicios públicos,
producidas por dificultades de financiamiento, debían conducir a la eliminación del
ayuntamiento elegido por los ciudadanos. El afán de no incluir a la capital de la
República en la estructura general fundada en el municipio libre como base de la
organización política del país, nada tenía que ver con la cuestión de los recursos
pecuniarios. La argumentación orientada a inhibir los derechos políticos de una
porción enorme de mexicanos, con base en el pretexto de que la dependencia
económica del DF le impide convertirse en un estado con títulos equivalentes a los
de otras entidades se reitera, sin rubor, en un marco de déficit hacendario
generalizado.

Una mínima reflexión sobre los argumentos formulados para mantener el status
quo en el DF, permite concluir que no se cree correcto ni conveniente cambiar el
tipo de gobierno en la capital del país, sólo por temor al libre juego de las
corrientes políticas: se renuncia, pues, al ejercicio pleno de la confrontación
democrática. Nadie ignora el hecho de que esta metrópoli es el centro político,
económico y cultural determinante del conjunto nacional. Se da la paradoja
antidemocrática, sin embargo, de que allí donde se condensa parte fundamental
de la actividad económica, el núcleo medular del quehacer político y un volumen
muy significativo del movimiento ideológico-cultural mexicano, los habitantes se
encuentran con sus derechos políticos disminuidos. Si las autoridades capitalinas
tuvieran que enfrentar, al menos, el desafío electoral, es de presumir que habría
mayor atención oficial a las condiciones de vida en esta metrópoli. Los intereses
que se oponen a la democratización del gobierno capitalino no tienen origen, por
supuesto, en la preocupación por mejorar la calidad de la vida urbana.
Si se exceptúa el izquierdismo primario que se desentiende de los procesos
electorales creyendo que los canales institucionales desvirtúan las luchas sociales-
aunque sólo consigue con ello ensanchar el abismo que separa al grueso de la
población de la política-, nadie fuera del PRI considera legítimo prolongar por más
tiempo la restricción a los derechos ciudadanos de los capitalinos. Inclusive dentro
del PRI se pronuncian voces favorables a la modificación sustancial de la Ley
Orgánica del DDF. El criterio porfirista (más administración y menos política) ha
probado no ser el mejor camino para solventar la problemática urbana. El
contenido latente de la renuencia gubernamental a conceder espacio a la
democracia política en el DF, es el temor a una confrontación política que
adquiriría intensidad mayor que en cualquier otra región del país, como lo prueba
el hecho de que en las últimas dos elecciones federales, por lo menos, el DF fue el
único lugar donde el PRI no obtuvo la mayoría absoluta de los votos emitidos. Sin
embargo, la situación de la capital no admite ya remedos de participación y exige
una verdadera incorporación de la sociedad en las tareas obligadas para solucionar
los problemas urbanos. Esto incluye, por supuesto, sustituir a las autoridades
designadas por otras electas.

01/01/1986

Democracia y revolución

Carlos Pereyra.

Dibujos de Zalathiel Vargas

Quienes imprimen intencionalidad socialista a su actividad política, mantienen con


frecuencia una relación problemática y conflictiva con los propósitos democráticos.
Tal afirmación es recibida, sin embargo, con sorpresa y molestia por la mayor
parte de la izquierda, la cual parte del supuesto de que sus aspiraciones socialistas
se identifican, por definición, con el más estricto sentido de las preocupaciones
democráticas. Toda vez que muchos militantes de izquierda están convencidos de
que su acción política se desenvuelve en nombre de las clases trabajadoras que
constituyen la aplastante mayoría de la sociedad, no les cabe la menor duda de
que esa acción es de suyo democrática. Plantear objetivos socialistas significa,
desde esta perspectiva, actuar en función de los intereses populares mayoritarios
contra la propiedad y privilegios de una minoría reducida. ¿Qué puede ser más
democrático que esta vinculación voluntaria y consciente de la actividad propia con
los intereses mayoritarios de la población?
La identificación automática de mayoría y democracia es justificada, en este
contexto, inclusive si las mayorías en cuyo nombre se actúa, permanecen ajenas e
indiferentes a esa actuación. Así, puede llegarse al extremo aberrante de suponer
que asaltar un banco o secuestrar a una persona no son delitos, sino actos
políticos en virtud de la intencionalidad de quienes ejecutan tales actos y, más
aún, actos democráticos debido a que se realizan en nombre de la lucha contra el
capitalismo. Si bien, dada la vocinglería publicitaria orientada a identificar libre
empresa, libre mercado y democracia, tal vez debe hacerse explícito que la
defensa del capitalismo no es en sí misma democrática y, por el contrario, las más
de las veces esa defensa conduce a las posiciones más antidemocráticas, debe
subrayarse con la misma fuerza que la lucha contra la propiedad privada tampoco
es en sí misma democrática. En efecto, la eliminación de la propiedad privada no
equivale por sí misma a la democratización de la sociedad.

Régimen de propiedad privada y democracia política tienden a ser incompatibles


en el sentido de que la preservación de aquél -en circunstancias difíciles para ello-
muy probablemente conduce a la destrucción de ésta: es de esperar que las clases
dominantes en la sociedad capitalista recurran a cuanta prueba de fuerza y medida
antidemocrática sean posibles, antes de tolerar que la vigencia del sistema político
democrático ponga en peligro la subsistencia misma del principio de su
dominación. Esto no significa, sin embargo, que sea impensable la construcción de
amplios espacios democráticos en las sociedades capitalistas. Una abundante
experiencia histórica (concentrada más bien en países de capitalismo temprano y
endógeno) muestra la viabilidad de la construcción democrática en el capitalismo.
Ni siquiera podría afirmarse que sea impensable el fracaso de las clases
dominantes en su eventual intento de anular la democracia para preservar por
medios represivos el principio de la propiedad privada.

En nuestros países de capitalismo tardío y dependiente está más o menos


difundido el mito de que el poder sólo puede arrebatarse por la fuerza y que una
política democrática de izquierda está de antemano condenada al fracaso. Ese mito
descansa en una falacia monstruosa e incompatible con tesis fundamentales del
materialismo histórico, es decir, la idea de que el poder es una cosa que alguien
detenta por la fuerza y a quien, por tanto, le debe ser arrebatada con los mismos
procedimientos. El poder es una relación social, no una cosa. No esta en la punta
del fusil ni en el cajón de un escritorio. Si bien las relaciones de poder se
condensan en el Estado y, particularmente, en los órganos de gobierno, por lo que
surge la apariencia de que quienes controlan esas instituciones tienen por ello sólo
el poder, lo cierto es que se trata de relaciones sociales. Concebir el poder como
una cosa que puede ser tomada conduce al abandono de la política, es decir, de la
actividad orientada a conservar o modificar el sistema de relaciones sociales con
base en la voluntad organizada de los miembros de la sociedad. En condiciones
excepcionales de quiebra profunda del aparato estatal (que históricamente se
presentan muy de tarde en tarde), una minoría organizada puede derrocar
mediante un golpe de fuerza a las autoridades establecidas y plantearse el
propósito de incorporar la mayoría de la sociedad a la tarea de construir un nuevo
sistema de relaciones sociales. En estos casos la minoría tiene la capacidad de
desplazar a las antiguas autoridades más por el resquebrajamiento del antiguo
Estado que por la construcción democrática de hegemonía socialista, por lo que el
nuevo sistema de relaciones sociales sólo podrá adquirir carácter efectivamente
socialista si después del golpe de fuerza se procede a esa construcción
democrática de la que pudo prescindirse -por las circunstancias excepcionales
aludidas- antes de la toma del poder. En caso contrario, esa minoría -más allá de
la bondad de sus intenciones- estará en posibilidad de estatizar la propiedad, pero
no podrá abrir paso a la organización socialista de la sociedad.

Así pues, si en la sociedad no se ha logrado acumulación democrática antes de que


una fuerza política de orientación socialista se haga cargo del gobierno, entonces
esa acumulación es indispensable ex post. ahora bien, ¿de qué democracia se
trata? En nuestros países de capitalismo atrasado, no obstante las posibilidades
abiertas por el potencial desarrollo de las fuerzas productivas, grandes segmentos
de la población permanecen al margen de mínimas condiciones de bienestar
-prerrequisito del funcionamiento democrático del sistema político. En nuestros
países la realidad social está marcada ante todo por la miseria de muchos. Millones
de personas viven su existencia toda en medio de la presencia dramática del
hambre y la desnutrición, sin empleo regular, al margen de las instituciones de
salud, sin acceso a vivienda, con mínimos servicios de agua, drenaje, luz, etc., sin
posibilidad de ir, en el mejor de los casos, más allá de niveles básicos de
escolaridad que apenas permiten mal insertarse en el tejido laboral. En estas
circunstancias, no puede extrañar que los socialistas desarrollen una visión de las
cosas donde la democracia desempeña un papel de segundo orden, pues resulta
prioritario luchar por un orden social que garantice igualdad y justicia social.

Entonces, no es motivo de sorpresa si el concepto democracia acaba perdiendo su


contenido propio. Termina por considerarse que una lucha política empeñada en
lograr un régimen social donde empleo, educación, salud, vivienda y alimentación
sean realidad universal es, de manera automática, una lucha por la democracia.
Desde siempre hay la tentación de asociar el significado estricto del concepto
democracia a las ideas de igualdad y justicia social, por lo que no parece
demasiado arbitrario denominar democrática una política que, sin embargo, no se
preocupa por la democracia política sino sólo por eliminar propiedad privada,
explotación y, en general, el orden social sustentado en dramáticas injusticias y
abismal desigualdad en la distribución de la riqueza producida con el trabajo
conjunto de la población. La experiencia histórica ha dejado claro, en cualquier
caso, que la lucha contra el capital no va acompañada de manera automática del
espíritu democrático. El igualitarismo prescinde sin dificultad de la democracia.

Puede invocarse con razón una amplia gama de factores y circunstancias históricas
específicas en virtud de las cuales el triunfo de fuerzas políticas que actuaron
conforme a un proyecto socialista, no desembocó en construcción democrática del
nuevo orden social. Más allá de los factores y circunstancias que intervinieron para
conformar de cierta manera el sistema que surge de los despojos de la autocracia
zarista en Rusia, del aniquilamiento del ejército nazi en Europa Oriental, de las
sublevaciones campesinas en China, del derrumbe de la estructura colonial en
ciertas regiones de Africa y el sureste asiático y de la incapacidad para constituir
un Estado nacional en Cuba; más allá, pues, de las particularidades históricas
concretas de cada caso, el nuevo orden social excluye la democracia, también por
razones imputables a la propia ideología de quienes dirigieron la lucha política en
esos lugares.

En efecto, la ideología del socialismo revolucionario con frecuencia cree descubrir


en la democracia Política una forma sin otra función que edulcorar el régimen de
propiedad privada. Un razonamiento descabellado pero muy difundido pretende
que como la democracia no ha eliminado la explotación o la acumulación privada,
entonces es su aliada. Se opone por ello la democracia sustancial a la democracia
formal. En los hechos, sin embargo, la democracia sustancial consiste en la
inegable preocupación por las necesidades sociales, pero acompañada de la
despreocupación por cualquier institución democrática, aún si a veces operan
ciertos mecanismos de participación para atender asuntos locales inmediatos en un
espectro muy estrecho. La sustitución de la democracia formal representativa por
la democracia sustancial directa ha sido un juego de palabras para ignorar
pluripartidismo, autonomía de las organizaciones sociales, libre difusión de ideas e
información, libertades políticas, garantías individuales, es decir, el contenido
efectivo de la democracia, cuya realidad no desaparece porque se le llame formal.

Sin duda alguna las formas propias de la democracia representativa no son


suficientes para obtener la participación de la sociedad en la gestión de la cosa
pública. Esas formas tampoco definen canales idóneos para que la población vigile
la actuación de los órganos de gobierno. Parecen indispensables al lado de esas
formas, mecanismos que propicien la participación de la gente, en su calidad de
productores, consumidores, usuarios, etc. En cualquier caso, por amplia que sea la
red de organismos autogestionarios y por extendido que esté el ámbito de la
democracia directa, no hay razón alguna para que la ideología socialista se oponga
a la democracia formal representativa. En vez de excluirla para dar paso a una
pretendida democracia directa sustancial, habría que orientar los esfuerzos teóricos
y políticos en la vía de pensar y construir su complementariedad.

Es falsa la tesis reiterada de manera abusiva por el discurso de izquierda, en el


sentido de que -para decirlo con palabras de Agustín Cueva- "la democracia no es
un cascarón vacío, sino un continente que vale en función de determinados
contenidos". Si bien es obvio que no se trata de un cascarón vacío, en cambio para
nada es evidente de suyo que se trata de un continente que vale en función de
determinados contenidos. Por el contrario, es una forma de relación política que
vale en y por sí misma. Se puede afirmar que un régimen democrático no resuelve
por sí solo determinados problemas económicos y sociales; se puede decir también
que por sí solo no supone la consecución de determinados objetivos socialistas,
pero la afirmación de que sólo vale en función de determinados contenidos, exhibe
el menosprecio de la democracia frecuente en la izquierda. Los motivos de ese
desprecio son varios: a) la creencia de que la lucha por la democracia distrae
fuerzas y energías que debían ser dedicadas a la lucha por el socialismo; b) la
creencia de que pugnar por la sociedad capitalista significa asumir una política
reformista y excluir la opción revolucionaria; c) la creencia de que las
organizaciones políticas son expresión directa de las clases sociales.

Aunque pocos agrupamientos y personas de izquierda admitirían que su práctica


política y sus enfoques ideológicos se basan en el supuesto de la inminencia de
una crisis revolucionaria, lo cierto es que con independencia de la manera más o
menos borrosa como imaginen el tiempo necesario para el advenimiento de esa
circunstancia, el supuesto último de su actividad, actitudes y posiciones es la idea
de que su tarea es preparar la revolución. Es ampliamente compartida la idea
extravagante, pero digna de crédito para el sentido común, de que las
revoluciones ocurren porque alguna fuerza política las hace. Esa idea se apoya en
un conocimiento más o menos preciso de la literatura política elaborada en los
países donde se produjeron rupturas revolucionarias, pero se trata de un
conocimiento que no va acompañado de un saber equivalente sobre la situación
histórica en que se formuló tal literatura. Se extiende así la idea de que la situación
revolucionaria se produjo en esas sociedades, no como resultado de un proceso
histórico concreto e irrepetible, sino porque hubo la fuerza política dispuesta a
hacer la revolución. La izquierda revolucionaria actúa con base en el supuesto
(increíble cuando se lo formula de modo explícito con todas sus letras) de la
actualidad permanente de la revolución, es decir, con base en la creencia absurda
de que la revolución siempre es posible. Si ocurre o no es cuestión que viene
decidida por la existencia de la fuerza revolucionaria. En el lenguaje acostumbrado
por el discurso izquierdista: las condiciones objetivas de la revolución están
siempre presentes, todo es asunto de que se den las condiciones subjetivas.
¿Cómo puede llegarse a conclusiones tan insostenibles? Varias matrices teóricas
desembocan en este punto: a) la concepción economicista según la cual el
capitalismo vive una crisis estructural definitiva (la tesis del derrumbe); 2) la idea
de que hambre y explotación son motivos por sí mismos suficientes para empujar
a las masas en su camino sin retorno, 3) el convencimiento de que el poder
político existente descansa ante todo en la coerción y, por tanto, las masas están
en constante estado de disponibilidad revolucionaria; 4) la idea de que desarrollo y
democracia son perspectivas históricas cerradas para los países capitalistas
dependientes debido a que su ubicación en el sistema mundial capitalista los
somete a una constante transferencia de recursos. Se trata, en general, de ideas y
creencias para las cuales la determinación estructural decide de manera unívoca e
inequívoca el campo de posibilidades políticas.

La falsa disyuntiva reforma o revolución surge de numerosas confusiones sobre el


carácter del proceso histórico. Es pues, una disyuntiva nacida de interpretaciones
falsas de la historia. En primer lugar, se identifica o, mejor dicho, se confunde la
revolución con un momento que puede darse o no en el proceso de transformación
social, a saber, el momento del enfrentamiento decisivo entre la fuerza política
gobernante y la fuerza interesada en la transformación social. Sin mayor
fundamento histórico se supone que no puede haber revolución sin ese momento
de enfrentamiento decisivo. Se eleva a teoría general de la revolución socialista un
conjunto de reflexiones que fueron formuladas en inocultable vinculación a ciertas
condiciones históricas específicas. Durante mucho tiempo se vio en la revolución
rusa un modelo que, de manera más o menos semejante, se repetiría en otros
lugares. Cuando fue claro que nunca más se daría en ninguna otra sociedad el
asalto al Palacio de Invierno, se buscaron modelos alternativos: guerra popular
prolongada, foco guerrilleros, etc. Numerosos grupos de izquierda han renunciado,
por fin, a la idea de los modelos, pero con frecuencia siguen atados al supuesto de
que la transformación social pasa por la revolución, entendida como ese momento
de enfrentamiento decisivo.

Son inumerables las consecuencias que de ello se derivan. Así, por ejemplo, los
procesos electorales son subestimados y, en el mejor de los casos, se busca
aprovecharlos como foro útil para la denuncia, para desarrollar una labor de
agitación y propaganda, pero sin advertir su carácter de espacio para la
transformación de las relaciones políticas. En forma correlativa, es obvio, el
parlamento también queda rebajado al papel de caja de resonancia, tribuna para
la denuncia: tampoco es visto como espacio desde el cual es posible impulsar la
transformación social.
En segundo lugar, dado que en el centro de la preocupación está la idea de
preparar la revolución, es más fuerte la tentación de agudizar contradicciones,
enconar conflictos y acentuar la lógica de confrontación, que la voluntad de hacer
política, es decir, de concertar esfuerzos en torno a propósitos precisos. Queda
relegada así la preocupación por formular una propuesta a la nación, capaz de
incorporar la variadísima y compleja problemática nacional (económica, social y
política) y capaz también de atraer a los más diversos sectores de la sociedad. En
vez de un programa político para la situación concreta con alternativas viables, la
izquierda revolucionaria se encierra en el mismo programa abstracto,
pretendidamente válido para cualquier sociedad en cualquier momento: la
revolución.

En la base de esta evasión de la realidad está la idea de que es imposible construir


una hegemonía socialista antes de que la vanguardia destruya el aparato estatal
existente. Se confunde la revolución y el momento del enfrentamiento
precisamente porque se desconoce que la base material de la revolución está en la
hegemonía socialista y no en la toma del poder por la vanguardia. Algunos llegan a
la conclusión absurda de que la democracia fortalece el sistema de dominación,
justo porque creen imposible esa tarea -eje fundamental de la transformación- que
es la construcción de hegemonía. La peculiaridad del proyecto socialista radica en
que sin esta construcción, el control del Estado no basta para establecer un orden
social efectivamente socialista. Pero no se trata de oponer una estrategia centrada
en la construcción de hegemonía a otra basada en preparar la revolución por
preocupaciones relacionadas con el carácter de la formación social futura, sino
sobre todo por motivos derivados del carácter actual de la sociedad mexicana.

En efecto, aunque debe admitirse la existencia en nuestro país de una amplia zona
social y política (de atraso y violencia) que alimenta una estrategia basada en la
agudización de conflictos y en el objetivo de acumular fuerza para desatar la
revolución, de todas maneras la tendencia principal de la realidad mexicana apunta
en otra dirección. En nuestro país es difícil concebir la ruptura revolucionaria como
algo que ocurrirá un día cero, como resultado del asalto al poder ejecutado por
una vanguardia decidida. Es más probable que el proceso de transformación se
desenvuelve con altibajos, periodos de convulsión social y situaciones de
restablecimientos del orden, en función de la lucha por reformas. En un país donde
las fuerzas sociales actúan (con pocas excepciones) a través de canales
institucionales, cualquiera sea su grado actual de mediatización, burocratización e
inoperancia, la estrategia de confrontación y agudización de contradicciones se
vuelven inevitablemente formas de vanguardismos incapaces de poner fin al
aislamiento histórico de la izquierda socialista respecto del movimiento social. El
fantasma del reformismo invocado por la izquierda doctrinaria refuerza ese
aislamiento en un país donde hay espacio enorme para que las organizaciones
sociales tiendan a volcarse cada vez con mayor intensidad a la lucha por reformas.
No se trata de oponer a esta dinámica histórica una imaginaria lucha revolucionaria
por el poder, sino de articularlas en un cauce político donde las reivindicaciones
democráticas desempeñan el papel de enlace entre lo económico-social y lo
político. La lucha por reformas económico-sociales, a través de la mediación de las
reivindicaciones democráticas, es la modalidad que adopta la transformación de las
relaciones políticas.

Es inútil contraponer reforma y revolución y más equivocado aún suponer que son
producto de la libre decisión de las fuerzas socialistas. Nunca ha habido una
revolución allí donde el camino de las reformas está abierto. Las revoluciones (en
el sentido estrecho de enfrentamiento final) sólo ocurren en situaciones históricas
completamente bloqueadas y ello no es producto de la iniciativa de los socialistas
sino resultado del propio proceso histórico. Es ridículo pretender que la vía
adoptada por el movimiento socialista en Europa, por ejemplo, es consecuencia de
la traición de la socialdemocracia o de los eurocomunistas. Más allá del análisis
crítico que pueda realizarse sobre el comportamiento político de estas fuerzas, es
obvio que el carácter general de su actividad no se comprende en términos tan
grotescos como los contenidos en el reproche de que abandonaron el marxismo
revolucionario. En cada situación histórica las tareas de los socialistas vienen
definidas por las circunstancias existentes, no por una receta doctrinaria de
supuesta validez universal.

01/03/1985

Democracia en México

Carlos Pereyra.

La víspera de las urnas

Los días que corren ponen en el centro de la escena nacional una urgencia y una
ambición políticas: la democratización mexicana. Las elecciones de julio próximo
subrayan particularmente el asunto y le confieren su verdadera dimensión. La
efervescencia de varias preguntas rodea el tema: en las actuales condiciones de
crisis, ¿cuáles son los agentes impulsores de la democracia?, ¿cuáles son las vías
democráticas de la sociedad civil?, ¿cuáles son las perspectivas de democratización
en la víspera de las urnas? Presentamos aquí una exposición de Carlos Pereyra
acompañada de tres comentarios a cargo de Roger Bartra, Soledad Loaeza y José
Carreño. Además, como alcance al tema, incluimos un artículo de Juan Molinar
Horcasitas que completa y prolonga su ensayo "La Costumbre Electoral Mexicana",
publicado en el número 85 de la revista. No es, por supuesto, una discusión
exhaustiva, constituye apenas una entrada en materia, prólogo a la discusión que
nexos se propone revisar durante el resto del año y cuyo centro nervioso será la
democracia en México.

Dibujos de Ahumada

Para una discusión sobre las perspectivas de la democratización del país, quizá
valga la pena concebir la democracia como un sistema de contrapesos que impiden
la concentración del poder político, es decir, la capacidad de tomar decisiones para
el conjunto de la sociedad, en un solo grupo o, en el limite, en un solo individuo: el
titular del Ejecutivo Federal. En ese sistema se podrían ubicar, por lo menos, tres
mecanismos fundamentales: a) división de poderes; b) pluralismo político; c)
autonomía de la sociedad civil. En México, los tres mecanismos funcionan de
manera muy insuficiente o muy deficientemente.

Por lo que se refiere a la división de poderes sobresale la subordinación del poder


Judicial al poder Ejecutivo. La Constitución confiere facultades excepcionales al
Presidente (por ejemplo, para la designación de magistrados), pero más allá del
conjunto de disposiciones legales, la subordinación del poder Judicial proviene
también de que en el México contemporáneo no hay tradición de independencia en
la actuación de las autoridades judiciales. Al Legislativo también se le regatean
facultades que, en cambio, se transfieren de manera más que discrecional al
Ejecutivo.

Las fallas de este mecanismo no sólo se advierten en el plano horizontal, o sea, en


el funcionamiento de los poderes, sino también en un plano vertical, pues el
federalismo nominal es sustituido en la práctica por una política centralista. Hay
una virtual designación presidencial de gobernadores e inclusive alcaldes en
municipios significativos, así como de senadores y diputados.

No obstante los avances en los últimos años del pluralismo político (se pasó de la
simple tolerancia de los partidos a su registro en el sistema político con derechos
electorales), sigue operando con deficiencias notorias. Básicamente, por la
ausencia de un tribunal electoral independiente, carencia que resta credibilidad a
los resultados de los comicios y que, sobre todo, posibilita el fraude siempre que
es visto como necesario desde la óptica del partido oficial.
Además, la distinción entre diputados uninominales y plurinominales, más que
permitir la intervención de las minorías, sirve para congelarlas como tales. Esa
distinción presenta, además, riesgos evidentes para la oposición, pues permite al
partido mayoritario decidir también la composición de la minoría. Se advierte algo
de ello en el caso del PARM y otros partidos ubicados en la órbita oficial, los cuales
aparecen a veces con votaciones plurinominales mucho más altas que las
obtenidas en los distritos uninominales. Si esto se repitiera de manera sistemática,
no hay duda de que permitiría a la mayoría priista decidir la configuración de la
minoría.

Otras deficiencias en el funcionamiento del sistema político son: la invención de


una oposición ad hoc, confirmada mediante la restitución del registro al PARM, y la
supresión de derechos políticos a los ciudadanos del Distrito Federal.

En referencia a la autonomía de la sociedad civil, si bien hay respeto irrestricto a la


expresión de ideas, desde un comienzo se procuró ubicar a los organismos sociales
en el radio de acción del aparato estatal, tanto a los del bloque dominante
(CONCAMIN, CONCANACO) como a los del bloque dominado. Aquí se presenta uno
de los fenómenos más interesantes para la discusión sobre las perspectivas de la
democratización del país. Se puede observar la progresiva autonomización de las
instituciones que componen el polo dominante de la sociedad civil, pero no se
advierte todavía un proceso equivalente en el polo dominado. Hay desarrollo
desigual de la autonomía, pues ésta avanza con rapidez en el polo dominante y, en
cambio, el proceso es mucho más moroso y lleno de dificultades en el bloque
dominado. En este caso se mantiene con solidez el encuadramiento corporativo de
los organismos de masas en el partido oficial, así como la presencia selectiva de
esos organismos en las numerosas instituciones públicas donde hay intervención
social como, por ejemplo, el Instituto Mexicano del Seguro Social o la Comisión de
Precios de Garantía.

Conforme al esquema anterior, pues, la democratización supone restructurar el


sistema de división de poderes, reforma de la legislación electoral y nuevas formas
de relación entre sociedad y Estado. La restructuración habría de orientarse en el
sentido de restar al Ejecutivo facultades que ha absorbido, pero cuya competencia
corresponde al Legislativo o al Judicial. Se trata de devolver al aparato judicial su
margen de autonomía y avanzar hacia una conformación del poder político, que en
vez de tener como centro al titular del Ejecutivo, descanse en una estructura
parlamentaria. La forma extrema del presidencialismo observada en México
obstaculiza el despliegue de la democracia.
La reforma electoral (una reforma de la reforma política) supone, ante todo, la
formación de un tribunal electoral independiente que sustituya a esa dependencia
de la Secretaría de Gobernación que es la Comisión Federal Electoral. Se requiere,
además, un régimen estricto de representación proporcional, donde cada partido
obtenga un porcentaje de diputados equivalente al porcentaje de sus votos. Desde
la perspectiva del crecimiento de los partidos, resulta lamentable el sistema mixto
que combina diputados uninominales de mayoría y diputados plurinominales de
representación proporcional, que la oposición se reparte conforme a mecanismos
extravagantes.

La autonomía de la sociedad civil constituye el asunto más delicado porque no es


algo que pueda obtenerse mediante la modificación de leyes, sino que será
resultado del propio desarrollo y maduración de las diversas fuerzas sociales.

Tal vez la pregunta más interesante para la discusión es: ¿cuál puede ser el agente
impulsor de la democratización?, ya sea por medio de esas vías o de otras. La
iniciativa gubernamental tiene límites muy inmediatos, como para que se pudiera
pensar en el gobierno como agente impulsor. Aun cuando en el pasado lo ha sido,
como lo prueba la reforma política independientemente de que ésta haya sido
también consecuencia de movimientos y presiones populares no creo que se pueda
confiar, pese a ese antecedente, en que la democratización futura del país tendrá
como agente central al propio aparato gobernante. Parece mucho más improbable
en las actuales condiciones de crisis económica, pero aún sin pensar en ésta, la
cuestión va más allá de la voluntad política.

No creo que se trate de un asunto de presencia o ausencia de voluntad política de


los gobernantes, porque en mi opinión la forma actual del Estado mexicano es
incompatible con un sistema político distinto al de partido único (o dominante), por
lo que la iniciativa gubernamental sólo se desplegan circunstancias que volvieran
obligada la transformación del Estado, es decir, su cambio de forma. Para pensar
al aparato gobernante como agente impulsor de la democracia, habría que pensar
este aparato como motor de una transformación del Estado mismo, lo que no
parece concebible a menos que se encuentre en circunstancias sociales tan críticas
que se vea obligado a un cambio en la forma del Estado. Si dejamos de lado las
situaciones límite, no es fácil imaginar al gobierno como agente impulsor de la
democracia.

Retrato hablado
La derecha política y las clases dominantes se reclaman democráticas, pero el
contenido de sus reivindicaciones al respecto es puntual y estrecho: abrir el
sistema de gobierno al bipartidismo e imponer al Estado un retroceso en su
capacidad de intervenir en la economía y en la educación. El único otro punto que
habría de añadirse sería el respeto a los votos.

No creo que la situación de la izquierda sea mucho mejor como agente impulsor de
la democracia política, porque no me parece probable que en el futuro previsible
sea capaz de recabar apoyo social masivo para las demandas de democratización,
en la medida en que se presentan desarticuladas de todo un conjunto de reformas
económicas y sociales. Parece difícil que la izquierda pueda conjuntar en breve
lapso un paquete que pueda atraer la atención masiva.

Las organizaciones sociales de las clases trabajadoras, sobre todo el Congreso del
Trabajo, se mueven tendencialmente hacia el progresivo distanciamiento del
gobierno debido a su política económica y social, opuesta no sólo a los intereses
inmediatos de aquéllas, sino incluso a las tradiciones propias de la Revolución
Mexicana o del nacionalismo revolucionario. Hay aquí un espacio para
convergencias amplias con la izquierda organizada, pero me parece que se está
todavía lejos de la situación en la que esa tendencia podrá incluir la cuestión de la
democracia. Es menos difícil que esas convergencias se den en torno a puntos
específicos de política económica o de reformas sociales, pero es todavía
improbable que pudiera abarcarse la cuestión de la democracia en el futuro
cercano. Ante todo porque ello supondría alteraciones profundas de la propia
estructura sindical. Los organismos sociales con su actual dirección no pueden
funcionar como agente impulsor de la democracia.

Los sectores medios, estudiantes incluidos, están en un grado tal de


desarticulación que no permite prever una participación clara, más allá de su
carácter en muchos casos de votantes panistas, en un proceso de democratización.

Hay, por otra parte, un segmento de izquierda cuya lógica de confrontación y


agudizamiento de conflictos complica más que contribuir al desarrollo de la lucha
democrática.
Independientemente de cuáles son los ejes de la democratización, hay un
problema práctico en torno a los agentes que pudieran funcionar como impulsores
del proceso.

Roger Bartra: La exposición de Carlos Pereyra, nos lleva directamente a la


dimensión política global de la democracia, y no sólo a sus mecanismos legales; a
aquello que impide el desarrollo de la democracia, entendida básicamente como un
gobierno por representación. La pregunta que yo planteo es ésta: ¿por qué las
fuerzas de la sociedad civil, las fuerzas sociales, no adoptan forma de partidos? El
problema es que la LOPPE lo limita; y en el Distrito Federal no hay realmente
mecanismos legales para ejercer la democracia. No obstante, creo que el aspecto
fundamental radica en esta situación histórica: las fuerzas sociales de México no se
han desarrollado y las contradicciones de la sociedad civil no han evolucionado
hacia partidos políticos. El mecanismo de representación se da por canales de tipo
corporativo. Sucede así con la Iglesia (o con las masas de católicos más o menos
influidos por la Iglesia); pasa lo mismo también, evidentemente, con el movimiento
obrero; y muy claramente, hasta hace poco, con los empresarios (aunque haya
habido ahí importantes fisuras). Se trata de un problema de fondo que no puede
resolverse sin pensar en un movimiento de las fuerzas de la sociedad civil que, en
algún momento, decidieran buscar la representación por mecanismos
completamente distintos; es decir, por medios formales y democráticos, y no por
mecanismos de tipo corporativo.

A estas alturas, cabe preguntarse si la vía de la democracia en México no tendrá


que pasar obligatoriamente por una crisis política; por una crisis que rompa los
mecanismos corporativos. Una crisis política profunda, que verdaderamente
planteé como alternativa la rearticulación de las fuerzas sociales (sindicatos,
Iglesia, campesinado, movimiento obrero, etc.) en el aparato estatal. Obviamente,
se presentaría una coyuntura muy peligrosa, pero por ahora no parece
vislumbrarse ninguna otra posibilidad de cambio.

Soledad Loaeza: Cuando Carlos Pereyra habla de los elementos fundamentales de


la democracia, menciona sólo en tercer lugar la autonomía de la sociedad civil,
pero me parece que es la base de la democratización más que un mecanismo. De
ahí se deriva la división de poderes y el pluralismo político. Este problema de la
autonomía de la sociedad civil está relacionado con un fenómeno asociativo muy
importante que registra la sociedad mexicana. Los grupos sociales más diversos
manifiestan una recurrente tendencia a asociarse para fines no expresamente
políticos. Me refiero a las agrupaciones de colonos y a las de padres de familia.
Ciertamente son de corta duración, no tienen permanencia ni continuidad.
El sujeto de la historia

Revisando estas experiencias aglutinadoras, cabría preguntarse si el proceso


democratizador no tendrá que pasar forzosamente por este tipo de asociaciones
espontáneas. De hecho, el fenómeno asociativo no ha pasado desapercibido para
el Estado, que por su parte ha tendido a penetrar estas organizaciones; los grupos
nacen, se desarrollan de forma espontánea y, finalmente, pierden autonomía
cuando interviene el partido oficial.

Me parece que persiste el mito de que la sociedad mexicana no tiene una


disposición clara a organizarse. Posiblemente no hay una tendencia a agruparse en
partidos políticos, pero sí en torno a organizaciones independientes para la defensa
del individuo. Pero la estructura del sistema no permite organizaciones sociales
independientes. Es posible suponer que este tipo de agrupaciones seguirán
apareciendo. Si el Estado no las copta podrán sobrevivir, durar y desarrollarse de
suerte que se conviertan en uno de los núcleos de articulación de la sociedad civil.

Un segundo punto que se refiere a la democratización a través de una reforma


política electoral: el abstencionismo. En la medida en que la gente siga creyendo
que su voto es prescindible, tendrá muy pocos incentivos para asistir a las urnas.
Esto significa que tenemos que aprender a votar y ello supone un cambio de
actitudes que tampoco se produce por decreto presidencial, aunque pienso que
aprenderémos a votar cuando las instancias electorales aprendan a contar. Puedo
estar de acuerdo en que la democratización debe pasar por una crisis que remueva
las estructuras políticas tal y como las conocemos, porque podría apresurar la
formación de grupos independientes o en su caso politizar las que existen. Dentro
de esta posibilidad la democratización se iniciaría a partir de estas organizaciones
sociales y ya no desde el Estado; esta marca de origen modificaría
substancialmente el carácter de las soluciones políticas que resultarían de este
proceso de cambio.

José carreño: Me parece por lo menos precipitado insistir en que en México se


gobiernan sin contrapesos. Es posible que la realidad no responda al esquema de
la división clásica de los poderes que nos ha presentado Carlos Pereyra (aquello
que entendemos por pluralismo o por autonomía de la sociedad civil), pero la
observación cotidiana de cualquiera de los gobiernos que a nuestra generación le
ha tocado vivir, nos lleva a la conclusión de que se gobierna con muchos
contrapesos y condicionamientos sociales internos, para no mencionar los
externos. La idea de que en México se gobierna por un presidencialismo basado en
la Constitución o en la costumbre, que conduce no sólo al gobierno de un solo
grupo, sino de una sola persona es un prejuicio insostenible. Son muchísimos los
condicionamientos que tienen cada una de las decisiones del Presidente de la
República en lo económico, en lo legal, en las iniciativas que envía al Congreso.
Esto obliga a matizar todo el análisis, confrontándolo con los asuntos formales del
Estado mexicano, con la cultura política y con la realidad. Sin embargo, por otra
parte me parece acertado poner a la cabeza del sistema o de la forma del Estado,
o del dominio político en México como primer factor, al presidencialismo. Colocarlo
en primer lugar, o en el eje del sistema, nos permite, primero, asumir una realidad
y luego, ver hasta dónde este factor histórico, legal, constitucional, sociológico y
político sigue cumpliendo esa función sin mayores límites o sin mayores
problemas. En ese sentido es necesario comentar desde ahora un aspecto que
también es incontrovertible -y que plantean Bartra y Pereyra-. Cualquier sistema
de poder cambia a la hora que enfrenta una crisis; es muy raro que cambien por
gusto o que maticen su poder por esa razón. La crísis básica del sistema político
mexicano al desaparecer lo que ahora es el presidencialismo, el caudillo de
caudillos, el caudillo que dominó la senda política militar por diez años -al
desaparecer Obregón- fue la orfandad del sistema político mexicano. Esa muerte
de Pedro Páramo, por decir así, es la crisis política más profunda: no es la muerte
de un hombre, es la muerte de una pieza central que había dominado
políticamente al Estado y a la sociedad mexicana. Las reformas, las salidas del
sistema en esa crisis mayúscula van a acotar el poder unipersonal derivado del
caudillismo, formalizado ya en el presidente sexenal. La superación del recurso de
las armas, de los pronunciamientos para el recambio del poder, que a mí me sigue
pareciendo la remoción de un obstáculo histórico fundamental en México, es la
señal más clara de democracia, la entrada a la vida democráctica para la política
civil. La crisis del callismo y de Cárdenas se resuelve así en una perspectiva
también cultural; es decir, en una nueva distribución de poder de representación
con el partido cardenista en los sectores agrarios, obrero, etc., y que hacen posible
los espacios de que habla Carlos Pereyra, pero naturalmente es una vía muy
propia de la política mexicana o del poder político mexicano surgido de un grupo
revolucionario muy amplio que triunfa y que tiende a resolver sus diferencias o sus
conflictos. Dentro de ese gran grupo revolucionario de la salida callista del 29, hay
que observar con más detenimiento un detalle importante: el juego de partidos.
Ese mismo año fue derrotado Vasconcelos porque se trataba, en una lectura
cuidadosa del párrafo correspondiente, de que no hubiera caudillos, ni dentro ni
fuera, sino partidos auténticos. Calles lo dice casi con todas sus letras; lo entiende
mejor todavía Gómez Morín.

En un momento dado
El proceso para constituir formaciones partidistas es muy largo. Entonces no había
esa tradición, los verdaderos potenciales antagonistas, políticos, civiles, estaban
dentro de ese grupo. Hasta las deserciones de Almazán, de Padilla y la última, la
de Henríquez Guzmán, la democracia entendida como movilidad política, como
lucha por el poder, se da dentro de este grupo revolucionario. Esta densidad, esta
complejidad que alcanza poco a poco la sociedad es también una maduración del
juego político, no sólo dentro del grupo gobernante. Quisiera ser muy puntual en
cuanto a los datos que maneja Carlos Pereyra sobre lo que podría ser la geografía
electoral y sus significados a la vista de posibles reformas de mayor apertura. Los
datos que manejan quienes estudiaron y diseñaron la Reforma Política eran, en un
sentido, muy significativos: ¿hásta dónde la sociedad mexicana sigue dominada
políticamente, en el mejor sentido de la palabra, por la tradición de
presidencialismo y el partido revolucionario? Los muestreos para un sistema único
de representación proporcional le daban, por un lado, más representación al PRI;
en su resultado general, no le daban derrotas al PRI, y por otro, un sistema de esa
naturaleza no cumplía con lo que al parecer era la necesidad política de la
coyuntura: el registro del Partido Comunista, la necesidad de atraer a la política
civil a los grupos desplazados, marginados, reprimidos, sobre todo después del 68.
Lo que más preocupaba en esta prueba de geografía electoral y de datos, era la
tendencia electoral a un bipartidismo cada vez más claro entre el PRI y el PAN, con
algunas modificaciones que no se podrían lograr sino con la geografía electoral
aplicada a las regiones y a las circunscripciones plurinominales. El hecho de que
convivan los sistemas plurinominales y de mayoría relativa podría ser, en un
momento dado, un obstáculo para la modernización, para una educación política
que propicie una participación mayor.

En lo que toca a lo que se llama autonomía de la sociedad civil, he observado que


las iniciativas democratizadoras de la sociedad civil, articuladas como alternativas a
las formas de democracia que vivimos, con peso y penetración suficiente en la
sociedad, no brillan por su presencia. Y lo que me parece todavía más dramático: a
la hora de las iniciativas gubernamentales hay una actitud bastante pasiva por
parte de la sociedad civil. Aparte del libro de Octavio Rodríguez Araujo, no sé
cuántos libros importantes de crítica o de propuestas alternativas hay para la
reforma política de 1978.

Otro asunto fundamental que Carlos Pereyra atribuye a la derecha política ¿y creo
que en lo básico bien atribuido) es el de la estrechez de los puntos de la "derecha
política". Esa estrechez lleva a la democracia en conjunto a otros límites (o a
salidas democráticas o al desarrollo de la democracia). Conocemos muy bien
cuáles son los puntos básicos de la derecha parlamentaria, de la derecha política:
revertir la Reforma Agraria, revertir la educación, revertir la intervención del
Estado, las nacionalizaciones. No se necesita reflexionar mucho para convenir en
que revertir equivaldría, precisamente, a un retroceso de cualquier desarrollo
democrático; es decir, aun vacío seguido por alguna forma de desestabilización
que no podría resistir el sistema tal y como lo conocemos.

En el corto plazo, no creo que se presenten salidas heterodoxas del movimiento


obrero organizado en lo que se refiere a convergencias con otros partidos de la
izquierda. Tampoco apoyaría demasiado lo que Pereyra menciona respecto al
hecho de que la democracia atentará contra el control interno de los sindicatos. No
creo que estén en peligro los liderazgos sindicales, creo que estos controles tienen
todavía un altísimo grado de consenso. Estos procesos de elección sindical que
reclama Pereyra para justificar un poco que se perpetúen los líderes en sus
representaciones, pasan por las vías que se quiera: asambleísmo controlado,
retraso político, pero también sobre todo, por la cultura política hacia el liderazgo
establecido; no sólo en el caso de Fidel Velázquez, sino en muchísimos gremios
que tienen en sus parcelas esta connotación los líderez respectivos. Por último y
sobre las posibles o eventuales salidas democráticas, estoy totalmente de acuerdo
en que esas opciones emergen a partir del deterioro de los factores en que se
basa el sistema de poder, y que estos factores pueden verse confrontados o
puestos a prueba. En ese caso lo más deseable es que esa crisis se canalice por la
vía electoral, por medio de un termómetro electoral capaz de reordenar
históricamente los factores de poder, del presidencialismo a las otras
representaciones formales del poder (a las cámaras, al poder judicial). En todo
caso esto tendrá que ver con el manejo político coyuntural, personal, de los
operadores del sistema; como tuvo que ver, a la hora del talento político de Calles,
o más recientemente de Reyes Heroles en el gobierno anterior. Estos factores,
estos sujetos y el papel que jueguen tendrían mucho que ver en un momento de
crisis, para pensar en salidas democráticas.

Un sistema de partido y medio

. Juan Molinar Horcasitas

El artículo "La costumbre electoral mexicana" publicado en el número 85 de Nexos


fue fundamentalmente un extenso alegato en favor de un camino de reforma del
sistema electoral. Para sustentar tal propuesta se desarrollaron cuatro tesis
básicas: 1) que a lo largo de los regímenes posrevolucionarios no ha habido un
sólo sistema electoral, sino cuatro, y que las mudanzas de uno a otro siempre
fueron realizadas sin desatar por ello severas rupturas en el sistema político; 2)
que el actual sistema de partidos elecciones se caracteriza por ser mecánicamente
inestable, pues para mantener el control sobre los órganos de decisión electorales
se necesita un número alto de partidos aliados al PRI; 3) que las tendencias, tanto
recientes como de largo plazo, en el comportamiento del electorado acentúan
dicha inestabilidad, y 4) que a pesar de ello, la estructura del país impide que esas
tendencias pongan en peligro inminente el dominio electoral del partido del
Estado, pero que, en cambio, sí está en juego la legitimidad del sistema ante los
líderes de la oposición. La segunda y la tercera tesis fundamentan la necesidad de
emprender una vez más el camino de la reforma política. La primera y la cuarta
tesis buscan hacer ver que se trata de un proceso viable, respaldado por la
herencia histórica del sistema y por su estructura actual. Tal reforma no sólo es
indispensable para dar coherencia política al régimen actual.

Para el gobierno ha sido clara la necesidad de establecer que "o se hace política o
se hacen negocios, pues lo contrario es inmoral". No le ha sido evidente, sin
embargo, la necesidad de separar gobierno y partido. Ambos son sujetos
privilegiados de los políticos y los partidos son "entidades de interés público", pero
ello no debiera borrar las diferencias entre lo público y lo privado, y mucho menos
justificar la identidad, en tiempos electorales, de la administración pública y un
partido. Formar un gobierno de partido no es dotar al partido con la administración
pública. Es lo inverso.

Lamentablemente no ha de parecer sencilla esta verdad a la administración actual,


pues ella misma es producto de la vigente relación PRI-gobierno. Además, podrá
alegar que modificar el actual sistema de partidos desde su base parece un camino
riesgoso. Y es cierto que hay riesgo, pero son mayores los peligros de la
inactividad y peores los del esfuerzo acumulador, continuador y "perfeccionador"
del statu quo.

Los peligros de la inactividad y los del continuismo consisten en la posible pérdida


de credibilidad del sistema, no sólo ante los electores, sino incluso ante los líderes
de los demás partidos. No sería nueva la aparición de un fenómeno característico
del sistema electoral mexicano: que en los principales partidos de oposición se
generen y expresen actitudes y posiciones antisistema, que los lleven a buscar
otras arenas de lucha política. Esto es, a todas luces, muy grave para todos los
actores políticos. La violencia política del 1968 y los setentas es el futuro de esta
opción.

El riesgo de la alternativa reformadora es relativamente desconocido, pero no es


difícil pensar que aquí no vale más viejo por conocido. Si se opta por el cambio en
la relación del partido del Estado y el gobierno se puede prever una transformación
del sistema de partido hegemónico hacia uno de partido predominante o, quizá,
hacia un sistema "de partido y medio". El nombre intenta mentar un sistema en el
cual se menguaría el monopolio, más no la dominación, del partido del Estado.

Existen suficientes argumentos en favor de una reforma política de verdad, que


consista en modernizar y moralizar la lucha electoral mexicana, de modo tal que el
gobierno garantice la limpia realización de los comicios y el PRI pase de ser el
partido del Estado a partido mayoritario. Sólo modernizando, incluso si eso
significa reemplazar la "alquimia" por la "ingeniería electoral", se conservará el
dominio sin menoscabar la legitimidad. Por estos caminos de la ingeniería electoral
han andado ya un buen trecho los últimos gobiernos, por lo que no es de temerse
que se cometan muchos errores por impericia. Por el camino de la moralización de
la vida electoral, en cambio, se ha andado mucho menos, cuando no se ha
retrocedido. Las "cooperaciones voluntarias" de los funcionarios públicos al partido
son sólo un pequeño pero ilustrativo ejemplo de este retroceso. Tal procedimiento
de financiamiento partidario sólo tiene parangón con las medidas portesgilistas
aplicadas hace más de dos años.

01/11/1984

Un debate

José Manuel Quijano, Carlos Tello, Arturo Warman, Adolfo Gilly, José Blanco, José
Carreño Carlón, Carlos Pereyra.

La banca que quedó

José Manuel Quijano: "Cuando se tiene una casa de bolsa, una aseguradora y una
sociedad de inversión, se tiene ya buena parte de lo necesario para hacer un
grupo financiero, que invierte en empresas y que trae una nueva forma de banco.
Esto parece perfilarse en México: una banca financiera paralela, que aumenta su
fuerza, mientras se debilitan la banca nacional y la banca de desarrollo, es decir,
los dos instrumentos con que se queda el Estado.

Carlos Tello: "El 1o. de septiembre de 1982 el Estado recuperó la posibilidad de


articular, directamente con los industriales, una política de desarrollo económico; a
partir del 1o. de diciembre de 1982, parece ser que al Estado no le interesa esta
posibilidad y les devuleve a los antiguos intermediarios financieros (porque son los
mismos) el instrumento que se había rescatado para el servicio del país".

Arturo Warman: "El caso de labanca paralela que surge recuerda otra
nacionalización: los ferrocarriles. Entre 1940 y hoy el sistema de ferrocarriles
aumentó un 5%, mientras el sistema paralelo del transporte se vuelve el motor del
desarrollo nacional mientras los ferrocarriles languidecen hasta llegar a su estado
actual. Es un ejemplo y una hipótesis de lo que puede pasar con la banca nacional
y la banca paralela"

Adolfo Gily: "De los años cuarenta a los setenta, asistimos a un ascenso del capital
financiero. De repente viene el corte brutal de la nacionalización anaria frente al
descontrol y la especulación enorme. Hay una conjunción de los elementos donde
López Portillo es el mediador pragmático: el capital financiero, entreado a la
especulación, y el Estado recurre a la corriente nacionalizadora para cortar y
sanear las cosas. Hecho esto, las cosas vuelven a su cauce, y en este cauce,
restaurador y de reacomdos, es en el que estamos ahora".

José Blanco: "Es evidente que hubo un conflicto de poder y que el Estado
mexicano se condujo de un modo verdaderamente opuesto al de los manuales que
nos explican qué es el Estado burgués. Ahora el camino que se está deseando
respecto a la nacionalización bancaria tiene que ver con una ideología muy clara y
con un proyecto de país que no es el del profundo cauce histórico, popular, de
esta decisión".

José Carreño Carlón: "se rompió un sistema de concertación con el sector privado.
Desde entonces, la nacionalización de la banca ha dejado de manifiesto la
necesidad de buscar nuevas formas de concertación política con ese sector que
quedó herido. Pero la derecha busca ahora sus propias formas de concertación,
quiere su reivindicación y ha optado por el cambio de intermediarios o, por lo
menos, de formas de intermediación política".

Carlos Pereyra: "La concertación anterior permitía a los grupos financieros un uso
excesivo del margen de maniobra que se rompió con la nacionalización. La
izquierda confunde los términos y cree que lo que le conviene históricamente,
siempre es democrático; pero la nacionalización bancaria fue un hecho
profundamente antidemocrático".

Dibujos de Eduardo Gutiérrez Franco


nexos: El motivo de esta mesa es volver a la cuestión de la banca nacionalizada
discutir aquí el rumbo que ha tomado y el punto del que partió. ¿Cuáles son, a dos
años de distancia, los posibles diagnósticos y opiniones sobre la banca
nacionalizada mexicana? ¿A qué proceso respondió la nacionalización y qué
proceso se inaugura -o se prosigue, quizá- con la administración de la banca en
estos dos años de nuevo Gobierno?

José Manuel Quijano: Puedo empezar por la última parte y decir que hay un
proceso de parcial privatización de la banca mexicana. No tanto por la devolución
del 34% de las acciones, que no me parece demasiado relevante, sino por la
desvinculación entre la banca y el intermediario financiero no bancario. Hasta el
año de 1982, México había llegado en un proceso fortuito a una formación grupal,
financiera, muy importante. En los últimos meses, quizá en el último año,. empieza
a desgajarse. Ya tenemos a las aseguradoras, las casas de bolsa, las sociedades
de inversión, separadas de la actividad bancaria. No sólo eso, sino que hay una
vuelta a lo que la banca privada había hecho en México: agruparse. Los
exbanqueros están formando bancos de inversión -no se llaman así, porque usar
ese término podría ser molesto en un país donde se ha nacionalizado la banca-,
pero en todo caso las sociedades de inversión son éso. Cuando se tiene una casa
de bolsa, una aseguradora y una sociedad de inversiones, se tiene ya una buena
parte (si no es que todo) lo necesario para hacer un grupo financiero, no en el
sentido de banca- industria, sino en el sentido de instituciones financieras que
actúan coordinadamente. Invierten en empresas y uno ve instalada de nuevo la
ligazón privada entre banca -una nueva forma de banca- y el sector industrial.
Según veo, esto es lo que se perfila en México. En el Plan Nacional de
Financiamiento del Desarrollo aparecen claramente establecidas una actividad
bancaria estrictamente tradicional: recibo de depósitos, préstamos,
intermediarismo neutro al parecer, donde la vinculación con empresas es temporal
(en el Plan aparece como diez o doce veces la palabra temporal cada vez que se
habla del capital bancario y el capital industrial), y al mismo tiempo queda
claramente desgajada la actividad financiera no bancaria. Lo que se perfila es una
actividad bancaria que perderá, relativamente, su importancia, y una actividad
financiera que acrecentará la suya. Por dos razones: históricamente, a medida que
se avanza en el desarrollo económico, los intermediarios financieros no bancarios
son los que participan más en el proceso de desarrollo; pero además, en este
caso, porque están los instrumentos que expanden la actividad a la casa de bolsa y
compiten con el depósito bancario: da el mismo rendimiento pero sin la liquidez,
digamos, de los CETES. Se expande el intermediario financiero no bancario y se
estanca la actividad propiamente bancaria.

A esto se añade la pregunta de qué pasa con las instituciones nacionales de


crédito, es decir, con los bancos de desarrollo. Desde los años treinta estos bancos
eran grandes instrumentos del Estado para influir en la actividad económica y para
orientar a los grupos financieros. En los setenta se internacionalizaron totalmente:
hubo años en que el 70% de los recursos de estos bancos vinieron de préstamos
extranjeros. Ahora, en los ochenta, se corta el flujo de préstamo externo y nadie
sabe cómo esta banca seguirá teniendo presencia en la actividad económica
nacional. De modo que la banca nacional y la banca de desarrollo, los dos
instrumentos con que se queda el Estado, se debilitan frente a la banca comercial
en la operación de los flujos financieros.

nexos ¿Para qué servirían entonces estos bancos desvinculados de los


instrumentos propiamente financieros?

José Manuel Quijano: Lo que ha hecho el Estado después de la nacionalización es


optar por una "banca pura". En ella las empresas aparecen sólo transitoriamente
(esa banca no se mancha con el capital industrial) y tampoco aparece el
intermediario financiero no bancario porque eso es para el sector privado. Pero la
"banca pura" es un concepto teórico. la hay. No tiene nada que ver con la realidad.
Los bancos están metidos en la actividad financiera en su conjunto y tienen ligas
con el sector industrial, el comercial y, mucho menos, el agrícola. La "banca pura"
es una desarticulación de algo que ya estaba articulado.

Carlos Tello: Coincido con casi todo lo que dicho Quijano y al respecto habría que
subrayar algunos puntos importantes. En primer lugar, la integración de los grupos
financieros no es algo que se dio espontáneamente sino algo que el mismo Estado
impulsó. Ya nos encontramos en la situación opuesta: como si el Estado usara en
su contra los argumentos que antes utilizó para integrar grupos financieros, ahora
impulsa la desagregación de estos grupos. Lo que justificó su unión, ahora justifica
su desintegración. En segundo lugar, la banca nacional jugó el papel activo en el
desarrollo financiero de México: nada más prestaba, pero no captaba recursos. Y
todo parece indicar que la banca nacional de desarrollo seguirá participando
limitadamente, seguirá sin captar recursos y su única actividad posible será la de
prestar. A sus posibilidades financieras las determinan dos elementos: I) la cartera,
es decir, la recuperación de los préstamos que otorgan; pero se cancelan sus
posibilidades de crecimiento porque la banca de desarrollo tiene un porcentaje
muy alto en su cartera congelada: los préstamos a instituciones del sector público
(desde la CFE hasta constructoras) no tienen movimiento. 2) Los recursos de
apoyo que el gobierno federal les entregue. Es el caso típico del Banco de Crédito
Rural. Y en la medida en que las posibilidades del fisco estén limitadas, se
limitarán también las posibilidades de expansión de la banca de fomento A esto se
añadirá la otra limitación de que la banca de desarrollo no pueda realizar
operaciones distintas a las de crédito y fomento.

En tercer lugar, el proceso parcial de privatización empezó efectivamente con la


concesión ideológica de devolver el 34% de las acciones expropiadas, una medida
que el sector privado ni siquiera agradeció. A esto se suma la indemnización tan
generosa que los banqueros recibieron de un solo golpe (y no distribuída en el
tiempo, como se había previsto incluso en el mismo decreto expropiatorio). Y
luego la aparición y reagrupamiento, que ya es un hecho, de los intermediarios
financieros no bancarios para formar sociedades de inversión. Así que un futuro
previsible puede darnos una banca de depósito y ahorro con algo de actividad
hipotecaria (y desde luego, fiduciaria: tarjetas de crédito) que estará en manos del
Estado, y por otro lado una banca o sociedad de inversión: conjuntadas ahora con
compañías de seguros y casas de bolsa, como las antiguas sociedades financieras,
estas sociedades serán las que articulen el proceso comercial e industrial en
México. El lo. de septiembre de 1982 el Estado recuperó de pronto la posibilidad
de articular, directamente con los industriales, una política de desarrollo
económico; pero a partir del lo. de diciembre de 1982, parece ser que al Estado no
le interesa esta posibilidad y les devuelve a los antiguos intermediarios financieros
(porque son los mismos) el instrumento que se había rescatado para el servicio del
país. Ya se constituyeron sociedades como la que encabeza Legorreta con el
anterior Seguros América Banamex y la Casa de Bolsa Banamex, o la que encabeza
Abedrop: Aseguradora Olmeca. Sin embargo, todavía no se definen las
posibilidades que va a tener la banca como tal, y las posibilidades que van a tener
estos intermediarios. ¿Por qué digo que aún no se define? Porque el Presidente de
la Madrid en varias ocasiones, y el secretario de Hacienda Silva Herzog en otras,
han anunciado que enviarán iniciativas de ley al respecto que el Congreso de la
Unión tendrá que estudiar y resolver en meses siguientes. De lo que ocurra con
estas iniciativas de ley depende el futuro de la banca nacionalizada: si limitan a la
banca propiamente dicha y promueven la actividad de las sociedades de inversión,
tendremos el desarrollo de un mercado financiero paralelo. Si, por el contrario, el
Congreso limita la actividad de los intermediarios financieros no bancarios
tendremos una banca nacional quizá no tan poderosa e integrada como estaba en
el momento de la nacionalización pero, desde luego, mucho más fuerte que en el
caso de dar vía abierta a la promoción de las sociedades inversionistas. Esto aún
no se ha resuelto. Pero si uno juzga por lo anterior -por la indemnización generosa
y la aceptación de las sociedades de inversión; por las facilidades que se les ha
dado a estas sociedades, que resuelven en días lo que antes se llevaba meses de
negociaciones en los pasillos hacendarios; incluso por el respeto social que han
vuelto a adquirir los exbanqueros, respeto que el mismo Estado contribuye a
realzar, dando la idea de que los exbanqueros fueron tratados injustamente-, es
de suponerse y temerse que el Ejecutivo promoverá una banca paralela.
nexos ¿Y cuál es la razón por la que un gobierno como el de Miguel de la Madrid
actúa en el sentido de esta restitución, que incluso parece tan desfavorable a sus
propias posibilidades de gobernar? ¿Hay alguna razón técnica? Hay desde luego
razones políticas. ¿Pero cómo explicar esto? ¿Por qué reconstruir un sistema
financiero paralelo a la vista de las muchas deformaciones que el anterior había
producido y sobre todo a la vista de la necesidad de gobernar un país en las
condiciones críticas en que se encuentra México desde el punto de vista
económico?

Arturo Warman: Sobre el aspecto técnico, yo sólo quisiera plantear de este modo
una parte de la pregunta: ¿con las tasas de interés, al margen de quién fuera el
dueño de la banca, no estaba suspendida de por sí la actividad bancaria? ¿No se
confunden ahí dos cosas? Con las tasas de interés vigentes, y en la situación de
crisis, no hay demanda crediticia sin importar en manos de quién esté la banca.

Carlos Tello: Esto es importante. En 1983 y 1984 la banca no ha tenido un


funcionamiento o un manejo nacional; sus prácticas y usos siguen esencialmente
iguales. Luego de que en septiembre de 1982 las tasas de interés se bajaron
sustancialmente, a partir del lo. de diciembre de 1982 volvieron a subirse. Más
aún, en una semana de diciembre las tasas de interés subieron lo que habían
bajado entre el 1o. de septiembre y el 30 de noviembre de 1982. El
comportamiento de las tasas de interés explica en parte los excedentes bancarios
y la liquidez que se observan en todo 1983 y 1984. La banca no ha sido un factor
de promoción de desarrollo nacional.

José Manuel Quijano: Hay que tomar en cuenta otra cosa: en una recesión tan
violenta como la de 1983 la actividad crediticia tiende a disminuir
significativamente. Aunque las tasas de interés tengan algo que ver, hay un
contexto macroeconómico que determina este papel de la banca, mucho menos
audaz que en momentos de expansión.

Carlos Tello: Pero la recesión también se explica en parte por el comportamiento


de las tasas de interés.
José Manuel Quijano: Es una discusión interesante: ¿la política económica genera
la recesión o sigue a la recesión? Tal vez tengamos que concluir que ambas cosas
se dan, se influyen en la misma medida.

Arturo Warman: Habría que volver a la historia de las nacionalizaciones en México.


En la expropiación petrolera los primeros grandes sorprendidos por el acto de
Lázaro Cárdenas fueron la nación y las mismas empresas nacionalizadas. Al
parecer en ese momento no había ninguna evidencia que llevara a una medida de
ese tamaño. Una explicación parcial, pero que jugaría parte en esto, es que frente
a las compañías petroleras el cardenismo tenía un empate dentro del gobierno, y
para romper este empate el presidente tuvo que recurrir a la nación y ofrecerle
algo más que los términos de negociación del empate, entre lo que sería la política
obrerista del régimen y los sectores desarrollistas empresariales, que también
estaban dentro del gobierno. Esto volvió a repetirse en la nacionalización bancaria:
había un empate dentro del gobierno aunque el empate fuera, digamos, de 6 a 1,
sólo que ese uno era el presidente. Y el presidente lo resuelve convocando a la
nación para resolver esta traba interna y abrir una nueva perspectiva. El problema
es que para poder responderle al país luego de la oferta que hizo López Portillo
con la nacionalización, el gobierno actual tendría que ir por un camino tan radical
como esa medida: un camino de convocatorias constantes a la nación frente a la
crisis. La perspectiva del grupo que entra al gobierno es de restauración, no de
cambio; y establece un juicio del acto nacionalizador: frena y desarma la
convocatoria del presidente salido y vuelve a restaurar un equilibrio que no lleve a
una radicalización mayor. Por esto la banca se enfrenta con algo que no ha
logrado resolver.

En lo que se ha hablado aquí también parece pertinente recordar otra


nacionalización tampoco resuelta, la de los ferrocarriles. No está resuelta en el
sentido de que entre 1940 y la actualidad el sistema de vías férreas aumenta
probablemente un 5% en extensión, mientras que todo el sistema de transporte
aumenta en un 400% por medio del sistema de carreteras y vehículos
motorizados. Es un sistema paralelo que en un momento dado se vuelve el motor
del desarrollo nacional y frente al que el sistema ferrocarrilero envejece. La
hipótesis que plantean tanto Quijano como Tello es la de los ferrocarriles: el
desarrollo del país se va por otro lado y los ferrocarriles languidecen hasta llegar a
su estado actual. Y como no hubo marcha atrás con la nacionalización de los
ferrocarriles, tampoco la habrá con la banca porque esto debilitaría al gobierno.
Igualmente, el país no podría prescindir del sistema de ferrocarriles que lo sigue
alimentando pese a todo. No ha crecido, marcha mal, pierde dinero, pero sigue
ocupando un lugar central en la economía. Y para seguir con el ejemplo, creo que
aquí es peligrosa la alternativa que sigue al ferrocarril, el automóvil, que en el caso
de la banca sería la alternativa de decir: "vamos a propiciar un sistema de
financiamiento paralelo". La pregunta que surge en seguida es ¿financiamiento
para qué y hacia dónde? Y esto traería una hipótesis más grave aún:
financiamiento para el financiamiento, financiamiento para una patria financiera,
digamos como en el ejemplo de Argentina, donde la única actividad redituable es
la especulación: excepto algunos renglones elementales, el resto de la economía
está técnicamente quebrada y sólo la especulación sigue en pie. Este sería el
panorama más negro de todos los posibles: que a través de esta intermediación
financiera el siguiente paso al desarrollo nacional fuera el crecimiento muy
acelerado, pero un crecimiento de papel, con poco reflejo en la capacidad de la
planta productiva.

Adolfo Gilly: Mi idea es que de los años cincuenta en adelante, pero sobre todo en
los sesenta y al final de los setenta, asistimos a un ascenso en el poder, dentro del
aparato del Estado y en el conjunto del capital mexicano, de la fracción financiera
del capital. De repente viene un corte brutal que es la nacionalización de la banca
frente a una situación de descontrol y de especulación enorme. Veo una
conjunción de dos elementos donde López Portillo debió ser el mediador
pragmático: una necesidad del capital total de regular esta transición en el ascenso
del capital financiero (regularlo, porque estaba escapándose del control en la
especulación); pero para hacer esto necesitan recurrir a una coalición con quienes
piensan en la nacionalización de la banca en la línea, digamos, histórica de las
nacionalizaciones, quienes están a favor de una intervención del Estado en la
economía y de su desarrollo a través de él. Es otro proyecto de desarrollo, es el
proyecto donde se inscribirían Carlos Tello y la tendencia de pensamiento que
representa. Hay esa conjunción entre la necesidad del capital de tomar una
medida a la que siempre entendió como saneadora y transitoria y la necesidad de
quienes, en cambio, representando otra tradición del Estado mexicano, entendían
esta medida no como transitoria y saneadora, sino como transformadora. Y puesto
en el papel de presidente y en la necesidad de resolver este conflicto, López
Portillo, que siempre tuvo excelentes relaciones con la banca, hizo de mediador
estrictamente pragmático y realista, sin decidir él por uno o por otro. Entonces
recurre al elemento necesario, al que podía tener más audacia en esto y no al que
necesitaba el saneamiento: porque el necesitado de saneamiento no es el que
tiene la audacia para cortar, porque duele. Había que recurrir al otro. Producido
esto, las cosas vuelven a su cauce, y en este cauce estamos. Cárdenas se apoyó
en una movilización impresionante y López Portillo no: fue todo "con el poder de
su firma". Con esto no quiero quitar ninguna importancia a la nacionalización de la
banca sino ubicarla realistamente. Cuando las cosas vuelven a su cauce, se
continúa la tendencia central: el ascenso del capital financiero.

El proyecto que se impuso no es el de Tello. Se impuso un proyecto saneado que


no va a la especulación, como dice Arturo Warman, sino a cumplir las funciones de
una nueva forma de desarrollo industrial. ¿Con quién se va a integrar esta gran
autonomía, este reino de los intermediarios financieros o este poder paralelo a la
banca? ¿Cuál es el complemento? Yo supongo que la ley de inversiones de las
multinacionales, con la perspectiva de desarrollo de nuevas ramas de la industria.
El Plan de Desarrollo del 82 al 88 proyecta un gran aumento en las exportaciones
industriales. Proporcionalmente, las exportaciones de petróleo tenderán a ser
menores. El Plan mantiene, al mismo tiempo, una participación del salario en el
producto interno bruto que es hoy del 29% y que, para 1988 según se proyecta,
seguirá siendo del 29%. Pensemos que hacia 1976 era del 39%. Este es otro
modelo de desarrollo. Si esta nueva industria va a desarrollarse así la pregunta que
se impone es: en caso de que el Estado se entrelace con ella, ¿se pondrá del lado
de la "banca de los pobres" o del lado de este sector financiero para la expansión
de un moderno México capitalista? Creo que esto último es lo que se viene. Hubo
un reacomodo en el Estado mexicano, una recomposición de fuerzas y relaciones.
Y como en el buen ejemplo de Warman, la banca nacionalizada - que no da
marcha atrás- quedaría subordinada igual que los ferrocarriles. Insistamos que
esto no era inevitable: los Ferrocarriles pudieron ser otra cosa, porque en Italia, en
Francia, en Alemania, Japón, Estados Unidos, son esenciales para la economía. (Y
podría darse un ejemplo similar con el ejido y la agricultura privada, donde ahora
la banca estaría en peligro de correr la suerte del ejido.) Por último, aunque pueda
haber en esto un elemento de especulación financiera, los exbanqueros y los
empresarios no son agentes de los Estados Unidos. Son mexicanos y su ámbito de
expansión, de desarrollo y de enriquecimiento está en México. Obviamente, no
piensan en términos de México y del capitalismo mexicano, piensan en términos de
obtener ganancias con lo que invierten. O bien, puede ser que los intermediarios
financieros se propongan la especulación mientras no consigan mejores
condiciones de inversión en la crisis, pero el Estado no puede subordinarse a los
especuladores, y por eso confecciona su Plan de Desarrollo. Y a juzgar por este
Plan, el Estado busca, digamos, un nuevo eje de acumulación, que no es el del
petróleo ni el del alemanismo, sino el de engancharse al redespliegue industrial.
No creo que haya un choque de fondo entre esos intermediarios financieros y el
plan del Estado; lo que hay es un choque político sobre quién dirige, y nuevamente
vuelve a plantearse esto que es una vieja tradición mexicana. Ahora buscan un
nuevo tipo de alianza conflictiva en un nuevo modelo de desarrollo.

José Blanco: La categoría capital total no es suficiente para encargarnos del


problema. Sí siento que en muchos terrenos, en muchos espacios políticos, en mil
pequeñas batallas, hoy por hoy, de una manera álgida y aguda, está vigente lo
que se ha llamado la disputa por la nación y que la nacionalización de la banca es
un hecho fuerte de esta disputa. Es evidente que hubo un conflicto de poder y que
el Estado mexicano se condujo de un modo verdaderamente opuesto al de los
manuales que nos explican qué es el Estado burgués. Por que el Estado mexicano
le pegó, precisamente, a la fracción más fuerte del capital. En este conflicto de
poder, que obviamente abarca a la sociedad y al conjunto de las fuerzas estatales,
se elimina el obstáculo por la vía nacionalizadora apoyándose en la legislación que
tiene la impronta de la revolución y el movimiento de masas. A partir de los años
cincuenta se fortalece un segmento de los empresarios que se desarrolla
simbióticamente con el Estado: el sector financiero de la economía (tomando en
cuenta aquí, y en conjunto, tanto al sector estatal como al privado). Este
fortalecimiento tiene una dinámica peculiar: las propias acciones del Estado hacen
fuerte, poco a poco, a esta fracción; y a medida que el Estado lo fortalece queda
cada vez más maniatado. En el momento en que llega al poder el equipo
gobernante que tenemos hoy, de alguna manera la alternativa a esa historia que
viene desde los cincuenta, no se hace gobierno: este equipo tiene una gran carga
de esa historia reciente del país, de un grupo que se fortalece ahí; pero llega al
poder en un momento contradictorio, en que se nacionaliza la banca y que están
en pugna las fuerzas políticas y sociales reales que actúan y que permean al
Estado mismo. Esto lleva en sí ideologías y posiciones. El camino que se está
desandando respecto a la nacionalización, específicamente en el sector financiero,
tiene que ver con una ideología muy clara y con un proyecto de país que no es el
del profundo cauce histórico, popular, de esta decisión. Si falta aún que se envíe la
iniciativa al Congreso, yo creo que todo va a reprivatizarse hasta donde sea
posible.

Carlos Tello: No deja de ser interesante que se ha retrasado la presentación de


esta ley al Congreso, frente a la fecha que se había previsto. Hay una discusión
dentro del mismo Ejecutivo. Quiero insistir en que esto todavía no se resuelve; si
bien hay muchos hechos que apuntan en un sentido de reprivatización, hay algo
que puede operar en contra e inclinar la balanza contra el mismo proyecto
reprivatizador. Las concesiones que ha hecho este gobierno para conciliar y
"recuperar la confianza", como las hicieron en su momento Luis Echevarría y López
Portillo, no han ganado a esa fracción importante del capital financiero, los
exbanqueros; no han ganado a los industriales ni, en general, a los empresarios.
Como ya se probó en el pasado, la confianza no se recupera por medio de
concesiones cada vez más generosas. Varias cosas indican que no se ha
recuperado la confianza, el beneplácito o la buena disposición de los exbanqueros
y los empresarios. En primer lugar, sigue dándose una polémica verbal sobre
aspectos cruciales: control de precios, política exterior, política económica, rectoría
del Estado. El capital no sólo no está de regreso, sino que se sigue fugando. 3,500
millones de dólares en 1983 y dos mil y pico en lo que va de este año. Podemos
hablar de cinco a seis mil millones de dólares, una bestialidad. Los empresarios no
sólo no están dispuestos a asumir un compromiso a futuro con el país: ni siquiera
están dispuestos a asumir un compromiso con lo que ya tienen, con su propia
empresa, con lo que no pueden sacar del país: los cimientos y las máquinas
pegadas al suelo. Era para que los empresarios pusieran algo de su parte. En un
país donde las empresas estaban en quiebra financiera se hizo un esfuerzo
deliberado, y yo pienso que exitoso, para salvarlas, entre el lo. de septiembre y el
30 de noviembre de 1982. Con las nuevas devaluaciones de diciembre de 1982, el
capital financiero siguió mandando dinero afuera; era un dinero que estaban
generando en la crisis y un mínimo de solidaridad debió llevarlos a retener ese
dinero en México. Por otra parte, en los dos años del gobierno en turno no se
aprecia que haya acuerdos o convenios entre el sector privado y el sector público.
Incluso la inversión extranjera, a la que se llama con entusiasmo, más que invertir
en nuevas empresas está capitalizando los pasivos que tenía con sus empresas
filiales, o que si bien no eran filiales, si estaban asociadas con el capital extranjero.
Finalmente, si se trata de promover una expansión, tendríamos que observar un
comportamiento distinto no sólo de los hacedores de la política hacendaria y
económica del país, sino también de la banca internacional. Pero tanto la banca
extranjera como las autoridades locales se han ido por la vía del estanquillo: me
hace falta dinero aquí, va mal el negocio; tengo mucho dinero acá, va bien el
negocio. Es decir, se mide según los bolsillos de la chamarra del dueño del
estanquillo. Han sometido a la economía a la depresión y de un modo deliberado,
acordado, articulado, incluso con orgullo, poniendo sus políticas como ejemplo. ¿A
qué ha conducido? A que nos prestan cuatro mil o cinco mil millones, y ese
préstamo es la mitad de los intereses que tenemos que pagar. Por ahí no se ve la
salida en ninguna parte. Y a pesar de los esfuerzos recientes para recompensar la
relación empresa-sector público, el lo. de septiembre de 1982 se dio al capital
financiero un golpe del que todavía no se repone. Ahora se vienen las elecciones y
ahí se va a dar, se está dando ya, otro momento de fricción y disputa. Lo más
obvio e importante es el papel que los exbanqueros y empresarios están
dispuestos a desempeñar en la disputa ya no por la nación, sino por algo más
concreto que es el poder en el estado de Sonora. Y, con más amplitud, quién sabe
si en las siguientes elecciones presidenciales no veremos a otro Almazán,
promovido por exbanqueros, empresarios, industriales, luchando contra el
candidato del PRI como se dio en 1940. A partir del rompimiento del sector público
y el sector privado, lo que puede desarrollarse es una oposición de corte
almazanista en 1988.

Agustín Legorreta

Manuel Espinosa Iglesias

Carlos Abedrop

José Manuel Quijano: Quisiera referirme a la idea de Gilly sobre el ascenso del
capital financiero. En 1982 el grado de vinculación entre el capital bancario y el
capital industrial, en México, era bastante precario, muy incipiente y dificilmente
podría interpretarse como capital financiero, por lo menos en su sentido clásico.
No me parece adecuado razonar en estos términos para entender esta sociedad,
tal vez sirva para entender el caso alemán o el japonés, pero me parece exagerado
para el caso de México y para otros países latinoamericanos. Tampoco me parece
que uno pueda llegar a la conclusión de que hay un capital total que se comanda
de una manera o de otra y que su necesidad de sanearse fue a dar a la
nacionalización de la banca. Esta nacionalización no puede explicarse sin su
elemento político, que va a dar a la sensación de que el gobierno estaba en jaque.
Todos recordamos lo que fue 1982, que empezó con la devaluación en febrero, y
cómo la política económica que impulsaba el propio Estado fue un instrumento que
se utilizó para fomentar la especulación monetaria. Se volvió imposible manejar el
aparato con la política económica del país porque había fuerzas que
contrarrestaban continuamente los propósitos del gobierno. Por otra parte,
tampoco me convence la otra hipótesis: los banqueros se desprenden de los
bancos porque ya no les conviene tenerlos. Es cierto que si uno analiza a países
como Chile o Argentina entre 1980 y 1983, lo que hay aquí son bancos quebrados
y el gobierno tiene que meter dinero para sacarlos a flote: los banqueros están
traspasando pasivos y quedándose con activos, se quedan con la banca de
inversión y le pasan las deudas al Estado. Este no es el caso de México y no
explicaría la nacionalización de la banca. Por último, me surge otra duda sobre "la
nueva reforma de desarrollo industrial". Yo lo que veo es que para los años 80
está muy comprometido el desarrollo industrial en América Latina. En el mejor de
los casos hay tasas de crecimiento previstas y modestas, hay proyectos de
exportación de manufacturas que son, esencialmente, proyectos para mejorar la
balanza comercial y poder hacer frente al servicio de la deuda pero yo no veo que
de ahí pueda desprenderse una nueva forma de desarrollo industrial en México.
Además, en el supuesto de que hubiera una nueva forma de desarrollo industrial a
partir de exportaciones, esto pendería de un hilo: que la economía norteamericana
siguiera absorbiendo productos de Brasil, de México, de los tres o cuatro grandes
países latinoamericanos, a costa de un déficit comercial creciente -y podríamos
vaticinar: casi insostenible- de la propia economía norteamericana en el mediano
plazo. Cuando Brasil juega todas sus cartas en la exportación a Estados Unidos
para pagar su deuda, está moviéndose en el filo de la navaja. En cualquier
momento se quiebra el proyecto industrial volcado a la exportación y se quiebra
también el pago de la deuda. Los empresarios no son tontos: en Brasil y en México
difícilmente pueden encontrarse inversiones para la exportación. Lo que hacen los
industriales es que, si el mercado no absorbe lo que producen, destinan parte de
eso a la exportación. El caso más claro es la siderúrgica, que por cierto es de
inversión estatal. Cuando baja notablemente la demanda interna tratan de colocar
una parte en Estados Unidos. Pero muy pocos están invirtiendo en América Latina
en los proyectos de exportación.
Adolfo Gilly: Yo no digo que el capital abra ese camino: yo digo que este gobierno
(es algo incluso expresado en cifras y en varios discursos del Presidente) proyecta
un modelo de desarrollo que se basa en el aumento de las exportaciones
industriales. Y en el Plan 1982-1988 es serio el llamado permanente te a las
inversiones extranjeras. De acuerdo: para eso hace falta salir de la crisis, hace
falta que el capital quiera vernir y que se cumplan otras condiciones. Pero el
proyecto ahí está.

José Manuel Quijano: Claro que existe un proyecto; lo que tratamos de hacer aquí
es indagar sobre la viabilidad de ese proyecto. El hecho es que en todos los países
latinoamericanos la crisis obliga a comprar el proyecto de redespliegue industrial; y
como estos países tienen que pagar la deuda -un servicio de deuda que es de
once, doce o trece mil millones de dólares al año en Brasil y México- entonces
compramos el proyecto de redespliegue, porque si no nos dejan hacer ciertas
actividades industriales y exportar productos, sencillamente no pagamos. Si eso es
viable o no, lo primero que puede decirse es que tiene graves dificultades. Hasta la
fecha no tengo noticias de que alguien invierta por ese proyecto o que invierta de
una manera masiva hacia un redespliegue industrial. No es casualidad que siga
habiendo fuga de capitales, ni que la inversión privada no se reactive ni siquiera en
Estados Unidos. Todo el modelo de expansión norteamericano que conocemos hoy
está creciendo al 7 o al 8% y es, curiosamente, sin inversión privada; todo es
gasto público y consumo. Ni en país desarrollado ni en país subdesarrollado se
está invirtiendo un centavo en este momento. Optan por meter el dinero al sistema
bancario: ahí les dan el 12, el 13 o el 14% dependiendo de lo que coloquen en
Estados Unidos. Es más seguro hacer la inversión financiera y entonces viene la
típica sustitución, keynesiana por cierto, del activo real por el activo financiero, y la
gente se está yendo al activo financiero. Eso no es salir de una crisis. Y eso no le
da, en principio al menos, viabilidad a un proyecto de expansión a partir del
crecimiento de manufacturas. Este sería mi juicio coyuntural al respecto. Por
último, habría que dudar también de una ruptura entre el sector público y el
privado. Esa ruptura es entre el sector público y el sector exbanquero. Lo que
ocurre económicamente es que los industriales y empresarios responden según las
expectativas del mercado; y como ahora las expectativas de inversión son muy
bajas y negras, ya no invierten. Si las expectativas cambiaran, esos señores
invertirían. Si cambiara la rentabilidad a cinco años de plazo, en el sector privado
no habría una reacción necesariamente negativa. Yo no creo que esto de "la
confianza" del sector privado sea algo tan decisivo como se dice. El sector privado
invierte cuando cree que saca rentabilidad, salvo en casos extremos como en el
Chile de Allende, donde hubo un complot. No es el caso de México ni de Brasil, no
es el caso de la mayoría de los países latinoamericanos. No creo en esa ruptura. Lo
que tiene ahora el sector privado es una racionalidad de que la inversión no es
rentable.
Carlos Tello: Por supuesto que se invierte para ganar y la palabra confianza, más
que cualquier otra cosa, entraña aquí estar dispuesto a asumir un riesgo para
obtener una tasa de ganancia.

José Carreño Carlón: Yo estaría de acuerdo en que no hay ruptura en términos de


racionalidad económica e incluso, aunque no lo digan tan expresamente, entre
este gobierno y el sector privado hay un acuerdo funcional en cuanto a política
económica. Pero es obvio que la ruptura del 1o. de septiembre de 1982 no se
limitó a una discrepancia de carácter económico, sino que fue profundamente
política e ideológica. Voy a acercarme un poco a los grados de esa ruptura y a su
significación posible. No se pueden equiparar los niveles de sorpresa del 18 de
marzo de 1938 y el 1o. de septiembre de 1982. En 1938 se provocó una ruptura
con un proyecto y se escogió -yo creo que muy hábilmente- incluso la coyuntura
internacional adecuada en vísperas de la guerra. Pero en 1982 se le impuso al
grupo gobernante una ruptura que no se había propuesto, y se dio sin un proyecto
-o con un proyecto mal escogido- y en una pésima coyuntura nacional e
internacional. Se rompió un sistema de toma de decisiones -y casi diría un sistema
de ejercicio de poder- : el del postcardenismo, de concertación y conciliación
especialmente con el sector privado, con muchas manifestaciones de orden
político. Y en esa conciliación, con mucha frecuencia, se sacrificaban o quedaban
derrotados los intereses nacionales, populares, democráticos. Como se ve con
claridad en el segundo capítulo del libro de Carlos Tello sobre la banca, ese
sistema de toma de decisiones se fue carcomiendo y de febrero a agosto de 1982
tuvo que ver con la pérdida de la capacidad del Estado para controlar la situación,
para controlarla en los términos tradicionales de ese sistema de concertación y
conciliación; no se frenaba la especulación, no se frenaba la salida de divisas, y
aferrarse en ese momento al sistema tradicional de concertación era ceder a un
límite que implicaba la pérdida del poder; y no ceder, suponía necesariamente esta
ruptura. Acababan de darse unas elecciones, estaba a la vista un nuevo proyecto
con las diferencias que suele haber sexenalmente y, sobre todo, tanto los grupos
directamente afectados como los ideológicamente traumatizados veían con
impotencia que de nada les valía enfrentarse a un gobierno, o a un presidente que
se había jugado esa carta, sino que tenían que oponerse a todo un sistema que
hacía posible este tipo de medidas.

La confrontación de septiembre a noviembre de 1982 que plantearon en la retórica


los grupos de la derecha empresarial, es frontalmente contra la Constitución y los
principios que hacen posible que el Estado, por más bocabajeado que esté, por
más que se haya habituado a la concertación, a la transacción, a la conciliación a
ultranza, tiene, precisamente en la Constitución, el último recurso y puede
activarlo. Yo corregiría lo de "con el poder de su firma" porque es el poder de la
Constitución y el fondo histórico lo que hace posible esto. Un presidente de
Venezuela o Argentina no tendría ese poder de su firma. Desde febrero de 1982
entró en crisis el sistema de toma de decisiones, y desde ahí estaba roto; lo que
hizo septiembre de 1982 fue expresarlo, manifestarlo, sacarlo a la superficie.

Carlos Tello: Yo diría que entró en crisis desde junio de 1981, sobre todo a raíz de
la decisión de bajar el precio del petróleo, que provocó la estampida de capitales
en el segundo semestre de 1981, una estampida que se acercó a nueve mil
millones de dólares.

José Carreño Carlón: Sí, y podría irse más atrás y decir que ese sistema ya había
hecho agua en 1975 y 1976, estaba muy despostillado. Pero en 1982 la ruptura ya
era cuestión de vida o muerte. El sistema político mexicano siempre ha tenido un
instinto de estabilidad, que ahora parece orientarse hacia la búsqueda de un
equilibrio. Puede ser que en el proyecto posterior a septiembre de 1982 haya la
propuesta de un nuevo desarrollo industrial con las características que se desea. A
mí me importa subrayar ahora que la nacionalización ha dejado de manifiesto, en
lo que ha pasado de entonces para acá, la necesidad de buscar nuevas formas de
concertación política. Se busca concertación con ese factor de la economía que
quedó desplazado y herido, tocado. Algunas medidas de diciembre de 1983 para
acá pueden explicarse por esa búsqueda de concertación política. Y sobre la
implicación partidista, quiero decir que el PAN surge precisamente en 1939, a raíz
de la expropiación petrolera, y decae significativamente en el alemanismo cuando
se abren paso el pacto de conciliación y ese sistema de toma de decisiones, en que
la derecha y el sector privado ya no requieren sus recursos políticos propios, ya no
requieren partidos propios porque tienen su propia vía de concertación. Ahora
resurgen porque al no confiar en el acuerdo burocrático cupular, la derecha decide
contar con sus propios recursos políticos y decide activar también su alianza con el
imperialismo. No se trata de meterse en los chismes de Gavin y sus relaciones con
el PAN, pero los signos externos son muy importantes. Ahí está la imagen del
presidente panista de Hermosillo junto al arzobispo Quintero Arce recibiendo en la
escalinata del avión al embajador de los Estados Unidos. Parece una imagen de un
país como Honduras, no de México. Estos signos externos apuntan también a las
elecciones de 1985. El empresariado político y el intervencionismo estadunidense
dicen con estos signos: "aquí están mis fuerzas, mis aliados, estoy con ellos y voy
a cuidar que les respeten sus votos". Y todo esto es secuela de la ruptura, no
resuelta, que se expresó el lo. de septiembre de 1982.
Arturo Warman: Pero los que sostienen la hipótesis de que se rompió la vía
anterior de concertación política, tendrían que explicarnos por qué tenemos una
derecha tan democrática y civilizada, que no escogió el camino del golpe de Estado
o de la desestabilización. Sería algo bastante excepcional. Si esa vía está
definitivamente rota, y es algo que yo pongo en duda, habría que preguntarse por
qué la derecha opta y se lanza por la democracia. Sería un caso único en la
historia.

José Carreño Carlón: La derecha actúa de acuerdo a las condiciones y a las


posibilidades a la mano. No tiene carta aborrecida. Presión, concertación, acuerdo,
manipulación electoral o cualquier forma de desestabilización. Hoy la derecha
parece de acuerdo con la política económica del gobierno actual; pero ese acuerdo
que ellos consideran ganado por su fuerza o su presión política, como antes, no los
apartará ahora de su pretensión de contar con diferentes o con más intermediarios
políticos, o con nuevas formas de intermediación que garanticen mejor sus
intereses.

José Blanco: Plantearía mi desacuerdo con Quijano sobre la cuestión de la


confianza. La confianza se disminuyó al punto de verla como tasa de ganancia y
creo que va mucho más allá del problema económico. Está roto el sistema
tradicional de concertación. La historia es más prolongada y el primer campanazo
de esa ruptura fue en 1968. La primera característica del sistema era un muy buen
ensamblaje, por decirlo así, entre economía y política, y se empieza a fracturar en
los años sesenta. Por razones estrictamente políticas y no económicas que tienen
que ver con el propio desarrollo del país: con la configuración de una estructura de
clases diferentes y una institucionalización política que quedó sin moverse En los
setenta la crisis económica le hace algunas otras fracturas y todo desemboca en el
gran conflicto de poder que dio como resultado la nacionalización de la banca.
Pero había otras condiciones económicas que desde el punto de vista político
inutilizaban al Ejecutivo, y era precisamente el carácter internacionalizado de la
banca. Si en el pasado el presidente y el gobierno se veían cada vez más
maniatados frente a los banqueros y frente a los empresarios en general, estas
limitaciones del gobierno mexicano se enfrentaban a una nueva situación que era
precisamente la internacionalización de la banca. Las posibilidades de la acción
soberana sobre un sistema nacional se limitaban aún más. Es decir, se trataba de
una banca que efectivamente estaba desactivando, saboteando las medidas del
Ejecutivo, y esto se lo permitía el hecho de que la banca estaba internacionalizada.
En ausencia de esa banca internacionalizada, el conflicto no habría sido el conflicto
político y de poder que condujo a la nacionalización bancaria. Sí me parece que la
nacionalización de la banca produjo un rompimiento con el sector privado de orden
político y hay un problema de confianza. A partir del lo. de septiembre los
empresarios se politizaron crecientemente, más de lo que ya lo estaban, de modo
que desde entonces han actuado en términos de "esto no se volverá a repetir". Las
acciones políticas de los empresarios se explican teniendo en el centro la
desconfianza. No se ha removido y es muy alto el costo que se ha pagado para
restaurar esa confianza. No hay racionalidad económica respecto a un desarrollo
nacional, en término de los objetivos y planes que los propios programas del
gobierno establecen. Desde el punto de vista de un desarrollo que dice buscar
esos objetivos, las medidas que se toman no son racionales, no son coherentes
con los objetivos de esos programas, porque tienen otro origen y fin: recomponer
la confianza y el consenso entre los empresarios. No se ha dado. Y ha habido otras
cosas curiosas: los empresarios necesitan la seguridad de que no habrá más
nacionalizaciones; sin embargo, en su última convención el PRI dijo que quería
nacionalizar la industria farmacéutica y la industria alimentaria. Ahí está la lucha
por la nación, que se manifiesta y se cuela por todas partes. Por lo mismo yo diría
que la vía nacionalizadora no está cancelada definitivamente.

Carlos Pereyra: A mi me sorprendió algo que señaló Quijano cuando después de


una argumentación muy consistente de por que esta nacionalización no puede
explicarse en términos de racionalidad económica, sino que debe recurrirse al
elemento político, sin embargo no le daba ninguna presencia a la ruptura entre el
grupo gobernante y el empresarial. Estoy de acuerdo en que hay una ruptura
definitiva pero no estoy de acuerdo con las fechas a que la llevaron: 68, 75, 76,
febrero a agosto de 1982, porque la ruptura sí es el 1o. de septiembre de 1982 y
no como culminación de algo que se había dado desde febrero de 1982. Lo que
había ocurrido antes era un uso excesivo del margen de maniobra que la
concertación permitía a los grupos financieros. Y esto se rompe en un acto que,
ante todo, es profundamente antidemocrático. La izquierda confunde siempre los
términos y cree que lo que le conviene desde el punto de vista de desarrollo
histórico, siempre es democrático; pero la nacionalización bancaria fue un hecho
profundamente antidemocrático. Y no es para nada extraño que la derecha se
haya vuelto de pronto la corriente que en México puede encabezar el reclamo
democrático. Y más aún cuando a la antidemocracia del 1o. de septiembre se
siguen los actos igualmente antidemocráticos en el plano electoral. La ruptura no
es susceptible de restauración a menos de que lo que cambie en este país sea el
Estado de la revolución mexicana, y los empresarios y la derecha no van ya por un
acuerdo de carácter financiero ni por el circuito de intermediación financiera no
bancaria ni por un margen mayor de presencia en esos aparatos de finanzas: van
por la eliminación del Estado de la revolución mexicana que, entre otras cosas -y
desvencijado en muchas de sus dimensiones- es hoy un sistema presidencialista.
Además, el acto antidemocrático del 1o. de septiembre de 1982 se dio en un
contexto donde el gobierno mexicano mantuvo una posición solidaria con la junta
sandinista y donde hubo una impresionante declaración sobre la situación
salvadoreña. Para el sector privado todo eso desborda cualquier posibilidad de
acuerdo. Yo no considero que el 1o. de septiembre de 1982 sea equivalente al 18
de marzo de 1938, y creo que es algo sin antecedentes en la historia del Estado de
la revolución mexicana. La situación de ruptura es mucho más seria de lo que
parece ser y de lo que nosotros mismos estaríamos creyendo. Es irreversible.

José Manuel Quijano: Por confianza yo me refería a otra cosa. A esa especie de
chantaje continuo a que está sometido no sólo el gobierno de México sino de otros
países latinoamericanos: se restaura la confianza o no hay inversión. La creencia
de que dar confianza es un camino para recuperar la inversión privada me parece
una creencia errónea. En México la inversión del sector privado está mucho más
determinada por una racionalidad económica, y por las expectativas de ganancia
que por la confianza chantajista que buscan y que consiste continuamente en
obtener concesiones. Podrán hacerse todas estas concesiones, pero no habrá
inversión sencillamente porque no hay condiciones para que la haya. Ahora, sobre
la ruptura de la concertación hay dos cosas diferentes: una es la concertación
tradicional con que la economía funcionaba, y otra es el proyecto de desarrollo que
está más allá de la confianza y la concesión fiscal y que se vincula a la concepción
monetarista de cómo deben funcionar la política y la economía en este mundo.
Donde el mercado es todo: no sólo racionalidad económica sino política e incluso
social. Confianza no quiere decir dar un estímulo fiscal o, simplemente,
deducciones de impuestos; confianza quiere decir desarticular el aparato del
Estado para instalar, de aquí en adelante, otra relación de fuerzas en la economía,
la política y la sociedad.

José Blanco: No estoy de acuerdo con Carlos Pereyra en su idea de que la


izquierda confunde entre lo que piensa que le conviene históricamente y la
democracia. En efecto, el camino desandado en la nacionalización bancaria se
relaciona con el hecho de que a esta decisión no la acompañó un proceso
democrático de masas como en el caso de 1938. "Con el poder de su firma" no se
agota la democracia. No se agota el hecho de que la banca quedó como un posible
instrumento del Estado para ensamblarse con un proyecto nacional, con un cambio
estructural que encierra potencialidades para el desarrollo de las propias masas en
el país.

Carlos Pereyra. No me refería a la participación de las masas (en efecto no la


hubo) sino a cosas más formales: conocemos otras nacionalizaciones en otros
países, que están consignadas en el programa del partido; este programa se
somete a un proceso electoral y, si se abre paso, una vez conquistado el gobierno
se procede a la nacionalización que se había anunciado. Y me refiero también a
que las relaciones de poder se violentaron: no sólo se trata de las relaciones de
poder entre el grupo gobernante y la iniciativa privada, sino que dentro del grupo
gobernante no hubo una relación de poder favorable a la decisión del 1o. de
septiembre y esa decisión, como está narrado en el libro de Tello, se tomó en un
compartimento muy pequeño. Y no basta con hablar de la legitimidad y la tradición
histórica que confiere el movimiento de masas de 1910, porque esa es una
constante y en los setenta y tantos años que van de ese movimiento a 1982 no se
había nacionalizado la banca. El hecho no es sólo que la nacionalización bancaria
no va acompañada de un movimiento de masas (en última instancia eso podría ser
prescindible) sino que no va acompañada de relaciones de poder favorables a esa
medida, y no sólo en el conjunto de las fuerzas que tienen un poder en el país,
sino incluso dentro del grupo gobernante. En este sentido es más profundamente
antidemocrática y, en consecuencia, más vulnerable, porque si las relaciones de
poder son ésas, no se ve dónde pueda estar la continuidad de tal medida.

José Blanco: El problema es que el planteamiento de Pereyra abstrae el contenido


mismo de la nacionalización.

Carlos Tello: La nacionalización bancaria se hizo dentro de la ley. Los bancos


estaban concesionados a particulares y, simplemente, se retiró la concesión. La
concesión se puede retirar en cualquier momento, del mismo modo en que no
hubo ni voto, ni procedimientos electorales, ni acciones democráticas para otorgar
esa concesión. Retirar esa concesión por un método legal incluso es algo más
válido que haberla entregado sin método alguno.

Carlos Pereyra: Por un lado, que una medida sea nacional y popular no quiere
decir que sea democrática. Estas tres cosas no van, simétricamente, en el mismo
sentido. Y por otro lado, en pocos países, cuando se argumenta que algo es
antidemocrático, se respondería que es legal. Es evidente que lo antidemocrático
no se opone a lo legal, y yo no tengo la menor duda sobre la legalidad de la
medida nacionalizadora.

José Carreño Carlón: Que la izquierda haga su autocrítica en lo que le


corresponda; pero la izquierda tampoco está ya, por lo menos completamente, a
favor de medidas cupulares por progresistas que sean. La izquierda está
reclamando una participación de otro tipo en los avances. Ahora: Pereyra le
atribuye a la izquierda una confusión al apoyar algo que favorezca a su proyecto
ideológico, aunque sea antidemocrático. Me parece que está confundiendo dos
planos: un formalismo y un idealismo (o subjetivismo) de lo que es la democracia.
Creo que el acto nacionalizador recupera un derecho nacional que se alcanzo
democráticamente y que, en todo caso, estaba secuestrado por el sistema de
mediación y alianzas entre el capital y el gobierno. Eso, desde el punto de vista
formal o doctrinario; desde el punto de vista empírico, me iría por lo que dice Gilly:
el Estado como responsable no sólo de los intereses globales, no sólo de la
reproducción, sino incluso de la integridad del país. En agosto de 1982, el riesgo
era esa disgregación, no sólo el vacío sino la entrada de las fuerzas que llenarían
ese vacío y que no eran precisamente las de la izquierda, ni las masas, ni el
presidente electo; eran las fuerzas representantes de un proyecto autoritario,
primitivo, religioso, destructor de cualquier posibilidad democrática. El proyecto
que ahora usa las vías democráticas, precisamente, para frenar la democracia.
Entonces, frente a la medida "antidemocrática" del lo. de septiembre, estaba la
otra posibilidad de la disgregación y el autoritarismo.

José Blanco: Si se habla en términos abstractos, no se puede decir que lo legal sea
democrático; pero de la legalidad de que se habla aquí es una legalidad específica
y concreta. Una Constitución que tiene un proceso y un resultado histórico y una
participación de masas. Ahora, incluso en términos abstractos, podría aceptarse
que la medida nacionalizadora de la banca no fue democrática, pero decir que fue
antidemocrática es llevar el formalismo demasiado lejos.

Adolfo Gilly: Para retomar lo anterior y cerrar, puede decirse que en lo sucesivo
cualquier medida progresista, para tener sustento y seguir adelante, deberá contar
ineludiblemente con la componente democrática y participativa, tanto en el
aspecto social como en el jurídico legal. Lo conecto con esto: la tendencia que
dentro del gobierno quería ir más lejos con la nacionalización, -la de Carlos Tello,
para darle un nombre, a la cual llamo utópica porque creo que no se daba ni veía
los medios de sus fines-, es una tendencia que volverá bajo otras formas en
nuevas condiciones por venir. Considero que el proyecto nacionalizador de Carlos
Tello no es exactamente el mismo que el de José López Portillo, aunque hayan
colaborado juntos en la nacionalización de septiembre de 1982. El de López Portillo
era un proyecto pragmático, un saneamiento drástico ante una crisis que se
tornaba incontrolable para el Estado; el otro, el que Tello asumió quería
proyectarse más allá de la crisis hacia el futuro. Llegó hasta ahí en la
nacionalización de la banca, y se quedó en la banca que quedó. Pero, frente a la
expansión del capital financiero, tendrá que retomarse con otros componentes,
otras fuerzas sociales y en otras coyunturas todavía no visibles. Se trata de otro
futuro y otro proyecto de país.

01/11/1984

Un debate

José Manuel Quijano, Carlos Tello, Arturo Warman, Adolfo Gilly, José Blanco, José
Carreño Carlón, Carlos Pereyr.
La banca que quedó

José Manuel Quijano: "Cuando se tiene una casa de bolsa, una aseguradora y una
sociedad de inversión, se tiene ya buena parte de lo necesario para hacer un
grupo financiero, que invierte en empresas y que trae una nueva forma de banco.
Esto parece perfilarse en México: una banca financiera paralela, que aumenta su
fuerza, mientras se debilitan la banca nacional y la banca de desarrollo, es decir,
los dos instrumentos con que se queda el Estado.

Carlos Tello: "El 1o. de septiembre de 1982 el Estado recuperó la posibilidad de


articular, directamente con los industriales, una política de desarrollo económico; a
partir del 1o. de diciembre de 1982, parece ser que al Estado no le interesa esta
posibilidad y les devuleve a los antiguos intermediarios financieros (porque son los
mismos) el instrumento que se había rescatado para el servicio del país".

Arturo Warman: "El caso de labanca paralela que surge recuerda otra
nacionalización: los ferrocarriles. Entre 1940 y hoy el sistema de ferrocarriles
aumentó un 5%, mientras el sistema paralelo del transporte se vuelve el motor del
desarrollo nacional mientras los ferrocarriles languidecen hasta llegar a su estado
actual. Es un ejemplo y una hipótesis de lo que puede pasar con la banca nacional
y la banca paralela"

Adolfo Gily: "De los años cuarenta a los setenta, asistimos a un ascenso del capital
financiero. De repente viene el corte brutal de la nacionalización anaria frente al
descontrol y la especulación enorme. Hay una conjunción de los elementos donde
López Portillo es el mediador pragmático: el capital financiero, entreado a la
especulación, y el Estado recurre a la corriente nacionalizadora para cortar y
sanear las cosas. Hecho esto, las cosas vuelven a su cauce, y en este cauce,
restaurador y de reacomdos, es en el que estamos ahora".

José Blanco: "Es evidente que hubo un conflicto de poder y que el Estado
mexicano se condujo de un modo verdaderamente opuesto al de los manuales que
nos explican qué es el Estado burgués. Ahora el camino que se está deseando
respecto a la nacionalización bancaria tiene que ver con una ideología muy clara y
con un proyecto de país que no es el del profundo cauce histórico, popular, de
esta decisión".
José Carreño Carlón: "se rompió un sistema de concertación con el sector privado.
Desde entonces, la nacionalización de la banca ha dejado de manifiesto la
necesidad de buscar nuevas formas de concertación política con ese sector que
quedó herido. Pero la derecha busca ahora sus propias formas de concertación,
quiere su reivindicación y ha optado por el cambio de intermediarios o, por lo
menos, de formas de intermediación política".

Carlos Pereyra: "La concertación anterior permitía a los grupos financieros un uso
excesivo del margen de maniobra que se rompió con la nacionalización. La
izquierda confunde los términos y cree que lo que le conviene históricamente,
siempre es democrático; pero la nacionalización bancaria fue un hecho
profundamente antidemocrático".

Dibujos de Eduardo Gutiérrez Franco

nexos: El motivo de esta mesa es volver a la cuestión de la banca nacionalizada


discutir aquí el rumbo que ha tomado y el punto del que partió. ¿Cuáles son, a dos
años de distancia, los posibles diagnósticos y opiniones sobre la banca
nacionalizada mexicana? ¿A qué proceso respondió la nacionalización y qué
proceso se inaugura -o se prosigue, quizá- con la administración de la banca en
estos dos años de nuevo Gobierno?

José Manuel Quijano: Puedo empezar por la última parte y decir que hay un
proceso de parcial privatización de la banca mexicana. No tanto por la devolución
del 34% de las acciones, que no me parece demasiado relevante, sino por la
desvinculación entre la banca y el intermediario financiero no bancario. Hasta el
año de 1982, México había llegado en un proceso fortuito a una formación grupal,
financiera, muy importante. En los últimos meses, quizá en el último año,. empieza
a desgajarse. Ya tenemos a las aseguradoras, las casas de bolsa, las sociedades
de inversión, separadas de la actividad bancaria. No sólo eso, sino que hay una
vuelta a lo que la banca privada había hecho en México: agruparse. Los
exbanqueros están formando bancos de inversión -no se llaman así, porque usar
ese término podría ser molesto en un país donde se ha nacionalizado la banca-,
pero en todo caso las sociedades de inversión son éso. Cuando se tiene una casa
de bolsa, una aseguradora y una sociedad de inversiones, se tiene ya una buena
parte (si no es que todo) lo necesario para hacer un grupo financiero, no en el
sentido de banca- industria, sino en el sentido de instituciones financieras que
actúan coordinadamente. Invierten en empresas y uno ve instalada de nuevo la
ligazón privada entre banca -una nueva forma de banca- y el sector industrial.
Según veo, esto es lo que se perfila en México. En el Plan Nacional de
Financiamiento del Desarrollo aparecen claramente establecidas una actividad
bancaria estrictamente tradicional: recibo de depósitos, préstamos,
intermediarismo neutro al parecer, donde la vinculación con empresas es temporal
(en el Plan aparece como diez o doce veces la palabra temporal cada vez que se
habla del capital bancario y el capital industrial), y al mismo tiempo queda
claramente desgajada la actividad financiera no bancaria. Lo que se perfila es una
actividad bancaria que perderá, relativamente, su importancia, y una actividad
financiera que acrecentará la suya. Por dos razones: históricamente, a medida que
se avanza en el desarrollo económico, los intermediarios financieros no bancarios
son los que participan más en el proceso de desarrollo; pero además, en este
caso, porque están los instrumentos que expanden la actividad a la casa de bolsa y
compiten con el depósito bancario: da el mismo rendimiento pero sin la liquidez,
digamos, de los CETES. Se expande el intermediario financiero no bancario y se
estanca la actividad propiamente bancaria.

A esto se añade la pregunta de qué pasa con las instituciones nacionales de


crédito, es decir, con los bancos de desarrollo. Desde los años treinta estos bancos
eran grandes instrumentos del Estado para influir en la actividad económica y para
orientar a los grupos financieros. En los setenta se internacionalizaron totalmente:
hubo años en que el 70% de los recursos de estos bancos vinieron de préstamos
extranjeros. Ahora, en los ochenta, se corta el flujo de préstamo externo y nadie
sabe cómo esta banca seguirá teniendo presencia en la actividad económica
nacional. De modo que la banca nacional y la banca de desarrollo, los dos
instrumentos con que se queda el Estado, se debilitan frente a la banca comercial
en la operación de los flujos financieros.

nexos ¿Para qué servirían entonces estos bancos desvinculados de los


instrumentos propiamente financieros?

José Manuel Quijano: Lo que ha hecho el Estado después de la nacionalización es


optar por una "banca pura". En ella las empresas aparecen sólo transitoriamente
(esa banca no se mancha con el capital industrial) y tampoco aparece el
intermediario financiero no bancario porque eso es para el sector privado. Pero la
"banca pura" es un concepto teórico. la hay. No tiene nada que ver con la realidad.
Los bancos están metidos en la actividad financiera en su conjunto y tienen ligas
con el sector industrial, el comercial y, mucho menos, el agrícola. La "banca pura"
es una desarticulación de algo que ya estaba articulado.
Carlos Tello: Coincido con casi todo lo que dicho Quijano y al respecto habría que
subrayar algunos puntos importantes. En primer lugar, la integración de los grupos
financieros no es algo que se dio espontáneamente sino algo que el mismo Estado
impulsó. Ya nos encontramos en la situación opuesta: como si el Estado usara en
su contra los argumentos que antes utilizó para integrar grupos financieros, ahora
impulsa la desagregación de estos grupos. Lo que justificó su unión, ahora justifica
su desintegración. En segundo lugar, la banca nacional jugó el papel activo en el
desarrollo financiero de México: nada más prestaba, pero no captaba recursos. Y
todo parece indicar que la banca nacional de desarrollo seguirá participando
limitadamente, seguirá sin captar recursos y su única actividad posible será la de
prestar. A sus posibilidades financieras las determinan dos elementos: I) la cartera,
es decir, la recuperación de los préstamos que otorgan; pero se cancelan sus
posibilidades de crecimiento porque la banca de desarrollo tiene un porcentaje
muy alto en su cartera congelada: los préstamos a instituciones del sector público
(desde la CFE hasta constructoras) no tienen movimiento. 2) Los recursos de
apoyo que el gobierno federal les entregue. Es el caso típico del Banco de Crédito
Rural. Y en la medida en que las posibilidades del fisco estén limitadas, se
limitarán también las posibilidades de expansión de la banca de fomento A esto se
añadirá la otra limitación de que la banca de desarrollo no pueda realizar
operaciones distintas a las de crédito y fomento.

En tercer lugar, el proceso parcial de privatización empezó efectivamente con la


concesión ideológica de devolver el 34% de las acciones expropiadas, una medida
que el sector privado ni siquiera agradeció. A esto se suma la indemnización tan
generosa que los banqueros recibieron de un solo golpe (y no distribuída en el
tiempo, como se había previsto incluso en el mismo decreto expropiatorio). Y
luego la aparición y reagrupamiento, que ya es un hecho, de los intermediarios
financieros no bancarios para formar sociedades de inversión. Así que un futuro
previsible puede darnos una banca de depósito y ahorro con algo de actividad
hipotecaria (y desde luego, fiduciaria: tarjetas de crédito) que estará en manos del
Estado, y por otro lado una banca o sociedad de inversión: conjuntadas ahora con
compañías de seguros y casas de bolsa, como las antiguas sociedades financieras,
estas sociedades serán las que articulen el proceso comercial e industrial en
México. El lo. de septiembre de 1982 el Estado recuperó de pronto la posibilidad
de articular, directamente con los industriales, una política de desarrollo
económico; pero a partir del lo. de diciembre de 1982, parece ser que al Estado no
le interesa esta posibilidad y les devuelve a los antiguos intermediarios financieros
(porque son los mismos) el instrumento que se había rescatado para el servicio del
país. Ya se constituyeron sociedades como la que encabeza Legorreta con el
anterior Seguros América Banamex y la Casa de Bolsa Banamex, o la que encabeza
Abedrop: Aseguradora Olmeca. Sin embargo, todavía no se definen las
posibilidades que va a tener la banca como tal, y las posibilidades que van a tener
estos intermediarios. ¿Por qué digo que aún no se define? Porque el Presidente de
la Madrid en varias ocasiones, y el secretario de Hacienda Silva Herzog en otras,
han anunciado que enviarán iniciativas de ley al respecto que el Congreso de la
Unión tendrá que estudiar y resolver en meses siguientes. De lo que ocurra con
estas iniciativas de ley depende el futuro de la banca nacionalizada: si limitan a la
banca propiamente dicha y promueven la actividad de las sociedades de inversión,
tendremos el desarrollo de un mercado financiero paralelo. Si, por el contrario, el
Congreso limita la actividad de los intermediarios financieros no bancarios
tendremos una banca nacional quizá no tan poderosa e integrada como estaba en
el momento de la nacionalización pero, desde luego, mucho más fuerte que en el
caso de dar vía abierta a la promoción de las sociedades inversionistas. Esto aún
no se ha resuelto. Pero si uno juzga por lo anterior -por la indemnización generosa
y la aceptación de las sociedades de inversión; por las facilidades que se les ha
dado a estas sociedades, que resuelven en días lo que antes se llevaba meses de
negociaciones en los pasillos hacendarios; incluso por el respeto social que han
vuelto a adquirir los exbanqueros, respeto que el mismo Estado contribuye a
realzar, dando la idea de que los exbanqueros fueron tratados injustamente-, es
de suponerse y temerse que el Ejecutivo promoverá una banca paralela.

nexos ¿Y cuál es la razón por la que un gobierno como el de Miguel de la Madrid


actúa en el sentido de esta restitución, que incluso parece tan desfavorable a sus
propias posibilidades de gobernar? ¿Hay alguna razón técnica? Hay desde luego
razones políticas. ¿Pero cómo explicar esto? ¿Por qué reconstruir un sistema
financiero paralelo a la vista de las muchas deformaciones que el anterior había
producido y sobre todo a la vista de la necesidad de gobernar un país en las
condiciones críticas en que se encuentra México desde el punto de vista
económico?

Arturo Warman: Sobre el aspecto técnico, yo sólo quisiera plantear de este modo
una parte de la pregunta: ¿con las tasas de interés, al margen de quién fuera el
dueño de la banca, no estaba suspendida de por sí la actividad bancaria? ¿No se
confunden ahí dos cosas? Con las tasas de interés vigentes, y en la situación de
crisis, no hay demanda crediticia sin importar en manos de quién esté la banca.

Carlos Tello: Esto es importante. En 1983 y 1984 la banca no ha tenido un


funcionamiento o un manejo nacional; sus prácticas y usos siguen esencialmente
iguales. Luego de que en septiembre de 1982 las tasas de interés se bajaron
sustancialmente, a partir del lo. de diciembre de 1982 volvieron a subirse. Más
aún, en una semana de diciembre las tasas de interés subieron lo que habían
bajado entre el 1o. de septiembre y el 30 de noviembre de 1982. El
comportamiento de las tasas de interés explica en parte los excedentes bancarios
y la liquidez que se observan en todo 1983 y 1984. La banca no ha sido un factor
de promoción de desarrollo nacional.

José Manuel Quijano: Hay que tomar en cuenta otra cosa: en una recesión tan
violenta como la de 1983 la actividad crediticia tiende a disminuir
significativamente. Aunque las tasas de interés tengan algo que ver, hay un
contexto macroeconómico que determina este papel de la banca, mucho menos
audaz que en momentos de expansión.

Carlos Tello: Pero la recesión también se explica en parte por el comportamiento


de las tasas de interés.

José Manuel Quijano: Es una discusión interesante: ¿la política económica genera
la recesión o sigue a la recesión? Tal vez tengamos que concluir que ambas cosas
se dan, se influyen en la misma medida.

Arturo Warman: Habría que volver a la historia de las nacionalizaciones en México.


En la expropiación petrolera los primeros grandes sorprendidos por el acto de
Lázaro Cárdenas fueron la nación y las mismas empresas nacionalizadas. Al
parecer en ese momento no había ninguna evidencia que llevara a una medida de
ese tamaño. Una explicación parcial, pero que jugaría parte en esto, es que frente
a las compañías petroleras el cardenismo tenía un empate dentro del gobierno, y
para romper este empate el presidente tuvo que recurrir a la nación y ofrecerle
algo más que los términos de negociación del empate, entre lo que sería la política
obrerista del régimen y los sectores desarrollistas empresariales, que también
estaban dentro del gobierno. Esto volvió a repetirse en la nacionalización bancaria:
había un empate dentro del gobierno aunque el empate fuera, digamos, de 6 a 1,
sólo que ese uno era el presidente. Y el presidente lo resuelve convocando a la
nación para resolver esta traba interna y abrir una nueva perspectiva. El problema
es que para poder responderle al país luego de la oferta que hizo López Portillo
con la nacionalización, el gobierno actual tendría que ir por un camino tan radical
como esa medida: un camino de convocatorias constantes a la nación frente a la
crisis. La perspectiva del grupo que entra al gobierno es de restauración, no de
cambio; y establece un juicio del acto nacionalizador: frena y desarma la
convocatoria del presidente salido y vuelve a restaurar un equilibrio que no lleve a
una radicalización mayor. Por esto la banca se enfrenta con algo que no ha
logrado resolver.
En lo que se ha hablado aquí también parece pertinente recordar otra
nacionalización tampoco resuelta, la de los ferrocarriles. No está resuelta en el
sentido de que entre 1940 y la actualidad el sistema de vías férreas aumenta
probablemente un 5% en extensión, mientras que todo el sistema de transporte
aumenta en un 400% por medio del sistema de carreteras y vehículos
motorizados. Es un sistema paralelo que en un momento dado se vuelve el motor
del desarrollo nacional y frente al que el sistema ferrocarrilero envejece. La
hipótesis que plantean tanto Quijano como Tello es la de los ferrocarriles: el
desarrollo del país se va por otro lado y los ferrocarriles languidecen hasta llegar a
su estado actual. Y como no hubo marcha atrás con la nacionalización de los
ferrocarriles, tampoco la habrá con la banca porque esto debilitaría al gobierno.
Igualmente, el país no podría prescindir del sistema de ferrocarriles que lo sigue
alimentando pese a todo. No ha crecido, marcha mal, pierde dinero, pero sigue
ocupando un lugar central en la economía. Y para seguir con el ejemplo, creo que
aquí es peligrosa la alternativa que sigue al ferrocarril, el automóvil, que en el caso
de la banca sería la alternativa de decir: "vamos a propiciar un sistema de
financiamiento paralelo". La pregunta que surge en seguida es ¿financiamiento
para qué y hacia dónde? Y esto traería una hipótesis más grave aún:
financiamiento para el financiamiento, financiamiento para una patria financiera,
digamos como en el ejemplo de Argentina, donde la única actividad redituable es
la especulación: excepto algunos renglones elementales, el resto de la economía
está técnicamente quebrada y sólo la especulación sigue en pie. Este sería el
panorama más negro de todos los posibles: que a través de esta intermediación
financiera el siguiente paso al desarrollo nacional fuera el crecimiento muy
acelerado, pero un crecimiento de papel, con poco reflejo en la capacidad de la
planta productiva.

Adolfo Gilly: Mi idea es que de los años cincuenta en adelante, pero sobre todo en
los sesenta y al final de los setenta, asistimos a un ascenso en el poder, dentro del
aparato del Estado y en el conjunto del capital mexicano, de la fracción financiera
del capital. De repente viene un corte brutal que es la nacionalización de la banca
frente a una situación de descontrol y de especulación enorme. Veo una
conjunción de dos elementos donde López Portillo debió ser el mediador
pragmático: una necesidad del capital total de regular esta transición en el ascenso
del capital financiero (regularlo, porque estaba escapándose del control en la
especulación); pero para hacer esto necesitan recurrir a una coalición con quienes
piensan en la nacionalización de la banca en la línea, digamos, histórica de las
nacionalizaciones, quienes están a favor de una intervención del Estado en la
economía y de su desarrollo a través de él. Es otro proyecto de desarrollo, es el
proyecto donde se inscribirían Carlos Tello y la tendencia de pensamiento que
representa. Hay esa conjunción entre la necesidad del capital de tomar una
medida a la que siempre entendió como saneadora y transitoria y la necesidad de
quienes, en cambio, representando otra tradición del Estado mexicano, entendían
esta medida no como transitoria y saneadora, sino como transformadora. Y puesto
en el papel de presidente y en la necesidad de resolver este conflicto, López
Portillo, que siempre tuvo excelentes relaciones con la banca, hizo de mediador
estrictamente pragmático y realista, sin decidir él por uno o por otro. Entonces
recurre al elemento necesario, al que podía tener más audacia en esto y no al que
necesitaba el saneamiento: porque el necesitado de saneamiento no es el que
tiene la audacia para cortar, porque duele. Había que recurrir al otro. Producido
esto, las cosas vuelven a su cauce, y en este cauce estamos. Cárdenas se apoyó
en una movilización impresionante y López Portillo no: fue todo "con el poder de
su firma". Con esto no quiero quitar ninguna importancia a la nacionalización de la
banca sino ubicarla realistamente. Cuando las cosas vuelven a su cauce, se
continúa la tendencia central: el ascenso del capital financiero.

El proyecto que se impuso no es el de Tello. Se impuso un proyecto saneado que


no va a la especulación, como dice Arturo Warman, sino a cumplir las funciones de
una nueva forma de desarrollo industrial. ¿Con quién se va a integrar esta gran
autonomía, este reino de los intermediarios financieros o este poder paralelo a la
banca? ¿Cuál es el complemento? Yo supongo que la ley de inversiones de las
multinacionales, con la perspectiva de desarrollo de nuevas ramas de la industria.
El Plan de Desarrollo del 82 al 88 proyecta un gran aumento en las exportaciones
industriales. Proporcionalmente, las exportaciones de petróleo tenderán a ser
menores. El Plan mantiene, al mismo tiempo, una participación del salario en el
producto interno bruto que es hoy del 29% y que, para 1988 según se proyecta,
seguirá siendo del 29%. Pensemos que hacia 1976 era del 39%. Este es otro
modelo de desarrollo. Si esta nueva industria va a desarrollarse así la pregunta que
se impone es: en caso de que el Estado se entrelace con ella, ¿se pondrá del lado
de la "banca de los pobres" o del lado de este sector financiero para la expansión
de un moderno México capitalista? Creo que esto último es lo que se viene. Hubo
un reacomodo en el Estado mexicano, una recomposición de fuerzas y relaciones.
Y como en el buen ejemplo de Warman, la banca nacionalizada - que no da
marcha atrás- quedaría subordinada igual que los ferrocarriles. Insistamos que
esto no era inevitable: los Ferrocarriles pudieron ser otra cosa, porque en Italia, en
Francia, en Alemania, Japón, Estados Unidos, son esenciales para la economía. (Y
podría darse un ejemplo similar con el ejido y la agricultura privada, donde ahora
la banca estaría en peligro de correr la suerte del ejido.) Por último, aunque pueda
haber en esto un elemento de especulación financiera, los exbanqueros y los
empresarios no son agentes de los Estados Unidos. Son mexicanos y su ámbito de
expansión, de desarrollo y de enriquecimiento está en México. Obviamente, no
piensan en términos de México y del capitalismo mexicano, piensan en términos de
obtener ganancias con lo que invierten. O bien, puede ser que los intermediarios
financieros se propongan la especulación mientras no consigan mejores
condiciones de inversión en la crisis, pero el Estado no puede subordinarse a los
especuladores, y por eso confecciona su Plan de Desarrollo. Y a juzgar por este
Plan, el Estado busca, digamos, un nuevo eje de acumulación, que no es el del
petróleo ni el del alemanismo, sino el de engancharse al redespliegue industrial.
No creo que haya un choque de fondo entre esos intermediarios financieros y el
plan del Estado; lo que hay es un choque político sobre quién dirige, y nuevamente
vuelve a plantearse esto que es una vieja tradición mexicana. Ahora buscan un
nuevo tipo de alianza conflictiva en un nuevo modelo de desarrollo.

José Blanco: La categoría capital total no es suficiente para encargarnos del


problema. Sí siento que en muchos terrenos, en muchos espacios políticos, en mil
pequeñas batallas, hoy por hoy, de una manera álgida y aguda, está vigente lo
que se ha llamado la disputa por la nación y que la nacionalización de la banca es
un hecho fuerte de esta disputa. Es evidente que hubo un conflicto de poder y que
el Estado mexicano se condujo de un modo verdaderamente opuesto al de los
manuales que nos explican qué es el Estado burgués. Por que el Estado mexicano
le pegó, precisamente, a la fracción más fuerte del capital. En este conflicto de
poder, que obviamente abarca a la sociedad y al conjunto de las fuerzas estatales,
se elimina el obstáculo por la vía nacionalizadora apoyándose en la legislación que
tiene la impronta de la revolución y el movimiento de masas. A partir de los años
cincuenta se fortalece un segmento de los empresarios que se desarrolla
simbióticamente con el Estado: el sector financiero de la economía (tomando en
cuenta aquí, y en conjunto, tanto al sector estatal como al privado). Este
fortalecimiento tiene una dinámica peculiar: las propias acciones del Estado hacen
fuerte, poco a poco, a esta fracción; y a medida que el Estado lo fortalece queda
cada vez más maniatado. En el momento en que llega al poder el equipo
gobernante que tenemos hoy, de alguna manera la alternativa a esa historia que
viene desde los cincuenta, no se hace gobierno: este equipo tiene una gran carga
de esa historia reciente del país, de un grupo que se fortalece ahí; pero llega al
poder en un momento contradictorio, en que se nacionaliza la banca y que están
en pugna las fuerzas políticas y sociales reales que actúan y que permean al
Estado mismo. Esto lleva en sí ideologías y posiciones. El camino que se está
desandando respecto a la nacionalización, específicamente en el sector financiero,
tiene que ver con una ideología muy clara y con un proyecto de país que no es el
del profundo cauce histórico, popular, de esta decisión. Si falta aún que se envíe la
iniciativa al Congreso, yo creo que todo va a reprivatizarse hasta donde sea
posible.

Carlos Tello: No deja de ser interesante que se ha retrasado la presentación de


esta ley al Congreso, frente a la fecha que se había previsto. Hay una discusión
dentro del mismo Ejecutivo. Quiero insistir en que esto todavía no se resuelve; si
bien hay muchos hechos que apuntan en un sentido de reprivatización, hay algo
que puede operar en contra e inclinar la balanza contra el mismo proyecto
reprivatizador. Las concesiones que ha hecho este gobierno para conciliar y
"recuperar la confianza", como las hicieron en su momento Luis Echevarría y López
Portillo, no han ganado a esa fracción importante del capital financiero, los
exbanqueros; no han ganado a los industriales ni, en general, a los empresarios.
Como ya se probó en el pasado, la confianza no se recupera por medio de
concesiones cada vez más generosas. Varias cosas indican que no se ha
recuperado la confianza, el beneplácito o la buena disposición de los exbanqueros
y los empresarios. En primer lugar, sigue dándose una polémica verbal sobre
aspectos cruciales: control de precios, política exterior, política económica, rectoría
del Estado. El capital no sólo no está de regreso, sino que se sigue fugando. 3,500
millones de dólares en 1983 y dos mil y pico en lo que va de este año. Podemos
hablar de cinco a seis mil millones de dólares, una bestialidad. Los empresarios no
sólo no están dispuestos a asumir un compromiso a futuro con el país: ni siquiera
están dispuestos a asumir un compromiso con lo que ya tienen, con su propia
empresa, con lo que no pueden sacar del país: los cimientos y las máquinas
pegadas al suelo. Era para que los empresarios pusieran algo de su parte. En un
país donde las empresas estaban en quiebra financiera se hizo un esfuerzo
deliberado, y yo pienso que exitoso, para salvarlas, entre el lo. de septiembre y el
30 de noviembre de 1982. Con las nuevas devaluaciones de diciembre de 1982, el
capital financiero siguió mandando dinero afuera; era un dinero que estaban
generando en la crisis y un mínimo de solidaridad debió llevarlos a retener ese
dinero en México. Por otra parte, en los dos años del gobierno en turno no se
aprecia que haya acuerdos o convenios entre el sector privado y el sector público.
Incluso la inversión extranjera, a la que se llama con entusiasmo, más que invertir
en nuevas empresas está capitalizando los pasivos que tenía con sus empresas
filiales, o que si bien no eran filiales, si estaban asociadas con el capital extranjero.
Finalmente, si se trata de promover una expansión, tendríamos que observar un
comportamiento distinto no sólo de los hacedores de la política hacendaria y
económica del país, sino también de la banca internacional. Pero tanto la banca
extranjera como las autoridades locales se han ido por la vía del estanquillo: me
hace falta dinero aquí, va mal el negocio; tengo mucho dinero acá, va bien el
negocio. Es decir, se mide según los bolsillos de la chamarra del dueño del
estanquillo. Han sometido a la economía a la depresión y de un modo deliberado,
acordado, articulado, incluso con orgullo, poniendo sus políticas como ejemplo. ¿A
qué ha conducido? A que nos prestan cuatro mil o cinco mil millones, y ese
préstamo es la mitad de los intereses que tenemos que pagar. Por ahí no se ve la
salida en ninguna parte. Y a pesar de los esfuerzos recientes para recompensar la
relación empresa-sector público, el lo. de septiembre de 1982 se dio al capital
financiero un golpe del que todavía no se repone. Ahora se vienen las elecciones y
ahí se va a dar, se está dando ya, otro momento de fricción y disputa. Lo más
obvio e importante es el papel que los exbanqueros y empresarios están
dispuestos a desempeñar en la disputa ya no por la nación, sino por algo más
concreto que es el poder en el estado de Sonora. Y, con más amplitud, quién sabe
si en las siguientes elecciones presidenciales no veremos a otro Almazán,
promovido por exbanqueros, empresarios, industriales, luchando contra el
candidato del PRI como se dio en 1940. A partir del rompimiento del sector público
y el sector privado, lo que puede desarrollarse es una oposición de corte
almazanista en 1988.

Agustín Legorreta

Manuel Espinosa Iglesias

Carlos Abedrop

José Manuel Quijano: Quisiera referirme a la idea de Gilly sobre el ascenso del
capital financiero. En 1982 el grado de vinculación entre el capital bancario y el
capital industrial, en México, era bastante precario, muy incipiente y dificilmente
podría interpretarse como capital financiero, por lo menos en su sentido clásico.
No me parece adecuado razonar en estos términos para entender esta sociedad,
tal vez sirva para entender el caso alemán o el japonés, pero me parece exagerado
para el caso de México y para otros países latinoamericanos. Tampoco me parece
que uno pueda llegar a la conclusión de que hay un capital total que se comanda
de una manera o de otra y que su necesidad de sanearse fue a dar a la
nacionalización de la banca. Esta nacionalización no puede explicarse sin su
elemento político, que va a dar a la sensación de que el gobierno estaba en jaque.
Todos recordamos lo que fue 1982, que empezó con la devaluación en febrero, y
cómo la política económica que impulsaba el propio Estado fue un instrumento que
se utilizó para fomentar la especulación monetaria. Se volvió imposible manejar el
aparato con la política económica del país porque había fuerzas que
contrarrestaban continuamente los propósitos del gobierno. Por otra parte,
tampoco me convence la otra hipótesis: los banqueros se desprenden de los
bancos porque ya no les conviene tenerlos. Es cierto que si uno analiza a países
como Chile o Argentina entre 1980 y 1983, lo que hay aquí son bancos quebrados
y el gobierno tiene que meter dinero para sacarlos a flote: los banqueros están
traspasando pasivos y quedándose con activos, se quedan con la banca de
inversión y le pasan las deudas al Estado. Este no es el caso de México y no
explicaría la nacionalización de la banca. Por último, me surge otra duda sobre "la
nueva reforma de desarrollo industrial". Yo lo que veo es que para los años 80
está muy comprometido el desarrollo industrial en América Latina. En el mejor de
los casos hay tasas de crecimiento previstas y modestas, hay proyectos de
exportación de manufacturas que son, esencialmente, proyectos para mejorar la
balanza comercial y poder hacer frente al servicio de la deuda pero yo no veo que
de ahí pueda desprenderse una nueva forma de desarrollo industrial en México.
Además, en el supuesto de que hubiera una nueva forma de desarrollo industrial a
partir de exportaciones, esto pendería de un hilo: que la economía norteamericana
siguiera absorbiendo productos de Brasil, de México, de los tres o cuatro grandes
países latinoamericanos, a costa de un déficit comercial creciente -y podríamos
vaticinar: casi insostenible- de la propia economía norteamericana en el mediano
plazo. Cuando Brasil juega todas sus cartas en la exportación a Estados Unidos
para pagar su deuda, está moviéndose en el filo de la navaja. En cualquier
momento se quiebra el proyecto industrial volcado a la exportación y se quiebra
también el pago de la deuda. Los empresarios no son tontos: en Brasil y en México
difícilmente pueden encontrarse inversiones para la exportación. Lo que hacen los
industriales es que, si el mercado no absorbe lo que producen, destinan parte de
eso a la exportación. El caso más claro es la siderúrgica, que por cierto es de
inversión estatal. Cuando baja notablemente la demanda interna tratan de colocar
una parte en Estados Unidos. Pero muy pocos están invirtiendo en América Latina
en los proyectos de exportación.

Adolfo Gilly: Yo no digo que el capital abra ese camino: yo digo que este gobierno
(es algo incluso expresado en cifras y en varios discursos del Presidente) proyecta
un modelo de desarrollo que se basa en el aumento de las exportaciones
industriales. Y en el Plan 1982-1988 es serio el llamado permanente te a las
inversiones extranjeras. De acuerdo: para eso hace falta salir de la crisis, hace
falta que el capital quiera vernir y que se cumplan otras condiciones. Pero el
proyecto ahí está.

José Manuel Quijano: Claro que existe un proyecto; lo que tratamos de hacer aquí
es indagar sobre la viabilidad de ese proyecto. El hecho es que en todos los países
latinoamericanos la crisis obliga a comprar el proyecto de redespliegue industrial; y
como estos países tienen que pagar la deuda -un servicio de deuda que es de
once, doce o trece mil millones de dólares al año en Brasil y México- entonces
compramos el proyecto de redespliegue, porque si no nos dejan hacer ciertas
actividades industriales y exportar productos, sencillamente no pagamos. Si eso es
viable o no, lo primero que puede decirse es que tiene graves dificultades. Hasta la
fecha no tengo noticias de que alguien invierta por ese proyecto o que invierta de
una manera masiva hacia un redespliegue industrial. No es casualidad que siga
habiendo fuga de capitales, ni que la inversión privada no se reactive ni siquiera en
Estados Unidos. Todo el modelo de expansión norteamericano que conocemos hoy
está creciendo al 7 o al 8% y es, curiosamente, sin inversión privada; todo es
gasto público y consumo. Ni en país desarrollado ni en país subdesarrollado se
está invirtiendo un centavo en este momento. Optan por meter el dinero al sistema
bancario: ahí les dan el 12, el 13 o el 14% dependiendo de lo que coloquen en
Estados Unidos. Es más seguro hacer la inversión financiera y entonces viene la
típica sustitución, keynesiana por cierto, del activo real por el activo financiero, y la
gente se está yendo al activo financiero. Eso no es salir de una crisis. Y eso no le
da, en principio al menos, viabilidad a un proyecto de expansión a partir del
crecimiento de manufacturas. Este sería mi juicio coyuntural al respecto. Por
último, habría que dudar también de una ruptura entre el sector público y el
privado. Esa ruptura es entre el sector público y el sector exbanquero. Lo que
ocurre económicamente es que los industriales y empresarios responden según las
expectativas del mercado; y como ahora las expectativas de inversión son muy
bajas y negras, ya no invierten. Si las expectativas cambiaran, esos señores
invertirían. Si cambiara la rentabilidad a cinco años de plazo, en el sector privado
no habría una reacción necesariamente negativa. Yo no creo que esto de "la
confianza" del sector privado sea algo tan decisivo como se dice. El sector privado
invierte cuando cree que saca rentabilidad, salvo en casos extremos como en el
Chile de Allende, donde hubo un complot. No es el caso de México ni de Brasil, no
es el caso de la mayoría de los países latinoamericanos. No creo en esa ruptura. Lo
que tiene ahora el sector privado es una racionalidad de que la inversión no es
rentable.

Carlos Tello: Por supuesto que se invierte para ganar y la palabra confianza, más
que cualquier otra cosa, entraña aquí estar dispuesto a asumir un riesgo para
obtener una tasa de ganancia.

José Carreño Carlón: Yo estaría de acuerdo en que no hay ruptura en términos de


racionalidad económica e incluso, aunque no lo digan tan expresamente, entre
este gobierno y el sector privado hay un acuerdo funcional en cuanto a política
económica. Pero es obvio que la ruptura del 1o. de septiembre de 1982 no se
limitó a una discrepancia de carácter económico, sino que fue profundamente
política e ideológica. Voy a acercarme un poco a los grados de esa ruptura y a su
significación posible. No se pueden equiparar los niveles de sorpresa del 18 de
marzo de 1938 y el 1o. de septiembre de 1982. En 1938 se provocó una ruptura
con un proyecto y se escogió -yo creo que muy hábilmente- incluso la coyuntura
internacional adecuada en vísperas de la guerra. Pero en 1982 se le impuso al
grupo gobernante una ruptura que no se había propuesto, y se dio sin un proyecto
-o con un proyecto mal escogido- y en una pésima coyuntura nacional e
internacional. Se rompió un sistema de toma de decisiones -y casi diría un sistema
de ejercicio de poder- : el del postcardenismo, de concertación y conciliación
especialmente con el sector privado, con muchas manifestaciones de orden
político. Y en esa conciliación, con mucha frecuencia, se sacrificaban o quedaban
derrotados los intereses nacionales, populares, democráticos. Como se ve con
claridad en el segundo capítulo del libro de Carlos Tello sobre la banca, ese
sistema de toma de decisiones se fue carcomiendo y de febrero a agosto de 1982
tuvo que ver con la pérdida de la capacidad del Estado para controlar la situación,
para controlarla en los términos tradicionales de ese sistema de concertación y
conciliación; no se frenaba la especulación, no se frenaba la salida de divisas, y
aferrarse en ese momento al sistema tradicional de concertación era ceder a un
límite que implicaba la pérdida del poder; y no ceder, suponía necesariamente esta
ruptura. Acababan de darse unas elecciones, estaba a la vista un nuevo proyecto
con las diferencias que suele haber sexenalmente y, sobre todo, tanto los grupos
directamente afectados como los ideológicamente traumatizados veían con
impotencia que de nada les valía enfrentarse a un gobierno, o a un presidente que
se había jugado esa carta, sino que tenían que oponerse a todo un sistema que
hacía posible este tipo de medidas.

La confrontación de septiembre a noviembre de 1982 que plantearon en la retórica


los grupos de la derecha empresarial, es frontalmente contra la Constitución y los
principios que hacen posible que el Estado, por más bocabajeado que esté, por
más que se haya habituado a la concertación, a la transacción, a la conciliación a
ultranza, tiene, precisamente en la Constitución, el último recurso y puede
activarlo. Yo corregiría lo de "con el poder de su firma" porque es el poder de la
Constitución y el fondo histórico lo que hace posible esto. Un presidente de
Venezuela o Argentina no tendría ese poder de su firma. Desde febrero de 1982
entró en crisis el sistema de toma de decisiones, y desde ahí estaba roto; lo que
hizo septiembre de 1982 fue expresarlo, manifestarlo, sacarlo a la superficie.

Carlos Tello: Yo diría que entró en crisis desde junio de 1981, sobre todo a raíz de
la decisión de bajar el precio del petróleo, que provocó la estampida de capitales
en el segundo semestre de 1981, una estampida que se acercó a nueve mil
millones de dólares.

José Carreño Carlón: Sí, y podría irse más atrás y decir que ese sistema ya había
hecho agua en 1975 y 1976, estaba muy despostillado. Pero en 1982 la ruptura ya
era cuestión de vida o muerte. El sistema político mexicano siempre ha tenido un
instinto de estabilidad, que ahora parece orientarse hacia la búsqueda de un
equilibrio. Puede ser que en el proyecto posterior a septiembre de 1982 haya la
propuesta de un nuevo desarrollo industrial con las características que se desea. A
mí me importa subrayar ahora que la nacionalización ha dejado de manifiesto, en
lo que ha pasado de entonces para acá, la necesidad de buscar nuevas formas de
concertación política. Se busca concertación con ese factor de la economía que
quedó desplazado y herido, tocado. Algunas medidas de diciembre de 1983 para
acá pueden explicarse por esa búsqueda de concertación política. Y sobre la
implicación partidista, quiero decir que el PAN surge precisamente en 1939, a raíz
de la expropiación petrolera, y decae significativamente en el alemanismo cuando
se abren paso el pacto de conciliación y ese sistema de toma de decisiones, en que
la derecha y el sector privado ya no requieren sus recursos políticos propios, ya no
requieren partidos propios porque tienen su propia vía de concertación. Ahora
resurgen porque al no confiar en el acuerdo burocrático cupular, la derecha decide
contar con sus propios recursos políticos y decide activar también su alianza con el
imperialismo. No se trata de meterse en los chismes de Gavin y sus relaciones con
el PAN, pero los signos externos son muy importantes. Ahí está la imagen del
presidente panista de Hermosillo junto al arzobispo Quintero Arce recibiendo en la
escalinata del avión al embajador de los Estados Unidos. Parece una imagen de un
país como Honduras, no de México. Estos signos externos apuntan también a las
elecciones de 1985. El empresariado político y el intervencionismo estadunidense
dicen con estos signos: "aquí están mis fuerzas, mis aliados, estoy con ellos y voy
a cuidar que les respeten sus votos". Y todo esto es secuela de la ruptura, no
resuelta, que se expresó el lo. de septiembre de 1982.

Arturo Warman: Pero los que sostienen la hipótesis de que se rompió la vía
anterior de concertación política, tendrían que explicarnos por qué tenemos una
derecha tan democrática y civilizada, que no escogió el camino del golpe de Estado
o de la desestabilización. Sería algo bastante excepcional. Si esa vía está
definitivamente rota, y es algo que yo pongo en duda, habría que preguntarse por
qué la derecha opta y se lanza por la democracia. Sería un caso único en la
historia.

José Carreño Carlón: La derecha actúa de acuerdo a las condiciones y a las


posibilidades a la mano. No tiene carta aborrecida. Presión, concertación, acuerdo,
manipulación electoral o cualquier forma de desestabilización. Hoy la derecha
parece de acuerdo con la política económica del gobierno actual; pero ese acuerdo
que ellos consideran ganado por su fuerza o su presión política, como antes, no los
apartará ahora de su pretensión de contar con diferentes o con más intermediarios
políticos, o con nuevas formas de intermediación que garanticen mejor sus
intereses.

José Blanco: Plantearía mi desacuerdo con Quijano sobre la cuestión de la


confianza. La confianza se disminuyó al punto de verla como tasa de ganancia y
creo que va mucho más allá del problema económico. Está roto el sistema
tradicional de concertación. La historia es más prolongada y el primer campanazo
de esa ruptura fue en 1968. La primera característica del sistema era un muy buen
ensamblaje, por decirlo así, entre economía y política, y se empieza a fracturar en
los años sesenta. Por razones estrictamente políticas y no económicas que tienen
que ver con el propio desarrollo del país: con la configuración de una estructura de
clases diferentes y una institucionalización política que quedó sin moverse En los
setenta la crisis económica le hace algunas otras fracturas y todo desemboca en el
gran conflicto de poder que dio como resultado la nacionalización de la banca.
Pero había otras condiciones económicas que desde el punto de vista político
inutilizaban al Ejecutivo, y era precisamente el carácter internacionalizado de la
banca. Si en el pasado el presidente y el gobierno se veían cada vez más
maniatados frente a los banqueros y frente a los empresarios en general, estas
limitaciones del gobierno mexicano se enfrentaban a una nueva situación que era
precisamente la internacionalización de la banca. Las posibilidades de la acción
soberana sobre un sistema nacional se limitaban aún más. Es decir, se trataba de
una banca que efectivamente estaba desactivando, saboteando las medidas del
Ejecutivo, y esto se lo permitía el hecho de que la banca estaba internacionalizada.
En ausencia de esa banca internacionalizada, el conflicto no habría sido el conflicto
político y de poder que condujo a la nacionalización bancaria. Sí me parece que la
nacionalización de la banca produjo un rompimiento con el sector privado de orden
político y hay un problema de confianza. A partir del lo. de septiembre los
empresarios se politizaron crecientemente, más de lo que ya lo estaban, de modo
que desde entonces han actuado en términos de "esto no se volverá a repetir". Las
acciones políticas de los empresarios se explican teniendo en el centro la
desconfianza. No se ha removido y es muy alto el costo que se ha pagado para
restaurar esa confianza. No hay racionalidad económica respecto a un desarrollo
nacional, en término de los objetivos y planes que los propios programas del
gobierno establecen. Desde el punto de vista de un desarrollo que dice buscar
esos objetivos, las medidas que se toman no son racionales, no son coherentes
con los objetivos de esos programas, porque tienen otro origen y fin: recomponer
la confianza y el consenso entre los empresarios. No se ha dado. Y ha habido otras
cosas curiosas: los empresarios necesitan la seguridad de que no habrá más
nacionalizaciones; sin embargo, en su última convención el PRI dijo que quería
nacionalizar la industria farmacéutica y la industria alimentaria. Ahí está la lucha
por la nación, que se manifiesta y se cuela por todas partes. Por lo mismo yo diría
que la vía nacionalizadora no está cancelada definitivamente.

Carlos Pereyra: A mi me sorprendió algo que señaló Quijano cuando después de


una argumentación muy consistente de por que esta nacionalización no puede
explicarse en términos de racionalidad económica, sino que debe recurrirse al
elemento político, sin embargo no le daba ninguna presencia a la ruptura entre el
grupo gobernante y el empresarial. Estoy de acuerdo en que hay una ruptura
definitiva pero no estoy de acuerdo con las fechas a que la llevaron: 68, 75, 76,
febrero a agosto de 1982, porque la ruptura sí es el 1o. de septiembre de 1982 y
no como culminación de algo que se había dado desde febrero de 1982. Lo que
había ocurrido antes era un uso excesivo del margen de maniobra que la
concertación permitía a los grupos financieros. Y esto se rompe en un acto que,
ante todo, es profundamente antidemocrático. La izquierda confunde siempre los
términos y cree que lo que le conviene desde el punto de vista de desarrollo
histórico, siempre es democrático; pero la nacionalización bancaria fue un hecho
profundamente antidemocrático. Y no es para nada extraño que la derecha se
haya vuelto de pronto la corriente que en México puede encabezar el reclamo
democrático. Y más aún cuando a la antidemocracia del 1o. de septiembre se
siguen los actos igualmente antidemocráticos en el plano electoral. La ruptura no
es susceptible de restauración a menos de que lo que cambie en este país sea el
Estado de la revolución mexicana, y los empresarios y la derecha no van ya por un
acuerdo de carácter financiero ni por el circuito de intermediación financiera no
bancaria ni por un margen mayor de presencia en esos aparatos de finanzas: van
por la eliminación del Estado de la revolución mexicana que, entre otras cosas -y
desvencijado en muchas de sus dimensiones- es hoy un sistema presidencialista.
Además, el acto antidemocrático del 1o. de septiembre de 1982 se dio en un
contexto donde el gobierno mexicano mantuvo una posición solidaria con la junta
sandinista y donde hubo una impresionante declaración sobre la situación
salvadoreña. Para el sector privado todo eso desborda cualquier posibilidad de
acuerdo. Yo no considero que el 1o. de septiembre de 1982 sea equivalente al 18
de marzo de 1938, y creo que es algo sin antecedentes en la historia del Estado de
la revolución mexicana. La situación de ruptura es mucho más seria de lo que
parece ser y de lo que nosotros mismos estaríamos creyendo. Es irreversible.

José Manuel Quijano: Por confianza yo me refería a otra cosa. A esa especie de
chantaje continuo a que está sometido no sólo el gobierno de México sino de otros
países latinoamericanos: se restaura la confianza o no hay inversión. La creencia
de que dar confianza es un camino para recuperar la inversión privada me parece
una creencia errónea. En México la inversión del sector privado está mucho más
determinada por una racionalidad económica, y por las expectativas de ganancia
que por la confianza chantajista que buscan y que consiste continuamente en
obtener concesiones. Podrán hacerse todas estas concesiones, pero no habrá
inversión sencillamente porque no hay condiciones para que la haya. Ahora, sobre
la ruptura de la concertación hay dos cosas diferentes: una es la concertación
tradicional con que la economía funcionaba, y otra es el proyecto de desarrollo que
está más allá de la confianza y la concesión fiscal y que se vincula a la concepción
monetarista de cómo deben funcionar la política y la economía en este mundo.
Donde el mercado es todo: no sólo racionalidad económica sino política e incluso
social. Confianza no quiere decir dar un estímulo fiscal o, simplemente,
deducciones de impuestos; confianza quiere decir desarticular el aparato del
Estado para instalar, de aquí en adelante, otra relación de fuerzas en la economía,
la política y la sociedad.

José Blanco: No estoy de acuerdo con Carlos Pereyra en su idea de que la


izquierda confunde entre lo que piensa que le conviene históricamente y la
democracia. En efecto, el camino desandado en la nacionalización bancaria se
relaciona con el hecho de que a esta decisión no la acompañó un proceso
democrático de masas como en el caso de 1938. "Con el poder de su firma" no se
agota la democracia. No se agota el hecho de que la banca quedó como un posible
instrumento del Estado para ensamblarse con un proyecto nacional, con un cambio
estructural que encierra potencialidades para el desarrollo de las propias masas en
el país.

Carlos Pereyra. No me refería a la participación de las masas (en efecto no la


hubo) sino a cosas más formales: conocemos otras nacionalizaciones en otros
países, que están consignadas en el programa del partido; este programa se
somete a un proceso electoral y, si se abre paso, una vez conquistado el gobierno
se procede a la nacionalización que se había anunciado. Y me refiero también a
que las relaciones de poder se violentaron: no sólo se trata de las relaciones de
poder entre el grupo gobernante y la iniciativa privada, sino que dentro del grupo
gobernante no hubo una relación de poder favorable a la decisión del 1o. de
septiembre y esa decisión, como está narrado en el libro de Tello, se tomó en un
compartimento muy pequeño. Y no basta con hablar de la legitimidad y la tradición
histórica que confiere el movimiento de masas de 1910, porque esa es una
constante y en los setenta y tantos años que van de ese movimiento a 1982 no se
había nacionalizado la banca. El hecho no es sólo que la nacionalización bancaria
no va acompañada de un movimiento de masas (en última instancia eso podría ser
prescindible) sino que no va acompañada de relaciones de poder favorables a esa
medida, y no sólo en el conjunto de las fuerzas que tienen un poder en el país,
sino incluso dentro del grupo gobernante. En este sentido es más profundamente
antidemocrática y, en consecuencia, más vulnerable, porque si las relaciones de
poder son ésas, no se ve dónde pueda estar la continuidad de tal medida.

José Blanco: El problema es que el planteamiento de Pereyra abstrae el contenido


mismo de la nacionalización.

Carlos Tello: La nacionalización bancaria se hizo dentro de la ley. Los bancos


estaban concesionados a particulares y, simplemente, se retiró la concesión. La
concesión se puede retirar en cualquier momento, del mismo modo en que no
hubo ni voto, ni procedimientos electorales, ni acciones democráticas para otorgar
esa concesión. Retirar esa concesión por un método legal incluso es algo más
válido que haberla entregado sin método alguno.

Carlos Pereyra: Por un lado, que una medida sea nacional y popular no quiere
decir que sea democrática. Estas tres cosas no van, simétricamente, en el mismo
sentido. Y por otro lado, en pocos países, cuando se argumenta que algo es
antidemocrático, se respondería que es legal. Es evidente que lo antidemocrático
no se opone a lo legal, y yo no tengo la menor duda sobre la legalidad de la
medida nacionalizadora.

José Carreño Carlón: Que la izquierda haga su autocrítica en lo que le


corresponda; pero la izquierda tampoco está ya, por lo menos completamente, a
favor de medidas cupulares por progresistas que sean. La izquierda está
reclamando una participación de otro tipo en los avances. Ahora: Pereyra le
atribuye a la izquierda una confusión al apoyar algo que favorezca a su proyecto
ideológico, aunque sea antidemocrático. Me parece que está confundiendo dos
planos: un formalismo y un idealismo (o subjetivismo) de lo que es la democracia.
Creo que el acto nacionalizador recupera un derecho nacional que se alcanzo
democráticamente y que, en todo caso, estaba secuestrado por el sistema de
mediación y alianzas entre el capital y el gobierno. Eso, desde el punto de vista
formal o doctrinario; desde el punto de vista empírico, me iría por lo que dice Gilly:
el Estado como responsable no sólo de los intereses globales, no sólo de la
reproducción, sino incluso de la integridad del país. En agosto de 1982, el riesgo
era esa disgregación, no sólo el vacío sino la entrada de las fuerzas que llenarían
ese vacío y que no eran precisamente las de la izquierda, ni las masas, ni el
presidente electo; eran las fuerzas representantes de un proyecto autoritario,
primitivo, religioso, destructor de cualquier posibilidad democrática. El proyecto
que ahora usa las vías democráticas, precisamente, para frenar la democracia.
Entonces, frente a la medida "antidemocrática" del lo. de septiembre, estaba la
otra posibilidad de la disgregación y el autoritarismo.

José Blanco: Si se habla en términos abstractos, no se puede decir que lo legal sea
democrático; pero de la legalidad de que se habla aquí es una legalidad específica
y concreta. Una Constitución que tiene un proceso y un resultado histórico y una
participación de masas. Ahora, incluso en términos abstractos, podría aceptarse
que la medida nacionalizadora de la banca no fue democrática, pero decir que fue
antidemocrática es llevar el formalismo demasiado lejos.

Adolfo Gilly: Para retomar lo anterior y cerrar, puede decirse que en lo sucesivo
cualquier medida progresista, para tener sustento y seguir adelante, deberá contar
ineludiblemente con la componente democrática y participativa, tanto en el
aspecto social como en el jurídico legal. Lo conecto con esto: la tendencia que
dentro del gobierno quería ir más lejos con la nacionalización, -la de Carlos Tello,
para darle un nombre, a la cual llamo utópica porque creo que no se daba ni veía
los medios de sus fines-, es una tendencia que volverá bajo otras formas en
nuevas condiciones por venir. Considero que el proyecto nacionalizador de Carlos
Tello no es exactamente el mismo que el de José López Portillo, aunque hayan
colaborado juntos en la nacionalización de septiembre de 1982. El de López Portillo
era un proyecto pragmático, un saneamiento drástico ante una crisis que se
tornaba incontrolable para el Estado; el otro, el que Tello asumió quería
proyectarse más allá de la crisis hacia el futuro. Llegó hasta ahí en la
nacionalización de la banca, y se quedó en la banca que quedó. Pero, frente a la
expansión del capital financiero, tendrá que retomarse con otros componentes,
otras fuerzas sociales y en otras coyunturas todavía no visibles. Se trata de otro
futuro y otro proyecto de país.

01/03/1984

La democracia suspendida

Carlos Pereyra..

Nadie hubiera podido prever a finales del siglo XIX y comienzos de éste, las
excepcionales dificultades que se levantarían como obstáculos entorpecedores en
el desenvolvimiento de la tendencia histórica orientada a la restructuración
democrática y socialista del mundo contemporáneo. El obstáculo menos previsible
de todos era el que emergería de la formación social en las que cristalizaron las
rupturas anticapitalistas ocurridas en diversos países del orbe, el llamado
socialismo real. En efecto, a la vuelta del siglo a nadie se le hubiera ocurrido
disociar proyecto socialista y programa de democratización social. No es casualidad
que los primeros agrupamientos políticos en los que se concretó la mencionada
tendencia histórica se conocieran con el nombre de socialdemocracia. Para todos
era evidente que el socialismo no sería sino la democracia llevada hasta sus
últimas consecuencias y que la eliminación de la propiedad privada es sólo un
aspecto de un proceso más amplio ocurrido casi todo el siglo XX, sin embargo,
socialismo y democracia han terminado por ser vocablos excluyentes. El socialismo
real, con su pretensión de ser la realidad del socialismo, aparece como la
confirmación cotidiana de esta contradicción. Frente a la prueba brutal de los
hechos en el socialismo real, ¿cómo sostener que al socialismo le es ajena la
eliminación del pensamiento crítico, el sofocamiento de la sociedad civil, la
cancelación del pluralismo ideológico y político, la anulación del libre debate de
ideas, la subordinación al partido de los sindicatos y demás organismos sociales...
en fin, la negación de la democracia?

La circunstancia de que las rupturas revolucionarias ocurrieron en sociedades de


capitalismo incipiente, con escaso desarrollo económico y un atrasado sistema
político donde los espacios democráticos eran inexistentes, con una sociedad civil
embrionaria y gelatinosa, marcó de manera definitiva la estructura de la sociedad
posrrevolucionaria. A pesar de que la mitología de izquierda caracteriza tales
rupturas como revoluciones proletarias o socialistas, el más superficial examen
basta para mostrar que fueron revoluciones en sociedades agrarias en las que no
se había constituido ni podía constituirse una hegemonía obrera de contenido
socialista. Debiera ser evidente la necesidad de aplicar a las sociedades derivadas
de esas rupturas, la tesis de que "así como en la vida privada se distingue entre lo
que un hombre piensa y dice de si mismo y lo que realmente es y hace, en las
luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones
de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se
imaginan ser y lo que en realidad son" (Marx). En efecto, no importa lo que partido
y Estado en el socialismo real se imaginan ser sino lo que en verdad son. A pesar
de que el pensamiento socialista tiende con frecuencia, sobre todo cuando se trata
de dar cuenta de los resultados efectivos de la propia práctica, a desechar la
concepción materialista de la historia, es obvio que la caracterización correcta del
régimen sociopolítico configurado en los países del campo socialista no puede
basarse en la imagen que de sí mismas tienen las fuerzas políticas que allí ejercen
el poder. Tampoco la caracterización adecuada de esas sociedades puede
descansar en el simple hecho de que se haya procedido a la estatización de los
medios de producción, pues la índole de esa formación social no es resultado
directo e inmediato de la abrogación de la propiedad privada. No hay socialismo
por la mera circunstancia de la desaparición de esta forma de propiedad, si ella no
va acompañada de la socialización del poder.

Ahora bien, las rupturas anticapitalistas no dieron lugar a la formación de


sociedades socialistas, no sólo porque ocurrieron en los eslabones débiles del
sistema mundial capitalista, países agrarios sin hegemonía obrera, sino también
porque los nuevos regímenes nacieron y se desarrollaron, desde Rusia en 1917
hasta Nicaragua en nuestros días, bajo el permanente asedio e intervención militar
de las potencias imperialistas. No es fácil tener una idea precisa de lo que ha
significado la necesidad de desplazar una enorme masa de recursos materiales y
humanos a la construcción de una fuerza militar capaz de hacer frente a la
amenaza constante de un enemigo dispuesto a destruir mediante la violencia la
gestación del nuevo orden social. Más difícil aún es pensar con claridad en qué
medida la agresividad de las potencias imperialistas estableció una cultura de
guerra donde la apertura de espacios democráticos -hasta entonces, vale la pena
insistir, inexistentes- se volvía más improbable. Los Estados posrrevolucionarios en
el socialismo real devinieron Estados antidemocráticos no sólo porque se
constituyeron en sociedades atrasadas, sino también porque tuvieron muy pronto
que vivir para el combate contra el enemigo exterior. No sólo había que desatar un
rápido proceso de sobreacumulación (con la consiguiente explotación del trabajo)
para subsanar gigantescos déficits en la satisfacción de necesidades elementales
sino, además, para crear la base industrial que permitiera organizar una defensa
militar eficaz.
Sería insuficiente, en cualquier caso, pretender que el atraso de las sociedades
agrarias en las que fueron factibles rupturas anticapitalistas y el acoso exterior al
que fueron sometidos los Estados posrrevolucionarios, bastan para explicar la
ausencia de vida democrática en el socialismo real. Habría que admitir hasta qué
grado en la propia elaboración teórica del movimiento socialista se encuentran
elementos cuya contribución no ha sido menor en la generación de esa ausencia.
Así, por ejemplo, atraso y peligro externo están en la base de la centralización del
poder, pero el monstruoso Leviatán que ha emergido en esa región del mundo
tiene también mucho que ver con el funcionamiento práctico del centralismo
democrático, binomio que remite a una concepción del partido donde el sustantivo
se acentúa hasta la completa eliminación del adjetivo. El centralismo excluye la
libre circulación de ideas y traba la formación de corrientes y tendencias hasta
conformar una estructura vertical que refuerza la concentración del poder en la
cúspide del aparato. El verticalismo inherente a esa figura de la forma orgánica
partido se exacerba cuando se conjuga con modos de gobierno que ocluyen
cualquiera otra forma de organización social ajena al estricto control partidario.

En los países del campo socialista el centralismo ahogó el libre debate interno en el
partido, pero otros elementos teóricos han intervenido para inhibir, además, la
formación y despliegue de una vigorosa sociedad civil. La idea, por ejemplo, de
que el partido es expresión o representación de la clase, está en el origen del
apabullamiento de los aparatos sindicales y demás formas de organización social.
En tanto el partido se presenta a sí mismo como expresión de la clase la actuación
de ésta (y del pueblo en su conjunto) es sustituida por la actividad del supuesto
partido-representante. Toda la iniciativa política queda reducida a la que emana de
la dirección partidaria, esta concepción desemboca en la hostilidad a cualquier
perspectiva ideológica distinta a la oficial pues fuera de los horizontes establecidos
por el partido todo es catalogado como ideología burguesa. No es extraño si para
preservar la unidad sin fisuras en tales condiciones, se vuelve imprescindible lograr
la más amplia desinformación de la sociedad mediante el control riguroso de la
producción discursiva.

La izquierda de los países capitalistas ha tenido que recorrer un largo camino para
estar en posibilidad de apreciar en forma crítica lo que sucede en el socialismo
real. Esa distancia ha sido cubierta de manera desigual por los diferentes
segmentos de la izquierda en los diversos países del mundo occidental. Era natural
y previsible que las rupturas anticapitalistas recabarían de modo inmediato y
automático la adhesión entusiasta e incondicional de parte de quienes en el resto
del mundo pugnaban por rupturas semejantes. Ese apoyo solidario no podía
desaparecer, por supuesto, de la noche a la mañana y menos cuando las visiones
críticas eran impulsadas casi siempre por quienes no tenían otra finalidad que
mantener la forma capitalista de organización social. En efecto, la idea falsa de
que toda evaluación crítica de la experiencia histórica del socialismo real es una
simple modalidad del pensamiento anticomunista, arraigó en círculos de izquierda
no sólo por las inclinaciones dogmáticas que éstos desarrollaron, sino también por
la reiterada comprobación de que con frecuencia se trataba más bien de fortalecer
la defensa del orden constituido. Todavía hoy la derecha ilustrada de nuestro país
(para no hablar ya de los sectores empresariales y de los publicistas reaccionarios),
a la vez que se muestre altamente preocupada por la falta de democracia en el
campo socialista, se siente obligada a formular juicios ridículos como, por ejemplo,
que íEstados Unidos no es una potencia militarista! En otras palabras, dado que la
derecha de los países capitalistas se desentiende de las perspectivas democráticas
en sus respectivas sociedades y está atenta sólo a la negación de la democracia allí
donde se ha eliminado la propiedad privada, contribuye a reforzar la identificación
que la izquierda primaria suele establecer entre defensa del capital y defensa de la
democracia. El discurso democrático pierde credibilidad por las numerosas veces
en que es formulado por quienes a la vez promueven mecanismos despóticos para
la reproducción de los privilegios vigentes.

La política internacional estadounidense es la mejor ilustración de lo anterior.


Junto a la firme denuncia de la antidemocracia reinante en el socialismo real,
Washington es desde hace mucho tiempo el respaldo fundamental de los
gobiernos más bárbaros y genocidas del Tercer Mundo. Detrás de casi todas las
tiranías del capitalismo dependiente está la ayuda de la Casa Blanca. Serían
impensables las formas brutales de ejercicio del poder, en el área
centroamericana, por ejemplo, sin la intervención militar estadounidense.
Washington participa de manera decidida en el aplastamiento de la democracia
chilena y a la vez pretende erigirse en el más severo juez de la conducta del
gobierno cubano. Los sostenedores de la dictadura somocista aparecen ahora
como los críticos más implacables del sandinismo. No sería preciso recordar hechos
elementales de la vida política contemporánea, si no fuera porque la farisaica
derecha ilustrada omite aspectos decisivos de la realidad actual. Las clases
dominantes sólo exhiben preocupaciones democráticas cuando está en juego su
sistema de dominación, pero es insensato responder con el mismo rasero y
alimentar demandas democráticas nada más donde prevalece el régimen de
propiedad privada.

La idea de que el enfrentamiento de bloques es manifestación de la lucha de


clases en escala mundial, peca del mismo espíritu reduccionista presente en la
tesis reaganiana según la cual todos los conflictos sociales y políticos constituyen
una manifestación del antagonismo Este-Oeste. El pensamiento de izquierda queda
embotado si en aras de aquella idea cancela o suspende su juicio crítico respecto
al socialismo real. Es comprensible que quienes despliegan la lucha social en el
Tercer Mundo, con frecuencia en condiciones de terrible opresión, concedan poca
atención al debate en torno al carácter de las sociedades surgidas de las rupturas
anticapitalistas. El futuro del movimiento social depende, sin embargo, de su
capacidad para no disociar el esfuerzo de transformar la sociedad en una dirección
tendencialmente socialista y la preocupación por una verdadera consolidación de la
democracia. La expropiación de los medios de producción, pero sin libertad de
expresión, autonomía sindical, pluralismo político e ideológico, información fluida,
colectivización de las decisiones y socialización del poder, podrá constituir
sociedades más igualitarias pero ahí no cristalizará una sociedad socialista.

El asunto de la democracia es inseparable de la cuestión del socialismo. Justo


porque en las sociedades capitalistas la democracia es siempre restringida o de
plano erradicada, es preciso concederle un lugar central en todo proyecto de
cambio social en la dirección mencionada. Si bien en los países capitalistas del
centro, la prolongada lucha de clases dominadas y las favorables condiciones
creadas por la capacidad de arrancar excedente producido en el resto del mundo,
han conducido a significativos avances en la democratización social, una
abundante experiencia histórica muestra que la dinámica propia del capitalismo
periférico es profundamente hostil a los menores resquicios democráticos. Aquí la
democracia será resultado del movimiento popular o no será. Una preocupación
consecuente por las perspectivas democráticas en el Tercer Mundo no excluye,
todo lo contrario, la preocupación similar al respecto a tales perspectivas en el
socialismo real. La circunstancia de que el neoconservadurismo haya hecho del
asunto de la democracia en el campo socialista una plataforma publicitaria, no
exime a la izquierda de reflexionar críticamente sobre su actitud ante el problema
de la democracia, no sólo en referencia a su tratamiento teórico de la cuestión,
sino también en relación con los efectos de su práctica política.

01/09/1983

Un Proyecto Posible y la Parálisis

Carlos Pereyra.

Las crisis son síntoma inequívoco de las dificultades que un sistema tiene para
funcionar. Puede tratarse de dificultades removibles con cierta facilidad o de
impedimentos sustanciales inscritos en el corazón mismo del sistema. En el
vocabulario al uso, estas dos modalidades se distinguen con las expresiones crisis
coyuntural y crisis estructural. Los responsables de garantizar el funcionamiento
adecuado del sistema y, por tanto, su reproducción, tienden a negar la existencia
de dificultades aunque éstas puedan ser documentadas con amplitud inclusive en
análisis poco rigurosos, hasta llegado el punto en que su abrumadora presencia es
inocultable. Aún entonces, esos responsables (es decir, el grupo gobernante),
procuran hacer pasar toda crisis como meramente coyuntural. Si los traspiés del
sistema se vuelven demasiado severos, el grupo que posee el poder político
aceptará de palabra que se vive una crisis estructural, pero en los hechos se
esforzará por restablecer el funcionamiento del sistema con el menor número
posible de modificaciones y, en todo caso, se mantendrá dentro del campo de
variaciones que el mismo sistema admite.

Quienes actúan en la vida social con la perspectiva de impulsar transformaciones


profundas en el funcionamiento del sistema tienden, por el contrario, a considerar
hasta la dificultad más pasajera y transitoria como señal evidente de una
ineliminable crisis estructural. Se resisten a suponer que una crisis puede
circunscribirse a un aspecto específico del sistema y creen ver en todas partes
indicadores de que está trabado su funcionamiento global. Con frecuencia
rechazan propuestas orientadas a cambiar mecanismos particulares del sistema,
aun si la correlación de fuerzas no permite metas más ambiciosas y aun si tales
cambios representan la oportunidad de lograr mejores condiciones de vida y de
acción política para los dominados. En vez de la elaboración de alternativas
inmediatas capaces de articular un amplio movimiento social en torno a objetivos
definidos, se pretende la abstracta radicalización o el enfrentamiento en nombre
de postulados ideológicos últimos.

En el México de hoy hasta el discurso oficial ha terminado por reconocer que el


país vive una crisis económica estructural seria. Después de un largo periodo en el
que se prefirió hablar de baches, tropezones, problemas de caja, etc., la sociedad
vivió más de un semestre atosigada desde arriba con datos sobre la gravedad de
los males del sistema. Parecía haberse generado una competencia entre gobierno
y oposición para ver quién describía la realidad en forma más oscura. Cierto es que
en breve lapso comienzan a multiplicarse, primero, los anuncios gubernamentales
sobre el imaginario control de la situación y, después, sobre la supuesta
superación de la crisis. También es cierto que las autoridades entraron en el juego
ideológico de la derecha, según el cual la corrupción pública es responsable
fundamental de las circunstancias y, en el mejor de los casos, el discurso oficial
encuentra en la política económica anterior -satanizada con el membrete del
populismo- el origen de los trastornos. De este modo, ha podido conciliarse el
catastrofismo inicial con la disposición a mantener el mismo rumbo que condujo al
país a la encrucijada actual.

Se puede convenir en que para reorientar la economía es preciso conseguir antes


su restablecimiento: detener la caída de la producción, evitar el desbordamiento de
la espiral inflacionaria, controlar el déficit del sector público y el saldo negativo de
la balanza comercial, etc. Una situación de crisis es siempre, sin embargo, un
momento de opciones. Nada indica que el programa inmediato de reordenamiento
económico está basado en proyectos que llevan a opciones diferentes a las que la
sociedad ya conoce. Surgen las preguntas obvias: ¿en qué consiste la novedad de
las políticas agraria, fiscal, monetaria, salarial... de comercio, industrialización,
inversiones extranjeras? ¿Cuáles son los planteamientos distintos para operar la
banca nacionalizada? ¿Cómo se enfrenta la redistribución negativa de la riqueza,
es decir, la caída en términos reales de salarios, precios de garantía y, en general,
de los ingresos de los trabajadores? ¿En qué actividades se concreta la defensa del
empleo? Sobre este programa se habla mucho, pero no hay información precisa al
respecto.

Tal vez se logre en un futuro próximo un ritmo inflacionario menos desaforado,


pero ello será posible, si uno se atiene al curso actual de las medidas oficiales, a
costa de la inversión pública y el gasto social, así como de una menor participación
del salario en el producto total. Nadie puede pretender que una administración
cuyas labores comienzan en un momento de desplome, pueda revertir el proceso a
unos cuantos meses de su instalación. Pero si debe exigirse que las metas de corto
plazo apunten hacia un esquema de relaciones sociales despojado de los vicios del
que desató tal desplome. Si en verdad se trata de una crisis estructural, su origen
está en la configuración misma de las relaciones sociales construidas en nuestro
país y en la forma como éste se inserta en los engranajes del capitalismo
internacional, no en los errores de tal o cual política económica o en los excesos de
la corrupción. Sin duda tienen algún peso esos errores y corrupción, pero sólo en
tanto agravantes de un problema que tiene raíces mas hondas.

Una política para la crisis sólo merece ese nombre si se propone la restructuración
del esquema de relaciones sociales y de los mecanismos de inserción de la
economía mexicana en el sistema mundial, es decir, si se apoya en un proyecto
nacional que abra nuevas perspectivas de vida para todos los mexicanos. Ello
significa una política agraria que, de una vez por todas, se plantee algo más que
seguir sobrellevando la agonía del sistema ejidal, una política de industrialización
que no prescinda del mercado interno potencial. Un país petroexportador en el que
entran alrededor de 15 mil millones de dólares anuales por venta de hidrocarburos
no debiera tener dificultades en el sector externo. Esas divisas (volatilizadas hoy
por el servicio de la deuda) bastarían para integrar la planta industrial e impulsar
procesos productivos orientados al mercado interno que permitirían un desarrollo
endógeno y autosostenido. Colocar las inversiones extranjeras y las exportaciones
en el centro de una estrategia anti-crisis equivale a sustituir el proyecto nacional
por el despliegue de la integración excluyente.
Ahora bien, una restructuración del sistema de relaciones sociales no podrá ser
resultado de la iniciativa gubernamental, sino del esfuerzo concertado de todos los
grupos sociales. Lo más alarmante de la situación que vive el país es el
desconcierto y confusión que parecen recorrer la sociedad de arriba abajo. Los
organismos de masas encuadrados en el partido oficial están casi borrados por una
parálisis que impide formular augurios optimistas. Los sectores medios han sido
llevados a un antigobiernismo ramplón, como lo muestra el auge de la derecha
panista no obstante carecer de un proyecto político propio. La izquierda organizada
no logra articular una alternativa popular y a veces se guía más por la lógica del
enfrentamiento que por una táctica capaz de ampliar su capacidad de convocatoria
y marco de influencia. No puede subestimarse el peligro de que la crisis
desemboque en mayor desintegración social.

01/12/1982

Los dados del Juego

Carlos Pereyra.

La sociedad mexicana entra al noveno sexenio consecutivo en que los mecanismos


institucionales de sucesión presidencial funcionan, más allá de dificultades menores
inevitables, con precisión impecable. Antes de 1934 fueron más significativos los
episodios perturbadores en el relevo de la administración pública, pero lo cierto es
que desde la consolidación en 1916 del constitucionalismo como fuerza triunfante
en la guerra civil, la continuidad inalterada del grupo gobernante lo convierte en el
más longevo del mundo entero. Esta solidez del sistema de gobierno es producto,
en primera instancia, del Estado fuerte que emerge del reordenamiento global de
la estructura social impulsado por la revolución mexicana. Con frecuencia se
plantean las cosas como si el presidencialismo mexicano fuera la base de la
fortaleza del aparato estatal cuando, en verdad, el sistema de gobierno cuyo eje
básico es, en efecto, el poder ejecutivo, tiene su fundamento decisivo en la forma
que el Estado mexicano adopta en la historia contemporánea.

¿Quién les quita lo bailado?

El Estado descansa en el pacto social concretado en la Constitución donde, junto al


compromiso central de mantener la propiedad privada y, en consecuencia,
estimular un desenvolvimiento económico que asume la forma de desarrollo
capitalista, figuran también compromisos en virtud de los cuales la expansión del
capitalismo queda encuadrada dentro de ciertos límites establecidos por la
presencia del interés nacional y de los intereses populares. De esta manera, el
Estado capitalista en México ha tenido un componente nacional-popular que casi
no se encuentra en otros países del Tercer Mundo. A la sobrestimación
injustificada de ese componente en el discurso oficial, la izquierda suele responder
con una subestimación del mismo como si a través de la negación verbal pudiera
cancelar su presencia real y lograr, entonces, el arraigo en la población que no ha
podido obtener, precisamente por el efecto social de esos vínculos estatales con lo
nacional-popular. El Estado fuerte lo es no sólo por su origen revolucionario, sino
también por su base de masas que ha marcado en alguna medida el significado de
su comportamiento.

El tardío crecimiento capitalista del país no pudo evitar -como en las restantes
sociedades periféricas- su progresiva subordinación a las metrópolis centrales del
sistema mundial; sin embargo, el contenido nacional del Estado mexicano hizo
posible, por ejemplo, la expropiación petrolera y una política exterior
independiente. La consolidación de formas capitalistas de producción ha integrado
el campo a su circuito, pero no ha significado la desaparición de los sistemas ejidal
y comunal. La creciente articulación de grupo gobernante y clases propietarias no
se ha traducido en una ruptura de las ligas entre sistema de gobierno y
organismos sociales mayoritarios. La acumulación y concentración del capital
privado avanzan con ritmo acelerado y, no obstante, el 1o. de septiembre el
ejecutivo pudo asestar un severo golpe a la oligarquía financiera. El notorio
alejamiento del grupo gobernante de sus raíces populares constituye una
tendencia que, a pesar de todo, no cristaliza en cifras electorales opuestas al
partido oficial. El sistema de gobierno encuentra en la ausencia de un pleno
funcionamiento democrático un factor de subsistencia, pero ello no evitó la
reforma política ni la transformación de los medios impresos de comunicación en
lugares de discusión plural.

Durante más de 65 años el presidencialismo fuerte ha sido el pivote de un sistema


de gobierno que fraguó un marco de estabilidad política cuya base material fue la
exitosa multiplicación del producto interno bruto, la cual fue acompañada de una
industrialización más o menos rápida y de los procesos concomitantes de
modernización y urbanización. en este prolongado lapso, la riqueza social se
distribuyó de manera harto desigual pero, con todo, junto a la formación de
grandes capitales se dio la considerable extensión de los sectores medios (con
densas capas privilegiadas) y el mejoramiento -aunque muy insuficiente- de las
condiciones generales de vida de la población: ésta tiene acceso hoy, por ejemplo,
a servicios educativos y de salud en proporciones incomparablemente mayores a
las del pasado. En cualquier caso, distan mucho de haberse resuelto problemas
básicos de alimentación, vivienda y empleo; lo más grave es que todo indica que
las pautas de crecimiento económico seguidas hasta la fecha son incapaces de
resolver esa problemática social y también de mantener el ritmo de crecimiento. El
país ha desembocado en una crisis estructural desde mediados del decenio
anterior, provisionalmente oscurecida por el boom petrolero, pero que ahora
reaparece más amenazante que nunca.

La reforma posible

No se trata sólo de la circunstancial carencia de divisas y del brutal lastre que


significa la gigantesca deuda externa, sino de la necesidad de efectuar una
transformación a fondo de la planta industrial, cuya precaria integración impide el
más elemental programa de crecimiento endógeno y cuya orientación a un
reducido mercado de consumidores con ingresos traba su despliegue
autosostenido. La restructuración del aparato productivo industrial tiene poca
viabilidad sin una profunda modificación de las tradicionales relaciones entre
campo y ciudad, es decir, sin terminar de una vez por todas con la extracción de
recursos de la agricultura campesina. No es la iniciativa privada, por supuesto,
quien puede responsabilizarse de llevar a cabo el reordenamiento de la economía
mexicana y esta reorganización pasa por el saneamiento de las finanzas públicas,
lo que no solo implica reforma fiscal efectiva y cese del subsidio al capital sino
manejo estatal de los recursos monetarios.

Diez años después de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1978, los vivos recordaron y


revivieron a sus muertos en la misma Plaza de las Tres Culturas.

Las medidas del 1o. de septiembre parecerían mostrar que el Estado mantiene una
reserva ideológico-política suficiente para intentar el reordenamiento de la
economía y, en efecto, la expropiación de la banca le confiere al sector público el
más poderoso instrumento para canalizar la asignación de recurso en forma
distinta a la que prevalece hasta el momento. Sin embargo, no puede dejarse de
lado el hecho de que la decisión expropiatoria fue adoptada a contrapelo de las
fórmulas ideológicas que han logrado imperar en el aparato estatal. Fue la decisión
de una minoría en el gobierno, que pudo aprovechar situación catastrófica
generada por el movimiento especulativo del capital. Baste recordar que el
librecambismo, elevado por las autoridades a máxima universal, solo fue
abandonado cuando el saqueo de divisas dejó prácticamente en cero al erario. No
se trata, por supuesto, de sugerir, a la manera del izquierdismo elemental, que la
expropiación de la banca fue resultado simple de la lógica misma de acumulación
capitalista. Ninguna necesidad económica impone, por sí misma, una decisión
política. Las circunstancias económicas en cuanto tales no habrían conducido al 1o.
de septiembre,Estado no quedara huella del contenido nacional-popular que está
en el origen de la formación del poder político en México.
Los titubeos gubernamentales posteriores al 1o. de septiembre son indicadores
suficientes, sin embargo, para sospechar que el Estado fuerte, por sí mismo, a
pesar de que guarda energía histórica para decidir algo de la trascendencia que
tiene la expropiación bancaria, carece de la homogeneidad indispensable para
llevar hasta sus últimas consecuencias el proceso desatado con tal decisión. Es
sorprendente la velocidad con que el sistema de gobierno derrochó el capital
político ganado el 1o. de septiembre. Ello no se debe sólo a la parálisis
gubernamental característica de los periodos de sucesión presidencial, sino que
deriva del arrinconamiento en que se encuentra el componente nacional-popular,
casi aplastado por el vigor del desarrollismo excluyente. Así como expropiación
bancaria y control de cambios no fueron corolario natural de la política económica
anterior, sino un poco de cal en medio de un mar de arena, así también los
funcionarios públicos comprometidos con el sentido de esas medidas son tan
difíciles de encontrar como agujas en un pajar.

El 1o. de septiembre aparece disociado no sólo de la línea gubernamental anterior,


donde casi todo apuntaba en dirección contraria a la recuperación del Estado de su
papel rector de la economía, sino también ajeno a lo que ocurre después de esa
fecha. La expropiación no fue seguida de una pronta determinación de los criterios
para indemnizar a los ex concesionarios; decidir el destino de la cartera accionaria
que la banca poseía en industria, comercio, minería, etc.; fijar con claridad el
nuevo carácter de los organismos auxiliares de crédito y servicios financieros
conexos; y, sobre todo, para reorientar la utilización de los recursos monetarios.
Asimismo, el control generalizado de cambios no fue apoyado con ulteriores
disposiciones para evitar que turismo y transacciones fronterizas se resuelvan con
pesos adquiridos fuera de nuestro territorio, lo que dejó abierto a la especulación
un boquete significativo en la frontera norte. La vigorosa denuncia de los
sacadólares tampoco fue acompañada con medidas ágiles para lograr la
repatriación de divisas.

El nuevo gobierno

¿En qué circunstancias inicia su gestión la nueva administración gubernamental? El


panorama económico inmediato se presenta desolador. No obstante el fuerte
crecimiento observable en 1976-82 de la capacidad productiva instalada, la nueva
administración hereda un país atrapado en una espiral inflacionaria galopante, con
una deuda externa acumulada que alcanza cifras estratosféricas, sin reservas para
liquidar siquiera el servicio de la deuda, en el comienzo de una etapa de
contracción que según todos los cálculos conducirá a dos o tres años de
crecimiento negativo, con un mercado exterior afectado por la crisis internacional
que restringe posibilidades y precios de las exportaciones (inclusive energéticos),
cuando las fuentes foráneas de financiamiento exhiben atrofia progresiva y en un
marco general, pues, que impone una política de austeridad en el gasto público.

Hubo alguna vez un dirigente nacional del PRI llamado Carlos Sansores Pérez, un
líder el Senado de nombre Joaquín Gamboa Pascoe, un secretario de Reforma
Agraria Antonio Toledo Corro y un regente capitalino Carlos Hank Gonzáles

No se requiere sensibilidad muy fina para advertir hasta qué punto está electrizada
la atmósfera social en que se da la sucesión presidencial. Como ha ocurrido otras
veces en la historia reciente del país, las clases propietarias se revuelven
indignadas por ciertas decisiones gubernamentales. Si bien no es inédita la
hostilidad empresarial al poder político, ese resentimiento nunca antes había
encarnado en grupos sociales con el poder económico que ahora tienen, a pesar
de la expropiación bancaria. Sobre todo, nunca antes el encono había sido
motivado por iniciativas que involucran una zona tan neurálgica para la
acumulación capitalista. En efecto, no es lo mismo afectar al latifundismo
anacrónico que enfrentar a la oligarquía financiera, es decir, a la fracción dirigente
del bloque dominante. Pero no se trata sólo de la reacción colérica de las clases
propietarias, sino también de su capacidad para arrastrar detrás a los sectores
medios y, en particular, a sus capas privilegiadas, cuya susceptibilidad política fue
despertada por la crisis económica. La corrupción generalizada de los funcionarios
públicos abre un flanco inmenso por el cual las clases propietarias acumulan
puntos a su favor en la lucha ideológica con el gobierno. Todo ocurre para buena
parte de los sectores medios como si la corrupción fuera causa decisiva de la crisis;
el funcionamiento estructural de la economía queda oculto y el gobierno aparece a
sus ojos como culpable identificado. No se ha reflexionado de manera suficiente en
qué medida la corrupción priísta ha estimulado el fortalecimiento de la derecha
mexicana.

La atmósfera social también se ha deteriorado porque a la caída de los salarios


reales en el sexenio 1976-82, se añade ahora la reaparición del desempleo. Si bien
éste fue abatido en proporciones considerables en los primeros años del período,
lo cierto es que a finales de éste vuelve a acrecentarse de modo alarmante. Habría
que agregar a ello el desasosiego que producen los feudos intocables de la
burocracia sindical. El caso del SNTE es paradigmático: en el organismo social más
numeroso del país, el cacicazgo intransigente crea, por sí solo, más irritación que
la propia situación económica. No hay claridad alguna en el gobierno respecto a los
perjuicios irreversibles que le produce su complacencia con el despotismo sindical.
Los instrumentos de control sirven mientras el carácter de tales no se revela en su
sórdida desnudez. En el campo, por otra parte, se agolpa de nuevo el descontento
que genera una problemática agraria jamás resuelta. La continuada información
sobre asesinatos y encarcelamiento de dirigentes campesinos en todos los rincones
del ámbito rural, basta para poner de relieve que los regímenes posrevolucionarios
no han podido terminar la reforma iniciada hace 65 años y, por el contrario, se
empeñan en modalidades varias de contrarreforma.

Una tarde de junio de 1982, el Partido Socialista Unificado de México ocupó el


zócalo, sin que se desmoronaran, como estaba previsto las torres de la Catedral.

El clima político que hereda el nuevo gobierno aparece menos complicado. El


ensanchamiento de los espacios de acción organizada que produjo la reforma
política, así como la aceptación de la presencia real de distintas corrientes
ideológicas en la sociedad, despejaron los nubarrones que presagiaban un siniestro
futuro a comienzos del decenio anterior. Por otra parte, ni los partidos de derecha
ni los de izquierda han tenido suficiente éxito en la tarea de articular el
descontento de la población. Las elecciones federales del 4 de julio dan
confirmación estadística a tal hipótesis. Sin embargo, la insistencia priísta en
desconocer sus esporádicas derrotas y la tentación siempre presente en el partido
oficial de ejercer un poder autoritario e incontrastable, crean también aquí
situaciones conflictivas. Sin profundizar la reforma política, el sistema de gobierno
corre el riesgo de empantanarse.

El gobierno entrante recibe un aparato estatal fortalecido por el control directo del
instrumental bancario. Ahora es posible, como nunca antes, programar la
asignación de recursos desde una perspectiva nacional y popular. El grupo de
presión con mayor capacidad para imponer sus intereses fue quitado de en medio.
No es evidente de suyo, sin embargo, que se dan las condiciones ideológicas en el
grupo priísta gobernante para desplegar una política económica en dirección
contraria a la que caracterizó su comportamiento en los últimos 40 años. El
fortalecimiento del Estado no es, quién lo duda, garantía de cambio. No se trata,
por supuesto, de pugnar por el debilitamiento del Estado, como pretenden de
manera abierta la derecha empresarial y en forma taimada la derecha ilustrada, las
cuales acaban de descubrir la existencia de la sociedad civil y la conveniencia de
vigorizarla. La relación entre Estado y sociedad civil no es un juego-suma-cero,
donde el fortalecimiento de uno implique el debilitamiento de la otra y viceversa.
En una sociedad dividida en clases, la sociedad civil (es decir, el conjunto de
instituciones y organismos -sindicatos, partidos, agrupaciones profesionales,
cámaras, confederaciones, medios de comunicación, centros culturales, etc.- a
través de los cuales los grupos sociales organizan su participación en la vida
pública) se encuentra también dividida, es obvio, en dos grandes polos. Quienes
ahora pugnan desde la derecha por el fortalecimiento de la sociedad civil y el
debilitamiento del Estado, lo hacen bajo la preocupación no del autoritarismo
estatal sino de que el comportamiento de este aparato escape a su influencia
exclusiva.

Cuando las inquietudes por la fuerza del Estado tienen su origen en la expropiación
bancaria, por ejemplo, y no en el sistema corporativo que ahoga a los organismos
sociales, no es difícil comprender el sentido de tales inquietudes. Que no vengan
los tardíos descubridores de la sociedad civil a manipular el fantasma de la falsa
identidad Estado fuerte=totalitarismo. Lo que hace falta en México es democratizar
al Estado, no debilitarlo. Un Estado fuerte no es necesariamente un estado
autoritario; nada impide constituir un Estado fuerte y democrático. De igual modo,
hace falta el fortalecimiento del polo dominado de la sociedad civil y no el
fortalecimiento tout court de ésta. No es la tonificación de Televisa y el Consejo
Coordinador Empresarial, por ejemplo, lo que permitirá a la sociedad mexicana
salir de la crisis y eliminar las condiciones estructurales que condujeron a ella,
como tampoco permitirá avanzar en el proceso de democratización. Mejor
distribución de la riqueza y mayor democracia no serán frutos de los promotores
de México en la libertad, ni de la dinámica propia de los gobernantes, sino de la
capacidad del polo dominado de la sociedad civil para imponer una reorientación
global de la cosa pública en México.

01/09/1982

Sobre la democracia

Carlos Pereyra.

I. DEMOCRACIA Y SOBERANÍA POPULAR

El concepto democracia no se refiere a una ideología específica diferenciable de


otras, sino a formas y mecanismos reguladores del ejercicio del poder político. La
descripción de tales formas y mecanismos puede resumirse en los siguientes
términos: los órganos de gobierno han de ser elegidos en una libre contienda de
grupos políticos que compiten por obtener la representación popular y por un
electorado compuesto por la totalidad de la población adulta, cuyos votos tienen
igual valor para escoger entre opciones diversas sin intimidación del aparato
estatal. Dos aspectos fundamentales: representación popular y sufragio libre, igual
y universal. El funcionamiento de un régimen democrático supone, además, el
conjunto de libertades políticas: de opinión reunión, organización y prensa.
La democracia representativa, tal como es sostenida por el liberalismo, lejos de
impulsar la participación popular en la sociedad política y en la sociedad civil,
tiende a inhibirla. No es por azar que los defensores de la democracia liberal se
muestran renuentes a aceptar modalidades de democracia popular participante. La
representación es pensada desde esta óptica como un sustituto de la participación.

El sufragio libre y universal, máxima expresión de la democracia representativa


propugnada por el liberalismo, constituye en verdad sólo un aspecto -si bien
esencial- en la democratización de las relaciones sociales. El control democrático
del ejercicio del poder estatal no puede restringirse a los procedimientos
electorales por óptimo que sea su funcionamiento. La formación de un gobierno
representativo es más una vía para lograr la delegación de la soberanía popular
que para garantizar su realización efectiva. El control del poder por parte de la
sociedad no se agota en la vigilancia de los órganos de decisión política: ha de
incluir también el control de las empresas y de las instituciones de la sociedad civil.

II. LA DICTADURA DEL DESDÉN FORMAL

Lenin escribe en El Estado y la revolución: "las formas de los estados burgueses


son extraordinariamente diversas, pero su esencia es la misma: todos estos
estados, bajo una forma u otra, pero en última instancia, necesariamente, son una
dictadura de la burguesía". Por su parte, en Las luchas de clases en Francia, Marx
afirma: "La burguesía, al rechazar el sufragio universal, con cuyo ropaje se habían
vestido hasta ahora, del que extraía su omnipotencia, confiesa sin rebozo: nuestra
dictadura ha existido hasta ahora por la voluntad del pueblo; ahora hay que
consolidarla contra la voluntad del pueblo". En ambos pasajes el término dictadura
ocupa de modo infundado el lugar correspondiente al concepto dominación de
clase.

La tendencia a subestimar la cuestión de la democracia tiene su origen en el


economicismo arraigado del pensamiento socialista. En tanto la producción
capitalista requirió la abolición de privilegios estamentales, igualdad jurídica de los
individuos, formación de una fuerza de trabajo libre, etc., se concluye que la
democracia en el capitalismo es la traducción directa e inmediata de los
requerimientos económicos de la burguesía. Cierto que el contrato salarial y el
intercambio mercantil suponen libertad e igualdad jurídicas de los contratantes y la
eliminación de las trabas sociales que obstruyen la compra-venta de fuerza de
trabajo y, en general, de mercancías en un mercado abierto. Pero de ahí no se
sigue que la democracia política sea el colofón necesario de la producción
capitalista.

En las sociedades capitalistas la democracia no puede realizar en plenitud la


soberanía popular porque, junto a la presunta igualdad jurídico-política de los
ciudadanos, subyace la ineliminable desigualdad económico-social de los
productores que impide, en definitiva, la igualación estricta de los ciudadanos. Ello
conduce a sobreponer al significado antes descrito del concepto democracia
(conjunto de formas y mecanismos reguladores del ejercicio del poder político),
otro significado donde se destaca la cuestión de la igualdad económico-social de
los individuos. Se desemboca así en la conocida contraposición entre democracia
formal y democracia sustancial, fuente de inumerables equívocos.

No hace falta insistir en que el menosprecio de las liberta

des políticas, adscritas a la democracia formal, en aras de una vocación igualitaria,


orientada a la democracia sustancial, es la vía más segura no sólo para bloquear el
control público o social de las decisiones oficiales, sino también para impedir el
propio cumplimiento de la vocación igualitaria, como lo muestra cada vez con
mayor claridad la experiencia de los países poscapitalistas. Ninguna democracia
sustancial es posible sin el respeto riguroso a los mecanismos de la democracia
formal.

III. SOBRE/CONTRA LA "DEMOCRACIA BURGUESA"

Se ha difundido en la literatura socialista un concepto monstruoso: democracia


burguesa. Dicho concepto esconde un circunstancia decisiva de la historia
contemporánea: la democracia ha sido obtenida y preservada en mayor o menor
medida en distintas latitudes contra la burguesía. El concepto democracia
burguesa sugiere que el componente democrático nace de la dinámica propia de
los intereses de la burguesía como si no fuera, precisamente al revés un fenómeno
impuesto a esta clase por la lucha de los dominados. Desde el sufragio universal
hasta el conjunto de libertades políticas y derechos sociales han sido resultado de
la lucha de clases. Lejos de ser un mecanismo de sustitución o de ocultamiento,
las libertades políticas incorporadas por la democracia representativa, regateadas y
recortadas sistemáticamente por el capital, son producto de la intervención de las
clases populares; un resultado alcanzado en un penoso proceso de acumulación de
derechos, respecto de los cuales el capitalismo ha sido obligado a procurar
adecuarse o a colocarse de manera abierta en un terreno antidemocrático.

En las formaciones sociales precapitalistas no se dieron formas democráticas y la


posterior aparición de éstas no puede explicarse invocando sólo la lucha de los
dominados. Concurrieron también otras condiciones que hicieron posible la relativa
democratización de las relaciones sociales en el capitalismo: competencia entre
diversas fracciones del capital, ideas y valores en torno a la libertad promovidos
por el liberalismo, intervención política de la pequeña burguesía y, sobre todo, de
los sectores medios ilustrados, incrementos exponenciales de la productividad y,
por tanto, ampliación de los márgenes para atender demandas de la población etc.
Nada de ello elimina, sin embargo, el hecho de que las clases dominadas han sido
la fuerza motriz de la democratización. Por ello, hablar de democracia burguesa es
un sin-sentido.

No hay argumentos que permitan fundar la tesis de que entre capitalismo y


democracia existe una conexión necesaria. Por el contrario, todo confirma hasta
qué grado el dominio de una minoría de propietarios tiende a ser incompatible con
el despliegue de la democracia.

Ni siquiera es cierto que la tendencia a la democratización sea inherente al proceso


de desarrollo capitalista. Sin duda, su capacidad de generar una creciente riqueza
social facilita el aumento de los ingresos reales de las masas, extiende el campo de
maniobra para hacer frente a sus demandas, dota al sistema político de mayor
eficacia integradora y de mayores facultades para institucionalizar los conflictos.
Pero no se anula nunca la contradicción básica entre el principio de la soberanía
popular y la lógica de la acumulación capitalista. Esto se advierte con facilidad en
los países del Tercer Mundo donde abrumadores obstáculos han impedido la
apertura regular del juego democrático: menor productividad, inmadurez relativa
en la formación de las clases y canalización del excedente hacia la metrópoli
imperial restringen la posibilidad de una absorción integradora de las demandas
sociales, las cuales casi de inmediato tienden a desbordar el umbral de democracia
aceptable para la reproducción del sistema.

La contradicción básica se advierte también en el tema de la crisis de


gobernabilidad que el pensamiento neoconservador ha puesto en los últimos años
sobre el tapete en las sociedades capitalistas industrializadas. Sin ningún pudor, la
nueva derecha admite que para el Estado es inmanejable el aumento de
expectativas y el exceso de demandas que se producen en circunstancias
democráticas de concurrencia partidaria. No hay otra opción, según el esquema
neoconservador, que transitar hacia formas de democracia viable o democracia
restringida, eufemismos con los que se alude a la contraofensiva orientada a
cancelar los espacios democráticos producidos por la lucha de las clases populares
el pluralismo político y cultural, etc.

IV. SOBRE/CONTRA EL "SOCIALISMO REAL"

La experiencia histórica de los países donde los grupos gobernantes dirigen la cosa
pública en nombre de un proyecto socialista muestra que tampoco hay conexión
necesaria entre estatización de los medios de producción y democracia. Por el
contrario, la experiencia del llamado socialismo real indica la incompatibilidad plena
de tal estatización con el mínimo funcionamiento de formas y mecanismos
democráticos de control del poder político.

Durante largos años la creencia de que en las sociedades poscapitalistas estaba en


vías de realizarse la igualación económico-social de los productores y con ello la
democracia sustancial, condujo a la izquierda de todo el mundo (con excepción de
voces aisladas) a silenciar el cúmulo de hechos que evidenciaban los riesgos
inherentes al desprecio de la democracia formal. Cada vez es más claro, sin
embargo, que si en las sociedades capitalistas la democracia formal está siempre
amenazada y es muchas veces destruida por la ausencia de democracia sustancial,
en los países poscapitalistas la falta de democracia formal se levanta como un
obstáculo irrebasable para la efectiva realización de la democracia sustancial. Sin
libertades políticas puede construirse cualquier cosa, pero nunca una sociedad
socialista.

No se puede hablar de socialismo real para caracterizar estructuras sociales y


políticas en lugares donde no hay un régimen socialista. A nadie se le ha ocurrido
jamás postular que socialismo y estatización de los medios de producción son una
y la misma cosa. Debiera ser obvio que para aplicar con legitimidad la categoría
socialismo a determinada realidad sociopolítica, ésta debe presentar algún rasgo
adicional a la mera estatización de la economía y que no basta la autoproclamación
del grupo gobernante, ni que el poder del Estado lo detente un partido que dice
guiarse por los principios del socialismo. Es preciso reconocer de una vez por todas
que sin libertades políticas no hay socialismo y que, más allá de la eliminación de
la propiedad privada, la construcción del socialismo exige la libre organización
sindical de los trabajadores, el pluralismo ideológico, cultural y político, la
participación de los miembros de la sociedad en el control de la cosa pública, la
descentralización del poder, el despliegue autónomo de la sociedad civil... en fin, la
democracia.

El término socialismo real tiene una inadmisible connotación que obliga a quienes
se le oponen críticamente a colocarse en la óptica de un libresco socialismo ideal o,
según las ridículas pretensiones del dogmatismo, a identificarse objetivamente con
la ideología burguesa antisoviética.

V. POSCAPITALISMO Y SOCIALISMO

La formación de un campo poscapitalista produce antagonismos irreconciliables


con el sistema capitalista y, sobre todo, entre las potencias hegemónicas de ambos
bloques. Aunque la literatura socialista presenta casi siempre esos antagonismos
como expresión de la lucha de clases en escala mundial, lo cierto es que tales
antagonismos promueven intereses de Estado e intereses particulares de la
burocracia gobernante que tienden a sobreponerse a los intereses de clase hasta
prácticamente anularlos.

La confrontación entre la URSS y EEUU o entre bloques no es reductible a la


oposición entre burguesía y proletariado, ni al enfrentamiento entre socialismo y
capitalismo. Si bien fue comprensible y justo que el movimiento socialista
internacional haya tenido entre sus prioridades fundamentales la identificación y
solidaridad con los Estados surgidos de las rupturas anticapitalistas, en tanto de
estas experiencias recibía un impulso para su propio desarrollo, aunque con
frecuencia ello condujo a supeditar los objetivos políticos propios en areas de la
defensa del campo poscapitalista, hace ya mucho tiempo que esa identificación se
ha vuelto un lastre cuyo peso muerto frena el despliegue del movimiento socialista
internacional.

Quienes se apresuran a consignar el fracaso del socialismo sin incorporar en el


análisis las condiciones de atraso económico, político y cultural de las sociedades
donde se produjo la ruptura anticapitalista, sólo consiguen exhibir los supuestos
voluntaristas e idealistas de su discurso. Ahora bien, desde los procesos de Moscú
en los años treinta hasta el aplastamiento de la movilización obrera en Polonia a
comienzos de los ochentas, han ocurrido demasiadas cosas para seguir
machacando la tesis de que la trayectoria del socialismo real se explica sólo por las
modalidades que impone la lucha de clases en escala mundial. Los países
poscapitalistas no son más un factor propulsor del movimiento socialista mundial
sino un poderoso desestímulo de éste, a pesar de la apreciable ayuda real que
brindan a otros procesos de ruptura anticapitalista.

VI. PARA DESTEORIZAR LA BUROCRATIZACIÓN

El membrete stalinismo describe una atmósfera de represión, dogmatización de un


saber-ya-constituido-para siempre, abolición del debate dentro y fuera del partido,
estatización de la sociedad, sofocamiento de los espacios de discusión y libre
expresión de ideas, esclerosis de la sociedad civil, identificación de Estado-partido-
sindicatos-prensa-..., arrasamiento de todo vestigio de pluralismo ideológico,
político y cultural, etc. Pero por más rica que sea la descripción que implica en ese
membrete, lo cierto es que sugiere un estilo de gobierno cuyos rasgos, más o
menos fáciles de eliminar, no se inscriben en la estructura profunda de la sociedad.
En cualquier caso tal membrete no es de ninguna manera un concepto que pueda
cumplir algún papel en una verdadera explicación de por qué el poscapitalismo
tomó el derrotero antidemocrático por el cual se despeña.

Los errores de la dirigencia, se invocan también como elemento explicativo cuando


son, precisamente, parte de lo que debe ser explicado. Se tuvo un ejemplo
extremo en la tesis formulada por el Partido Comunista chino, para el cual la
situación en la URSS y otros países de Europa oriental se debía a la restauración
del capitalismo llevada a cabo por la camarilla dirigente. Aunque no ha sido
infrecuente en la literatura socialista el uso de la invectiva como sustituto del
argumento, pocas veces se había caído tan bajo como en el caso de la tediosa
repetición durante años de este slogan por parte de los comunistas chinos, hasta
que su propia catástrofe política los llevó a abandonarlo.

La idea de que las clases sociales son sujetos ya constituidos de los cuales emanan
teorías, partidos, formas de organización del poder político, etc. (habría que pensar
en las expresiones Estado burgués, revolución burguesa, democracia burguesa,
ciencia burguesa, arte burgués, nacionalismo burgués, partido de la burguesía y en
las expresiones simétricas Estado Proletario, revolución proletaria, democracia
proletaria, ciencia proletaria, arte proletario, nacionalismo proletario, partido de la
clase obrera), tiende a cercenar el ámbito de la política en la medida en que
supone ya conformado y resuelto lo que en rigor constituye un proceso histórico.
La tesis del partido-vanguardia ha sido otro postulado teórico que facilita el
fenómeno de la burocratización. Enfrentadas las fuerzas revolucionarias a la doble
tarea de conquistar el poder político y transformar las relaciones sociales, objetivos
articulados pero que no constituyen una y la misma cosa, esa tesis ha privilegiado
la formación de un cuerpo cerrado que procura concentrar en sí mismo la
producción política de las masas y tiende a desconocer la pluralidad del
movimiento social. Ahora bien, la transformación profunda de las relaciones
sociales no será nunca obra de una vanguardia que dirige al conjunto de la
sociedad por un camino que ella conoce de antemano, iluminada por un saber
verdadero-de-una-vez-para-siempre. La transformación y democratización de las
relaciones sociales sólo puede ser obra de las fuerzas sociales, donde los partidos
juegan un papel organizador insustituible.

La burocratización de los Estados poscapitalistas es, en definitiva, la contrapartida


puntual del sofocamiento de la actividad política y cultural de las masas. El
convencimiento de que el partido expresa o representa a la clase está en el origen
de ese sofocamiento: si la práctica del partido y, en consecuencia, de su dirección,
contiene ya tales virtudes de expresividad y de representatividad, ¿para qué habría
de promoverse la actividad política de los miembros de la sociedad? ¿qué sentido
tendría exigir autonomía sindical, confrontación de ideas, libre flujo de la sociedad
civil? Si se parte del supuesto falso de que el partido es de la clase obrera,
entonces no habrá duda de que las decisiones de éste -no importa cuáles sean- no
pueden menos que reflejar (la teoría del reflejo ha hecho estragos no sólo en el
terreno epistemológico) los intereses últimos de la clase. El burocratismo conduce
a la disolución de la política y a circunstancias concomitantes de esta disolución:
desinformación y rígido control sobre la producción cultural, desaparición de toda
forma de organización independiente y de autogestión. No puede extrañar, así,
que las sociedades poscapitalistas destaquen por su despolitización.

Sólo hay una alternativa: o estas fuerzas sociales actúan en un marco de libertades
políticas, pluralidad orgánica sindical y partidaria, libre debate de ideas y abierta
producción cultural que permita la transformación democrática de la estructura
social, o la toma del poder político por la vanguardia apenas conduce a la
estatización de los medios de producción y a la negación de la democracia o, lo
que es igual, del socialismo. El proyecto socialista implica socialización de la
economía y del poder político no, como ocurre en el poscapitalismo, estatización
de la sociedad.

VII. DEMOCRACIA Y SOCIALISMO


En el debate de la izquierda con frecuencia tiende a contraponerse lucha por la
democracia y lucha por el socialismo. Tal contraposición resulta de un doble
empobrecimiento conceptual y teórico: por un lado la democracia se reduce al
funcionamiento de ciertos mecanismos de representación y se reduce también, por
otro lado, la cuestión del socialismo a la toma del poder por un partido
comprometido con la abolición de la propiedad privada. Se concluye, por tanto,
que los esfuerzos orientados a garantizar el funcionamiento de aquellos
mecanismos nada tienen que ver con las tareas inherentes al cumplimiento de este
objetivo. Además de ese doble empobrecimiento, tal contraposición se apoya en
un supuesto falso: la clase obrera y el conjunto de clases dominadas son ya
socialistas por el mero efecto del lugar que ocupan en las relaciones de
producción... si no actúan en consecuencia es porque viven enajenadas por la
influencia de la ideología burguesa y oprimidas por aparatos represivos, pero basta
la labor pedagógica y revolucionaria de una vanguardia iluminada para que las
cosas adquieran su orden natural. Con base en este esquema se ve en el
mantenimiento de las relaciones de explotación un asunto de simple dominación y
no un complejo problema de hegemonía social.

Hay que insistir en que la clase obrera y las demás clases dominadas no son, por
efecto de quién sabe qué efectos mágicos del modo capitalista de producción, un
sujeto socialista ya constituido. Son fuerzas sociales con potencialidad para
convertirse en fuerza política transformadora, pero esa potencialidad sólo puede
desplegarse en espacios democráticos ganados antes y después de la toma del
poder. "Es de la confrontación con mundos ideológicos, culturales y políticos
diversos y antagónicos de donde el sujeto popular se nutre para poder desarrollar
su alternativa" (Moulian). Democratización y socialización son dos caras de un
mismo y único proceso.

01/01/1982

En La Hora Del Psum

Carlos Pereyra.

Partido y sociedad civil

Carlos Pereyra. Filósofo, profesor, periodista y colaborador constante de Nexos. Ha


publicado numerosos ensayos sobre filosofía, historia y política. Es autor de
Violencia y política (FCE, 1974) y de Configuraciones: Teoría e historia (EDICOL,
1979). Este trabajo fue presentado en el Taller sobre Política y Estado en América
Latina, organizado por el CIDE.

I. REDUCCIONISMO SOCIOLOGISTA
En siglo y medio de desarrollo de la teoría socialista se ha construido un dispositivo
conceptual donde, sin ninguna duda, los mayores esfuerzos han sido dedicados a
pensar el carácter de las relaciones de producción y los cambios ocurridos en las
formas específicas de funcionamiento del modo de producción capitalista. No hay
una preocupación teórica equivalente orientada a pensar la naturaleza de las
relaciones políticas y las transformaciones habidas en las instituciones en las que
se condensa este tipo de relaciones: Estado y partidos políticos. Desde los orígenes
del pensamiento socialista, el eje constituido por las formas económicas ha sido
predominante en los intentos de considerar' los mecanismos de articulación entre
Estado y sociedad, fuerzas políticas y fuerzas sociales, sociedad política y sociedad
civil. No obstante, también desde las primeras etapas de la formación de esa teoría
se dio una reacción contra la tendencia economicista -muy arraigada en su
interior- que impide pensar la politicidad de lo político en la medida en que
disuelve este momento hasta reducirlo a mera expresión fenoménica de la
estructura económica.

Si una situación de alerta contra los riesgos del economicismo ha propiciado


elaboraciones más consistentes donde los nexos economía-política ya no son vistos
en términos de una relación expresiva en la que el momento subordinado aparece
como simple reflejo de la estructura determinante, tal vez no puede decirse lo
mismo respecto de otra tendencia reduccionista -igualmente arraigada en el
interior del pensamiento socialista- en virtud de la cual la práctica política (y las
instituciones en que ella cristaliza, Estado y partidos) figura en los mismos
términos de relación expresiva, como reflejo de las clases sociales. Este
sociologismo es tan variable en la concepción instrumentalista del Estado (en la
que no sólo se evapora ra dimensión estatal en sentido estricto, sino también, de
manera más amplia, la dimensión política en su conjunto) como en la concepción
emanatista del partido, donde la organización política queda fijada como
desprendimiento de la clase social. Para ambas concepciones las clases son el
sujeto, conformado ab initio, de la política. En un caso el Estado expresa, sin más,
los intereses históricos de la burguesía y, en el otro caso, el partido-vanguardia
expresa, también sin dificultad, los intereses históricos del proletariado.

Con la crítica al sociologismo no se trata de abogar por la perspectiva opuesta


característica del pensamiento no socialista, cuya preocupación por garantizar la
plena autonomía de la ciencia política conduce a la incapacidad de registrar las
determinaciones sociales inherentes a la vida política. Frente a esta tradición que
ve en la política el demiurgo de la sociedad ("ilusión específica de juristas y
políticos", decía Marx), es incuestionable el acierto de subrayar las estrechas
conexiones entre política y estructura social. Las relaciones políticas no se
desenvuelven, por supuesto, en un espacio ajeno al de las relaciones entre las
clases. Ahora bien, si la fuente de esa incapacidad propia del pensamiento no
socialista radica, como escribe Cerroni, "en la visión de las dos esferas-política y
social-como estructuralmente divididas y opuestas"(1), de ello no se sigue que la
superación de tal incapacidad consiste en la identificación de ambas esferas o
momentos, al punto de subsumir por completo lo político en lo social: se trata de
momentos articulados cuya separación lleva a la ilusión denunciada y a
consideraciones abstractas o formales del acontecer político pero en definitiva, la
articulación de ambos momentos no elimina su irreductibilidad.

Frente a la tradición que ve en la política el demiurgo de la sociedad ("ilusión


específica de demiurgos y políticos", decía Marx), es incuestionable el acierto de
subrayar las estrechas conexiones entre política y estructura social.

El papel que pueden desempeñar los partidos políticos, es obvio, está en función
de su base social efectiva: el campo de posibilidades de una fuerza política
organizada se encuentra delimitado por sus nexos con sectores específicos de la
sociedad. Sin embargo, como señaló Lenin, "la división en clases es por cierto la
base más profunda del agrupamiento político; ella es quien, en última instancia
determina ese agrupamiento... pero esta última instancia la establece la lucha
política solamente".(2) Es preciso introducir en este asunto reflexiones semejantes
a las que se han elaborado para esclarecer el significado de la tesis engelsiana
respecto al carácter determinante en última instancia de la estructura económica.
En efecto, en ninguno de los dos casos la última instancia refiere a una causalidad
lineal ni a una relación expresiva. La base social de un partido es determinante de
la actuación de éste, pero ello no elimina el hecho de que su ubicación en el juego
complejo de relaciones del sistema político decide inclusive sus posibilidades reales
de conectarse con tal o cual base social. Resulta simplista y errónea la reducción
directa y cabal de las fuerzas políticas presentes en la sociedad a la estructura
clasista en la que aquéllas se insertan.

En efecto, el campo político no se configura como resultado automático de la


división en clases sino que se establece a partir de la formación y enfrentamiento
de las propias fuerzas políticas. La lucha "de clases" en el plano político no es la
confrontación en una arena específica de las clases como tales, de las clases tal
como se generan en las relaciones de producción; es una lucha entre partidos y
fuerzas organizadas. Por vigoroso que sea el enlace de éstos con diversos sectores
de la población, es un prejuicio infundado suponer que se da allí una forma más o
menos perfecta de representación. La adopción por parte de los partidos de ciertos
principios teórico-ideológicos no basta para garantizar, por sí misma, su calidad de
representante político de tal o cual clase; esa plataforma teórico-ideológica sienta
condiciones de posibilidad para el eventual arraigo del partido en un segmento
social dado pero, en ningún caso, es una condición suficiente. Se justifica así la
crítica de Balibar al esquema sociopolítico tan difundido en los planteamientos de
izquierda, es decir, "el modelo de correspondencia biunívoca entre una topografía
de las clases sociales y una topografía de los partidos políticos, que atribuye a
cada clase una representación (o expresión) política, en la esfera de la política, en
forma de partido".(3)

Si bien la conciencia revolucionaria sólo puede surgir en el ámbito de la lucha de


clases... es igualmente cierto que nada garantiza el tránsito inevitable de la lucha
social a la disputa del poder político.

Economicismo y sociologismo se muestran, pues, como dos variantes de una


vocación reduccionista idéntica: así como el economicismo prescinde de la
organización capitalista como sistema total de relaciones sociales y reduce las
relaciones de clase o de explotación a su núcleo básico (la relación entre capital y
trabajo), eludiendo todas las implicaciones políticas, nacionales e internacionales
de la lucha social, así también el sociologismo prescinde de las determinaciones
ideológicas y políticas y encuentra en los agentes políticos a las clases en cuanto
tales, sin mediación de ningún tipo. Si se renuncia a la idea de una relación lineal
entre partido y clase, típica del vanguardismo y de lo que podría denominarse
sustitucionismo, para asumir, en cambio, una visión multidireccional y mediada de
esa relación, entonces el hecho de que una organización partidaria logre
efectivamente dar forma política a los intereses históricos de una clase social,
aparecerá en cada caso como un problema a resolver y no como consecuencia
inmediata y directa de una decisión voluntarista al respecto.

II. PRÁCTICA DE CLASE Y PRACTICA POLÍTICA

La inclinación a confundir el nivel de lo social (de las relaciones de case y de lucha


entre ellas) y de lo social- institucional (es decir, de la sociedad civil) con el plano
de lo político-institucional (o sea, la actividad de los partidos y del aparato estatal),
está en la base de planteamientos insuficientes que han predominado en las
polémicas relativas a la formulación de una teoría del partido revolucionario. Tales
planteamientos dificultan la comprensión del establecimiento del sistema partidario
y entorpecen también el entendimiento de la vinculación de los partidos con la
lucha de clases, acrecentada a partir de la irrupción de las masas en el escenario
público. Esa inclinación a confundir práctica de clase y práctica política está ligada
otra confusión de niveles de abstracción. En un plano elevado de abstracción
puede afirmarse, sin duda, que el desarrollo de la conciencia de clase, producto de
la lucha de clases y el desenvolvimiento de la forma partido, constituyen un mismo
y único proceso. No obstante, en un nivel más concreto de análisis, el surgimiento
y evolución de los partidos políticos es obra de grupos organizados específicos. Las
significaciones particulares producidas por la práctica política de éstos no pueden
disolverse en las significaciones genéricas producidas por la práctica de clase.

Ciertos pasajes de Marx han dado apoyo a la tradición espontaneista para la cual
no hay solución de continuidad entre proletariado y partido revolucionario, como si
el partido fuera reflejo directo e inmediato de la clase. El lugar objetivo de la clase
obrera en las relaciones de producción y la base material de la práctica de clase
dada por su posición en el sistema social, generan la tendencia de esta clase a
conformarse como agente revolucionario. En algunos trabajos (Salario, precio y
ganancia, por ejemplo) Marx muestra en qué medida la lucha sindical es
consecuencia necesaria del impacto negativo que tienen los cambios tecnológicos
en la participación del salario en el producto social, y muestra también los límites
de esa lucha sindical para conducir a la transformación revolucionaria de la
sociedad; de ahí la tendencia del proletariado a plantearse la cuestión del poder
político y, por tanto, formas orgánicas diferentes de las sindicales. No hay, sin
embargo, ninguna inevitabilidad que garantice la realización efectiva de esa
tendencia. Si bien la conciencia revolucionaria sólo puede surgir en el ámbito de la
lucha de clases (y no es un elemento importado desde fuera, como pretenderá
más tarde Lenin en ¿Qué hacer? siguiendo a Kautsky y a Lasalle), es igualmente
cierto que nada garantiza el tránsito inevitable de la lucha social a la disputa del
poder político. La historia del siglo veinte ha confirmado que la difusión del
pensamiento socialista tiene que ver con circunstancias sociales, políticas y
culturales complejas y no es resultado natural e inevitable de la lucha de clases.

Tanto la conciencia como la organización son producto de un proceso práctico y no


de un saber llevado desde el exterior a la clase; de ahí la incongruencia del
vanguardismo jacobino, convencido de que la estructura partidaria precede e
impulsa el movimiento social. hora bien, el hecho de que sea la práctica de clase
en el proceso de lucha la que permite a la clase adquirir conciencia de su ubicación
objetiva en la sociedad y, por otra parte, da lugar a la aparición de ciertas formas
orgánicas, no significa que la forma partido sea una emanación segregada por el
propio movimiento de la clase. Esta idea proviene de una sobrestimación de los
alcances de la tendencia antes mencionada. Vale la pena recordar el señalamiento
de Sartre en el sentido de que "la necesidad de una organización política de la
clase parece contradecir una previsión de Marx, según la cual, con el crecimiento
del capitalismo, el proletariado se expresaría inmediatamente en un movimiento
revolucionario. sin la ayuda de una mediación política. Lo que dio origen a esta
tesis fue la convicción de que tendría lugar, a breve plazo, una crisis del
capitalismo, y que crecían en su seno exigencias incompatibles con el sistema, por
ejemplo, que el desarrollo de las fuerzas productivas entraría en contradicción con
el mecanismo de desarrollo capitalista"(4)

No basta el reconocimiento de que los trabajadores no constituyen una clase social


por el simple hecho de ocupar el mismo lugar en las relaciones de producción y
que sólo la confrontación social crea condiciones para su formación como clase. Es
preciso reconocer, además, que el concepto genérico clase no refiere a un
conglomerado homogéneo de agentes sociales sino a una abigarrada masa
sumamente diferenciada económica; cultural e ideológicamente que nunca llega a
integrarse plenamente como bloque unitario. El ser social objetivo de los
trabajadores no es condición suficiente para su adquisición de conciencia y los
antagonismos de clase (matriz de esa conciencia) nunca involucran a todos los
sectores de manera simultánea ni con la misma intensidad. Experiencias distintas y
un desarrollo histórico igualmente disímil vuelven utópica la idea de una clase que
por la propia dinámica de su lucha alcanza por sí misma un grado de unificación tal
que le permite actuar como agente político. Por ello la forma partido, cuya
presencia sería innecesaria si la clase en cuanto tal estuviera interiormente
unificada, es una imprescindible mediación política, la cual no nace en el interior
del movimiento social.

En la literatura socialista son más frecuentes, tal vez, las referencias de orden
especulativo en las que se enuncia de manera normativa lo que debe ser el
partido, explicitando la connotación abstracta de ese concepto, que los análisis
concretos de la forma partido a partir de las peculiaridades de los partidos
realmente existentes. En esas consideraciones especulativas el partido aparece, en
virtud de una concepción fetichizada de tesis leninistas sostenidas en una
coyuntura particular de la historia rusa, como el depositario de la conciencia
revolucionaria que supuestamente la clase obrera no puede elaborar por sí misma,
como la vanguardia consciente que supera las limitaciones inmediatas de la clase.
Se establece así la dicotomía entre partido revolucionario y clase aplastada por el
peso de la ideología dominante, es decir, la contraposición característica de la
tradición iluminista, tantas veces criticada con razón, entre una minoría esclarecida
por el saber y una masa incapaz de emanciparse por sí misma de su situación de
sometimiento económico, político e ideológico, la cual tiene que ser dirigida por
aquella minoría. Tal dicotomía tiene su origen en la convicción-carente de
fundamento y desmentida por los hechos- de que el proletariado no puede ir más
allá, librado a su propia iniciativa, del ámbito de las reivindicaciones económicas.
Tanto si reconoce de manera mitológica a las masas la posibilidad de constituirse,
ellas mismas, en sujeto político, como si se defiende la concepción según la cual la
minoría consciente, es decir, el partido-vanguardia, es un desprendimiento
orgánico de la clase obrera, se permanece en la misma problemática delimitada
por la identificación de agentes sociales y agentes políticos. En Lenin hay un
sugerente rechazo de esta identificación y, en contrapartida, la aceptación de la
tesis de que la organización partidaria es externa al movimiento de la clase.
Lamentablemente, sin embargo, esa tesis estuvo acompañada de dos
planteamientos insostenibles: a) el proletariado no puede acceder a la conciencia
socialista sin aporte externo; b) la práctica de clase, en cuanto tal, carece de
dimensión política. No obstante, nada obliga a mantener aquella tesis junto con
estos planteamientos. Puede admitirse que la iniciativa de las masas no permanece
necesariamente en el tradeunionismo e, incluso, que el movimiento social posee
una significación política más o menos profunda sin, por ello, abandonar la tesis de
la exterioridad del partido respecto a la clase.

Es preciso reconocer que el concepto genérico de clase no refiere a un


conglomerado homogéneo de agentes sociales, sino a una abigarrada masa
sumamente diferenciada económica, cultural e ideológicamente que nunca llega a
integrarse plenamente como bloque unitario.

Parece indispensable retener esta idea de la exterioridad si no se quiere reducir la


práctica política a la práctica de clase y confundir agentes sociales y actores
políticos. De otro modo ni siquiera se comprendería por qué la articulación con el
movimiento social es siempre un problema a resolver para los partidos. Si la
presencia de una estrategia unificadora de carácter partidario es en todos los
casos un requisito imprescindible para la conquista del poder político y la
transformación del orden social, ello se debe a que esa estrategia no puede
resultar de la práctica de clase en cuanto tal, tanto por la fragmentación inherente
a ésta como por el inevitable desarrollo desigual de quienes componen la clase.
Los partidos no surgen ya articulados con el movimiento social, ni su definición
teórico-ideológica garantiza de una vez para siempre tal articulación. La idea de
que el partido es, de suyo, la conciencia de sí del proletariado (la clase para sí) da
por resuelto de antemano en la realidad lo que sólo es, a la manera hegeliana, un
puro movimiento del concepto.

III. ESTADO Y PARTIDO REVOLUCIONARIO


Las tesis más consagradas y difundidas acerca del partido pueden resumirse, así
sea en forma esquemática, en los siguientes términos: el partido es el aparato a
través del cual la vanguardia consciente de la clase se incorpora a la lucha política
y prepara el enfrentamiento con la máquina estatal, verdadero pivote de la
formación social capitalista, donde se centraliza el poder de la burguesía. Si esta
clase concentra sus medios de dominación en la máquina estatal, nada más
natural que la construcción de otra máquina contrapuesta -el partido-, con base en
la cual el proletariado puede deshacerse del aparato de dominación. Se consolida
así una visión que tiende a escindir la política del conjunto de la vida social y,
además, tiende a privilegiar un solo aspecto de la actividad política. Por un lado, el
Estado es visto como mero aparato coercitivo y no como lugar de afianzamiento de
la hegemonía y, por otro lado, el partido es pensado como instrumento para la
conquista del poder y no como centro organizador de la sociedad: en ambos casos
se descuida la conexión (tanto del Estado como del partido) con la sociedad civil.

Hay una relación de unidad-separación entre lo social y lo político propia de modo


de producción capitalista. En algunos textos de Marx, sobre todo en su obra de
juventud, se subraya la escisión existente entre Estado político y sociedad civil
(entendido aquí el concepto sociedad civil en la acepción estructural con que lo
utiliza Marx): lo político y, más precisamente, el Estado, aparecen como instancia
separada del conjunto social. En efecto, caracterizada la sociedad civil como esfera
de la apropiación privada y del antagonismo entre intereses particulares, el Estado
-supuesta materialización de la voluntad universal- pretende colocarse en un plano
de autonomía-separación como encima del conflicto de clases. De ahí la tendencia,
siempre vigente en el Estado capitalista, a desligar la política de la vida social y,
como consecuencia de ello, a concentrar el efecto de dominación en el aparato de
Estado. Sin embargo, esta tendencia a la autonomización del Estado-coerción
enfrenta, de modo contradictorio, la necesidad opuesta e ampliar la presencia del
Estado-lugar de afianzamiento de la hegemonía.

Puede señalarse como una peculiaridad del capitalismo maduro la expansión del
Estado, el cual se inserta en las formas de organización de la sociedad, ocupando
progresivamente aspectos y núcleos de la vida civil que, de esta manera, modifican
sus nexos con la política. Como anota Bígamo de Giovanni, "la difusión del Estado
en la sociedad civil constituye una dimensión que cambia la relación entre el
Estado y las masas, quebrando en una delicadísima coyuntura el antiguo carácter
`separado' de la política".(5) Hay un nuevo modo en que lo político se relaciona
con lo social, generado por la creciente complejidad en la reproducción de la
sociedad, en virtud del cual las instituciones llamadas superestructurales tienen un
peso cada vez mayor. La tesis de Marx en el sentido de que "el hombre adquiere
conciencia de las relaciones sociales en el terreno ideológico" confirma (y
acrecienta) su validez en estas condiciones donde la expansión del Estado implica
la extensión de la política a todo el proceso de reproducción del tejido social. Los
antagonismos sociales se desenvuelven en un marco estructurado alrededor de la
oposición central entre trabajo asalariado y capital, pero la reproducción del
sistema social involucra por completo la trama institucional que constituye la
sociedad civil y en la que el Estado tiene un campo de acción incomparablemente
mayor al que disponía en épocas anteriores en las que pudo desarrollarse, aunque
fuera sin fundamento, la imagen ilusoria del Estado liberal.

En países con una sociedad civil gelatinosa -y en regímenes dictatoriales donde se


busca anular el funcionamiento de la sociedad civil- la política estatal tiende a
concentrarse en el ejercicio de mecanismos represivos, lo que en apariencia da
apoyo empírico a la concepción instrumentalista que ve en el Estado un puro
aparato coercitivo de la burguesía. Ya Marx y Engels habían formulado ciertos
planteamientos que inclinaban el pensamiento socialista hacia tal concepción, la
cual, demás, quedó reforzada con las elaboraciones teóricas que Lenin desarrolló.
en el mismo sentido. en el contexto de la despótica autocracia zarista. Por otra
parte, el triunfo en Rusia de la primera revolución anticapitalista del mundo le
confirió un prestigio particular a esa concepción hasta convertirla prácticamente en
lugar común incuestionable en la izquierda. De esta manera, el Estado no sólo es
correctamente caracterizado como un complejo institucional cuya función básica es
la de garantizar la reproducción del sistema de relaciones sociales y, por tanto, del
sistema de dominación, sino que de modo simplista es considerado como vehículo
de una voluntad de clase.

La afirmación justa de que se trata de un Estado de clase es decir, del Estado de


una sociedad dividida en clases, se rebaja hasta significar que es el Estado de una
clase, ya sea de la fracción hegemónica del bloque dominante o de la burguesía en
su conjunto. Esta simplificación es otro ejemplo de las consecuencias negativas del
supuesto según el cual hay una clase-sujeto del proceso histórico. El hecho de que
el Estado cumpla su función básica inclusive mediante la violencia, no implica que
se "en absoluto reductible a la fabricación deliberada por la burguesía de una
herramienta para las necesidades de su causa"(6) (Balibar). Las variaciones de la
forma Estado no son producto de la intencionalidad de la clase-sujeto dominante,
sino resultado de transformaciones en los mecanismos de acumulación y, sobre
todo, efecto de la lucha política de las clases. La burguesía no utiliza el Estado
como si éste se encontrara en un juego de libre disposición respecto de aquélla,
precisamente porque en el Estado se materializa una relación de clases mediada
por la relación entre fuerzas políticas. Si, como señala Tosel, "el Estado como
aparato nunca tiene que ver con las clases como tales, ni con las que detentan el
poder, ni con las que están políticamente dominadas" (7), ello se debe a que en el
Estado la dominación pasa por la mediación de la política, es decir, por el filtro de
la legitimación y el consenso ganados por el grupo político constituido en
representante de la sociedad. La idea de que el Estado es una junta
administradora de los negocios de la burguesía no sólo conduce a perder de vista
la especificidad de lo estatal, sino el ámbito entero de la política. Creer que el
Estado es, sin más, un instrumento de la clase dominante, es suponer que el
Estado es algo exterior al antagonismo social y que su comportamiento es ajeno a
las pugnas entre los diversos sectores componentes de la sociedad. Hay, pues, que
insistir en un hecho básico: la lucha de clases atraviesa de arriba abajo al Estado
como atraviesa, en general, a toda entidad social.

Puede admitirse que la iniciativa de las masas no permanece necesariamente en el


tradeunionismo e, incluso, que el movimiento social posee significación política
más o menos profunda sin, por ello, abandonar la tesis de la exterioridad del
partido respecto a la clase.

El Estado posee, no hay duda, un carácter de clase, pero el significado de este


concepto no es evidente de suyo y, por supuesto, sólo se lo empobrece cuando se
interpreta en términos instrumentalistas. La idea central apunta en otra dirección:
el Estado tiene carácter de clase porque es el Estado de una sociedad dividida en
clases; no puede articular en plenitud los intereses globales de la sociedad porque
en el interior de ésta existen intereses contradictorios. De ahí no se sigue, es
obvio, que el Estado articula sólo los interesantes dominantes haciendo tabla rasa
de los intereses dominados. La conclusión, más bien, es que el Estado articula
desigualmente los intereses de las diversas clases y las formas que adopta esa
articulación desigual dependen de la correlación de fuerzas en la lucha política y no
están predeterminadas de una vez para siempre como suponen los
instrumentalistas, para quienes la política es, en definitiva, un ejercicio cerrado. El
Estado no es, por tanto, una cosa o instrumento que alguna clase posea en
propiedad, sino un campo de relaciones. Se trata, es evidente, de un campo de
relaciones objetivado en un complejo y diversificado aparato institucional. Si no es
un campo neutral de relaciones, ello se debe, por un lado, a que el poder de clase
de cada segmento social no tiene el mismo peso y, por otro lado, a que no es un
campo vacío sino siempre ocupado por un (heterogéneo) grupo gobernante con su
propia orientación política y su perspectiva ideología específica. El grupo
gobernante no es nunca, tampoco, la clase dominante misma con ropaje oficial.
Los vínculos entre grupo gobernante y clase dominante pueden ser todo lo
estrechos que se quiera, pero ello jamás autoriza a identificarlos y considerarlos
una y la misma cosa, entre otros motivos, porque tales vínculos nunca anulan los
que logra imponer el bloque social dominado.
En países con una sociedad civil gelatinosa (...) la política estatal tiende a
concentrarse en el ejercicio de mecanismos represivos, lo que en apariencia da
apoyo empírico a la concepción instrumentalista que ve en el Estado un puro
aparato coercitivo de la burguesía.

IV. PARTIDO Y HEGEMONÍA

Así como el Estado no es instrumento, representante o expresión política de la


clase dominante tampoco el o los partidos con orientación socialista pueden ser
pensados en esos términos respecto de la clase obrera. Ahora bien, más allá de la
aceptación o rechazo de la tesis anterior, lo cierto es que ni el Estado ni el partido
revolucionario constituyen canales únicos de acción política de las clases
fundamentales. La distinción gramsciana entre países orientales con una sociedad
civil gelatinosa y países occidentales donde la sociedad civil está compuesta por
una robusta cadena de trincheras apunta, precisamente (al igual que la hipótesis
derivada de esa distinción sobre la necesidad de transitar de la guerra de
maniobras a la guerra de posiciones), al reconocimiento de la pluralidad de formas
políticas orgánicas observable en los países de capitalismo maduro. La forma
partido no contiene la totalidad del movimiento socialista ni es tampoco la
vanguardia esclarecida cuya labor pedagógica de difusión del saber socialista
opera como única vía de acceso del movimiento social a los niveles más elevados
de conciencia. No se trata, por supuesto, de negar el papel articulador básico de la
forma partido, pero sí de insistir en que lo político no está ausente del movimiento
social y no se concentra exclusivamente en esa forma partido.

Así como el poder de clase de la burguesía impregna todas las instituciones de la


sociedad civil y no se agota en el poder del Estado, así también la política socialista
recorre esas mismas instituciones y no es encerrable en la práctica partidaria. Si
esto es así, la cuestión de la relación partido-clase-sociedad se presenta de modo
más complejo y problemático de lo que se puede ver a partir del esquema
expresivo de aceptación tan generalizada. Se requiere, pues, por lo que respecta a
la eficiencia analítica, de un modelo menos simple y lineal del que está implícito en
la concepción de correspondencia biunívoca clase-partido. El aspecto decisivo del
asunto, sin embargo, se encuentra en su impacto sobre la marcha real del proceso
mismo: sólo pueden derivarse ventajas de la admisión de que la política está
presente en todos os planos de la sociedad civil y de que el movimiento
tendencialmente socialista desborda los marcos de la estructura partidaria. "La
rigurosa clausura de la forma de la política en la práctica del partido y el carácter
hegemónico de esta práctica con respecto a la constitución política de la clase -y
en mayor razón con respecto a la relación del partido-clase con las otras clases de
la sociedad- son elementos que terminan por convertirse en obstáculos para una
ubicación más amplia y difusa de las masas en el terreno de la política, porque
bloquean la política a un nivel, y sólo a uno"(8) (de Giovanni).

Si la dominación de clase no se mantiene exclusivamente -como supone la


concepción instrumentalista- por el ejercicio de la represión y se reproduce más
bien (salvo en situaciones excepcionales de crisis del bloque histórico) mediante la
eficacia de la hegemonía, el proceso de constitución del sujeto revolucionario no se
reduce al desenvolvimiento de la dinámica partidaria, sino que abarca la pluralidad
del movimiento social. Vale la pena reiterar; de nuevo, que no está en duda el
papel unificador de la forma partido: sí se plantea, en cualquier caso, la dificultad
de llevar adelante una política que asuma las tareas de un sistema hegemónico,
vale decir, las tareas resultantes de concebir la lucha de clases como un combate
por la hegemonía; una política, en consecuencia, alimentada por la pluralidad de lo
social y por el reconocimiento de que su finalidad no radica sólo en la conquista
del poder del Estado (tarea del partido) sino también, y básicamente, en la
transformación de las relaciones sociales (tarea del movimiento social en su
conjunto). En la medida de este reconocimiento, el partido revolucionario se sabe
a sí mismo no como la fuerza política que conduce el movimiento social, sino como
la síntesis unificadora de una pluralidad de actores sociales.

Si se parte de la premisa de que la lucha de clases es un combate por la


hegemonía y no el enfrentamiento directo de clase contra clase, la revolución
socialista no puede concebirse como fenómeno que irrumpe un día-cero sino como
proceso cuyo desarrollo comienza antes de la conquista del poder de Estado. La
teoría de la revolución se ha preocupado más por el problema de la toma del
poder que por las cuestiones referidas a la modificación de la correlación de
fuerzas en la sociedad. Como consecuencia de ello, es mayor la preocupación por
el fortalecimiento del partido y por garantizar su función dirigente que por la
articulación de aquél con las diversas formas orgánicas en las que se concreta el
movimiento social tendencialmente anticapitalista. Sin embargo, si la dominación
de la minoría burguesa se mantiene mientras le es posible articular los valores e
intereses de las clases sobre las cuales ejerce su hegemonía y, en contrapartida, el
partido revolucionario sólo puede tomar el poder y transformar la sociedad
unificando a su alrededor el conjunto de las clases dominadas, entonces el proceso
de transición al socialismo no comienza con la toma del poder de Estado.

El resultado del proceso no es ajeno a la acumulación de condiciones que llevan a


ese resultado. De ahí la apremiante necesidad para el partido revolucionario de
lograr la más amplia participación del agregado social o, lo que es igual, su más
estrecha articulación con las instituciones de la sociedad civil. No es posible
concebir el reordenamiento socialista de la sociedad sin que éste haya sido
preparado por un largo proceso orientado hacia ese reordenamiento. En esta larga
marcha se pone en juego el tejido social entero y las formas orgánicas en que éste
se manifiesta, entre las cuales el partido es un elemento más, un elemento entre
otros. Su especificidad y lo que le confiere un peso decisivo en la transformación
de la sociedad, es su capacidad de operar como unificador de esa rica y compleja
trama social, como lugar de cristalización de la contra hegemonía. El arraigo del
partido en las masas y en la sociedad civil nada tienen que ver con una actividad
pedagógica o con la aplicación de una teoría preexistente lista ya para ser
utilizada. El partido no introduce la política ni la conciencia socialista en el
movimiento social pero sí organiza lo que aparece allí disperso y desigualmente
elaborado. Nada garantiza de antemano su éxito en esta tarea, ya que no es
expresión directa de ese movimiento.

El partido no introduce la política ni la conciencia socialista en el movimiento social,


pero sí organiza lo que aparece allí disperso y desigualmente elaborado.

Notas

1. U. Cerroni: "Para una teoría del partido político". En "Teoría marxista del partido
político", p. 36. Cuadernos de Pasado y Presente, Córdoba, Argentina, 1969.

2. V.I. Lenin: "Las tareas de la juventud revolucionaria".

3. E. Balibar "Estado, partido, ideología: esbozo de un problema". En Marx y su


crítica de la política, Ed. Nuestro Tiempo, México, 1980, p. 143.

4. J.P Sartre: Il Manifesto. "Masas, espontaneidad, partido". En Teoría marxista del


partido político, vol. 111, p. 23.

5. Biagio de Giovanni "Crisis orgánica y Estado en Gramsci". En Teoría marxista de


la política, Cuadernos de Pasado y Presente, México, 1981 p. 176.
6. E. Balibar, op. cit. p. 135.

7. A. Tosel: "Las críticas de la política en Marx". En Balivar: op. cit., p. 29.

8. Biagio de Giovanni "Lenin, Gramsci y la base teórica del pluralismo". En Teoría


marxista de la política, p. 193.

01/09/1981

ZAID: LA TRAGEDIA COMO SILENCIAMIENTO

Carlos Pereyra.

La lectura de la tragedia salvadoreña llevada a cabo por Gabriel Zaid (Vuelta No.
56, julio de 1981) es una magnifica muestra de que el ejercicio de leer es algo
mucho más complejo que el simple pasar la mirada por un conjunto de signos que
están ahí, con un sentido unívoco y listos para ser comprendidos por quien realiza
tal ejercicio. Cuando se trata de leer una realidad social, y todavía más en el caso
de una realidad social convulsa, la lectura no tiene delante la totalidad de las
significaciones producidas por esa realidad; los datos no hablan por sí mismos y no
tienen su significación adherida a ellos. Es, pues, el código desde el cual se realiza
la lectura lo que les confiere significado y permite una reconstrucción más o menos
profunda de la situación. Ese mismo código posibilita leer ciertos signos mientras
otros le quedan completamente inadvertidos. No es sorprendente, por tanto, que
la lectura de Gabriel Zaid, apoyada en un aparato teórico de notoria pobreza
analítica, desemboque en una escuálida interpretación de lo que ocurre en El
Salvador.

Zaid presenta como conclusión central de su puntillosa y farragosa recopilación de


datos lo que no es sino una endeble hipótesis de lectura: "los de arriba (junta
militar y dirigentes de oposición) no se ponen de acuerdo en cómo tratar a los de
abajo: éste es el conflicto que hace correr la sangre salvadoreña" Con base en la
ingenua creencia de que basta presentar unos cuantos datos para que la
conclusión se imponga con la fuerza que tiene lo evidente de suyo, Zaid conduce
su lectura hasta encontrar como resultado lo mismo que ya estaba en el comienzo
en calidad de (pueril) hipótesis interpretativa: en El Salvador no hay, como
suponen muchos, una insurrección popular contra una dictadura militar prolongada
por decenios, apoyada por Estados Unidos y obsesionada por preservar formas de
concentración extrema de la propiedad, sino que "una lectura detenida sugiere
otra cosa: el verdadero conflicto es ante todo interno y ante todo arriba. Los de
arriba no se ponen de acuerdo en cómo tratar a los de abajo: éste es el conflicto,
del cual los de abajo son el tema y las víctimas".

Se conoce bien el procedimiento para lograr que una hipótesis (en este caso por
demás chata y forzada) figure como conclusión fundada en los hechos mismos: se
eligen unos cuantos datos que parecen apuntalar la hipótesis y se omite cualquier
otro elemento cuya significación no corrobore esa hipótesis. Zaid hace un uso
abusivo de ese procedimiento característico de la deshonestidad intelectual: todo
el juego de su lectura se reduce, en definitiva, a dos factores: a) hoy son
miembros del Frente Democrático Revolucionario ciertos individuos que antes
pertenecieron a la junta gobernante; b) en el gobierno y en la oposición hay
quienes desconfían de las reformas: "unos creen que el reformismo es peligroso
porque lleva al comunismo, otros que es peligroso porque impide la revolución. . .
todo lo cual sucede arriba". Para que este par de datos, cuya significación se
vuelve ininteligible precisamente porque Zaid los abstrae de la totalidad social en la
que adquieren sentido, parezcan suficientes para dar cuenta de la compleja
condensación de circunstancias que hacen posible la tragedia salvadoreña, Zaid
realiza una prodigiosa tarea de silenciamiento: nada respecto a la estructura
económica del país, ni una palabra sobre la cínica intervención estadunidense,
silencio sobre el formidable tejido social en que descansa la fuerza del Frente
Farabundo Martí de Liberación Nacional, desconocimiento pleno de la historia de la
sociedad salvadoreña.

La falta de sentido histórico de este perspicaz autor de la lectura de El Salvador no


tiene límites. Por ello puede escribir: los responsables de la tragedia salvadoreña
que empezó en octubre de 1979 son los dirigentes que no se ponen de acuerdo;
en particular, los que creen en la violencia, tanto en el poder como en la
oposición". No cabe duda de que seria legítimo, en un intento de periodizar la
historia de El Salvador, ubicar el comienzo de una nueva fase de la tragedia
salvadoreña. Está claro, sin embargo, que no se entiende nada de esta nueva fase
sin considerar, por lo menos, la insurrección campesina de los años treinta y la
consiguiente masacre desatada por el gobierno, las décadas de ininterrumpida
dictadura militar, los fraudes electorales de los setentas, los esfuerzos de la
oposición para transformar la sociedad por vía institucional, la cultura de la
violencia que la clase dominante y los grupos gobernantes han impuesto en la vida
cotidiana de ese país. Zaid pierde tanto tiempo en mostrar la trivialidad de que los
dirigentes de la oposición provienen de los reducidos sectores ilustrados y
pertenecen a "los de arriba", que termina por creer en serio que la profunda
conmoción observable en El Salvador (parte de la revolución centroamericana en
curso) es resultado de los afanes violentos de unos pocos y no resultado del propio
desenvolvimiento histórico de esa sociedad.
Le basta a Zaid una nota del Time sobre el numero de guerrilleros salvadoreños
para inferir con la misma mala fe que impregna todo su artículo: "no hacen falta
cálculos para ver que la ofensiva del 10 de enero tuvo más público y solidaridad
mundial que apoyo en El Salvador". Su deliberada desatención al papel que han
desempeñado en los últimos años los organismos de masas le permite repetir tesis
absurdas idénticas a las que en su momento sostuvo la derecha para sugerir que
los sandinistas no contaban con apoyo popular. Si no hubiese leido en las docenas
de notas periodísticas que menciona en su trabajo exclusivamente lo que le dio la
gana, no podría pasar por alto en forma tan impúdica la actividad de la Federación
Nacional de Trabajadores (FENASTRAS), de las Ligas Populares Campesinas y de la
Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños, para mencionar sólo tres
organizaciones decisivas en El Salvador contemporáneo. Los centenares de
dirigentes sindicales y agraristas presos y los millares de miembros de esos
organismos asesinados no confirman la idea de que unos pocos violentos actúan
sin apoyo popular.

Para quienes siguen con preocupación las dificultades del proceso de


transformación social hay una serie de problemas básicos que requieren, en
efecto, una enorme cuota de reflexión . Por ejemplo: los obstáculos al esfuerzo de
unidad e integración del bloque social dominado y de las fuerzas políticas decididas
a articularse con ese bloque, el sectarismo en virtud del cual se anteponen
intereses mezquinos de grupo a los intereses globales del movimiento social, el
impacto pernicioso de las concepciones militaristas de la lucha política, etc. Pero
no se avanza ni un paso en estas cuestiones, si se permanece encerrado como
Zaid en una cuantas vulgaridades de sicología barata: las implicaciones de las tesis
militaristas quedan rebajadas hasta aparecer como mero residuo de la propensión
de algunos a la violencia; el sectarismo y las trabas que enfrenta el proceso de
unidad se convierten en una tonta consecuencia del "deseo de encabezar".
Difícilmente se podrá estar en condiciones de explicar algo a partir de semejantes
ideas simplistas. La derecha no se sostiene, no hay duda de ello, por la eficacia
analítica de sus voceros.

01/08/1981

La dimensión nacional

Carlos Pereyra.

Carlos Pereyra. Autor de Violencia y política (Colección Testimonios del FCE, 1974)
y Configuraciones: teoría e historia (EDICOL, 1979). Ha colaborado en Nexos en
los números 13, enero 1979, y 33 septiembre de 1980.
Está cada vez más extendido el reconocimiento de que hay una insuficiencia hasta
ahora no superada en la reflexión marxista sobre la cuestión nacional. No obstante
los numerosos y enconados debates al respecto observables en el casi siglo y
medio de historia del movimiento socialista, se está todavía muy lejos de un marco
teórico suficiente para aprehender las formas en que el momento nacional gravita
en el proceso de construcción de la hegemonía obrera. En los textos de Marx y
Engels no hay un tratamiento sistemático de la cuestión y prácticamente todas las
referencias permanecen en un plano coyuntural restringido a determinaciones
circunstanciales. En la tradición del pensamiento marxista hay más consideraciones
sobre el asunto limitadas a problemas tácticos inmediatos que no una elaboración
conceptual rigurosa orientada a fijar en serio la presencia del fenómeno nación en
el desarrollo de una ideología y una política anticapitalistas. De tal suerte, es
inobjetable la conclusión de Poulantzas: "hay que rendirse a la evidencia: no hay
una teoría marxista de la nación. Decir que hay, pese a los apasionados debates a
este propósito en el seno del movimiento obrero, subestimación de la realidad
nacional por el marxismo, es quedarse muy corto".(1)

RINCONES DEL MARXISMO

Se conocen las consecuencias de este vacío teórico. Así, por ejemplo, la tesis
engelsiana -desmentida en breve tiempo por el curso de los acontecimientos-
acerca de los pueblos "sin historia propia", es decir, pueblos que no habiendo
conseguido crear en el pasado un vigoroso sistema estatal, estarían incapacitados
para obtener su autonomía nacional en el futuro. Igualmente infundada resultó la
apresurada caracterización marxiana de ciertas naciones como "reaccionarias" o
"contrarrevolucionarias", la cual se apoyaba en circunstancias particulares del
escenario europeo en el periodo de la revolución de 1848. La propia interpretación
usual del comportamiento nacionalista de las clases subalternas en 1914 subraya
en demasía el impacto de la ideología burguesa y omite casi por entero los efectos
en ese comportamiento de una ideología estrechamente clasista. Si tales clases
subalternas fueron colocadas con relativa facilidad bajo la bandera del
nacionalismo burgués, no fue ajena a ellos la subestimación tradicional en el
marxismo de los nexos entre proletariado y nación. Tenía razón por anticipado
Borojov cuando escribía a comienzos del siglo: "los destemplados ideólogos
clasistas ignoran los intereses nacionales que sin embargo también son
importantes para su clase. Oscurecen por ello la conciencia nacional que... no
debería ser oscurecida, puesto que tal cosa resulta perniciosa también para los
intereses de su clase".(2)
Las consecuencias más nocivas, sin embargo, de ese desplazamiento de la
dimensión nacional a un rincón apartado del campo problemático fundamental de
reflexión, se localizan en la inadecuada comprensión de la realidad sociopolítica de
los pueblos ubicados en el tercer mundo, es decir, en el capitalismo periférico
subordinado. Se ha mostrado insostenible la creencia largamente mantenida de
que el desarrollo capitalista y la consiguiente exacerbación de los antagonismos de
clase conducirían a una más o menos rápida desaparición de los problemas
nacionales. El cosmopolitismo ingenuo que acompaña con frecuencia al
internacionalismo abstracto de buena parte del pensamiento socialista se ha
convertido en un lastre para la transformación del proletariado en la fuerza
hegemónica en las sociedades dependientes. Si una revisión de la actitud marxista
exhibe la ausencia de una posición teórica definida al respecto, también es
evidente que continúan hasta nuestros días, a pesar de ciertos intentos lúcidos de
conceptualización, "la indiferencia, la incomprensión ante el problema nacional, la
negativa a abordarlo, que predominaron hasta finales del siglo XIX".(3) Un dato
revelador en este sentido es la exigua difusión otorgada a los mejores intentos
teóricos formulados en el breve lapso previo a la primera guerra mundial, cuando
esta problemática sí fue situada en el centro de la reflexión.

Aunque el proceso de ruptura anticapitalista no se ha desenvuelto del centro a la


periferia sino al revés, modificándose así de manera radical el peso del momento
nacional en ese proceso, lo cierto es que la teoría marxista sobre la nación apenas
ha dejado de ser una simple sucesión de enfoques marcados por las urgencias
inmediatas. Si los textos clásicos se mostraron insuficientes e inadecuados frente a
las condiciones históricas europeas a finales del siglo pasado, la trayectoria del
pensamiento marxista en el terreno nacional ha escasamente abandonado una
visión dogmática simplista, dificultando el esclarecimiento teórico en este ámbito.
El enlace de la cuestión nacional y la cuestión colonial, a partir del surgimiento y
consolidación del imperialismo y el auge posterior de las luchas de liberación
nacional, dieron la puntilla al supuesto según el cual el asunto de la nación es algo
secundario cuya solución automática provendría de las transformaciones sociales
mediante el desarrollo económico impuesto por los países del centro. En cualquier
caso, como lo muestra hoy la revolución centroamericana, por ejemplo, la
dimensión nacional no aparece en forma exclusiva allí donde hay un dominio
colonial en sentido estricto, sino de una u otra manera en el conjunto de las
sociedades periféricas dependientes.

SOBRE LA NACIONALIDAD DE PROTEO


La formación de las naciones modernas es producto del modo como se establecen
las relaciones sociales de tipo capitalista en cada caso. Esa configuración se
desenvuelve con diferentes ritmos y creando estructuras también diversas
conforme a los variados efectos de numerosos factores: el ordenamiento anterior
de la sociedad, la división internacional del trabajo, el desarrollo desigual, las
vicisitudes de los esquemas de acumulación en escala mundial, etc. La
heterogeneidad de los mecanismos que operan en la formación de las naciones no
altera el hecho decisivo de que su configuración está íntimamente vinculada con el
despliegue de la producción capitalista de mercancías. Este hecho decisivo ha dado
pábulo a la hipertrofia de una visión economicista que reduce la cuestión nacional
a un asunto simple que concierne de manera restringida a una clase, la burguesía,
interesada en la expansión de la producción mercantil. Esa visión desconoce el
hecho evidente de que en distintas circunstancias históricas el problema de la
nación adopta significados diferentes para las diversas clases y sectores de la
sociedad. "La nación debe ser considerada como una estructura social de difícil
captación, como un producto del desarrollo social, como uno de los factores más
poderosos de la evolución social... la nacionalidad es una relación social que se
modifica continuamente y que bajo circunstancias diversas posee un significado
muy distinto; es un Proteo que se nos escapa de entre las manos cuando
queremos apresarlo y que, no obstante, está siempre presente, ejerciendo su
poderosa influencia sobre nosotros".(4)

El carácter proteico del fenómeno obliga a un tratamiento del mismo que parta de
su comprensión como proceso: la dimensión nacional no es una realidad dada de
una vez para siempre y, por el contrario, si se presenta como uno de los
problemas sociológicos más enmarañados, ello se debe en buena medida a que en
la confrontación social jamás se puede ver en la nación un hecho definitivo y
congelado, una magnitud dada. La visión estática es, precisamente, una de las
deficiencias centrales del enfoque stalinista que tanto contribuyó, durante
decenios, a forjar el simplista esquema básico de los partidos comunistas y amplios
sectores de la izquierda. En efecto, según Stalin, "bajo las condiciones del
capitalismo ascensional, la lucha nacional es un lucha de las clases burguesas
entre sí. A veces, la burguesía consigue arrastrar al movimiento nacional al
proletariado, y entonces la lucha nacional reviste en apariencia un carácter
'popular general', pero sólo en apariencia. En su esencia, esta lucha sigue siendo
siempre una lucha burguesa, conveniente y grata principalmente para la
burguesía".(5)

La experiencia histórica muestra lo opuesto: si en las condiciones del surgimiento


del capitalismo en Europa la burguesía es, sin duda, el agente que dirige el
movimiento nacional, ello no sigue siendo siempre así y, en la etapa de la
dominación imperialista, ese movimiento nacional se realiza con frecuencia -en las
sociedades dependientes- contra la acción y la ideología de la burguesía local, cuya
inserción en el sistema de relaciones sociales la convierte en una clase
antinacional. La lucha nacional adquiere, entonces, un verdadero carácter popular:
de ahí la necesidad para el movimiento obrero de articular la dimensión nacional
con su proyecto específico de clase en el combate por la hegemonía en la sociedad
civil y por el poder político.

La ideología estrechamente clasista supone que lo nacional influye sobre la lucha


de clases siempre con un sentido unívoco determinado de una vez por todas. Es
fácil comprobar, sin embargo, que lo nacional no opera permanentemente con el
mismo contenido observable en la época de su origen histórico. También aquí se
verifican las deficiencias del "mito de los orígenes", es decir, de la creencia según
la cual basta conocer el origen de un fenómeno social para estar en capacidad de
comprender su significación en circunstancias históricas posteriores. En verdad,
como se ha vuelto progresivamente más claro, "en los países que han vivido bajo
el yugo de la dominación colonial, el proceso de formación de las naciones es
extremadamente diferente al que se ha desarrollado en Europa".(6) Las líneas a
través de las cuales se conforma la nación quedan radicalmente modificadas en
virtud de la penetración económica, política y militar del imperialismo: la lucha
nacional, lejos de ser un cebo para distraer a las clases subalternas de sus
conflictos con el bloque social dominante, se convierte en un espacio decisivo de
confrontación social. El proceso de afirmación nacional -con sus altibajos- tiende a
identificarse con la instauración y fortalecimiento del bloque social dominado como
fuerza alternativa.

CLASE Y NACIÓN

Las dificultades para incorporar la dimensión nacional como eje sustantivo del
pensamiento socialista están vinculadas al hecho de que la idea de nación surge en
la modernidad como idea esencialmente burguesa. En las primeras fases del
establecimiento de un sistema de relaciones sociales estructurado en torno al
modo de producción capitalista, las clases subalternas así como los sectores
dominantes en el orden social precapitalista carecían de provección nacional. Los
factores que presionaban en favor de la configuración de un espacio nacional
-eliminación de privilegios y particularismos, consolidación de un mercado
protegido, libre circulación de mercancías, fuerza de trabajo y capital, etc.-
correspondían de manera casi exclusiva al interés de la burguesía. El pensamiento
socialista nació, pues, en un contexto donde era evidente que la nación se formaba
a partir de las profundas transformaciones introducidas por la expansión de la
burguesía. "La burguesía moderna y la moderna nacionalidad brotaron del mismo
suelo y del desarrollo de una promovió del desarrollo de la otra".(7) Las
reivindicaciones nacionales estaban ligadas a los mecanismos en los cuales
cristalizaba el poder de clase de la burguesía.

Ahora bien, los hechos muy conocidos de que las naciones son producto de la
formación social capitalista y de que las diversas fracciones de la burguesía fueron
las portadoras originarias de la idea nacional, no convierten a la burguesía en el
sujeto de la nación ni a ésta en un instrumento o expresión ideológica del poder de
esa clase. En las precarias aproximaciones a una teoría marxista de la nación, todo
ocurre con frecuencia como si la burguesía fuera el sujeto de ésta, es decir, el
único principio determinante de su construcción. Cabe subrayar, frente a esta
interpretación, que la nación no es en ningún caso resultado de una capacidad
autónoma de iniciativas económicas, políticas e ideológicas de la burguesía. Los
acercamientos marxistas a la cuestión nacional, como ocurre en tantos otros temas
a debate en el movimiento socialista, han quedado muchas veces trabados por
fundarse en el supuesto de que hay una clase-sujeto de la historia. Es por ello
decisivo insistir con Poulantzas en que "la nación moderna no es creación de la
burguesía, sino el resultado de una relación de fuerzas entre las clases sociales
`modernas', en la cual la nación es igualmente lo que está en juego entre las
diversas clases".

Se advierte aquí la diferencia fundamental de concebir una entidad social como


agente (entre otros y en lucha contra otros) de la historia y no como sujeto de la
misma. A nadie se le ocurriría negar que, en efecto, el proceso histórico en virtud
del cual se gestó la formación de las naciones fue conducido por un bloque social
con la burguesía como fuerza dirigente: de ello no se desprende, sin embargo, que
el resultado de ese proceso histórico sea la consecuencia directa y lineal de la
acción exclusiva de esa fuerza dirigente. "Para algunos teóricos de la extrema
izquierda, la nación... no puede en ningún caso liberarse de sus orígenes. Al
aparecer en la historia como la forma de existencia ideológica de una coalición de
clases dirigida por la burguesía, está definitivamente marcada por este pecado
original".(8) Si tal pecado original parece ineliminable para algunos, ello se debe al
supuesto falso de que la burguesía es el sujeto de la nación. No obstante, si bien
la nación no es nada más el espacio donde se desenvuelve la lucha de clases y es
también lo que se disputa en esa lucha, de ninguna manera la nación es el
instrumento de la clase dominante para ejercer su dominación. La correspondencia
entre lo nacional y la ideología burguesa en circunstancias históricas con cierta
relación de fuerzas no descalifica, por supuesto, la posibilidad -observable hoy en
prácticamente todas las sociedades capitalistas periféricas- de que se establezca,
por el contrario, una correspondencia o articulación entre lo nacional y la ideología
proletaria.
La dimensión nacional se impone junto con el desarrollo de las clases
fundamentales de la sociedad capitalista. El hecho de que durante largo tiempo
predominó la vía burguesa de instrumentar el interés nacional no habilita, sin
embargo, para vincular en forma unilateral ese interés con la perspectiva
ideológico-política de sólo una clase fundamental, desconociendo el tipo de
vinculación que con el propio interés nacional tiene la perspectiva ideológica de la
clase fundamental subalterna. Ese desconocimiento condujo a lo que Haupt ha
llamado "internacionalismo intransigente", es decir, a la tesis según la cual "la
nación es una organización de la burguesía para la conquista de un mercado, de
un territorio de explotación; en el sistema capitalista no existen para el
proletariado... intereses nacionales específicos". En verdad, el desarrollo capitalista
ha otorgado a las reivindicaciones nacionales significados heterogéneos y la
creencia falsa de que todo elemento ideológico pertenece inequívocamente a una
u otra clase implica atribuirle al nacionalismo una indubitable inscripción en el
contexto ideológico burgués cuando, en la práctica, tiende a ser incompatible con
éste. Las ideologías burguesa y proletaria no son dos conjuntos o sistemas que
agotan los elementos ideológicos operantes en la vida social. En realidad, muchos
de estos elementos no están presentes en uno de los sistemas ideológicos y, por
tanto, necesariamente ausentes en el otro, sino que son articulables y
refuncionalizables por ideologías de clases antagónicas. El nacionalismo no tiene
una adscripción de clase definida e inalterable; no es de suyo burgués y, por el
contrario, en las sociedades dependientes la burguesía ha dejado de ser el agente
principal del nacionalismo.

¿DE QUIÉN SON LOS "INTERESES NACIONALES"?

Mientras no se despeja la ambigüedad que envuelve al concepto "intereses


nacionales", la significación confusa del término justifica el recelo para admitir la
pertinencia de la dimensión nacional en el proceso de constitución de las clases
subalternas. En efecto, con frecuencia se ha utilizado ese vocablo para referir a
una supuesta comunidad de intereses por encima de las clases. El concepto, en
esta acepción, forma parte de una teoría elemental de la nación como
agrupamiento social donde prevalece, más allá de la presencia de ciertas
contradicciones y antagonismos, la armonía producida por un interés básico común
de todos los miembros del conjunto. Frente a esta teoría elemental Rosa
Luxemburg, por ejemplo, señalaba -y el planteamiento ha sido reiterado sin cesar-
que "en una sociedad de clases, el pueblo, como un todo social y político
homogéneo, no existe, mientras que sí existen en cada nación las clases sociales
con sus intereses y "derechos" antagónicos".(9) Reconocer, pues, la división de la
sociedad en clases impide, de manera automática, considerar a la nación como un
agregado cuyos componentes poseen los mismos intereses. Debiera ser claro, sin
embargo, que el concepto "intereses nacionales", en su acepción más rigurosa, no
omite ni pasa por alto esta verdad igualmente elemental.

La preocupación por los efectos paralizantes que el nacionalismo burgués tiene en


la formación de las clases subalternas y el temor a que el movimiento por objetivos
nacionales oculte el antagonismo entre clases, lleva a leer ese concepto en su
versión simplista (intereses comunes a todos los miembros de la sociedad) como si
las reivindicaciones nacionales, por necesidad, desplazaran a segundo plano las
reivindicaciones de clase. Se ignora así hasta qué punto los objetivos de clase, en
la perspectiva de una lucha por la hegemonía, sólo pueden trascender, el marco de
un corporativismo estrecho en tanto se articulen en una estrategia capaz de
incorporar la dimensión nacional. Se vuelve indispensable, entonces, plantear el
problema de cómo se comportan los intereses de clase y los intereses nacionales
entre sí, aunque la tradición izquierdista rechaza la validez del problema mismo.
Así, por ejemplo, Strasser escribe: "el planteamiento de cómo se comportan
intereses de clase e intereses nacionales entre sí es falso... presupone probado
justamente lo que habría que probar: que los intereses nacionales no figuran entre
los intereses de clase, o sea que diferentes clases tienen los mismos intereses
nacionales".(10) No es evidente de suyo, sin embargo, que aceptar la existencia de
"intereses nacionales" equivale a comprometerse con la idea de que "diferentes
clases tienen los mismos intereses nacionales".

En la polémica contra el izquierdismo empeñado en negar los nexos entre clases


subalternas y patrimonio nacional, ha predominado la tendencia a invertir
exactamente el enfoque. Si el izquierdismo niega la presencia de "intereses
nacionales" porque no acepta que diversas clases poseen "los mismos intereses",
los defensores del nacionalismo proletario conciben tantos intereses nacionales
distintos como clases se dan en una sociedad. Por ello indica Borojov que "no
existen intereses nacionales abstractos y comunes a todas las clases sociales. Cada
clase tiene sus propios intereses nacionales, que son diferentes a los de las demás
clases". La inversión tiene por objeto alejar el riesgo de ver en la nación una
"comunidad de intereses", pero también aquí se corrobora la tesis de que la
inversión de una proposición reduccionista sigue siendo una proposición
reduccionista. En efecto, si no es admisible la reducción de los intereses de clase a
intereses nacionales pretendidamente comunes a todos los miembros de la
sociedad. tampoco pueden reducirse los intereses nacionales a intereses
específicos de clase: carece de sentido (y de hecho es una contradicción en los
términos) afirmar que cada clase tiene intereses nacionales diferentes. Tiene
mayor consistencia la idea de que en toda circunstancia histórica hay un conjunto
unitario de intereses nacionales con el cual se articulan de modo complementario o
antagónico los intereses específicos de clase. Se puede así otorgar contenido
concreto al concepto "clase nacional": una clase es nacional cuando al promover
sus intereses específicos, satisface a la vez los intereses nacionales. Se precisa
también, como es obvio, el significado del concepto "clase antinacional". La
burguesía fue portadora de la ideología nacional cuando sus intereses específicos
se identificaron con los de la nación, pero mientras esa clase se vuelve
progresivamente más antinacional, "el proletariado se constituye cada vez más en
el núcleo de la nación... hay cada vez mayor coincidencia entre los intereses del
proletariado y los de la nación" (Kautsky).

Los objetivos de cada clase conllevan una determinada política respecto a la


organización de la producción, al usufructo de los recursos, el funcionamiento de
las instituciones sociales, etc. Distintas situaciones históricas deciden la mayor o
menor coincidencia entre esos objetivos y el desarrollo de la sociedad nacional.
Una clase o fracción de clase (tanto del bloque social dominante como del
dominado) puede afirmar su hegemonía sólo si está en condiciones de promover
los intereses del pueblo-nación. Se revela entonces como óptica estrechamente
clasista propia de un obrerismo rígido la que supone, según palabras de
Pannekoek tantas veces repetidas con fórmulas más o menos semejantes, que "lo
nacional sólo es una ideología burguesa que no encuentra raíces materiales en el
proletariado y por ende desaparece cada vez más con el desarrollo de la lucha de
clases... como toda ideología burguesa, constituye una traba a la lucha de clases,
cuyo poder perjudicial debe ser eliminado en lo posible... las consignas y metas
nacionales desvían a los obreros de sus propias metas proletarias... las luchas
nacionales impiden que se hagan valer las cuestiones sociales y los intereses
proletarios en la política... tenemos que insistir solamente en la lucha de clases y
despertar el sentimiento de clase, para desviar la atención de las cuestiones
nacionales"(11) En rigor, lo nacional no es "una ideología burguesa"; si acaso un
componente de esta ideología que no le pertenece, ni mucho menos, en exclusiva.
Las clases subalternas no pueden desentenderse del problema nacional ni soslayar
la necesidad de ubicar los objetivos nacionales dentro de su estrategia global.

FRONTERAS DE LA BURGUESÍA NACIONAL

"Nación" es una categoría histórica, es decir, el concepto remite a una entidad


sujeta a un continuo proceso de transformación. La historicidad de esta categoría
no indica -como se ha sostenido una y otra vez- que su vigencia está
indiscerniblemente ligada a la de la burguesía, sino, más bien, indica que su
evolución responde en la sociedad capitalista, en definitiva, el desenvolvimiento de
la lucha de clases. En todo país, en tanto entidad territorialmente definida, la
sociedad nacional (o las sociedades nacionales en el caso de los países
multinacionales) está constituida por diversas clases entre las cuales se dan
relaciones de complementariedad o de antagonismo. La formación de las clases,
efecto de la lucha entre las mismas, no puede menos que repercutir en la
formación de la nación. El antagonismo entre las clases componentes de la
comunidad nacional no basta para suponer ilusoria la idea de "comunidad
nacional"; sin embargo, tampoco es suficiente la coexistencia de grupos sociales
en la misma unidad territorial para que pueda hablarse en serio de comunidad
nacional. No se trata aquí del problema de los países multinacionales sino del
hecho de que, más allá de la apariencia formal inmediata, no todos los segmentos
de la sociedad integran en sentido estricto la nación. Se plantea, pues, el problema
de responder la pregunta ¿quiénes forman la comunidad nacional? La cuestión
tiene dos aspectos: por un lado, hay un problema de incorporación, dado que para
formar parte de esa comunidad es preciso participar en el funcionamiento de sus
instituciones económico-sociales y político-culturales. Tal participación no queda
garantizada, por supuesto, por la mera circunstancia de vivir dentro de las
fronteras que definen la unidad territorial; por otro lado, hay un problema de
desincorporación dado por la progresiva identificación con intereses
transnacionales.

Como señala Bauer, "del análisis del proceso de surgimiento de la nación moderna,
de la investigación de la fuerza que junta los miembros centrífugos, resulta el
conocimiento de que sólo las clases dominantes se vinculan en una comunidad
nacional en determinado grado de su desarrollo, o sea que tan sólo ellas son
connacionales, mientras que los estratos trabajadores del pueblo constituyen
meramente los `tributarios de la nación'.."(12) Con el desarrollo de la producción
capitalista y la creciente densidad del tejido social, esos "tributarios de la nación"
se incorporan plenamente como miembros en plenitud de la comunidad nacional
hasta no quedar, en un proceso más o menos prolongado, ningún segmento de la
sociedad fuera de tal comunidad. Todavía entonces, la nación "no es una cosa
congelada para nosotros, sino un proceso del devenir, determinado en su esencia
por las condiciones en que los seres humanos luchan por su sustento vital".(13) En
tanto relación social la nación es una realidad fluctuante: hay un proceso por el
cual los sectores sociales se incorporan a la comunidad nacional hasta lograr el
desarrollo del conjunto del pueblo en nación. En este proceso van configurando la
nación no sólo quienes participan de la cultura en construcción (aspecto subrayado
en exceso por Bauer), sino en la totalidad de la vida social. Hay también, sin
embargo, un proceso de desincorporación caracterizado por la progresiva
asociación con intereses transnacionales de las decisiones económico-políticas y de
los elementos ideológico-culturales a través de los cuales el sector monopólico de
la clase dominante realiza esa participación.
Las interminables discusiones en el pasado reciente sobre el papel de la burguesía
nacional no siempre estuvieron claramente referidas a la tendencia
desnacionalizadora observable en el comportamiento de la fracción monopólica del
capital. La gran burguesía tiende a desincorporarse de la comunidad nacional en la
medida en que se integra en circuitos transnacionales dominados por las
metrópolis: cada vez forma parte en menor escala de la nación y se ubica como
agente del extranjero frente a (contra) la nación. "La política burguesa con
respecto a la nación está sujeta a las contingencias de tales o cuales intereses
precisos: la historia de la burguesía oscila permanentemente entre la identificación
y la traición a la nación, porque esta nación no tiene el mismo sentido para ella
que para la clase obrera y las masas populares" (Poulantzas). En el caso del
capitalismo periférico, este movimiento pendular de la política burguesa se
desplaza de manera inequívoca hacia el polo de la "traición" a los intereses
nacionales. Así pues, a pesar de lo que sugiere el discurso atenido a supuestas
evidencias empíricas, la clase tradicionalmente reconocida como portadora por
excelencia de la ideología nacional, en las sociedades dependientes se transforma
paulatinamente en "tributaria" de las metrópolis y, por tanto, se excluye de la
comunidad nacional.

LA DIMENSIÓN NACIONAL

El izquierdismo se inclina a pensar que la época de las luchas nacionales quedó


clausurada y, por tanto, que los problemas sociales del capitalismo contemporáneo
son comprensibles desde una óptica analítica en la cual la categoría "clase" no deja
lugar para la categoría "nación". Con base en el supuesto de la actualidad siempre
permanente de la revolución socialista, se concibe a ésta como una tarea práctica
inmediata en todo momento y lugar, cuyo cumplimiento no puede ser sino
demorado por las reivindicaciones nacionales. Se invoca en forma monótona la
tesis marxiana (apelando más al principio de autoridad que a la validez intrínseca
del planteamiento) según la cual el nacionalismo no es consustancial al
proletariado, sino apenas un instrumento ideológico manipulado por la burguesía
para ejercer y reproducir su dominación. En el campo de visibilidad de este
pensamiento no hay espacio para los objetivos nacionales frente a los cuales la
actividad política del izquierdismo mantiene una suicida relación de exterioridad.
Las consecuencias son previsibles: la lucha por el socialismo, aunque propuesta en
nombre del movimiento obrero, permanece ajena a la dinámica del pueblo-nación,
cuya problemática se asimila sin fundamento al interés de la burguesía.

El antagonismo de clase no disuelve la lógica y especificidad propias de 1


dimensión nacional, cuya relativa autonomía no puede ignorarse "como si la
opresión social y la nacional fuesen uno y la misma cosa".(14) Por cuanto no son
tampoco fenómenos externos y desarticulados, es legítimo sin embargo investigar
en cada situación histórica el tipo peculiar de vinculación existente entre interés de
clase e interés nacional Hablar de necesidades nacionales o d intereses de la
nación no implica postular un propósito común subyacente el el campo de lucha
hegemónica de la clases en pugna, pero sí implica tene presente que la lucha por
la hegemonía no se desenvuelve sólo en el marco establecido por un sistema de
relación de producción, sino también en el espacio configurado por las condiciones
de producción. De ahí la importancia excepcional del planteamiento tajante de
Borojov: "los investigadores que ignoran el papel de las condiciones de producción,
que se ocupan exclusivamente de las relaciones de producción, no son capaces de
comprender el problema nacional". Las condiciones de producción, es decir, el
conjunto de circunstancias naturales y materiales, social e históricas, en las cuales
se realiza proceso productivo, son patrimonio la sociedad. En otras palabras: las
condiciones materiales de la producción social -en particular el territorio y los
recursos naturales- son las mismas para todas las clases y grupos que forman
sociedad.

Junto con los intereses específicos de clase derivados del lugar en las relaciones de
producción, hay intereses nacionales producidos por la necesidad de preservar y
valorizar las condiciones de producción, el patrimonio de la sociedad. La propiedad
privada de los medios de producción no cancela el hecho de que la preservación y
valorización de ese patrimonio concierne a la sociedad en su conjunto. La
subsistencia misma de la nación depende, en definitiva, de su capacidad para
ejercer control sobre tales condiciones de producción. Es muy improbable que las
clases propietarias desarrollen una política nacional opuesta a sus intereses de
clase y, además, la capacidad de control (soberanía) nacional queda disminuida
por la propiedad privada. Ambas circunstancias son exacerbadas en el capitalismo
periférico por la penetración imperialista: aquí la preocupación del capital
extranjero (o autóctono asociado con aquél) por la rentabilidad de sus inversiones,
lo alejan en mayor medida de cualquier consideración respecto a un proyecto
nacional. En esta incompatibilidad entre los intereses de la burguesía y los de la
nación se apoya la tesis de que un verdadero programa nacional sólo puede surgir
de las clases subalternas.

El lugar en las relaciones de producción no decide sólo intereses antagónicos entre


las clases, sino también una ubicación diferente en referencia a las condiciones de
producción. El patrimonio de la sociedad es utilizado y manipulado por la clase
dominante en desmedro de los intereses del bloque social dominado y en perjuicio,
asimismo, del interés nacional. Frente a esta situación, "no hay que seguir el error
comúnmente difundido de creer que el proletariado no tiene relación alguna con el
patrimonio nacional y que, por lo mismo, carece de sentimientos e intereses
nacionales.. para el proletariado tiene un valor muy importante el estado de esas
condiciones... las formas de preservación para él tienen un valor decisivo"
(Borojov). Entre sus objetivos de clase y el problema nacional existe, pues, una
vinculación directa: "clase" y "nación" no son categorías que remiten a planos no
integrables sino a una misma y única realidad social. Una política tendencialmente
socialista (que no se mueva en el nivel estrecho del obrerismo) tiene como
fundamento una posición de clase así como una posición nacional; inscritas las
relaciones de producción en ciertas condiciones de producción, lucha de clases y
lucha nacional constituyen manifestaciones conectadas de la problemática social
generada por el capitalismo.

Si se piensa la lucha de clases como un enfrentamiento lineal entre las dos clases
fundamentales y no como un combate por la hegemonía que transcurre en una
estructura social más abigarrada y compleja y se presupone, además, que la
burguesía es el sujeto de la nación, entonces las reivindicaciones nacionales sólo
pueden aparecer como un medio más para distraer al proletariado de sus objetivos
de clase. Aunque todavía pueden encontrarse numerosos ejemplos donde el
nacionalismo burgués se apoya en una abstracta unidad nacional para hacer pasar
sus objetivos particulares como objetivos universales de toda la sociedad, debiera
ser evidente que el carácter del nacionalismo no se reduce a esas simplezas. Por el
contrario, las ligas directas del proletariado con las condiciones de producción lo
vuelven particularmente sensible al patrimonio nacional sometido a la sistemática
depredación imperialista. La tradicional subestimación en el marxismo de los
vínculos entre clases subalternas y nación, lleva al desconocimiento de las formas
populares del nacionalismo y, por ello, no puede extrañar que las fuerzas políticas
más enclaustradas en esa tradición tiendan a ignorar el peso de la dimensión
nacional en el desarrollo de la lucha de clases y en la formación de una hegemonía
alternativa.

Notas

(1) N. Poulantzas, Estudo, poder y socialismo, Siglo XXI de España, Madrid, 1979.

(2) B. Borojov, Nacionalismo y lucha de clases, Cuadernos de Pasado y Presente,


México 1979.
(3) G. Haupt, Los marxistas y la cuestión nacional, Ed. Fontamara, Barcelona.
1980.

(4) K. Kautsky, "Nacionalidad e internacionalidad" en La segunda Internacional y el


problema nacional y colonial, Cuadernos de Pasado y Presente, México, 1978.

(5) J. Stalin, El marxismo y la cuestión nacional, Ed. Anagrama, Barcelona, 1977.

(6) M. Rodinson, "Sobre la teoría marxista de la nación", Ed. Anagrama, Barcelona,


1977.

(7) K. Kautsky, "La nacionalidad moderna" en La segunda Internacional...

(8) E. Terray, "La idea de nación y las transformaciones del capitalismo", Ed.
Anagrama, Barcelona, 1977.

(9) R. Luxemburg, La cuestión nacional y la autonomía, Cuadernos de Pasado y


Presente. México, 1979.

(10) J. Strasser, "El obrero y la nación" en La segunda Internacional...

(11) A. Pannekoek, "Lucha de clases y nación" en La segunda Internacional...

(12) O. Bauer, "Observaciones sobre la cuestión de las nacionalidades" en La


segunda Internacional...

(13) O. Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la social democracia, Siglo XXI


México, 1979.
(14) R. Rosdolsky, F. Engels y el problema de los pueblos "sin historia", Cuadernos
de Pasado y Presente, México, 1980..

01/09/1980

La intención en la historia (Una discusión filosófica)

Carlos Pereyra.

El modelo de comprensión teleológica se presenta como una alternativa plausible


frente a las dificultades -efectivas o atribuidas- observables en la explicación causal
de los acontecimientos históricos. La formulación de ese modelo constituye una
vuelta de tuerca encaminada a reelaborar la antigua idea de que es ilegítimo
transferir a las "ciencias humanas" los procedimientos explicativos utilizados en las
ciencias naturales. Las versiones contemporáneas buscan despojar a la teoría de la
comprensión histórica de sus implicaciones sicologistas más burdas como las
resultantes, por ejemplo, del papel desempeñado por la noción "empatía" en el
discurso de los sostenedores de las ciencias "ideográficas" en el siglo XIX. Como
señala von Wright (sobre cuyos trabajos en torno a esta cuestión nos centraremos
aquí), "no es sólo a través de este giro sicológico, sin embargo, que la
comprensión puede diferenciarse de la explicación. La comprensión está también
conectada con la intencionalidad de una manera en que la explicación no lo está"
(EU, 6). La intencionalidad es el punto decisivo en los actuales desarrollos de este
enfoque a tal extremo que, en una respuesta a sus críticos, von Wright precisa:
"no deseo emplear más el nombre 'explicación teleológica' para el modelo
explicativo en cuestión... me parece que 'explicación intencionalista' es el mejor
nombre para éste" (R, 374).

El planteamiento cardinal se orienta a diferenciar la explicación causal de los


fenómenos naturales respecto de la explicación "teleológica" o "intencionalista" de
las acciones humanas. El rasgo específico de la acción es la intencionalidad
implicada en ella. "¿Qué es 'acción'? Se podría contestar: acción es normalmente la
conducta comprendida, 'vista' o descrita bajo el aspecto de la intencionalidad, i.e.,
como significado algo o como dirigida a un fin" (DSM,423). El término "acción" se
emplea sólo para referir a formas de comportamiento en las que es posible
identificar la presencia de fines en cuya virtud se realiza tal actividad. La
peculiaridad metodológica de la explicación en ciencias sociales (la historiografía
incluida) proviene, en consecuencia, de la necesidad de atender los elementos
teleológicos contenidos en la acción humana. Así pues, desde esta perspectiva la
causalidad es esencial para la explicación de eventos en cuya ocurrencia
intervienen agentes no humanos, mientras la intencionalidad ejerce esa función
esencial cuando se trata de explicar acciones humanas. "Subsumir el
comportamiento bajo leyes causales es comprenderlo como mero comportamiento;
subsumir el comportamiento bajo la intención de un agente es comprenderlo como
acción. Las ciencias humanas, por tanto, adoptan una forma diferente de las
ciencias naturales".(1)

Para esta nueva versión del viejo dualismo (ciencias del espíritu, ciencias de la
naturaleza) es confusa la distinción tradicional entre ambos tipos de ciencias.
Comprensión y explicación no marcan la diferencia entre dos formas de
inteligibilidad científica toda vez que la comprensión es un momento de cualquier
explicación, ya sea causal o teleológica. En el caso de los fenómenos naturales se
comprende qué es algo y tratándose de acciones humanas se comprende lo que
estas significan (se proponen). "Podría decirse que el carácter intencional o no
intencional de sus objetos marca la diferencia entre dos tipos de comprensión y de
explicación" (EU, 135). Así pues, la distinción proviene de la índole del
explanandum: allí donde éste refiere a fenómenos en los que la intencionalidad no
interviene es posible la explicación causal, a diferencia de la explicación finalista
propia de los casos en que el explanandum remite a la acción (intencional) del
agente. La explicación teleológica está precedida por una "comprensión
intencionalista" de la conducta humana.

Explicaciones de esta clase se elaboran mediante la inversión de lo que se


denomina "silogismo práctico" o "inferencia practica", cuyo esquema fundamental
es: 1) A intenta realizar P; 2) A considera que no puede realizar P a menos que
haga X; 3) por tanto, A procede a hacer X. El punto de partida de la inferencia (su
premisa mayor) describe la finalidad de la intención; su premisa menor refiere la
opinión (creencias) del agente en relación con lo que es necesario hacer para
cumplir esa finalidad y la conclusión establece la disposición del agente para
efectuar lo que conducirá al fin propuesto. La conclusión no se deriva con
necesidad lógica de las premisas; se trata de un silogismo "práctico" y no de una
demostración lógica. En cualquier caso, este esquema opera al revés en la
explicación intencionalista. "Tenemos un argumento lógicamente concluyente sólo
cuando la acción está ya allí y se construye un argumento práctico para explicarla
o justificarla. La necesidad del esquema de inferencia práctica es, podría decirse,
una necesidad concebida expost actu " (EU, 117).

Según una de las tesis principales de este enfoque, la peculiaridad de la


explicación de los acontecimientos históricos resulta de que éstos sólo pueden ser
pensados en términos de intenciones y propósitos. Las dificultades que presenta la
explicación de "acciones" no son equivalentes a las que aparecen cuando la ciencia
se ocupa de eventos que suceden sin intervención de la voluntad del agente. El
problema básico de la historiografía, por tanto, es el de cómo explicar las
"acciones", cómo comprender la intención y el propósito de quienes efectúan tales
acciones. El enfrentamiento con este problema es guiado por la idea de que
explicar una acción no es sino mostrar el vínculo entre el objeto de la intención, las
creencias del agente respecto a cómo alcanzar ese propósito y su conducta
efectiva. "En una explicación intencionalista la acción individual es vista como algo
a lo que el agente se encuentra obligado por su intención y su opinión de cómo
llevar a cabo el objeto de su intención. Decimos 'esto es lo que en esas
circunstancias él tenía que hacer' y así explicamos (comprendemos, volvemos
inteligible) por qué lo hizo" (R, 409).

El punto de partida de toda explicación teleológica es la inversión del esquema


característico de la inferencia práctica, vale decir, la acción efectivamente realizada
por alguien. Frente a la pregunta ¿por qué el agente hizo X?, la respuesta se dirige
a identificar el propósito de la acción y las ideas que el agente tenía respecto a las
posibilidades de realización de este propósito. "Lo que el agente piensa es aquí la
única cuestión relevante" (EU, 97). La explicación de acontecimientos históricos es
caracterizada como el señalamiento de los eventos previos que pueden
considerarse "causas contribuyentes". Tales sucesos previos no están conectados
por un conjunto de leyes generales con el acontecimiento que se quiere explicar,
sino por un conjunto de enunciados singulares componentes de otras tantas
inferencias prácticas. "El vínculo entre los acontecimientos es un mecanismo
motivacional cuyo funcionamiento puede ser reconstruido por una serie de
inferencias prácticas. Los eventos a los cuales les es atribuido un papel causal
crean una nueva situación y con ello proporcionan una base positiva para
inferencias prácticas que no podrían haber sido efectuadas antes" (EU, 155).

La historiografía explica "acciones" que ocurren en lugares, tiempos y condiciones


específicas que impiden subsumirlas bajo leyes generales. Tales acciones no
pueden ser consideradas como el "efecto" en una conexión legal, sino como
eslabones de un mecanismo motivacional. La actividad de los agentes genera
nuevas acciones en cuanto obliga a los demás a reconsiderar la situación a la luz
de sus propósitos e intenciones. Cada acción configura nuevas circunstancias que
plantean a los agentes otras oportunidades para la realización de sus propios
objetivos. De ahí la necesidad de abordar en forma distinta a lo propuesto por los
defensores del modelo nomológico deductivo la preocupación tradicional de la
historiografía por descubrir las causas de los acontecimientos. "Cuando se atribuye
significación a un acontecimiento pasado sobre la base de que hizo posible algún
acontecimiento posterior, o se dice incluso que se requirió el primero para que
acaeciera el segundo, a veces, pero ni remotamente siempre, se afirma una
conexión nómica de condicionalidad necesaria entre los acontecimientos" (EU,
154).

Las explicaciones elaboradas por la historiografía y las ciencias sociales son "casi-
causales" porque no están funda- das en la validez de leyes generales y, sobre
todo, por el peso que en tales explicaciones tienen las inferencias prácticas.
Elexplanandum es un enunciado que refiere una acción y, más allá de los
acontecimientos que puedan considerarse "causas contribuyentes" de esa acción,
el explanans está fundamentalmente constituido por las premisas del silogismo
práctico que describen las intenciones y propósitos, creencias y opiniones de los
agentes, toda vez que el mecanismo motivacional es el vínculo entre las "causas" y
la acción-"efecto". Una de las tesis centrales de Explanation and understanding es
que "el silogismo práctico proporciona a las ciencias humanas algo de lo que su
metodología careció largo tiempo: un modelo explicativo propio el cual es una
alternativa definida frente al modelo monológico deductivo. Burdamente hablando,
lo que el modelo de la subsunción teorética es a la explicación causal y a la
explicación en las ciencias naturales, el silogismo práctico es a la explicación
teleológica y a la explicación en la historia y las ciencias sociales" (EU, 27).

Carlos Pereyra: Autor de Configuraciones (ensayos), Edit, 1979. Ha publicado en


Nexos 13 enero 1979: "¿Quién mató al comendador? Notas sobre Estado y
Sociedad en México.

II

No obstante esta optimista declaración de von Wright, su libro está muy alejado de
la problemática inherente a la teoría de la historia. Se trata, en definitiva, de un
discurso comprometido con las cuestiones lógico-formales de una teoría de la
acción. La confianza en que una investigación de este carácter podría contribuir a
resolver los problemas de la explicación del proceso histórico descansa en el
supuesto infundado de que las acciones humanas constituyen el objeto teórico de
la historiografía. Sin embargo, como objeta Tuomela, "la descripción y explicación
de acciones no es en manera alguna la única y tal vez ni siquiera la más
importante tarea de las ciencias sociales. Por ejemplo, tópicos diversos tales como
la formación y desarrollo de un determinado sistema cognoscitivo, los rasgos
estructurales de una sociedad, etc., son ciertamente otros objetos de estudio
teóricamente respetables e importantes"(2). Ahora bien, está objeción tiene que
ser desarrollada de modo más preciso: no está con enumerar otros temas de
investigación y apuntar la posibilidad de que las acciones no constituyen la
cuestión principal en el examen del proceso histórico.

En efecto, la realidad social no está constituida por una suma tal de acciones
individuales que, una vez comprendidas cada una de éstas a la luz de los motivos,
intenciones y creencias de los agentes, queden explicadas las transformaciones de
aquélla. El trabajo del historiador no tiene que ver tanto con el comportamiento
intencional de los individuos como con el funcionamiento de las instituciones
sociales. De hecho, ese comportamiento jamás obedece a los deseos de una
imaginaria voluntad libre sino a las numerosas determinaciones provenientes de la
compleja estructura social. En Explanation and understanding no hay
prácticamente ni una alusión al respecto, como lo admitió más tarde von Wright:
"subestimé,... entre otras cosas, el papel que las reglas e instituciones sociales
desempeñan como determinantes de las acciones tanto de grupos como de
individuos" (R, 373). El problema, sin embargo, no queda resuelto con el
señalamiento de que hay, además de las acciones individuales, otros fenómenos
sociales, ni tampoco con la aceptación de la influencia del "medio externo" sobre el
comportamiento intencional de los hombres.

La radical insuficiencia del modelo intencionalista para la explicación de la realidad


social se encuentra en el supuesto de que los hombres no sólo son agentes
históricos sino sujetos de la historia, es decir, no sólo entes activos en el proceso
sino entidades con capacidad autónoma de relaciones e iniciativas. Este supuesto
está contenido de manera implícita en el modelo y reduce su eficacia explicativa a
tal punto que resulta estéril su empleo en las ciencias sociales. Ello se advierte con
facilidad cuando von Wright establece que "una explicación intencionalista, podría
decirse, esclarece el modo en que la voluntad (i.e., la intención de hacer esto o
aquello) determina nuestra acción. La cuestión de qué, si algo, determina la
voluntad, es otro asunto" (R, 409). En otras palabras: el modelo intencionalista
aclara algo irrelevante para la explicación de la historia y deja de lado,
considerándolo "otro asunto", precisamente lo que es fundamental en el análisis
del comportamiento de los agentes sociales.

El esquema explicativo del modelo teleológico implica una concepción subjetivista


de la finalidad teórica de las ciencias sociales. Las premisas de la inferencia
práctica describen intenciones, deseos, creencias y opiniones y, por ello, el
sicologismo propio de la tradición hermenéutica (del que von Wright pretende
escapar) está presente, sin embargo, con todo vigor en la explicación
intencionalista. Las condiciones en virtud de las cuales se comprenden las acciones
se mueven todas en el plano del pensamiento. "Una intención y una opinión de lo
requerido para que aquélla se haga efectiva constituyen, como ya fue dicho, un
fundamento o razón suficiente para actuar en consecuencia. Si el agente actúa
luego en consecuencia, comprendemos completamente por qué hace lo que hace.
Ninguna información adicional puede ayudarnos a comprender esto mejor.
Podemos preguntarnos, por supuesto, por qué habrá tenido la intención que tuvo
o cómo fue que pensó del modo en que lo hizo -equivocadamente tal vez- sobre
los requerimientos para hacer efectiva su intención. Pero estas cuestiones no
conciernen a los determinantes de su acción sino a los determinantes, si hay
algunos, de estos determinantes". (DSM, 423).

Así pues, hay una comprensión suficiente cuando se identifican los propósitos y
motivos de la acción. Estos son los determinantes que deben ser aprehendidos
para comprender la acción y estar en capacidad de explicarla. Los eventuales
determinantes de estos determinantes son "otro asunto". La voluntad y la
conciencia aparecen como los ámbitos predominantes de la investigación
historiográfica. Todo ocurre como si los problemas de la explicación se resolvieran
localizando el objeto de la intención del agente (premisa mayor de la inrencia
práctica) y sus ideas respecto a qué hacer para alcanzar tal objeto (premisa
menor). Es éste un planteamiento que permite recordar la crítica de Engels a cierta
corriente del XIX que "acepta como últimas causas los móviles ideales que actúan
en el campo histórico, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de
esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles
ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas
determinantes"(3).

La pregunta ¿por qué el agente X realizó la acción Y? no tiene respuesta seria


cuando se establece que la intención (P) del agente y sus creencias (Q) de cómo
realizar P implicaron Y. La descripción del comportamiento de X incluye la
referencia a P tanto como a Q. De hecho, la pregunta ¿por qué el agente X realizó
la acción Y? es una fórmula abreviada que condensa e incluye las preguntas ¿por
qué la intención de X era P?, ¿por qué X consideró necesario Y para realizar P?
Toda explicación se apoya en un trabajo descriptivo y, en el caso de las acciones,
la descripción abarca la narración de cuáles eran los propósitos de los agentes y
cuáles los medios que éstos consideraron idóneos para cumplir tales propósitos.
Según von Wright, "si A hizo X, entonces el hecho de que intentaba Y y para ello
juzgó necesario hacer X, explica por qué hizo X" (R, 397). Esta afirmación se apoya
en la caracterización general que considera "explicativos" los enunciados cuya
función es responder la pregunta ¿por qué?, y ¿descriptivos" los enunciados cuya
tarea es contestar ¿qué?, ¿cómo?
Sin embargo, la denominada "explicación teleológica" o "intencionalista" cree
operar en el plano explicativo y, en definitiva, no rebasa el nivel descriptivo.
"Comprende esencialmente los métodos de trabajo que en el lenguaje tradicional
de la historiografía figuran en la tarea metodológica de asentar los hechos"(4). Tal
explicación intencionalista sólo en apariencia responde la pregunta ¿por qué?,
como puede concluirse de los propios argumentos ofrecidos por von Wright. En
efecto, según éste la acción presenta dos aspectos: uno interior y otro externo. El
primero es la intencionalidad de la acción y el segundo es el resultado de ésta. Se
plantea, pues, el problema de si la intención o voluntad puede ser la causa del
comportamiento, vale decir, del aspecto externo de la acción. Von Wright
denomina "causalistas" a quienes piensan que la intención puede ser una causa de
la acción e "intencionalistas" a quienes consideran que el vínculo entre intención y
acción es de naturaleza lógica o conceptual.

La cuestión en disputa es la de si el nexo entre las premisas y la conclusión de la


inferencia práctica es empírico (causal) o conceptual (lógico)" (EU, 107). El
discurso de von Wright es, en buena medida, un alegato en favor de la concepción
intencionalista, rechazando la idea de que la intención puede ser "causa" de la
acción. Se coloca en la perspectiva según la cual la relación entre los propósitos y
creencias, por un lado, y la acción resultante, por otra parte, es de orden
conceptual, llegando a calificarla como deductiva. Ahora bien, la efectiva
explicación de una acción consiste en dar cuenta de los dos aspectos que la
constituyen: decir por qué presenta ese aspecto interno, es decir, esa
intencionalidad y por qué se expresa en tal resultado. Creer que la acción queda
explicada cuando se aclara su aspecto externo por la vía de mencionar el aspecto
interno equivale a confundir la explicación con una descripción más amplia de lo
sucedido.

Se puede suscribir la especificación terminológica de von Wright: "me parece más


claro distinguir aquí entre interpretación o comprensión, por un lado, y explicación,
por otro. Los resultados de la interpretación son respuestas a la pregunta '¿qué es
esto?'. Sólo cuando preguntamos por qué ocurrió X, o cuáles fueron las 'causas' de
X estamos en un tido más estrecho y estricto tratando de explicar lo que son los
hechos" (EU, 134). En tanto la intención no es causa de la acción sino su "aspecto
interno" o momento inicial, cualquier referencia a ella permite comprender mejor la
acción, o sea, describirla de manera más completa pero, en manera alguna,
explicarla. Una respuesta adecuada a la pregunta ¿qué es esto?, cuando "esto" es
una acción, supone comprender la intención del agente y las creencias conforme a
las cuales éste actuó, pero con ello se está todavía en el nivel descriptivo. La
comprensión es un momento de la explicación pero ésta no se reduce a aquélla.
"El problema es generado aquí por la naturaleza misma del esquema. Por cuanto
es completamente formal, todo lo que puede hacer es exhibir de qué manera el
discurso acerca de acciones se relaciona con el discurso sobre ciertas creencias,
intenciones, etc"(5).

III

Más allá de las objeciones que puedan formularse al esquema explicativo basado
en la inferencia práctica, lo cierto es que no son las acciones humanas las que
explican el funcionamiento de la sociedad, sino este funcionamiento lo que decide
el carácter de aquellas acciones. Alguna conciencia tiene de ello von Wright
cuando admite "en Explanation and understanding sobrestimé la importancia de
este modelo explicativo particular (inferencia práctica) para las ciencias humanas"
(R, 373). Permanece sin embargo, no hay duda de ello, en el mismo horizonte
teórico: "no advertí entonces la existencia de otros modelos explicativos diferentes
-particularmente para explicar acciones en un marco social... las explicaciones en
las ciencias sociales no tienen usualmente el carácter de explicaciones
intencionalistas pero incluso aquí el esquema de la inferencia práctica es
fundamental en el sentido de que todos los otros mecanismos explicativos parecen
girar alrededor de este esquema" (R, 413).

Frente a esta desmedida confianza habría que insistir, por el contrario, en la


inoperancia de un enfoque cuyo punto de partida es la actividad de un sujeto
aislado que establece sus propios fines. El examen de la relación simple entre los
propósitos personales y las acciones llevadas a cabo por los individuos,
considerada al margen del proceso social en su conjunto, obliga a mantener la
reflexión en el plano más superficial. Las propuestas metodológicas de von Wright
se apoyan en el supuesto de que la sociedad es un agregado de sujetos cuya
actividad puede ser conocida con independencia del sistema de relaciones sociales
en que los agentes históricos están inscritos. Por ello se cree factible constituir el
explanans con enunciados referidos a intenciones, deseos, creencias y opiniones,
es decir, con enunciados referidos a elementos que, debiera ser obvio, forman
parte del explanandum. En efecto, las intenciones y creencias no explican el curso
de la historia y son, al revés, aspectos de la realidad que deben ser explicados a
través de los fenómenos económicos, políticos e ideológicos componentes del
tejido social.

En forma ocasional von Wright apunta que los propósitos y fines incluidos en las
premisas de la explicación intencionalista "son a veces productos bastante sutiles
de tradiciones culturales, políticas, religiosas, etc. El origen y articulación de estos
propósitos puede ser otro importante objeto de explicación histórica" (EU, 144).
Esta idea no está desarrollada en el texto pero bastaría desplegarla para exhibir la
fragilidad del modelo de "explicación intencionalista". En tanto los individuos no
son sujetos cuya "voluntad pura" elaborar a su "libre arbitrio" intenciones y
creencias, éstas -no a veces sino siempre- están determinadas por la peculiar
inserción del agente en el tejido social. La estructura de este tejido y sus
transformaciones en el curso del tiempo son el objetivo teórico de las ciencias
sociales y las acciones de los agentes tienen algún significado para la investigación
no en tanto resultados del comportamiento de sujetos aislados que "hacen" la
historia pero sí como formas en las que se manifiesta el juego complejo de
determinaciones sociales.

Los defensores del esquema de "explicación teleológica no advierten que las


intenciones y creencias de quienes participan en el proceso histórico no pueden ser
punto de partida de la explicación y, por el contrario, son el punto de llegada de
ésta. Sólo para un pensamiento carente de sentido histórico pueden parecer
comprensibles de suyo las intenciones y creencias de los agentes sociales, al
extremo de convertirlas en el fundamento de la explicación. Sin embargo, la
génesis y formación de esas intenciones y creencias no se encuentra en una
imaginaria conciencia subjetiva sino en la totalidad social. Esta totalidad social no
se explica por la acción intencional de los agentes: los acontecimientos históricos
no son resultado del proyecto intencional de algún sujeto. "Si del individuo
pasamos a grupos sociales más o menos vastos (clases sociales, naciones,
estructuras sociales o incluso la sociedad en su conjunto) que despliegan una
actividad práctica colectiva, cabe preguntarse si es posible establecer la relación
entre intención y resultado... ¿es posible atribuir dicha actividad práctica a un
agente determinado que haya anticipado idealmente el producto de su actividad y
que, en consecuencia, haya dirigido y organizado el proceso práctico teniendo una
intención, proyecto o fin como ley de su actuación?" (6).

La investigación historiográfica nada tiene que ver con el comportamiento de los


individuos en cuanto tales. Los fenómenos sociales no pueden ser referidos a
simples acciones de individuos explicables en función de sus intenciones y
creencias. La historia de la sociedad es resultado, en efecto, de la actividad
colectiva pero se trata de una praxis inintencional y, por ello, la pregunta anterior
tiene respuesta negativa. Las acciones humanas forman parte de una estructura
global y por cuanto las intenciones y creencias de quienes actúan están histórica y
socialmente determinadas, ninguna explicación es posible en el plano abstracto de
las acciones consideradas en sí mismas. En textos posteriores von Wright se
mueve en esta dirección y subraya, además de los factores determinantes internos
(intenciones y creencias) la presencia de determinaciones externas. "Estos
determinantes tienen en gran medida, para no decir en forma preponderante, sus
raíces en la estructura del edificio social: en la distribución de roles y la
institucionalización de modelos de comportamiento" (DSM, 435).

Es éste un procedimiento típico del subjetivismo: confrontado a las críticas


suscitadas por su atomismo social, no tiene inconveniente en reconocer que, junto
con los deseos, opiniones, habilidades y demás factores "internos" del individuo,
hay un contexto social que le impone ciertas funciones y deberes al individuo,
quien participa en formas institucionalizadas de conducta. Se enumeran entonces,
sin dificultad, los factores "externos" que condicionan la acción individual: el código
penal, las convenciones morales, costumbres y tradiciones, los deberes emanados
de los roles que el individuo desempeña en la sociedad, etc. El subjetivismo
permanece, sin embargo, incólume. Todo ocurre como si los individuos fueran
sujetos existentes en y por sí mismos, con una voluntad pura capaz de operar
conforme a sus propias intenciones y generar sus propios fines. Se acepta que
tales individuos se encuentran, además, en un medio "externo" que moldea en
algún grado su voluntad y ejerce cierta influencia sobre sus acciones. Por ello von
Wright afirma que "los determinantes externos de nuestras acciones nos son
dados como estímulos ante los cuales reaccionamos" (DSM, 419), como si primero
existiera un sujeto que después contrae relaciones sociales.

Ya en Explanation and understanding se menciona la relación existente entre la


idea de que las acciones tienen causas y una posición determinista en la vieja
cuestión del "libre albedrío". En el ensayo titulado "Determinism and the Study of
Man" se vuelve sobre el mismo punto de manera más explícita al describir la
presión de las normas sociales y su interiorización por los individuos: "cuanto más
a menudo la presión normativa determina el comportamiento, tanto más
fuertemente es sentida la fuerza coactiva de la sociedad y tanto menos 'libre', en
un sentido subjetivo, son los agentes individuales. Pero la interiorización es
también, en cierto modo, una pérdida de libertad porque significa que se tolera a
los estímulos externamente dados determinar las acciones" (DSM, 420). Así como
la paloma kantiana cree poder volar mejor sin la resistencia del aire, así también el
subjetivismo está convencido de que las voliciones serían "más libres" sin la
influencia del contexto social. La insuficiencia decisiva del modelo de explicación
intencionalista estriba en creer que hay una voluntad subjetiva configurada fuera
del sistema de relaciones sociales. De allí la inútil clasificación de factores
"internos" y "externos". Debiera ser claro que todos los factores "internos" se
conforman fuera del "sujeto" y, por ello, el hecho de que los agentes posean
ciertas intenciones y creencias (en vez de otras) es parte de lo que debe ser
explicado y, de ninguna manera, la base de la explicación.
IV

Von Wright no rechaza por completo el papel de las explicaciones causales en la


historiografía y las ciencias sociales, aunque les concede una función subordinada
a otros tipos de explicación. De hecho, considera que las explicaciones
cuasicausales figuran de modo prominente en estas disciplinas y son
características de ellas. Hay cierta ambigüedad, sin embargo, en el empleo de la
noción "cuasi-causalidad": a veces es utilizada para referir a explicaciones que si
bien son de la forma esquemática "X ocurrió porque..." no son, sin embargo,
genuinamente causales "porque su validez no depende de una conexión nómica"
(EU, 85). En otras ocasiones, el término remite a la combinación entre un esquema
causal estricto y el modelo de inferencia práctica. En la respuesta a sus críticos,
por ejemplo, von Wright señala: "denominé 'cuasi-causalidad' a la interacción entre
conexiones nómicas y acción intencional" (R, 375). A pesar de que este texto
admite, inclusive, que "algunas conexiones causales pueden estar asociadas con
una ley general" (R, 385), todo el discurso gira en torno a la ineficacia de un
programa explicativo de esta naturaleza. En virtud de la fragilidad de la alternativa
propuesta por von Wright, conviene examinar sus reservas frente a la explicación
causal.

La argumentación puede ser reconstruida en los siguientes términos: a) en


situaciones experimentales bien definidas y controladas es posible generalizar y
decir que ceteris paribus C causará siempre E. Hay otro tipo de situaciones donde
se puede afirmar que una causa particular produjo un efecto particular, sin
comprometerse por ello con enunciado general alguno. "Las situaciones en las que
buscamos las causas de las acciones son, normalmente, de este segundo tipo"
(EU, 376); b) cuando se especifican las condiciones en que ocurre un
acontecimiento histórico se llega a la conclusión de que una ley pertinente para
explicar dicho acontecimiento sería ad-hoc: "el único caso de esta ley sería el que
se supone 'explicado' por ella" (EU, 25); c) aunque pueda establecerse una
correlación estadística aproximada respecto a la conexión entre los determinantes
y las acciones, tales correlaciones no son "leyes" porque dependen de factores que
cambian en el curso de la historia. "Las leyes científicas, tendemos a pensar, no
deben ser dependientes de contingencias históricas. Debieran mantenerse
verdaderas semper et ubique" (DSM, 417).

A. No hay duda de que en un sistema cerrado, con un número reducido de


variables cuyas relaciones pueden mantenerse bajo control, son menores las
dificultades para identificar las causas de cualquier cambio observado en el sistema
y, por tanto, para formular leyes de validez, inclusive, necesaria y universal. La
organización social, es obvio, posee las características opuestas: es un sistema
abierto, con un número abrumador de variables cuyas relaciones no pueden estar
bajo control. Esta circunstancia no cancela, sin embargo, la posibilidad de elaborar
hipótesis sobre los vínculos existentes entre tales variables; sólo indica un grado
incomparablemente mayor de complejidad. Atribuir causas a los acontecimientos
históricos exige apoyar esa pretensión en enunciados generales o asumir la
arbitrariedad de la interpretación a la que pueden oponerse otras con la misma
legitimidad o, tal vez sería mejor decir, ilegitimidad. Una complicación adicional
proviene del hecho de que las relaciones causales no operan entre variables
consideradas de modo abstracto fuera del sistema, por lo que sus vínculos están
sujetos al impacto de las restantes variables y del sistema global.

B. Es indiscutible el carácter único e irrepetible de los fenómenos históricos, si bien


tal unicidad e irrepetibilidad no es, en manera alguna, privativa de la realidad
social. El argumento que subraya la especificidad absoluta del hecho histórico
siempre ha servido para oponer la índole "ideográfica" de las ciencias humanas a
la "nomotética" de las ciencias naturales. No es cierto, sin embargo, que las leyes
científicas puedan proponerse sólo cuando los acontecimientos se repiten de
manera regular idénticos a sí mismos. Si éste fuera el caso, no habría leyes
científicas en campo alguno del saber. Fuera de las disciplinas formales no existe
identidad absoluta ni en el mundo sociohistórico ni en el natural. Si bien los
acontecimientos históricos presentan un grado mayor de especificidad, ello no
niega que están constituidos por entidades, gran parte de las cuales están
presentes en amplios períodos de la historia y algunas, tal vez, en todo el proceso
histórico. Las ciencias sociales han identificado un gran número de esas entidades
y han formulado muchas hipótesis respecto a las relaciones entre ellas cuya validez
no se restringe a "casos únicos".

C. La idea de que las leyes son enunciados válidos "siempre y en todas partes" no
resiste el menor examen. Las hipótesis aspiran a tener eficacia explicativa sólo en
el marco de ciertas condiciones. No tiene sentido exigirle a las ciencias sociales
una pretensión de universalidad que otras ciencias han abandonado hace ya
tiempo. Los componentes de la realidad social están sometidos, en efecto, a
modificaciones en el curso del proceso histórico. Ello no impide, sin embargo, el
establecimiento de correlaciones (no estrictamente universales, pero sí de orden
probabilístico), o sea, la formulación del único tipo posible de "leyes científicas".
Ahora bien, la defensa de la explicación causal de los fenómenos sociohistóricos no
equivale a comprometerse con la existencia de "leyes de la historia" distintas a las
hipótesis producidas por la economía, la sociología, la ciencia política, etc. Por otra
parte, la renuncia a la explicación causal conduce a la historiografía descriptiva: "si
nos asociamos con algunas opiniones teóricas sobre la metodología del
conocimiento social las cuales mantienen que, a diferencia de la relación mecánico-
causal donde las leyes median entre los eventos, en la historia son las
motivaciones las que median entre los acontecimientos, entonces inevitablemente
reducimos la interpretación histórica a mera cronología".(7).

Los trabajos de von Wright tienen su origen en una preocupación por la teoría de
la acción humana y no están directamente involucrados en el debate metodológico
de las ciencias sociales. "Los conceptos, las hipótesis formuladas por von Wright
posiblemente puedan dar cuenta de las acciones humanas, pero se requiere de un
modelo teórico mucho más complejo que el de las 'inferencias prácticas' para
explicar la realidad social"(8). Con independencia, sin embargo, de la aceptación o
rechazo de la "explicación intencionalista", hay, por lo menos, dos planteamientos
cuya pertinencia para la teoría de la historia desborda la polémica causalidad
versus teleología. Uno de ellos, aunque parezca paradójico, tiene que ver con el
carácter de las hipótesis explicativas utilizadas en ciencias sociales, las cuales no
serían de una generalización inductiva basada en la observación y el experimento,
sino esquemas de relaciones conceptuales. "Las 'leyes' sociales no son
generalizaciones de la experiencia sino esquemas conceptuales para la
interpretación de situaciones históricas concretas. Su descubrimiento, o mejor, su
invención es cuestión del análisis de conceptos y su aplicación es cuestión del
análisis de situaciones" (DSM, 434). Frente a las limitaciones del empirismo y la
confusión de quienes por "leyes de la historia" entienden la inevitabilidad del
desarrollo en cierta dirección, hay allí una idea sugerente.

El otro punto recuperable más allá de la postura adoptada respecto a la explicación


intencionalista se refiere a la posibilidad de distinguir dos tipos de determinismo.
Uno de ellos (predominante en ciencias naturales) está asociado con las ideas de
predicción, control experimental, regularidad, etc. Otro concepto de
"determinismo" tiene que ver con el conocimiento del proceso sociohistórico. "La
inteligibilidad de la historia es un determinismo ex post facto" (EU, 161). El
desarrollo de este planteamiento permitiría despejar las continuas confusiones
entre las burdas variantes del fatalismo y la concepción determinista de historia.

NOTAS:
(1) F. Stoutland, "The causal theory of action" en J. Manninen and R. Tuomela
(Eds), Essayb on Explanation and understanding. D. Reidel Publishing Co.,
Dordrecht, Holland, 1976, p. 280

(2) R. Tuomela, "Explanation and Understanding of human behavior" en Essays


on..., p. 193.

(3) F. Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Ediciones


en lenguas extranjeras, Moscú, p. 28.

(4) M. Riedel, "Causal and historical explanation" en Essays on... p. 13.

(5) R. Martin, "Explanation and understanding in history" en Essays on... p. 308.

(6) A. Sánchez Vázquez, Filosofía de la práxis, Ed. Grijalbo, México, 1967, p. 26.

(7) M. Makai, "Against reductionism and purism: tertium datur" en Essays on..., p.
49

El modelo de comprensión teleológica se presenta como una alternativa plausible


frente a las dificultades -efectivas o atribuidas- observables en la explicación causal
de los acontecimientos históricos. La formulación de ese modelo constituye una
vuelta de tuerca encaminada a reelaborar la antigua idea de que es ilegítimo
transferir a las "ciencias humanas" los procedimientos explicativos utilizados en las
ciencias naturales. Las versiones contemporáneas buscan despojar a la teoría de la
comprensión histórica de sus implicaciones sicologistas más burdas como las
resultantes, por ejemplo, del papel desempeñado por la noción "empatía" en el
discurso de los sostenedores de las ciencias "ideográficas" en el siglo XIX. Como
señala von Wright (sobre cuyos trabajos en torno a esta cuestión nos centraremos
aquí), "no es sólo a través de este giro sicológico, sin embargo, que la
comprensión puede diferenciarse de la explicación. La comprensión está también
conectada con la intencionalidad de una manera en que la explicación no lo está"
(EU, 6). La intencionalidad es el punto decisivo en los actuales desarrollos de este
enfoque a tal extremo que, en una respuesta a sus críticos, von Wright precisa:
"no deseo emplear más el nombre 'explicación teleológica' para el modelo
explicativo en cuestión... me parece que 'explicación intencionalista' es el mejor
nombre para éste" (R, 374).

El planteamiento cardinal se orienta a diferenciar la explicación causal de los


fenómenos naturales respecto de la explicación "teleológica" o "intencionalista" de
las acciones humanas. El rasgo específico de la acción es la intencionalidad
implicada en ella. "¿Qué es 'acción'? Se podría contestar: acción es normalmente la
conducta comprendida, 'vista' o descrita bajo el aspecto de la intencionalidad, i.e.,
como significado algo o como dirigida a un fin" (DSM,423). El término "acción" se
emplea sólo para referir a formas de comportamiento en las que es posible
identificar la presencia de fines en cuya virtud se realiza tal actividad. La
peculiaridad metodológica de la explicación en ciencias sociales (la historiografía
incluida) proviene, en consecuencia, de la necesidad de atender los elementos
teleológicos contenidos en la acción humana. Así pues, desde esta perspectiva la
causalidad es esencial para la explicación de eventos en cuya ocurrencia
intervienen agentes no humanos, mientras la intencionalidad ejerce esa función
esencial cuando se trata de explicar acciones humanas. "Subsumir el
comportamiento bajo leyes causales es comprenderlo como mero comportamiento;
subsumir el comportamiento bajo la intención de un agente es comprenderlo como
acción. Las ciencias humanas, por tanto, adoptan una forma diferente de las
ciencias naturales".(1)

Para esta nueva versión del viejo dualismo (ciencias del espíritu, ciencias de la
naturaleza) es confusa la distinción tradicional entre ambos tipos de ciencias.
Comprensión y explicación no marcan la diferencia entre dos formas de
inteligibilidad científica toda vez que la comprensión es un momento de cualquier
explicación, ya sea causal o teleológica. En el caso de los fenómenos naturales se
comprende qué es algo y tratándose de acciones humanas se comprende lo que
estas significan (se proponen). "Podría decirse que el carácter intencional o no
intencional de sus objetos marca la diferencia entre dos tipos de comprensión y de
explicación" (EU, 135). Así pues, la distinción proviene de la índole del
explanandum: allí donde éste refiere a fenómenos en los que la intencionalidad no
interviene es posible la explicación causal, a diferencia de la explicación finalista
propia de los casos en que el explanandum remite a la acción (intencional) del
agente. La explicación teleológica está precedida por una "comprensión
intencionalista" de la conducta humana.
Explicaciones de esta clase se elaboran mediante la inversión de lo que se
denomina "silogismo práctico" o "inferencia practica", cuyo esquema fundamental
es: 1) A intenta realizar P; 2) A considera que no puede realizar P a menos que
haga X; 3) por tanto, A procede a hacer X. El punto de partida de la inferencia (su
premisa mayor) describe la finalidad de la intención; su premisa menor refiere la
opinión (creencias) del agente en relación con lo que es necesario hacer para
cumplir esa finalidad y la conclusión establece la disposición del agente para
efectuar lo que conducirá al fin propuesto. La conclusión no se deriva con
necesidad lógica de las premisas; se trata de un silogismo "práctico" y no de una
demostración lógica. En cualquier caso, este esquema opera al revés en la
explicación intencionalista. "Tenemos un argumento lógicamente concluyente sólo
cuando la acción está ya allí y se construye un argumento práctico para explicarla
o justificarla. La necesidad del esquema de inferencia práctica es, podría decirse,
una necesidad concebida expost actu " (EU, 117).

Según una de las tesis principales de este enfoque, la peculiaridad de la


explicación de los acontecimientos históricos resulta de que éstos sólo pueden ser
pensados en términos de intenciones y propósitos. Las dificultades que presenta la
explicación de "acciones" no son equivalentes a las que aparecen cuando la ciencia
se ocupa de eventos que suceden sin intervención de la voluntad del agente. El
problema básico de la historiografía, por tanto, es el de cómo explicar las
"acciones", cómo comprender la intención y el propósito de quienes efectúan tales
acciones. El enfrentamiento con este problema es guiado por la idea de que
explicar una acción no es sino mostrar el vínculo entre el objeto de la intención, las
creencias del agente respecto a cómo alcanzar ese propósito y su conducta
efectiva. "En una explicación intencionalista la acción individual es vista como algo
a lo que el agente se encuentra obligado por su intención y su opinión de cómo
llevar a cabo el objeto de su intención. Decimos 'esto es lo que en esas
circunstancias él tenía que hacer' y así explicamos (comprendemos, volvemos
inteligible) por qué lo hizo" (R, 409).

El punto de partida de toda explicación teleológica es la inversión del esquema


característico de la inferencia práctica, vale decir, la acción efectivamente realizada
por alguien. Frente a la pregunta ¿por qué el agente hizo X?, la respuesta se dirige
a identificar el propósito de la acción y las ideas que el agente tenía respecto a las
posibilidades de realización de este propósito. "Lo que el agente piensa es aquí la
única cuestión relevante" (EU, 97). La explicación de acontecimientos históricos es
caracterizada como el señalamiento de los eventos previos que pueden
considerarse "causas contribuyentes". Tales sucesos previos no están conectados
por un conjunto de leyes generales con el acontecimiento que se quiere explicar,
sino por un conjunto de enunciados singulares componentes de otras tantas
inferencias prácticas. "El vínculo entre los acontecimientos es un mecanismo
motivacional cuyo funcionamiento puede ser reconstruido por una serie de
inferencias prácticas. Los eventos a los cuales les es atribuido un papel causal
crean una nueva situación y con ello proporcionan una base positiva para
inferencias prácticas que no podrían haber sido efectuadas antes" (EU, 155).

La historiografía explica "acciones" que ocurren en lugares, tiempos y condiciones


específicas que impiden subsumirlas bajo leyes generales. Tales acciones no
pueden ser consideradas como el "efecto" en una conexión legal, sino como
eslabones de un mecanismo motivacional. La actividad de los agentes genera
nuevas acciones en cuanto obliga a los demás a reconsiderar la situación a la luz
de sus propósitos e intenciones. Cada acción configura nuevas circunstancias que
plantean a los agentes otras oportunidades para la realización de sus propios
objetivos. De ahí la necesidad de abordar en forma distinta a lo propuesto por los
defensores del modelo nomológico deductivo la preocupación tradicional de la
historiografía por descubrir las causas de los acontecimientos. "Cuando se atribuye
significación a un acontecimiento pasado sobre la base de que hizo posible algún
acontecimiento posterior, o se dice incluso que se requirió el primero para que
acaeciera el segundo, a veces, pero ni remotamente siempre, se afirma una
conexión nómica de condicionalidad necesaria entre los acontecimientos" (EU,
154).

Las explicaciones elaboradas por la historiografía y las ciencias sociales son "casi-
causales" porque no están funda- das en la validez de leyes generales y, sobre
todo, por el peso que en tales explicaciones tienen las inferencias prácticas.
Elexplanandum es un enunciado que refiere una acción y, más allá de los
acontecimientos que puedan considerarse "causas contribuyentes" de esa acción,
el explanans está fundamentalmente constituido por las premisas del silogismo
práctico que describen las intenciones y propósitos, creencias y opiniones de los
agentes, toda vez que el mecanismo motivacional es el vínculo entre las "causas" y
la acción-"efecto". Una de las tesis centrales de Explanation and understanding es
que "el silogismo práctico proporciona a las ciencias humanas algo de lo que su
metodología careció largo tiempo: un modelo explicativo propio el cual es una
alternativa definida frente al modelo monológico deductivo. Burdamente hablando,
lo que el modelo de la subsunción teorética es a la explicación causal y a la
explicación en las ciencias naturales, el silogismo práctico es a la explicación
teleológica y a la explicación en la historia y las ciencias sociales" (EU, 27).

Carlos Pereyra: Autor de Configuraciones (ensayos), Edit, 1979. Ha publicado en


Nexos 13 enero 1979: "¿Quién mató al comendador? Notas sobre Estado y
Sociedad en México.
II

No obstante esta optimista declaración de von Wright, su libro está muy alejado de
la problemática inherente a la teoría de la historia. Se trata, en definitiva, de un
discurso comprometido con las cuestiones lógico-formales de una teoría de la
acción. La confianza en que una investigación de este carácter podría contribuir a
resolver los problemas de la explicación del proceso histórico descansa en el
supuesto infundado de que las acciones humanas constituyen el objeto teórico de
la historiografía. Sin embargo, como objeta Tuomela, "la descripción y explicación
de acciones no es en manera alguna la única y tal vez ni siquiera la más
importante tarea de las ciencias sociales. Por ejemplo, tópicos diversos tales como
la formación y desarrollo de un determinado sistema cognoscitivo, los rasgos
estructurales de una sociedad, etc., son ciertamente otros objetos de estudio
teóricamente respetables e importantes"(2). Ahora bien, está objeción tiene que
ser desarrollada de modo más preciso: no está con enumerar otros temas de
investigación y apuntar la posibilidad de que las acciones no constituyen la
cuestión principal en el examen del proceso histórico.

En efecto, la realidad social no está constituida por una suma tal de acciones
individuales que, una vez comprendidas cada una de éstas a la luz de los motivos,
intenciones y creencias de los agentes, queden explicadas las transformaciones de
aquélla. El trabajo del historiador no tiene que ver tanto con el comportamiento
intencional de los individuos como con el funcionamiento de las instituciones
sociales. De hecho, ese comportamiento jamás obedece a los deseos de una
imaginaria voluntad libre sino a las numerosas determinaciones provenientes de la
compleja estructura social. En Explanation and understanding no hay
prácticamente ni una alusión al respecto, como lo admitió más tarde von Wright:
"subestimé,... entre otras cosas, el papel que las reglas e instituciones sociales
desempeñan como determinantes de las acciones tanto de grupos como de
individuos" (R, 373). El problema, sin embargo, no queda resuelto con el
señalamiento de que hay, además de las acciones individuales, otros fenómenos
sociales, ni tampoco con la aceptación de la influencia del "medio externo" sobre el
comportamiento intencional de los hombres.

La radical insuficiencia del modelo intencionalista para la explicación de la realidad


social se encuentra en el supuesto de que los hombres no sólo son agentes
históricos sino sujetos de la historia, es decir, no sólo entes activos en el proceso
sino entidades con capacidad autónoma de relaciones e iniciativas. Este supuesto
está contenido de manera implícita en el modelo y reduce su eficacia explicativa a
tal punto que resulta estéril su empleo en las ciencias sociales. Ello se advierte con
facilidad cuando von Wright establece que "una explicación intencionalista, podría
decirse, esclarece el modo en que la voluntad (i.e., la intención de hacer esto o
aquello) determina nuestra acción. La cuestión de qué, si algo, determina la
voluntad, es otro asunto" (R, 409). En otras palabras: el modelo intencionalista
aclara algo irrelevante para la explicación de la historia y deja de lado,
considerándolo "otro asunto", precisamente lo que es fundamental en el análisis
del comportamiento de los agentes sociales.

El esquema explicativo del modelo teleológico implica una concepción subjetivista


de la finalidad teórica de las ciencias sociales. Las premisas de la inferencia
práctica describen intenciones, deseos, creencias y opiniones y, por ello, el
sicologismo propio de la tradición hermenéutica (del que von Wright pretende
escapar) está presente, sin embargo, con todo vigor en la explicación
intencionalista. Las condiciones en virtud de las cuales se comprenden las acciones
se mueven todas en el plano del pensamiento. "Una intención y una opinión de lo
requerido para que aquélla se haga efectiva constituyen, como ya fue dicho, un
fundamento o razón suficiente para actuar en consecuencia. Si el agente actúa
luego en consecuencia, comprendemos completamente por qué hace lo que hace.
Ninguna información adicional puede ayudarnos a comprender esto mejor.
Podemos preguntarnos, por supuesto, por qué habrá tenido la intención que tuvo
o cómo fue que pensó del modo en que lo hizo -equivocadamente tal vez- sobre
los requerimientos para hacer efectiva su intención. Pero estas cuestiones no
conciernen a los determinantes de su acción sino a los determinantes, si hay
algunos, de estos determinantes". (DSM, 423).

Así pues, hay una comprensión suficiente cuando se identifican los propósitos y
motivos de la acción. Estos son los determinantes que deben ser aprehendidos
para comprender la acción y estar en capacidad de explicarla. Los eventuales
determinantes de estos determinantes son "otro asunto". La voluntad y la
conciencia aparecen como los ámbitos predominantes de la investigación
historiográfica. Todo ocurre como si los problemas de la explicación se resolvieran
localizando el objeto de la intención del agente (premisa mayor de la inrencia
práctica) y sus ideas respecto a qué hacer para alcanzar tal objeto (premisa
menor). Es éste un planteamiento que permite recordar la crítica de Engels a cierta
corriente del XIX que "acepta como últimas causas los móviles ideales que actúan
en el campo histórico, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de
esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles
ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas
determinantes"(3).
La pregunta ¿por qué el agente X realizó la acción Y? no tiene respuesta seria
cuando se establece que la intención (P) del agente y sus creencias (Q) de cómo
realizar P implicaron Y. La descripción del comportamiento de X incluye la
referencia a P tanto como a Q. De hecho, la pregunta ¿por qué el agente X realizó
la acción Y? es una fórmula abreviada que condensa e incluye las preguntas ¿por
qué la intención de X era P?, ¿por qué X consideró necesario Y para realizar P?
Toda explicación se apoya en un trabajo descriptivo y, en el caso de las acciones,
la descripción abarca la narración de cuáles eran los propósitos de los agentes y
cuáles los medios que éstos consideraron idóneos para cumplir tales propósitos.
Según von Wright, "si A hizo X, entonces el hecho de que intentaba Y y para ello
juzgó necesario hacer X, explica por qué hizo X" (R, 397). Esta afirmación se apoya
en la caracterización general que considera "explicativos" los enunciados cuya
función es responder la pregunta ¿por qué?, y ¿descriptivos" los enunciados cuya
tarea es contestar ¿qué?, ¿cómo?

Sin embargo, la denominada "explicación teleológica" o "intencionalista" cree


operar en el plano explicativo y, en definitiva, no rebasa el nivel descriptivo.
"Comprende esencialmente los métodos de trabajo que en el lenguaje tradicional
de la historiografía figuran en la tarea metodológica de asentar los hechos"(4). Tal
explicación intencionalista sólo en apariencia responde la pregunta ¿por qué?,
como puede concluirse de los propios argumentos ofrecidos por von Wright. En
efecto, según éste la acción presenta dos aspectos: uno interior y otro externo. El
primero es la intencionalidad de la acción y el segundo es el resultado de ésta. Se
plantea, pues, el problema de si la intención o voluntad puede ser la causa del
comportamiento, vale decir, del aspecto externo de la acción. Von Wright
denomina "causalistas" a quienes piensan que la intención puede ser una causa de
la acción e "intencionalistas" a quienes consideran que el vínculo entre intención y
acción es de naturaleza lógica o conceptual.

La cuestión en disputa es la de si el nexo entre las premisas y la conclusión de la


inferencia práctica es empírico (causal) o conceptual (lógico)" (EU, 107). El
discurso de von Wright es, en buena medida, un alegato en favor de la concepción
intencionalista, rechazando la idea de que la intención puede ser "causa" de la
acción. Se coloca en la perspectiva según la cual la relación entre los propósitos y
creencias, por un lado, y la acción resultante, por otra parte, es de orden
conceptual, llegando a calificarla como deductiva. Ahora bien, la efectiva
explicación de una acción consiste en dar cuenta de los dos aspectos que la
constituyen: decir por qué presenta ese aspecto interno, es decir, esa
intencionalidad y por qué se expresa en tal resultado. Creer que la acción queda
explicada cuando se aclara su aspecto externo por la vía de mencionar el aspecto
interno equivale a confundir la explicación con una descripción más amplia de lo
sucedido.
Se puede suscribir la especificación terminológica de von Wright: "me parece más
claro distinguir aquí entre interpretación o comprensión, por un lado, y explicación,
por otro. Los resultados de la interpretación son respuestas a la pregunta '¿qué es
esto?'. Sólo cuando preguntamos por qué ocurrió X, o cuáles fueron las 'causas' de
X estamos en un tido más estrecho y estricto tratando de explicar lo que son los
hechos" (EU, 134). En tanto la intención no es causa de la acción sino su "aspecto
interno" o momento inicial, cualquier referencia a ella permite comprender mejor la
acción, o sea, describirla de manera más completa pero, en manera alguna,
explicarla. Una respuesta adecuada a la pregunta ¿qué es esto?, cuando "esto" es
una acción, supone comprender la intención del agente y las creencias conforme a
las cuales éste actuó, pero con ello se está todavía en el nivel descriptivo. La
comprensión es un momento de la explicación pero ésta no se reduce a aquélla.
"El problema es generado aquí por la naturaleza misma del esquema. Por cuanto
es completamente formal, todo lo que puede hacer es exhibir de qué manera el
discurso acerca de acciones se relaciona con el discurso sobre ciertas creencias,
intenciones, etc"(5).

III

Más allá de las objeciones que puedan formularse al esquema explicativo basado
en la inferencia práctica, lo cierto es que no son las acciones humanas las que
explican el funcionamiento de la sociedad, sino este funcionamiento lo que decide
el carácter de aquellas acciones. Alguna conciencia tiene de ello von Wright
cuando admite "en Explanation and understanding sobrestimé la importancia de
este modelo explicativo particular (inferencia práctica) para las ciencias humanas"
(R, 373). Permanece sin embargo, no hay duda de ello, en el mismo horizonte
teórico: "no advertí entonces la existencia de otros modelos explicativos diferentes
-particularmente para explicar acciones en un marco social... las explicaciones en
las ciencias sociales no tienen usualmente el carácter de explicaciones
intencionalistas pero incluso aquí el esquema de la inferencia práctica es
fundamental en el sentido de que todos los otros mecanismos explicativos parecen
girar alrededor de este esquema" (R, 413).

Frente a esta desmedida confianza habría que insistir, por el contrario, en la


inoperancia de un enfoque cuyo punto de partida es la actividad de un sujeto
aislado que establece sus propios fines. El examen de la relación simple entre los
propósitos personales y las acciones llevadas a cabo por los individuos,
considerada al margen del proceso social en su conjunto, obliga a mantener la
reflexión en el plano más superficial. Las propuestas metodológicas de von Wright
se apoyan en el supuesto de que la sociedad es un agregado de sujetos cuya
actividad puede ser conocida con independencia del sistema de relaciones sociales
en que los agentes históricos están inscritos. Por ello se cree factible constituir el
explanans con enunciados referidos a intenciones, deseos, creencias y opiniones,
es decir, con enunciados referidos a elementos que, debiera ser obvio, forman
parte del explanandum. En efecto, las intenciones y creencias no explican el curso
de la historia y son, al revés, aspectos de la realidad que deben ser explicados a
través de los fenómenos económicos, políticos e ideológicos componentes del
tejido social.

En forma ocasional von Wright apunta que los propósitos y fines incluidos en las
premisas de la explicación intencionalista "son a veces productos bastante sutiles
de tradiciones culturales, políticas, religiosas, etc. El origen y articulación de estos
propósitos puede ser otro importante objeto de explicación histórica" (EU, 144).
Esta idea no está desarrollada en el texto pero bastaría desplegarla para exhibir la
fragilidad del modelo de "explicación intencionalista". En tanto los individuos no
son sujetos cuya "voluntad pura" elaborar a su "libre arbitrio" intenciones y
creencias, éstas -no a veces sino siempre- están determinadas por la peculiar
inserción del agente en el tejido social. La estructura de este tejido y sus
transformaciones en el curso del tiempo son el objetivo teórico de las ciencias
sociales y las acciones de los agentes tienen algún significado para la investigación
no en tanto resultados del comportamiento de sujetos aislados que "hacen" la
historia pero sí como formas en las que se manifiesta el juego complejo de
determinaciones sociales.

Los defensores del esquema de "explicación teleológica no advierten que las


intenciones y creencias de quienes participan en el proceso histórico no pueden ser
punto de partida de la explicación y, por el contrario, son el punto de llegada de
ésta. Sólo para un pensamiento carente de sentido histórico pueden parecer
comprensibles de suyo las intenciones y creencias de los agentes sociales, al
extremo de convertirlas en el fundamento de la explicación. Sin embargo, la
génesis y formación de esas intenciones y creencias no se encuentra en una
imaginaria conciencia subjetiva sino en la totalidad social. Esta totalidad social no
se explica por la acción intencional de los agentes: los acontecimientos históricos
no son resultado del proyecto intencional de algún sujeto. "Si del individuo
pasamos a grupos sociales más o menos vastos (clases sociales, naciones,
estructuras sociales o incluso la sociedad en su conjunto) que despliegan una
actividad práctica colectiva, cabe preguntarse si es posible establecer la relación
entre intención y resultado... ¿es posible atribuir dicha actividad práctica a un
agente determinado que haya anticipado idealmente el producto de su actividad y
que, en consecuencia, haya dirigido y organizado el proceso práctico teniendo una
intención, proyecto o fin como ley de su actuación?" (6).
La investigación historiográfica nada tiene que ver con el comportamiento de los
individuos en cuanto tales. Los fenómenos sociales no pueden ser referidos a
simples acciones de individuos explicables en función de sus intenciones y
creencias. La historia de la sociedad es resultado, en efecto, de la actividad
colectiva pero se trata de una praxis inintencional y, por ello, la pregunta anterior
tiene respuesta negativa. Las acciones humanas forman parte de una estructura
global y por cuanto las intenciones y creencias de quienes actúan están histórica y
socialmente determinadas, ninguna explicación es posible en el plano abstracto de
las acciones consideradas en sí mismas. En textos posteriores von Wright se
mueve en esta dirección y subraya, además de los factores determinantes internos
(intenciones y creencias) la presencia de determinaciones externas. "Estos
determinantes tienen en gran medida, para no decir en forma preponderante, sus
raíces en la estructura del edificio social: en la distribución de roles y la
institucionalización de modelos de comportamiento" (DSM, 435).

Es éste un procedimiento típico del subjetivismo: confrontado a las críticas


suscitadas por su atomismo social, no tiene inconveniente en reconocer que, junto
con los deseos, opiniones, habilidades y demás factores "internos" del individuo,
hay un contexto social que le impone ciertas funciones y deberes al individuo,
quien participa en formas institucionalizadas de conducta. Se enumeran entonces,
sin dificultad, los factores "externos" que condicionan la acción individual: el código
penal, las convenciones morales, costumbres y tradiciones, los deberes emanados
de los roles que el individuo desempeña en la sociedad, etc. El subjetivismo
permanece, sin embargo, incólume. Todo ocurre como si los individuos fueran
sujetos existentes en y por sí mismos, con una voluntad pura capaz de operar
conforme a sus propias intenciones y generar sus propios fines. Se acepta que
tales individuos se encuentran, además, en un medio "externo" que moldea en
algún grado su voluntad y ejerce cierta influencia sobre sus acciones. Por ello von
Wright afirma que "los determinantes externos de nuestras acciones nos son
dados como estímulos ante los cuales reaccionamos" (DSM, 419), como si primero
existiera un sujeto que después contrae relaciones sociales.

Ya en Explanation and understanding se menciona la relación existente entre la


idea de que las acciones tienen causas y una posición determinista en la vieja
cuestión del "libre albedrío". En el ensayo titulado "Determinism and the Study of
Man" se vuelve sobre el mismo punto de manera más explícita al describir la
presión de las normas sociales y su interiorización por los individuos: "cuanto más
a menudo la presión normativa determina el comportamiento, tanto más
fuertemente es sentida la fuerza coactiva de la sociedad y tanto menos 'libre', en
un sentido subjetivo, son los agentes individuales. Pero la interiorización es
también, en cierto modo, una pérdida de libertad porque significa que se tolera a
los estímulos externamente dados determinar las acciones" (DSM, 420). Así como
la paloma kantiana cree poder volar mejor sin la resistencia del aire, así también el
subjetivismo está convencido de que las voliciones serían "más libres" sin la
influencia del contexto social. La insuficiencia decisiva del modelo de explicación
intencionalista estriba en creer que hay una voluntad subjetiva configurada fuera
del sistema de relaciones sociales. De allí la inútil clasificación de factores
"internos" y "externos". Debiera ser claro que todos los factores "internos" se
conforman fuera del "sujeto" y, por ello, el hecho de que los agentes posean
ciertas intenciones y creencias (en vez de otras) es parte de lo que debe ser
explicado y, de ninguna manera, la base de la explicación.

IV

Von Wright no rechaza por completo el papel de las explicaciones causales en la


historiografía y las ciencias sociales, aunque les concede una función subordinada
a otros tipos de explicación. De hecho, considera que las explicaciones
cuasicausales figuran de modo prominente en estas disciplinas y son
características de ellas. Hay cierta ambigüedad, sin embargo, en el empleo de la
noción "cuasi-causalidad": a veces es utilizada para referir a explicaciones que si
bien son de la forma esquemática "X ocurrió porque..." no son, sin embargo,
genuinamente causales "porque su validez no depende de una conexión nómica"
(EU, 85). En otras ocasiones, el término remite a la combinación entre un esquema
causal estricto y el modelo de inferencia práctica. En la respuesta a sus críticos,
por ejemplo, von Wright señala: "denominé 'cuasi-causalidad' a la interacción entre
conexiones nómicas y acción intencional" (R, 375). A pesar de que este texto
admite, inclusive, que "algunas conexiones causales pueden estar asociadas con
una ley general" (R, 385), todo el discurso gira en torno a la ineficacia de un
programa explicativo de esta naturaleza. En virtud de la fragilidad de la alternativa
propuesta por von Wright, conviene examinar sus reservas frente a la explicación
causal.

La argumentación puede ser reconstruida en los siguientes términos: a) en


situaciones experimentales bien definidas y controladas es posible generalizar y
decir que ceteris paribus C causará siempre E. Hay otro tipo de situaciones donde
se puede afirmar que una causa particular produjo un efecto particular, sin
comprometerse por ello con enunciado general alguno. "Las situaciones en las que
buscamos las causas de las acciones son, normalmente, de este segundo tipo"
(EU, 376); b) cuando se especifican las condiciones en que ocurre un
acontecimiento histórico se llega a la conclusión de que una ley pertinente para
explicar dicho acontecimiento sería ad-hoc: "el único caso de esta ley sería el que
se supone 'explicado' por ella" (EU, 25); c) aunque pueda establecerse una
correlación estadística aproximada respecto a la conexión entre los determinantes
y las acciones, tales correlaciones no son "leyes" porque dependen de factores que
cambian en el curso de la historia. "Las leyes científicas, tendemos a pensar, no
deben ser dependientes de contingencias históricas. Debieran mantenerse
verdaderas semper et ubique" (DSM, 417).

A. No hay duda de que en un sistema cerrado, con un número reducido de


variables cuyas relaciones pueden mantenerse bajo control, son menores las
dificultades para identificar las causas de cualquier cambio observado en el sistema
y, por tanto, para formular leyes de validez, inclusive, necesaria y universal. La
organización social, es obvio, posee las características opuestas: es un sistema
abierto, con un número abrumador de variables cuyas relaciones no pueden estar
bajo control. Esta circunstancia no cancela, sin embargo, la posibilidad de elaborar
hipótesis sobre los vínculos existentes entre tales variables; sólo indica un grado
incomparablemente mayor de complejidad. Atribuir causas a los acontecimientos
históricos exige apoyar esa pretensión en enunciados generales o asumir la
arbitrariedad de la interpretación a la que pueden oponerse otras con la misma
legitimidad o, tal vez sería mejor decir, ilegitimidad. Una complicación adicional
proviene del hecho de que las relaciones causales no operan entre variables
consideradas de modo abstracto fuera del sistema, por lo que sus vínculos están
sujetos al impacto de las restantes variables y del sistema global.

B. Es indiscutible el carácter único e irrepetible de los fenómenos históricos, si bien


tal unicidad e irrepetibilidad no es, en manera alguna, privativa de la realidad
social. El argumento que subraya la especificidad absoluta del hecho histórico
siempre ha servido para oponer la índole "ideográfica" de las ciencias humanas a
la "nomotética" de las ciencias naturales. No es cierto, sin embargo, que las leyes
científicas puedan proponerse sólo cuando los acontecimientos se repiten de
manera regular idénticos a sí mismos. Si éste fuera el caso, no habría leyes
científicas en campo alguno del saber. Fuera de las disciplinas formales no existe
identidad absoluta ni en el mundo sociohistórico ni en el natural. Si bien los
acontecimientos históricos presentan un grado mayor de especificidad, ello no
niega que están constituidos por entidades, gran parte de las cuales están
presentes en amplios períodos de la historia y algunas, tal vez, en todo el proceso
histórico. Las ciencias sociales han identificado un gran número de esas entidades
y han formulado muchas hipótesis respecto a las relaciones entre ellas cuya validez
no se restringe a "casos únicos".
C. La idea de que las leyes son enunciados válidos "siempre y en todas partes" no
resiste el menor examen. Las hipótesis aspiran a tener eficacia explicativa sólo en
el marco de ciertas condiciones. No tiene sentido exigirle a las ciencias sociales
una pretensión de universalidad que otras ciencias han abandonado hace ya
tiempo. Los componentes de la realidad social están sometidos, en efecto, a
modificaciones en el curso del proceso histórico. Ello no impide, sin embargo, el
establecimiento de correlaciones (no estrictamente universales, pero sí de orden
probabilístico), o sea, la formulación del único tipo posible de "leyes científicas".
Ahora bien, la defensa de la explicación causal de los fenómenos sociohistóricos no
equivale a comprometerse con la existencia de "leyes de la historia" distintas a las
hipótesis producidas por la economía, la sociología, la ciencia política, etc. Por otra
parte, la renuncia a la explicación causal conduce a la historiografía descriptiva: "si
nos asociamos con algunas opiniones teóricas sobre la metodología del
conocimiento social las cuales mantienen que, a diferencia de la relación mecánico-
causal donde las leyes median entre los eventos, en la historia son las
motivaciones las que median entre los acontecimientos, entonces inevitablemente
reducimos la interpretación histórica a mera cronología".(7).

Los trabajos de von Wright tienen su origen en una preocupación por la teoría de
la acción humana y no están directamente involucrados en el debate metodológico
de las ciencias sociales. "Los conceptos, las hipótesis formuladas por von Wright
posiblemente puedan dar cuenta de las acciones humanas, pero se requiere de un
modelo teórico mucho más complejo que el de las 'inferencias prácticas' para
explicar la realidad social"(8). Con independencia, sin embargo, de la aceptación o
rechazo de la "explicación intencionalista", hay, por lo menos, dos planteamientos
cuya pertinencia para la teoría de la historia desborda la polémica causalidad
versus teleología. Uno de ellos, aunque parezca paradójico, tiene que ver con el
carácter de las hipótesis explicativas utilizadas en ciencias sociales, las cuales no
serían de una generalización inductiva basada en la observación y el experimento,
sino esquemas de relaciones conceptuales. "Las 'leyes' sociales no son
generalizaciones de la experiencia sino esquemas conceptuales para la
interpretación de situaciones históricas concretas. Su descubrimiento, o mejor, su
invención es cuestión del análisis de conceptos y su aplicación es cuestión del
análisis de situaciones" (DSM, 434). Frente a las limitaciones del empirismo y la
confusión de quienes por "leyes de la historia" entienden la inevitabilidad del
desarrollo en cierta dirección, hay allí una idea sugerente.
El otro punto recuperable más allá de la postura adoptada respecto a la explicación
intencionalista se refiere a la posibilidad de distinguir dos tipos de determinismo.
Uno de ellos (predominante en ciencias naturales) está asociado con las ideas de
predicción, control experimental, regularidad, etc. Otro concepto de
"determinismo" tiene que ver con el conocimiento del proceso sociohistórico. "La
inteligibilidad de la historia es un determinismo ex post facto" (EU, 161). El
desarrollo de este planteamiento permitiría despejar las continuas confusiones
entre las burdas variantes del fatalismo y la concepción determinista de historia.

NOTAS:

(1) F. Stoutland, "The causal theory of action" en J. Manninen and R. Tuomela


(Eds), Essayb on Explanation and understanding. D. Reidel Publishing Co.,
Dordrecht, Holland, 1976, p. 280

(2) R. Tuomela, "Explanation and Understanding of human behavior" en Essays


on..., p. 193.

(3) F. Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Ediciones


en lenguas extranjeras, Moscú, p. 28.

(4) M. Riedel, "Causal and historical explanation" en Essays on... p. 13.

(5) R. Martin, "Explanation and understanding in history" en Essays on... p. 308.

(6) A. Sánchez Vázquez, Filosofía de la práxis, Ed. Grijalbo, México, 1967, p. 26.

(7) M. Makai, "Against reductionism and purism: tertium datur" en Essays on..., p.
49

(8) C. de Yturbe.
Las obras de Georg Henrik von Wright han sido identificadas con iniciales: EU,
Explanation and Understanding, London, 1971; R. "Replies" en Essays on..., DSM,
"Determinism and the study of man" en Essays on...., Existe una traducción de la
primera, española bajo el título Explicación y comprensión, Alianza Universidad,
1979.

01/01/1979

¿Quién mató al comendador?

Carlos Pereyra.

Notas sobre Estado y sociedad en México

EN EL PRINCIPIO FUE UN PROYECTO NACIONAL

Quienes en 1910 se lanzaron en México a la renovación de las anquilosadas


instituciones políticas del régimen porfirista, ignoraban hasta qué punto su acción
contribuía a eliminar las trabas que mantenían la sumisión de las masas
campesinas. Muy pronto quedó claro: ninguna transformación política era posible
si no iba acompañada de una revolución social que modificara las relaciones de
producción en el campo. Tratándose, como era el caso, de un país
fundamentalmente agrario, ello equivalía a trastornar de manera profunda los
vínculos entre Estado y sociedad. En efecto, después de la insurrección campesina
y de la guerra civil desatada para aplacar a las masas desbordadas, comienza la
lenta reconstrucción del estado mexicano, que sólo avanza en la medida en que el
grupo político victorioso adquiere legitimidad por la vía de incorporar en el
programa de gobierno las demandas campesinas y populares básicas.

El texto de la Constitución de 1917, la ideología de los gobiernos emanados de la


Revolución y las medidas adoptadas por las primeras administraciones, sobre todo
entre 1920-1940 y con particular vigor en el periodo de Cárdenas, revelan la
existencia de un proyecto nacional de desarrollo cuya posibilidad de realizarse
dependía de la intensa movilización popular -con los altibajos inevitables- de
aquellos años. La formación del poder político fue paralela a la consolidación de un
verdadero Estado nacional, cuyo carácter como tal implicaba varias cuestiones: a)
la unidad e integridad de la nación, que sólo podrían conseguirse después de
eliminar las fuerzas centrífugas dispersas con bases locales o regionales de poder;
b) la pacificación del país y la recuperación estatal del monopolio sobre la violencia
legal; c) la elaboración de un proyecto de desarrollo en el que las diferentes clases
sociales, la nación entera, reconocieran la defensa y estímulo de sus intereses
particulares; d) la recuperación para el país de su dominio sobre los recursos
naturales; e) la afirmación de la soberanía en forma suficiente para que el Estado
adoptara decisiones propias, disminuyendo la capacidad de presión de la metrópoli
imperialista y de quieres detentan el poder económico en el interior de la sociedad.

En la marejada revolucionaria, la existencia de ese proyecto nacional de desarrollo


le permite al grupo victorioso canalizar en su apoyo el impulso popular y fortalecer
la legitimidad del Estado hasta un punto sin precedente y sin paralelo durante
mucho tiempo, en América Latina. La reforma agraria, la nacionalización de los
ferrocarriles y la expropiación petrolera, sumadas a ciertos textos de la
constitución (sobre todo los artículos 3, 27 y 123) al contenido popular y
nacionalista de los programas de gobierno y al ambiente cultural e ideológico
producidos por el estallido revolucionario, confieren al Estado mexicano una
enorme base de apoyo social y un grado considerable de autonomía frente al
bloque dominante.

Al finalizar la cuarta década de este siglo, el Estado mexicano se apoyaba en una


base económica, social y política que abría la posibilidad -como ocurrió en efecto-
de un crecimiento sostenido de la economía nacional, en el marco de una relativa
estabilidad y con cierto margen de autonomía frente al imperialismo
norteamericano. El sistema ejidal y el sector de propiedad estatal, la organización
de los trabajadores del campo y de la ciudad en confederaciones adheridas al
partido oficial y la ausencia de corrientes políticas antagónicas que presentaran un
desafío serio al régimen ya consolidado, determinaron el fortalecimiento del
estado, es decir, su capacidad de permear y controlar a la sociedad civil. En esa
alianza entre Estado y clases populares, éstas cedieron autonomía política e
independencia ideológica a cambio de una serie de concesiones que mejoraron su
situación económica y vigorizaron su posición dentro del sistema político.

DESTACADAS MEDIDAS QUE DEBEN ADOPTARSE PARA CREAR UNA BURGUESÍA


INÚTIL

Al abrirse la década de los cuarenta, el Estado mexicano enfrentaba una disyuntiva


que, en cualquiera de sus dos opciones, resultaba desquiciante para el proyecto
nacional de la Revolución: no estimular la acumulación privada y, en consecuencia,
cancelar el programa de desarrollo económico nacional o fomentar dicha
acumulación y aceptar que el desarrollo capitalista consiguiente refuncionalizara el
proyecto nacional hasta convertirlo -como sucedió- en un proceso de
concentración y monopolización de la riqueza. En breve: en las circunstancias
sociopolíticas del país el proyecto de desarrollo económico no podía sino adoptar la
forma capitalista dependiente. Sin un movimiento obrero y popular independiente
capaz de contrarrestar en alguna medida esa tendencia histórica, a partir de 1940
el Estado desplaza a ritmo veloz su relación con las clases sociales y estrecha sus
vínculos con la burguesía que, en gran parte, contribuyó a crear. La alianza
anterior con las clases populares aunque nunca rota en definitiva, fue sustituida
por otra, con el bloque social dominante. Todo se movió con rapidez:
contrarreforma agraria, reducción de los salarios reales, abandono relativo de la
ideología popular, sometimiento a la política de guerra fría.

Los recursos de la sociedad fueron destinados en una desproporción abrumadora a


favorecer la acumulación privada. Gigantescas obras de infraestructura hicieron
posible emporios aislados de agricultura capitalista. El proteccionismo arancelario,
un sistema fiscal regresivo y una política laboral de contención salarial permitieron
elevadas utilidades. Las empresas del sector público fueron elementos clave para
desviar la plusvalía social en beneficio del empresario mexicano y, sobre todo a
partir de los años cincuenta, de los monopolios extranjeros. La política hacendaria
estimuló la rápida aparición del capital financiero que terminó convirtiéndose en la
fracción hegemónica del bloque dominante. Como ha sido señalado muchas veces,
es difícil encontrar en América Latina un Estado que haya favorecido tanto a la
burguesía como el mexicano. A pesar de los esfuerzos de la retórica oficial, ya no
es fácil recordar que este mismo Estado emergió de un movimiento popular.

CLAVES Y EQUIDADES (OPRESIVAS) DEL CORPORATIVISMO

El sistema político contribuyó, tal vez con más eficacia que las mismas decisiones
públicas de estrategia económica, a compaginar el acelerado crecimiento del
producto bruto con la aguda concentración del ingreso, en condiciones de relativa
paz social y estabilidad política. Sustituida la ampliación del mercado interno por la
profundización del mismo, es decir, compensada la escasa capacidad adquisitiva de
la población trabajadora por el hipertrofiado poder de compra de la burguesía y de
los sectores medios privilegiados, la economía mexicana pudo desenvolverse de
manera ininterrumpida por varios decenios sin sobresaltos producidos por la
desigualdad social: el sistema político se encargó de canalizar y mantener bajo
control las demandas populares.

La clave del funcionamiento del sistema político mexicano se encuentra en el


corporativismo como eje de las relaciones entre Estado y sociedad. En virtud de la
génesis histórica del Estado mexicano y de los organismos sociales que agrupan a
los trabajadores del país, prácticamente no existe un sólo segmento de la sociedad
civil que no haya sido convertido en una prolongación del aparato estatal.
Sindicatos obreros, federaciones de campesinos y empleados públicos,
organizaciones de colonos, profesionistas, no asalariados, etc., casi todas las
instituciones creadas por la sociedad para defender los intereses inmediatos de sus
diferentes sectores y organizar la participación política de los mismos, han sido
incorporadas dentro de la omniabarcante maquinaria estatal. Los aparatos de
Estado forman un denso tejido fuera de los cuales sólo restan comunidades
aisladas no integradas plenamente a la vida nacional. Un Estado que dispuso de un
proyecto nacional y fue capaz por ello mismo de organizar a la sociedad en torno
suyo, conserva su papel rector en la sociedad civil por un tiempo impredecible
después del desdibujamiento de ese proyecto.

El enclaustramiento de las fuerzas sociales en el mecanismo corporativo repercutió


también en el establecimiento de una ficticia estructura pluripartidista. Si se toma
en consideración que la tendencias corporativas involucra también a sectores del
bloque social dominante, toda vez que inclusive las cámaras empresariales fueron
creadas a iniciativa del Estado mexicano como órganos consultivos de éste, se
comprenderá mejor por qué en el país ni siquiera ha actuado un partido político de
la burguesía.

Por su parte, la estructura sectorial del partido del Estado frenó el movimiento
social; y cuando éste se dio, fue a través de canales predeterminados que
redujeron las posibilidades de conectar el impulso de las masas con los núcleos de
oposición socialista. De ahí que en México no haya partidos obreros con el vigor
que éstos tienen en casi todos los países. La existencia de un partido del Estado
(en definitiva eso significa "partido único") con la estructura ramificada del PRI, es
la prueba más contundente del ahogamiento de la sociedad civil cercada desde
todos lados por el Estado.

LOS RECELOS DEL BLOQUE DOMINANTE

El desarrollo del capitalismo dependiente impulsado por el sistema político que se


creó después de la Revolución no sólo desvirtuó el proyecto nacional de ésta sino
que ahora amenaza, además, con devorar al Estado surgido en ese proceso.
Detrás de la interminable polémica, en apariencia bizantina, sobre la intervención
del Estado en la economía, se encuentra la necesidad del bloque dominante
(capital financiero, burguesía agraria exportadora y monopolios transnacionales
asociados con ciertos intereses locales) de alterar la forma del Estado mexicano.
La eficiencia del corporativismo para moderar las demandas populares y para
bloquear la formación de fuerzas políticas independientes, tiende a ocultar el
hecho de que la legitimidad de un Estado corporativo depende del apoyo de las
masas. De ahí que la llamada iniciativa privada, consciente como está de la
funcionalidad del sistema político para su dinámica de acumulación, mantenga, sin
embargo, la agresividad ideológica. El capital no ignora que el reformismo y las
concesiones a las masas están inscritas en la lógica misma del sistema corporativo.
Se orienta por ello hacia otra forma de Estado, menos vinculada al apoyo popular,
donde se debilite el riesgo de eventuales reformas que afectarían, así sea en
pequeña escala, el monto de sus utilidades.

En definitiva, la hegemonía social de ese bloque no se habrá consumado de


manera absoluta mientras persistan las ligas del Estado, aunque debilitadas, con el
movimiento popular que lo originó. La ofensiva ideológica empresarial, cuyo
impacto en los sectores medios y pequeño-burgueses es innegable, apunta a crear
condiciones propicias para la sustitución del sistema político por otro que prescinda
del consenso popular.

La lógica del desarrollo capitalista dependiente juega a favor del bloque


dominante. Las principales conquistas revolucionarias han sido mediatizadas: el
sistema ejidal no ha impedido la transferencia de recursos al polo de la agricultura
comercial; las empresas del sector público han sido fuente inagotable de subsidio
para el capital privado, la llamada economía mixta y el supuesto equilibrio de los
sectores público y privado se han convertido en resorte estimulante de ganancias y
privilegios para grupos minoritarios. Si antes el grado de autonomía relativa y el
margen de maniobra política le permitían al Estado adoptar medidas atendiendo
más al interés general, la tendencia cada vez más acentuada al estrechamiento de
esos márgenes reduce la movilidad estatal. Si a ello se agregan los vínculos
personales crecientes entre los miembros de la burocracia política, a la vez
capitalista, y los otros dueños del capital, se comprenderá la inclinación del sistema
político mexicano a perder sus peculiaridades originales.

LA SUBORDINACIÓN REAL DEL ESTADO RECTOR

El crecimiento económico, es obvio, no beneficia a todos por igual. Si al


predominio de las relaciones capitalistas de producción, que por sí solas
determinan la distribución desigual de la riqueza, se añaden la subordinación a la
metrópoli imperialista, la contención de las demandas populares y una política
económica orientada a fomentar el "ahorro" y la inversión, es decir, la acumulación
privada de capital, entonces no puede extrañar la concentración de poder
económico y su inevitable repercusión en los planos ideológico y político. El hecho
de que unos cuantos monopolios transnacionales, cuyas inversiones en los
sectores más dinámicos de la economía mexicana se hayan multiplicado varias
veces en las últimas décadas, controlen las principales ramas de la industria de
transformación, buena parte del comercio y fortalezcan aceleradamente sus
posiciones en la agricultura de exportación, no puede dejar de tener impacto en
las relaciones políticas e ideológicas entre Estado y sociedad en México.

El peso específico alcanzado por los monopolios transnacionales, el capital


financiero y la burguesía agroexportadora, desmiente la idea de un Estado "rector
de la economía" y, por el contrario, sugiere la progresiva subordinación de éste.
Tal proceso, cuyos más nítidos síntomas se advirtieron desde el comienzo de los
setentas, amenaza las bases mismas del pacto social en el que descansa el sistema
político mexicano, porque no es, en manera alguna, un hecho puramente
económico. No pueden combinarse por tiempo indefinido un sistema económico
cuyo beneficiario casi exclusivo es el capital y un sistema político que depende -no
importa si los procedimientos son corporativos- del apoyo popular.

UNA HISTORIA ORDINARIA

Durante el sexenio pasado la burocracia política entendió que el Estado se hallaba


en una vorágine que lo conduciría a situaciones cada vez más críticas. A los
intentos de diferentes sectores de rescatar a la sociedad civil del mecanismo
corporativo, se añadían los efectos de la crisis mundial capitalista y la imposibilidad
de mantener por más tiempo el mito del "milagro mexicano" en medio del
desempleo, la marginalidad y la angustia por la tierra. El corporativismo solo, sin el
concurso de medidas populistas, cancelado el proyecto nacional de antaño, no
podría preservar indefinidamente la base social de apoyo del régimen y su
legitimidad, cuyo deterioro era visible ya, incluso para una mirada superficial. El
estallido de 1968, el abstencionismo en las elecciones de 1970, la insurgencia
sindical que lentamente despuntaba al comenzar la década, las ocupaciones
frecuentes de tierras, la organización de colonos en diversas ciudades del país,
etc., señalaban otras tantas fisuras en el sistema político.

Desde la campaña electoral de 1970 se vio con claridad que la nueva


administración estaba decidida a entroncar con la tradición del llamado
nacionalismo revolucionario. La intensidad misma de la campaña, prácticamente
exhaustiva, el lenguaje empleado, los problemas sometidos a debate y las
soluciones propuestas así lo indicaban. Todo ello suponía el riesgo de generar
fracturas -como en efecto ocurrió- en el interior de la burocracia política, pero la
amenazada estabilidad del sistema político exigía pagar ese precio.

Lo primero era cicatrizar las heridas de 1968, donde el Estado había exhibido que,
fuera de los procedimientos corporativos, ya no admitía otras formas de relación
con el polo dominado de la sociedad que las represivas. La liberación de los presos
políticos, la cuidadosa atención a los intelectuales, el aumento del presupuesto en
las universidades, el consentimiento para que éstas se gobernaran por cuenta
propia, la mayor tolerancia a la información y comentarios periodísticos de carácter
crítico y, en general, lo que se denomina "apertura democrática", pretendían
restablecer la comunicación entre el sistema político y los núcleos disidentes.

UN PASO ADELANTE, DOS ATRÁS

La promesa formulada al comenzar el sexenio en el sentido de que se auspiciaría


la democratización de los sindicatos encontró muy pronto la previsible resistencia
de la burocracia sindical. Por otra parte, el temor a perder las riendas y a que la
clase obrera desbordara los instrumentos de sujeción, obligó al régimen a
retroceder, a entrar en componendas con esa burocracia y, finalmente a
endurecerse hasta el límite de acosar a los electricistas democráticos y ocupar
militarmente sus lugares de trabajo. Se habló mucho de promover la
colectivización ejidal, pero la inercia de las instituciones burocratizadas y la
fortaleza de la burguesía agraria redujeron el programa hasta su virtual
desaparición. Se aumentaron los precios de garantía de ciertos productos agrícolas
y se canalizaron muchos miles de millones de pesos al campo, pero el pesado
aparato de comercialización, la ramificada corrupción de los organismos oficiales
involucrados en el asunto y la amplitud del problema agrario, convirtieron esas
medidas en paliativos circunstanciales muy por debajo de las necesidades
insatisfechas.

En política exterior, el gobierno de Echeverría pretendió contrarrestar la inanidad


de la "relación especial" con Estados Unidos y la camisa de fuerza representada
por la hegemonía imperialista en la economía mexicana y en el comercio
internacional del país. Se invirtió la tendencia a congelar las relaciones con Cuba
socialista, con la que se estrecharon vínculos diplomáticos, culturales y
comerciales; se renovó la tradición antimperialista con motivo de la sistemática
solidaridad política y material prestada a la Unidad Popular chilena antes y después
del golpe militar de septiembre de 1973. La política basada en los acuerdos
bilaterales con el gobierno norteamericano fue sustituida por un esfuerzo sostenido
para alinearse con los países del Tercer Mundo, incorporando a México en ese
frente internacional de batalla con el imperialismo. Pero la debacle económica de
las postrimerías del sexenio que condujo al sometimiento de las decisiones
públicas a las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional, canceló de
cuajo todo lo avanzado en esta vía.

Hubo algunos intentos tímidos de frenar la voracidad de los monopolios


transnacionales y de moderar los desproporcionados privilegios del capital privado:
nueva legislación sobre inversiones extranjeras, así como sobre patentes y marcas.
A final de cuentas, sin embargo, esos instrumentos legales fueron rebajados hasta
niveles más pobres que los establecidos, por ejemplo, en el régimen militarista de
Brasil. Otras propuestas, como la de terminar con el anonimato en la titularidad de
las acciones o reformar el sistema fiscal, fueron liquidadas con toda prontitud. Algo
semejante ocurrió con la ley de asentamientos humanos, diseñadas para regular la
brutal especulación con los precios urbanos. Otras medidas de carácter
redistributivo (como el establecimiento del Infonavit, el Fonacot, las correcciones a
la ley sobre reparto de utilidades, etc.) funcionaron de manera mediocre y sus
efectos fueron arrasados por la concentración del ingreso resultante de la
devaluación monetaria y del proceso inflacionario. Apenas pudieron mantenerse los
salarios reales de los trabajadores sindicalizados, gracias a los aumentos de
emergencias autorizados por el gobierno.

DE LA CAÍDA ECONÓMICA A LA DERROTA IDEOLÓGICA

La administración de Echeverría se enfrentó a problemas económicos generados


por un proceso de acumulación fincado en las utilidades desorbitadas del capital, el
privilegiado poder de compra de una minoría y la exclusión de los trabajadores de
los beneficios del crecimiento. Tales problemas se vieron agravados, además, por
la crisis del sector externo y el impacto en el país de la recesión mundial. Según
cifras de la CEPAL, la tasa de crecimiento económico cayó de 7.6 por ciento en
1973, a 5.9 en 1974, a 4.2 en 1975 y a 1.9 por ciento en 1976. El deterioro de la
economía mexicana se conjugaba con el desgaste del sistema político, cuya
legitimidad disminuía en forma igualmente espectacular. A pesar de que la
intentona reformista dejaba inalterados los mecanismos fundamentales de
acumulación privada, bastó para provocar una enérgica reacción de la burguesía y
su más desenfrenada y frenética respuesta ideológica.
En el plano de la organización política los detentadores del poder económico
crearon nuevas instancias para instrumentar la defensa de sus privilegios: el
Consejo Coordinador Empresarial y la Unión Nacional de Agricultores. Promovieron
toda clase de rumores para desacreditar más a un régimen cuya credibilidad ya
estaba muy afectada por la crisis económica. Sin ningún escrúpulo se realizaron
pruebas encaminadas a medir la eficacia informativa de los aparatos oficiales y la
confianza de la gente en éstos. Así, rumores sobre el agotamiento de la gasolina o
de ciertos víveres e, inclusive, sobre las andanzas de un imaginario estrangulador
de mujeres, crearon verdaderas situaciones de pánico y probaron la fragilidad del
prestigio gubernamental. Los rumores tuvieron éxito en todas las esferas de la
sociedad: el supuesto congelamiento de cuentas bancarias alarmó a los miembros
de la burguesía y de los sectores medios; la descabellada invención de que se
estaba esterilizando a los niños a través de vacunas especiales causó estragos en
las clases populares; la absurda versión acerca de un golpe de Estado preocupó
inclusive a núcleos de la burocracia política.

A la retórica antiempresarial de ciertos círculos gobernantes, no acompañada de


ninguna medida práctica, se respondió en forma contundente con la desinversión,
los paros patronales y la fuga de capitales. Se promovió un clima de desconfianza
y se atribuyó a la corrupción administrativa -como si ésta fuera una novedad
exclusiva de ese sexenio- ser la causa única de los males sociales. Nunca antes los
medios de comunicación masiva habían sido utilizados con tal intensidad para
defender los intereses de la empresa privada. Basta recordar la difusión concedida
al discurso antipresidencial pronunciado por un vocero del grupo Monterrey en el
entierro de Eugenio Garza Sada. El balance es definitivo: el gobierno perdió la
batalla ideológica y no pudo llevar a cabo prácticamente ninguna de las reformas
propuestas. La pretensión estatal de apoyarse -como en el pasado- en la
movilización popular para sacar adelante sus decisiones generales, se vio frustrada
esta vez porque la correlación de fuerzas sociales y la hegemonía del capital
dejaban escaso margen para efectivas concesiones capaces de atraer el apoyo de
los dominados. La "alianza popular revolucionaria" festinada por la burocracia
política quedó en el papel.

REQUIEM POR EL ESTADO FUERTE MEXICANO

Al terminar 1976 ya era indudable que el Estado fuerte mexicano había dejado de
serlo. Colocado a la defensiva y obligado a restablecer el "clima de confianza",
atado por los compromisos con el FMI y sometido a la presión de la crisis
económica, su estrategia para superar la crisis tenía que fundarse en el
estrechamiento de lazos con el bloque social dominante y en el correspondiente
desplazamiento a la derecha. El establecimiento de un tope en los aumentos
nominales de salarios en plena época inflacionaria, la liberación de precios, el
reforzamiento de los estímulos fiscales y hacendarios, la cuidadosa vigilancia de los
egresos públicos en detrimento del gasto social, etc., intentan garantizar hoy la
recuperación de la tasa de utilidades afectada por el estancamiento económico,
pero a costa de un mayor deterioro en las ya muy precarias condiciones de vida de
la población trabajadora. Esta acrecentada polaridad en la distribución de la
riqueza trastorna de manera irremediable el pacto social en el que se habían
sustentado hasta ahora el sistema político mexicano y las relaciones entre Estado y
sociedad.

A dos años de gobierno de José López Portillo, siguen vigentes las estructuras del
poder político que garantiza el control de las masas y el apoyo de éstas, pero las
tendencias centrífugas son cada vez más consistentes. El abandono progresivo del
pacto social se traduce en inquietud y efervescencia popular: movilizaciones,
huelgas, luchas por reivindicaciones inmediatas, anhelo de rescatar a la sociedad
civil de la mecánica corporativista. La política económica atenta contra el consenso
del que todavía disfruta el Estado y lo obliga a reprimir los brotes de descontento
en perjuicio directo de su legitimidad. En estas condiciones tiende a disminuir la
base de apoyo social del Estado, cuyas concesiones al bloque dominante lo aíslan
del sustento popular del que depende. Un sistema económico conformado por el
crecimiento excluyente pone en jaque a un sistema político que descansa en la
aprobación mayoritaria. Si la fuerza de las cosas empuja a sustituir la tradicional
democracia autoritaria por un régimen de tipo despótico, se habría clausurado la
etapa histórica abierta por la Revolución de 1910. El Estado mexicano se encuentra
frente a una difícil paradoja: por un lado, necesita tolerar el fortalecimiento del
polo dominado de la sociedad civil para no verse cada vez más supeditado al
proyecto privatista (tal supeditación alimentaría tensiones que dificultarían y hasta
harían imposible mantener la actual forma de Estado); a la vez, teme que ese
fortalecimiento conduzca a la expansión incontrolable del movimiento popular
independiente, es decir, a la modificación radical del sistema político existente. De
ahí las constantes trabas represivas a la organización autónoma de las fuerzas
sociales.

LA DIFÍCIL DIALÉCTICA DE CAMINAR SIN MOVERSE

En los últimos años se ha acentuado iniciativa política de las masas y la ciencia de


éstas en el sentido de que la solución de sus problemas depende la acción propia.
La clase obrera está más dispuesta ahora a recuperar la estructura sindical y
liberar esa zona de la sociedad civil de su prolongado sometimiento al Estado. El
sector reformista de la burocracia política está convencido de que sólo el
fortalecimiento del polo dominado de la sociedad civil permitirá al Estado recuperar
margen de maniobra frente a los intereses particulares del bloque dominante, pero
necesita que ese fortalecimiento no implique debilitar la presencia estatal en la
sociedad civil. Cuenta para ello con capacidad de la burocracia sindical para
revigorizar su función como instancia mediadora entre Estado y trabajadores. En
efecto, el sindicalismo oficial no es un puro aparato de control político e ideológico
sino también centro de organización proletaria y lugar donde se expresa la
articulación alcanzada por el movimiento obrero. La reanimación en 1978 de la
anquilosada estructura sindical, cuyas expresiones más claras fueron la reforma
económica propuesta por la CTM y la asamblea nacional convocada por el
Congreso del Trabajo después de doce años de práctica inmovilidad, está
encaminada a evitar que la iniciativa de base obrera desborde los límites
establecidos por el sistema y a orientarla por los canales corporativos.

Se pretende, a la vez, actualizar el potencial orgánico de la estructura vertical y


reprimir toda disidencia independiente: oxigenar los aparatos corporativos
manteniendo su carácter opresivo. Nada tiene de extraño, en consecuencia, que
junto a la reactivación del sindicalismo oficial se hayan recrudecido las medidas
represivas en todos los casos en que la intervención popular escapa al control
desde arriba. La principal dificultad de esta táctica doble consiste en que, el temor
a desatar una movilización popular incontenible, bloquea las posibilidades de
acumular energía suficiente para arrancar al capital monopólico concesiones
eficaces y despejar, de alguna manera, la dramática situación de las masas. Sin
una movilización efectiva de los trabajadores no habrá la presión necesaria para
vencer la resistencia burguesa a cualquier reforma, por ligero que sea el sacrificio
de sus desproporcionados privilegios. Si no se tolera la democratización de los
sindicatos y demás organismos sociales de las clases dominadas, no se ve de qué
manera podría superarse la pasividad política y el atraso ideológico del conjunto de
los trabajadores, producidos por la escasa -si alguna- credibilidad del discurso
oficial.

La reforma política resulta, entonces, la otra vía decidida por la burocracia


gobernante para consolidar el entorpecido funcionamiento del sistema político
mexicano. Ampliar los hasta ahora reducidos márgenes de la democracia
autoritaria permitirá institucionalizar el conflicto social y dar espacio legal a la
acción de las corrientes políticas opositoras. La reforma puede devolverle al
proceso electoral parte de su significado como fuente de legitimidad del Estado;
además, legaliza la presencia de los partidos en el debate político e ideológico
nacional y ratifica el terreno conquistado por los partidos de izquierda en su
esfuerzo de organización popular. Sin embargo, los partidos incorporan a sectores
reducidos de la población (principalmente urbana) y no a la enorme masa marginal
desesperada. Si las acciones espontáneas de ésta, no canalizadas por vías
institucionales, son enfrentadas de manera sistemática con procedimientos
represivos, como ha ocurrido hasta ahora, el enviciamiento de las relaciones
políticas en el país será superior a la tolerancia resultante de la reforma.

UNA ALIANZA POSIBLE Y NECESARIA

La hostilidad contra todo intento de democratización nacional no proviene sólo del


bloque dominante dispuesto a desembarazarse de un Estado que sigue
dependiendo del apoyo popular. Esa hostilidad guía también el comportamiento de
quienes, en el interior de la burocracia gobernante, conciben más sociedad civil
que la sometida a los controles corporativos. Junto a ellos, en el Estado de la
revolución mexicana, existe una corriente preocupada por la preservación del
sistema político, más sensible a la amenaza que representa la expansión de un
sistema económico basado en la acumulación monopólica de capital. Para las
fuerzas políticas orientadas desde la perspectiva de su propio proyecto histórico
anticapitalista, la presencia de esa corriente en las grandes organizaciones de
masas determina la necesidad objetiva de avanzar hacia el establecimiento de una
alianza con la tendencia estatal reformista.

Hace ya mucho tiempo que en México no se da la experiencia de una verdadera


alianza entre clases populares y Estado, pues los gérmenes de tal alianza tuvieron
un rápido desarrollo bajo la forma de subordinación corporativa. A ello se debe la
presencia de dos tradiciones nefastas en la política mexicana: a) la creencia, muy
difundida entre los partidarios del nacionalismo revolucionario oficial, de que toda
lucha por la democratización y la independencia de los organismos sociales,
equivale a la ruptura definitiva con el Estado y debe ser combatido; b) el
convencimiento, característico de la izquierda elemental, de que toda alianza es
por principio la máscara del sometimiento o una vía a la claudicación y que, en
consecuencia, sólo el enfrentamiento directo con el Estado garantiza la
independencia y el desarrollo de una línea propia. Más allá de esas posiciones que
de manera sistemática han conducido al oportunismo o al aislamiento, la dinámica
histórica del país le plantea a la clase obrera y a los demás sectores sociales
oprimidos la tarea de avanzar, durante una prolongada etapa donde lo central será
la acumulación de fuerzas, la construcción de organismos democráticos e
independientes. Ese nuevo proyecto de clase no sólo incluye sino exige el
establecimiento de alianzas con los núcleos del Estado fieles a su tradición
originaria: la revolución de 1910.

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