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Fradkin y Serulnikov, proponen ver el proceso político con lo social “socializar la

historia política”

III

En Argentina la historiografía buscó relaciones entre la revolución y el orden social.


Para Halperin supuso el fin del pacto colonial y, con el tiempo, un cambio de
hegemonía de la mercantil a la terrateniente, donde el predominio de los productores
se liberó de los comercializadores. Chiaramonte postulaba algo contrario: las formas
estatales posrevolucionarias eran producto de las estructuras económicas que
lograron sobrevivir (es decir mercantiles y su predominio de capital).

Hay un énfasis en identificar la construcción de la hegemonía. Las


transformaciones en las relaciones políticas no puede olvidar su impacto en las
relaciones sociales. Porque éstos, sobre todo los sectores subalternos, podían incidir
en sus propias relaciones debido a ciertas condiciones estructurales: escasez de la
población frente a una demanda de trabajo; la posibilidad de ser productores
autónomos; las limitaciones de propietarios e instancias estatales de disciplinarlos; y
por último, la posibilidad de aprovechar las situaciones políticas por la masiva
movilización política (novedad que trajo la revolución). Las variaciones regionales,
deben mejor buscar su camino autónomo y anclarse en lo local, en vez de suponer
una desviación de un modelo bonaerense. Como las situaciones prerrevolucionarias
varían, así lo hacen también los cambios en el orden social.

IV

Actores de la revolución: perdió predicamento aquellas visiones que enfatizaban


mirar a los sectores sociales en la estructura social y su incidencia en los lineamientos
políticos. Hubo dos tendencias: una “desde arriba y el centro”, preocupada en las
instituciones, el Estado y la sociabilidad política, por lo general de las elites y
ciudades; otras “desde abajo y las periferias” encarada hacia las resistencias, la
cultura política popular, sus modos de intervención y por consecuencia mirando a
campesinos e indígenas.

Guerra simboliza la primera, donde las revoluciones hispanas fueron una mutación
cultural producidas desde fuera del mundo social americano y propagado desde
arriba. Su distinción viene de una ausencia: movilización popular moderna y
fenómenos de tipo jacobino. El énfasis de contraponer lo moderno con lo tradicional,
buscando emergencia y difusión de nuevas prácticas, implicaba la limitación de ver a
los sectores populares como tradicionales. El tumulto callejero, por ejemplo, era visto
como una movilización tradicional, pero en Bs As estuvo ligada a formas de
sociabilidad y acción políticas “modernas”. Por lo tanto, ¿Cómo eran tradicionales
pero permitieron expresiones modernas?
La segunda acepción la expresa Van Young, donde los actores son campesinos e
indios. Buscando motivaciones, culturas políticas y lineamientos. El problema es que
hizo énfasis en un localismo que suponía ciertas limitaciones a la hora de combinarse
con dinámicas culturas políticas populares de horizonte más amplio. No obstante, su
enfoque nos recuerda que los programas políticos variaron, los de dirigentes y los de
aquellos que fueron base social. Es decir, hay que ver las otras revoluciones posibles
evitando que “La” revolución triunfante se imponga teleológicamente.

El retorno a las experiencias supone tomar distancia del periodo corto de la crisis
imperial y asumir que el periodo revolucionario tuvo implicancias distintas según el
grupo social, a partir de sus propios conflictos sociales y étnicos. Si los actores
decisivas fueron armados, hay que poner énfasis en las guerras de revolución,
porque fueron intensas y masivas. Los ejércitos eran la base de sustentación de la
elite militar que se fue fijando, pero aquellos no eran homogéneos sino que
respondían a una aglomeración tanto en su elección de oficiales, reclutamiento y
organización.

Es preciso rever la noción de militarización y profesionalización. Una oculta una


diversidad de experiencias y la otra plantea un punto de llegada algo ilusorio. El
registro de milicias múltiples incluye la ubicadas dentro de parámetros borbónicos
entre “disciplinadas” y “urbanas”; y otras más híbridas como las “voluntarias”
“milicias patrióticas”. En suma, reflejan la cantidad de grupos que no querían estar
subordinados ni al ejército de línea ni al gobierno. En cambio, buscaban elegir a sus
comandantes (liderazgos que emergen), sabiendo que el contexto era de defensa local
debido al derrumbe de los grupos sociales dominantes. Según las situaciones
regionales, habría que distinguir entre frentes de guerra y de retaguardia.

De los primeros podemos nombrar los casos de Jujuy y Salta, donde la movilización
campesina amenazó las jerarquías sociales pero sin embargo la población indígena
no fue tan activa como en el Alto Perú o el Litoral, donde sí fue decisiva e incluso,
refiriéndonos a la coalición del artiguismo, contribuyeron a la primacía regional y a
la amenaza del orden, a tal punto de aspirar a un sistema de autogobierno. En efecto,
cuando se desvanecieron las estrellas de Guemes y Artigas, consigo lo hicieron los
programas políticos que fueron base de su sustentación de poder.

En el caso de las retaguardias no parece haber sido amenazado el orden social, pero
sí existieron movilizaciones plebeyas más acentuadas provenientes de las castas y
con inclinaciones contra los blancos. Esto no implicaba necesariamente estar en
contra de la revolución, sino que podía ser una visión propia, y distinta, de aquella.
En conclusión, el conjunto de revoluciones posibles también deben tenerse en
cuenta porque de alguna forma influyeron en la que llevaron a cabo las elites
dirigentes. Aquellas no ponían solo en cuestión el orden metropolitano sino que
también sumaban discutir el orden regional, con sus rivalidades propias entre
jurisdicciones y sus propios conflictos sociales. Es necesario resocializar las
investigaciones y etnificar lo social.
Serulnikov, En torno a los actores, la política y el orden social en la independencia
hispanoamericana.

Una historia de revolución tiene que ser una historia de actores, lo que supone 3
tipos de operaciones:

(I): poner en relación diversas bibliotecas/campos no siempre hermanos, integrando


no solo lo político con las estructuras económicas, sino también la sociabilidad, la
esfera pública, los imaginarios y lenguajes políticos y el funcionamiento del estado.

(II): una escala de observación local, que es difícil por la influencia que han tenido los
trabajos de Guerra y Jaime Rodríguez que adoptaron un enfoque más global, con una
unidad de análisis que toma también el mundo ibérico. Pero se dificulta la relación
entre lo global y lo local. Es que, aunque haya dos hechos indiscutibles (por un lado,
que lo sucedido en Bayona generó un terremoto político afectando la relación entre
España y América, las capitales y sus ciudades subordinadas, y el modo de control
social y sus jerarquías estamentarias; y por otro, que cada uno adaptó respuestas
según su ciudad y región), no es lo mismo asumir las revoluciones como un
acontecimiento único que tiene sus peculiaridades a considerar la dinámica interna
de cada localía donde las experiencias se pueden ver con mayor amplitud. El imperio
como análisis dificulta la última mirada.

(III) el corte temporal más conocido supone tomar a 1808 y sus años precedentes
como un Big Bang donde todo se acelera. Una nueva corriente argumenta que: los
territorios americanos eran concebidos como reinos, las elites se consideraban
miembros de una nación española y, por último, que la eclosión juntera estuvo en
todo el mundo hispano, producto del rechazo tanto de los franceses como de la
monarquía absoluta.c

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