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Un adiós para siempre: Cubierta Ruth Rendell

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Con el título: Eterna despedida: Cubierta Versal (1988) Ruth Rendell

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Un adiós para siempre: Índice Ruth Rendell

UN ADIÓS PARA
SIEMPRE
(Shake Hands Forever, 1975)

Ruth Rendell
ÍNDICE
CAPÍTULO PRIMERO..............................................................................................................................4
CAPÍTULO II..........................................................................................................................................8
CAPÍTULO III.......................................................................................................................................11
CAPÍTULO IV......................................................................................................................................16
CAPÍTULO V........................................................................................................................................20
CAPÍTULO VI......................................................................................................................................25
CAPÍTULO VII.....................................................................................................................................29
CAPÍTULO VIII....................................................................................................................................33
CAPÍTULO IX......................................................................................................................................38
CAPÍTULO X........................................................................................................................................42
CAPÍTULO XI......................................................................................................................................47
CAPÍTULO XII.....................................................................................................................................51
CAPÍTULO XIII....................................................................................................................................55
CAPÍTULO XIV...................................................................................................................................59
CAPÍTULO XV.....................................................................................................................................65
CAPÍTULO XVI...................................................................................................................................69
CAPÍTULO XVII..................................................................................................................................73
CAPÍTULO XVIII.................................................................................................................................77
CAPÍTULO XIX...................................................................................................................................81
CAPÍTULO XX.....................................................................................................................................85
CAPÍTULO XXI...................................................................................................................................88
CAPÍTULO XXII..................................................................................................................................91
Capítulo XXIII...................................................................................................................................95

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO PRIMERO
La mujer que estaba bajo el tablón de salidas de la estación Victoria tenía un cuerpo plano y
rectangular y un rostro duro como el acero. Un sombrero estriado de color gamuza se ajustaba casi
como una cáscara de nuez a su cabeza, llevaba unos guantes de algodón del mismo color y a sus
pies se hallaba la vieja, aunque apenas usada, maleta de piel marrón que había llevado en su luna de
miel cuarenta y cinco años atrás. Escudriñaba con la mirada a los huidizos viajeros mientras su boca
quedaba cada vez más rígida y los labios se convertían en una delgada línea.
Estaba esperando a su hijo. Ya llevaba un minuto de retraso y esa falta de puntualidad había
empezado a proporcionarle una satisfacción exultante. Apenas era consciente de ese placer y, de
haber sido acusada de ello, lo habría negado, así como habría negado el deleite que le producía todo
fracaso o error de los demás. Pero ahí estaba el placer, como una sensación indefinida de bienestar
que se desvanecería con la misma rapidez con que había nacido y sería sustituido, ante la presurosa
llegada de Robert, por su habitual mal humor. Llegaba justo a tiempo, lo que hacía absurda
cualquier observación sobre su tardanza, así que se contentó con ofrecer su mejilla diciendo:
–Vaya, ya estás aquí.
–¿Tienes tu billete? –preguntó Robert Hathall.
No lo tenía. Sabía que él anduvo escaso de dinero durante los tres años de su segundo
matrimonio, pero eso era culpa de Robert. Pagar una parte del billete habría sido una manera de
humillarlo.
–Es mejor que vayas a comprarlos –dijo ella–, a menos que quieras perder el tren –y agarró con
más fuerza su bolso cerrado.
Robert tardó un buen rato en comprar los billetes.
Ella observó que el tren de Eastbourne, con parada en Toxborough, Myringham y
Kingsmarkham, tenía su hora de salida a las 18.30 y eran poco más de las cinco. No pasó por su
mente la idea, nada comprometedora, de que sería agradable perder el tren, ni tampoco se había
dicho, conscientemente, que sería agradable encontrar a su nuera llorando, la casa sucia y la comida
sin hacer. Una vez más, empezaron a germinar en ella las semillas de un placentero resentimiento.
Había estado esperando este fin de semana con gran ilusión, aunque sabía que acabaría mal. En
realidad, deseaba que todo empezase a salir mal a raíz de que llegaran tarde por culpa de Robert,
provocando una disputa entre él y Ángela. Todo esto ardía silenciosamente en su interior,
percibiendo que Robert estaba, una vez más, embrollándolo todo.
Sin embargo, cogieron el tren. Estaba abarrotado de gente y tuvieron que permanecer de píe. La
señora Hathall nunca se quejaba. Se habría desmayado antes que confesar su edad o aludir a sus
varices como razones por las que un hombre tuviese que cederle el asiento. El estoicismo regía su
vida, por lo que se plantó con su grueso cuerpo que, abotonado en el rígido abrigo de gamuza, tenía
la apariencia de un armario, de tal manera que impedía al pasajero del asiento de la ventanilla
mover las piernas o leer el periódico. Sólo tenía una cosa que decir a Robert y eso podía esperar
hasta que hubiese menos oyentes, además, le costaba imaginar que él tuviera algo que decirle.
¿Acaso no habían pasado juntos, después de todo, un fin de semana tras otro durante los últimos dos
meses? Pero la gente –observó ella con cierto asombro– era muy dada a charlar incluso cuando no
tenía nada que decirse. Hasta su hijo pecaba de eso. Escuchaba con frialdad mientras él le hablaba
de los hermosos paisajes que no tardarían en atravesar, los entretenimientos de Bury Cottage y lo
mucho que Ángela deseaba verla. La señora Hathall se permitió una especie de resoplido, un
ronquido de dos sílabas producido en algún lugar de la glotis, que podía interpretarse como una risa.
Sus labios no se movieron. Estaba recordando la única vez que había visto a su nuera, en aquella
habitación de Earls Court, cuando Ángela cometió la aberración de decir que Eileen era una perra
hambrienta. Tendrían que cambiar muchas cosas antes de que pudiera olvidar tal indiscreción. La
señora Hathall recordaba la forma en que había salido de la habitación y bajado las escaleras,
decidiendo que nunca –bajo ninguna circunstancia– volvería a ver a Ángela. Sólo estaba
demostrando lo indulgente que era al ir a Kingsmarkham.
En Myringham, el pasajero de la ventanilla, con las piernas dormidas, salió a trompicones del
tren y la señora Hathall consiguió sentarse. Robert se estaba poniendo nervioso. No había en ello
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

nada sorprendente. Él sabía muy bien que Ángela no podía competir con Eileen como cocinera y
ama de casa, y se preguntaba lo mal que quedaría su segunda mujer respecto a la primera. Sus
siguientes palabras confirmaron las sospechas de la señora Hathall.
–Ángela se ha pasado el fin de semana limpiando la casa para ti.
La señora Hathall no entendía que alguien pudiera hacer un comentario así en voz alta en medio
de un vagón lleno de gente. Le hubiera gustado sugerir, en primer lugar, que bajase la voz y, en
segundo, que cualquier mujer decente mantendría la casa limpia en todo momento. Pero se contentó
con añadir:
–Estoy segura de que no necesitaba molestarse –y añadió autoritariamente que le bajase la
maleta.
–Aún quedan cinco minutos –dijo Robert.
Ella respondió levantándose pesadamente y haciendo esfuerzos por coger la maleta. Robert y
otro hombre intervinieron para ayudarla, la maleta estuvo a punto de caer sobre la cabeza de una
joven que llevaba un bebé en brazos. En ese momento, el tren se detuvo en Kingsmarkham
haciendo que se tambalearan, lo que provocó un pequeño alboroto en el vagón.
Ya en el andén, la señora Hathall dijo:
–Eso se podía haber evitado si hubieses hecho lo que te pedí. Siempre has sido muy obstinado.
No podía entender por qué él no respondía y se defendía. Debía de tener un carácter más duro de
lo que había imaginado. Para seguir fastidiándole, dijo:
–Supongo que iremos en taxi.
–Ángela vendrá a buscarnos en coche.
Ya era demasiado tarde para que ella dijese lo que tenía que decir. Le pasó la maleta y le agarró
el brazo como si fuera de su propiedad. No necesitaba un apoyo o soporte, pero le parecía esencial
que su nuera –¡qué mortificante y lamentable era tener dos nueras!–, en la primera mirada que les
dirigiese, los viese unidos y cogidos del brazo.
–Eileen vino esta mañana –dijo ella, mientras entregaba los billetes.
Él se encogió de hombros y contestó:
–Me pregunto por qué no vivís las dos juntas.
–Eso te pondría las cosas más fáciles, ¿verdad? No tendrías que mantenerla.
La señora Hathall le apretó más fuerte el brazo que él había intentado soltar.
–Me pidió que te diese recuerdos y te preguntase por qué no pasas alguna vez por su casa cuando
estás en Londres.
–Debes de estar bromeando –dijo Robert Hathall, hablando con vaguedad y sin mucho rencor.
Estaba echando un vistazo al aparcamiento.
Siguiendo con el tema, la señora Hathall comenzó de nuevo:
–Es una verdadera lástima... –y se detuvo a media frase.
Tenía una idea maravillosa. Conocía el coche de Robert, lo habría reconocido en cualquier parte,
lo tenía desde hacía tiempo por culpa de sus problemas con las mujeres. Ella también recorrió con
sus penetrantes ojos la superficie alquitranada y dijo con tono de satisfacción:
–No parece que se haya molestado en venir a recibirnos.
Robert parecía desconcertado.
–El tren ha llegado con un par de minutos de antelación.
–Ha llegado tres minutos tarde –dijo su madre. Suspiró felizmente. Eileen, sin duda habría estado
allí, puntual para recogerlos, habría estado en el andén con un beso para su suegra y la alegre
promesa del delicioso té esperándoles. Y su nieta también... La señora Hathall musitó en voz baja–:
Pobre Rosemary.
No era propio de Robert, su único hijo, dejar sin contestación este tipo de agravio, pero una vez
más guardó silencio.
–No importa –dijo él–. No está tan lejos.
–Puedo ir andando –dijo la señora Hathall en el tono estoico de alguien que comprende que hay
pruebas más difíciles de superar y que la primera y más suave debe afrontarse con valor–. Estoy
muy acostumbrada a caminar.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Fueron desde la estación a Station Road, cruzando Kingsmarkham High Street y siguiendo
Stowerton Road.
Era una agradable tarde de septiembre, el aire radiante de la puesta de sol, los árboles con
abundante follaje, los jardines resplandecientes con las últimas y más delicadas flores del verano.
Pero la señora Hathall, que podía haber dicho, como el amante de la balada: «¿qué son para mí los
encantos de la naturaleza?», no prestaba a todo ello alguna atención. Su tristeza había dado paso a la
certidumbre. La depresión de Robert solamente podía significar una cosa. Esa mujer, esa ladrona,
esa destructora de un feliz matrimonio, iba a dejarle plantado y él lo sabía.
Giraron hacia Wool Lane, un estrecho camino con árboles y sin acera.
–Esto es lo que yo llamo una casa bonita –dijo la señora Hathall.
Robert miró la casa de campo del período de entreguerras.
–Es la única que hay aquí, aparte de la nuestra. Una mujer llamada Lake vive en ella. Es viuda.
–Lástima que no sea tuya –dijo su madre–. ¿Está mucho más lejos?
–La encontraremos al doblar la siguiente esquina. No se me ocurre qué le ha podido pasar a
Ángela –la miró con desasosiego–. Siento lo que ha pasado, madre. Lo siento de verdad.
Le sorprendía tanto que se apartase de la tradición familiar para pedir disculpas por cualquier
cosa, que no supo qué contestarle y permaneció en silencio hasta que se divisó el chalé. Un ligero
desencanto estropeó su satisfacción. Era una casa decente, aunque vieja, de ladrillo marrón con un
limpio tejado de pizarra.
–¿Es ésta?
Él asintió y le abrió la puerta del jardín. La señora Hathall observó que éste estaba descuidado,
las plantas de flores llenas de maleza y la hierba muy alta. Bajo un árbol de aspecto abandonado
había unas cuantas ciruelas podridas. La mujer emitió un ruido característico que significaba que las
cosas empezaban a salir de la forma que ella esperaba. Robert metió la llave en la cerradura de la
puerta principal y la abrió.
–Entra en casa, madre.
Estaba molesto, no cabía la menor duda. Ella conocía esa forma de comprimir los labios mientras
un pequeño músculo se movía en su mejilla izquierda. Había un duro tono de nerviosismo en su voz
cuando exclamó:
–¡Ángela, ya estamos aquí!
La señora Hathall le siguió hasta el cuarto de estar. Apenas podía creer en lo que veía. ¿Dónde
estaban las tazas sucias, la ropa revuelta, las migas y el polvo? Se detuvo con firmeza sobre la
inmaculada alfombra y fue girando lentamente, examinando el techo en busca de telarañas,
manchas en las ventanas y colillas en los ceniceros. Sintió, de pronto, un extraño e incómodo
escalofrío, como un campeón que, confiando en la victoria, seguro de su propia superioridad, pierde
ante un principiante.
Robert se volvió y dijo:
–No sé dónde se ha metido Ángela. No está en el jardín. Voy al aparcamiento a ver si se ha
llevado el coche. ¿Quieres ir arriba, madre? Tu dormitorio es el cuarto grande del fondo.
Tras comprobar que la mesa del comedor no estaba puesta y que no había señales de
preparativos para la comida en la cocina, donde los guantes de goma y los del polvo reposaban
junto al fregadero, la señora Hathall subió las escaleras. Recorrió con un dedo la barandilla del
descansillo: ni una mancha. El enmaderado parecía recién pintado. Su habitación estaba tan
exquisitamente limpia como el resto de la casa, la cama descubierta mostraba unas sábanas a rayas
y un cajón abierto de la mesilla de noche estaba lleno de servilletas de papel. Lo observó todo con
atención pero ni una sola vez, a medida que se sucedían las revelaciones, se permitió que la
evidencia sobre las cualidades de Ángela mitigase su odio. Era lamentable que su nuera se
defendiese así. Sin duda, sus otras faltas, como el no haber estado en la estación para recibirla,
compensaban sobradamente esta pequeña virtud.
La señora Hathall entró en el cuarto de baño. Esmalte pulimentado, toallas limpias y mullidas,
jabón... Esbozó una mueca. El dinero no podía escasearles tanto como le había hecho creer Robert.
Tan sólo se dijo que estaba resentida por su engaño, sin poder expresar en palabras que estaba

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

haciendo frente a una segunda privación, la de no ser capaz de echarles en cara su pobreza y la
razón de la misma. Se lavó las manos y salió al descansillo. La puerta del dormitorio principal
estaba ligeramente entreabierta. La señora Hathall vaciló. Pero la tentación de echar un vistazo al
interior y encontrar una cama deshecha y un revoltijo de cosméticos mugrientos, era demasiado
fuerte para resistirse. Entró con cuidado en la habitación, la cama no estaba desarreglada, sino
perfectamente hecha. Sobre la colcha yacía boca abajo una joven que parecía estar profundamente
dormida. Su cabello oscuro, más bien despeinado, caía sobre sus hombros y tenía el brazo izquierdo
extendido.
–Humm... –exclamó la señora Hathall manifestando un cálido e inesperado placer. La mujer de
Robert yacía dormida, tal vez incluso ebria. No se había molestado en quitarse los zapatos de lona
antes de caer sobre la cama y vestía exactamente igual que aquel día en Earls Court, probablemente
como vestía siempre, con vaqueros descoloridos y raídos y camisa roja a cuadros. La señora Hathall
pensaba en los bonitos vestidos de tarde de Eileen, en su cabello corto con permanente, y en que
sólo si hubiera estado a punto de morir se habría dormido de día. Se acercó a la cama y miró hacia
abajo frunciendo el ceño.
–Humm –volvió a exclamar para anunciar su presencia y obtener una inmediata respuesta de
vergüenza.
Sin embargo, la mujer no se movió. La auténtica ira de alguien que se siente insoportablemente
despreciado invadió a la señora Hathall.
Puso la mano sobre el hombro de su nuera y notó algo extraño. Estaba fría como el hielo y vio
una mejilla hinchada y azulada, pálida.
La mayoría de las mujeres habría gritado. La señora Hathall no emitió sonido alguno. Su cuerpo
adoptó una postura rígida y firme cuando se enderezó y colocó su gruesa mano sobre el corazón de
Ángela. A lo largo de su vida había visto muchas muertes, la de sus padres, tíos, tías, pero nunca
antes había visto lo que evidenciaba la marca morada en el cuello: muerte por violencia. No le
asaltó ninguna sensación de triunfo ni de miedo, pero se estremeció. Pesadamente, cruzó la
habitación y empezó a descender las escaleras.
Robert estaba esperando al pie de las mismas. En la medida en que ella era capaz de amar, le
quería, y dirigiéndose hacia él, apoyó una mano sobre su hombro y le habló con voz vacilante, la
más cercana a la ternura que podía manifestar. Empleó las únicas palabras que conocía para
transmitir este tipo de malas noticias.
–Ha habido un accidente. Es mejor que subas y lo veas por ti mismo. Es... es demasiado tarde
para hacer algo. Intenta aceptarlo como un hombre.
Él se quedó inmóvil, sin hablar.
–Se ha ido, Robert. Tu mujer está muerta. –Repitió estas palabras porque él no parecía oírlas–.
Ángela está muerta, hijo.
Un vago e incómodo pensamiento la asaltó; debería abrazarlo, decir alguna palabra amable, pero
había olvidado cómo hacerlo. Además, estaba empezando a temblar y su corazón latía
irregularmente. En cuanto a Robert, parecía entero y seguro de sí mismo. Con decisión, pasó a su
lado y subió las escaleras. Ella esperó allí, impotente, horrorizada, frotándose las manos y
encorvando los hombros. Entonces gritó desde arriba con voz firme pero tranquila:
–Llama a la policía, madre, y diles lo que ha pasado.
La señora Hathall se alegró de tener algo que hacer, y cogiendo el teléfono de una mesa de poca
altura, bajo un estante, se dispuso a marcar el número de la policía.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO II
Era un hombre alto, de poco peso para su amplia constitución. Tenía un aspecto enfermizo, la
barriga algo caída y manchas rojas en la piel. Aunque conservaba su color negro, se le estaba
secando y cayendo el cabello, y sus rasgos eran marcados y duros. Estaba sentado en un sillón,
hundido en él como si lo hubiesen herido. Por el contrario, su madre se mantenía erguida en el
asiento, con sus sólidas piernas apretadas, las manos sobre el regazo con la palma hacia abajo y sus
duros ojos clavados en su hijo con una mirada severa.
El inspector jefe Wexford pensó en esas madres espartanas que preferían ver cómo llevaban a
sus hijos sobre los escudos antes que saber que habían sido capturados por el enemigo. No le habría
sorprendido que ella le hubiese ordenado que se incorporara, pero todavía no había pronunciado una
sola palabra ni hecho señal alguna ni a él mismo ni al inspector Burden, aparte de asentir
brevemente al dejarlos entrar en la casa. Se parecía, a su juicio, a una carcelera del viejo estilo o a la
dueña de un taller.
Desde el piso de arriba se oían los pasos de otros policías, yendo de un lado a otro. El cuerpo de
la mujer había sido fotografiado, identificado por el viudo y trasladado al depósito de cadáveres. Sin
embargo, aún tenían mucho por hacer. Estaban examinando la casa en busca de huellas dactilares,
del arma, o de alguna pista sobre la manera en que esa mujer había encontrado la muerte. Para ser
una casa de campo era muy grande, con cinco habitaciones espaciosas, sin tener en cuenta la cocina
y el cuarto de baño. Llevaban allí desde las ocho y ya casi era medianoche.
Wexford, de pie junto a la mesa donde se hallaba el permiso de conducir de la mujer fallecida, el
monedero y otros objetos del bolso, estaba examinando su pasaporte. Éste la identificaba como
súbdita británica, nacida en Melbourne, Australia, treinta y dos años de edad, ama de casa, cabello
castaño oscuro, ojos grises, un metro sesenta y cinco de altura y sin marcas distintivas. Ángela
Margaret Hathall. El pasaporte tema dos años de antigüedad y nunca había sido utilizado. La
fotografía guardaba un evidente parecido con la mujer asesinada.
–¿Su mujer estaba sola durante la semana, señor Hathall? –preguntó Wexford, alejándose de la
mesa para sentarse.
Hathall asintió. Respondió con voz baja, casi susurrando.
–Yo trabajaba en Toxborough. Cuando conseguí un nuevo empleo en Londres, no podía viajar
arriba y abajo. Eso fue en julio. He estado viviendo con mi madre, pero regresaba a casa los fines de
semana.
–Usted y su madre llegaron aquí a las seis y media, ¿no es así?
–A la seis y veinte –dijo la señora Hathall, hablando por primera vez. Tenía una voz dura y
metálica. Bajo el acento característico del sur de Londres se podía apreciar un deje del norte.
–Así que no había visto a su mujer desde... ¿cuándo?, ¿el domingo o el lunes pasado quizá?
–Desde el domingo por la noche –dijo Hathall–. Fui a casa de mi madre en tren el domingo por
la noche. Mi... Ángela me llevó en coche a la estación. Yo... la llamaba por teléfono cada día. Hoy
también la llamé, a la hora de comer. Ella estaba bien. –Hizo un ruido parecido a un gemido, e
inclinó su cuerpo hacia adelante–. ¿Quién... quién podrá haber hecho esto? ¿Quién habrá querido
matar a Ángela?
Sus palabras tenían un tono teatral, falso, como si las hubiese extraído de alguna serie de
televisión o de una película, pero Wexford sabía que la aflicción sólo puede expresarse con tópicos.
Somos originales en nuestros momentos felices. La aflicción sólo tiene una voz, un lamento.
Respondió a la pregunta con palabras igualmente trilladas.
–Eso es lo que tenemos que averiguar, señor Hathall. ¿Estuvo usted en el trabajo durante todo el
día?
–Así es, en Marcus Flower, consultores de relaciones públicas. Calle Half Moon. Soy contable –
Hathall tragó saliva–. Allí podrá comprobar que estuve todo el día.
Wexford apenas levantó las cejas. Se acarició la barbilla y miró al hombre en silencio. La cara de
Burden no denotaba nada, pero adivinaba que el inspector estaba pensando en lo mismo que él.
Durante ese silencio, Hathall, que había pronunciado la última frase con impaciencia, soltó un
gemido y se tapó la cara con las manos.
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Rígida como una piedra, la señora Hathall dijo:


–Compórtate, hijo. Acéptalo como un hombre.
«Pero debo sentirlo como un hombre...» Cuando el pasaje de Macbeth penetró en el pensamiento
de Wexford, se preguntó fugazmente por qué sentía tan poca compasión por Hathall, por qué no
estaba conmovido. ¿Se estaba volviendo como siempre se había jurado que no se volvería? ¿Se
estaba volviendo al fin duro e indiferente? ¿O es que había algo de falso en la conducta de ese
hombre que hacía que también parecieran falsos sus gemidos y su abandono ante la congoja? Quizá
sólo estaba cansado y extraía significados de donde no los había; seguramente, la mujer había
dejado entrar a un desconocido y éste la había matado. Esperó hasta que Hathall apartó las manos y
levantó la cabeza.
–¿Su coche ha desaparecido?
–Cuando llegué a casa no estaba en el aparcamiento. –No había lágrimas en las duras y gruesas
mejillas. ¿Sería capaz de llorar el hijo de esa mujer de piedra?
–Quiero una descripción de su coche y la matrícula. El sargento Martin le tomará los datos
dentro de un rato. –Wexford se levantó–. Creo que el médico le ha dado un sedante. Le aconsejo
que se lo tome y trate de dormir un poco. Por la mañana me gustaría volver a hablar con usted, esta
noche es muy poco lo que podemos hacer.
La señora Hathall les cerró la puerta como si despidiese a un par de vendedores ambulantes.
Durante unos instantes Wexford permaneció en el camino de la casa, examinando el lugar. La luz
procedente de las ventanas del dormitorio le permitía ver unos recintos con césped que nadie había
cortado durante meses y un ciruelo sin hojas. El camino estaba pavimentado, pero el sendero que
iba de la casa a la valla era de alquitrán.
–¿Dónde está el aparcamiento del que hablaba?
–Debe de estar en la parte de atrás –dijo Burden–. No hay espacio para construir un
aparcamiento en la parte lateral.
Siguieron el camino hasta la parte posterior de la casa. Llegaron hasta una cabaña de amianto,
una construcción que no se podía ver desde la calle.
–Si salió con el coche –dijo Wexford– y trajo a alguien con ella, lo más probable es que se
metieran en el aparcamiento sin que los viera nadie y entraran en la casa por la puerta de la cocina.
Tendremos suerte si encontramos a alguien que los haya visto.
Contemplaron en silencio los solitarios campos iluminados por la luna que subían hacia las
colinas. Aquí y allá, en la distancia, parpadeaba ocasionalmente una luz. Mientras volvían hacia la
carretera, pudieron ver lo aislada que estaba la casa, lo solitaria que estaba la calle. Sus altas lomas,
coronadas por enormes árboles, hacían que de noche pareciese un túnel, un pasadizo silvestre no
frecuentado durante el día.
–La casa más cercana –dijo Wexford saliendo del coche– está en la carretera de Stowerton, y la
otra es Wool Farm. Hay casi un kilómetro hasta allí. Creo que podemos despedirnos del fin de
semana. Te veré a primera hora de la mañana.
La casa del inspector jefe estaba al norte de Kingsmarkham al otro lado de Kinsbrook. La luz de
su dormitorio estaba encendida y su mujer aún se hallaba despierta cuando llegó. Dora Wexford era
demasiado tranquila y sensata para esperar levantada a su marido, pero había estado cuidando de su
sobrino y acababa de volver. La encontró sentada en la cama, leyendo, con un vaso de leche caliente
a su lado. Aunque sólo había estado alejado de ella cuatro horas, se le acercó y la besó
cariñosamente. Feliz como era su matrimonio, contento con su suerte, a veces necesitaba entrar en
contacto con la fatalidad externa para darse cuenta de su buena fortuna y lo mucho que quería a su
mujer. La esposa de otro hombre estaba muerta, había muerto horriblemente... Dejó a un lado la
aprehensión, su repentina sensibilidad y, mientras se desvestía, preguntó a Dora lo que sabía de los
ocupantes de Bury Cottage.
–¿Dónde está Bury Cottage?
–En Wool Lane. Un hombre llamado Hathall vive allí. Su mujer ha sido estrangulada esta tarde.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Treinta años de matrimonio con un policía no habían repercutido en la sensibilidad de Dora


Wexford, ni habían endurecido sus palabras ni tampoco le habían restado ternura, pero era natural
que ya no reaccionase ante un comentario así con el espanto propio de una mujer.
–¡Dios mío! –dijo ella, y convencionalmente añadió–: ¡Qué terrible! ¿Se sabe quién ha sido?
–Todavía no. –La suave voz de su esposa siempre le relajaba–. ¿Has visto alguna vez a esa
gente?
–La única persona que he visto en alguna ocasión en Wool Lane es a esa señora Lake. Vino un
par de veces al Instituto Femenino, pero creo que estaba demasiado ocupada en otros asuntos para
molestarse mucho en eso. Ya sabes, era muy aficionada a los hombres.
–No estarás insinuando que el Instituto Femenino la vetó, ¿verdad? –dijo Wexford con fingido
horror.
–No seas tonto, cariño. No somos tan puritanas. Al fin y al cabo, ella es viuda. Lo que no me
explico es por qué no se ha vuelto a casar.
–Tal vez es como Jorge II.
–En absoluto. Es muy atractiva. ¿Qué quieres decir?
–Jorge II prometió a su esposa en su lecho de muerte que no volvería a casarse y que sólo tendría
amantes.
Mientras Dora reía, Wexford estudió su figura ante el espejo, encogiendo los músculos del
estómago. El año pasado había perdido dieciocho kilos de peso gracias a la dieta, al ejercicio y al
temor que le inspiró el médico. Por primera vez en una década podía observarse a sí mismo, si no
con verdadero placer, sí con cierta satisfacción. Había merecido la pena la agonía de prescindir de
lo que más le gustaba comer y beber. Il faut souffrir pour être beau. Si al menos hubiera algo de lo
que uno pudiera prescindir, o algún deporte extenuante que pudiera practicar y que le sirviese para
remediar la caída del cabello...
–Ven a la cama –dijo Dora–. Si no dejas de pavonearte, creo que te vas a aficionar a tener
amantes, y todavía no estoy muerta.
Wexford sonrió y se metió en la cama. A lo largo de su carrera profesional había aprendido a no
pensar en el trabajo durante la noche, así que raras veces le había mantenido despierto. Pero cuando
apagó la lámpara y se abrazó a Dora –lo que resultaba fácil y placentero ahora que estaba delgado–
se permitió unos minutos de reflexión sobre los sucesos del día. Deseaba que fuera un caso sencillo
y claro.
Ángela Hathall era joven y atractiva. No tenía hijos y, aunque estaba orgullosa de la casa, debía
de tener mucho tiempo libre a lo largo de la semana. ¿No era acaso probable que hubiese invitado a
algún hombre a visitar Bury Cottage? Wexford sabía que una mujer no necesita estar desesperada,
ser ninfómana o hallarse en el camino de la prostitución para hacer eso. No es preciso ser infiel,
pues la actitud de la mujer ante el sexo, pese a lo que pueda mantenerse hoy en día, no es la misma
que la del hombre. Y aunque es generalmente cierto que el hombre que recoge a una desconocida
siempre pretende lo mismo, ésta se aferrará a la generosa creencia de que él no quiere más que
conversación y quizá algún otro beso. ¿Sería el mismo caso de Ángela? ¿Había recogido a un
hombre en su coche, un hombre que la deseaba y que la estranguló porque no podía conseguir lo
que quería? ¿La mató y la dejó en la cama y luego se escapó en el coche? Tal vez. Wexford decidió
que trabajaría en esa dirección. Pensando en cosas más agradables, sus nietos, sus próximas
vacaciones, se quedó dormido de inmediato.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO III
–Señor Hathall –dijo Wexford–, usted tiene sin lugar a dudas sus propias ideas sobre cómo debe
llevarse este tipo de investigación. Quizá piense que mis métodos son poco ortodoxos, pero son mis
métodos y le aseguro que con ellos se obtienen resultados. No puedo conducir mi investigación
solamente a partir de pruebas circunstanciales. Debo saber todo lo posible acerca de las personas
implicadas, de manera que si puede responder a mis preguntas con sencillez y concreción
avanzaremos mucho más deprisa. Le puedo asegurar que lo único que pretendo es descubrir quién
mató a su mujer. Si se ofende usted, iremos mucho más despacio y si insiste en que ciertos asuntos
sólo conciernen a su vida privada y se niega a sacarlos a la luz, podemos perder un tiempo precioso.
¿Lo entiende? ¿Tratará de cooperar?
Este discurso se desencadenó debido a la reacción que tuvo Hathall ante la primera pregunta que
Wexford le hizo a las nueve de la mañana del sábado. Había sido una simple petición de
información sobre si Ángela tenía la costumbre de llevar en coche a desconocidos, pero Hathall,
que parecía estar más despejado, tras esa noche con somníferos, había estallado en una explosión
colérica.
–¿Qué derecho tiene usted a poner en duda la conducta moral de mi esposa?
Wexford había respondido tranquilamente:
–La gran mayoría de personas que recoge a gente que hace auto-stop no tienen otra idea que la
de ofrecer su ayuda –y entonces, al ver que Hathall continuaba mirándolo con indignación, inició su
discurso.
El viudo hizo un gesto de impaciencia, encogiéndose de hombros y estirando las manos.
–En un caso como éste imaginaba que habrían ido tras las huellas dactilares y... bueno, ese tipo
de cosas. Quiero decir, es evidente que algún hombre estuvo aquí dentro y... tiene que haber dejado
huellas. He leído algo sobre cómo se llevan estas cosas. Es cuestión de sacar deducciones a partir de
cabellos, pisadas o huellas dactilares.
–Ya he dicho que estoy convencido de que tiene usted sus propias ideas sobre cómo se debe
conducir una investigación. Mis métodos incluyen, desde luego, todo eso que usted ha mencionado.
Ya pudo comprobar usted mismo con qué meticulosidad se inspeccionó la casa, pero no somos
adivinos, señor Hathall. No podemos encontrar una huella o un pelo y decirle de quién es, nueve
horas más tarde.
–Entonces, ¿cuándo podrán hacerlo?
–No lo sé exactamente. Quizá hoy mismo averiguaré algo acerca de si un desconocido entró ayer
por la tarde en Bury Cottage.
–¿Un desconocido? Por supuesto que fue un desconocido. Eso se lo podía haber dicho yo ayer
por la noche. Un asesino patológico entró por una ventana y... y luego me robó el coche. Por cierto,
¿han encontrado ya mi coche?
Con absoluta frialdad, Wexford dijo:
–No lo sé, señor Hathall, no soy Dios, ni tengo una visión divina. Ni siquiera he tenido tiempo de
hablar con mis agentes. Por favor, piense en la pregunta que le he hecho, mientras tanto iré a hablar
con su madre.
–Mi madre no sabe absolutamente nada de todo esto. Nunca había pisado esta casa hasta ayer por
la noche.
–Mi pregunta, señor Hathall. Piense en ella.
–No, no tenía la costumbre de recoger gente en el coche –gritó Hathall, con la cara enrojecida y
descompuesta–. Era demasiado tímida y nerviosa incluso para hacer amistades por aquí. Yo era la
única persona en quien podía confiar, y no es de extrañar, después de lo que le ha ocurrido. El
hombre que entró en esta casa lo sabía, sabía que siempre estaba sola. Ahí tiene un buen motivo
para investigar. Se trata de mi vida privada, como usted dice. Sólo llevaba tres años casado y
adoraba a mi mujer. Pero la dejaba sola toda la semana porque no podía estar arriba y abajo todo el
día, y al final ha acabado así. Le dije que esto no duraría siempre y que lo hiciese por mí. Bueno,
pues no ha durado mucho más, ¿verdad?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Sacó el brazo del respaldo del sillón y con él se tapó la cara, temblando. Wexford lo miró
pensativo pero no dijo nada más. Se dirigió a la cocina y encontró a la señora Hathall en el
fregadero, lavando los platos del desayuno. Había un par de guantes de goma sobre la repisa, pero
estaban secos y la señora Hathall tenía las manos inmersas en el agua. Dedujo que era el tipo de
mujer masoquista en el trabajo doméstico que probablemente emplearía una escoba antes que una
aspiradora y que diría que las lavadoras automáticas no dejaban la ropa limpia. Observó que, en
lugar de un delantal, llevaba una toalla a cuadros en la cintura, lo que le pareció extraño. Era obvio
que no habría traído un delantal para pasar el fin de semana, pero con toda seguridad alguien tan
amante de la casa como Ángela tendría varios. Sin embargo, no hizo comentarios al respecto, sino
que le dio los buenos días y preguntó si le importaría responder algunas preguntas mientras
trabajaba.
–Humm... –murmuró la señora Hathall. Se aclaró las manos y se volvió lentamente para
secárselas en una toalla que había colgada–. No servirá de nada que me interrogue. No sé lo que ella
hacía mientras Robert estaba fuera.
–Tengo entendido que su nuera era tímida y solitaria, que se ocultaba de los demás, podríamos
decir. –El ruido que hacía aquella mujer le fascinaba, era una mezcla de atragantamiento, gruñido y
un cierto estertor de muerte. Llegó a la conclusión de que era, en realidad, una risa–. ¿No lo cree
así?
–Erótica –dijo la señora Hathall.
–¿Cómo ha dicho?
Ella le miró con sorna.
–Mi nuera era muy nerviosa. Más bien histérica.
–Ah –dijo Wexford, saboreando esta nueva exageración–. Me pregunto por qué era así. ¿Por qué
era... neurótica?
–No podría decirlo. Solamente la vi una vez.
–Pero ellos llevaban ya tres años casados... No la entiendo, señora Hathall.
Ella dejó de mirarle para dirigir la vista hacia la ventana, y de ahí al fregadero, y a continuación
cogió otro trapo y empezó a secar los platos. Su cuerpo fornido y rígido, con la espalda vuelta hacia
él, era tan inexpresivo como una puerta cerrada. Secó todas las tazas, vasos, platos y cubiertos en
silencio; restregó el desagüe, lo secó y colgó el trapo con la misma concentración que el que
practica un difícil e intrincado deporte. Sin embargo, al final no tuvo más remedio que darse la
vuelta y enfrentarse a la paciente figura que aguardaba sentada.
–Tengo que hacer las camas –dijo ella.
–Su nuera ha sido asesinada, señora Hathall.
–Yo la encontré. Debería saberlo.
–¿Sí? ¿Cómo fue exactamente?
–Ya se lo he dicho. –Abrió el armario de las escobas, cogió una y un plumero, utensilios
superfluos e innecesarios en aquella casa inmaculada–. Tengo trabajo, aunque usted no lo tenga.
–Señora Hathall –dijo él suavemente–, ¿se da cuenta de que deberá comparecer en la
investigación? Usted es un testigo de máxima importancia. Se la interrogará en profundidad y
entonces no podrá negarse a responder. Comprendo que no había estado nunca en contacto con la
ley, pero le recuerdo que hay graves sanciones para los que obstruyen la labor de la policía.
Ella lo miró hoscamente, con un ligero temor.
–No debería haber venido nunca –murmuró–. Dije que nunca pondría el pie aquí y debí haber
cumplido mi palabra.
–¿Por qué vino?
–Porque mi hijo insistió. Quería arreglar las cosas.
Caminó pesadamente hasta encontrarse a un metro de él y se detuvo. A Wexford le recordaba
una ilustración de un libro de cuentos que pertenecía a uno de sus nietos, un dibujo de un armario
con brazos y piernas y un rostro malhumorado.
–Le diré una cosa –dijo ella–: era una lástima que Ángela fuera una persona tan inestable. Le
avergonzaba haber roto su matrimonio y haberle hecho desgraciado. Y así tenía que ser porque

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

arruinó la vida de tres personas. Eso es lo que declararé en el interrogatorio. No me importa


decírselo a quien sea.
–Dudo que se lo pregunten –dijo Wexford–. Le estoy interrogando sobre lo que pasó ayer por la
noche.
Ella levantó la cabeza y dijo con presunción:
–Estoy segura de que no tengo nada que ocultar. Lo único que sé es que tenía que recibirnos
anoche en la estación. –Un seco Humm ahogó la última palabra.
–Pero estaba muerta, señora Hathall.
Haciendo caso omiso a lo que decía Wexford, continuó hablando rápidamente.
–Llegamos aquí y él fue a buscarla. La llamó. Miró por todas partes, abajo, en el jardín y en el
aparcamiento.
–¿Y arriba?
–No fue arriba. Me dijo que subiese y dejase las cosas. Fui a su dormitorio y allí estaba ella.
¿Satisfecho? Pregunte a mi hijo para ver si coinciden nuestras versiones.
El armario andante salió de la habitación y los escalones crujieron a su paso.
Wexford volvió a la habitación donde estaba Hathall quien, casi a hurtadillas, andaba sin hacer
mucho ruido. Había estado en la cocina durante media hora y tal vez Hathall creía que ya se habría
ido, pues se había recuperado rápidamente de su afligido abandono. Se hallaba junto a la ventana
mirando detenidamente la primera plana del periódico de la mañana. La expresión de su rostro
inclinado y rubicundo era de extrema concentración, intensa, incluso calculadora, y su pulso
bastante firme. Wexford tosió levemente.
Hathall no se sobresaltó. Se giró y la angustia, de la que Wexford estaba seguro que sentía,
volvió a convulsionar su cara.
–No volveré a molestarle por el momento, señor Hathall. He estado pensándolo y creo que sería
mucho mejor para usted hablar conmigo en otra ocasión. En estas circunstancias, su casa no es
quizá el lugar más adecuado para la conversación que hemos de mantener. Por favor, ¿querrá venir
a la comisaría sobre las tres de la tarde y preguntar por mí?
Hathall asintió. Parecía aliviado.
–Siento haber perdido los estribos hace un rato.
–No tiene importancia. Es natural. Antes de venir a verme, ¿querrá echar un vistazo a los objetos
personales de su mujer y decirme si cree que falta algo?
–Sí, lo haré. ¿Volverán sus hombres a inspeccionar el lugar?
–No, han terminado.
En cuanto Wexford llegó a su oficina de Kingsmarkham echó una ojeada a los periódicos de la
mañana y encontró el que Hathall había estado leyendo, el Daily Telegraph. Al pie de la primera
página, había un párrafo que decía: «La señora Ángela Hathall, de treinta y dos años, fue ayer
encontrada muerta en su casa de Wool Lane, Kingsmarkham, Sussex. Ha sido estrangulada. La
policía cree que se trata de un asesinato.»
Ésa era la noticia que Hathall leía con tanto interés. Wexford meditó un momento. Si su esposa
hubiese sido asesinada, lo último que hubiese deseado habría sido leer sobre ello en el periódico.
Cuando Burden entró en el despacho lo sorprendió repitiendo sus pensamientos en voz alta y añadió
que no era bueno proyectar los sentimientos propios en los demás, ya que no todos somos iguales.
–A veces –dijo Burden con cierto pesimismo– creo que si todos fuesen como usted y como yo, el
mundo sería mejor.
–¡Qué arrogancia la tuya! ¿Tenemos ya algo de los chicos en relación con las huellas dactilares?
Hathall es muy aficionado a las huellas. Es una de esas personas que cree que somos como perros
raposeros. Danos una huella dactilar o una pisada y pondremos la nariz en el suelo para seguir el
rastro hasta que, al cabo de un par de horas, logremos dar con nuestra presa.
Burden resopló. Puso un fajo de papeles bajo la nariz del inspector jefe.
–Todo está aquí –dijo–. Les he echado un vistazo y hay datos interesantes, pero el zorro no va a
aparecer en dos horas ni nada semejante.
–Sea quien sea, está lejos, muy lejos de aquí y puedes contárselo a quien quieras.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Sonriendo, Wexford añadió:


–No hay rastro del coche, supongo.
–Probablemente, aparecerá la semana que viene en Glasgow o en cualquier otro sitio. Martin
comprobó lo de esa compañía de Hathall, Marcus Flower. Tuvo unas palabras con su secretaria. Se
llama Linda Kipling y dice que Hathall estuvo allí todo el día de ayer. Los dos entraron sobre las
diez y aparte de una hora y media para la comida, Hathall estuvo allí hasta que salió a las cinco y
media.
–Por cierto, aunque comentase que Hathall había estado leyendo sobre el asesinato de su mujer
en el periódico, no quería decir que pensase que él lo hubiera hecho, ya sabes.
Wexford dio una palmadita al respaldo de la silla que había junto a él y dijo:
–Siéntate, Mike, y dime qué hay en ese... mamotreto que has traído. Resúmelo. Luego le echaré
un vistazo más a fondo.
El inspector se sentó y se puso sus gafas nuevas. Eran unas gafas elegantes con estrecha montura
negra que otorgaban a Burden el aspecto de un próspero abogado. Con su larga colección de trajes a
medida, su cabello rubio perfectamente cortado y una figura que no requería de dieta alguna para
adelgazar, nunca había tenido el aspecto de un detective, lo cual estaba a su favor. Su voz era
recatada y precisa, un poco más cohibida de lo habitual, porque todavía no estaba acostumbrado a
esas gafas, que creía que cambiaban su apariencia y hasta su personalidad.
–Yo diría que la primera cosa a tener en cuenta –empezó– es que no había tantas huellas como
sería de prever. Era una casa excepcionalmente cuidada. Todo estaba muy pulido y ordenado. Debió
de haberla limpiado muy a fondo porque apenas encontramos huellas del propio Hathall. Había
huellas dactilares claras en la puerta principal y en las otras puertas y barandillas, pero ésas fueron
hechas después de que llegasen a casa ayer por la noche. Había huellas de la señora Hathall en la
repisa de la cocina, en las barandillas, en el dormitorio del fondo, en los grifos del cuarto de baño y
en la cisterna, en el teléfono y, aunque parezca extraño, en la barandilla del descansillo.
–No es tan extraño –dijo Wexford–, esa vieja arpía debió de pasar los dedos por la barandilla
para ver si su nuera había limpiado el piso. Y si no lo hubiese limpiado, seguramente habría escrito
la palabra «marrana» o algo así de provocativo en el polvo.
Burden se ajustó las gafas, las manchó con la yema del dedo y las frotó con impaciencia con el
puño de la camisa.
–Encontramos huellas de Ángela en la puerta trasera, la que conecta la cocina con la sala, en la
puerta de su dormitorio y en varias botellas y frascos de su tocador. Pero no había en ningún otro
sitio. Al parecer para limpiar la casa usaba guantes y si se los quitaba al ir al cuarto de baño,
después lo limpiaba todo otra vez.
–Me parece casi obsesivo, pero supongo que algunas mujeres actúan así.
Burden, cuya expresión parecía transmitir que aprobaba ese tipo de mujeres, dijo:
–Las demás huellas encontradas en la casa pertenecen a un hombre y una mujer desconocidos.
Las del hombre fueron halladas en algunos libros y en el armario de un dormitorio que no era el de
Ángela. Hay una sola huella de esa otra mujer, de su mano derecha, muy clara, que muestra una
pequeña cicatriz en forma de «L» en el dedo índice, ésta se encontró en el borde de la bañera.
–Hummm –dijo Wexford, y como el sonido le recordaba a la señora Hathall, trató de cambiarlo.
Hizo una pausa para pensar.
–Supongo que no tenemos registradas esas huellas, ¿verdad?
–Todavía no lo sé. Dales tiempo.
–Sí, claro. No debo ser como Hathall. ¿Hay alguna otra cosa?
–Algunos pelos negros y ásperos, tres en total, en el suelo del cuarto de baño. No son de Ángela.
Los suyos eran más finos, sólo han aparecido en un cepillo del tocador.
–¿De hombre o de mujer?
–Imposible de saber. Ya sabes lo largo que algunos tipos llevan el cabello hoy en día. –Burden se
acarició su cabello liso y se quitó las gafas–. No sabremos nada de la autopsia hasta esta noche.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Muy bien. Hemos de hallar ese coche y encontrar a alguien que la viese salir de casa en él y,
además, a alguien que la viese llegar con un invitado, si realmente es así como sucedió. Tenemos
que encontrar a sus amigos. Debía de tener amigos.
Bajaron en el ascensor y cruzaron el vestíbulo de baldosas blancas y negras. Mientras Burden se
detenía para cruzar unas palabras con el sargento de servicio, Wexford se dirigió a las puertas
batientes que daban a las escaleras y al patio. Una mujer estaba subiendo por ellas con decisión y
seguridad, al estilo de alguien que no ha conocido nunca el rechazo. Wexford le abrió la puerta y
cuando se encontró cara a cara con él, se detuvo y le miró directamente a los ojos.
No era joven. Su edad rondaría los cincuenta, pero sin duda era una de esas escasas criaturas a
quien el tiempo no parece marchitar ni envejecer. Cada una de las finas líneas de su rostro parecían
marcas de sonrisa y de un gracioso ingenio, pero había pocas arrugas alrededor de sus grandes ojos,
azules y sorprendentemente jóvenes. Esbozó una sonrisa insinuante, de las que convulsionan el
corazón de un hombre, y dijo:
–Buenos días, me llamo Nancy Lake. Quiero ver a un policía, alguien muy importante. ¿Es usted
importante?
–Me atrevo a decir que sí.
Lo miró de arriba a abajo como ninguna mujer lo había hecho en veinte años. Una sonrisa
iluminó su rostro, sus delicadas cejas se arquearon.
–Realmente creo que puede serlo –dijo ella, pasando al interior–. Sin embargo, hemos de ser
serios. He venido a decirle que creo que yo fui la última persona que vio viva a Ángela Hathall.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO IV
Cuando una mujer hermosa envejece, la reacción de un hombre suele ser la de reflexionar sobre
lo encantadora que debía de haber sido alguna vez. No era ése el caso de Nancy Lake, quien aún
conservaba gran parte de su atractivo. Con ella no se pensaba más en su juventud y en su próximo
envejecimiento de lo que se piensa en la primavera o en la Navidad cuando se está disfrutando del
verano. Era una mujer especial que traía a la mente las fiestas de la vendimia, la fruta madura y las
largas y cálidas noches. Esos pensamientos asaltaron a Wexford mucho más tarde. Mientras la hacía
entrar en la oficina, sólo era consciente de lo extremadamente agradable que era esa distracción en
medio de un caso de asesinato, con testigos recalcitrantes, huellas dactilares y coches desaparecidos.
Además, era realmente una distracción. Feliz es el hombre que sabe combinar el placer y el
trabajo...
–¡Qué despacho más agradable! –dijo ella. Su voz era dulce y viva–. Pensaba que las comisarías
eran grises y lóbregas, con fotografías en las paredes de grandes bestias buscadas por atracar a
bancos.
–Miró con aprobación la alfombra, las sillas amarillas y el escritorio de madera–. Es precioso. Y
qué hermosa vista la de esos encantadores tejados. ¿Puedo sentarme?
Wexford ya le estaba ofreciendo la silla. Recordaba que Dora le había dicho que era «muy
aficionada a los hombres» y supuso que los hombres también lo serían para ella. Era morena, de
abundante cabello castaño, probablemente teñido, pero su piel había conservado un brillo rosa y
ambarino, tenía la textura de un melocotón y una delicada luz parecía desprenderse de su interior,
como la que a veces se aprecia en la cara de los niños y que suele desaparecer con el tiempo. Sus
labios rojos siempre parecían estar al borde de la sonrisa. Era como si conociese un delicioso
secreto que estuviera a punto de divulgar. Su vestido era lo que, en opinión de Wexford, debía ser el
vestido de una mujer: la falda holgada, de algodón malva y azul, ajustada a la cintura, y un
insinuante escote mostraba las curvas superiores de su magnífico pecho. Ella se percató de que la
estaban estudiando y pareció disfrutar con ello, regodeándose, comprendiendo aún mejor que él lo
que eso significaba.
Wexford apartó la vista bruscamente.
–Usted vive en la casa del final de Kingsmarkham de Wool Lane, ¿no es así?
–La casa se llama Sunnybank. Siempre he pensado que suena como un hospital psiquiátrico,
pero, mi último marido escogió el nombre y supongo que tendría sus razones.
Wexford hizo un último intento de parecer grave y al fin lo consiguió.
–¿Era usted amiga de la señora Hathall?
–Oh, no. Sólo iba por allí a buscar ciruelas.
–¿Fue ayer a recoger ciruelas?
–Cada año lo hago. Lo solía hacer cuando el viejo Somerset vivía allí, y cuando vinieron los
Hathall dijeron que las podía seguir cogiendo. Hacía mermelada con ellas, ¿sabe?
Tuvo una repentina visión de Nancy Lake de pie en una soleada cocina, revolviendo un tarro
lleno de fruta dorada. Olió el aroma, vio su rostro mientras metía un dedo y se lo llevaba a sus
encarnados labios. La visión amenazaba con convertirse en una fantasía y se la sacó de la cabeza.
–¿Cuándo fue allí por última vez?
La aspereza de su voz hizo que ella levantara las cejas.
–Telefoneé a Ángela a las nueve de la mañana y le pregunté si podía ir a recoger las ciruelas.
Había observado que ya estaban cayendo. Pareció alegrarse. No era una persona muy simpática,
¿sabe usted?
–Yo no sé nada. Espero que usted me lo diga.
Ella movió un poco las manos, tímidamente, como un descuido.
–Me dijo que pasase sobre las doce y media. Recogí las ciruelas y me ofreció una taza de café.
Creo que sólo me invitó para enseñarme lo limpia y arreglada que estaba la casa.
–¿Por qué? ¿Es que no estaba siempre bien arreglada?
–¡No, por Dios! No es que me importe, era asunto suyo. Yo misma no soy muy buena ama de
casa, pero la casa de Ángela solía estar como una pocilga. En todo caso, la última vez que estuve el
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

pasado mes de marzo, estaba muy desordenada. Me dijo que la había limpiado para impresionar a la
madre de Robert.
Wexford asintió. Tenía que hacer un gran esfuerzo para seguir interrogándola en ese tono
impersonal, pues estaba hechizado por su mágica combinación de fineza femenina y fuerte
sexualidad. Sin embargo, tenía que seguir así.
–¿Le dijo si estaba esperando alguna otra visita, señora Lake?
–No, sólo comentó que iba a salir con el coche, pero no dijo adonde. –Nancy Lake se apoyó
sobre el escritorio con expresión seria, acercando su cara a pocos centímetros de él. Su perfume era
dulce y cálido–. Me pidió que pasara y me invitó a un café, pero en cuanto me lo tomé pareció
querer deshacerse de mí. Eso es lo que quería decir cuando le expliqué que sólo me quería enseñar
lo limpia que estaba la casa.
–¿A qué hora se fue usted?
–Déjeme pensar. Debió de ser antes de la una y media. Sólo estuve diez minutos en la casa. El
resto del tiempo estuve recogiendo ciruelas.
La tentación de mantenerse próximo a ese rostro rebosante de vitalidad, e irresistiblemente
sensual, era enorme, sin embargo tenía que resistir. Wexford hizo girar la silla con fingida
despreocupación, ofreciéndole a Nancy Lake su perfil severo y formal.
–¿No la vio salir de Bury Cottage o volver allí más tarde?
–No, fui a Myringham, donde estuve toda la tarde hasta que anocheció.
Por primera vez notó algo oculto y secreto en su respuesta, pero él no quiso hacer comentarios.
–Cuénteme algo sobre Ángela Hathall. ¿Qué clase de persona era?
–Brusca, dura y descortés. –Se encogió de hombros, como si esos defectos en una mujer
estuviesen fuera de su comprensión–. Quizá era ésa la razón por la que ella y Robert se llevaban tan
bien.
–¿Ah, sí? ¿Era una pareja feliz?
–Muy feliz. Apenas se relacionaban con nadie –dijo Nancy esbozando una sonrisa–, todo se lo
cocinaban ellos, ¿sabe? No tenían amigos, que yo sepa.
–Otras personas me han dado a entender que era tímida y nerviosa.
–¿Sí? Yo no diría eso. En realidad, creo que era una solitaria porque quería. Andaban muy
escasos de dinero hasta que él consiguió ese nuevo trabajo. Ella misma me dijo que sólo tenían
quince libras a la semana para vivir después de pagar sus gastos. Robert estaba pasando una pensión
a su ex mujer. –Dejó de hablar y volvió a sonreír–. La gente es muy complicada, ¿verdad?
Había un cierto pesar en su voz, como si alguna vez hubiese experimentado por sí misma lo que
acababa de decir. Wexford se volvió de nuevo hacia ella porque se le había ocurrido otra cosa.
–¿Puedo ver su mano derecha, señora Lake?
Ella se la ofreció sin hacer preguntas, pero en lugar de ponerla sobre la mesa, la colocó sobre la
suya. Era un gesto casi de amante, un gesto característico al inicio de una relación entre un hombre
y una mujer, una muestra afectiva de bienestar y confianza. Wexford sintió su calor, observó lo
suave y tierna que era, el débil brillo de sus uñas y el anillo de diamantes que llevaba en su dedo
corazón. Absorto, permaneció quieto, sin mover un solo músculo, durante algunos segundos.
–Si alguien me hubiese dicho –dijo ella con expresión viva– que esta mañana estaría haciendo
manitas con un policía, no lo habría creído.
Wexford dijo rígidamente:
–Le ruego que me disculpe –le dio la vuelta a la mano.
Ninguna cicatriz con forma de «L» estropeaba la delicada superficie de la yema de su dedo
índice, y soltó la mano.
–¿Es así como comprueban las huellas dactilares? Cielos, siempre había pensado que era un
proceso mucho más complicado.
–Lo es –dijo Wexford sin más explicaciones–. ¿Tenía Ángela alguna mujer que le ayudase a
limpiar la casa?
–No que yo sepa. No se lo podían permitir –dijo tratando de ocultar el placer y la incomodidad
que él le provocaba, pero Wexford observó cómo contraía los labios y evidenciaba una sensación de

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

bienestar–. ¿Puedo ser de utilidad para usted, señor Wexford? ¿No desea tomar muestras de mis
huellas dactilares, por ejemplo, o de mi sangre?
–No, gracias, no será necesario. Pero quizá tenga que hablar de nuevo con usted, señora Lake.
–Espero que así sea. –Se levantó grácilmente y dio unos pasos hacia la ventana. Wexford, que se
sentía obligado a levantarse cuando ella lo hiciera, se encontró de pie a un palmo de la señora Lake.
Lo cierto es que sólo podía sentirse halagado de su comportamiento. ¿Cuántos años hacía que una
mujer no había coqueteado con él, había querido estar a su lado y disfrutar del contacto de su mano?
Dora lo había hecho, su esposa lo había hecho... Mientras se levantaba, consciente de su nueva y
firme figura, se acordó de ella, pensando en que no era sólo un policía sino también un marido que
debe tener en cuenta los votos del matrimonio. A pesar de ello, Nancy Lake había apoyado
ligeramente su mano sobre el brazo, le estaba hablando de la puesta de sol en el exterior y de los
coches de High Street que habían comenzado su largo viaje hacia la costa.
–Hace un día espléndido para ir al mar, ¿verdad? –dijo ella. La observación parecía melancólica,
como una invitación–. ¡Qué pena que tenga que trabajar en sábado! –Sin duda, era una lástima que
el trabajo, el convencionalismo y la prudencia le impidiesen llevar a esa mujer en su coche hasta un
tranquilo hotel. Champán y rosas, pensó él, y esa mano apoyándose cálidamente sobre la suya...–.
Pronto llegará el invierno –dijo la señora Lake.
Seguro que no era lo que quería decir, no buscaba ese doble significado, es decir, que pronto
llegaría el invierno para los dos, la carne reposaría, se enfriaría la sangre...
–No debo entretenerla más –dijo él, con una voz tan fría como la nueva estación que se
aproximaba.
La señora Lake se echó a reír, sin sentirse ofendida en absoluto, pero apartó su mano de su brazo
y dio unos pasos hacia la puerta.
–Al menos me podría agradecer que haya venido.
–Se lo agradezco. Muy cívico por su parte. Buenos días, señora Lake.
–Buenos días, señor Wexford. Espero que venga pronto por mi casa a tomar el té. Le invitaré a
mermelada de ciruelas.
Wexford mandó que alguien la acompañara. En lugar de sentarse una vez más tras su escritorio,
volvió a la ventana y miró hacia abajo. Allí estaba ella, cruzando el patio con esa seguridad que
otorga la juventud, como si el mundo le perteneciese. No se le ocurrió que pudiera volverse para
mirarlo pero, de pronto, así lo hizo, como si sus pensamientos estuviesen conectados y hubiesen
atraído su mirada. Ella le saludó con la mano, alzó el brazo y lo agitó. Era un gesto cálido e íntimo,
como si fuesen viejos amantes que se despidieran tras un delicioso encuentro que, aunque rutinario,
seguía lleno de ternura. Wexford levantó el brazo haciendo algo parecido a un saludo y cuando ella
hubo desaparecido entre la multitud de compradores, bajó a buscar a Burden para ir a comer juntos.
El Café Carrusel, frente a la comisaría de policía, estaba siempre atestado de gente a esa hora del
sábado. Por suerte, la máquina de música no estaba en funcionamiento. El verdadero ruido
empezaría cuando los niños entraran a las seis. Burden ocupó la mesa del rincón que tenían
reservada y cuando Wexford se acercó, el propietario, un agradable italiano, vino hacia él con
considerable respeto y deferencia.
–Inspector jefe, me gustaría recomendarle el hígado con tocino, la especialidad de hoy.
–Muy bien, Antonio, pero nada de patatas reconstituyentes, ¿eh? Y nada de glutamato
monosódico.
–Eso no está en mi menú, señor Wexford.
–No, pero está en la comida. Confío en que no tengamos más numeritos como el último.
–Gracias a usted, ya no tendremos más.
Se refería a una gamberrada llevada a cabo un par de semanas atrás por uno de los jóvenes
empleados de Antonio. Aburrido de la sobriedad de la clientela, había introducido en el depósito del
zumo de naranja cien pastillas de anfetaminas, con lo cual provocó una especie de alegre disturbio
en la mesa de un recatado ejecutivo. Wexford, que debido a su dieta se había arriesgado a pedir
zumo de naranja, descubrió la causa de esa orgiástica alegría y, al mismo tiempo, al propio
bromista. Recordando todo eso, se rió abiertamente.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Qué te resulta tan gracioso? –preguntó Burden ácidamente– ¿O es que esa señora Lake ha
cambiado tu humor?
Wexford dejó de reír pero no respondió. Burden dijo:
–Martin ha alquilado una habitación junto a la iglesia, una especie de oficina de información. Se
está dando a conocer al público la noticia, con la esperanza de que alguien que hubiera visto a
Ángela el viernes por la tarde venga a contárnoslo. Y si se quedó en casa, queda la posibilidad de
que alguien viese al visitante.
–Ella salió de casa –dijo Wexford–. Le contó a la señora Lake que saldría con el coche. Me
pregunto quién es la mujer de la cicatriz en forma de «L», Mike. No es la señora Lake y además me
ha dicho que Ángela no tenía asistenta ni prácticamente amigos.
–¿Y quién es el hombre que mancha con los dedos el interior de las puertas de los armarios?
La llegada del hígado con tocino y de los espaguetis a la boloñesa de Burden los mantuvo en
silencio durante unos minutos. Wexford se bebió el zumo de naranja, pensando en lo que disfrutaría
si hubiesen puesto otra vez anfetaminas en el depósito y Burden empezase a sentirse alegre y
desinhibido. Sin embargo el inspector, comiendo con toda corrección, mostraba la resignada
expresión de alguien que había sacrificado su fin de semana al deber. Unas arrugas profundas, que
iban desde la nariz hasta las comisuras de sus labios, se intensificaron cuando dijo:
–Pensaba llevarme los niños a la costa.
Wexford pensó que Nancy Lake tendría un buen aspecto en traje de baño, pero mitigó esta
imagen antes de que se convirtiera en una fotografía mental a todo color y en tres dimensiones.
–Mike, a estas alturas del caso, debemos preguntarnos si hemos notado algo raro, alguna
contradicción o alguna mentira ¿Has observado algo?
–Bueno, excepto por la falta de huellas, diría que no.
–Ella había limpiado toda la casa para impresionar a la vieja, aunque parece extraño que volviera
a limpiarlo todo antes de salir con el coche. La señora Lake tomó el café con ella sobre la una, pero
las huellas de ésta no aparecen por ningún sitio. Sin embargo, hay otra cosa que me resulta aún más
extraña, es el modo en que se comportó Hathall cuando entró anoche en la casa.
Burden apartó su plato vacío, contempló el menú y, rechazando la idea de tomar postre, llamó a
Antonio para pedirle un café.
–¿Fue extraño?
–Hathall y su mujer llevaban tres años casados. Durante ese tiempo la vieja sólo había visto a su
nuera una vez, y había un antagonismo evidente entre ellas. Esto parece guardar relación con el
hecho de que Ángela rompiese el primer matrimonio de Hathall. En cualquier caso (y estoy seguro
de ello) Ángela y su suegra se llevaban a matar. No obstante, había un cierto acercamiento, habían
persuadido a la anciana para que viniese el fin de semana y Ángela estaba preparándose para
recibirla, hasta el extremo de dejar la casa mucho más limpia y arreglada de lo que solía estar.
Ahora bien, Ángela tenía que ir a recibirles a la estación, pero no apareció. Hathall dice que era
tímida y nerviosa, la señora Lake que era brusca y descortés. Teniendo todo esto en cuenta, ¿qué
conclusiones crees que sacó Hathall cuando su mujer no apareció en la estación?
–Que estaba resfriada, o demasiado asustada para hacer frente a su suegra.
–Eso es. Pero ¿qué ocurrió cuando llegaron a Bury Cottage? No encontró a Ángela. La buscó por
el piso de abajo y por el jardín. En ningún momento subió al piso superior. Para entonces ya debería
haber sospechado del nerviosismo de Ángela y saber que una mujer de este tipo no se refugia en el
jardín sino en su propio dormitorio. Sin embargo, en lugar de dirigirse a arriba, envió a su madre,
precisamente a la persona que inquietaba a Ángela. Él debió de pensar que esa muchacha tímida y
nerviosa a la que declara adorar estaría agazapada en su dormitorio, pero en lugar de subir a
tranquilizarla para luego enfrentarse con su madre, estando él allí para protegerla, salió hacia el
aparcamiento. Eso, Mike, es verdaderamente extraño.
Burden asintió.
–Bébete el café –dijo–. Dijiste que Hathall venía a las tres. Tal vez él te dará la respuesta.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO V
Aunque Wexford parecía estudiar la lista de artículos desaparecidos –una pulsera, un par de
anillos y un collar– que Hathall le había traído, en realidad, le estaba observando a él. Había entrado
en la oficina con la cabeza baja y ahora estaba sentado en silencio, con las manos sobre su regazo.
Sin embargo, la combinación de piel rubicunda y cabello negro le proporcionaba un aspecto
enojado. Hathall, a pesar de su aflicción, parecía enfadado y resentido. Sus rasgos duros y
escarpados parecían tallados en granito rosado, sus manos eran grandes y rojas, e incluso sus ojos,
aunque no llegaban a estar inyectados en sangre, tenían un brillo rojizo. Wexford nunca lo habría
juzgado atractivo para las mujeres, aunque hubiera tenido dos esposas. ¿Se debía, quizá, a que
ciertas mujeres muy femeninas, nerviosas o inadaptadas, le veían como una roca a la que podían
aferrarse, una fortaleza en donde refugiarse? Quizá buscaban en él esa apariencia de pasión,
tenacidad y fuerza, además de mal genio.
Wexford colocó la lista sobre la mesa y alzando la vista, dijo:
–¿Qué cree que sucedió ayer por la tarde, señor Hathall?
–¿Me lo pregunta a mí?
–Es de suponer que usted conocía a su mujer mejor que nadie. Usted sabe quién podía visitarla o
a dónde podía ir.
Hathall frunció el ceño y su rostro se oscureció.
–Ya se lo he dicho antes, un hombre entra en la casa con el propósito de robar. Cogió los objetos
que figuran en la lista y cuando mi mujer le sorprendió ella mató. ¿Qué otra cosa pudo haber
sucedido? Es evidente.
–No lo creo. Lo que pienso es que quienquiera que sea la persona que fue a su casa, se molestó
en eliminar la mayoría de huellas dactilares. Un ladrón no hubiese necesitado hacer eso, pues habría
llevado guantes, y aunque hubiera golpeado a su mujer, no la habría estrangulado. Además, al
parecer, usted valora la propiedad perdida en menos de cincuenta libras. Sí, ya sé que algunas
personas han sido asesinadas por menos, pero dudo que alguna mujer haya sido estrangulada por
eso. –Cuando Wexford repitió la palabra «estrangulada», Hathall volvió a agachar la cabeza.
–¿Qué alternativa queda? –murmuró.
–Dígame quién solía ir a su casa. ¿Qué amigos o conocidos visitaban a su mujer?
–No teníamos amigos –comentó Hathall–. Cuando vinimos aquí estábamos prácticamente
desahuciados. Hace falta dinero para relacionarte en un sitio como éste. No teníamos dinero para
hacernos socios de clubes, ofrecer cenas u organizar fiestas. A menudo, Ángela no veía a nadie
desde el domingo por la noche hasta que yo volvía el viernes por la tarde. En cuanto a los amigos
que yo tenía antes de casarme con ella... bueno, mi primera mujer se encargó de que los perdiera. –
Tosió con impaciencia y movió la cabeza como lo hacía su madre–. Mire, creo que es mejor que
conozca la historia de nuestra relación, y después tal vez se dará cuenta de que toda esta charla en
torno a los amigos que la visitaban es una tontería.
–Tal vez sea mejor, señor Hathall.
–Será la historia de mi vida –Hathall rió sin humor. Era la risa amarga de un paranoico–. Empecé
como chico de los recados en una compañía de contables, Craig y Butler, en Gray’s Inn Road. Más
tarde, mientras ejercía de administrativo, uno de los jefes quiso colocarme de aprendiz y me
convenció de que estudiase para los exámenes del instituto. Poco después me casé y compré una
casa en Croydon en régimen de hipoteca, por lo que no me sobraba mucho dinero. –Alzó la vista
volviendo a fruncir el ceño–. Creo que nunca, excepto ahora, he tenido una cantidad razonable de
dinero para vivir, y ahora que la poseo ya no me sirve para nada.
»Mi primer matrimonio no fue feliz. Me casé hace diecisiete años y dos años más tarde
comprendí que había cometido una equivocación. Pero para entonces ya teníamos una hija, de
forma que no podía hacer nada. Supongo que habría continuado de no haber conocido a Ángela en
una fiesta del trabajo. Cuando me enamoré de ella y me di cuenta de... bueno, de que lo que sentía
por Ángela era correspondido, pedí el divorcio a mi esposa. Eileen, el nombre de mi primera mujer,
lo complicó todo. Metió por medio a mi madre e incluso a Rosemary, una niña de once años. No
soy capaz de describir lo que era mi vida y por ello no voy a intentarlo.
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Eso fue hace cinco años?


–Hace aproximadamente cinco años, sí. Al final me marché de casa y fui a vivir con Ángela. Ella
tenía una habitación en Earls Court y trabajaba en la biblioteca de la Liga Nacional de Arqueología.
–Contradiciendo sus propias palabras, Hathall empezó a describir su vida–. Eileen inició una...
campaña de persecución. Se presentó en mi oficina y en el lugar de trabajo de Ángela. Incluso vino
a Earls Court. Le imploré que me concediese el divorcio. Ángela tenía un buen empleo y yo me
defendía bien. Pensé que, fuesen cuales fuesen las demandas de Eileen, podía permitírmelo. No se
obró con justicia y para colmo Ángela tuvo que abandonar la biblioteca. Estuvo al borde de un
ataque de nervios.
»Conseguí un trabajo de contable, a media jornada, en una empresa de juguetes, Kidd & Co., de
Toxborough y alquilamos una habitación cerca de allí. No teníamos ni un céntimo. Ángela no podía
hacer nada. El juez concedió a Eileen la casa, la custodia de mi hija y una parte importante de mis
escasos ingresos. Pero tuvimos por fin lo que parecía un golpe de suerte. Ángela era prima de un
hombre llamado Mark Somerset, que nos permitió instalarnos en Bury Cottage. Había pertenecido a
su padre, pero, por supuesto, no se cuestionó que no le pagáramos el alquiler, a pesar de la relación
de parentesco que guardaba con Ángela. No hizo nada más por nosotros, ni siquiera mantuvo
amistad con mi mujer, aunque sin duda sabía lo sola que estaba.
»Las cosas continuaron así durante casi tres años. Vivíamos, literalmente, con quince libras a la
semana. Yo seguía pagando la hipoteca de una casa en la que no he puesto el pie desde hace cuatro
años. Mi madre y Eileen habían envenenado la mente de mi hija contra mí. ¿Para qué sirve que un
juez te permita ver a tu hija si ésta se niega a verte? Recuerdo que usted dijo que quería saber cosas
sobre mi vida privada. Bien, eso es todo. En ella no ha habido más que hostigamiento y
persecución. Ángela era lo único que me quedaba y ahora... ahora está muerta.
Wexford, que creía que, salvo algunas excepciones, un hombre sólo sufre una persecución
crónica si hay algo masoquista en él, apretó los labios.
–El primo de su mujer, Somerset, ¿fue alguna vez a Bury Cottage?
–Nunca. Nos enseñó el lugar cuando nos lo ofreció y, después de eso, aparte de encontrarlo por
casualidad en una calle de Myringham, no volvimos a verlo jamás. Era como si, de pronto, hubiese
decidido odiar a Ángela sin motivo alguno.
Muchas personas le tenían antipatía. Wexford pensó que Ángela parecía tener tanta tendencia a
la paranoia como su marido. Generalmente, la gente agradable tiene amigos. No era creíble que
hubiera una conspiración de odio contra ellos, como Hathall parecía inferir.
–Dice usted que esa antipatía no tenía motivos, señor Hathall. ¿Tampoco tenía motivo la falta de
estima que su madre sentía por ella?
–Mi madre adora a Eileen. Es conservadora y rígida y tenía prejuicios contra Ángela porque cree
que ella me apartó de Eileen. Es una tontería decir que una mujer puede robar el marido de otra si
éste no lo permite.
–Ellas solamente se vieron una vez, según tengo entendido. ¿Cómo se desarrolló ese encuentro?
–Convencí a mi madre de que viniese a Earls Court a conocerla. Aunque me equivoqué, pensé
que cuando la viese superaría la idea de que era una mujer excéntrica. Mi madre pasó por alto la
ropa de Ángela, llevaba pantalón vaquero y camisa roja, pero cuando comentó algo descortés sobre
Eileen, se fue inmediatamente de la casa.
El rostro de Hathall se sonrojó aún más al recordarlo. Wexford dijo:
–¿Así que durante su segundo matrimonio no se dirigieron la palabra?
–Mi madre se negó a visitarnos y a que fuésemos a su casa. Yo la veía durante la semana. Se lo
diré con franqueza, me habría gustado desentenderme de ella por completo, pero me sentía
obligado.
Wexford siempre interpretaba esas manifestaciones de bondad con escepticismo. No podía dejar
de pensar en si la anciana señora Hathall, que debía de rondar los setenta, tendría algunos ahorros
para dejarle.
–¿Cómo surgió la idea de reunirías este fin de semana?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Cuando cogí ese trabajo en Marcus Flower que, por cierto, doblaba mi sueldo en Kidd’s, decidí
pasar las noches de la semana en casa de mi madre. Ella vive en Balham, de modo que no estaba
muy lejos de la estación Victoria. Ángela y yo buscábamos un piso en Londres, por lo que esa
situación no habría durado mucho. Sin embargo, como es habitual en mí, el desastre me alcanzó.
Como ya le he dicho, de lunes a jueves dormía en casa de mi madre, lo que me permitió hablarle de
Ángela y de lo mucho que me gustaría que se llevaran bien. Tardé un par de meses en persuadirla y
al final accedió a pasar el fin de semana con nosotros. Ángela se puso nerviosa ante la idea, pues
también deseaba, como yo, congeniar con mi madre. Limpió a fondo toda la casa para agradarle.
Ahora nunca tendré certeza de si habría salido bien.
–Explíqueme, señor Hathall, cuando usted llegó anoche a la estación y su mujer no se encontraba
allí para recibirles como habían quedado, ¿cuál fue su reacción?
–No le entiendo –dijo Hathall.
–¿Cómo se sintió? ¿Alarmado? ¿Molesto? ¿O tan sólo desilusionado?
Hathall vaciló.
–La verdad es que no me sentí molesto –dijo–. Creo que pensé que era un mal comienzo para el
fin de semana. Supuse que Ángela se encontraba demasiado nerviosa para venir, después de todo.
–Ya entiendo. Y cuando llegó a casa, ¿qué es lo que hizo?
–No comprendo a qué nos conduce todo esto, pero imagino que tendrá alguna finalidad. –Una
vez más, Hathall movió la cabeza con impaciencia–. Llamé a Ángela. Al ver que no respondía la
busqué en el comedor y en la cocina. No estaba allí, por lo que salí al jardín. Entonces le dije a mi
madre que subiese mientras yo miraba si el coche se encontraba en el aparcamiento.
–¿Fue quizá, en ese momento cuando supuso que podrían haberse cruzado, ustedes a pie y su
mujer en el coche?
–No lo sé. Lo único que hice fue buscarla por todas partes.
–Pero no en el piso de arriba, señor Hathall –dijo Wexford tranquilamente.
–Al principio, no. Lo habría hecho después.
–¿No le parece probable que, de entre todos los sitios de la casa, una mujer inquieta y temerosa
de encontrarse con su suegra, elegiría estar en su propio dormitorio? Pero usted no subió, como
sería de esperar, sino que fue al aparcamiento y envió a su madre arriba.
Hathall, que hubiera podido estallar de ira y exigir a Wexford una explicación, dijo, en cambio,
con voz queda y tímida:
–No siempre comprendemos nuestros actos.
–No estoy de acuerdo. Yo creo que sí podemos comprenderlos si analizamos honestamente
nuestros motivos.
–Bueno, supongo que pensé que si no había contestado a mi llamada, era porque no estaba en
casa. Sí, eso es lo que pensé. Imaginé que debía de haber salido en el coche y que no nos cruzamos
porque ella habría tomado otro camino.
Sin embargo, «otro camino» habría significado bajar un par de kilómetros por Wool Lane hasta
el cruce con la carretera que va de Pomfret a Myringham, luego seguir esa carretera hasta Pomfret o
Stowerton antes de dirigirse hacia la estación de Kingsmarkham, un viaje de ocho kilómetros en
lugar de uno solo. No obstante, Wexford no mencionó el tema. Acababa de percatarse de un detalle
en la conducta de ese hombre y quería pensarlo detenidamente para discernir si era un factor
significativo o meramente el resultado de una peculiaridad de su carácter.
Cuando Hathall se levantó, inquirió:
–¿Puedo hacerle ahora una pregunta?
–¡Cómo no!
Hathall pareció vacilar, como si retuviera alguna pregunta apremiante u ocultara otra de menor
importancia.
–¿Ha recibido ya noticias del forense?
–Todavía no, señor Hathall.
Su sonrojado y endurecido rostro se puso en tensión.
–Esas huellas dactilares... ¿Tiene ya alguna información sobre ellas? ¿No le dan ninguna pista?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Muy pocas, por lo que podemos saber.


–Me parece un proceso muy lento, aunque yo no sepa nada de procesos. Me mantendrá
informado, ¿verdad?
Había hablado con autoridad, como el presidente de una compañía dirigiéndose a un joven
ejecutivo.
–En cuanto hayamos hecho alguna detención –dijo Wexford– puede estar seguro de que le
informaremos de ello.
–Eso está muy bien, pero también se informará a cualquier lector de periódicos. Desearía saber
algo sobre este... –Interrumpió la frase como si se aproximase a un final que resultase imprudente
mencionar–. Me gustaría saber algo del informe del forense.
–Le veré mañana, señor Hathall –dijo Wexford–. Mientras tanto, procure mantenerse tranquilo y
descanse todo lo que pueda.
Hathall salió de la oficina inclinando la cabeza. Wexford no pudo sustraerse a la idea de que lo
había hecho para impresionar al joven agente de policía que le había acompañado afuera. Sin
embargo, su aflicción parecía auténtica, aunque ésta, como muy bien sabía Wexford, es mucho más
fácil de aparentar que la felicidad. Exige poco más que una voz abatida, una explosión ocasional de
auténtico enfado y la reiteración del propio dolor. Un hombre como Hathall, que creía que el mundo
le debía una vida mejor y que se veía constantemente perseguido, no tendría dificultad en
manifestarlo.
Sin embargo, ¿por qué no mostraba señales de conmoción? ¿Por qué, sobre todo, no había
mostrado nunca la incredulidad propia de alguien cuya mujer, marido o hijo ha sufrido una muerte
violenta? Wexford reflexionó sobre las tres conversaciones que había mantenido con Hathall, pero
no fue capaz de recordar ni un solo ejemplo de asombro sobre la horrible realidad. Recordó que, en
situaciones parecidas, maridos desconsolados habían interrumpido sus preguntas gritando que no
podía ser verdad, viudas histéricas habían exclamado que aquello no podía sucederles a ellas, que
era sólo un sueño del que no tardarían en despertar. La incredulidad, sin embargo, aleja
temporalmente la aflicción. A menudo pasan días enteros antes de que este hecho se pueda
comprender, y mucho menos aceptar. Hathall lo había comprendido y aceptado de inmediato.
Wexford tenía la impresión, mientras meditaba esperando los resultados de la autopsia, de que
Hathall lo había asimilado incluso antes de traspasar el umbral de su puerta.

–Fue estrangulada con un collar dorado y debió de ser con uno muy resistente.
Alzando la vista del informe, Wexford dijo:
–Puede haber sido el de la lista de Hathall. Aquí dice: «una ligadura dorada». Se encontraron
algunos restos de color dorado en la piel de la víctima. No se halló tejido bajo sus uñas, así que al
parecer no hubo lucha. Hora del fallecimiento: entre la una y media y las tres y media. Bueno,
sabemos que no era la una y media porque a esa hora fue cuando la señora Lake se despidió de ella.
Parecía una mujer sana, no estaba embarazada y no hubo agresión sexual. –Wexford dio a Burden
una versión resumida de lo que le había contado Robert Hathall–. Todo el asunto empieza a resultar
curioso, ¿no?
–¿Quieres decir que sospechas que Hathall conocía al asesino?
––Sé que él no la mató. No pudo haberla matado. Cuando ella murió él estaba en Marcus Flower
con Linda Whatsit y Dios sabe cuántas personas más. Además, no veo ningún motivo, y al parecer
se llevaba bien con su mujer. Pero ¿por qué no subió a buscarla al piso de arriba?, ¿por qué no está
conmocionado?, ¿y por qué le preocupan tanto las huellas dactilares? Es probable que el asesino se
quedara allí después del crimen para limpiar las huellas. Debió de olvidar que había tocado algo en
el dormitorio y en las otras habitaciones, de manera que tuvo que volver a limpiarlo todo para no
correr riesgos. De lo contrario, las huellas de Ángela y de la señora Lake habrían aparecido en la
sala de estar. ¿Eso no demuestra una cierta premeditación?
–Probablemente. Puede que tengas razón. No creo que Ángela fuese tan obsesiva o que temiese
tanto a su suegra como para dar brillo a toda la sala de estar después de que se marchara la señora
Lake.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Sin embargo, es extraño que se ocupase de todo eso y dejase sus huellas en el interior de la
puerta de un armario en el cuarto de invitados, un armario que, aparentemente no se usaba jamás.
Creo que debemos empezar a suponer –concluyó Wexford– que esas huellas pertenecen a un tal
Mark Somerset, el dueño de Bury Cottage. Averiguaremos su dirección en Myringham e iremos a
visitarle.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO VI
Myringham, donde está situada la Universidad del Sur, se encuentra a unos veinticinco
kilómetros de Kingsmarkham. Cuenta con un museo, un castillo con fortaleza exterior y una de las
ruinas romanas mejor conservadas de Gran Bretaña. Aunque se ha constituido un nuevo centro
entre los edificios de la universidad y la estación de ferrocarril, un lugar con grandes bloques, zonas
comerciales y aparcamientos de varios pisos, las construcciones de ladrillo rojizo y hormigón se han
edificado alejadas del barrio antiguo, que se levanta, inalterado, en las riberas de Kingsbrook.
Hay estrechas avenidas y tortuosas callejuelas que recuerdan al visitante las pinturas de Jacob
Vrel. Las casas son muy antiguas, algunas de ellas –de adobe marrón y madera gris y carcomida–
fueron construidas antes de la Guerra de las Rosas o incluso, se dice, antes de Agincourt. No todas
están ocupadas por sus dueños o tienen inquilinos estables, pues algunas han caído en tal estado de
deterioro, de lamentable decadencia, que sus propietarios no pueden permitirse restaurarlas. Los
squatters, ocupantes ilegales de casas, han tomado posesión de ellas, seguros de sus antiguos
derechos ante la interferencia policial, y a salvo del desahucio ya que sus «caseros» no pueden, por
ley, demoler su propiedad ni pueden repararla por falta de dinero.
Estas casas, sin embargo, constituyen tan sólo una pequeña colonia del barrio antiguo. Mark
Somerset vivía en la parte más elegante, en una de esas viviendas junto al río. En los días en que
Inglaterra era católica, había sido la casa de un sacerdote, y en una de las paredes de su jardín,
colindante con la Iglesia de St. Luke, había una angosta y hermosa ventana de cristal al ácido. Los
católicos de Myringham tenían ahora su iglesia en el nuevo barrio, y el presbiterio era una casa
moderna. Pero aquí, donde confluían las paredes ocres alrededor de la iglesia y el molino, seguía
perdurando el siglo XV.
Sin embargo, no había nada del siglo XV que se reflejara en la personalidad de Mark Somerset,
un hombre de apariencia atlética, entre cincuenta o sesenta años de edad, que llevaba un pulcro
pantalón vaquero de color negro y una camiseta. Wexford intuyó su edad por las arrugas que
rodeaban sus ojos azules claros y por las venas de sus robustas manos. No estaba gordo, su pecho
era musculoso y tenía la suerte de conservar el cabello, aunque había dejado de ser rubio para
convertirse en canoso.
–Ah, ya están aquí –dijo. Su sonrisa y tono agradable disminuían la rudeza de su saludo–.
Imaginé que vendrían a verme.
–¿No teníamos que haber venido?
–No lo sé. Eso lo tienen que decidir ustedes. Pasen, pero no hagan ruido en el recibidor, por
favor. Mi mujer ha salido del hospital esta misma mañana y acaba de quedarse dormida.
–Nada grave, espero –dijo Burden tonta, e innecesariamente, a juicio de Wexford.
Somerset sonrió. Su rostro expresaba tristeza, conocimiento y resistencia, y presentaba un ligero
desprecio. Habló casi susurrando.
–Hace años que está inválida, pero creo que no han venido a hablar de eso. ¿Pasamos aquí
dentro?
La habitación tenía vigas en el techo y paredes artesonadas, había también un par de puertas de
cristal –un añadido posterior pero acertado–, que daban a un pequeño jardín con los árboles del río
al fondo. El follaje, bajo el sol poniente, parecía formar un encaje negro a contraluz. Junto a las
puertas de cristal había una mesa con una botella de vino del Rhin en una cubitera.
–Soy entrenador en la universidad –dijo Somerset–. El sábado por la noche es el único día que
me permito beber. ¿Quieren un poco de vino?
Los dos policías aceptaron y Somerset sacó tres vasos de un armario. El Liebfraumlich tenía esa
delicada cualidad: sabor a flores líquidas, una peculiaridad de algunos vinos del Rhin. Estaba frío y
era aromático y seco.
–Es muy amable por su parte, señor Somerset –dijo Wexford–. Esto es excesivo. La verdad es
que lamento tener que pedirle que nos deje tomar sus huellas dactilares.
Somerset soltó una carcajada.
–Por supuesto que pueden tomármelas. Supongo que han encontrado las huellas de algún
misterioso desconocido en Bury Cottage, ¿no es así? Seguramente serán mías, aunque hace ya tres
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

años que no he estado en esa casa. No pueden ser de mi padre. Hice decorar toda la casa cuando
murió. –Extendió sus fuertes manos con un aire de audaz inocencia.
–Tengo entendido que no se llevaba muy bien con su prima.
–Bueno –dijo Somerset–, antes de que me interrogue y me formule un montón de preguntas
innecesarias, ¿no sería mejor que les contase lo que sé y les hiciera una breve crónica de nuestra
relación? Luego podrán preguntar lo que deseen.
Wexford asintió:
–Eso es exactamente lo que queremos.
–Bien –Somerset tenía la forma de hablar sucinta y animada, propia de los buenos profesores–.
No desearán que sea escrupuloso a la hora de hablar mal de los muertos, ¿verdad?, además tampoco
es que tenga que hablar muy mal de Ángela. Lo sentí por ella. La conocí hace unos cinco años;
entonces pensé que era débil, y no me interesan mucho este tipo de personas. Había venido a este
país desde Australia y yo no la había visto nunca. Era mi única prima, la hija del hermano, ya
fallecido, de mi padre, así que no podía albergar dudas sobre si era o no una impostora.
–Ha estado leyendo demasiadas novelas policíacas, señor Somerset.
–Tal vez –Somerset sonrió y continuó–. Me respetaba porque mi padre y yo éramos sus únicos
parientes en este país, según dijo, y se sentía sola en Londres. Creo que andaba tras sus posibles
pertenencias. Al parecer, la pobre Ángela era una chica avariciosa. Por aquellas fechas todavía no
conocía a Robert. Cuando lo conoció dejó de venir por aquí y no supe nada de ella hasta que
estaban a punto de casarse y no tenían dónde vivir. Yo le había escrito para contarle lo de la muerte
de mi padre (aunque, por cierto, no me contestó) y por este motivo quería saber si les dejaría
alojarse en Bury Cottage. Bueno, yo había intentado vender la casa, pero no había podido conseguir
el precio que quería, así que accedí a alquilársela a los dos por cinco libras a la semana.
–Un alquiler muy bajo, señor Somerset –dijo Wexford, interrumpiéndole–. Hubiera podido
conseguir al menos el doble.
Somerset se encogió de hombros. Sin preguntarles, volvió a llenar los vasos.
–Creo que andaban muy escasos de dinero y al fin y al cabo se trataba de mi prima. Tengo
algunas ideas tontas y anticuadas sobre el hecho de que la sangre es más densa que el agua, señor
Wexford, y no puedo sacármelas de encima. No me preocupé lo más mínimo de amueblarles la casa
por lo que no era más que un alquiler simbólico. Lo que me molestó fue que Ángela me enviase un
recibo de la luz para que se lo pagase.
–No habían acordado nada sobre eso, ¿verdad?
–Desde luego que no. Le rogué que viniese por aquí para discutirlo. Bueno, pues vino y me
contó la vieja y triste historia que ya me había explicado antes sobre su pobreza, sus nervios y su
desdichada adolescencia con una madre que no le había dejado ir a la universidad. Le sugerí que si
padecía tal estrechez económica podía buscar algún empleo. Ella era bibliotecaria y podía conseguir
fácilmente ese trabajo en Kingsmarkham o en Stowerton. Alegó que estaba pasando una crisis, pero
a mí me pareció que estaba completamente sana. Creo que no era nada más que simple pereza. En
fin, salió corriendo de mi casa, diciendo que era un tacaño. No volví a verla, ni tampoco a Robert,
hasta hace aproximadamente ocho meses. En esa ocasión, ellos no me vieron. Yo había salido con
un amigo y vi a Ángela y a Robert a través de las ventanas de un restaurante. Era uno de esos caros
y parecía que estuviesen gastando el dinero alegremente, así que llegué a la conclusión de que su
economía había mejorado.
»En realidad, volvimos a vernos, el pasado mes de abril. Nos encontramos por casualidad en
Myringham, en esa monstruosidad que los arquitectos disfrutan llamando “centro comercial”. Iban
cargados con bolsas repletas de cosas que habían comprado, pero parecían tristes, a pesar de que
Robert había conseguido ese nuevo trabajo. Quizá se sintieron molestos al encontrarnos cara a cara.
No supe nada más de Ángela, hasta que hace un mes me escribió para decirme que querían dejar la
casa en cuanto encontraran otra en Londres, lo cual sería, probablemente, en Año Nuevo.
–¿Era una pareja feliz? –preguntó Burden a continuación.
–Mucho, por lo que se podía apreciar. –Somerset se levantó para cerrar las ventanas. La luz del
sol disminuía y empezaba a levantarse un poco de viento–. Tenían mucho en común. Tal vez les

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

parezca algo mezquino, pero creo que lo que les unía era la paranoia, la avaricia y una idea vaga
acerca de que el mundo les debía una existencia mejor. Siento que esté muerta, me apena oír que
alguien haya alcanzado una muerte así, pero no puedo decir que sintiese afecto por ella. Los
hombres, si se lo proponen, pueden ser duros y desmañados, pero en una mujer siempre hay algo
encantador, ¿no creen? Puede parecerles una idea muy subjetiva, pero a veces creo que Robert y
Ángela se llevaban tan bien por la común desdicha que sentían ante el mundo.
–Su colaboración nos ha sido muy útil, señor Somerset –dijo Wexford por cortesía. Somerset le
había contado muchas cosas que desconocía, pero ¿había revelado algo que importase de verdad?–.
Supongo que no se molestará si le pregunto qué estuvo haciendo ayer por la tarde.
Wexford hubiera jurado que el hombre vaciló. Era como si hubiese ensayado lo que debía
responder, aunque todavía tenía que prepararse para ello.
–Me tomé la tarde libre para preparar las cosas ante la llegada de mi mujer. Lo siento, estuve
solo y no vi a nadie, así que no creo que pueda usted comprobarlo.
–Muy bien –dijo Wexford–. ¡Qué le vamos a hacer! ¿Tiene alguna idea acerca de los amigos de
su prima?
–En absoluto. Según ella, no tenía amistades. Me dijo que todos sus conocidos, excepto Robert,
se habían portado mal con ella, por lo que hacer amigos era una forma de masoquismo. –Somerset
vació su vaso–. ¿Quieren más vino?
–No, gracias. Ya nos hemos aprovechado bastante de su ración semanal.
Somerset les sonrió con franqueza.
–Les acompaño a la puerta.
Cuando llegaron al recibidor, se oyó una voz quejumbrosa procedente del piso superior.
–Marky, Marky, ¿dónde estás?
Somerset esbozó una mueca. Sin embargo, la sangre es más densa que el agua, y un hombre y su
mujer forman una unidad. Fue al pie de las escaleras y abrió la puerta principal. Wexford y Burden
le dieron rápidamente las buenas noches, pues la voz de su esposa se había transformado en un
petulante gemido.

Por la mañana, Wexford se dirigió de nuevo a Bury Cottage, como había prometido. Tenía
noticias, algunas recientes, para Robert Hathall, pero no tenía intención de explicar al viudo lo que
éste deseaba saber.
La señora Hathall le hizo entrar y dijo que su hijo todavía estaba durmiendo. Le acompañó a la
sala de estar y le pidió que esperara allí, aunque no le ofreció té ni café. Wexford concluyó que era
el tipo de mujer que, seguramente, no había ofrecido un refresco en su vida, excepto a miembros de
su propia familia. Los Hathall eran gente reservada cuyo aislamiento parecía contagiar a las
personas que se casaban con ellos, pues cuando le preguntó a la señora Hathall si su primera nuera
había estado alguna vez en casa de Ángela, ella dijo:
–Eileen no se habría rebajado. Sabe mantenerse en su sitio.
–¿Y Rosemary, su nieta?
–Rosemary vino aquí una vez, y eso fue suficiente. De todas formas, está demasiado ocupada
con el trabajo del colegio para ir de un sitio a otro.
–¿Querrá darme la dirección de la señora Eileen Hathall, por favor?
El rostro de la señora Hathall se sonrojó como el de su hijo, recordando la piel arrugada del
cuello de un pavo.
–¡No, no se la daré! Usted no tiene nada que ver con Eileen. Averígüela usted mismo. –Dio un
portazo, dejándolo solo.
Era la primera vez que estaba a solas, así que empleó el tiempo de espera en estudiar la
habitación. Los muebles, que había supuesto que eran de Ángela y que le conferían buen gusto, eran
en realidad de Somerset, aunque la antigua colección perteneció tal vez al padre de éste. Estaba
formada por varias y preciosas piezas del período Victoriano tardío y por algunas más recientes,
sillas altas y una elegante mesita ovalada. Junto a la ventana había una lámpara de aceite,
veneciana, de cristal rojo y blanco, que nunca había sido adaptada a la electricidad. Una librería de

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

cristal contenía, en su mayor parte, el tipo de obras de H. G. Wells; Padre e Hijo de Gosse; algunos
libros de Ruskin y muchos de Trollope, aunque en el estante superior, donde quizá había habido
anteriormente un adorno, estaban los libros, de Hathall. Había una media docena de novelas de
acción; dos o tres obras de arqueología; un par de novelas que habían suscitado controversia por su
contenido sexual en el momento de su publicación y dos enormes tomos hermosamente
encuadernados.
Wexford cogió el primero de éstos. Era un volumen con fotografías en color de antiguas joyas
egipcias, apenas tenía texto, y llevaba en la contracubierta un distintivo que lo atribuía como
propiedad de la biblioteca de la Liga Nacional de Arqueología. Sin duda había sido extraído por
Ángela, pero los libros, como los paraguas, las plumas y las cajas de cerillas, pertenecen a una
categoría de objetos cuyo robo es un delito venial; por esta razón Wexford no centró su atención en
ello. Volvió a colocar el libro y tomó el que se encontraba al final del estante. Se titulaba De los
hombres y los ángeles. Estudio de las antiguas lenguas británicas. Cuando lo abrió vio que se
trataba de una obra muy culta, acerca de los orígenes del galés, el gaélico, el gaélico escocés y la
lengua de Cornualles y su origen céltico común. Costaba casi seis libras, y se preguntó si alguien
tan pobre como los Hathall decían ser, habría gastado tanto dinero en algo que estaba, con
seguridad, por encima de sus posibilidades.
Todavía tenía el libro entre las manos cuando Hathall entró en la habitación. Vio cómo su mirada
se detenía sobre el libro y luego la apartaba rápidamente.
–No sabía que estudiase lenguas célticas, señor Hathall –dijo cortésmente.
–Era de Ángela. No sé de dónde salió, pero hace tiempo que lo tenía.
–Es extraño, pues se ha publicado este mismo año. Pero no importa. Pensé que le gustaría saber
que hemos encontrado su coche, fue abandonado en Londres, en una bocacalle cercana a la estación
de Wood Green. ¿Recuerda ese distrito?
–Nunca he estado allí. –La mirada de Hathall seguía centrada, con una fascinación involuntaria o
quizá inquieta, en el libro que había cogido Wexford. Por esa razón, el inspector jefe decidió
mantenerlo y no sacar el dedo que había introducido al azar entre las páginas.
–¿Cuándo me devolverán el coche?
–Dentro de dos o tres días, cuando lo hayamos inspeccionado a fondo.
–Lo examinarán y buscarán esas famosas huellas dactilares en las que está siempre pensando,
¿verdad?
–¿Yo, señor Hathall? ¿No está más bien proyectando en mí lo que usted cree que debería hacer?
–Wexford lo miró afablemente. No, no complacería la curiosidad de ese hombre, aunque resultaba
difícil saber qué era lo que Hathall más anhelaba. ¿Quizá una revelación de lo que había descubierto
gracias a las huellas dactilares? ¿O que dejase descuidadamente el libro?–. Mi consejo es que
debería dejar de preocuparse por unas investigaciones que sólo nosotros podemos llevar a cabo.
Espero que se tranquilice si le digo que su mujer no ha sido agredida sexualmente. –Wexford esperó
cierta señal de alivio, pero sólo observó cómo se fijaban en el libro sus ojos sanguinolentos.
No hubo respuesta alguna cuando, preparándose para marcharse, Wexford comentó:
–Su mujer murió muy deprisa, quizá no tardó más de quince segundos. Tal vez, ni siquiera se
enteró de lo que le estaba pasando.
Levantándose, quitó el dedo de las páginas del libro y lo colocó en su sitio.
–¿Le importaría prestármelo unos días? –preguntó Wexford. Hathall se encogió de hombros pero
no respondió.

28
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO VII
La encuesta tuvo lugar el martes por la mañana, dictaminándose el veredicto de asesinato
cometido por una persona o personas desconocidas. Después, mientras Wexford cruzaba el patio
que separaba la sala del forense de la comisaría de policía, vio a Nancy Lake acercarse a Robert
Hathall y a su madre. Observó cómo hablaba con él, parecía que le estuviese dando el pésame o que
se ofreciera para llevarlos en coche a Wool Lane. Hathall le dijo algo preciso y definitivo, cogió el
brazo de su madre y se fueron andando con rapidez, dejando a Nancy allí, con una mano en los
labios. Wexford observó en silencio esta pequeña pantomima, y al aproximarse a la salida del
aparcamiento un coche se detuvo y una voz dulce y vibrante dijo:
–¿Está muy ocupado, inspector jefe?
–¿Por qué lo pregunta, señora Lake?
–Tranquilo, no tengo nuevas pistas para usted. –Sacó la mano por la ventanilla y le hizo señas
para que se acercara. Era un gesto gracioso y seductor que a él le pareció irresistible. Fue hacia ella
y se inclinó–. El hecho es –le comentó– que tengo reservada una mesa para dos en Peacock,
Pomfret, y mi acompañante me ha dejado groseramente plantada. ¿Le parecería muy atrevido por
mi parte si le invito a comer en su lugar?
Estaba perplejo. No cabía duda de que esa mujer rica, hermosa y absolutamente encantadora le
estaba haciendo insinuaciones, ¡a él! Le encantaba que fuese atrevida, hacía tiempo que no le
ocurría algo semejante. Ella le miró con tranquilidad, las comisuras de sus labios se ladearon,
mientras sus ojos brillaban.
Sin embargo, estaba seguro de que no saldría bien. Sin tener en cuenta los senderos de fantasía a
los que pudiese conducirle su imaginación, y fuesen cuáles fuesen las galerías pictóricas de
erotismo que pudiesen albergar, no saldría bien. En otro tiempo, cuando era joven, sin ataduras, sin
prestigio ni presiones, podía haber sido una historia diferente. En aquellos días él habría aceptado
esa oferta, e incluso la habría propuesto sin darle excesiva importancia y con poca consciencia del
placer. ¡Cómo hubiera deseado ser un poco más joven y tener su experiencia...!
–Lo siento –dijo Wexford–, pero yo también tengo una mesa reservada para comer. En el Café
Carrusel.
–¿No quiere anularla y ser mi invitado?
–Señora Lake, como usted dijo, estoy muy ocupado. ¿Le parezco atrevido si le digo que me
distraería de mi trabajo?
Ella se echó a reír, pero no de alegría, y sus ojos dejaron de danzar.
–Bueno, supongo que ser una distracción ya es algo. Me pregunto si alguna vez he sido algo más
que... una distracción. Adiós.
Él se fue rápidamente y subió en el ascensor a su oficina, preguntándose si había sido estúpido, si
alguna vez volvería a tener una oportunidad así. No concedió excesiva importancia a sus palabras,
ni para meditar sobre ellas ni para intentar interpretarlas, pues no podía pensar racionalmente en
Nancy Lake. Imaginaba su rostro seductor y esperanzado, y luego alicaído al rechazar la invitación.
Intentó deshacerse de esa imagen y concentrarse en lo que tenía delante, el árido informe técnico
del examen del coche de Robert Hathall, pero la señora Lake acudía de nuevo a su mente, con su
encantadora voz, reducida ahora a un susurro insinuante.
No había nada interesante en el informe. Un policía de servicio había encontrado el coche
aparcado en una calle cercana al Parque Alexandra. Estaba casi vacío, exceptuando un par de planos
y un bolígrafo en la guantera. Tanto el interior como el exterior se hallaban esmeradamente limpios
y las únicas huellas eran las de Robert Hathall, halladas en la parte inferior del maletero y del capó;
por lo demás, sólo encontraron dos cabellos de Ángela en el asiento del conductor.
Mandó buscar al sargento Martin, pero éste no le aclaró nada interesante. No había aparecido
ningún presunto amigo de Ángela, y tampoco nadie parecía haberla visto salir o regresar a casa el
viernes por la tarde. Burden estaba fuera, haciendo averiguaciones –por segunda o tercera vez–
entre los trabajadores de Wool Lane, así que Wexford se fue solo a comer al Café Carrusel.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Era temprano, no mucho después del mediodía, y el café estaba medio vacío. Llevaba sentado en
la mesa del rincón alrededor de cinco minutos y había pedido a Antonio la especialidad del día,
cordero asado, cuando sintió un ligero contacto, parecido a una caricia, en su hombro. Wexford
había recibido en su vida demasiados sustos para sobresaltarse. Se volvió despacio y dijo con una
nota fría en su voz:
––Es un placer inesperado.
Nancy Lake se sentó enfrente de él. Ella lograba que el lugar pareciera sucio. Su traje de seda
color crema, su suave cabello castaño, sus diamantes y su sonrisa convertían en sórdidos los
cubiertos y el recipiente de la salsa con forma de tomate.
–La montaña –dijo ella– no iba a Mahoma...
Wexford sonrió. No tenía sentido fingir que no estaba encantado de verla.
–Ah, debió de haberme visto hace un año –dijo–. Entonces yo era una montaña ¿Qué desea
comer? El cordero asado no es muy bueno, pero es mejor que el pastel de carne.
–No quiero comer nada. Sólo tomaré café. ¿No se siente halagado de que no haya venido por la
comida?
Por supuesto que se sentía halagado. Observando el plato que Antonio le servía, dijo:
–No es un gran cumplido. Café solo para la señora, por favor.
Se preguntó si la evidente admiración de Antonio realzaba sus encantos. Ella era consciente de
que uno de sus atractivos residía en los signos de su edad.
Estuvo callada unos minutos mientras él comía. Wexford observó que su expresión era de
tristeza, pero de pronto, cuando le iba a preguntar por qué Robert Hathall la había rechazado tan
violentamente esa mañana, ella alzó la vista y dijo:
–Estoy triste, señor Wexford. Las cosas no me van bien.
–¿Quiere contármelo? –Resultaba extraño que su intimidad hubiera progresado hasta tal punto
que le permitiese preguntarle eso...
–No lo sé –dijo ella–. No, creo que no. Una se acostumbra a ciertas reservas y a la discreción,
aunque no tenga mucho sentido.
–Eso es verdad, o al menos puede serlo en determinadas circunstancias. –¿Las circunstancias a
las que había aludido Dora?, pensó Wexford.
Ella estaba a punto de decírselo. Tal vez fue la llegada del café y la admirada excitación de
Antonio lo que la disuadió. Se encogió un poco de hombros, pero en lugar de las escasas palabras
que él esperaba, comentó algo asombroso. Era tan sorprendente e intenso que apartó su plato y la
miró a los ojos.
–¿No cree que es horrible desear que alguien muera?
–No –dijo él desconcertado–, si el deseo no pasa de ser un deseo. Muchos hombres lo han
deseado, quizá yo mismo, no estoy seguro.
–¿Cómo el gatito del refrán?
Le encantó que aludiese a su refrán preferido.
–¿Se halla este... enemigo suyo relacionado con esos hábitos de reserva y discreción?
Ella asintió.
–Pero no debería haberlo mencionado. He sido muy tonta. En realidad, tengo mucha suerte, sólo
en ocasiones es duro alternar entre ser una reina y una... distracción. Volveré a ponerme mi corona
pase lo que pase. Nunca abdicaré. ¡Cielos, todo este misterio! Y usted es demasiado inteligente para
no saber de qué estoy hablando, ¿verdad? –Él no respondió–. Cambiemos de tema.
Más tarde, cuando ella le dejó y se encontró, pensativo, en High Street, apenas podía recordar de
qué habían estado hablando. Sólo sabía que había sido agradable y que se sentía culpable. Pero no
la vería más. Si fuera necesario, comería en la cantina de la policía, la esquivaría, no volvería a
quedarse solo con ella, ni siquiera en un restaurante. Era como si hubiese cometido adulterio, lo
hubiera confesado y le hubieran dicho que «evitara la tentación». Pero no había hecho nada de todo
eso, ni siquiera se había comprometido. Tan sólo había hablado y escuchado.
¿Le había servido de algo lo que había oído? Tal vez. Todos esos circunloquios, esas
insinuaciones de un enemigo, el secreto y la discreción, habían sido indicaciones. Hathall lo sabía,

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

no admitiría nada, sentiría crecer su ego con la compasión del forense. No obstante, consciente de
ello recorrió High Street en dirección a Wool Lane. No tenía idea de que iba a ser su última visita a
Bury Cottage ni de que, aunque vería a Hathall, transcurriría más de un año antes de que
intercambiaran otra palabra.
Wexford se había olvidado por completo del libro de las lenguas célticas y en realidad ni se
había molestado en hojearlo, pero Hathall lo recibió pidiéndole que se lo devolviese cuanto antes.
–Se lo enviaré mañana –dijo Wexford.
Hathall pareció aliviado.
–También está el asunto de mi coche. Lo necesito.
–Lo tendrá mañana mismo.
La antipática anciana estaba en la cocina encerrada tras la puerta. Había mantenido la casa en el
mismo estado de pulcritud en que lo había dejado su nuera, aunque se adivinaba el toque de una
mano extraña y de poco gusto. En la antigua mesa ovalada del señor Somerset se hallaba un jarrón
con flores de plástico. ¿Qué impulso, festivo o funerario, había empujado a la señora Hathall a
comprarlas y colocarlas allí? «Flores de plástico –pensó Wexford–, en plena temporada de las frutas
maduras, cuando las verdaderas flores rebosan en los jardines y floristerías.»
Hathall no le ofreció que tomara asiento. Se quedó de pie con un codo apoyado en la repisa de la
chimenea y el puño apretado en su mejilla dura y sonrojada.
–¿De manera que no encontró ninguna huella en el coche?
–No he dicho eso, señor Hathall.
–Bueno, ¿la encontró?
–En realidad, no. Quienquiera que fuese, la persona que mató a su esposa era muy lista. No
recuerdo haber encontrado a alguien que cubriese sus huellas con tanta habilidad. –Wexford lo
exageró, dejando que su voz adquiriese un tono de insatisfecha admiración. Hathall escuchaba
impasible. Si reconfortado es una palabra demasiado contundente para describir su expresión,
satisfecho no lo era. Trató de relajarse y se apoyó en la chimenea con arrogancia–. Parece haber
llevado guantes para conducir su coche –dijo Wexford– y haberlo limpiado a continuación, por si
acaso. El viernes nadie lo vio aparcado, ni tampoco que alguien lo condujera. De momento,
tenemos muy pocas pistas para seguir.
–¿Encontrarán más? –preguntó tratando de disimular su ansiedad.
–Todavía es pronto, señor Hathall. –Wexford se dijo que era cruel jugar con ese hombre. ¿Existe
alguna ocasión en que el fin justifique los medios? Wexford no sabía adonde quería llegar o a qué
agarrarse en todo aquel misterio–. Puedo decirle que encontramos las huellas de otro hombre en esta
casa.
–¿Están en el..., cómo lo llaman, registro?
–Las han reconocido como las del señor Mark Somerset.
–Muy bien... –De pronto, Hathall pareció más tranquilo de lo que el inspector jefe le había visto
jamás. Quizá sólo fue una inhibición frente al contacto físico lo que le impidió realizar un paso
adelante y darle una palmadita en su espalda–. Discúlpeme, pero estoy muy nervioso. Debería
haberle pedido que se sentase. De manera que las únicas huellas que se encontraron fueron las del
señor Somerset, ¿verdad? El querido primo Mark, nuestro severo patrón.
–No he comentado eso, señor Hathall.
–Bueno, y las mías y... y las de Ángela, desde luego.
–Desde luego. Pero aparte de ésas, encontramos en su cuarto de baño la huella de una mano de
mujer. Es la huella de una mano derecha, y en la yema del dedo índice hay una cicatriz con forma
de «L».
Wexford esperaba una reacción. Sin embargo, consideraba que Hathall tenía un buen dominio de
sí mismo y estaba seguro de que esa reacción sólo se manifestaría en forma de indignación. Quizá
protestaría, preguntaría por qué razón la policía no había seguido el rastro de esa prueba, o con un
gesto de impaciencia señalaría que la huella era la de alguna amiga de su mujer, cuya existencia, en
su aflicción, había olvidado mencionar. Jamás hubiera supuesto, desde la oscuridad en la que se
hallaba, que sus palabras tuviesen un efecto tan devastador.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Hathall se quedó perplejo. Parecía que la vida se le hubiese escapado, como si de repente hubiese
sufrido un dolor tan intenso que le hubiese paralizado u obligado a permanecer inmóvil en espera de
que su corazón y todo su sistema nervioso se recuperasen. Sin embargo, no dijo nada, no emitió
sonido alguno y demostró un buen dominio de sí mismo. Pero su cuerpo, su físico, estaba
triunfando sobre sus procesos mentales. Era el ejemplo más claro que había visto Wexford del
triunfo de la materia sobre el espíritu. Al fin, el golpe tenía que llegar. El asombro, con su
incredulidad, terror y comprensión de lo que a partir de entonces había de ser su futuro y que tenían
que haberse manifestado la primera vez que vio el cadáver de su mujer, estaba surgiendo en él cinco
días más tarde. Estaba destrozado.
Por su parte, Wexford estaba nervioso pero actuaba despreocupadamente.
–¿Quizá pueda decirnos algo acerca de la persona a quien pertenece esa huella?
Hathall aspiró profundamente. Parecía tener mucha necesidad de oxígeno. Lentamente movió la
cabeza.
–¿Alguna idea al respecto, señor Hathall?
Seguía moviendo la cabeza. Era un movimiento mecánico, de autómata. Wexford tuvo la
sensación de que Hathall tendría que cogerse la cabeza con las dos manos para detener ese
movimiento.
–La huella de una mano en la bañera con una cicatriz en forma de «L» en el dedo índice derecho
es, por supuesto, la pista principal de nuestra investigación.
Hathall levantó convulsivamente la barbilla. Un espasmo le recorrió el cuerpo. Forzó una leve y
constreñida voz a través de sus labios rígidos.
–¿En la bañera, ha dicho?
–Así es, en la bañera. ¿Tengo razón de pensar que usted sospecha a quién pertenece?
–No tengo la menor idea –dijo Hathall. Su piel había adquirido una palidez veteada, pero la
sangre volvía a ella y palpitaba en las venas de su frente. Lo peor del golpe había terminado. Había
sido sustituido por... ¿qué?
No era ira, ni tampoco indignación. Wexford pensó que se hallaba completamente inmerso en
una pena profunda.
Pero lejos de sentir lástima por él dijo despiadadamente:
–He observado lo ansioso que ha estado a lo largo de mis investigaciones por saber lo que
habíamos deducido de las huellas dactilares. De hecho, nunca había visto que un desconsolado
esposo se tomase tanto interés por la ciencia forense. Por tanto, no puedo dejar de considerar que
usted esperaba que se encontrase alguna huella. Si es así, y la hemos hallado, debo decirle que está
obstruyendo la investigación al guardar para sí mismo lo que puede ser una información de vital
importancia.
–¡No me amenace! –Aunque las palabras eran duras, la voz que las pronunciaba era débil y el
tono malhumorado, patético–. No crea que puede acosarme.
–Más bien le aconsejo que reflexione sobre lo que le he dicho y, si es usted sensato, nos revelará
con franqueza lo que estoy seguro de que sabe.
Sin embargo, incluso mientras hablaba, mirando sus ojos consternados, sabía que esa revelación
no sería en absoluto sensata, pues a pesar de la coartada que pudiese tener ese hombre, pese al amor
y la adoración que podía sentir por ella, había matado a su mujer. Cuando salió de la habitación y
abandonó la casa, imaginó a Robert Hathall derrumbándose sobre un sillón, respirando
entrecortadamente, sintiendo su corazón acelerado y utilizando todos sus recursos para sobrevivir.
El hecho de que hubieran encontrado la huella de una mujer le había provocado esa reacción. Él
sabía quién era esa mujer. Hathall temía que la identidad de ella se revelara tras aquella huella... Sin
embargo, su reacción no había sido la de un hombre que está a punto de confirmar sus sospechas,
sino la de alguien que teme por su propia paz y libertad, así como por la paz y libertad de otra
persona y, sobre todo, que teme que ambos no puedan disfrutar de dicha libertad.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO VIII
Sus suposiciones habían apartado a Wexford de los recuerdos de la comida. Sin embargo,
cuando poco más tarde de las cuatro entró en su casa, éstos regresaron a su mente manchados por la
culpa. Si la compañía de Nancy Lake no le hubiese resultado tan placentera, tal vez no hubiera
besado a Dora como lo hizo ni le hubiera preguntado lo que le preguntó.
–¿Qué te parece si vamos a Londres a pasar un par de días?
–¿Es que tienes que ir?
Wexford asintió.
–¿Y no puedes soportar estar alejado de mí? –Wexford sintió cómo enrojecía. ¿Por qué tenía que
ser tan perceptiva? Era como si le leyese el pensamiento. Pero si hubiera sido menos perceptiva tal
vez no se habría casado con ella–. Me encantaría ir, cariño –dijo Dora dulcemente–. ¿Cuándo nos
vamos?
–Si Howard y Denise nos ofrecen su casa, lo que tardes en preparar la maleta. –Sonrió, sabiendo
la cantidad de ropa que desearía llevarse aunque sólo fuera a pasar dos días con su elegante
sobrino–. ¿Unos... diez minutos?
–Dame una hora –dijo Dora.
–De acuerdo. Voy a llamar a Denise.
El superintendente jefe Howard Fortune, el jefe de Kenbourne Vale CID, era el hijo de la
hermana de Wexford, ya fallecida. Durante años, Wexford le había temido. Era un temor mezclado
con envidia por ser una persona capaz, por haber recibido tanto sin apenas esforzarse: un diploma
con matrícula de honor, una casa en Chelsea, un matrimonio con una hermosa modelo y rápidos
ascensos, llegando incluso a superar ampliamente el rango de su tío. A sus ojos, los dos habían
adquirido el brillo de la gente de alta sociedad, entrando, aunque él apenas los conocía, en la
categoría de individuos que miran a los demás por encima del hombro y los desprecian si tratan de
acercarse a ellos. Con infundados recelos había ido a pasar con ellos su convalecencia tras una
enfermedad. Más allá de todo resentimiento, Howard y Denise fueron amables, hospitalarios y
modestos. Cuando Wexford ayudó a Howard a resolver el caso de asesinato de Kenbourne Vale –
Wexford lo resolvió solo, decía Howard– sintió que éste reconocía sus méritos y que nacía entre
ellos una verdadera amistad.
La solidez de dicha amistad quedó demostrada por el modo en que los Fortune disfrutaron de las
navidades familiares en casa de Wexford y por el nuevo entendimiento entre tío y sobrino, que
volvió a ponerse de manifiesto en el saludo que recibieron el inspector jefe y su mujer cuando el
taxi los dejó en la casa de Teresa Street. Era poco más tarde de las siete y ya casi estaba lista una de
las elaboradas cenas de Denise.
–Pero si estás delgadísimo, tío Reg –dijo ella, dándole un beso–. Aquí estaba yo contándote las
calorías y ahora parece que todo el trabajo ha sido en vano. Tienes muy buen aspecto.
–Gracias, querida. Debo confesar que mi pérdida de peso ha eliminado uno de mis principales
temores en Londres.
–¿Y cuál era?
–El de quedarme atascado en una de esas máquinas de billetes del metro, ya sabes, las de las
barras metálicas, y ser incapaz de salir.
Denise se echó a reír y los llevó a la sala de estar. Desde su primera visita, Wexford había
superado el miedo a derribar uno de los jarrones con flores de Denise sustituyéndolo por el temor
ante sus frágiles adornos de porcelana y por arruinar con manchas de café la tapicería de satén. La
abundancia en todo su esplendor y la riqueza dejaron de intimidarle. Había aprendido a sentarse con
tranquilidad en cualquiera de los numerosos sofás de seda que le recordaban a las fotografías de los
interiores de un palacio real. Solía bromear sobre el sistema de calefacción central o comentar algo
sobre el recién instalado equipo de aire acondicionado.
–Me recuerda –dijo él– a esa descripción que hace Scott sobre el apartamento de lady Rowena:
«Las ricas cortinas temblaron ante la ráfaga nocturna... la llama de las antorchas ondeaba en el aire
como el pendón desplegado de un cacique.» Sólo que, en tu caso, lo que ondea son las plantas, no
las llamas.
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Estuvieron intercambiando algunas citas. En el pasado, Wexford había hecho lo propio para
defender su igualdad intelectual. Estaba seguro de que su sobrino contestaba para mantenerse
discretamente al margen del trabajo que compartían.
–¿Así que de palique, Reg? –dijo Howard sonriendo.
–Tan sólo para romper el hielo, y habrá auténtico hielo en tus jarrones si sigues por ahí, Denise.
No quiero contarte por qué he venido, pero te lo diré después de la cena.
–¡Y yo que pensaba que habías venido a verme! –exclamó Denise.
–Así es, querida, pero en este momento hay otra joven que me interesa todavía más.
–¿Qué tiene ella que yo no tenga?
Wexford le cogió la mano y, haciendo como si la estudiara, dijo:
–Una cicatriz con forma de «L» en su dedo índice.

Cuando Wexford estaba en Londres siempre esperaba que la gente le tomase por un londinense.
Para mantener esa ilusión, adoptaba ciertas medidas, como permanecer en el asiento hasta que el
metro se hubiese detenido del todo, en vez de saltar con nerviosismo treinta segundos antes de
llegar a su destino. Además, reprimía los deseos de preguntar a otros pasajeros si ese tren iba
realmente al lugar anunciado por los confusos indicadores. Como consecuencia, en una ocasión se
encontró en Uxbridge en lugar de en Harrow-on-the-Hill. No es fácil ir desde Chelsea a West End
en metro, por lo que Wexford cogió el autobús número 14, que conocía bien.
En vez de una persona, Marcus Flower resultó ser dos: Jason Marcus y Stephen Flower. El
primero parecía un joven Ronald Colman de cabello largo y el segundo un Mick Jagger de cabello
corto y jubilado. Wexford rechazó una taza de café que estaban bebiendo –aparentemente, un
remedio contra la resaca– y dijo que en realidad había venido para hablar con Linda Kipling.
Marcus y Flower declararon al unísono que valía mucho más la pena ver a la señorita Kipling que a
ellos, que nadie iba por allí para ver a alguien que no fuese a las chicas. De pronto, ambos
adoptaron una actitud de seriedad y lamentaron, casi al mismo tiempo, la «pérdida del pobre Bob»,
por la que se sentían «profundamente apenados».
Marcus condujo a Wexford a través de una serie de oficinas extrañamente exuberantes y
desiertas; habitaciones con muebles de acero y piel, extravagantes cortinas de terciopelo y
alfombras apiladas. En las paredes había pinturas abstractas con salpicones de salsa ketchup y
arañas copulando, y en las mesitas, revistas de erotismo blando. Las tres secretarias se encontraban
juntas en una habitación de terciopelo azul: la que lo había recibido, una pelirroja y Linda Kipling.
Había dos más, comentó Linda, pero una de ellas estaba en la peluquería y la otra en una boda.
Le condujo hasta una oficina vacía y se sentó en una especie de banco de cuero negro, como los
que se encuentran en los vestíbulos de los aeropuertos. Tenía el aspecto de un maniquí en el
escaparate de una tienda de moda, realista pero irreal, como si estuviese hecha de plástico de gran
calidad. Contemplando sus uñas verdes, le dijo que Robert Hathall, desde que trabajaba aquí,
telefoneaba a su mujer cada día a la hora de comer, bien llamándola directamente o pidiéndole que
le pusiese con ella. Eso le había parecido «terriblemente dulce», aunque ahora, por supuesto, era
«terriblemente trágico».
–¿Diría usted que el de Hathall era un matrimonio feliz, señorita Kipling? Ya sabe a qué me
refiero, ¿solía mencionar a su esposa, tenía su fotografía sobre el escritorio y ese tipo de cosas?
–Bueno, tenía su fotografía, pero Liz le dijo que era un gesto burgués y decidió quitarla. No
podría decir si era feliz. A diferencia de Jason y Steve, no era un tipo expresivo.
–¿Cómo estaba el viernes pasado?
–Igual que siempre, exactamente igual. Ya se lo he contado a un policía. No sé para qué sirve
contar lo mismo una y otra vez. Estaba igual que siempre. Llegó un poco antes de las diez y estuvo
aquí toda la mañana, estudiando los detalles de un proyecto de tratamiento hospitalario privado para
el personal que quisiese apuntarse. Un seguro, ¿sabe? –Linda transmitía su desprecio hacia los
ejecutivos que no podían permitirse el lujo de pagar un tratamiento en una clínica privada–. Llamó a
su mujer un poco antes de la una y salió a comer con Jason. No estuvieron mucho tiempo.
Volvieron a las dos y media. Me dictó tres cartas. –El recuerdo parecía agraviarla, como si hubiese

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

sido una tarea excesiva e injusta–. A las cinco y media fue a buscar a su madre para llevarla a su
casa, en algún lugar de Sussex.
–¿Recibía alguna vez llamadas de alguna mujer?
–Su mujer nunca le llamaba –dijo mirándole sin entender la pregunta. Era una de esas personas
de imaginación tan limitada que reían ante cualquier insinuación inesperada de conducta sexual,
social o emocional. Al cabo de unos segundos se le escapó una risita y añadió–: ya entiendo señor
Wexford... No, ninguna mujer le telefoneaba. Nunca lo llamaba nadie.
–¿Se sentía atraído por alguna de las chicas de aquí?
Ella pareció asombrarse y se apartó ligeramente.
–¿Las chicas de aquí?
–Bueno, hay cinco chicas, señorita Kipling, y por lo que he visto, no son ustedes lo que se dice
repulsivas. ¿Tenía el señor Hathall una relación especial con alguna de las chicas de aquí?
–¿Quiere decir una relación? ¿Se refiere a si se acostaba con alguien? –preguntó temblorosa.
–Si lo quiere expresar en esos términos... Después de todo, era un hombre solo, separado
temporalmente de su esposa. Supongo que todas estaban aquí el viernes por la tarde, ninguna fue a
la peluquería o a alguna boda, ¿verdad?
–¡Claro que estuvimos todas! Y en cuanto a tener una relación con alguna de nosotras, puede que
le interese saber que June y Liz están casadas. Clare está comprometida con Jason y Suzanne es la
hija de lord Carthew.
–¿Y eso la exime de acostarse con un hombre?
–La exime de acostarse con un hombre de la clase de Bob Hathall. Y eso va por todas nosotras.
Puede que no seamos «lo que se dice repulsivas», pero no nos hemos rebajado a tanto.
Wexford se despidió de ella y salió del edificio, lamentando haber hecho ese pobre cumplido. En
Piccadilly, se metió en una cabina telefónica y marcó el número de Craig y Butler, Contables, de
Gray’s Inn Road. Le dijeron que el señor Butler estaba reunido en ese momento pero que le
recibiría gustosamente a las tres de la tarde. ¿Cómo pasaría el tiempo entretanto? Aunque había
conseguido la dirección de la señora Eileen Hathall, Croydon estaba demasiado lejos para visitarla
antes de las tres. ¿Por qué no averiguar algo más sobre la propia Ángela, sobre los antecedentes de
ese matrimonio del que todo el mundo decía ser feliz pero que había terminado en asesinato? Pasó
las páginas del listín telefónico y lo encontró: Biblioteca de la Liga Nacional de Arqueología, 17
Trident Place, Knightsbridge SW7. Resueltamente, se dirigió a la boca de metro de Piccadilly
Circus.
Trident Place no era un lugar fácil de encontrar. A pesar de haber consultado su guía en la
intimidad de la cabina, se dio cuenta de que debía de nuevo recurrir a ella. Mientras se decía a sí
mismo que era un viejo tonto por ser tan cohibido, encontró por casualidad Sloane Street, donde,
según la guía, desembocaba Trident Place.
Era una calle ancha, con casas victorianas de cuatro pisos elegantes y bien conservadas. El
número 7 tenía un par de puertas macizas, con marcos de caoba. Wexford las cruzó, llegando a un
vestíbulo con fotografías monocromas de ánforas y retratos de ruinas tenebrosas. Cruzó otra puerta
hasta llegar a la biblioteca. El ambiente era el que cabía esperar, extremadamente tranquilo, y la
atmósfera olía a libros eruditos, antiguos y modernos. Había muy poca gente. Uno de los socios
estaba entretenido con uno de los grandes catálogos encuadernados en piel, otro estaba firmando
por los libros que había sacado. Había, además, dos chicas y un joven absortos en su trabajo tras el
pulido mostrador de madera de roble. Una de ellas condujo a Wexford al piso de arriba, atravesando
la sala de lectura donde reinaba un silencio sepulcral, hasta llegar, por fin, al despacho de la
bibliotecaria jefe, la señorita Marie Marcovitch.
La señorita Marcovitch era una menuda viejecita, posiblemente de origen judío centroeuropeo.
Hablaba un fluido inglés académico con un ligero deje extranjero. Tan distinta a Linda Kipling
como puedan serlo dos mujeres, le pidió que tomara asiento y no se mostró sorprendida por el
hecho de que hubieran venido a interrogarla sobre un caso de asesinato, aunque al principio no
relacionara a la joven que trabajó para ella con la mujer muerta.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Se fue de aquí, claro, antes de contraer matrimonio –dijo Wexford–. ¿Cómo la describiría usted,
brusca y descortés o nerviosa y tímida?
–Bueno, era muy tranquila, podríamos decir... pero la pobrecilla está muerta. –Tras una corta
vacilación, la señorita Marcovitch prosiguió apresuradamente–. No sé si puedo contarle mucho
sobre ella. Era una chica bastante corriente.
–Me gustaría que me contase todo lo que sabe de ella.
–Era una chica alta. Vino a trabajar aquí hará unos cinco años. No es costumbre de la biblioteca
contratar a gente sin título universitario, pero Ángela era una bibliotecaria cualificada y tenía
también algunos conocimientos de arqueología. No tenía experiencia práctica, pero a decir verdad,
tampoco la tengo yo.
El estar rodeado de libros le recordó a Wexford uno que todavía conservaba en su poder.
–¿Estaba interesada en las lenguas célticas?
La señorita Marcovitch pareció sorprenderse.
–No que yo sepa.
–No importa. Continúe, por favor.
–Apenas sé cómo seguir, inspector. Ángela hacía su trabajo satisfactoriamente, aunque solía
faltar bastante por motivos médicos. Iba mal de dinero... –Una vez más, Wexford notó cierta
vacilación–. Quiero decir que no podía arreglárselas con su sueldo y solía quejarse diciendo que era
insuficiente. Creo que pedía pequeñas sumas de dinero a otros compañeros de trabajo, pero eso no
era asunto mío.
–Tengo entendido que trabajó aquí varios meses antes de conocer al señor Hathall.
–No estoy segura de cuándo conoció al señor Hathall. Ángela trabó amistad con el señor Craig,
que estaba empleado aquí, pero ya se fue. De hecho, todo el personal de entonces se ha ido, excepto
yo. Me temo que no conocí al señor Hathall.
–Pero conoció a la primera señora Hathall, ¿verdad?
La bibliotecaria apretó los labios y encogió sus pequeñas manos en el regazo.
–Parece que estemos chismorreando –dijo remilgadamente.
–En eso consiste a menudo mi trabajo, señorita Marcovitch.
–Bien... –Esbozó una inesperada y casi traviesa sonrisa–. Adelante, pues. Yo conocí a la primera
señora Hathall. Me encontraba en esta misma biblioteca cuando ella vino. Habrá notado usted que
éste es un lugar muy tranquilo. No hay voces fuertes ni movimientos rápidos, un ambiente adecuado
a los lectores así como al personal. Debo confesar que me enfadé de verdad cuando esta mujer
irrumpió en la biblioteca, fue precipitadamente al mostrador de Ángela y empezó a despotricar
contra ella. Era imposible para los lectores no darse cuenta de que estaba reprochando a Ángela
haberle robado a su marido. Pedí al señor Craig que la acompañara afuera intentando hacer el
menor ruido posible, y luego hice subir a Ángela aquí arriba. Cuando se calmó le dije que, aunque
sus asuntos personales no eran cosa mía, no podía permitir que volviese a ocurrir una cosa así.
–¿Y volvió a ocurrir?
–No, pero el trabajo de Ángela empezó a resentirse. Era el tipo de persona que se deprime bajo
una fuerte presión. Al principio, lo sentí por ella, pero luego no tanto, cuando me dijo que tenía que
dejar el trabajo por consejo de su médico.
La bibliotecaria terminó de hablar, parecía como si hubiera dicho todo lo que tenía que decir y se
puso de pie, pero Wexford, en lugar de levantarse, añadió con voz seca:
–¿No hay nada más, señorita Marcovitch?
Ella se ruborizó y rió con cierto nerviosismo.
–¡Qué perspicaz es usted, inspector! Sí, hay algo más. Supongo que se ha percatado de mis
vacilaciones. Nunca he contado esto a nadie, pero... está bien, se lo contaré a usted. –Volvió a
sentarse, y sus gestos adoptaron un aire de soberbia–. Debido a que los socios de la biblioteca pagan
una suscripción bastante elevada (veinticinco libras anuales) y a que cuidan bien de los libros, no
cobramos suplementos cuando se retrasan en su devolución. Como supondrá, no lo hacemos
público, y los nuevos socios se llevan una agradable sorpresa al comprobar que, cuando devolvían
los libros que habían tenido quizá dos o tres meses, no se les cobraba recargo alguno.

36
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

»Hace tres años y medio, poco después de que Ángela se hubiese marchado, me encontraba en el
mostrador de devoluciones cuando un socio me entregó tres libros que pasaban seis semanas de la
fecha de retorno. No hubiese dicho nada si el socio no hubiera sacado una libra con ochenta
peniques, que me aseguró era el recargo exacto para los libros vencidos; diez peniques por cada
semana y libro. Cuando le expliqué que en esta biblioteca no exigíamos pagos de recargo, dijo que
era socio desde hacía un año y que sólo se había retrasado una vez en la entrega. En esa ocasión,
una señorita, le había pedido una libra con veinte peniques y él no había protestado, porque le
parecía razonable.
»Por supuesto, hice averiguaciones entre el personal y todos parecían completamente inocentes,
pero las dos chicas me dijeron que otros socios habían intentado recientemente que les aceptasen
recargos por tardanza.
–¿Cree usted que Ángela fue la responsable?
–¿Quién pudo haber sido si no? Pero como ya se había ido, no me pareció oportuno llevar este
asunto al consejo de administración, pues habría originado problemas y quizá habría acabado en
una convocatoria de socios como testigos y todo eso. Además, la chica había estado trabajando bajo
presión y era un fraude insignificante. Dudo de que ganara más de diez libras.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO IX
Un fraude insignificante... Wexford no esperaba encontrarse con algo así, y aunque seguramente
no tenía importancia, la sombría figura de Ángela Hathall empezaba, como una forma surgiendo de
la niebla, a adquirir un contorno más definido. Tenía una personalidad paranoica con tendencia a la
hipocondría, inteligente pero incapaz de perseverar en un trabajo fijo; su estado mental sucumbía
fácilmente a la adversidad; económicamente inestable y sin escrúpulos para ganar dinero extra por
medios fraudulentos. ¿Cómo si no subsistir con quince libras a la semana, que era todo lo que
habían tenido para vivir ella y su marido durante un período de casi tres años?
Salió de la biblioteca y cogió el metro en dirección a Chancery Lane. Craig y Butler, Contables,
tenían sus oficinas en la tercera planta de un antiguo edificio cercano al Royal Free Hospital.
Observó el lugar, tomó una ensalada y un zumo de naranja en una cafetería y a las tres menos un
minuto le acompañaban a la oficina del socio más veterano, William Butler. Su despacho era tan
anticuado y silencioso como la biblioteca, y el señor Butler casi tan arrugado como la señorita
Marcovitch. Sin embargo, él mostraba una alegre sonrisa, el ambiente era más propio de trabajo que
de erudición y el único retrato que había era un óleo de colores que representaba a un anciano,
vestido con un traje elegante.
–Mi antiguo socio, el señor Craig –dijo William Butler.
–Supongo que sería su hijo quien presentó Robert a Ángela Hathall, ¿no es así?
–Su sobrino. Paul Craig, el hijo, ha sido mi socio desde la jubilación de su padre. Es Jonathan
Craig quien trabajaba en la asociación de arqueología.
–Tengo entendido que la presentación tuvo lugar en una fiesta de trabajo celebrada aquí mismo.
El anciano produjo un sonido parecido a la risa.
–¿Una fiesta aquí? ¿Dónde pondríamos la comida y la bebida, por no hablar de los invitados?
Esto les recordaría su declaración de la renta y se deprimirían. No, esa fiesta tuvo lugar en el
domicilio particular del señor Craig, en Finchley, con motivo de su jubilación tras cuarenta años de
trabajo.
–¿Conoció allí a Ángela?
–Fue la única vez que la vi. Una criatura atractiva, con un cierto aire salvaje, como muchas
mujeres de hoy en día. Además, llevaba pantalón. Yo, personalmente, considero que una mujer
debería ponerse falda para ir a una fiesta. Al principio, Bob Hathall estaba muy encaprichado con
ella, eso saltaba a la vista.
–Eso no debía de gustarle al señor Jonathan Craig.
Butler volvió a soltar una fina risita.
–No tenía intenciones serias con ella, eso es cierto. Su mujer no es precisamente guapa, pero está
forrada, mi querido amigo, forrada hasta el cuello. Ángela no se habría llevado bien con la familia,
no son sociables como yo. En realidad, hasta yo vi con malos ojos que se dirigiese a Paul y le
comentase que tenía un trabajo buenísimo, ideal para evadir sus impuestos. Decir eso a un contable
es como decir a un médico que te alegras de poder tener acceso a la heroína. –El señor Butler dejó
escapar una alegre risa–. Yo conocí a la primera señora Hathall, ¿sabe usted? –añadió–, era muy
activa. Tuvimos más de una escena, ella armó un gran escándalo para llegar hasta Bob, y éste se
encerró en su oficina. ¡Y qué voz tiene cuando está de mal humor! En una ocasión se sentó en las
escaleras durante todo el día esperando a que él saliera. Bob se encerró con llave y no salió en toda
la noche. Sabe Dios cuándo se fue la mujer a casa. Al día siguiente volvió a presentarse por aquí y
me pidió a gritos que hiciese volver a Bob con ella y con su hija. Fue un auténtico espectáculo.
Nunca lo olvidaré.
–Y como resultado –dijo Wexford–, usted lo despidió.
–¡No lo despedí! ¿Es eso lo que él va diciendo?
Wexford asintió.
–¡Maldita sea! Bob Hathall siempre ha sido un embustero. Le contaré lo que sucedió y después
podrá decidir si creerlo o no. Lo mandé llamar después de todo lo ocurrido y le dije que procurase
llevar mejor sus asuntos personales. Tuvimos una breve discusión y el resultado fue que él salió
como una fiera diciendo que nos dejaba. Intenté disuadirlo. Había entrado a trabajar como auxiliar
38
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

cuando era un muchacho y se había formado aquí. Le dije que si iba a divorciarse necesitaría
bastante dinero y que en Año Nuevo tendría un aumento de sueldo, pero no atendía a razones, no
paraba de decir que todo el mundo estaba contra él y contra Ángela. Así que se marchó y encontró
un trabajo de media jornada que le fue muy bien.
Teniendo en cuenta el fraude de Ángela y la observación que hizo a Paul Craig, Wexford
preguntó al señor Butler si Robert Hathall había hecho algo alguna vez que pudiese ser interpretado
como ilegal, aunque fuera muy leve. El señor Butler pareció sorprenderse.
–Pues no. Aunque antes he dicho que no siempre decía la verdad, era un hombre honrado.
–¿Susceptible a las mujeres, diría usted?
William Butler volvió a reír y movió la cabeza con vehemencia.
–Tenía quince años cuando llegó aquí, y ya en esa época salía con la que sería su primera mujer.
Estuvieron comprometidos durante Dios sabe cuánto tiempo. Le aseguro que Bob era muy estrecho
de miras, muy reprimido y no se daba cuenta de que hay más de una mujer sobre la faz de la Tierra.
Teníamos una mecanógrafa muy guapa, y por el caso que le hacía podía haber sido una máquina de
escribir. Iba como loco detrás de Ángela, se chifló por ella como un escolar romántico. Se despertó
de golpe, perdió la dimensión de las cosas. Suele ocurrir. Los que despiertan tarde son siempre los
peores.
–Quizá en esa situación buscase alguna otra...
–Tal vez fuese así, pero no tengo medios de saberlo. Usted cree que él pudo haber eliminado a
Ángela, ¿no es verdad?
–No me importaría afirmarlo, señor Butler –dijo Wexford mientras se levantaba para irse.
–Una pregunta tonta, ¿no? La verdad es que yo pensé que iba a asesinar a la otra, se lo aseguro.
Allí es donde ella se plantó, justo donde se encuentra usted. Nunca lo olvidaré, mientras viva.

Howard Fortune era un hombre alto y delgado, flaco como un esqueleto a pesar de su enorme
apetito. Tenía el cabello claro de la familia de Wexford, la piel pálida como el papel y los ojos azul
claro, pequeños y penetrantes. A pesar de las diferencias, él siempre se había parecido a su tío, y
ahora que Wexford había perdido tanto peso, la semejanza era aún mayor. Sentados uno frente del
otro en el estudio de Howard, podían haber pasado por padre e hijo ya que, aparte de su parecido,
Wexford hablaba con su sobrino con la misma familiaridad con que hablaba a Burden, y Howard
respondía sin la delicadeza y el tacto de los primeros días.
Sus respectivas esposas habían salido. Después de pasar el día de compras, fueron al cine, y tío y
sobrino se quedaron solos. Mientras Howard bebía coñac y Wexford se contentaba con un vaso de
vino blanco, este último se extendió contando la teoría que ya había expuesto el día anterior.
–Tal y como yo lo veo –dijo– la única manera de explicar el horror de Hathall (y era auténtico
horror, Howard) cuando le conté lo de la huella de la mano, es que él preparó el asesinato de Ángela
con la ayuda de una cómplice.
–¿Una cómplice con quien mantenía una relación amorosa?
–Es de suponer. Ése sería el motivo.
–Un motivo que a estas alturas ya no se sostiene, ¿no es cierto? El divorcio es bastante fácil de
conseguir y no había hijos de por medio.
–No lo has comprendido –Wexford hablaba con una intensidad que antes le habría resultado
imposible–. Incluso con este nuevo empleo, no podía permitirse el lujo de mantener a dos mujeres
divorciadas. Es exactamente el tipo de hombre que consideraría justificado el asesinato para evitarse
problemas.
–O sea que esa amiga vino por la tarde a casa...
–O fue recogida por Ángela.
–Eso no lo entiendo, Reg.
–Una vecina, una mujer llamada Lake, dice que Ángela le comentó que iba a salir. –Wexford
bebió un sorbo para ocultar la ligera turbación que le provocaba la mera mención del nombre de
Nancy Lake–. No hay que olvidar eso.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Bien, es posible –dijo Howard–. La chica mató a Ángela estrangulándola con un collar que no
ha sido encontrado, luego limpió sus huellas dactilares pero dejó una en el borde de la bañera. ¿Es
ésa la idea?
–Sí. Luego fue a Londres en el coche de Robert Hathall y lo abandonó en Wood Green. Es
probable que vaya allí mañana, pero no tengo muchas esperanzas en lo que pueda descubrir. Lo más
seguro es que viva lejos de Wood Green.
–Y luego irás a esa fábrica de, ¿cómo de llama, Toxborough? No entiendo por qué lo dejas para
el final. Después de todo, él trabajó allí desde que se casó hasta pasado el mes de julio.
–Ésa es la razón, Howard –dijo Wexford–. Es posible que conociese a esa mujer antes que a
Ángela, o que la conociera a los tres años de casarse, pero no cabe duda de que estaba
profundamente enamorado de Ángela (todo el mundo lo admite), así que, ¿crees que hubiese
empezado una nueva relación al principio de su matrimonio?
–No, no lo creo. ¿Tiene que ser necesariamente alguien que conoció en el trabajo? ¿Por qué, no
una amiga que hubiese conocido en cualquier acto social, o la mujer de un amigo?
–Pues porque no parece haber tenido muchos amigos, lo cual no es tan difícil de entender.
Durante su primer matrimonio cabe suponer que él y su mujer habrían hecho amistad con otras
parejas casadas, pero ya sabes cómo son esas cosas, Howard. En estas situaciones, las amistades de
una pareja casada son los vecinos o las amigas de ellas con sus maridos. ¿No es probable que en el
momento del divorcio todas esas personas mantuviesen la amistad de Eileen Hathall? En otras
palabras, continuarían siendo amigos de ella y lo abandonarían a él.
–Por tanto, esta mujer podría ser alguien que él hubiese conocido por la calle o en un bar. ¿Has
pensado en eso?
–Desde luego; si es así, las posibilidades de encontrarla son escasas.
–Bien, mañana te toca ir a Wood Green. Yo tengo el día libre. Por la noche he de hablar en
Brighton y después pensaba dar una vuelta, pero puede que primero vaya contigo.
Una llamada telefónica cortó las muestras de agradecimiento de Wexford por este ofrecimiento.
Howard cogió el auricular y sus primeras palabras, dichas cordialmente pero con frialdad, fueron
para decir a su tío que le llamaba un conocido. Cuando le pasaron el teléfono, oyó la voz de Burden.
–Las buenas noticias, primero –dijo el inspector–, si se pueden llamar buenas –y le explicó a
Wexford que por fin se había presentado alguien que afirmaba haber visto el coche de Hathall por el
camino de Bury Cottage, a las tres y cinco de la tarde del pasado viernes, pero sólo se fijó en la
persona que conducía, que describió como una joven de cabello oscuro vestida con una camisa o
blusa roja a cuadros. Estaba seguro de haber visto a otra persona, creía que se trataba de una mujer,
pero no era capaz de dar más detalles. El testigo iba en bicicleta por Wool Lane en dirección a Wool
Farm y por tanto conducía por el lado izquierdo de la carretera, por lo que sólo pudo ver con
claridad al conductor. El coche se había detenido porque él tenía preferencia y, además, porque
tenía puesto el intermitente de la derecha y estaba a punto de girar para introducirse en el camino de
la casa.
–¿Por qué no se presentó antes ese tipo?
–Andaba por ahí de vacaciones, y dice que no había leído ningún periódico hasta hoy.
–Algunas personas –comentó Wexford refunfuñando– viven como las malditas crisálidas. Si ésa
es la buena noticia, ¿cuál es la mala?
–Puede que no sea mala, no lo sé, pero el jefe ha estado aquí después de que tú te marcharas,
quiere verte mañana a las tres en punto.
–Eso nos impide ir a Wood Green –dijo Wexford pensativamente a su sobrino después de
contarle lo que Burden le había explicado–. Tendré que volver y tratar de pasar por Croydon o
Toxborough. No dispondré de tiempo suficiente para ir a los dos sitios.
–Escucha, Reg, ¿por qué no te llevo a Croydon y luego a Kingsmarkham por Toxborough?
Todavía me quedarán tres o cuatro horas para estar en Brighton.
–Gracias, Howard, pero es excesivo.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Al contrario, tengo mucho interés por ver a esa fiera, la primera señora Hathall. Tú vienes
conmigo y Dora se queda aquí. Sé que Denise quiere estar en casa el viernes para ir a alguna fiesta
que otra.
Wexford tuvo que convencer a Dora, que llegó diez minutos más tarde, para que aceptara
quedarse en Londres hasta el domingo.
–Pero ¿te sentirás bien tú solo?
–Claro que sí, mujer, y espero que tú también. Personalmente, creo que perecerás congelada por
el frío de ese horrible aire acondicionado.
–Tengo mis reservas subcutáneas, querido, para mantener el calor.
–No como tú, tío Reg –dijo Denise, que al entrar había oído la última frase–. Toda tu grasa se ha
derretido por completo. ¿Seguro que se debe sólo a la dieta? El otro día leí en un libro que los
hombres que tienen distintas relaciones amorosas conservan bien la línea, porque inconscientemente
hunden el estómago cada vez que cortejan a una mujer.
–Pues ahora ya sabemos qué pensar –dijo Dora.
Wexford, que en ese momento había hundido el estómago inconscientemente, no se sonrojó
como habría sido su reacción el día anterior. Se estaba preguntando qué ocurriría en esa reunión con
el comisario jefe, y la respuesta no era en absoluto agradable.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO X
La casa que había comprado Robert Hathall durante su primer matrimonio era una de esas casitas
adosadas que proliferaron durante los años treinta. Tenía una ventana en el cuarto de estar, un
aguilón sobre la del dormitorio y un decorativo dosel de madera, parecido a los que a veces se ven
protegiendo los andenes en las estaciones provincianas de ferrocarril, sobre la entrada principal.
Había otros cuatrocientos exactamente iguales en la calle, una ancha carretera donde el tráfico que
iba hacia el sur se aglomeraba.
–Esta casa –dijo Howard– fue construida por unas seiscientas libras.
–Hathall habrá pagado unas cuatro mil por ella, diría yo.
–¿Cuándo se casó?
–Hace diecisiete años.
–Quizá sí que pagó esa cantidad. Actualmente, alcanzaría las dieciocho mil libras.
–Pero no puede venderla –dijo Wexford–. Yo diría que le vendría bien ese dinero. –Salieron del
coche y subieron hasta la puerta principal.
Ella no tenía aspecto de arpía. Tendría unos cuarenta años, buen color, poca estatura, su figura
robusta y achaparrada apenas cabía en su ajustado traje verde. Era una de esas mujeres que el paso
del tiempo había estropeado notablemente. Todavía se reflejaba en su piel y en su cabello rojizo,
antaño rubio, las sombras fantasmales de la juventud marchitada. Los hizo entrar en el cuarto de
estar. Sus muebles no tenían el encanto de los de Bury Cottage, pero relucían de la misma manera.
Había algo opresivo en la pulcritud y en la ausencia de un solo objeto que no fuese totalmente
convencional. Wexford buscó en vano cualquier cosa, tal vez un cojín con encajes hechos a mano,
un dibujo original o una planta, que expresase algo de la personalidad de la mujer y de la niña que
vivían allí, pero no encontró nada, ni un libro, ni siquiera una revista, ni tampoco los indicios de
cualquier afición. Parecía un escaparate antes de que el dependiente le proporcionase un aire
hogareño. Aparte de una fotografía enmarcada, el único cuadro era la reproducción de una gitana
española con un sombrero negro sobre su cabello rizado y una rosa entre los dientes, que Wexford
había visto en un centenar de bares. Pero incluso este cuadro estereotipado tenía más vida que el
resto de la habitación; la boca de la gitana parecía evidenciar una mueca de desdén al contemplar
los estériles alrededores en los que estaba condenada a pasar el tiempo.
Aunque era media mañana y Eileen Hathall había sido avisada con anticipación de la visita, no
les ofreció nada para beber. O bien había heredado los modales de su suegra o su propia falta de
hospitalidad había sido uno de los rasgos que tanto apreciaba en ella la anciana. Sin embargo, la
señora Hathall en algunos aspectos de su vida privada, lejos de mantenerse reservada, se mostró
amargamente expansiva.
Al principio parecía contenerse. Wexford empezó preguntándole cómo había pasado la noche del
viernes, y ella respondió con voz bastante tranquila que estuvo en casa de su padre en Balham,
porque su hija se había marchado a pasar el día a Francia, en un viaje con el colegio, del que no
había vuelto hasta la medianoche. Dio a Wexford la dirección de su padre. Howard, que conocía
bien Londres, se percató de que se trataba de una calle contigua a la de la anciana señora Hathall.
Eso fue suficiente. Eileen se ruborizó y al mismo tiempo sus ojos ardieron con resentimiento, que
era quizá la principal de sus características.
–Bob y yo crecimos juntos. Fuimos al mismo colegio y no pasaba un día sin que nos viésemos.
Después de casarnos no nos separamos ni una sola noche hasta que apareció esa mujer.
Wexford, que creía imposible que alguien ajeno pudiera romper un matrimonio sólido y feliz, no
hizo ningún comentario. Se había preguntado con frecuencia cuál era la actitud mental que
considera a las personas como cosas y a los cónyuges como objetos que se pueden robar como si
fueran aparatos de televisión o collares de perlas.
–¿Cuándo vio por última vez a su marido, señora Hathall?
–No lo he visto desde hace tres años y medio.
–Pero supongo que, aunque usted tiene la custodia, él tiene algún contacto con Rosemary, ¿no es
así?
Su rostro se había agriado un poco más, como si un cáncer estuviese devorándola.
42
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Se le permitía verla los domingos. Yo la mandaba a casa de mi ex suegra y desde allí él la
recogía y se la llevaba a pasar el día por ahí.
–¿Ustedes coincidían en esas ocasiones?
Ella bajó la mirada, tal vez para ocultar su humillación.
–Él comentó que no se presentaría si iba a encontrarme a mí allí.
–Usted ha dicho que «la mandaba», señora Hathall. ¿Quiere decir que esos encuentros entre
padre e hija ya no se producen?
–Bueno, ella es casi una mujer, ¿no? Ya tiene edad para decidir por su cuenta. La madre de Bob
y yo siempre nos hemos llevado bien, ha sido como una segunda madre para mí. Rosemary se dio
cuenta de que su padre me había hecho sufrir, por lo que es lógico que estuviera resentida. –La arpía
empezaba a hablar con el tono de voz que el señor Butler le comentó que no olvidaría jamás–. Ella
se puso contra él. Pensó que había hecho algo mal.
–¿Así que dejó de verle?
–Ella no quería verle. Dijo que tenía cosas mejores que hacer los domingos, y su abuela y yo
pensamos que no le faltaba razón. Sólo fue una vez a su casa y al volver se encontraba en un estado
lamentable; llorando y gimiendo. No me extraña, ¿imagina usted a un padre, que deja a su hija
pequeña, besando a otra mujer? Pues eso es lo que pasó. Cuando llegó la hora de marcharse,
Rosemary le vio abrazar y besar a esa mujer. Y no fue uno de esos besos corrientes, sino de los que
se ven en la televisión, dijo Rosemary. De todas maneras prefiero no entrar en detalles, aunque sentí
repulsión, se lo aseguro. Concluyendo, la niña no puede aguantar a su padre, y no la culpo. Lo único
que espero es que no le afecte psicológicamente.
Se había ruborizado y no paraba de abrir y cerrar los ojos. En aquel momento, con la cabeza
inclinada, tenía algo en común con la gitana de la pared.
–A él no le gustó su reacción. Suplicó a Rosemary que le viese, le escribió cartas y Dios sabe
qué. Le envió regalos y quiso llevársela de vacaciones. Bob, que decía no tener ni un céntimo, luchó
con uñas y dientes para intentar impedir que me quedase con esta casa y con un poco de dinero para
vivir. ¡Ah!, tiene dinero de sobra cuando se pone a gastar, tiene dinero para gastar en todo el mundo
excepto en mí.
Howard observando la fotografía enmarcada le preguntó si era de Rosemary.
–Sí, ésa es mi Rosemary. –Todavía sin respiración tras la carga de invectivas, Eileen habló
entrecortadamente–. Se la hicieron hace seis meses.
Los dos policías miraron el retrato de una chica de rostro plano y pesado, que llevaba una
pequeña cruz de oro sobre la blusa, cuyo cabello lacio y oscuro caía sobre sus hombros, y que
guardaba un notable parecido con su abuela paterna. Wexford, que se sintió incapaz de mentir
afirmando que era guapa, preguntó qué iba a hacer al acabar el colegio. Fue una buena pregunta, ya
que tuvo un efecto relajante en Eileen, cuya amargura dio paso, aunque sólo brevemente, al orgullo.
–Irá a la universidad. Todos sus profesores sostienen que tiene aptitudes y yo no quiero
impedírselo. No necesita ganarse la vida. Bob ahora tendrá de sobra. Le he comentado a mi hija que
no me importa si continúa estudiando hasta los veinticinco años. Voy a decirle a la madre de Bob
que le pida a su hijo que le regale un coche cuando cumpla los dieciocho. Después de todo, ahora es
como tener veintiuno, ¿no es verdad? Mi hermano la ha estado enseñando a conducir y se
examinará cuando cumpla diecisiete años. Es deber de su padre regalarle un coche. Sólo por
haberme arruinado la vida no es razón suficiente para arruinar la de mi hija, ¿verdad?
Wexford le ofreció la mano cuando se iban. Ella se la dio con desgana, lo cual evidenciaba la
falta de gracia que parecía ser un rasgo característico de todos los Hathall y de sus conocidos. Bajó
la vista y la mantuvo durante el tiempo suficiente para asegurarse de que no había ninguna cicatriz
en el dedo índice.
–Debemos estar agradecidos por las esposas que tenemos –dijo Howard devotamente cuando
estuvieron otra vez en el coche en dirección al sur–. En todo caso, Hathall no mató a Ángela para
regresar con ésa.
–¿Has notado que no mencionó la muerte de Ángela? Ni siquiera para decir que sentía su
fallecimiento. Nunca había conocido una familia tan llena de odio. –Wexford pensó de pronto en

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

sus dos queridas hijas, en cuya educación él había gastado dinero felizmente–. Debe de ser horrible
mantener a alguien a quien odias y comprar regalos a quien han enseñado a odiarte –concluyó.
–Desde luego. ¿Y de dónde salía el dinero para esos regalos y para esas proyectadas vacaciones,
Reg? Con sólo quince libras a la semana...
A las doce menos cuarto llegaban a Toxborough. Wexford estaba citado en la factoría Kidd’s a
las doce y media, por lo que tomaron una comida ligera en un restaurante de las afueras antes de
buscar la fábrica. Ésta, una gran estructura de hormigón, era de donde salían los juguetes que había
visto a menudo en televisión y que se comercializaban con el nombre de Kidd’s Kits. El gerente, un
tal señor Aveney, le explicó que tenían trescientos trabajadores en nómina, la mayoría mujeres que
estaban a tiempo parcial. El personal de oficina era reducido, estaba formado por él, el jefe de
personal, el contable –sucesor de Hathall–, su propia secretaria, dos mecanógrafas y la chica de la
centralita.
–Usted desea saber qué personal femenino teníamos en la oficina cuando trabajaba con nosotros
el señor Hathall. Teniendo en cuenta lo que me contó por teléfono, he hecho lo posible por
confeccionarle una lista de nombres y direcciones. Sin embargo, es asombroso cómo cambian de
trabajo en pocos meses. No queda nadie en la oficina que estuviera aquí cuando se encontraba el
señor Hathall, y sólo han pasado diez semanas. El jefe de personal hace cinco años que está con
nosotros, pero su despacho está en el piso de abajo y no creo que se conociesen.
–¿Recuerda si mantenía una relación especial con alguna chica?
–No lo recuerdo –dijo el señor Aveney–. Estaba loco por su mujer, a la que asesinaron. Jamás he
conocido a un hombre que estuviera tan enamorado de su mujer como él. Para Hathall, ella era
Marilyn Monroe, la mujer del Sha de Persia y la Virgen María en una misma persona.
Wexford estaba cansado de oír hablar de la locura que sentía Hathall por su mujer. Echó un
vistazo a la larga lista, y encontró la clase de nombres que todas las jóvenes parecen tener
últimamente. June, Jane, Susan. Linda y Julie. Todas ellas vivían en Toxborough y ninguna había
permanecido más de seis semanas en Kidd’s. Tuvo la horrible visión de largas semanas de trabajo
inútil, mientras media docena de sus hombres recorrían el condado en busca de Jane, Julie o Susan,
y metió la lista en la cartera.
–Su amigo comentó que le gustaría ver los talleres, de manera que, si le parece bien, podemos
bajar a buscarlo.
Encontraron a Howard custodiado por «una Julie» que le conducía entre los bancos, donde las
mujeres vestidas con mono y turbante en la cabeza estaban arreglando la ropa de las muñecas de
plástico. La fábrica estaba bien aireada y era agradable, exceptuando el olor a celulosa y un par de
altavoces desde donde se oía la seductora voz de Engelbert Humperdinck implorando la libertad y
que le permitiesen volver a amar de nuevo.
–Ha sido más bien una pérdida de tiempo –dijo Wexford cuando se hubieron despedido del señor
Aveney–. Ya imaginé que lo sería. De todos modos aún queda bastante tiempo para tu cita a la hora
de cenar. No hay más de media hora de aquí a Kingsmarkham ¿Quieres que tome el camino más
rápido para evitar el tráfico y enseñarte un par de puntos interesantes?
Howard asintió, y su tío le explicó cómo llegar a la carretera de Myringham. Atravesaron la
ciudad pasando por el centro comercial, cuya fealdad había ofendido notablemente a Mark
Somerset, y donde éste se había encontrado con los Hathall en plena fiebre consumista.
–Sigue las señales de Pomfret mejor que las de Kingsmarkham y luego te explicaré cómo llegar
a Kingsmarkham pasando por Wool Lane.
Obedientemente, Howard siguió las señales y en diez minutos se hallaban en la carretera
comarcal. El paisaje permanecía intacto, las colinas ondulantes de Sussex estaban pobladas de
árboles, de enormes bosques de abetos y granjas pequeñas con tejados de madera, situadas en las
hondonadas. La cosecha estaba lista para la recolección y en los lugares en que el trigo estaba
cortado los campos brillaban como hojas doradas bajo el sol.
–Cuando estoy aquí –dijo Howard–, siento que es verdad lo que dijo Orwell acerca de que los
hombres reconocen interiormente que lo mejor que se puede hacer en el mundo es pasar un buen día
en el campo. Y cuando estoy en Londres estoy de acuerdo con Charles Lamb.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Quieres decir que prefieres ver a la gente haciendo cola en un teatro que a todos los rebaños de
ovejas de Epsom Downs?
Howard se echó a reír y asintió.
–¿He de evitar esa curva de Sewingbury?
–Has de coger la curva hacia Kingsmarkham, llegaremos dos kilómetros después. Es una
pequeña carretera lateral que acaba convirtiéndose en Wool Lane. Creo que Ángela vino en coche
por aquí el viernes pasado con su pasajera. Pero ¿de dónde venía?
Howard tomó la curva. Pasaron Wool Farm y vieron la señal de Wool Lane, donde la carretera se
transformaba en un estrecho túnel. De haberse cruzado con otro coche, su conductor o Howard
hubiesen tenido que desviarse hacia la cuneta para permitir el paso del otro vehículo, pero no
encontraron ninguno. Los conductores la evitaban por estrecha y peligrosa y pocos forasteros la
tomaban como carretera de paso.
–Bury Cottage –dijo Wexford.
Howard aminoró la velocidad ligeramente, al tiempo que Robert Hathall apareció desde el lado
de la casa con unas tijeras de jardín en las manos. No levantó la vista, sino que empezó a cortar las
margaritas. Wexford se preguntó si su madre le habría ordenado esa desacostumbrada tarea.
–Ése es –dijo Wexford–. ¿Lo has visto bien?
–Lo suficiente para identificarlo otra vez –dijo Howard–, aunque supongo que no tendré que
hacerlo.
Se separaron en la comisaría de policía. El Land Rover del comisario jefe ya se encontraba
aparcado en el antepatio. Había llegado temprano a su cita, al igual que Wexford. No tenía
necesidad alguna de entrar corriendo compungido y sin respiración, por lo que anduvo
despreocupadamente hasta donde se extendía la alfombra y le esperaba la bronca.
–Adivino de qué se trata, señor. Hathall se ha quejado.
–El que lo hayas adivinado –dijo Charles Griswold– no hace más que empeorar las cosas.
Frunció el entrecejo y se irguió con toda su altura, que era bastante superior al metro ochenta de
Wexford. El jefe tenía un extraño parecido con el general De Gaulle, cuyas iniciales compartía, y
debía de ser consciente de ello. Sólo una casualidad puede explicar un parecido físico con un
personaje famoso. Sólo el conocimiento de ello, y los continuos comentarios de amigos y enemigos,
pueden explicar las semejanzas entre una personalidad y la otra. Griswold tenía la costumbre de
hablar de Mid-Sussex, su tierra, con tonos muy similares a los empleados por el estadista al referirse
a La France–. Me ha enviado una carta en la que se queja de tu actitud. Dice que has intentado
cazarle con la utilización de métodos muy poco ortodoxos. Mencionó algo sobre una huella dactilar
y que luego salió sin esperar tu respuesta. ¿Tienes motivos para pensar que él mató a su mujer?
–No con sus propias manos, señor. Se encontraba en su oficina en Londres cuando sucedió todo.
–Entonces ¿a qué demonios estás jugando? Estoy orgulloso de Mid-Sussex. Toda mi vida
profesional la he dedicado a Mid-Sussex. Estaba orgulloso de la rectitud de mis subordinados,
seguro de que su conducta no sólo estaría fuera de todo reproche, sino que además sería bien vista.
–Griswold suspiró profundamente. «Dentro de un instante –pensó Wexford–, dirá “L’état, c’est
moi”»–. ¿Por qué estás acosando a ese hombre, persiguiéndolo?, como él dice.
–Perseguir –dijo Wexford– es el término que acostumbra a usar.
–¿Y eso qué significa?
–Es un paranoico, señor.
–No emplees conmigo esa jerga de psiquiatras, Reg. ¿Tienes una sola prueba contra ese tipo?
–No, únicamente la impresión personal de que él mató a su mujer.
–¿Una impresión? ¿Una impresión? Últimamente se habla demasiado de impresiones y a tu edad
deberías tener más juicio. ¿Qué quieres decir entonces? ¿Que tenía un cómplice? ¿Sabes quién
puede ser ese cómplice? ¿Tienes alguna prueba contra él?
–¿Qué otra cosa puedo decir más que «No, señor, no tengo pruebas»?, pero me gustaría poder
ver esa carta.
–No puedes. Ya te he explicado lo que pone. Agradece que te evite las desagradables
observaciones sobre tus modales y tu táctica. Dice que le has robado un libro.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Por amor de Dios... ¿no se creerá eso?


–Bueno, no, pero devuélveselo, y déjalo en paz a partir de ahora, ¿entendido?
–¿Dejarlo en paz? –dijo Wexford horrorizado–. Debo hablar con él. No hay otro camino para la
investigación.
–He dicho que lo dejes en paz. Es una orden. No quiero oír hablar más de ello. No quiero tener la
fama de sacrificar Mid-Sussex a tus impresiones.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XI
Aquel suceso marcó el final de la investigación oficial de Wexford sobre la muerte de Ángela
Hathall.
Más adelante, al volver la vista atrás, fue consciente de que a las tres y veintiún minutos de la
tarde del jueves, dos de octubre, desapareció toda esperanza de resolver el caso de asesinato de una
forma directa. Pero en aquel momento no lo sabía. Sólo sentía agravio y enfado, y se resignó ante
los retrasos irritantes en la investigación provocados por el hecho de no poder perseguir a Hathall.
Todavía pensaba que había vías abiertas para descubrir la identidad de la mujer sin necesidad de
volver a molestar a Hathall. Podía delegar el trabajo. Burden y Martin procederían con más tacto.
Pondría hombres que controlasen a las chicas de la lista de Aveney. Hathall se había traicionado a sí
mismo, era culpable y, por tanto, el crimen acabaría llamando a sus puertas.
Sin embargo, se sentía desanimado. De regreso a Kingsmarkham había dado vueltas a la
posibilidad de telefonear a Nancy Lake, aprovechando la ausencia de Dora, pero incluso una
inocente cena con ella, perdía el sabor que había tenido la perspectiva. No se puso en contacto con
ella, ni tampoco telefoneó a Howard. Pasó un fin de semana en soledad, maldiciendo la suerte de
Hathall y su propia estupidez por no haber tenido más cuidado al tratar esa personalidad
quisquillosa e irritable.
Le envió el libro De los hombres y los ángeles, acompañado de una amable nota lamentando
haberlo tenido tanto tiempo. No recibió ninguna respuesta de Hathall, quien debía, pensó el
inspector jefe, estar frotándose las manos con regocijo.
El lunes por la mañana volvió a la fábrica Kidd’s de Toxborough. El señor Aveney pareció
encantado de verle –las personas que no pueden ser incriminadas suelen colaborar con alegre placer
en las pesquisas de la policía–, pero su colaboración no fue de mucha ayuda.
–¿Cree que el señor Hathall hubiese podido conocer a otra mujer aquí? No sé, por ejemplo a una
representante de ventas.
–Todos los representantes trabajan desde nuestra oficina de Londres. Sólo hay una mujer entre
ellos y él no la conoció. ¿Qué hay de los nombres que le di? ¿No ha habido suerte?
Wexford meneó la cabeza.
–Por el momento, no.
–No encontrará nada allí. Así que sólo quedan las asistentas de la limpieza. Tenemos una
asistenta que trabaja aquí desde que empezamos, pero ya tiene sesenta y dos años. Claro que tiene
un par de chicas que la ayudan en su trabajo, pero siempre varían, como el resto de nuestro
personal. Supongo que podría darle otra lista de nombres. Yo no suelo coincidir con ellas y el señor
Hathall tampoco las veía. Siempre acaban de limpiar antes de que entremos nosotros. La única que
recuerdo es una chica que era muy honrada. En una ocasión se quedó una mañana para entregarme
un billete de una libra que había encontrado debajo de un escritorio.
–No se moleste haciendo esa lista, señor Aveney. Es evidente que no encontraremos nada.

–Tienes Hathallitis –dijo Burden durante la segunda semana tras la muerte de Ángela.
–Suena a problema respiratorio.
–Nunca te había visto tan... bueno, iba a decir obsesionado. No tienes la más mínima prueba de
que Hathall saliese con otra mujer, y mucho menos que conspirase con ella para cometer el
asesinato.
–La huella de la mano –dijo Wexford obstinadamente– y esos pelos largos y oscuros, además de
la mujer que vieron con Ángela en el coche...
–El testigo no está seguro de que fuera una mujer. ¿Cuántas veces hemos visto a alguien en la
otra acera de la calle y no hemos sido capaces de distinguir si era un hombre o una mujer? Siempre
afirmas que la nuez de Adán es la única marca distintiva. ¿Puede fijarse un ciclista que echó una
mirada rápida a un coche en si el pasajero tenía la nuez de Adán? Hemos investigado a todas esas
chicas de la lista, excepto la que se encuentra en los Estados Unidos y la que estuvo en el hospital el
día diecinueve. La mayoría apenas recordaba quién era Hathall.
–¿Cuál es tu hipótesis, entonces? ¿Cómo explicas la huella de la bañera?
47
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Te lo diré. Fue un hombre quien mató a Ángela. Ella estaba sola y lo recogió en el coche, como
dijiste al principio. La estranguló (quizá por accidente) mientras intentaba quitarle el collar. ¿Por
qué habría de dejar huellas?, ¿por qué habría de tocar algo más en la casa, excepto a Ángela? Si lo
hizo, no habría muchas y las pudo haber limpiado. La mujer que dejó la huella no estaba ni siquiera
involucrada. Era una automovilista que pasaba por allí y pidió usar el teléfono.
–¿Y el cuarto de baño?
–¿Por qué no? Estas cosas suelen pasar. Algo similar ocurrió ayer en mi propia casa. Mi hija se
encontraba sola y llegó un joven que había venido andando desde Stowerton porque nadie lo cogía
en coche, y le pidió un vaso de agua. Ella le dejó entrar, ya puedes imaginar cómo me puse al
enterarme, y también le dejó usar el cuarto de baño. Tuvo la suerte de que era una persona normal y
no pasó nada. Pero ¿por qué no pudo haber pasado algo semejante en Bury Cottage? La mujer no se
ha presentado porque ni siquiera conoce el nombre de la casa ni el de la mujer que la dejó pasar.
Sus huellas no están en el teléfono porque Ángela todavía estaba limpiando cuando llamó. ¿Acaso
no es más razonable que la idea de una conspiración que carece del más mínimo fundamento?
A Griswold le gustó la teoría y Wexford se encontró con la acusación de realizar una
investigación basándose en un postulado insostenible. Se vio obligado a divulgar un mensaje por
todo el país para localizar a una automovilista con amnesia y a un ladrón que mató por accidente
para obtener un collar sin valor. No se encontró a ninguno de los dos, ninguno adoptó más forma
que los vagos contornos que Burden y los periódicos hablaban de ellos como si existiesen. En
cuanto a Robert Hathall, Wexford supo que había dado una serie de sugerencias útiles para seguir
las pistas. El comisario jefe no podía comprender por qué Wexford creía que aquel hombre sufría de
persecución o tenía mal genio. Nada podía ser más útil que su actitud después de haber impedido a
Wexford el contacto directo con él.
Wexford pensó que pronto se hartaría de todo el asunto. Las semanas pasaban sin nuevos
progresos. Al principio es enloquecedor que se prescinda del conocimiento de lo que uno sabe.
Luego, cuando aparecen nuevos trabajos e intereses, se convierte en algo simplemente molesto y al
final, en un aburrimiento. Wexford se habría sentido satisfecho de haber considerado a Robert
Hathall un pelmazo. Después de todo, era imposible resolver todos los casos de asesinato. A lo
largo de la historia, cientos de ellos no han hallado solución. El derecho y la justicia, naturalmente,
deberían prevalecer, pero el factor humano lo hace imposible. Algunos logran escapar, y Hathall iba
a ser uno de ellos. Suponía que ya debían de haberlo relegado a las filas de los pelmazos, pues no
era un hombre interesante sino esencialmente irritante y sin sentido del humor. No obstante,
Wexford no podía pensar en él como tal. Quizá era aburrido, pero lo que había hecho no lo era.
Wexford quería saber por qué lo había hecho, cómo y con qué ayuda, y también con qué medios.
Por encima de todo sentía la justificada indignación de saber que un hombre podía matar a su mujer,
llevar a su madre para que encontrase el cadáver y ser considerado por las autoridades un perfecto
colaborador.
No debía permitir que todo eso se convirtiera en una obsesión. Se recordó a sí mismo que era un
hombre razonable, inteligente, un policía con un buen trabajo que desempeñar, no un verdugo a la
caza del asesino por una misión política o una causa santa. Tal vez el hambre que había pasado para
adelgazarse le había hecho perder su ecuanimidad, pues sólo una persona estúpida consigue una
buena figura a costa de una mente desequilibrada. Teniendo esto en cuenta, se mantuvo tranquilo
cuando Burden le dijo que Hathall iba a dejar Bury Cottage, y contestó con sarcasmo:
–Supongo que se me permitirá saber adonde va.
Burden, según Griswold, tenía buen tacto y había sido, durante el otoño, el vínculo con Hathall.
Wexford lo llamaba «el enviado de Mid-Sussex», añadiendo que imaginaba que «nuestro hombre»
en Wool Lane estaría en posesión de secretos del más alto nivel.
–De momento está viviendo en casa de su madre en Balham y desea coger un piso en
Hampstead.
–El vendedor le estafará –comentó Wexford con amargura–, el servicio de trenes será pésimo. Le
harán pagar un alquiler desorbitado por el aparcamiento y alguien construirá un bloque de viviendas
que le arruinará las vistas. Concluyendo, será muy feliz.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–No sé por qué lo describes como un masoquista.


–Lo describo como un asesino.
–Hathall no mató a su mujer, lo que ocurre es que tiene una desafortunada forma de ser que te
saca de quicio.
–¿Una desafortunada forma de ser? ¿Por qué no ser francos y decir que tiene ataques? Es
alérgico a las huellas dactilares. Dile que has encontrado una en su bañera y padecerá un ataque
epiléptico.
–No llamarás a eso una prueba, ¿verdad? –dijo Burden con frialdad, y se puso las gafas con la
intención de mirar, pensó Wexford, a su oficial superior con aire de censura.
La idea de que Hathall se marchase para comenzar la nueva vida que había planeado y por la
cual había asesinado, era perturbadora. El que sucediese algo así era debido casi enteramente a la
forma de proceder en la investigación. Había estropeado las cosas al ser duro con el tipo de persona
que nunca respondería a ese tipo de trato. Ahora no podía actuar de ningún otro modo porque la
personalidad de Hathall era intocable y las pistas sobre la identidad de la mujer desconocida se
hallaban en su sagrada mente. ¿Serviría de algo conocer la nueva dirección de Hathall? Si no se le
había permitido hablar con él en Kingsmarkham, ¿qué esperanzas podía albergar de romper su
intimidad en Londres? Durante mucho tiempo el amor propio le impidió pedir noticias sobre él a
Burden, y éste no se las ofreció hasta un día de abril, mientras comían en el Carrusel. Durante la
conversación, Burden dejó caer la nueva dirección de Hathall, empezando su observación con un
«por cierto», como si estuviesen hablando de un conocido suyo, de un hombre por quien no
profesaba más que un interés pasajero.
–O sea, que me lo dices ahora –dijo Wexford a su botella de salsa de tomate.
–No parece haber ninguna razón por la que no debieras saberlo.
–Supongo que primero fue aprobado por el ministro del interior, ¿no?
Tener la dirección tampoco servía de mucho y su situación decía muy poco a Wexford. Estaba
preparado para sacar el tema de vez en cuando, sabiendo que las discusiones que ambos mantenían
sólo servían para hacerles sentir molestos. Lo extraño es que fuese Burden quien sacase el tema. Tal
vez había hecho caso omiso de la observación de Wexford, o más probablemente, no le disgustaba
la idea de la importancia que pudiera otorgar a esta noticia si no la hubiese revelado.
–Siempre he pensado que tu teoría carece de fundamento. Si Hathall hubiera tenido una cómplice
con una cicatriz en el dedo, se habría preocupado de que llevase guantes, porque con sólo dejar una
huella, nunca hubiera sido capaz de vivir o casarse con ella, ni siquiera de volver a verla. Y tú crees
que mató a Ángela para conseguir eso. No puede ser. Es muy sencillo, si lo ves de este modo.
Wexford no añadió comentario alguno, ni dejó traslucir su emoción, pero esa noche al llegar a
casa estudió un plano de Londres, hizo una llamada telefónica y pasó un rato estudiando el estado
de su cuenta bancaria.

Los Fortune habían venido a pasar el fin de semana. Tío y sobrino bajaron caminando por Wool
Lane y se detuvieron frente a la casa, que todavía no había sido alquilada. El ciruelo estaba lleno de
flores blancas y detrás de la casa había unos corderitos paciendo en la colina, cuya cumbre estaba
coronada por un anillo de árboles.
–A Hathall tampoco le gustan los rebaños de ovejas –comentó Wexford, recordando una
conversación que habían mantenido cerca de ese lugar–. Se ha ido lo más lejos posible de Epsom
Downs, aun siendo del sur de Londres. Está viviendo en West Hampstead. Dartmeet Avenue. ¿Lo
conoces?
–Sé dónde se encuentra, entre Finchley Road y End Lane. ¿Por qué eligió Hampstead?
–Sin duda porque está lejos del sur de Londres, donde vive su madre, su ex mujer y su hija. –
Wexford acercó el rostro a una rama florida del ciruelo y olió su aroma–. Eso es lo que yo creo. –
Tiró la rama, esparciendo los pétalos por la hierba. Pensativamente, añadió–: parece llevar una vida
de celibato. La única mujer que ha sido visto con él es su madre.
Howard pareció intrigado.
–¿Quieres decir que tienes un... un espía?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–No es un gran espía –admitió Wexford–, pero es lo mejor y más seguro que he podido
encontrar. A decir verdad, es el hermano de un antiguo cliente mío, un tipo llamado Monkey
Matthews. Se llama Ginge. Vive en Kilburn.
Howard rió con simpatía.
–¿Qué hace este Ginge?, ¿seguirlo?
–No exactamente. Pero lo vigila. Le doy una remuneración. De mi propio bolsillo, naturalmente.
–No me había dado cuenta de que ibas tan en serio.
–No recuerdo haber procedido tan en serio por una cosa así en toda mi carrera profesional.
Se marcharon de allí. Empezaba a levantarse brisa y a hacer frío.
Howard volvió la vista atrás para contemplar el túnel de árboles y dijo tranquilamente:
–¿En qué cifras tus esperanzas, Reg?
Su tío no respondió enseguida. Habían pasado junto a la casita de campo, en cuyo aparcamiento
se encontraba el coche de Nancy Lake, sin que él hablase. Estaba profundamente absorto en sus
pensamientos, tan silencioso y meditabundo que Howard pensó que tal vez había olvidado la
pregunta o que carecía de respuesta; sin embargo, al llegar a Stowerton Road, respondió:
–Durante mucho tiempo me pregunté por qué Hathall se horrorizó tanto cuando le expliqué lo de
la huella. El motivo era que no quería que se descubriese a la mujer, por supuesto, pero al
recuperarse, no era sólo miedo lo que aparentaba, era algo así como una tristeza enorme. Llegué a la
conclusión de que reaccionó de ese modo porque había hecho matar a Ángela para poder unirse con
esa mujer, y entonces comprendió que no podría hacerlo.
»Luego reflexionó. Escribió esa carta de protesta a Griswold para quitarme de en medio ya que
sabía que yo lo había descubierto. Pero ahora se ha salido con la suya y ha conseguido lo que
quería, vivir con ella. No es como lo había planeado, pues no podrá mudarse a Londres en secreto y
después entablar una amistad con una joven, no podrá representar al viudo solitario buscando
consuelo en una nueva amiga con quien, después de un tiempo, se casaría. Eso ya no le es posible.
Aunque consiguiese desviar la atención de Griswold, no se atrevería a intentarlo. La huella fue
encontrada y por mucho que parezca que no le prestamos atención, no podrá cortejarla
públicamente y luego casarse con una mujer cuya mano la delataría. La traicionaría ante cualquiera,
Howard, no sólo ante un experto.
–¿Qué puede hacer entonces?
–Tiene dos alternativas –dijo Wexford animadamente–. Él y la mujer pueden haber acordado
separarse. Es de suponer que, aun cuando uno esté locamente enamorado, la libertad es preferible al
amor. Sí, pueden haberse separado.
–«¿Un adiós para siempre, olvidando nuestros juramentos?»
–El siguiente trozo es aún más apropiado: «Y si volvemos a vernos, que no nos vean juntos, pues
sólo así podremos querernos». O bien –continuó Wexford–, podrían haber decidido, más bien se
diría que la pasión decidió por ellos, que el amor era superior a su voluntad, que seguirían viéndose
clandestinamente. Sin vivir juntos, sin verse jamás en público, pero continuando como si cada uno
de ellos tuviese un cónyuge celoso y suspicaz.
–¿Y seguir así indefinidamente?
–Puede ser. Hasta que se acabe o hasta encontrar una solución mejor. Yo creo que eso es lo que
están haciendo, Howard. Si no es así, ¿por qué ha elegido el noroeste de Londres, donde nadie le
conoce, para vivir? ¿Por qué no en el sur del río donde viven su madre y su hija? O en algún lugar
cercano a su trabajo. Ahora está ganando un buen sueldo. También podía haber alquilado algo en el
centro de Londres. Está escondido para reunirse por las noches con ella.
»Voy a intentar encontrarla –dijo Wexford pensativamente–. Me costará algo de dinero y me
quitará algo de mi tiempo libre, pero pienso intentarlo.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XII
Al considerar que Ginge Matthews era un espía mediocre, Wexford lo había infravalorado. Los
escasos recursos de que disponía le amargaban. Estaba eternamente irritado por la poca disposición
que mostraba Ginge a usar el teléfono.
Ginge estaba orgulloso de su estilo literario extraído de las declaraciones de policías jóvenes
desde la barra de los testigos, cuyas perífrasis había oído desde su banco. En los informes de Ginge,
su presa nunca iba a ninguna parte, pero siempre se desplazaba; su casa era su domicilio y, más que
ir a casa, se retiraba allí. Pero siendo justos con Ginge, Wexford tenía que admitir que, aunque no
había descubierto nada sobre la evasiva mujer durante los pasados meses, sí había averiguado
muchas cosas de la forma de vida de Hathall.
Según Ginge, su piso estaba en un edificio de tres plantas de la época del rey Eduardo. Hathall
no tenía aparcamiento y dejaba su coche aparcado en la calle. Tal vez era por tacañería o por la
dificultad de encontrar plaza de alquiler. Wexford no lo sabía y Ginge tampoco podía decirlo. Salía
hacia el trabajo a las nueve de la mañana e iba caminando o cogía un autobús desde West End
Green hasta la estación de metro de West Hampstead, donde tomaba la línea Bakerloo hasta
(presumiblemente) Piccadilly. Regresaba a casa poco después de las seis y, en varias ocasiones,
Ginge, acechando desde una cabina telefónica frente al número sesenta y dos de Dartmeet Avenue,
lo había visto salir de nuevo con el coche. Ginge siempre sabía cuándo se encontraba en casa por las
tardes, porque se vislumbraba una luz en la ventana del segundo piso. Nunca lo había visto
acompañado, excepto de su madre –por la descripción sólo podía ser la anciana señora Hathall–, a
quien había llevado en coche a su casa un sábado por la tarde. Madre e hijo habían cruzado unas
palabras, en una áspera discusión en la acera, antes de entrar por la puerta principal.
Ginge no tenía coche, ni trabajo, pero la pequeña cantidad de dinero que Wexford se podía
permitir pagarle no le compensaba para pasar más de una tarde a la semana, y quizá la tarde del
sábado o del domingo, observando a Robert Hathall. Éste podía llevar a su chica a casa en una de
las tardes restantes. Y sin embargo, Wexford seguía albergando esperanzas. Aunque no muy a
menudo, sonaba con Hathall, y en sueños aparecía con la chica de cabello oscuro y la cicatriz en el
dedo, o bien solo, como lo había estado cuando se hallaba apoyado en la repisa de la chimenea,
paralizado por el miedo y la aflicción.
«En la tarde del sábado, quince de junio, a las 3.05 p.m., el sujeto se desplazó desde su domicilio
en el 62 de Dartmeet Avenue hasta el West End Lane donde realizó algunas compras en el
supermercado...» A Wexford se le escapó una maldición. Casi todas eran así. ¿Qué prueba tenía de
que Ginge había estado allí «en la tarde del sábado, quince de junio»? Naturalmente, Ginge
afirmaría que le había seguido mientras se le pagara una libra por cada sesión de espionaje. Pasaron
julio y agosto y Hathall, a juzgar por las palabras de Ginge, llevaba una vida sencilla y regular,
yendo al trabajo, volviendo a casa, haciendo la compra los sábados y a veces en coche. Pero no
estaba seguro de poder confiar en Ginge.
Hasta cierto punto, poco antes del aniversario de la muerte de Ángela, quedó demostrado que se
podía confiar en él. «Hay razones para creer –escribió Ginge–, que el sujeto en cuestión ha hecho
uso de su automóvil, ausentándose de sus acostumbrados lugares de aparcamiento. En la tarde del
jueves, diez de septiembre, habiendo llegado a su domicilio desde su lugar de trabajo a las 6.10
p.m., salió de éste a las 6.50 y tomó el autobús número 28 de West End Green NW6.»
¿Tenía alguna importancia? Wexford pensó que no. Con su sueldo, Hathall podía permitirse ir en
coche, pero podía haberlo dejado debido a la dificultad cada vez mayor de encontrar aparcamiento.
Aun así, desde su punto de vista era positivo. No podían seguir a Hathall.
Wexford nunca escribía a Ginge. Era demasiado arriesgado. El pequeño espía pelirrojo podía
chantajearle, y si las cartas cayesen en manos de Griswold... Le enviaba el dinero en un sobre sin
membrete y cuando tenía que hablar con él, lo cual, debido a la escasez de noticias ocurría con poca
frecuencia, solían citarse entre las doce y la una en un local de Kilburn llamado la Condesa de
Castlemaine.
–¿Seguirlo? –dijo Ginge–. ¿Cómo, en ese autobús?
–No entiendo por qué no. Él nunca te ha visto, ¿verdad?
51
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Quizá sí. ¿Qué sé yo? No es fácil seguir a un tipo en un maldito autobús. –La forma de hablar
de Ginge era marcadamente distinta a su estilo literario, especialmente en el uso de adjetivos–. Si
sube al piso superior, y yo entro, o viceversa...
–¿Por qué tiene que haber viceversa? –inquirió Wexford–. Te sientas detrás de él y no lo pierdes
de vista. ¿De acuerdo?
Ginge no estaba muy convencido, pero aceptó el intento dubitativamente. Wexford no supo si lo
había hecho o no, pues el siguiente informe no hacía referencias a autobuses. Sin embargo, cuanto
más lo estudiaba con sus expresiones de magistrado, más le interesaba. «Estando en la vecindad de
Dartmeet Avenue NW6, a las 3 p.m. del día veintiséis, me tomé la molestia de investigar el lugar de
domicilio del sujeto en cuestión. En el curso de una conversación con el portero, al cual me presenté
como un funcionario del Ayuntamiento, pregunté por el número de apartamentos y se me informó
que sólo se alquilaban habitaciones individuales...»
Ha actuado así, pensó Wexford al principio, sólo para impresionarme y hacerme olvidar todo
sobre el ejercicio más arriesgado de seguirlo en el autobús. Pero no importaba. Lo que sorprendía al
inspector jefe era que Hathall estuviese pagando un alquiler en lugar de haber comprado el piso y,
además, que ni siquiera fuera un piso, sino una habitación. Extraño, muy extraño. Podía haber
pagado un piso con una hipoteca. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Tal vez porque no pretendía estar
permanentemente domiciliado (como diría Ginge) en Londres? ¿O porque tenía destinado su dinero
para otras cosas? Quizá se debía a los dos motivos. Sin embargo, para Wexford era la circunstancia
más extraña que había descubierto en la vida actual de Hathall. Incluso con los desorbitados
alquileres de Londres, no podía estar pagando más de quince libras a la semana por una habitación,
aun cuando, tras las deducciones, debería estar ganando sesenta. Wexford no tenía otro confidente
que Howard, y fue con él con quien habló por teléfono.
–¿Crees que podría estar manteniendo a otra persona?
–Efectivamente –dijo Wexford.
–Digamos quince libras a la semana para él y quince más para ella por la vivienda... Y si ella no
trabaja tendrá que mantenerla también.
–¡Por Dios! No sabes lo satisfactorio que es para mí oír a alguien hablar de «ella» como de una
persona real. Tú crees que ella existe, ¿verdad?
–No fue un fantasma quien dejó esa huella, Reg. No era ectoplasma. Ella existe.
En Kingsmarkham se habían dado por vencidos y dejaron de investigar. Según Wexford,
Griswold había declarado a los periódicos un montón de tonterías sobre que el caso no estaba
cerrado, pero sí lo estaba. Hacía ese tipo de comentarios sólo para salvar el tipo.
Mark Somerset había alquilado Bury Cottage a una pareja de jóvenes norteamericanos,
profesores de la Universidad del Sur. El jardín estaba bien arreglado y hablaron de ajardinar la parte
de atrás por cuenta propia. Un día el árbol estaba lleno de ciruelas y al siguiente completamente
deshojado. Wexford nunca supo si Nancy las había cogido para hacer su mermelada, pues no la
había visto desde que le dijeron que dejase en paz a Hathall.
No hubo noticias de Ginge en dos semanas. Al final, Wexford le telefoneó a la Condesa de
Castlemaine y él le contestó que en sus tardes de vigilancia había permanecido en casa. Sin
embargo, volvería a vigilarlo esa noche y durante la tarde del sábado. El lunes llegó su informe.
Hathall, como de costumbre, había ido de compras el sábado, pero la tarde anterior había bajado
hasta la estación de autobús de West End Green a las siete. Ginge lo había seguido, pero sintiéndose
intimidado por las miradas que Hathall dirigía hacia atrás, no había subido con él al autobús 28 que
tomó a las siete y diez. Wexford arrojó la hoja a la papelera. Era lo que faltaba, que Hathall
sospechara de Ginge.
Pasó otra semana. Wexford estuvo a punto de tirar el siguiente comunicado de Ginge sin abrirlo
siquiera. Creyó que no podría soportar otra crónica sobre las compras de Hathall. Sin embargo,
abrió la carta. Y, por supuesto, encontró las explicaciones habituales sobre la visita al
supermercado. Quitándole importancia, Ginge también escribió un par de líneas explicando que
Hathall había visitado una agencia de viajes.

52
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–El sitio al que fue se llamaba Sudamérica Tours, Howard. Ginge no se atrevió a seguirle al
interior, el muy idiota.
La voz de Howard fue fina y seca.
–Estás pensando en lo mismo que yo.
–Por supuesto. Un lugar con el que no tenemos tratado de extradición. Habrá estado leyendo
sobre ladrones de trenes y eso le habrá sugerido la idea. Estos malditos periódicos lo estropean todo.
–Pero, Reg, por Dios, Hathall debe de estar muerto de miedo si está dispuesto a arrojar su trabajo
por la borda y escapar a Brasil o a algún otro lugar. ¿Qué es lo que va a hacer allí? ¿De qué vivirá?
–Vivirá como los pájaros, sobrino. Sólo Dios lo sabe. Escucha, Howard, ¿podrías hacerme un
favor? ¿Podrías pasar por Marcus Flower y tratar de averiguar si lo envían al extranjero? Yo no me
atrevo.
–Bueno, pues yo sí me atrevo –dijo Howard–. Pero si es así, ¿no estarán organizándolo todo
ellos?
–No van a pagar también el viaje de la chica, ¿verdad?
–Haré lo que pueda y te llamaré esta noche.
¿Era ésa la razón por la que Hathall había vivido tan modestamente? ¿Para poder pagar el viaje
de su cómplice?
Tendría que estar esperando un empleo, pensó Wexford, o bien desesperado por salvarse. En ese
caso, debería conseguir el dinero para los dos pasajes de avión. En el Diario de Kingsmarkham, que
habían dejado esa semana sobre su escritorio, recordó haber visto un anuncio de viajes a Río de
Janeiro. Lo sacó de entre un montón de papeles y miró la última página. Ahí estaba, el viaje de ida y
vuelta por sólo 350 libras, y añadiendo un poco más por dos pasajes individuales, ése era el motivo
de los ahorros de Hathall...
Cuando estaba a punto de dejar el periódico se fijó en un nombre en la columna de necrológicas.
Somerset. «El quince de octubre, en Church House, Old Myringham, Gwendolen Mary Somerset,
amada esposa de Mark Somerset. Funerales en la iglesia de St. Luke. No enviar flores, por favor,
sino donativos para la Casa de Incurables de Stowerton.» De manera que la exigente y quejumbrosa
mujer había muerto al fin. ¿La amada esposa? Tal vez había sido la amada esposa que no parecía, o
tal vez era la hipocresía habitual que se manifestaba con una fórmula tan convencional y trillada
como para dejar de ser hipócrita. Wexford sonrió secamente y después lo olvidó. Llegó temprano a
casa, la ciudad estaba tranquila y decidió esperar la llamada telefónica de Howard.
El teléfono sonó a las siete, pero se trataba de su hija menor, Sheila. Ella y su madre charlaron
durante unos veinte minutos y después de eso no volvió a sonar el teléfono. Wexford esperó hasta
las diez y media aproximadamente y luego marcó el número de Howard.
–Seguro que está fuera –dijo malhumoradamente a su esposa. ¡Esto es el colmo!
–¿Y por qué no va a poder salir por la noche? Seguro que trabaja bastante.
–¿Es que yo no trabajo? Yo no voy perdiendo el tiempo de noche cuando he prometido hacer una
llamada.
–No, y si lo hicieses es probable que tu presión sanguínea no se alterase como lo está haciendo
en este momento –dijo Dora.
A las once intentó de nuevo ponerse en contacto con Howard, pero una vez más no obtuvo
contestación y se fue a la cama malhumorado. No era de extrañar que tuviese otro de esos sueños
obsesivos sobre Hathall. Estaba en un aeropuerto. El gran avión estaba a punto de despegar y
cuando las puertas ya estaban cerradas, se abrieron y apareció arriba de las escaleras, una pareja real
saludando graciosamente a la multitud, Hathall y una mujer. La mujer levantó la mano derecha en
un gesto de despedida y él observó la marcada cicatriz con forma de «L». Pero antes de que pudiese
subir las escaleras, como había empezado a hacer, éstas se desvanecieron, la pareja se retiró y el
avión empezó a surcar el cielo azul invernal.
¿Por qué cuando uno envejece suele despertar en medio de la noche siendo incapaz de volver a
conciliar el sueño? ¿Tiene algo que ver con los bajos niveles de azúcar en la sangre? ¿O con la
llegada del alba que ejerce una atracción atávica? Wexford sabía que no podría volver a dormir, por
ello se levantó a las seis y media y se preparó el desayuno. No le gustaba la idea de llamar a

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Howard antes de las ocho, y a menos cuarto estaba ya tan nervioso e intranquilo que le llevó a Dora
una taza de té y se marchó a trabajar. A esa hora, por supuesto, Howard habría salido en dirección a
Kenbourne Vale. Empezó a sentirse amargamente herido y volvieron a surgir los viejos
sentimientos que tenía hacia su sobrino. Cierto, había escuchado por simpatía todas las cavilaciones
de su tío sobre el caso, pero ¿qué es lo que pensaba en realidad? ¿Que se trataba de la fantasía de un
anciano y de las tonterías de un cateto de pueblo? Parecía probable que le hubiese seguido la
corriente para complacerle y hubiese retrasado esa llamada a Marcus Flower hasta conseguir un
poco de tiempo de su importante trabajo metropolitano. Seguramente, todavía no lo había hecho.
Aun así, de nada servía parecerse a Hathall en su paranoia. Debía humillarse, llamar a Kenbourne
Vale y volver a preguntar.
Lo hizo a las nueve y media. Howard todavía no había llegado, y se encontró metido en una
charla anecdótica con el sargento Clements, un viejo amigo de los días en que habían trabajado
juntos en el caso de asesinato del cementerio de Kenbourne Vale. Wexford era un hombre
demasiado amable para interrumpir al sargento. Le comunicó que Howard estaba en alguna
conferencia de alto nivel y se resignó a escuchar todo lo que le contaba sobre su hijo e hija
adoptivos y su nueva casita. Dejaría un mensaje para el superintendente jefe, dijo Clements al final,
porque no se le esperaba hasta las doce.
La llamada llegó finalmente pasadas las diez.
–Intenté llamarte a casa antes de salir –dijo Howard–, pero Dora me comentó que ya habías
salido. No he tenido ni un momento desde entonces, Reg.
Había una nota de disimulada emoción en la voz de su sobrino. Tal vez lo habían vuelto a
ascender, pensó Wexford, y dijo con cierta frialdad:
–Aseguraste que me llamarías por la noche.
–Y te llamé. A las siete. Pero comunicaban. No pude volver a hacerlo. Denise y yo fuimos al
cine.
Había un tono de diversión –no, de regocijo– en sus palabras. Olvidándose del rango, Wexford
explotó.
–Encantador. Espero que las personas de la fila de atrás no dejasen de hablar, las de delante no te
dejasen ver y las de los lados te echasen pieles de naranja. ¿Qué pasa con mi individuo? ¿Qué pasa
con lo de Sudamérica?
–Ah, eso –dijo Howard, y Wexford hubiera jurado que oyó un bostezo–. Va a dejar Marcus
Flower, ha dimitido. No me dijeron más.
–Muchas gracias. ¿Y eso es todo?
Howard empezó a reír.
–Oh, Reg –dijo–. Es un poco cruel mantenerte en suspenso, pero te lo merecías. Eres un tipo tan
irascible que no me pude resistir. –Controló su risa y de pronto su voz se hizo solemne, comedida–.
No es todo ni mucho menos –dijo–. Lo he visto.
–¿Qué? ¿Quieres decir que has hablado con Hathall?
–No, pero lo he visto. No iba solo. Iba acompañado de una mujer. Lo he visto con una mujer,
Reg.
–Oh, Dios mío –dijo Wexford suavemente–. El Señor me lo ha puesto en las manos.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XIII
–Yo no estaría tan seguro de ello –dijo Howard–. Todavía no. Pero te lo explicaré. Es curioso,
¿no? Pensar que una vez te dije que no creía que pudiese identificarle nunca. Pero anoche le
identifiqué. Escucha, te contaré cómo fue.
La noche anterior, Howard había intentado llamar a su tío. Como no tenía más que noticias
negativas, decidió volver a intentarlo por la mañana porque iba justo de tiempo. Él y Denise iban a
cenar a West End antes de ir a ver la película de las nueve en el cine Curzon, y Howard había
aparcado el coche cerca del cruce entre las calles Curzon y Half Moon. Disponiendo de unos
minutos, sintió curiosidad por echar un vistazo al exterior de las oficinas donde había llamado
durante el día. Cuando se acercaban al edificio de Marcus Flower vieron a un hombre y una mujer
que venían en dirección opuesta. El hombre era Robert Hathall.
Al llegar a la luna de la ventana se detuvieron y contemplaron los tapices de terciopelo y las
escaleras de mármol. Hathall parecía estar señalando a su compañera el esplendor del lugar donde
había trabajado. La mujer era de mediana estatura, atractiva sin llegar a ser una preciosidad, con
cabello rubio muy corto. Howard pensó que rondaría los treinta años.
–¿Podía llevar una peluca? –inquirió Wexford.
–No, pero sí el cabello teñido. Naturalmente, no le vi la mano. Hablaban de un modo que me
pareció cariñoso y al cabo de un rato bajaron hacia Piccadilly. A propósito, no disfruté mucho de la
película. En esas circunstancias, no me pude concentrar.
–No se han despedido para siempre, Howard. Es como yo lo imaginé. Ahora sólo es cuestión de
tiempo hasta que la encontremos.
El día siguiente era su día libre.
El tren de las diez y media procedente de Kingsmarkham le dejó en la estación Victoria, unos
minutos antes de las once y media. A mediodía llegó a Kilburn. Wexford no podía adivinar qué
destello de imaginación romántica había impulsado a bautizar aquel triste pub Victoriano con el
nombre de la amante preferida de Carlos II. Lo encontró al doblar la esquina de Edgware Road y
tenía un aire decimonónico. Ginge Matthews estaba sentado en un taburete, conversando seria y
agresivamente con el camarero irlandés. Al ver a Wexford, sus ojos parecieron aumentar de tamaño
o, mejor dicho, uno de ellos pareció hacerlo. El otro lo tenía medio cerrado, hinchado y amoratado.
–Tráete la bebida al rincón –dijo Wexford–. Estaré contigo enseguida. ¿Me pone un vaso de vino
blanco seco, por favor?
Ginge no se parecía ni hablaba como su hermano y, ciertamente, no fumaba como él, pero sin
embargo tenían algo en común aparte de su inclinación por los pequeños delitos. Quizá sus padres
fueron víctima de una personalidad dinámica o existía algo excepcionalmente vital en sus genes. En
cualquier caso, hacía pensar a Wexford que los hermanos Matthews eran como las demás personas
pero con una extraña inclinación a exagerar las cosas. Monkey fumaba sesenta cigarrillos
extralargos al día. Ginge no fumaba nada pero, cuando tenía dinero, bebía una mezcla de Pernod y
cerveza Guinness.
Ginge y Monkey no se dirigían la palabra desde hacía quince años. Se habían peleado a raíz de
un intento chapucero de atracar una peletería en Kingsmarkham. A diferencia de Monkey, Ginge
había ido a parar a la cárcel –lo cual, según Ginge, era injusto–, y cuando éste salió, el hermano
menor se había marchado a Londres, donde se casó con una viuda que poseía una casa y un poco de
dinero. Ginge se había gastado el dinero enseguida y ella, tal vez por venganza, le había presentado
a sus cinco hijos. Por tanto, no preguntó por su hermano, a quien culpaba de muchas de sus
desgracias, pero habló amargamente a Wexford cuando se reunieron en la mesa del rincón.
–¿Ve mi ojo?
–Claro que lo veo. ¿Qué demonios te ha pasado? ¿Te ha pegado tu mujer?
–Muy gracioso. Le diré quién lo hizo: fue ese maldito Hathall, anoche, mientras le seguía a la
parada del 28.
–¡Por amor de Dios! –exclamó Wexford, horrorizado–. ¿O sea que te ha descubierto?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Gracias por su compasión. –El pequeño rostro redondo de Ginge enrojeció hasta adquirir el
color de su cabello–. Estaba claro que tarde o temprano me ficharía por mi maldito cabello. Pero
carecía de motivo para girarse y pegarme en mi maldito ojo, ¿verdad?
–¿Es eso lo que hizo?
–Como se lo cuento. Me hizo un corte. La mujer comentó que me parecía a Henry Cooper. No
tenía ninguna gracia, se lo aseguro.
Con voz cansada, Wexford dijo:
–¿Pudiste detener la hemorragia?
–Se paró a tiempo. Pero la herida no está cicatrizada y ya puede ver el maldito...
–Por amor de Dios, deja de decir «maldito» cada dos palabras. Me estás sacando de quicio.
Escucha, Ginge, siento lo de tu ojo, pero no es tan grave. Evidentemente, tendrás que vigilar a
Hathall con más cuidado. Por ejemplo, podrías ponerte un sombrero...
–No voy a volver allí, señor Wexford.
–No te preocupes ahora por eso. Deja que te invite a otro de esos brebajes. ¿Cómo lo llamas?
–Pida usted media Guinness de barril con Pernod doble. –Ginge agregó con orgullo y más
alegremente–: no sé cómo lo llaman ellos, pero yo lo llamo diablo.
La mezcla olía fatal. Wexford pidió otro vaso de vino blanco y Ginge ironizó:
–No va a engordar mucho con eso.
–Es lo que pretendo. Ahora dime, ¿adónde va el autobús 28?
Ginge bebió un trago y respondió con extremada rapidez:
–Golders Green, Child’s Hill, Fortune Green, West End Lane, West Hampstead Station, Quex
Road, Kilburn High Road...
–¡Dios santo! No conozco ni uno de esos lugares, no me dicen nada. ¿Dónde termina el
recorrido?
–En Wandsworth Bridge.
Decepcionado por la información, pero contento por saber algo más, Wexford dijo:
–Sólo visita a su madre en Balham.
–Pues por ahí no pasa el autobús. Mire, señor Wexford –se explicó con paciente indulgencia–,
como usted ha dicho, no conoce Londres. Yo he vivido aquí quince años y le aseguro que nadie que
estuviese bien de la cabeza iría a Balham por ese recorrido. Más bien iría al metro de West
Hampstead y cambiaría en Northern, Elephant o en Waterloo. Ése es el camino más lógico.
–Si es así, se baja a mitad de camino. Ginge, ¿harás una cosa por mí? ¿Hay algún bar cerca de la
parada del autobús donde lo has visto coger el 28?
–Justo en frente –dijo Ginge cansadamente.
–Le daremos una semana, si no se queja de ti antes. Sí, de acuerdo, ya sé que piensas que eres tú
quien tiene motivos para quejarse. Pero insisto, si no se queja, tendremos la certeza de que cree que
eres un posible ladrón...
–Muchas gracias.
–... y no te relacionará conmigo –continuó Wexford, sin hacer caso de la interrupción–, pues a
estas alturas está demasiado asustado para llamar la atención. Empezaremos el próximo lunes;
quiero que estés en ese bar a las seis y media cada tarde durante una semana. Fíjate con qué
regularidad coge ese autobús. ¿Lo harás? No quiero que lo sigas, de esa manera no correrás ningún
riesgo.
–Eso es lo que siempre se dice –añadió Ginge–. No olvide que ya me la ha jugado. ¿Quién va a
ocuparse de mi mujer y mis hijos si ese tipo me estrangula con uno de esos malditos collares
dorados?
–Los mismos que se ocupan ahora –dijo Wexford con delicadeza–: la Seguridad Social.
–¡Qué lengua más venenosa tiene usted! –Por una vez, Ginge habló como su hermano y le imitó
cuando un brillo de avaricia destelló en el ojo sano–. ¿Qué me dará si lo hago?
–Una libra diaria –dijo Wexford–, y todos los... malditos diablos que te apetezcan.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Wexford esperó con inquietud otras convocatorias del comisario jefe, pero no le llegó ninguna y
ya sabía que el fin de semana Hathall no se quejaría. Eso, como le comentó a Ginge, no significaba
necesariamente nada más que Hathall creía que el hombre que le seguía intentaba atacarle y se
había tomado la ley por sus propias manos. Pero de lo que estaba seguro es que fuesen las que
fuesen las conclusiones extraídas de las observaciones de Ginge desde el bar, no podría volver a
trabajar con el hombrecillo pelirrojo. No iba a ser de mucha utilidad averiguar con qué frecuencia
cogía Hathall ese autobús si no podía subirse en él.
Las cosas transcurrían con tranquilidad en Kingsmarkham. Nadie pondría objeciones si se
tomaba los quince días de vacaciones que le quedaban. Las personas que hacen las vacaciones de
verano en noviembre siempre gozan de popularidad entre sus colegas. Todo dependía de Ginge. Si
realmente Hathall cogía ese autobús regularmente, ¿por qué no tomarse las vacaciones y tratar de
seguir el autobús en coche? Sería difícil con el tráfico de Londres, el cual siempre le intimidaba,
pero fuera de las horas punta no sería tan complicado. Existía sólo una posibilidad entre diez, o
mejor dicho, entre cien, de que Hathall lo descubriese. Una persona en un autobús no se fija en los
que van en coche. En un autobús no se puede ver al conductor del coche que le está siguiendo. Si al
menos supiese cuándo iba Hathall a dejar Marcus Flower y cuándo pensaba salir del país...
Sin embargo, dejó de pensar en todo esto al enterarse de un hecho imprevisto. Estaba seguro de
que el arma nunca sería hallada, de que ésta se encontraba en el fondo del Támesis o entre las
basuras de algún vertedero municipal. Cuando el joven profesor de ciencia política le llamó para
comunicarle que los hombres que excavaban el jardín de Bury Cottage descubrieron el collar y que
el dueño, el señor Somerset, les había aconsejado que informasen a la policía, lo primero que le
vino a la cabeza fue que podría pasar por encima de los escrúpulos de Griswold y enfrentarse con
Hathall. Wexford bajó por Wool Lane –observando el letrero de «En Venta» en la casa de Nancy
Lake– y después caminó hasta el erial, la zona minera que había sido el jardín trasero de Hathall.
Había un montón de piedras apiladas en una esquina y junto al aparcamiento se encontraba una
excavadora mecánica. ¿Habría Griswold ordenado excavar el jardín? Cuando se va en busca de un
arma, no se excava un jardín que no parece tener un palmo de tierra removida. No existía ni una
grieta en la larga extensión de tierra en septiembre del año pasado. La habían rastrillado por
completo. ¿Cómo entonces consiguió Hathall o su cómplice enterrar el collar y luego aplanar la
tierra sin dejar huellas?
La profesora, la señora Snyder, se lo aclaró:
–Había una especie de cavidad ahí debajo. Una fosa séptica, ¿se llama así? Creo que el señor
Somerset dijo algo sobre una fosa.
–Un pozo negro o una fosa séptica –dijo Wexford–. El desagüe principal pasaba por esta parte de
Kingsmarkham hace unos veinte años, pero anteriormente hubo un pozo negro.
–¡Dios bendito! ¿Cómo es que no lo sacaron? –preguntó la señora Snyder con el asombro de una
persona procedente de un país más rico y con conciencia sobre medidas de higiene–. Bueno, el
collar estaba dentro de eso..., como se llame. Esa máquina... –señaló la excavadora– lo abrió de
golpe, eso es lo que dijeron los obreros. No lo vi personalmente. No tengo intención de criticar su
país, capitán, pero una cosa así... ¡Un pozo negro!
Realmente divertido por el cargo recién otorgado, pues le hacía sentirse como un oficial de
marina, Wexford dijo que entendía perfectamente que los métodos primitivos de eliminación de las
aguas residuales no eran muy agradables de contemplar, y preguntó dónde estaba el collar.
–Lo lavé con antiséptico y lo metí en el armario de la cocina.
Eso ya importaba poco. Tras su larga inmersión ya no tendría huellas, si es que alguna vez las
tuvo. Pero el aspecto del collar le sorprendió. No estaba, como pensó, compuesto de eslabones, sino
que era un collar sólido de metal gris del que había desaparecido casi todo el baño de oro. Tenía la
forma de una serpiente enroscada en círculo por el que se pasaba la cabeza cuando se apretaba el
collar. Ahora hallaba respuesta a un problema que le había intrigado siempre. El arma homicida no
era una simple cadena tensada, sino el arma perfecta de un estrangulador. Lo único que debió de
hacer la cómplice de Hathall era situarse detrás de la víctima, coger la cabeza de la serpiente y tirar
de ella...

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Pero ¿cómo pudo llegar a un pozo fuera de uso? La tapa metálica que se empleaba cuando se
vaciaba el pozo había sido enterrada bajo una capa de tierra tan cubierta de hierba que los hombres
de Wexford ni siquiera habían imaginado que pudiera estar allí. Telefoneó a Mark Somerset.
–Creo que puedo decirle cómo fue a parar allí –le contestó Somerset–. Cuando pasaba el desagüe
principal, mi padre, por economizar, sólo tenía conectada la llamada «agua negra». El «agua gris»,
es decir, el agua que procede de la bañera, del lavabo y del fregadero de la cocina seguía pasando al
pozo negro. Bury Cottage está situado ligeramente en pendiente, de manera que él sabía que no
saldría del cauce.
–¿Quiere decir que alguien pudo dejarlo ir por el desagüe del fregadero?
–Es probable. Si «alguien» hubiese abierto bien los grifos, se habría ido por el desagüe.
–Muchas gracias, señor Somerset. Ha sido muy amable. A propósito, querría... expresarle mi
pésame por la muerte de su mujer.
Wexford tuvo la impresión que Somerset se molestaba por primera vez.
–Bien, sí, gracias –murmuró, y colgó bruscamente.
Después de hacer examinar el collar por los expertos del laboratorio, solicitó una entrevista con
el comisario jefe. La cita le fue concedida para el viernes siguiente por la tarde, y a las dos en punto
de ese día ya estaba en el domicilio particular de Griswold, una finca situada en un pueblo llamado
Millerton, entre Myringham y Sewingbury. Era conocida como Hightrees Farm pero Wexford la
llamaba en privado «Millerton-Les-Deux-Eglises».
–¿Qué te hace pensar que ésta es el arma? –fueron las primeras palabras de Griswold.
–Creo que es el único tipo de collar que pudo emplearse, señor. Una cadena se habría partido.
Los chicos del laboratorio creen que la capa dorada que todavía queda es parecida a las muestras
tomadas del cuello de Ángela Hathall. Claro que no pueden afirmarlo con seguridad.
–Pero supongo que tienes esa «impresión», ¿no es así? ¿Tienes alguna razón para creer que ese
collar no podía llevar veinte años allí?
Wexford no era tan ingenuo como para mencionar de nuevo sus corazonadas.
–No, pero podría tenerla si se me permitiese hablar con Hathall.
–Él no estaba allí cuando la mataron –dijo Griswold, bajando la comisura de los labios y
endureciendo la mirada.
–La amiga de Hathall sí que estaba.
–¿Dónde? ¿Cuándo? Se supone que soy el comisario jefe de Mid-Sussex, donde se cometió este
asesinato. ¿Por qué no se me comunica si se ha descubierto la identidad de una cómplice?
–Yo no he dicho exactamente que...
–Reg –dijo Griswold con una voz que comenzaba a temblar de cólera–. ¿Tienes más pruebas
sobre la complicidad de Robert Hathall que las que tenías hace catorce meses? ¿Tienes una sola
prueba concreta? Te lo pregunté entonces y te lo vuelvo a preguntar ahora, ¿la tienes?
Wexford vaciló. No podía revelar que había ordenado seguir a Hathall, y todavía menos que el
superintendente jefe Howard Fortune, su propio sobrino, lo hubiese visto en compañía de una
mujer. ¿Qué prueba de homicidio había en los gastos de Hathall o en la venta de su coche? ¿Qué
culpa se infería del hecho de que el hombre viviese en el noroeste de Londres o que le hubiesen
visto coger un autobús? Quedaba el asunto de Sudamérica, desde luego... Tristemente, Wexford se
planteó si todo aquello tenía algún valor. No tenía ninguno. Por lo que se podía demostrar, no
habían ofrecido a Hathall ningún trabajo en Sudamérica, ni siquiera había comprado un folleto
informativo, y mucho menos un billete de avión. Tan sólo le vieron entrar en una agencia de viajes,
y quien lo vio era un hombre con antecedentes penales.
–No, señor.
–En ese caso la situación no ha cambiado. No ha cambiado en absoluto. No lo olvide.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XIV
Ginge cumplió con lo que se le dijo, y el viernes ocho de noviembre mandó un informe donde
explicaba que había estado todas las tardes en su puesto de observación, y dos de éstas, el lunes y el
miércoles, Hathall había aparecido en West End Green poco antes de las siete y había cogido el
autobús 28. Eso, en cualquier caso, ya era algo. Debía haber mandado otro informe el lunes. Sin
embargo, ocurrió algo inaudito: Ginge llamó por teléfono. Llamaba desde una cabina y tenía, según
le dijo a Wexford, un montón de monedas de dos peniques y de diez que confiaba le serían
devueltas por un caballero como el inspector jefe.
–Dame el número y te llamo yo. –¿Cuánto más tendría que poner de su bolsillo? «Que paguen
los contribuyentes», pensó. Ginge cogió el auricular antes de que sonase dos veces–. Ginge, soy yo.
–Sí, ya lo sé –dijo Ginge con orgullo–. Le he visto con una tía.
Nunca se llega dos veces a la misma exaltación emotiva. Wexford había oído esas palabras –u
otras con el mismo significado– anteriormente, pero esta vez no saltó de emoción agradeciendo al
Señor que le hubiera puesto a Hathall en sus manos. Por el contrario, preguntó cuándo y dónde.
–Ya sabe que me paso las horas apalancado en ese bar observando la parada del autobús. Bueno,
pues supuse que no haría ningún mal yendo el domingo otra vez. –«Seguro que me pedirá que le
pague los diablos de los siete días», pensó Wexford–. Pues ahí estaba yo el domingo a la hora de la
cena, o sea, ayer, cuando lo vi. Sería la una, más o menos, y llovía a cántaros. Llevaba una
gabardina y un paraguas abierto. No se detuvo para coger el autobús, sino que se fue andando por
West End Lane. En fin, ni se me ocurrió seguirle. Lo vi marchar, eso es todo. Sin embargo, empecé
a pensar en mi propia cena (porque a la parienta le gusta que esté en su punto), así que me encaminé
hacia la estación.
–¿Qué estación?
–Wes’ Haamsted Stesh’n –dijo imitando, animadamente el acento hindú del cobrador del
autobús. Soltó una risotada ante su propia gracia–. Cuando llego meto una moneda de cinco
peniques en la máquina, pues sólo hay una parada hasta Kilburn, y me veo al sujeto en la maldita
barrera. Me estaba dando la espalda, gracias a Dios, así que me vuelvo hacia el quiosco y echo un
vistazo a las revistas de chicas. Bien, teniendo presente mi obligación con usted, señor Wexford,
veo venir mi tren pero no salgo corriendo a cogerlo. Me espero. Por las escaleras se acercan más de
veinte personas. No me atrevo a darme la vuelta, porque no quiero que me hinchen el otro ojo, pero
cuando creo que no hay moros en la costa, echo un vistazo y el tipo ya no está.
»Me vuelvo rápido hacia West End Lane y sigue diluviando. Pero en esto que mientras me
encamino hacia la casa, me veo al Hathall con esa tía. Caminaban muy juntitos bajo el paraguas.
Ella llevaba uno de esos impermeables transparentes con la capucha puesta. No pude fijarme en
nada, excepto en su falda larga toda mojada. De manera que llego a casa y me llevo una buena
bronca de mi mujer por llegar tarde a cenar.
–En la virtud está la recompensa, Ginge.
–No lo sé –dijo Ginge–, pero ¿querrá usted saber cuánto es mi paga y mis diablos? La cuenta
asciende a quince libras con sesenta y tres peniques. Es terrible el coste de la vida, ¿verdad?
Mientras colgaba el teléfono, Wexford decidió que ya no sería necesario pensar en los distintos
modos de seguir a un hombre que va en autobús, pues ese hombre sólo lo cogía hasta la estación de
West Hampstead, y el domingo había ido andando porque llevaba un paraguas, lo que resulta
siempre un incordio en los autobuses. Ahora podría ver juntos a Hathall y a la mujer y seguirlos
hasta Dartmeet Avenue.
–Me deben unas vacaciones de quince días –dijo Wexford a su mujer.
–Te deben por lo menos tres meses de vacaciones con lo de todos estos años.
–Pues me voy a tomar una parte ahora. La semana que viene, digamos.
–¿Cómo, en noviembre? Entonces iremos a algún lugar donde haga buen tiempo. Dicen que en
Malta se está muy bien en noviembre.
–En Chelsea también se está muy bien en noviembre, y allí es adonde vamos a ir.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Lo que tuvo que hacer el primer día de «vacaciones» fue familiarizarse con la hasta entonces
desconocida geografía de Londres. El viernes veintidós de noviembre era un día soleado,
aparentemente de junio, aunque la temperatura fuese de enero.
¿Qué mejor forma de ir a West Hampstead que en el autobús 28? Howard le había dicho que en
su trayecto pasaba por King’s Road de camino a Wandsworth Bridge, así que no había mucho
trecho a pie desde Teresa Street hasta la parada más próxima. El autobús subió desde Fulham hasta
West Kensington, una zona que aún recordaba de la época en que había ayudado a Howard en un
caso anterior a éste, y observó con satisfacción que ciertos lugares le resultaban familiares. Sin
embargo, pronto se encontró en territorio desconocido, muy variado y extenso. Siempre le
sorprendía la inmensidad de Londres. No recordaba en qué momento Ginge había interrumpido la
enumeración que hizo de las paradas de ese trayecto, ni cuánto tiempo habría durado de no haberlo
hecho. Ingenuamente, había supuesto que Ginge dejaba sin nombrar de dos a tres paradas antes de
terminar, y en realidad había una docena. A medida que el revisor iba citando las paradas, «Church
Street, Notting Hill Gate, Pembridge Road...» empezó a sentir un creciente alivio ante el hecho de
que Hathall sólo hubiese cogido el autobús hasta la estación de West Hampstead.
Al fin, después de unos tres cuartos de hora llegó a la estación. El autobús continuó sobre un
puente que pasaba por encima de las vías del ferrocarril y recorría dos estaciones más en el lado
contrario, West End Lane y West Hampstead, sobre una línea suburbana. Había ido ascendiendo
desde que dejó Kilburn y continuó subiendo por una tortuosa West End Lane hasta llegar a West
End Green. Wexford bajó del autobús. El aire de allí era puro, no sólo en comparación con el de
Chelsea, sino también con el de Kingsmarkham, sin olor a gasolina. Subrepticiamente consultó su
guía. Dartmeet Avenue estaba a medio kilómetro hacia el este, lo que le sorprendió un poco. Hathall
podría haber ido andando a la estación de West Hampstead. ¿Por qué coger un autobús? Sin
embargo, Ginge le había visto hacerlo. Tal vez le disgustaba caminar. A Wexford no le costó
trabajo encontrar Dartmeet Avenue. Era una calle empinada como todas las de los alrededores, con
casas altas, la mayoría de ladrillo rojizo, pero algunas habían sido modernizadas con estuco y las
ventanas de guillotina habían sido reemplazadas por lunas de vidrio. En las aceras, unos árboles de
gran altura, ya casi sin hojas, se levantaban por encima de los tejados y de los aguilones. El número
62 tenía un jardín frontal compuesto de arbustos y matorrales. En la entrada lateral había tres cubos
de basura con el número 62 pintado con cal. Wexford observó la cabina telefónica, desde donde
Ginge había hecho sus pesquisas, y se preguntó cuál debía de ser la ventana de Hathall. Llegó a la
conclusión de que era inútil preguntar al casero. El hombre podría contar a Hathall que alguien
había estado preguntando por él, describiría a esa persona y entonces toda la carne estaría en el
asador. Se dio la vuelta y anduvo despacio hacia West End Green, mirando alrededor en busca de
rincones, escondrijos o árboles que le sirviesen de refugio si él mismo se atrevía a seguir a Hathall.
En esa época del año anochecía temprano, las tardes eran largas y oscuras, y en un coche...
El autobús 28 salía hacia Fortune Green Road cuando él llegó a la parada. Era un servicio bueno
y regular. Wexford se preguntó, sentado detrás del conductor, si Robert Hathall se habría sentado en
ese mismo asiento y habría mirado a través de la ventana las estaciones y radiantes vías del
ferrocarril. Sin embargo, debía evitar esas cavilaciones cercanas a la obsesión. De todos modos, le
resultaba imposible dejar de preguntarse una vez más por qué Hathall tomaba el autobús para ir allí.
La mujer, cuando iba a casa de Hathall, llegaba en tren. Tal vez a Hathall no le gustaba desplazarse
en metro, le enfermaba tener que hacerlo para ir al trabajo, por lo que cuando iba a casa de ella
prefería relajarse en el autobús.
Tardó unos diez minutos en llegar a Kilburn. Ginge, que era tan probable que estuviese en la
Condesa de Castlemaine al mediodía como que el sol saliese al alba o que el sonido del trueno
siguiese al relámpago, se encontraba encorvado en el taburete de la barra, acariciando una jarra de
cerveza. Al ver a su jefe apartó la jarra, de la misma forma que se deja la cuchara de la sopa cuando
llega el filete. Wexford pidió un diablo para él, y sin citar los ingredientes, el camarero lo
comprendió perfectamente.

60
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Ese tipo sospecha de usted, no es así? –Ginge se levantó para dirigirse a la mesa del rincón–.
Siempre aparece usted de repente. No querrá que le descubran, ¿verdad? Basta que ocurra una vez
para acabar en un cubo de basura.
–No seas tonto –comentó Wexford, su esposa le había dicho algo muy parecido esa mañana, pero
en términos más refinados–. Acabaremos pronto. La semana que viene habremos concluido. Bien,
lo que quiero que hagas...
–Ya no haré nada más, señor Wexford. –Ginge hablaba con determinante timidez–. Usted me
metió en esto para que lo pescase con una tía y lo he pescado. El resto es cosa suya.
–Ginge –dijo en tono seductor–, sólo quiero que vigiles la estación la semana que viene, mientras
yo vigilo la casa.
–No –dijo Ginge.
–Eres un cobarde.
–La cobardía –dijo Ginge, mostrando su habitual dificultad en conseguir que su dominio de la
lengua hablada igualase su maestría en la lengua escrita– no tiene nada que ver. –Vaciló durante
unos segundos y añadió, con lo que podía ser modestia o vergüenza–: Tengo un trabajo.
Wexford casi se quedó sin respiración.
–¿Un trabajo? –En otra época, Ginge y su hermano empleaban este término para referirse a su
próximo delito–. ¿Quieres decir que tienes un trabajo remunerado?
–Yo no. No exactamente.
Ginge contempló su diablo con tristeza y, levantando su vaso, bebió con delicadeza y con una
cierta nostalgia. «Sic transit gloria mundi, fue bueno mientras duró», pensó Wexford que habría
escrito.
–La parienta lo ha conseguido, de camarera. Por las tardes y a la hora de cenar. –Parecía un poco
turbado–. No tengo ni idea de cuánto le pagan.
–Lo que no entiendo es qué te impide trabajar para mí.
–Cualquiera diría que usted nunca ha tenido una familia. Alguien ha de quedarse en casa a cuidar
de los niños, ¿no?
Wexford consiguió retrasar su explosión de hilaridad hasta encontrarse fuera, en la calle. La risa
le sentó bien, al frenar el sentimiento que le producía la negativa de Ginge a seguir cooperando.
Podía arreglárselas solo, pensó mientras volvía a coger el autobús 28, si contaba con el coche.
Desde éste vigilaría la estación de West Hampstead el domingo. Con suerte, vería a la mujer como
Ginge la había visto el domingo pasado y cuando eso ocurriera, ¿qué importancia tendría que
Hathall descubriese que lo había seguido? ¿Quién podría reprocharle haber roto las normas cuando
su desobediencia había provocado un gran triunfo?
Sin embargo, Hathall se reunió con la mujer el domingo y, a medida que pasaba la semana,
Wexford se preguntaba cómo podía pasar tan desapercibido. Cada tarde se situaba en Dartmeet
Avenue, aunque no lo vio nunca y sólo gracias a la luz de la ventana pudo percatarse de que la
habitación estaba ocupada. El lunes, martes y miércoles se encontraba allí antes de las seis y vio
entrar en la casa a tres personas entre las seis y las siete. Ni rastro de Hathall. Por alguna razón, el
tráfico fue especialmente denso el jueves por la tarde. Eran las seis y cuarto cuando llegó a
Dartmeet Avenue. La lluvia caía constantemente y la larga calle empinada reflejaba multitud de
brillos provocados por la luz de las farolas. El lugar permanecía desierto, exceptuando un gato que
corría entre los cubos de basura y que acabó desapareciendo entre una fisura en el muro del jardín.
Una luz encendida en el piso de abajo y un ligero resplandor escapaban de una de las ventanas que
estaba encima de la puerta principal. En la casa de Hathall no se veía luz alguna, pero cuando
Wexford puso el freno de mano y quitó el contacto se encendió de pronto una luz amarillenta.
Hathall se encontraba en casa, probablemente llegó un minuto antes que Wexford. Durante unos
segundos la ventana resplandeció, y luego una mano invisible corrió las cortinas hasta que sólo se
vieron unas finas líneas de luz resaltando sobre la húmeda fachada.
La emoción que le despertó esta visión se fue apagando a medida que pasaban las horas y
Hathall no aparecía. A las nueve y media salió un anciano, sacó a pasear un gato entre los arbustos
y después volvió a entrar en la casa. Cuando la puerta principal se cerró tras él, la luz que se

61
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

vislumbraba entre las cortinas de Hathall se apagó. Eso alertó a Wexford, quien empezó a mover el
coche hacia una posición menos visible, pero la puerta principal siguió cerrada, la ventana continuó
sin luz, y Wexford no tardó en comprender que Hathall se había acostado temprano.
Puesto que había traído a Dora a Londres de vacaciones, recordó su deber con ella y durante el
día la acompañó por los centros comerciales de West End. Sin embargo, Denise tenía más aptitudes
que él para hacer eso y el viernes abandonó a su mujer y a la de su sobrino por una mujer menos
atractiva y divorciada.
Lo primero que vio al llegar a la casa de Eileen Hathall fue el coche de su ex marido en el
aparcamiento, el coche que, según Ginge, habían vendido hacía tiempo. ¿Se habría equivocado
Ginge? Siguió conduciendo hasta que llegó a una cabina telefónica, desde la que llamó a Marcus
Flower. El señor Hathall se encontraba allí, dijo la voz de Jane, Julia o Linda. En lugar de esperar,
como le propuso la secretaria, colgó el teléfono y al cabo de cinco minutos se hallaba en el frío
cuarto de estar de Eileen Hathall, sentado en una butaca sin cojines bajo la gitana española.
–Le regaló su coche a Rosemary –contestó respondiendo a su pregunta–. Ella lo ve a veces en
casa de su abuela, y cuando le dijo que había aprobado el examen de conducir, le regaló su coche.
No lo necesitará en el lugar al que va, ¿verdad?
–¿Adónde va, señora Hathall?
–A Brasil. –Arrastró la erre como si no se tratara del nombre de un país sino el de un repugnante
reptil. Wexford sintió un escalofrío, la repulsiva premonición de que algo malo iba a ocurrir. Y
ocurrió–. Está todo arreglado –dijo ella–, se marcha el día de Nochebuena.

Quedaba menos de un mes...


–¿Tiene trabajo allí?
–Un puesto muy bueno en una empresa internacional de contabilidad. –Había algo patético en el
orgullo con que lo dijo. El hombre la odiaba, la había humillado, seguramente no la volvería a ver y,
a pesar de todo, estaba amargamente orgullosa de lo que él había conseguido–. No puede imaginar
el dinero que está ganando. Se lo comunicó a Rosemary y ésta me lo dijo. Me pagan desde Londres
y después se lo descuentan a él. Todavía le quedan miles y miles de libras anuales para vivir.
También le pagan el viaje, se lo arreglan todo, hasta le proporcionan una casa. No ha tenido que
mover ni un dedo.
¿Debía explicarle que Hathall no iría solo, que viviría acompañado en esa casa? Ella había
engordado desde el año pasado. Su enorme cuerpo –lleno de grasa, donde no debería haberla–
apenas cabía en su vestido color salmón. Estaba permanentemente enrojecida, como si estuviese
corriendo una carrera interminable. ¡Quizá lo hacía! Una carrera para mantener el ritmo de su hija,
contener su rabia y olvidar la tranquila monotonía de la miseria. Mientras él vacilaba antes de
hablar, dijo:
–¿Qué es lo que quiere saber? Usted cree que él mató a esa mujer, ¿verdad?
–¿Y usted? –inquirió con audacia.
Si le hubieran dado una bofetada, su rostro no habría enrojecido con tanta rapidez. Su piel
parecía haber sido azotada y a punto de sangrar.
–¡Ojalá hubiese sido él! –dijo sin respiración, y levantó la mano, no para taparse los ojos sino su
temblorosa boca.
Wexford volvió a Londres, a una infructuosa noche de vigilia, un sábado vacío, y un domingo
que podría –sólo podría– revelarle lo que deseaba.
Llegó el uno de diciembre y seguía lloviendo a cántaros. Pero esto no era malo, pues se
despejarían las calles y reduciría la posibilidad de que Hathall se fijase en un coche sospechoso. A
las doce y media se encontraba enfrente de la estación, lo más cerca que él se atrevía, ya que no era
solamente la posibilidad de que le viese Hathall lo que le preocupaba, sino también el riesgo de
obstruir la circulación en ese estrecho paso. Se podía oír la lluvia contra el techo de su coche, y
bajaba como un arroyo por la cuneta entre el bordillo y la línea amarilla. Era tan intensa que, aun
cayendo sobre el parabrisas, no entorpecía la vista, sino que producía un efecto distorsionador;
parecía que el cristal estuviera defectuoso. Podía ver con bastante claridad la entrada de la estación

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

y hasta unos cien metros de West End Lane. Los trenes traqueaban detrás suyo, los autobuses 159 y
28 subían y descendían la cuesta. Había pocas personas por los alrededores, aunque parecía como si
estuvieran viajando, desde hogares desconocidos hasta destinos también desconocidos por las calles
húmedas de ese domingo invernal. Las agujas del reloj se desplazaron lentamente hasta llegar a la
una menos cuarto.
Para entonces ya estaba tan acostumbrado a esperar, tan resignado a permanecer sentado
vigilando como un cazador a un astuto animal, que se llevó un sobresalto cuando a la una menos
diez vislumbró en la lejanía la figura de Hathall. El cristal le jugaba malas pasadas. Se sentía como
en una sala de espejos; primero un esqueleto gigante, luego un gordo enano, pero al pasar el
limpiaparabrisas pudo observar con nitidez. Llevaba el paraguas abierto andando con rapidez hacia
la estación, avanzando por el otro lado de la carretera. Pasó junto al coche sin volver la cabeza y se
detuvo fuera de la estación. Cerró y abrió varias veces el paraguas para que cayesen las gotas.
Luego entró en la estación.
Wexford se encontraba en un dilema. ¿Iba a recibir a alguien o a viajar? A plena luz del día,
incluso con esa lluvia, no se atrevía a salir del coche. Un tren de color rojo pasó bajo la carretera y
se paró. Wexford contuvo la respiración. Las primeras personas en salir de él empezaron a llegar a
la acera: un hombre se puso un periódico sobre la cabeza y se fue corriendo, un pequeño grupo de
mujeres revoloteaban, luchando con los paraguas que no se abrían. Tres paraguas se abrieron
simultáneamente, uno rojo, otro azul y otro naranja, como floreciendo contra el fondo gris. Cuando
se marcharon, quedó al descubierto lo que antes estaba oculto: una pareja de espaldas a la calle,
juntos pero sin tocarse. El hombre abrió el paraguas negro.

Ella llevaba un tejano azul y un impermeable blanco con la capucha puesta. Wexford no pudo
distinguir su cara. Se alejaron de allí como si pensasen ir andando, pero llegó un taxi, Hathall le
hizo una seña y lo cogieron dirigiéndose hacia el norte.
«Quiera Dios –pensó Wexford–, que los lleve a su casa y no a algún restaurante.» Conocía la
dificultad de seguir a un taxista londinense, y el coche ya había desaparecido antes de que él
consiguiese salir de West End Lane.
El viaje de regreso fue exasperantemente lento. Se encontró atascado detrás del autobús 159 –un
autobús que estaba completamente pintado con un anuncio de juguetes Dinky, lo cual le recordó a
los juguetes Kidd’s de Toxborough– y pasaron casi diez minutos hasta que pudo llegar a la casa de
Dartmeet Avenue. El taxi ya no estaba, pero la luz de la ventana de Hathall se veía encendida. Por
supuesto, en un día como ése debía encender la luz al mediodía. Preguntándose con interés más que
con temor si Hathall le golpearía a él también, cruzó la acera y examinó los timbres. No había
nombres junto a éstos, sólo los números de los pisos. Pulsó el timbre del primer piso y aguardó.
Quizá Hathall no abriría. En tal caso, llamaría a otra puerta para poder entrar y luego aporrearía la
de la habitación de Hathall.
Eso resultó innecesario. Sobre él se abrió la ventana y, dando un paso atrás, miró hacia arriba, a
la cara de Hathall. Durante unos momentos ninguno de los dos habló. En medio de la lluvia se
miraron fijamente durante un rato mientras una serie de emociones se sucedían en el rostro de
Hathall: asombro, cólera, precaución y sobre todo, pensó Wexford, miedo. Sin embargo, la última
expresión de Hathall parecía, extrañamente, de satisfacción. Sin tiempo para especular acerca de
ello, Hathall dijo fríamente:
–Ahora bajo a abrirle.
A los quince segundos ya se encontraba abajo. Cerró despacio la puerta, sin decir nada, y señaló
las escaleras. Wexford nunca lo había visto tan tranquilo y afable. Parecía enteramente relajado,
más joven y triunfal.
–Me gustaría que me presentase a la señorita que trajo aquí en taxi.
Hathall no puso objeciones. No dijo nada. Mientras subían las escaleras, Wexford se preguntaba
si estaría escondida. ¿Le habría dicho que se escondiera en el cuarto de baño, o en el piso de arriba?
Abrió la puerta de su habitación, e hizo que pasara delante el inspector jefe. Wexford entró. Lo

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

primero que observó fue su impermeable, extendido sobre el respaldo de una silla para que se
secase.
Al principio no la vio. La habitación era muy pequeña, y estaba amueblada como suelen estar
esos sitios. Había un guardarropa que parecía de la época de la Batalla de Mons, una cama estrecha
con una colcha india de algodón, unos sillones con brazos de madera y algunos cuadros, pintados
sin duda por algún pariente del casero. La luz procedía de una esfera de plástico suspendida del
techo.
Una cortina de lona tapaba un rincón de la habitación. Detrás de ésta se encontraba
presumiblemente un fregadero, pues cuando Hathall tosió para avisarla, ella salió, secándose las
manos con una toalla. No era una cara bonita, pero sí muy joven, de rasgos acentuados, duros y
confiados. Su espeso cabello cubría sus hombros y sus cejas eran duras y negras como las de un
hombre. Iba vestida con una camiseta y una chaquetilla por encima. Wexford había visto ese rostro
en alguna parte, y se estaba preguntando dónde, cuando Hathall dijo:
–Ésta es la señorita que quería usted conocer. –Su triunfo se había transformado en franca
diversión, que expresaba casi riendo–. ¿Puedo presentarle a mi hija, Rosemary?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XV
Hacía tiempo que Wexford no experimentaba una decepción semejante. El tener que enfrentarse
a situaciones embarazosas no solía causarle problemas, pero el golpe que suponía lo que Hathall
acababa de comunicarle –junto con la seguridad de que ahora se descubría su desobediencia– le
dejaron sin habla. La chica, después de un breve saludo, tampoco habló, retirándose tras la cortina,
desde donde se la podía oír cómo llenaba una tetera.
Hathall, que había estado tan distante y esquivo en los primeros momentos del encuentro con
Wexford, parecía realmente disfrutar de la consternación de su adversario.
–¿Cuál es la finalidad de esta visita? –preguntó–. ¿Está visitando a sus viejas amistades?
«Vamos allá», pensó Wexford, repitiendo las palabras de la señorita Marcovitch.
–Tengo entendido que se va a Brasil –dijo–. ¿Va solo?
–¿Es que se suele ir solo? Habrá unas trescientas personas más en el avión. –A Wexford le
molestó la broma y Hathall se percató de ello–. Deseaba que Rosemary me acompañara, pero tiene
que ir al colegio. Quizá venga dentro de unos años.
Eso hizo salir a la chica. Cogió su impermeable, lo colgó en un perchero y comentó:
–Ni siquiera he estado en Europa. No pienso enterrar mi vida en Brasil.
Hathall se encogió de hombros ante este comentario. Sin duda perteneciente a la característica
falta de gracia de la familia y dijo con la misma brusquedad:
–¿Satisfecho?
–Tengo que estarlo, ¿verdad, señor Hathall?
¿Era la presencia de su hija lo que reprimía su cólera? Se comportaba casi con dulzura,
distinguiéndose tan sólo un leve indicio de su quejumbroso resentimiento cuando comentó:
–Bien, si nos disculpa, Rosemary y yo tenemos que preparar algo de comer, lo cual no es nada
fácil en un agujero como éste. Le acompañaré afuera.
Cerró la puerta. El descansillo permanecía oscuro y tranquilo. Si bien Wexford esperaba una
explosión de cólera, ésta no llegó, sólo percibió con claridad los ojos de Hathall. Los dos hombres
tenían la misma altura y sus ojos estaban al mismo nivel. Durante unos segundos, los de Hathall se
abrieron desmesuradamente dejando entrever un extraño brillo enrojecido. Se encontraban en la
parte superior de un empinado tramo de las escaleras, y cuando Wexford se giró para bajarlas, notó
que Hathall levantaba la mano detrás de él. Se aferró a la barandilla y bajó un par de peldaños a
trompicones. Luego recuperó el equilibrio y bajó lentamente. Hathall no se movía, pero cuando
Wexford llegó al final de la escalera y miró hacia atrás, observó la mano aún más levantada, en un
gesto solemne, y a la vez siniestro, de despedida.
–Estuvo a punto de empujarme escaleras abajo –le explicó Wexford a Howard–. Y yo no podría
haberme resarcido. Él se permitiría decir que había entrado en su habitación a la fuerza. ¡Dios mío!
¡Cómo he complicado las cosas! Estoy seguro de que si presenta otra de sus reclamaciones perderé
el empleo.
–No sin una investigación a fondo, y no creo que a Hathall le interese aparecer en una
investigación de ese tipo. –Howard tiró al suelo el periódico que estaba leyendo y dirigió su
huesudo rostro, sus ojos azules y penetrantes hacia su tío–. No era su hija en las dos ocasiones, Reg.
–¿Ah, no? Ya sé que viste a esa mujer con cabello corto y rubio, pero ¿estás seguro de que era
Hathall quien le acompañaba?
–Estoy seguro.
–Lo viste una vez –persistió Wexford–. Lo viste a casi veinte metros durante diez segundos y
desde un coche que tú conducías. Si tuvieses que comparecer ante un tribunal y jurar que el hombre
que viste junto a Marcus Flower era el mismo que viste en el jardín de Bury Cottage, ¿lo jurarías?
¿Procederías así si la vida de un hombre dependiese de ti?
–La pena de muerte ya ha sido abolida, Reg.
–Cierto, y ni tú ni yo (a diferencia de muchos en nuestra profesión) deseamos que se restablezca.
Pero si estuviese en vigor, ¿lo jurarías?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Howard dudó un instante. Wexford se dio cuenta de ello y sintió que el cansancio le recorría el
cuerpo como si estuviese bajo un sedante. Hasta el más mínimo resquicio de duda podía disipar la
escasa esperanza que le quedaba.
–No, no lo juraría –dijo Howard categóricamente.
–Ya veo.
–Un momento, Reg. No estoy seguro de si sería capaz de jurar sobre la identidad de un hombre
si de mi juramento dependiese su muerte. Es una situación límite, pero estoy seguro de que,
salvando una pequeña duda, diría que sí era Robert Hathall. Lo vi junto a las oficinas de Marcus
Flower en la calle Half Moon en compañía de una mujer rubia.
Wexford suspiró. ¿Cuál era la diferencia, después de todo? Tras meter la pata como lo había
hecho ese día, no tenía esperanzas de continuar vigilando a Hathall. Howard interpretó como una
duda el silencio de Wexford y dijo:
–Si no está con ella, ¿adónde va todas esas tardes que se ausenta de casa? ¿Adónde fue en el
autobús?
–Todavía creo que está con ella. La hija sólo va allí los domingos. Pero ¿de qué me sirve todo
eso? No puedo seguirlo en el autobús. Ya sabe que voy tras él.
–Pensará que el haberle visto con su hija te desanimará.
–Puede ser. O quizá se olvide, ¿y qué? No puedo esconderme en un portal y tomar tras él el
autobús. O éste se va antes de que yo consiga entrar o Hathall se dará la vuelta y me verá. Aunque
logre subir sin que me vea...
–Entonces ha de hacerlo otra persona –dijo Howard con firmeza.
–Eso es fácil de decir. Mi jefe se niega y tú no te vas a enfrentar con él, dejándome uno de tus
agentes.
–Eso es verdad.
–Entonces ya podemos olvidarnos del tema. Volveré a Kingsmarkham y daré la cara. Por mí,
Hathall se puede ir al trópico.
Howard se levantó y le puso una mano sobre el hombro.
–Yo lo haré –dijo.
Había superado hacía tiempo el respeto, que sentía por él, dando paso al afecto y la camaradería,
pero ese «Yo lo haré», expresado con tanta amabilidad, le recordó su antigua humillación, la
envidia y el reconocimiento de sus cualidades. Wexford sintió cómo se ruborizaba.
–¿Tú? –dijo ásperamente–. Debes de estar bromeando. Tienes un puesto más alto que el mío,
¿recuerdas?
–No seas tan esnob. ¿Qué más da? Será divertido. Hace años que no hago algo parecido.
–¿De verdad que harás eso por mí, Howard? ¿Y tu trabajo?
–Si yo soy esa especie de dios que tú me haces parecer, ¿no crees que también tengo algo que
decir sobre las horas que trabajo? Claro que no podré vigilarlo todas las noches. Surgirán las típicas
situaciones que se dan de vez en cuando y tendré que quedarme en la oficina, pero Kenbourne Vale
no se desmoronará sólo porque yo vaya ocasionalmente a West Hampstead.
Así, a la tarde siguiente el superintendente Howard Fortune salió de su oficina a las seis menos
cuarto y llegó a la hora convenida a West End Green. Esperó hasta las siete y media. Cuando se dio
cuenta de que Hathall no aparecía, se dirigió a Dartmeet Avenue y observó que no había luz en la
ventana que su tío le había indicado.
–Me pregunto si irá a verla directamente después del trabajo –dijo Wexford.
–Esperemos que no se acostumbre a eso. Será casi imposible seguirlo en la hora punta. ¿Cuándo
deja su actual trabajo?
–¿Quién sabe? –dijo Wexford–, además se marcha a Brasil, exactamente dentro de tres semanas.
Una de esas situaciones que había mencionado impidió a Howard seguir a Hathall la noche
siguiente, pero estuvo libre el miércoles y, cambiando de táctica, llegó a la calle Half Moon a las
cinco en punto. Una hora más tarde, en Teresa Street, le explicó a su tío lo que había sucedido.
–La primera persona en salir de Marcus Flower fue un tipo de aspecto descuidado con bigote. Iba
con una chica y se fueron en un Jaguar.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Ése debía de ser Jason Marcus con su prometida –comentó Wexford.


–Luego salieron dos chicas más y después... Hathall. Yo tenía razón, Reg. Es el mismo hombre.
–No debí haber dudado de ti.
Howard se encogió de hombros.
–Se metieron en el metro y los perdí. Pero sé que no iba a su casa.
–¿Cómo lo sabes?
–Si hubiese ido a su casa, se habría dirigido a la estación de Green Park, habría tomado el metro
hasta Piccadilly Circus o a Oxford Circus por la Línea Victoria y habría hecho transbordo para ir a
Bakerloo. Hubiera andado hacia el sur, sin embargo fue hacia el norte y al principio pensé que iba a
coger un autobús para volver a casa. Pero se dirigió a la estación de Bond Street, y jamás se hace
eso para ir al noroeste de Londres. Bond Street está sólo en la Línea Central hasta que se bifurca la
Línea Fleet.
–¿Y adónde lleva la Línea Central?
–Al este y al oeste. Lo seguí hasta el interior de la estación, pero ya sabes cómo son las horas
puntas por aquí, Reg. En la taquilla había una cola de más de una docena de personas delante suyo.
La cuestión es que debía tener mucho cuidado para que no se fijase en mí. Bajó las escaleras
mecánicas hasta el andén de dirección oeste... y lo perdí –dijo Howard disculpándose–. Habría unas
quinientas personas en el andén. Yo estaba atascado y no podía moverme, pero eso es otro asunto,
¿comprendes lo que quiero decir?
–Me parece que sí. Hemos de averiguar dónde se cruza la Línea Central dirección oeste, con el
trayecto del autobús 28, y en esa zona es donde vive la mujer desconocida.
–Bueno, creo que lo sé con exactitud. La Línea Central dirección oeste pasa por Bond Street,
Marble Arch, Lancaster Gate, Queensway, Notting Hill Gate, Holland Park, Shepherd’s Bush, etc.
El autobús 28 dirección sur pasa por Golders Green, West Hampstead, Kilburn, Kilburn Park, Great
Western Road, Pembridge road, Notting Hill Gate, Church Street, Kensington y Fulham para acabar
en Wandsworth. Por tanto, ha de ser Notting Hill. Ella vive, junto con la mitad de la población
itinerante de Londres, en alguna parte de Notting Hill. Es una pequeña pista, pero algo es algo. ¿Has
descubierto tú alguna cosa?
Wexford, se sintió inquieto durante dos días, antes de telefonear a Burden, esperando oír que
Griswold había reclamado su cabeza. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, pues el comisario,
en palabras de Burden, se encontraba «revoloteando» por Kingsmarkham, donde reinaba la
consternación por una mujer desaparecida. Reflejaba un excelente estado de ánimo, preguntó
adonde se había marchado Wexford de vacaciones y cuando le contestaron que a Londres («Por los
museos y teatros, ¿sabe usted?», había dicho Burden) preguntó jocosamente por qué el inspector
jefe no le había enviado una postal de New Scotland Yard.
–Así pues, Hathall no se ha quejado –comentó Howard pensativamente.
–Parece ser que no. Supongo que si es un poco realista, pensará que lo más seguro es no llamar
la atención.
Pero ya era tres de diciembre y sólo quedaban veinte días. Dora había arrastrado a su marido por
las tiendas para que le acompañara en sus últimas compras de Navidad. Él llevaba los paquetes y se
mostraba conforme con todo; aquél era el regalo adecuado para Sheila y aquel otro era exactamente
lo que quería el hijo mayor de Sylvia; sin embargo, durante todo el tiempo iba pensando en lo
mismo: «veinte días, veinte días...». Nunca olvidaría aquellas navidades, porque supondrían la
huida de Hathall.
Howard pareció leer sus pensamientos. Estaba terminando una de esas grandes comidas que no
le costaban ni una libra, y mientras se servía de nuevo charlotte russe, comentó:
–Si pudiéramos sorprenderle de alguna forma...
–¿A qué te refieres?
–No sé. Alguna cosilla que le impidiese abandonar el país, robar en unos grandes almacenes, por
ejemplo, o viajar en el metro sin billete.
–Parece ser un hombre honrado –dijo Wexford con amargura–, si es que se puede llamar
honrado a un asesino.

67
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Su sobrino rebañó el plato del postre.


–¿Hay que suponer que es honrado?
–Que yo sepa, sí. El señor Butler me habría comunicado la más mínima sospecha de su falta de
honradez.
–Por lo visto, Hathall andaba bien de dinero últimamente. Pero al casarse con Ángela la cosa
cambió, ¿verdad? Sin embargo, gastaban bastante. Me dijiste que Somerset los había visto gastando
como locos y después cenando en un restaurante caro. ¿De dónde sacaban el dinero, Reg?
Sirviéndose una copa de Chablis, Wexford comentó:
–Yo también me lo he preguntado y no he llegado a ninguna conclusión. No parecía ser
relevante.
–Cualquier cosa es relevante en un caso de asesinato.
–Es verdad. –Wexford se sentía demasiado agradecido con su sobrino para reaccionar mal ante
esa pequeña amonestación–. Supongo que pensé que si un hombre siempre ha sido honrado no
cambia repentinamente.
–Eso depende del hombre. Éste se convirtió en un marido infiel en la madurez. De hecho, siendo
monógamo desde la pubertad, parece ser que se ha transformado en un auténtico mujeriego. Y
también en asesino. –Howard apartó su plato y empezó a comer un trozo de queso–. Hay un factor
en todo esto que no creo que hayas tenido suficientemente en cuenta. Una persona.
–¿Ángela?
–En efecto, Ángela. Cuando la conoció fue cuando él cambió. Algunos creerán que ella lo
corrompió. Es una posibilidad remota, pero como ya sabes, ella había cometido un pequeño fraude.
Supongamos que Ángela le animó a cometer algún otro tipo de fraude.
–Lo que acabas de decir me recuerda a algo que dijo el señor Butler. Comentó que había oído a
Ángela explicar a su socio. Paul Craig, que ella se encontraba en buena posición para evadir sus
impuestos.
–Ahí lo tienes. Debían haber conseguido ese dinero en alguna parte. No creció de los árboles
como las ciruelas.
–No tenemos ni una sola pista –dijo Wexford–. Debió de haber sido en Kidd’s, Aveney no me
habló de ello.
–Pero tú tampoco le preguntaste por el dinero. Te informaste sobre su relación con las mujeres. –
Howard se levantó de la mesa y apartó su silla–. Por cierto, vayamos a reunimos con las nuestras.
Reg, yo en tu lugar haría mañana un pequeño viaje a Toxborough.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XVI
La factoría estaba rodeada de césped y de tristes árboles deshojados, y en el interior, se percibía
un cálido olor a celulosa mientras las mujeres con turbante pintaban muñecas con el tema musical
del Doctor Zhivago de fondo. El señor Aveney condujo a Wexford a través de los talleres hasta la
oficina del jefe de personal, con un tono entrecortado y bastante indignado.
–¿Manipulando los libros? Aquí nunca nos ha pasado nada parecido.
–No estoy afirmando, señor Aveney. Tan sólo son meras conjeturas –dijo Wexford–. ¿Ha oído
hablar alguna vez del fraude de la nómina?
–Sí, algo he oído. Se solía hacer en el ejército. Nadie podría intentarlo aquí.
–Veámoslo entonces.
El jefe de personal, un joven de cabello rubio y revuelto, fue presentado como John Oldbury. Su
oficina estaba muy desordenada y él parecía algo turbado, como si le hubieran sorprendido mientras
buscaba algo que sabía que no encontraría jamás.
–¿Trapicheando los sueldos, quiere decir? –preguntó.
–Indíqueme por favor cómo lleva la nómina el contable.
Oldbury miró distraídamente a Aveney, y éste asintió, encogiéndose de hombros durante un
instante. El jefe de personal se dejó caer sobre la silla y se mesó sus rebeldes cabellos.
–No soy muy bueno dando explicaciones –empezó–, pero lo intentaré. El proceso es muy simple:
cuando viene una nueva trabajadora, yo le doy al contable los detalles sobre ella y calcula su sueldo.
No... creo que tenga que ser más explícito. Supongamos que cogemos una tal... bueno, llamémosla
Joan Smith, señora Joan Smith. –Oldbury, pensó Wexford, era tan poco imaginativo como buen
hablador–. Le digo su nombre y dirección al contable, por ejemplo...
Observando su fracaso, Wexford añadió:
–24, Gordon Road, Toxborough.
–Sí, ¿por qué no? –El jefe de personal dejaba traslucir su admiración–. Le digo que se llama Joan
Smith, el número que sea en Gordon Road, Toxborough...
–¿Cómo se lo dice? ¿Por teléfono? ¿Le deja una nota?
–Bueno, de cualquiera de las dos maneras. Claro que guardo un registro. No tengo –comentó
Oldbury innecesariamente–, buena memoria. Le digo su nombre y dirección, cuál será su horario,
etc. Él introduce todo eso en el ordenador. Después yo hago el cálculo semanal sumando sus horas
extras y lo que sea.
–¿Cuando ella se va también se lo comunica?
–Por supuesto.
–Siempre terminan por marcharse. Cambian de opinión y nos dejan. Es el eterno problema –dijo
Aveney.
–¿Siempre se les paga semanalmente?
–A todas, no –añadió Oldbury–. Mire, muchas de nuestras trabajadoras no destinan sus sueldos a
la casa. Sus maridos son... ¿cómo se dice...?
–¿Los soportes de la familia?
–Exacto. Los soportes de la familia. Algunas emplean sus salarios en las vacaciones o en hacer
mejoras en su hogar, o simplemente ahorran.
–Sí, ya entiendo. Pero ¿qué quiere decir con esto?
–Bien –comentó triunfalmente–, ellas no reciben el salario en un sobre. Se les paga a través de
una cuenta corriente, normalmente de una caja postal o de ahorros.
–¿Usted se lo comunica al contable y él lo introduce en el ordenador?
–Así es –Oldbury sonrió al ver que se había explicado con claridad–. Es usted rápido, si me lo
permite.
–Por supuesto. –Wexford se sintió ligeramente sorprendido por el sencillo encanto de aquel
hombre–. Por lo tanto el contable podría inventar una mujer e introducir un nombre y una dirección
ficticios en el ordenador, ¿no es así? Su salario sería ingresado en una cuenta bancaria y el contable,
mejor, su cómplice, lo sacaría cuando quisiera.
–Eso –dijo Oldbury gravemente– sería un fraude.
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–En efecto, lo sería. Sin embargo, como ustedes guardan los registros, podemos verificar si se ha
cometido un fraude así.
–Claro que podemos. –El jefe de personal volvió a sonreír satisfecho y corrió hacia un fichero
cuyos cajones estaban abarrotados de documentos–. Nada más fácil. Guardamos registros durante
un año entero a partir del momento en que se van.
«Un año entero... y Hathall se despidió hace dieciocho meses», pensó Wexford. Aveney lo
acompañó a través de la factoría, donde Tom Jones estimulaba con su voz a las trabajadoras.
–John Oldbury es un buen psicólogo y se comporta de maravilla con la gente –dijo Aveney.
–Estoy convencido. Han sido ustedes muy amables. Les pido disculpas por las molestias
causadas.
La entrevista no había demostrado la teoría de Howard. Sin embargo, al no haber registros, ¿qué
se podía hacer? Si la investigación no hubiese sido secreta, si hubiese tenido hombres a su
disposición, podría haberlos mandado a investigar las cajas de ahorros de la zona, pero era secreta y
no tenía hombres. No obstante, ahora veía con claridad cómo lo habían podido hacer; la idea
procedió en primer lugar de Ángela; la cómplice entró en escena para personificar a la mujer que
Hathall había inventado y sacar dinero de las cuentas. Entonces... Hathall se encaprichó con esa
mujer hasta que Ángela se sintió celosa. De esa forma se explicaba la extremada soledad de los
Hathall, su vida enclaustrada, el dinero que les permitía cenar fuera y a Hathall comprar regalos a su
hija. Estuvieron juntos en el asunto hasta que Ángela comprendió que esa mujer era algo más que
una cómplice, más que una útil recaudadora de beneficios... ¿Qué hizo ella? Romper su relación y
amenazar con que si volvía a empezar les delataría a los dos. Eso significaría el final de la carrera
de Hathall. Habría puesto término al trabajo en Marcus Flower o en cualquier otro lugar relacionado
con la contabilidad. Por este motivo la asesinaron. Mataron a Ángela para estar juntos, y teniendo la
certeza de que en Kidd’s sólo guardan los registros durante un año, estarían siempre a salvo del
riesgo de ser descubiertos...
Wexford descendió en su coche por el camino de la factoría. En la entrada principal del recinto
industrial se cruzó con otro coche. Su conductor era un oficial de policía sin uniforme y su
acompañante el inspector jefe Jack Tejón Lovat, un hombrecillo de nariz respingona que llevaba
gafas con montura de oro. El coche aminoró la velocidad y Lovat bajó su ventanilla.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó Wexford.
–Mi trabajo –dijo sencillamente Lovat.
Lovat había recibido aquel apodo por tener tres tejones viviendo en su jardín. Wexford sabía que
era mejor no preguntar al jefe del distrito de Myringham su hobby. En ese tema era exagerado y
entusiasta. En todos los demás –aunque hacía su trabajo de manera ejemplar– era poco explícito.
Uno siempre obtenía por respuesta un «sí» o un «no», a menos que estuviese dispuesto a hablar de
cuadrúpedos plantígrados.
–Como no hay tejones por aquí –dijo Wexford sarcásticamente–, excepto quizá artificiales, sólo
te preguntaré una cosa. ¿Está relacionada tu visita con un hombre llamado Robert Hathall?
–No –dijo Lovat. Sonriendo ligeramente, saludó con la mano y ordenó al conductor que
continuara.

De no ser por sus industrias, Toxborough se habría convertido en un pequeño pueblo medio
desierto con una población de edad avanzada. La industria había traído comercio, carreteras,
fealdad, un centro social, un campo de deportes y una hacienda municipal. Ésta se hallaba
atravesada por una ancha carretera llamada Maynnot Way, donde las farolas reemplazaban a los
árboles, y cuyo nombre procedía de la única casa antigua que aún quedaba, Maynnot Hall.
Wexford, que no pasaba por allí desde hacía diez años, cuando el ladrillo y el hormigón empezaron
a extenderse por los verdes campos de Toxborough, sabía que en alguna parte, no muy lejos de allí,
había una caja de ahorros. En el segundo cruce giró a la izquierda, introduciéndose en la avenida
Queen Elizabeth, allí estaba, entre la agencia de apuestas hípicas y una tienda de alfombras.
El gerente, un hombre de gestos pomposos, reaccionó de mal talante ante las preguntas de
Wexford.

70
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Dejarle ver nuestros libros? No sin una orden judicial.


–De acuerdo, pero contésteme a esto: si dejan de entrar pagos en una cuenta y está vacía o casi
vacía, ¿escriben al titular para preguntarle si la quiere cancelar?
–Ya no lo hacemos. Si alguien sólo tiene quince peniques en una cuenta, no se va a gastar el
dinero en un sello para decirnos si quiere cancelarla, y tampoco se gastará cinco peniques en el
autobús para venir aquí. ¿Entiende?
–¿Podría comprobar si hay cuentas de mujeres que no hayan hecho reintegros ni retiradas
desde... abril o mayo del año pasado? Y si las hay, ¿podría contactar con sus titulares?
–No –dijo firmemente el gerente–, a menos que sea un asunto oficial. No dispongo del personal
suficiente.
Mientras salía del banco, Wexford pensó que él tampoco lo tenía. Sin personal, sin fondos, sin
ayuda, y todavía sin nada, excepto sus «impresiones» con que convencer a Griswold de que valía la
pena seguir en el caso. Kidd’s poseía una nómina, y Hathall había retirado dinero de ésta a través de
cuentas de mujeres inexistentes. Pensándolo bien, la comisaría de policía de Kingsmarkham
disponía de una buena caja y él, Wexford, podría retirar dinero de forma similar. Había tantas
razones para sospechar de este último caso como del primero, y así es como lo consideraría el
comisario jefe.
–Otra cosa descartada –le comentó esa noche a su sobrino–. Pero ahora entiendo cómo pasó
todo. Los Hathall y una cómplice realizaron el fraude durante dos años. El reparto del botín tuvo
lugar en Bury Cottage. Entonces, Hathall consigue su nuevo trabajo y ya no tiene necesidad de
continuar con el fraude de la nómina. La otra mujer debía desaparecer de la escena, pero no lo hace
porque Hathall se ha enamorado de ella y quiere seguir viéndola. Puedes imaginar la cólera de
Ángela, era su idea, ella lo planteó. Así que le dice a Hathall que la abandone o lo contará todo,
pero Hathall no puede. Le hace creer a Ángela que la ha dejado y todo parece ir bien entre ellos dos,
hasta que Ángela le pide a su suegra que pase unos días con ellos y limpia la casa para
impresionarla. Por la tarde, Ángela recoge a su rival, tal vez para liquidar el asunto de una vez por
todas. La otra mujer la estrangula como habían planeado, pero deja esa huella en el cuarto de baño.
–Admirable –dijo Howard–. Estoy seguro de que fue así.
–¿Y de qué me sirve? Puede que vuelva a casa mañana. ¿Vendréis a vernos por Navidad?
Howard le dio una palmadita en el hombro como el día que le prometió que vigilaría a Hathall.
–Las navidades incluyen dos semanas de vacaciones. Seguiré vigilando cada tarde libre que
tenga.
En cualquier caso, no hubo más convocatorias de Griswold. No pasaron muchas más cosas en
Kingsmarkham durante su ausencia. Habían robado en la casa del presidente de la cámara rural.
También fueron robados seis televisores en color de una empresa de alquiler de televisores de High
Street. Habían aceptado al hijo de Burden en la Universidad de Reading, siempre y cuando superase
satisfactoriamente sus exámenes de selectividad. La casa de Nancy Lake había sido vendida por
veinticinco mil libras. Unos comentaban que se trasladaba a Londres, otros que se marchaba al
extranjero. El sargento Martin decoró el vestíbulo de la comisaría con tiras de papel y recortes
móviles de ángeles voladores que el comisario jefe mandó quitar de inmediato porque, según él,
empañaban la dignidad de Mid-Sussex.
–Es curioso que no protestase, ¿no?
–Por suerte para ti. –Burden, se sentía más tranquilo con sus nuevas gafas y parecía más grave y
puritano que nunca. Aspirando aire con cierta exasperación, dijo–: Debes dejar eso, ¿sabes?
–¿Que debo dejarlo? Burden, Burden, no debes decir a un inspector jefe lo que debe hacer. Hubo
un tiempo en que me llamabas «señor»
–Y fuiste tú quien me dijo que dejara de hacerlo, ¿recuerdas?
Wexford se rió.
–Vamos al Carrusel a comer algo y te explicaré qué es lo que debo dejar.
Antonio se mostró encantado de volver a verlo y le ofreció la especialidad de la casa: moussaka.
–Creía que eso era griego.
–Los griegos –dijo Antonio– nos lo copiaron a nosotros.

71
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Lo contrario de lo que suele ocurrir normalmente. ¡Qué interesante! Lo probaré, Antonio. Y
tarta de carne, para el señor Burden. ¿He adelgazado, Mike?
–Te has de cuidar más.
–No he probado una comida decente en quince días, siempre detrás de ese maldito Hathall. –
Wexford se lo contó mientras comían–. ¿Lo crees ahora?
–Oh, no lo sé. No paras de pensar en ello, ¿verdad? Mi hija me contó el otro día algo que le
habían explicado en el colegio. Era sobre Galileo. Le hicieron retractarse por afirmar que la Tierra
se movía alrededor del Sol, pero no renunció a su idea y, en su lecho de muerte, sus últimas
palabras fueron: «Y sin embargo, se mueve.»
–Ya lo había oído. ¿Qué estás intentando demostrar? Él tenía razón. La Tierra da vueltas
alrededor del Sol. Y en mi lecho de muerte, diré: «Y sin embargo, lo hizo.» –Wexford suspiró. Era
inútil. Mejor cambiar de tema–. Vi al viejo Tejón la semana pasada, tan reservado como siempre.
¿Encontró a su chica desaparecida?
–Está poniendo patas arriba todo el barrio antiguo de Myringham.
–¿Hasta ese punto ha desaparecido?
Burden echó un vistazo receloso a la moussaka de Wexford y la olió desconfiadamente. Luego
se comió su propia tarta de carne.
–Cree con bastante seguridad que está muerta y ha detenido al marido.
–¿Cómo, por asesinato?
–No, no sin el cuerpo. El tipo tiene antecedentes y lo está reteniendo por haber robado en una
tienda.
–¡Cielos! –explotó Wexford–. Los hay con suerte.
Sus ojos se cruzaron con los de Burden, y el inspector le echó esa clase de mirada que se dirige a
un amigo cuando uno empieza a dudar de su equilibrio mental. Wexford no dijo nada más,
rompiendo el silencio para preguntar por los éxitos y perspectivas del joven John Burden. Pero al
levantarse para salir, y tras felicitar a Antonio por la comida que les había servido, Wexford
comentó:
–Cuando me retire o me muera, ¿le pondrás mi nombre a un plato tuyo? El italiano se santiguó.
–No hay que hablar de esas cosas, pero sí, lo haré. ¿Lasaña Wexford?
–Lasaña Galileo. –Wexford rió ante el desconcierto del cocinero–. Suena más latino –añadió.
Las tiendas de High Street tenían los escaparates llenos de cintas doradas y el gran cedro que
había frente al pub Dragón tenía las ramas plagadas de bombillas naranjas, verdes, rojas y azules.
En el escaparate de la juguetería, un Papá Noel de cartón piedra y algodón asentía y sonreía ante
una audiencia de niños que tenían las narices pegadas al cristal.
–Doce días más de compras antes de Navidad –dijo Burden.
–Oh, cállate –añadió Wexford.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XVII
Una niebla grisácea se hallaba suspendida sobre el río impidiendo la visión de la otra orilla,
ocultando los sauces entre velos de vapor, borrando el color de los cedros y de los bosques sin
hojas, de tal manera que parecía el paisaje de una fotografía desenfocada en blanco y negro. En este
margen del río, las casas del barrio antiguo dormitaban en la helada neblina, con todas las ventanas
cerradas y los árboles de los jardines completamente inmóviles. El único movimiento era el de las
gotas de agua cayendo suave y lentamente de las delgadas puntas de las ramas. Hacía un frío atroz.
Mientras Wexford paseaba por St. Luke y Church House, le pareció maravilloso que allá arriba, por
encima de las capas de nubes y de la neblina, hubiese un sol resplandeciente aunque distante.
Quedaba ya poco para que llegara el día más corto y la noche más larga. Sólo faltaban unos días
para el solsticio, el momento en que el sol alcanza su límite más extremo en esa parte de la Tierra,
aunque quizá debería decir, teniendo en cuenta las palabras de Burden del día anterior, el momento
en que el suelo que pisaba se hubiese movido hasta el límite más extremo desde el sol...
Vio los coches y furgonetas de la policía en River Lane antes de reconocer a alguno de los
hombres que lo habían conducido hasta allí o alguna señal que indicara sus intenciones. Estaban
aparcados a lo largo de la calle, frente a la hilera de casas casi abandonadas cuyos dueños habían
permitido que las habitasen temporalmente personas desesperadas y sin hogar. En todos los lugares,
donde el cristal e incluso el marco de alguna ventana antigua habían desaparecido, la cavidad estaba
remendada por una lámina de plástico. En otras ventanas colgaban colchas, sacos, trapos y papel de
embalar rasgado y empapado de agua. Sin embargo, no había ocupantes ilegales, pues el invierno y
la humedad que procedía del río los había obligado a buscar otros alojamientos. Las casas antiguas,
muchísimo más bellas, incluso ahora, que cualquier terraza moderna, aguardaban con el frío nuevos
ocupantes o compradores. Eran antiguas, casi inmortales. Nadie podía destruirlas. Todo lo que
podría pasarles era la lenta desintegración hasta la más extrema decadencia.
Un callejón conducía, entre paredes de ladrillo, hasta los jardines que se habían convertido en
vertederos de basura, infestados de ratas hasta la orilla del río. Wexford se fue haciendo camino por
este callejón hasta llegar a un punto donde la pared se había derrumbado, dejando un espacio vacío.
Un joven sargento de policía, con una pala en las manos, se colocó frente a él:
–Lo siento, señor. No se permite entrar aquí.
–¿No me conoce, Hutton?
El sargento miró con mayor detenimiento y, dando un paso atrás, dijo:
–Usted es el señor Wexford, ¿verdad? Le pido disculpas, señor.
Wexford le comentó que no tenía importancia y preguntó dónde podía encontrar al inspector
Lovat.
–Allí abajo, donde están cavando, señor. Al fondo a la derecha.
–¿Están buscando el cadáver de esa mujer?
–El de la señora Morag Grey. Ella y su marido ocuparon una de estas casas hace dos veranos. El
señor Lovat cree que el marido la pudo haber enterrado en este jardín.
–¿Vivían aquí? –Wexford miró hacia el aguilón hundido, apuntalado con una viga de madera. El
yeso se había desconchado por diferentes sitios, dejando entrever los manojos de zarzos con que
había sido construida la casa hacía cuatrocientos años. Un portal abierto revelaba las paredes
interiores que, delgadas y empapadas de agua, eran como las de una cueva que invade diariamente
el mar.
–No se debe de estar tan mal en verano –dijo Hutton a modo de disculpa–, y ellos no pasaron
aquí más de dos meses.
Una gran maraña de arbustos que ocultaban un sinfín de latas vacías y papel mojado, señalaba el
final del jardín. Había cuatro hombres cavando y habían apilado grandes montones de tierra contra
la pared del río. Lovat, sentado frente a esa pared, con el cuello del abrigo levantado y un cigarrillo
mojado pegado a su labio inferior, los iba observando inescrutablemente.
–¿Qué te hace pensar que se halla enterrada aquí?
–En alguna parte debe de estar. –Lovat no se mostró sorprendido por su llegada. Extendió otra
hoja de periódico junto a la pared para que se sentase–. Un día desagradable –comentó.
73
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Crees que el marido la mató? –Wexford sabía que era inútil hacerle preguntas. Se tenía que
afirmar y esperar a que Lovat se mostrase de acuerdo o en desacuerdo–. Lo has detenido, acusado
de robar en una tienda, sin embargo, no posees ningún cuerpo, sólo una mujer desaparecida.
Alguien debe de habértelo hecho tomar en serio, y no es Grey.
–Su madre –dijo Lovat.
–Ya entiendo. Todos pensaban que se había marchado a casa de su madre, y ésta que se
encontraba en algún otro sitio. Grey tiene antecedentes, quizá vivía con otra mujer y dijo una sarta
de mentiras. ¿Tengo razón?
–Sí.
Wexford pensó que había cumplido con su deber. Era una lástima saber tan poco de tejones, pues
aún estaba menos interesado en ellos que en el caso Grey. La humedad se introducía por su ropa,
helándole todo el cuerpo.
–Tejón –dijo–, ¿quieres hacerme un favor? La mayoría de la gente, cuando se le hace esta
pregunta, responde que depende del favor. Sin embargo, Lovat poseía virtudes que contrarrestaban
su taciturnidad. Sacó otro cigarrillo arrugado de su paquete mojado.
–Sí –dijo sencillamente.
–¿Conoces a ese tal Hathall del que ando detrás? Creo que cometió un fraude con la nómina
cuando trabajaba para Kidd’s, en Toxborough, por eso me encontraba allí cuando nos vimos el otro
día. Pero no tengo autoridad para actuar. Estoy casi seguro de que sucedió así... –Wexford se lo
explicó–. ¿Puedes mandar que pase alguien por las cajas de ahorros para indagar si existen esas
cuentas falsas? Tejón, sólo tengo diez días.
Lovat no preguntó por qué tenía tan poco tiempo. Limpió sus gafas del vapor de la neblina y
volvió a ponérselas sobre su nariz sonrojada y respingona. Sin mirar a Wexford ni mostrar el
mínimo interés, fijó la vista sobre sus hombros y añadió:
–De un modo u otro siempre guardo una relación con las excavaciones.
Wexford no respondió. En ese momento no podía demostrar mucho entusiasmo por el sermón de
la Liga Contra los Deportes Crueles. Tampoco repitió su petición, pues sólo hubiera conseguido
molestar a Lovat, sino que permaneció sentado en silencio soportando el frío mientras escuchaba el
ruido que hacían las palas al chocar con la tierra. Latas y cartones empapados de agua se
amontonaban en la tierra húmeda. ¿Habría un cadáver ahí abajo? En cualquier momento, una pala
podía revelar, en lugar de un terrón de argamasa o más raíces, una mano blanquecina. Los vahos se
hacían más densos sobre el agua casi estancada. Lovat tiró su cigarrillo a uno de los charcos.
–Lo haré –respondió.
Fue un alivio alejarse del río y de su miasma –de la cual se pensaba en tiempos remotos que era
el origen de alguna enfermedad– y se dirigió hacia la parte elegante del barrio antiguo donde había
aparcado su coche. Conectó el limpiaparabrisas cuando vio a Nancy Lake. Se hubiera preguntado
qué estaba haciendo allí de no haberse metido en ese momento en una pequeña panadería, conocida
por su pan y sus pasteles caseros.
Había transcurrido más de un año desde que la vio por última vez, y casi había olvidado la
sensación que sintió entonces: la respiración entrecortada, el leve temblor en el corazón... Volvió a
sentirlo de nuevo mientras se iba cerrando la puerta tras ella, cuando la vio desaparecer entre el
resplandor anaranjado de la tienda.
Aunque estaba temblando –su aliento surgía como el humo a causa del frío–, la esperó allí, junto
al bordillo. Cuando ella salió le dedicó una de sus dulces sonrisas.
–¡Señor Wexford! Esto está repleto de policías, pero no le esperaba a usted.
–Yo también soy policía. ¿Me permite acompañarla a Kingsmarkham?
–Muchas gracias, pero todavía no he de volver. –Llevaba un abrigo de piel de chinchilla que
brillaba a causa de las gotas de agua. El frío, que agarrotaba la cara de los demás, daba color a la
suya y brillo a sus ojos–. Pero entraré en su coche cinco minutos, ¿de acuerdo?
Alguien, pensó Wexford, debería inventar la forma de calentar un coche mientras el motor está
apagado. Nancy Lake, sin embargo, no parecía sentir el frío. Se inclinó hacia él con la alegría y
vitalidad de una mujer joven.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Compartimos un pastel de nata?


Él meneó la cabeza.
–No, eso engorda.
–¡Pero si está muy delgado!
Sabiendo que no debía volver a caer, que estaba coqueteando de nuevo con él, la miró a sus
resplandecientes ojos y comentó:
–Siempre me está diciendo lo que no me ha dicho ninguna mujer desde que era joven.
Ella comenzó a reír.
–No siempre. ¿Cómo puede decir eso si no lo veo casi nunca? –Empezó a comer el pastel. Era la
clase de pastel que nadie intentaría comer sin un plato, un tenedor y una servilleta. Consiguió
hacerlo sólo con los dedos, rescatando con su sonrojada lengua motas de nata de los labios–. He
vendido mi casa –dijo–. Me traslado el día de Nochebuena.
El día de Nochebuena...
–Dicen que se marcha al extranjero.
–¿Eso dicen? Han estado diciendo cosas de mí desde hace veinte años y la mayoría ha sido una
distorsión de la verdad. ¿Dicen también que mi sueño, al fin, se ha hecho realidad? –Terminó el
pastel, chupándose los dedos con delicadeza–. Ahora he de irme. Una vez, oh, parece que hubiesen
pasado años, le pedí que viniese a tomar el té conmigo.
–Así es –contestó él.
–¿Y vendrá? Digamos... el próximo viernes. –Cuando él asintió, Nancy comentó–: nos
acabaremos la mermelada de ciruela. Hasta el viernes, pues.
–Hasta el viernes. –Era ridículo, ese sentimiento de emoción. «¡Estás viejo! –se dijo
severamente–. Ella quiere obsequiarte con mermelada de ciruelas y explicarte la historia de su vida;
eso es lo único que faltaba.» La vio alejarse hasta que su abrigo de piel se confundió en la niebla del
río y desapareció.

–No puedo seguirlo en el metro, Reg. Lo he intentado ya tres veces, pero cada noche hay más
gente comprando regalos de Navidad –dijo Howard.
–Me lo imagino –añadió Wexford, que sentía que no quería volver a oír la palabra «Navidad».
Era más consciente de las presiones festivas de esos días de lo que lo había sido en el pasado. ¿Era
acaso distinto de otros años? ¿O era simplemente que veía cada felicitación que le pasaban por
debajo de la puerta, cada señal de las celebraciones que llegaban, como una amenaza de fracaso?
Había una amarga ironía en el hecho de que este año se dispusieran a invitar más gente de lo
habitual: sus dos hijas, su yerno, sus dos sobrinos, Howard y Denise, y Burden y sus hijos. Dora ya
había empezado la decoración navideña. Tenía que encogerse en su asiento, con el teléfono sobre
las rodillas, para evitar meter la cara en el enorme acebo que colgaba por encima de su escritorio.
–Esto parece ser el fin, ¿no? –dijo–. Déjalo, se acabó. Puede que salga algo del asunto de la
nómina. Es mi última esperanza.
Howard pareció indignarse.
–No he dicho que pensase dejarlo. Sólo quería decir que no puedo continuar haciéndolo así.
–¿Qué otra forma hay?
–¿Por qué no intentar seguirlo desde el otro extremo?
–¿El otro extremo?
–Anoche, después de perderle en el metro, subí hasta Dartmeet Avenue. Supuse que se quedaría
con ella algunas noches, pero no siempre lo hace. Si lo hiciese, no tendría sentido seguir pagando su
habitación. Ayer no pasó allí la noche, Reg. Volvió a su casa en el último autobús 28. Por ello
pensé: ¿por qué no coger yo también ese último autobús?
–Debo de estar perdiendo facultades –comentó Wexford–, pero no veo a dónde quieres llegar.
–Te lo diré. Hathall se subirá en la parada más próxima a la casa de ella, ¿verdad? Una vez que
la encuentre podré esperar la noche siguiente desde las cinco y media en adelante. Si viene en
autobús podré seguirlo; si viene en metro será más difícil, pero todavía quedan posibilidades.
Kilburn Park, Great Western Road, Pembridge Road, Church Street... Wexford suspiró.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Hay docenas de paradas –dijo.


–No en Notting Hill. Y tiene que ser en Notting Hill, recuerda. El último autobús 28 cruza
Notting Hill Gate a las once menos diez. Mañana por la noche lo estaré esperando en Church Street.
Me quedan seis tardes, Reg, seis tardes de vigilancia antes de Navidad.
–Tendrás la pechuga del pavo –dijo su tío– y la moneda de veinticinco peniques del pudín.1
Mientras colgaba el teléfono, sonó el timbre de la puerta y oyó las agudas voces de los jóvenes
cantando villancicos:
–Que Dios os dé reposo, que nada os desanime...

1
En Inglaterra, en el pudín de Navidad se suele poner una moneda de veinticinco peniques. (N. del T.)
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XVIII
Pasaron el lunes y el martes de la semana anterior a la Navidad y no llegaban noticias de Lovat.
Probablemente estaba demasiado ocupado en el caso de Morag Grey, y eso no le permitía hacer
muchos más esfuerzos. No había encontrado el cuerpo de la mujer, y su marido, detenido durante
una semana, iba a comparecer en el juzgado por el cargo de robo en una tienda. Wexford telefoneó
a la comisaría de Myringham el martes por la tarde. Era el día libre del señor Lovat, le explicó el
sargento Hutton, y tampoco le encontraría en su casa, pues había asistido a algo así como la
convención de la Sociedad de Amigos del Tejón Británico.
No era el miedo lo que impedía a Wexford llamar a su sobrino al no recibir noticias suyas. No se
debe agobiar a alguien que te está haciendo el enorme favor de renunciar a todo su tiempo libre para
satisfacer tu obsesión: la persecución de tu quimera. Lo mejor era dejarlo solo y esperar. Wexford
buscó la palabra quimera en el diccionario. La definía como un monstruo, un espectro, un objeto de
concepción imaginaria. Objeto de concepción imaginaria... Hathall era de carne y hueso, pero ¿y la
mujer? Sólo Howard la había visto en una ocasión, y ni siquiera estaba en condiciones de jurar que
Hathall –el monstruo, el espectro– fuera su acompañante. «Que nada te desanime», pensó Wexford.
Alguien había dejado la huella de su mano, y esos cabellos oscuros en el suelo del dormitorio de
Ángela.
Aunque las posibilidades de atraparla a ella eran ahora remotas, y más aún cada día que pasaba,
todavía deseaba saber cómo había ocurrido, atar los cabos que quedaban sueltos. Quería saber
dónde la había conocido Hathall. Tal vez en la calle, o en un pub, como había sugerido Howard una
vez; o quizá ella era una amiga de Ángela de la época de Londres, antes de que a Hathall le
presentasen la que sería su segunda mujer en la fiesta de Finchley. Con toda probabilidad ella debía
de haber vivido cerca de Toxborough o de Myringham si su trabajo consistía en retirar el dinero de
esas cuentas. ¿O había compartido la tarea con Ángela? Hathall sólo había trabajado a media
jornada en Kidd’s. En sus días libres, Ángela podía haber utilizado el coche para ir a cobrar.
Además, estaba el libro sobre lenguas célticas, otra extraña pista en el caso que ni siquiera había
empezado a explicarse. Las lenguas célticas guardan una relación bastante estrecha con la
arqueología, pero Ángela no había demostrado interés por ellas mientras trabajaba en la biblioteca
de la Liga Nacional de Arqueología. Si el libro no era relevante, entonces ¿por qué Hathall se
trastornó tanto al verlo en sus manos?
Sin embargo, fuera lo que fuera lo que pudiese deducir del minucioso examen de esos hechos, de
la ordenación de datos aparentemente sin relación entre sí y de su intento de establecer un vínculo,
lo realmente importante era detener a Hathall antes de que abandonara el país, lo que dependía
ahora de encontrar pruebas sobre aquel fraude. Reunir las piezas del rompecabezas y construir una
imagen definida de su quimera podría retrasarse hasta ser demasiado tarde y Hathall haber huido.
Eso, pensó amargamente, le serviría de entretenimiento para las largas noches del Año Nuevo.
Como no había recibido todavía noticias de Lovat el miércoles por la mañana, se fue a Myringham,
a su oficina. Llegó a las diez. El señor Lovat, le dijeron, está en el juzgado y no se le espera antes de
la hora de la comida.
Wexford se abrió paso por el centro comercial de Myringham, subiendo escaleras de hormigón,
ascendiendo y descendiendo escaleras mecánicas –rodeado de luces con forma de margaritas
amarillas y rojas–, hasta que llegó por fin al juzgado. La galería pública se hallaba casi vacía. Se
deslizó hasta su asiento, buscó a Lovat con la mirada y lo encontró sentado en la parte frontal, casi
bajo el estrado.
En el banquillo de los acusados había un hombre larguirucho de unos treinta años que, según el
abogado que lo representaba, era Richard George Grey, sin domicilio fijo. Era el marido de Morag.
No era de extrañar que Lovat se sintiese tan ansioso. Wexford, sin embargo, no tardó en darse
cuenta de que el cargo de robo de una tienda que recaía sobre él estaba basado en pruebas muy
frágiles. La policía, evidentemente, quería que lo encarcelaran, lo cual parecía poco probable. El
abogado de Grey, un hombre joven, afable y educado, estaba haciendo lo que podía por su cliente,
un esfuerzo que disgustaba a Lovat. Con una extraña Schadenfreude, Wexford deseó que liberaran a

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Grey. ¿Por qué tenía que ser Lovat el afortunado, capaz de retener a un hombre hasta reunir pruebas
suficientes para acusarlo del asesinato de su mujer?
–Y así apreciarán, sus señorías, que mi cliente ha sufrido una serie de graves infortunios. Aunque
no tiene la obligación de divulgar condenas anteriores, él desea hacerlo así, consciente, sin duda
alguna, de lo trivial que encontrarán su única condena. ¿Y en qué consiste esa única condena?
Consiste, sus señorías, en haber estado en libertad condicional por habérsele encontrado en un
recinto cerrado a la tierna edad de diecisiete años.
Wexford se apartó un poco para permitir la entrada de dos mujeres mayores que llevaban bolsas
de la compra. La expresión de éstas era ávida y parecían encontrarse como en su casa. Este
entretenimiento, pensó, era gratuito, matutino, con los auténticos ingredientes de la vida real, tres
ventajas que tenía sobre el cine. Saboreando el desconcierto de Lovat, escuchó lo que seguía
diciendo el abogado.
–Aparte de eso, ¿cuáles son sus proclividades delictivas? Ah, sí, es cierto que se encontró en la
miseria y sin abrigo, se vio obligado a refugiarse en una casa abandonada cuyo propietario legal no
utilizaba y que fue clasificada como «no apta para vivienda». Pero esto, como bien saben sus
señorías, no es ningún delito. Ni siquiera constituye, como queda reflejado en la ley desde hace
seiscientos años, entrada ilegal. Es cierto también que fue despedido por su anterior jefe (él lo
admite con franqueza, aunque no se presentaron cargos) por apropiarse de la escasa suma de dos
libras y media. Como resultado, se vio obligado a dejar su piso de Maynnot Hall, Toxborough, y
como consecuencia todavía más grave fue abandonado por su mujer, dado que se negaba a convivir
con un hombre cuya honradez no estaba libre de mancha. Esta señora, cuyo paradero actual es
desconocido y cuya huida ha provocado una profunda desolación a mi cliente, parece tener algo en
común con la policía de Myringham, concretamente el hecho de golpear a un hombre cuando ha
fracasado...
Siguió hablando con el mismo estilo. Wexford lo habría encontrado menos aburrido, pensó, si
hubiese oído algo más sobre las pruebas tangibles y menos sobre los alegatos abstractos. Sin
embargo, las pruebas debían de ser poco convincentes, así como la identificación de Grey, pues los
magistrados regresaron a los tres minutos para dar por finalizado el caso. Lovat se levantó
disgustado y Wexford trató de seguirlo. Sus vecinas protestaron al tener que mover sus bolsas de la
compra; una multitud de gente se hallaba fuera del juzgado –una serie de testigos iba a comparecer
en un caso de agresión–, y cuando la hubo atravesado, Lovat desapareció en su coche, y no para
dirigirse a la comisaría.
Bien, se encontraba a veinticinco kilómetros más cerca que al norte de Kingsmarkham... ¿Por
qué desperdiciar la ocasión? ¿Por qué no ir al norte de Londres a hablar por última vez con Eileen
Hathall? Las cosas difícilmente se estropearían más, y tal vez podrían mejorar. ¿Cómo se sentiría si
ella le dijese que la emigración de Hathall había sido pospuesta, que se iba a quedar entre una o dos
semanas más en Londres?
Mientras atravesaba Toxborough, por la carretera que le conducía a Maynnot Way, le asaltó un
recuerdo en alguna parte de su cerebro. Richard y Morag Grey habían vivido allí una vez, quizá
habían servido en Maynnot Hall... pero no era eso. Sin embargo, era algo relacionado con lo que
había dicho el joven abogado. Trató de desmenuzar el caso, e imaginó a Hathall y su entorno como
un paisaje con figuras. Tantos lugares y tantas figuras... De todas las personas que había encontrado
u oído, una había sido aludida por el abogado en su dramático discurso ante el estrado, pero no se
había mencionado ningún nombre aparte del de Grey... sí, el de su mujer. ¡La mujer desaparecida!,
eso era. «Abandonado por su mujer pues se negaba a convivir con un hombre cuya honradez no se
hallaba libre de mancha.» Pero ¿a qué le recordaba eso? Unas semanas atrás, quizá unos meses o
incluso un año, alguien le había hablado de una mujer que valoraba de un modo especial la
honradez. El problema era que no tenía la más mínima idea de quién podía haber sido esa persona.
No le supuso un gran esfuerzo reconocer a la invitada de Eileen Hathall. Wexford no había visto
a la anciana señora Hathall desde hacía quince meses y se sorprendió un poco al encontrarla allí. La
ex mujer no le informaría de su visita a su ex marido, pero la madre, muy probablemente, sí lo
haría. ¿Qué más daba? Ya había dejado de importarle. Hathall abandonaba el país en cinco días. Un

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

hombre que huye de su país para siempre no tiene tiempo para pequeñas venganzas y precauciones
innecesarias.
Al parecer, la señora Hathall, que estaba sentada a la mesa tomándose una taza de té después de
comer, no interpretó correctamente la causa de su visita. Este engorroso policía visitó una casa
donde ella estuvo anteriormente y ahora estaba visitándola de nuevo al mismo tiempo que ella. En
las demás ocasiones buscaba a su hijo, por consiguiente...
–No lo encontrará aquí –dijo con voz ronca y un deje norteño–. Está atareado preparándose para
ir a vivir al extranjero.
Eileen se encontró con su mirada inquisitiva.
–Pasó anoche por aquí para despedirse –dijo. Su voz era tranquila, casi complaciente. Wexford,
mirándolas a las dos, comprendió lo que les pasaba. Hathall, mientras vivía en Inglaterra, había sido
para cada una de ellas una fuente de amargura constante, provocando en la madre una necesidad de
reñir y de agobiar a los demás, y en su ex mujer, rencor y humillación. Cuando Hathall se hubiese
ido y se encontrase tan lejos como si estuviera muerto, ellas quedarían en paz. Eileen casi tomaría el
estatus de viuda y la anciana dispondría de una razón respetable –la educación de su nieta– para la
separación de su hijo y de su nuera.
–¿Se marcha el lunes?
La anciana señora Hathall asintió con cierto orgullo.
–No crea que lo volveremos a ver. –Acabó su té, se levantó y empezó a despejar la mesa. En
cuanto se acaba una comida se limpia la mesa. Ésa era la regla. Wexford la vio levantar la tapa de la
tetera y contemplar su contenido con irritada expresión, como si lamentase desperdiciar dos dedos
de té. Indicó con gestos a Eileen que quedaba más, si quería. Ésta meneó la cabeza y la señora
Hathall se llevó la tetera. No pareció ocurrírseles que a Wexford le podía apetecer tomar un poco de
té, o que al menos podían ofrecerle la posibilidad de rechazarlo. Eileen esperó hasta que su suegra
hubo abandonado la habitación.
–Así me libro de él –comentó–. No volverá por aquí, estoy segura. He pasado sin él cinco años y
puedo pasar el resto de mi vida. Por lo que a mí se refiere, es preferible que desaparezca.
Wexford así lo había supuesto. En estos momentos ella podía imaginar que lo había echado, que
ahora que Ángela no estaba podía haberlo acompañado a Brasil, de haberlo deseado.
–Mamá y yo –añadió, echando una ojeada a la desnuda habitación, sin un solo adorno de
Navidad–. Mamá y yo pasaremos solas unas tranquilas navidades. Mañana se va Rosemary a casa
de su amiga francesa con la que se cartea y no volverá hasta que empiece de nuevo el colegio. Será
agradable y tranquilo las dos solas.
Wexford casi se puso a temblar. La afinidad entre esas dos mujeres le asustaba. ¿Se había casado
Eileen con Hathall porque eso le proporcionaría la madre que deseaba? ¿Había elegido la señora
Hathall a Eileen para su hijo porque era la hija que necesitaba?
–Mamá se está planteando venir a vivir aquí conmigo –comentó mientras la anciana regresaba
con un andar pesado–. Es decir, cuando Rosemary vaya a la universidad. No tiene sentido estar
pagando dos casas, ¿verdad?
Una mujer más cálida, más cariñosa, podría haber reaccionado sonriendo o cogiendo de la mano
a esa nuera ideal.
Los pequeños y fríos ojos de la señora Hathall expresaron su aprobación, descansando
brevemente sobre el rostro hinchado y el cabello ondulado de su nuera, mientras su boca, torcida
hacia abajo por los lados, mostraba una especie de decepción por algo que ella no tenía la culpa.
–Ven conmigo, Eileen –dijo–. Tenemos que lavar los platos.
Ninguna de ellas acompañó a Wexford a la puerta. Cuando salía de debajo del toldo, que le
recordó a una estación provincial de ferrocarril, el coche que había sido de Hathall giró, con
Rosemary al volante. La cara, una versión inteligente de la de su abuela, pareció reconocerlo, sin
embargo no manifestó una amable expresión de saludo, no sonrió.
–He oído que te vas a Francia por Navidad.
Apagó el motor sin moverse.
–Recuerdo haberte oído decir –continuó él– que nunca habías estado fuera de Inglaterra.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Cierto.
–¿Ni siquiera aquel día en Francia con el colegio, señorita Hathall?
–Ah, eso –dijo con calma–. Aquél fue el día en que estrangularon a Ángela. –Hizo el gesto de
pasarse un dedo por la garganta–. Le dije a mi madre que iba con el colegio, pero no era cierto. Salí
con un chico. ¿Satisfecho?
–No del todo. Tú sabes conducir, hace dieciocho meses que sabes conducir. No te gustaba
Ángela y parecías llevarte bien con tu padre...
Ella le interrumpió bruscamente.
–¿Llevarme bien con él? No puedo soportar a ninguno de ellos. Mi madre es un vegetal y la vieja
es una vaca. Usted no sabe, nadie lo sabe, lo que me han hecho pasar. Siempre me están
presionando. –Sus palabras eran apasionadas pero no levantaba la voz–. Voy a marcharme este año
y no volveré a verlos. Esas dos pueden vivir juntas y un día se morirán y no las encontrarán durante
meses. –Alzó la mano para apartarse el cabello oscuro de la cara y él pudo ver el dedo, rosado y
suave–. ¿Satisfecho? –volvió a preguntar.
–Ahora sí.
–¿Yo, matar a Ángela? –Se echó a reír–. Primero mataría a otras personas, se lo aseguro.
¿Realmente pensaba que yo la maté?
–La verdad es que no –comentó Wexford–, pero estoy seguro de que podías haberlo hecho si lo
hubieras deseado.
Se sentía bastante satisfecho con esas últimas palabras y pensó en otros esprits d’escalier
mientras se alejaba en su coche. Sólo una vez se había confundido con un Hathall. Evidentemente,
podría haberle preguntado si había conocido en alguna ocasión a una mujer con una cicatriz en la
yema del dedo índice, pero consideraba que no podía pedir a una hija que traicionase a su padre. No
era un inquisidor medieval ni el pilar de un estado fascista.
Una vez en la comisaría de policía, llamó por teléfono a Lovat, quien, naturalmente, había salido
y no se le esperaba hasta el día siguiente. Howard no llamaba. Si había estado vigilando la noche
anterior lo había hecho en vano, pues Hathall se encontraba despidiéndose en Croydon.
Dora estaba haciendo el pastel de Navidad, colocando en el centro de un círculo blanco un Papá
Noel pintado y rodeándolo con petirrojos de yeso, adornos que salían cada año de los envoltorios de
papel de plata y que compraron cuando la hija mayor de Wexford era un bebé.
–¡Ahí está! ¿No es bonito?
–Precioso –contestó Wexford con tristeza.
Dora dijo con calculada frialdad:
–Me alegraré el día que ese hombre se vaya y vuelvas a ser tú mismo. –Cubrió el pastel y se
enjuagó las manos–. A propósito, ¿te acuerdas que una vez me preguntaste sobre una mujer llamada
Lake? La que dijiste que te recordaba a Jorge II.
–Yo no dije eso –comentó Wexford intranquilo.
–Pues algo así. Bueno, pensé que te interesaría saber que se va a casar con un hombre llamado
Somerset. Su mujer murió hace un par de meses. Supongo que algo estaba pasando durante años,
pero lo mantenían en secreto. Todo un misterio. Él no puede haberle prometido en su lecho de
muerte que tendría solamente amantes, ¿verdad? Oh, querido, me gustaría que mostrases algo de
interés y no tuvieras esa perpetua expresión de hastío.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XIX
El jueves era su día libre, no es que quisiese dar caza a Lovat –una buena metáfora, pensó, para
aplicar a un protector de la fauna–, pero no había razón para madrugar. Se durmió pensando en lo
tonto que había sido suponer que le gustaba a Nancy Lake, cuando iba a casarse con Somerset, y al
amanecer soñaba con Hathall. Esta vez era un sueño completamente absurdo en el que Hathall y la
mujer embarcaban en un autobús volante. El teléfono sonó junto a su cama despertándole
sobresaltado a las ocho.
–Pensé que era mejor hablar contigo antes de irme al trabajo –dijo Howard–. He encontrado la
parada del autobús, Reg.
Eso le despertó más que el timbre del teléfono.
–Cuéntame –dijo.
–Lo vi salir de Marcus Flower a las cinco y media y cuando se dirigió hacia la estación de Bond
Street supe que iría a casa de ella. Tuve que volver a mi casa un par de horas, pero a las diez y
media ya me encontraba en New King’s Road. ¡Dios mío, fue facilísimo! Todo salió mejor de lo
que esperaba.
»Me senté en uno de los asientos delanteros del piso inferior, el más cercano a la ventana. No
apareció ni en la parada de Church Street ni en la de Notting Hill Gate. Yo sabía que si tomaba ese
autobús tenía que ser pronto y de repente lo vi en la parada de Pembridge Road. Subió al piso de
arriba del autobús. Yo permanecí sentado hasta verlo bajar en West End Green y después –terminó
Howard triunfalmente–, fui hasta Golders Green desde donde me marché a casa en taxi.
–Howard, eres mi único aliado.
–Bueno, ya sabes lo que dijo Chesterton sobre eso... Estaré en la parada del autobús esta noche a
partir de las cinco y media y veremos qué pasa.
Wexford se puso su batín y bajó a consultar lo que había dicho Chesterton: «No hay palabras
para expresar el abismo entre el aislamiento y el tener un aliado. Puede concederse a los
matemáticos que dos y dos son cuatro. Pero dos no son dos veces uno; dos es dos mil veces uno...»
Se sentía bastante animado. Quizá no tema un equipo de hombres a su disposición, pero tenía a
Howard, el decidido, el hombre de confianza, el invencible, y juntos serían como dos mil. Dos mil
uno contando a Lovat. Tenía que bañarse, vestirse y marchar hacia Myringham cuanto antes.
El jefe de la policía de Myringham se encontraba allí, y con él el sargento Hutton.
–No hace mal día –dijo Lovat, mirando a través de sus pequeñas gafas el cielo blanco y nublado.
Wexford pensó que era mejor no decir nada sobre Richard Grey.
–¿Has hecho algo sobre el asunto de la nómina?
Lovat asintió lentamente, pero fue el sargento quien explicó los hechos.
–Encontramos una o dos cuentas que parecían sospechosas, señor. Tres, para ser exactos. Una en
la caja de ahorros de Toxborough, otra en Passingham St. John y otra aquí. Todas indicaban pagos
periódicos realizados por Kidd’s, y en todos los casos los pagos y las retiradas cesaron en marzo o
abril del año pasado. La cuenta de Myringham estaba a nombre de una mujer cuya dirección resultó
estar en una especie de pensión. La gente de allí no la recordaba y no hemos podido seguir su rastro.
La de Passingham tenía todo en regla. La mujer había trabajado en Kidd’s, lo dejó en marzo y no se
tomó la molestia de retirar los últimos treinta peniques de la cuenta.
–¿Y la cuenta de Toxborough?
–Ahí está la dificultad, señor. Está a nombre de una tal señora Mary Lewis y la dirección es de
Toxborough, pero la casa se halla cerrada y evidentemente no hay nadie. Los vecinos dicen que los
propietarios se llaman Kingsbury y no Lewis, pero han tenido inquilinos en estos últimos años y
uno de ellos podía apellidarse Lewis. Hemos de esperar a que vuelvan los Kingsbury.
–¿Saben los vecinos cuándo regresan?
–No –dijo Lovat.
A Wexford no le pareció muy probable que alguien se marchara la semana antes de Navidad y
no volviera hasta después. Su día libre se sucedía sin resultados. El año anterior decidió ser
paciente, pero había llegado el momento de empezar a contar las horas, más que los días que
quedaban, antes de la partida de Hathall. Cuatro días: noventa y seis horas. «Ése –pensó–, debe de
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

ser el único caso en que un número grande parece menor que uno pequeño.» Noventa y seis horas:
5.760 minutos. Sin duda transcurrirían en un abrir y cerrar de ojos...
Lo más frustrante era que debía de dejar pasar esas horas, esos miles de minutos, pues no había
nada que pudiese hacer personalmente. Sólo podía volver a casa y ayudar a Dora a colgar más tiras
de papel, arreglar los manojos de muérdago, plantar el árbol de Navidad en su maceta, especular
con ella sobre si el pavo era suficientemente pequeño para que cupiera en la parrilla del horno. El
viernes, cuando sólo quedaban setenta y dos horas (4.320 minutos), fue con Burden a la cantina de
la comisaría para celebrar la cena especial de Navidad. Hasta se puso un sombrero de papel y abrió
una bolsa de sorpresas con la policía Polly Davis.
Tenía por delante su cita en casa de Nancy Lake para tomar el té. Estuvo a punto de llamarla
para anularla, pero no lo hizo, diciéndose a sí mismo que quedaban un par de preguntas que ella le
podía responder y que era una forma tan buena como cualquier otra de consumir algunos de sus
cuatro mil y pico minutos. A las cuatro se encontraba ya en la Wool Lane, sin pensar en ella en
absoluto, tan sólo recordando que, ocho meses atrás, había pasado por allí con Howard, lleno de
esperanza, energía y determinación.
–Somos amantes desde hace diecinueve años –le explicó ella–. Llevaba cinco años casada y
había venido a vivir aquí con mi marido. Un día iba andando por el camino y vi a Mark. Se
encontraba en el jardín de su padre, recogiendo ciruelas. Lo llamamos el árbol milagroso porque fue
un milagro para los dos.
–La mermelada es muy buena.
–Sírvase más. –Ella le sonrió. La habitación en la que se encontraban no era como la de Eileen
Hathall y no había tantos adornos navideños. Sin embargo, no era árida ni estéril, tampoco fría. Por
todas partes se veían señales de un cuadro, un espejo o un adorno ausentes. Al observarla y
escucharla era fácil imaginar la belleza y el carácter de esos muebles empaquetados y listos para ser
trasladados a un nuevo hogar. Las cortinas de terciopelo azul oscuras seguían colgadas, tapando la
vidriera.
–¿Sabe –preguntó ella de pronto– lo que es estar enamorada y no tener un sitio donde hacer el
amor?
–Lo sé, por otros.
–Nos arreglábamos como podíamos. Mi marido se enteró y Mark no pudo volver a Wool Lane.
Intentábamos no vernos y a veces lo conseguíamos durante meses, pero nunca funcionó.
–¿Por qué no se casaron? Ninguno de los dos tenía hijos.
Ella cogió la taza vacía de Wexford y la volvió a llenar. Cuando se la pasó, le rozó con los dedos
y él sintió cómo se encendía en él algo parecido al ardor. «Sólo faltaba esto –pensó Wexford–,
además de esta maldita charla sobre sexo.»
–Mi marido murió –dijo ella–. Mark y yo íbamos a casarnos. Entonces su mujer enfermó y no
pudo dejarla. Era imposible.
Él no pudo evitar una nota burlona en su voz.
–Entonces se mantuvieron fieles y vivieron de esperanzas, ¿no?
–No, hubo otros... en mi caso. –Ella lo miró con seguridad al mismo tiempo que él se sentía
incapaz de devolverle la mirada–. Mark lo sabía pero nunca me culpó de ello. ¿Cómo podía
hacerlo? Ya se lo expliqué una vez, y me sentía como si fuera una distracción para él, le entretenía
cuando él podía alejarse del lecho de su mujer.
–¿Se refería a ella cuando me preguntó si estaba mal desear la muerte de otra persona?
–Claro. ¿A quién si no? ¿Pensó... pensó que estaba hablando de Ángela? –Su seriedad
desapareció y volvió a sonreír–. ¡Oh, Dios mío! ¿Quiere que le diga algo más? Hace dos años yo me
sentía muy aburrida y muy sola porque Gwen Somerset salió del hospital y no perdía de vista a
Mark, yo... hice insinuaciones a Robert Hathall. ¡Ahí va mi confesión! Él no las aceptó. Me
rechazó. No estoy acostumbrada –dijo con pomposidad burlona– a que me rechacen.
–Supongo que no. ¿Cree que soy ciego –dijo agriamente– o completamente idiota?
–Simplemente inaccesible. Si ha terminado, ¿por qué no pasamos a la otra habitación? Es más
cómoda... Todavía no me he despojado de todos mis vestigios.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Las dudas de Wexford estaban aclaradas, por lo que no había necesidad de preguntar dónde se
encontraba cuando Ángela murió o dónde estaba Somerset, ni de explorar acerca de los misterios de
ambos, que ya habían dejado de serlo. También podía despedirse e irse, pensó mientras cruzaba el
vestíbulo detrás de ella, siguiéndole hasta una habitación más cálida, de suaves texturas y colores
intensos, donde no se veían superficies frías, sino únicamente sedas fundiéndose en el terciopelo.
Antes de que cerrase la puerta, él extendió la mano con intención de iniciar un breve discurso de
agradecimiento y despedida, pero ella se la cogió entre las suyas.
–El lunes me habré ido –dijo ella, mirándole a la cara–. Los nuevos inquilinos están a punto de
trasladarse. No nos volveremos a ver, puedo prometerle eso, si lo desea.
Hasta entonces, él no estaba muy seguro de sus intenciones. Ahora ya no había duda.
–¿Por qué cree que yo quiero ser la última aventura de una mujer que vuelve a su primer amor?
–¿Es esto un cumplido?
–Soy un hombre viejo, y un viejo que se cree los cumplidos es patético.
Ella se ruborizó ligeramente.
–Yo pronto seré una mujer anciana. Podríamos ser patéticos los dos juntos. –Sonrió con
tristeza–. No se vaya todavía. Podemos... hablar. Aún no hemos hablado de verdad.
–No hemos hecho otra cosa que hablar –contestó Wexford sin irse. Se dejó llevar hasta el sofá y
se sentaron. Ella le habló de Somerset, de la mujer de Somerset y de los diecinueve años de secretos
y engaños. Apoyó su mano en la de él, y mientras Wexford se relajaba y la escuchaba, recordó la
primera vez que la cogió y lo que ella dijo cuando la retuvo unos segundos más. Al final los dos se
levantaron y él acercó la mano de ella a sus labios, diciéndole:
–Le deseo lo mejor. Espero que sea muy feliz.
–Tengo un poco de miedo, ¿sabe? ¿Cómo será después de tanto tiempo? ¿Entiende lo que quiero
decir?
–Desde luego. –Wexford hablaba suavemente, sin rabia, y cuando ella le pidió que tomasen algo
juntos, respondió–: beberé por usted y por su felicidad.
Ella lo abrazó y lo besó. Fue un beso impulsivo, ligero, terminó antes de que él pudiera
responder o resistirse. Se ausentó un momento de la habitación para traer las bebidas y las copas.
Wexford oyó sus pasos en el piso de arriba y trató de imaginársela cuando volviese. Tenía que
decidir qué hacer, si quedarse o irse. Si recoger las rosas del camino o comportarse como un
hombre de edad, soñando y respetando los votos de su matrimonio.
Por fin salió al vestíbulo. Por primera vez, la llamó por su nombre, y al acercarse al pie de las
escaleras la vio. La luz era suave y tenue, innecesariamente tenue, y ella se encontraba como él
había supuesto, como la había visto en su imaginación, pero mejor aún, mucho mejor que en sus
sueños.
La miró maravillado durante unos largos instantes. Sin embargo, ya había tomado una decisión.

Solamente los necios reflexionan sobre el pasado, arrepintiéndose de las ocasiones perdidas y
sintiendo nostalgia por el placer rechazado. Él no se arrepentía de nada, pues había hecho lo mismo
que habría hecho cualquier hombre de juicio en su situación. Había tomado esa decisión mientras
ella se encontraba fuera de la habitación y se había mantenido firme, bajo la confianza de que había
actuado según sus principios y procedido correctamente. No obstante, se sorprendió al descubrir
que era muy tarde cuando llegó a su casa, casi las ocho. Al recordar el paso del tiempo, volvió a
contar los minutos, sólo le quedaban unos 3.500. El rostro de Nancy se desvaneció. Entró en la
cocina donde Dora estaba preparando otro montón de bizcochos de frutas y preguntó con cierta
brusquedad:
–¿Ha llamado Howard?
Ella levantó la vista. Wexford había olvidado –siempre lo olvidaba– lo lista que era.
–Howard nunca llama a esta hora, ¿no lo sabes? Siempre llama a primera hora de la mañana o a
última de la noche.
–Sí, es verdad, pero estoy nervioso con todo este asunto.
–Sí que lo estás. Hasta te has olvidado de darme un beso.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

La besó, y el pasado inmediato desapareció. Sin arrepentimientos, sin nostalgia y sin


introspección. Cogió un bizcocho y le dio un bocado.
–Te pondrás gordo y asqueroso.
–Quizá –comentó Wexford pensativamente– eso no sería tan malo. Con moderación, claro.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XX
Sheila Wexford, la hija actriz del inspector jefe, llegó el sábado por la mañana. Le alegraba
poder verla en carne y hueso, dijo su padre, en lugar de en dos dimensiones y en blanco y negro en
la serie de televisión. Sheila empezó a recorrer la casa, colocando las tarjetas con gracia y cantando
que soñaba con unas navidades nevadas. Parecía, sin embargo, que en vez de nieve habría niebla. El
hombre del tiempo había anunciado que sería así, y los indicios climatológicos confirmaron esa
predicción cuando una blanca niebla matutina ocultó el sol al mediodía, y por la tarde ésta ya era
densa y amarillenta.
Era el día más corto del año, el solsticio de invierno. La luz y la temperatura eran árticas. A las
tres de la tarde la niebla ya no dejaba pasar los rayos del sol y comenzaban diecisiete horas de
oscuridad. En las ventanas se distinguían los árboles de Navidad como una luz borrosa de color
ámbar... diecisiete horas de oscuridad, treinta y seis horas hasta su partida.
Hathall no había salido de la casa del 62 Dartmeet Avenue desde las tres. Howard había
prometido telefonear y lo hizo a las diez. Estaba en la cabina telefónica frente a la casa. Habían
terminado sus seis noches de vigilancia y hoy era la séptima, ya que no soportaba la idea del
fracaso, aunque había decidido volver a casa.
–Lo vigilaré mañana, Reg, por última vez.
–¿Merece la pena?
–Al menos tendré la certeza de que he hecho el trabajo como Dios manda.
Hathall había estado solo la mayor parte del día. ¿Significaba eso que la mujer se había
marchado antes que él? Wexford se acostó temprano y permaneció despierto pensando en la
Navidad, en sí mismo y en Howard, analizando por última vez lo que había sucedido, lo que todavía
se podía hacer y lo que podía haber pasado si el dos de octubre del año anterior, Griswold no
hubiese impuesto su prohibición.
El domingo por la mañana la niebla empezó a despejarse. La vaga esperanza albergada por
Wexford de que la niebla obligara a Hathall a posponer su marcha se desvaneció cuando apareció
un sol resplandeciente al mediodía. Escuchó las noticias de la radio pero no habían cerrado ningún
aeropuerto ni habían cancelado vuelos. Cuando empezó a anochecer con una brillante puesta de sol
y un cielo claro y frío –como si el invierno empezase a morir con el paso del solsticio–, supo que
debía resignarse a la huida de Hathall. Todo había terminado.
Sin embargo, aunque podía mentalizarse y evitar la reflexión en lo referente a Nancy Lake, no
podía escapar al arrepentimiento y la amargura por el largo período en que él y Robert Hathall
habían sido adversarios. Las cosas se hubieran desarrollado de forma muy distinta si hubiese
adivinado antes ese fraude de la nómina, si es que lo hubo. Debía haber sabido también que un
airado paranoico, con mucho en juego entre manos, no reacciona pasivamente ante su torpe sondeo
y lo que éste implica. Sin embargo, ahora todo había acabado y ya nunca sabría quién era la mujer.
Tristemente, pensó en otras preguntas que quedarían sin respuesta. ¿Cuál era la razón para justificar
el hecho del libro de lenguas célticas en Bury Cottage? ¿Por qué Hathall, que en su madurez había
empezado a disfrutar del sexo, había rechazado a una mujer como Nancy Lake? ¿Por qué su
cómplice, tan minuciosa y concienzuda en muchos aspectos, había dejado una huella precisamente
en el borde de la bañera? ¿Y por qué Ángela, ansiosa por complacer a su suegra y desesperada por
conseguir una reconciliación, vestía el día de la visita exactamente con la misma ropa que había
contribuido a enfrentarla contra ella?

No se le pasó por la cabeza que, a esas alturas, Howard pudiese conseguir algo más. Era
costumbre de Hathall pasar los domingos en casa, haciendo compañía a su madre y a su hija. Y
aunque se había despedido de ellas, no parecía haber motivo para suponer que cambiase sus
costumbres hasta el punto de ir a Notting Hill a verla, cuando iban a marcharse juntos al día
siguiente. Así que cuando Wexford levantó el auricular ese domingo a las once de la noche y oyó
aquella voz familiar, un poco cansada e irritada, pensó que Howard llamaba únicamente para decir a
qué hora llegarían Denise y él en Nochebuena. Sin embargo, cuando comprendió la verdadera razón

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

de su llamada, –pues Howard, por fin, estaba a punto de cumplir con éxito su misión–, sintió la
desesperación del hombre que no quiere que la esperanza amenace su estado de resignación.
–¿La viste? –dijo cansadamente–. ¿La viste de verdad?
–Sé cómo te sientes, Reg, pero tengo que contártelo. No te lo puedo ocultar. Los vi juntos. Y los
perdí de vista.
–Oh, Dios mío, es más de lo que puedo soportar.
–No mates al mensajero, Reg –dijo suavemente Howard–. No hagas como Cleopatra conmigo.
Yo sólo llevo las noticias.
–No estoy enfadado contigo. ¿Cómo podría estarlo después de todo lo que has hecho? Estoy
enfadado con... el destino, supongo. Cuéntame qué ocurrió.
–Empecé a vigilar la casa de Dartmeet Avenue después de comer. No sabía si Hathall se
encontraba allí hasta que lo vi salir y meter un gran saco de basura en uno de los cubos. Estaba
haciendo limpieza general, haciendo el equipaje, me imagino, y tirando todo lo que no quería. Me
quedé sentado en el coche. Estaba a punto de irme a casa cuando vi cómo se encendía la luz a las
cuatro y media.
»Quizá hubiese sido mejor volver a casa, al menos no te habría hecho albergar nuevas
esperanzas. Salió a las seis, Reg, y bajó andando hasta West End Green. Lo seguí en el coche y
aparqué en Mili Lane, la calle que va hacia el oeste, desde Fortune Green Road Gate. Ambos
esperamos alrededor de cinco minutos. El autobús no venía y cogió un taxi.
–¿Lo seguiste? –preguntó Wexford. Su admiración superó por un momento su amargura.
–Es más fácil seguir un taxi que un autobús. Los autobuses se paran continuamente. Seguir un
taxi en Londres un domingo por la noche es muy distinto que intentar hacerlo de día en las horas
punta. De todas formas, el conductor siguió prácticamente el mismo camino que el autobús. Dejó a
Hathall junto a un pub de Pembridge Road.
–¿Cerca de la parada donde lo habías visto coger el autobús?
–Bastante cerca, sí. Todas las noches de esta semana he ido a esa parada y a las calles de los
alrededores, Reg, pero debe de haber ido por la calle trasera para entrar en su casa desde la estación
de Notting Hill Gate. No lo vi ni una sola vez.
–¿Lo seguiste hasta el pub?
–Se llama la Cruz Rosada y había mucha gente. Pidió dos bebidas, ginebra para él y Pernod para
ella, aunque ella todavía no había llegado. Consiguió encontrar dos asientos en un rincón y puso su
abrigo sobre uno de ellos para reservarlos. La mayor parte del tiempo la gente me impedía verlo,
aunque yo podía observar el vaso de Pernod esperando en la mesa. Hathall llegó pronto o ella llegó
diez minutos tarde. No lo sé con exactitud. De pronto vi que una mano levantaba el vaso de Pernod
por encima de mi vista. Inmediatamente, me levanté y me abrí paso entre la multitud para
observarlos mejor. Era la misma mujer que vi junto a Marcus Flower, una mujer atractiva de unos
treinta años, con cabello corto y de rubio teñido. No, no me preguntes. No le vi la mano. No me
acerqué más por precaución. Creo que Hathall me reconoció. Tendría que ser ciego para no
reconocerme, a pesar del cuidado con el que me había movido.
»Se bebieron sus consumiciones bastante rápido y salieron de allí. Ella debía de vivir bastante
cerca, pero no puedo decir dónde. En fin, eso ya no importa. Cuando salí, los vi marcharse
caminando. Pero llegó un taxi y lo cogieron. Hathall ni siquiera esperó a decirle dónde querían ir.
Supongo que le dio las instrucciones después. No iba a correr el riesgo de que le siguieran, y yo
evidentemente no pude hacerlo. El taxi se dirigió hacia Pembridge Road y los perdí de vista. Así
que me fui a casa.
»Esto es todo acerca de Robert Hathall, Reg. Estuvo bien mientras duró. Yo pensaba que en
realidad..., bueno, no importa. Tenías toda la razón y me temo que ése ha de ser tu consuelo.
Wexford dio las buenas noches a su sobrino y le dijo que lo vería en Nochebuena. Oyó el ruido
de un avión despegando del aeropuerto de Gatwick. Por la ventana de su dormitorio observó sus
luces blancas y rojas como meteoros cruzando el claro cielo estrellado. En pocas horas Hathall se
encontraría en un avión como ése. ¿Sería a primera hora de la mañana o quizá por la tarde? Se dio
cuenta de que sabía muy poco sobre extradiciones. No se le habían presentado casos como ése. Las

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

cosas habían adquirido un giro tan extraño últimamente, que un país quizá negociaría, exigiría
concesiones o algún tipo de intercambio antes de dejar salir a un ciudadano extranjero. Además, si
bien se podía conseguir una orden de extradición teniendo pruebas irrefutables de asesinato,
seguramente no sería tan fácil por una acusación de fraude. «Sería acusado de engaño –pensó–,
engaño según la sección 15 de la Ley de Hurto de 1968.» De repente pareció demasiado fantástica
la idea de poner en marcha todo el mecanismo político necesario para obligar a volver del Brasil a
un hombre acusado de robar los fondos de una factoría de muñecas de plástico.
Pensó en Crippen, detenido en pleno Océano Atlántico por medio de un mensaje telegráfico; en
ladrones de trenes arrestados tras largos períodos de libertad en la distante Sudamérica; en películas
que había visto en las que algún criminal, tranquilo y sintiéndose a salvo, veía descender sobre su
hombro la pesada mano de la ley mientras se hallaba sentado bebiendo vino en la soleada terraza de
una cafetería. No era su mundo. No se veía a sí mismo tomando parte en un drama exótico. Al
contrario, veía a Hathall volando hacia la libertad, hacia la vida que había planeado y por la que
había cometido un asesinato, mientras que, quizá dentro de un par de semanas. Tejón Lovat se vería
obligado a reconocer su derrota por no haber hallado ni fraude, ni robo, ni engaño, sino tan sólo
pistas confusas que, en otras circunstancias, habrían obligado a Hathall a responder algunas
preguntas.

El día había llegado. Wexford se despertó temprano y pensó que Hathall también madrugaría. Lo
habían visto la noche anterior y él había sospechado que lo seguían, así que no se habría atrevido a
pasar la noche con ella. En aquel momento estaría lavándose en el fregadero del cuartucho, estaría
cogiendo un traje del armario y a continuación se afeitaría antes de guardar su maquinilla en el
maletín de mano que se iba a llevar al avión. Wexford podía ver su sonrojada cara, más encarnada
aún por el contacto con la cuchilla de afeitar y su escaso cabello peinado hacia atrás. Hathall miraría
por última vez la celda de tres metros por tres que había sido su hogar durante los últimos nueve
meses e imaginaría el aspecto de su nueva casa. Después, en esa mañana invernal, cruzaría la calle
hasta la cabina telefónica para confirmar su vuelo y, por fin, la llamaría a ella, donde quiera que
estuviese, en el laberinto de Notting Hill. Wexford pensó que quizá antes llamaría un taxi.
«Déjalo –se dijo severamente–. Olvídalo. ¡Ya basta! Este camino lleva a la locura, o al menos a
la neurosis obsesiva. Es casi Navidad, luego la vuelta al trabajo, es mejor olvidarlo.» Le llevó a
Dora una taza de té y se fue al trabajo.
En la oficina ojeó la correspondencia de la mañana y leyó unas cuantas felicitaciones navideñas.
Había una de Nancy Lake, que miró pensativamente durante unos momentos antes de meter en su
escritorio. Le habían enviado al menos cinco calendarios, incluido uno de desnudos como
propaganda de un taller local de reparaciones. Le recordó a Ginge en la estación de West
Hampstead, las oficinas de Marcus Flower... ¿Se estaba volviendo loco? ¿Qué le estaba ocurriendo
para que el erotismo le recordase un caso de asesinato? Eligió un hermoso e inmenso calendario de
doce escenas de Sussex y lo colgó en la pared junto al plano del distrito. Puso en un sobre nuevo el
regalo del taller y escribió «Sólo para tus ojos», y lo hizo enviar a la oficina de Burden. Eso
provocaría que el altivo inspector rabiase por la degradación moral actual y alejaría de la mente de
Wexford a ese incalificable, triunfal y maldito ladrón y fugitivo, Robert Hathall.
Luego volvió a concentrarse en los asuntos relacionados con la policía de Kingsmarkham. Cinco
mujeres de la ciudad y de dos pueblos adyacentes se habían quejado de recibir llamadas obscenas.
Lo único extraño del asunto era que la persona que había realizado las llamadas era también una
mujer. Wexford sonrió ligeramente al observar hasta qué punto se estaba infiltrando el movimiento
de liberación femenina. Sonrió con más seriedad y exasperación ante el intento del sargento Martin
de tomarse en serio las travesuras de cuatro niños que habían atado un cordel, desde una farola hasta
la valla de un jardín, para hacer tropezar a los transeúntes. ¿Por qué perdían el tiempo en esas
tonterías? «Claro que a veces es mejor perder el tiempo que desperdiciarlo en vano...» –se recordó
Wexford.
Sonó el teléfono interno. Levantó el auricular esperando oír la voz de un Burden indignado.
–El inspector jefe Lovat quiere verle, señor. ¿Lo hago pasar?

87
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XXI
Lovat entró lentamente, acompañado de su inevitable intérprete, su fidus Achates, el sargento
Hutton.
–Precioso día.
–Maldito el día que hace –exclamó Wexford con voz gutural ya que su corazón y su presión
sanguínea estaban alterados–. ¿Qué más da el día? Ojalá estuviese nevando, ojalá...
Hutton dijo tranquilamente:
–¿Podríamos sentamos un momento, señor? El señor Lovat tiene algo que decirle y cree que será
de mucho interés para usted. Y puesto que fue usted quien se lo encargó, es tan sólo una cuestión de
cortesía que...
–Tomad asiento, haced lo que queráis, podéis coger un calendario, uno cada uno. Ya sé para qué
habéis venido, pero decidme sólo una cosa. ¿Podéis extraditar a un hombre por lo que habéis
averiguado? Porque si no podéis, no hay más que hablar. Hathall se va hoy a Brasil a la una menos
diez minutos.
–¡Cielos! –dijo Lovat plácidamente.
Wexford estuvo a punto de ocultar la cara entre las manos.
–Bien, ¿podéis hacerlo?
–Será mejor que le diga lo que ha averiguado el señor Lovat, señor. Anoche volvimos a llamar al
domicilio de los señores Kingsbury. Acababan de volver. Fueron a visitar a su hija, que ha tenido un
niño. Nunca han alquilado la casa a ninguna señora Mary Lewis ni han tenido relación con la
compañía Kidd’s. Además, siguiendo las pesquisas en la pensión de la que le habló al señor Lovat,
no pudimos encontrar pruebas de la existencia de otro titular de cuenta.
–Entonces habéis conseguido una orden de detención contra Hathall, ¿no?
–El señor Lovat desearía hablar con Robert Hathall, señor –dijo Hutton cautelosamente–. Estoy
seguro de que usted comprenderá que necesitamos algo más para seguir adelante. Además nos sería
útil la dirección actual de Hathall.
–Su dirección actual –saltó Wexford– está a unos ocho kilómetros de altura sobre las islas
Madeira o donde quiera que se encuentre el avión.
–Mala suerte –comentó Lovat, moviendo la cabeza.
–Tal vez no haya salido todavía, señor. ¿No podríamos telefonearle?
–Supongo que podríamos si tuviésemos su teléfono y no hubiese partido ya. –Wexford miró el
reloj con cierta desesperación. Eran las diez y media–. Francamente, no sé qué hacer. Lo único que
se me ocurre es que vayamos juntos a Millerton-les-deux... es decir, a Hightrees Farm y
expongamos el asunto ante el comisario jefe.
–Buena idea –dijo Lovat–. He pasado más de una noche observando las madrigueras de los
tejones de esa zona.
Wexford hubiera deseado darle una patada.

Nunca supo lo que le impulsó a formular esa pregunta. No se trataba de un sexto sentido. Tal vez
pensaba que debía de conocer los hechos de aquel fraude con la misma claridad que Hutton. Pero
hizo la pregunta, y más tarde daría gracias a Dios por haberla formulado en aquel momento, en la
carretera comarcal de Millerton.
–¿Las direcciones de las titulares, señor? Una iba a nombre de Dorothy Carter de Ascot House,
Myringham (ésa es la pensión) y la otra a nombre de la señora Mary Lewis, en el 19 de Maynnot
Way, Toxborough.
–¿Has dicho Maynnot Way? –Wexford se expresó en un tono que parecía lejano y distinto del
habitual.
–Eso es. Va desde la hacienda industrial hasta...
–Ya lo sé, sargento. Y también sé quién vivía en Maynnot Hall a mitad de camino de Maynnot
Way. –Sintió cómo se le contraía la garganta–. Tejón, ¿qué estabas haciendo en Kidd’s el día que te
vi en la entrada?
Lovat miró a Hutton y éste dijo:
88
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–El señor Lovat seguía sus investigaciones relacionadas con la desaparición de Morag Grey,
señor. Morag Grey trabajó como asistenta de la limpieza en Kidd’s durante un tiempo, mientras su
marido lo hacía de jardinero. Naturalmente, investigamos todas las vías posibles.
–No habéis explorado Maynnot Way lo suficiente –Wexford apenas podía respirar ante la
evidencia de su descubrimiento. Su quimera, pensó, su objeto de concepción imaginaria–. La Morag
Grey que buscáis no está enterrada en ningún jardín. Es la amiga de Robert Hathall, y se va a ir a
Brasil con él. ¡Dios mío! ¡Ahora lo veo todo claro...! –Si al menos estuviese con Howard para
explicárselo todo y no con el flemático Lovat y su boquiabierto sargento–. Escuchad. Esta Grey era
la cómplice de Hathall en el fraude. La conoció mientras trabajaban en Kidd’s, y ella y su mujer
fueron las que se ocupaban de retirar el dinero de esas cuentas. No cabe duda, ella inventó el
nombre y la dirección de la señora Mary Lewis porque conocía Maynnot Way y sabía que los
Kingsbury alquilaban habitaciones. Hathall se enamoró y ella asesinó a su mujer. No está muerta.
Tejón, ha estado viviendo en Londres como amante de Hathall desde entonces... ¿Cuándo
desapareció?
–Por lo que sabemos, en agosto o septiembre del año pasado, señor –dijo el sargento, deteniendo
el coche junto a Hightrees Farm.
Para la reputación de Mid-Sussex, sería un fracaso que Hathall escapase. Ésta, ante el asombro
de Wexford, fue la opinión de Charles Griswold. Observó un ligero rubor en la cara de estadista del
comisario jefe cuando éste se vio obligado a reconocer que la teoría tenía su lógica.
–Esto es más que una «impresión», me parece a mí, Reg –dijo, y él personalmente llamó al
aeropuerto de Londres.
Wexford, Lovat y Hutton esperaron un buen rato antes de que volviese. Cuando lo hizo fue para
comunicarles que Robert Hathall y una mujer con el supuesto nombre de señora Hathall se
encontraban en la lista de pasajeros de un vuelo que partía hacia Río de Janeiro a las doce cuarenta
y cinco. Había dado instrucciones a la policía del aeropuerto de que los detuviese bajo el cargo de
engaño según la Ley de Hurto, y enseguida se firmaría una orden de detención.
–Ella debe de viajar con el pasaporte de él.
–O con el de Ángela –añadió Wexford–. Hathall todavía lo tiene. Recuerdo haberlo visto, se lo
quedó en Bury Cottage.
–No hay motivo para desanimarse, Reg. Es mejor tarde que nunca.
–El caso, señor –dijo Wexford cortésmente pero con un deje de rabia en la voz–, es que son las
doce menos veinte. Espero que lleguemos a tiempo.
–No se nos escaparán ahora. Los detendrán en el aeropuerto. Podéis dirigiros allí ahora mismo.
Ahora mismo, Reg, y mañana por la tarde puedes pasar por casa a tomar algo y contármelo todo.
Volvieron a Kingsmarkham a recoger a Burden. El inspector estaba en el vestíbulo, mirando a
través de sus gafas el sobre que tenía en las manos y preguntando airadamente a un desconcertado
sargento quién había tenido la desfachatez de enviarle pornografía para su atención exclusiva.
–¿Hathall? –dijo cuando Wexford se lo explicó–. No lo dices en serio, estás de broma.
–Métete en el coche, Mike, y te lo contaré por el camino. No, el sargento Hutton nos lo explicará
por el camino. ¿Qué llevas allí? ¿Estudios artísticos? Ahora ya entiendo por qué necesitabas gafas.
Burden soltó un bufido de rabia y cuando estaba a punto de empezar una larga explicación sobre
su inocencia, Wexford le cortó. En ese momento no necesitaba distracciones. Había estado
esperando ese día, ese momento, desde hacía quince meses y habría sido capaz de gritar su triunfo a
los cuatro vientos. Salieron en dos coches: en el primero iban Lovat, su conductor y Polly Davis, en
el segundo Wexford, Burden y el sargento Hutton con el conductor.
–Quiero que me expliques todo lo que sepas acerca de Morag Grey.
–Ella era, bueno, es escocesa, señor. Del noroeste de Escocia, de Ullapool. Pero no hay mucho
trabajo por allí y vino al sur a trabajar de camarera. Conoció a Grey hace siete u ocho años, se
casaron y consiguieron ese trabajo en Maynnot Hall.
–¿Así que él arreglaba el jardín y ella limpiaba la casa?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Exactamente. No sé muy bien por qué, pues ella parece estar por encima de eso. Según su
madre y según el dueño de la casa, tenía cierta educación y era bastante brillante. Su madre cree que
Grey tenía la culpa.
–¿Qué edad tiene y cómo es físicamente?
–Tendrá unos treinta y dos años, señor. Delgada, cabello negro, nada especial. Hacía las tareas
domésticas en la casa y cogió algún que otro trabajo de limpieza. Uno de ellos fue en Kidd’s, en
marzo del año pasado, pero sólo estuvo dos o tres semanas. Entonces despidieron a Grey por robar
un par de libras del bolso de la mujer del dueño. Tuvieron que dejar el piso y ocupar otro en el
barrio antiguo de Myringham, poco después Morag abandonó a Grey. Él dice que ella se enteró de
la razón por la cual les habían despedido y que no quería seguir viviendo con un ladrón. Una
historia factible, estoy seguro de que estará de acuerdo, señor. Él insistió sobre ello, a pesar de que
fue a vivir enseguida con otra mujer en una zona distinta de Myringham.
–No parece –dijo Wexford pensativamente– una historia tan factible en esas circunstancias.
–Grey afirma que se gastó el dinero que robó en un regalo para ella, un collar dorado con forma
de serpiente.
–¡Ah!
–Lo cual puede ser cierto, pero no significa nada.
–Yo no diría eso, sargento. ¿Qué fue de ella cuando se quedó sola?
–Sabemos muy poco sobre eso. Los ocupantes de casas no suelen tener vecinos, son una
población itinerante. Ella contó con algunos trabajos sin importancia hasta agosto, y luego fue a la
Seguridad Social. Todo lo que sabemos es que Morag le dijo a una mujer de esa calle que tenía un
trabajo en perspectiva y que se iba a marchar. Nunca averiguamos de qué tipo de trabajo se trataba
ni a dónde se iba. Nadie la vio después de mediados de septiembre. Grey regresó durante las
navidades y recogió todas las pertenencias que ella había dejado.
–¿No has dicho antes que fue su madre quien inició la protesta?
–Morag contestaba regularmente a las cartas de su madre y cuando ésta vio que ya no recibía
más, escribió a Grey. Él encontró las cartas al volver por Navidad y al fin escribió a su suegra,
contándole el cuento chino de que pensaba que su mujer se había ido a Escocia. La madre jamás se
había fiado de Richard Grey y se dirigió a la policía. Vino aquí y tuvimos que llamar a un intérprete
porque ella, lo crea o no, sólo habla gaélico.
Wexford, que en ese momento sintió, como la Reina Blanca, que podría haber creído seis cosas
imposibles antes del desayuno, preguntó:
–¿Morag también habla gaélico?
–Sí, señor. Es bilingüe.
Con un suspiro, Wexford se reclinó en su asiento. Quedaban unos cuantos cabos sueltos por atar,
unos pocos ejemplos que explicaran lo inexplicable, pero aparte de eso... Cerró los ojos, el coche
iba muy despacio, vagamente se preguntó, sin abrirlos, si estarían en pleno atasco en la entrada de
Londres. No tenía importancia. Hathall ya habría sido detenido, estaría retenido en algún cuarto del
aeropuerto. Aunque no se le hubiese dado una explicación del por qué no podía coger el avión, lo
sabría. Wexford abrió los ojos y agarró a Burden por el brazo. Bajó la ventanilla.
–Mira –dijo señalando el suelo que se deslizaba a paso de tortuga–. Y sin embargo, se mueve. Y
eso... –levantó el brazo hacia el cielo– eso no.
–¿Qué es lo que no se mueve? No hay nada que ver. Míralo tú mismo. Estamos inmovilizados
por la niebla.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XXII
Eran casi las cuatro cuando llegaron al aeropuerto. No había despegado ningún avión y los
pasajeros que se marchaban de vacaciones de Navidad abarrotaban las salas, mientras se formaban
largas colas ante las mesas de información. La niebla, esponjosa como nieve gasificada, lo envolvía
todo: densas nubes terrestres o un gas blanco que provocaba que la gente tosiera y tuviera que
taparse la cara.
Hathall no estaba allí.
La niebla había empezado a bajar sobre Heathrow a las once y media, pero antes de eso había
afectado a otras partes de Londres. ¿Había sido Hathall uno más entre los centenares de personas
que habían llamado para preguntar si su vuelo iba a salir? No había modo de saberlo.
Wexford caminó lenta y dolorosamente por las salas, bares, restaurantes y terrazas, mirando cada
rostro: rostros cansados, indignados, aburridos. Hathall no estaba allí.
–Según el pronóstico del tiempo –comentó Burden–, la niebla se levantará al atardecer.
Y según el pronóstico a largo plazo, iban a ser unas navidades nevadas y con niebla, recordó
Wexford.
–Tú y Polly quedaos aquí, Mike. Poneos en contacto con el comisario jefe y haced que se
controlen todas las salidas, no sólo Heathrow.
De este modo, Burden y Polly se quedaron en el aeropuerto mientras Wexford, Lovat y Hutton
iniciaban, lentamente, el largo viaje a Hampstead pues el tráfico, que era infernal en la M-1,
bloqueaba todas las carreteras hacia el noroeste. Al mismo tiempo, la niebla, rojiza por las luces
amarillas, proyectaba una cortina cegadora sobre la ciudad. Las marcas de la carretera, familiares
hasta ese momento, perdieron sus acentuados contornos resultando amorfas. Las colinas de
Hampstead se hallaban envueltas en la niebla y los grandes árboles surgían como nubes negras
antes de ser tragados por el vapor. Entraron lentamente en Dartmeet Avenue a las siete menos diez
y se detuvieron al llegar al número 62. La casa se encontraba a oscuras, con todas las ventanas
cerradas y las persianas bajadas. Los cubos de basura aparecían bañados de rocío donde la niebla se
había condensado, sus tapas estaban dispersas y un gato salió corriendo de debajo de una de ellas,
con un hueso de pollo en la boca. Cuando Wexford salió del coche, la niebla invadió todo su
cuerpo. Recordó otro día parecido en el barrio antiguo de Myringham y los hombres cavando en
vano en busca de un cuerpo que no había yacido nunca allí. Pensó en cómo la persecución de
Hathall se había visto nublada por la duda, la confusión y los obstáculos. Subió hasta la puerta
principal y llamó al timbre del portero.
Tuvo que llamar dos veces antes de que apareciese una luz en el cristal que había sobre el dintel.
Por fin, la puerta fue abierta por el mismo viejecito que Wexford había visto salir en busca del gato.
Estaba fumando un purito y no mostró sorpresa ni interés cuando el inspector jefe se presentó y le
mostró su orden de detención.
–El señor Hathall se marchó anoche –dijo.
–¿Anoche?
–Eso es. A decir verdad, no esperaba que lo hiciese hasta esta mañana pues había pagado el
alquiler de esta noche. Pero ayer me cogió con un poco de prisa y me comentó que había decidido
irse, así que no se lo iba a discutir, ¿verdad?

A pesar de la estufa de aceite que había al pie de las escaleras, el vestíbulo estaba helado y el
lugar apestaba a aceite y a cigarro puro. Lovat se frotó las manos y las extendió sobre las llamas
azules y amarillas.
–El señor Hathall volvió aquí en taxi ayer por la noche, alrededor de las ocho aproximadamente
–especificó el portero–. Yo estaba en el jardín de enfrente, llamando a mi gato, cuando se me acercó
y me dijo que quería dejar su habitación en ese preciso instante.
–¿Qué aspecto tenía? –preguntó rápidamente Wexford–. ¿Parecía preocupado, trastornado?
–Nada fuera de lo normal. Nunca fue lo que se dice un tipo agradable, siempre andaba
quejándose de algo. Subimos a su cuarto a hacer el inventario. Yo siempre insisto en eso antes de
devolver el depósito. ¿Quiere subir ahora? No hay nada que ver, pero puede subir si quiere.
91
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Wexford asintió y subieron las escaleras. El vestíbulo y el descansillo estaban iluminados por ese
tipo de luces que se apaga automáticamente a los dos minutos, y esta vez se apagaron antes de
llegar a la puerta de Hathall. En la oscuridad, el portero emitió una maldición hurgando en busca de
sus llaves y tanteando la pared para encontrar el interruptor. Wexford, de nuevo en tensión, soltó un
gruñido, asustado, al percatarse de que algo se deslizaba por la barandilla y saltaba sobre el hombro
del portero. Tan sólo era el gato. Se encendió la luz, el portero encontró la llave y abrió la puerta.
La habitación estaba húmeda y mal ventilada. Wexford observó una expresión de asco en los
labios de Hutton al ver el armario de la Primera Guerra Mundial, las sillas, los horribles cuadros y
los demás trastos. Sobre el colchón había unas delgadas mantas mal dobladas, junto a un manojo de
cuchillos y tenedores de níquel atados con una cinta de goma, un hervidor con el mango sujeto a un
cordel y un jarrón de yeso que todavía tenía en su base la etiqueta del precio, indicando que costaba
treinta y cinco peniques.
El gato fue corriendo por la chimenea y saltó desde allí.
–Ya sabía yo que había algo sospechoso en ese tipo –dijo el portero.
–¿Cómo? ¿Qué le hizo pensar en eso?
Sonrió a Wexford con algo de desprecio.
–Ya le había visto a usted antes. Soy capaz de reconocer a un poli a un kilómetro de distancia.
Siempre había gente vigilándole, no se me suelen escapar las cosas, aunque tampoco hablo mucho.
Me fijé en el hombrecillo del cabello rojizo (me hizo reír cuando vino aquí diciéndome que era del
Ayuntamiento) y también en ese alto y delgado que siempre estaba en un coche.
–Entonces sabrá –dijo Wexford, tragándose su humillación– por qué lo vigilaban.
–Pues no. Nunca hacía más que entrar y salir, traer a su madre a tomar el té y quejarse del
alquiler.
–¿Nunca trajo a una mujer aquí? ¿Una mujer con el cabello cortó y rubio?
–Pues no. A su madre y a su hija, eso es todo. Es lo que él me dijo, y supongo que era verdad
porque se parecían mucho. Venga, gatito, vamos a donde hace calor.
Wexford se giró con cansancio, deteniéndose donde Hathall había estado a punto de empujarlo
escaleras abajo, y preguntó:
–Le devolvió su depósito y se marchó. ¿A qué hora fue eso?
–Sobre las nueve. –La luz del descansillo volvió a apagarse y de nuevo el portero tocó el
interruptor, murmurando algo cuando el gato se le subió al hombro–. Se iba al extranjero, dijo.
Había un montón de etiquetas en sus maletas, pero no me fijé. Me gusta ver lo que hacen los
inquilinos, ¿sabe usted?, estar al tanto hasta que abandonan el edificio. Cruzó la calle, telefoneó,
vino un taxi y se lo llevó.
Bajaron hasta el oloroso vestíbulo. La luz se apagó y esta vez el portero no la encendió. Cerró
rápidamente la puerta tras ellos para impedir que entrase la niebla.
–Pudo haberse ido ayer por la noche –dijo Wexford a Lovat–. Pudo haberse marchado a París, a
Bruselas o a Amsterdam y haber cogido un avión desde allí.
–Pero ¿por qué? –preguntó Hutton–. ¿Por qué habría de pensar que vamos tras él después de
tanto tiempo?
Wexford no quería contarles la participación de Howard ni su encuentro con Hathall la noche
anterior, sin embargo, lo había comprendido en aquella habitación abandonada. Hathall había visto
a Howard sobre las siete, había reconocido a ese hombre que lo seguía y poco después se había
marchado. El taxi en el que subieron había dejado a la chica por el camino y a él lo llevó hasta
Dartmeet Avenue, donde arregló las cuentas con el portero, cogió su equipaje y a continuación se
marchó. Pero ¿adónde se había ido? Primero con ella y luego... Wexford se encogió de hombros y
cruzó la calle hasta la cabina telefónica.
Burden le explicó por teléfono que el aeropuerto seguía cerrado por la niebla. El lugar rebosaba
de viajeros desencantados y desamparados, y ahora también de policías. Hathall no había aparecido.
Si había llamado, igual que otros muchos, no había dado su nombre.
–Él sabe que vamos tras de él –comentó Burden.
–¿Qué quieres decir?

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Te acuerdas de un tipo llamado Aveney? ¿El gerente de Kidd’s?


–Claro que me acuerdo. ¿De qué diablos se trata?
–Ayer por la noche recibió una llamada de Hathall en su casa, quería saber (lo preguntó con
rodeos) si habíamos estado haciendo preguntas sobre él. Y Aveney, el muy tonto, no dijo nada
sobre su mujer, pero le explicó que habíamos estado mirando en los libros por si había algo turbio
acerca de la nómina.
–¿Cómo sabemos todo eso? –preguntó Wexford con cansancio.
–Aveney se lo pensó de nuevo, se preguntó si había obrado bien y recordó que nuestras
investigaciones no habían llegado a nada. Por lo visto, intentó llamarle esta mañana y al no
conseguir ponerse en contacto con él, al final telefoneó al señor Griswold.
Entonces ésa era la llamada que había hecho Hathall desde la cabina de Dartmeet Avenue, tras
dejar al portero y antes de coger el taxi. Eso, junto al hecho de haber reconocido a Howard, habría
sido suficiente para asustarle. Wexford volvió a cruzar la carretera y se metió en el coche donde
Lovat estaba fumando uno de sus asquerosos cigarrillos mojados.
–Creo que se está despejando la niebla, señor –comentó Hutton.
–Puede ser. ¿Qué hora es?
–Las ocho menos diez. ¿Qué hacemos ahora? ¿Volver al aeropuerto o intentar encontrar la casa
de Morag Grey?
Con paciente sarcasmo, Wexford añadió:
–He estado trabajando en esto desde hace nueve meses, sargento, el período normal de gestación,
y la cosa no ha dado frutos. Tal vez crees que puedes hacerlo mejor en un par de horas.
–Al menos podríamos volver por Notting Hill, señor, en lugar de tomar el camino rápido por la
circular del norte.
–Oh, haz lo que quieras –dijo Wexford, encogiéndose en su rincón lo más alejado posible de
Lovat y su cigarrillo, que olía tan mal como el puro del portero. «¡Tejones! Polis de campo», pensó
injustamente. Estúpidos incapaces de llevar a término un simple caso de robo en una tienda. ¿Qué
pensaba Hutton que era Notting Hill? ¿Un pueblo como Passingham St. John donde todo el mundo
se conocía y donde estarían deseosos de chismorrear porque un vecino se había ido al extranjero?
Siguieron el recorrido del autobús 28. Wedt End Lane, Quex Road, Kilburn High Road, Kilburn
Park... La niebla se estaba despejando, manteniéndose densa en algunas partes y más dispersa en
otras. Los colores navideños empezaban a brillar a través de la niebla, llamativas banderillas de
papel en las ventanas, luces que se encendían y se apagaban constantemente. Shirland Road, Great
Western Road, Pembridge Villas, Pembridge Road...
Wexford pensó que, seguramente, pasarían por delante de la parada del autobús donde Howard
había visto a Hathall coger el 28. Había bocacalles por todas partes, calles que desembocaban en
otras calles, en plazas, era un barrio muy poblado. Mejor dejar a Hutton que...
–Para el coche, ¿quieres? –comentó Wexford con rapidez.
Una luz rosada salía de las puertas de un pub. Wexford había visto su nombre y lo recordaba. La
Cruz Rosada. Si eran clientes habituales, si habían sido vistos allí a menudo, el dueño o un
camarero podría recordarlos. Tal vez se encontraron allí la noche pasada antes de marcharse, para
despedirse. Al menos lo sabría, de esta forma lo podría confirmar con seguridad.
El interior era un infierno de luces, ruido y humo. Había una cantidad de gente y un ambiente
que normalmente sólo se encuentra a altas horas de la noche, pero era el día antes de Nochebuena.
No sólo estaban ocupadas todas las mesas y taburetes del bar, sino también todos los rincones,
cualquier lugar del bar; la gente estaba apiñada, apretados unos contra otros, los cigarrillos soltaban
espirales que se mezclaban con la humareda que había sobre sus cabezas y con las tiras de papel.
Wexford se abrió camino hasta la barra. Dos camareros y una muchacha estaban trabajando en ella,
sirviendo bebidas febrilmente, limpiándola y metiendo vasos sucios en el fregadero.
–¿El siguiente? –preguntó el mayor de los camareros, tal vez el dueño. Su cara estaba enrojecida,
su frente sudorosa y su cabello canoso pegado a ella–. ¿Qué desea, señor?
Wexford dijo:

93
Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Policía. Estoy buscando a un hombre alto de cabello negro, de unos cuarenta y cinco años y a
una mujer rubia más joven que él. –Recibió un empujón en el codo y sintió cómo le caía cerveza
por la muñeca–. Estuvieron aquí anoche. El nombre es...
–La gente no da su nombre aquí. Había unas quinientas personas ayer por la noche.
–Tengo motivos para creer que venían aquí regularmente.
El camarero se encogió de hombros.
–Debo atender a mis clientes. ¿Puede esperar diez minutos?
Wexford pensó que ya había esperado bastante. Mejor era pasarlo a manos de otros, él ya no
podía hacer más. Abriéndose paso con dificultad entre la gente, se dirigió hacia la puerta,
desconcertado ante tantos colores y luces, el humo y el fuerte olor a licor. Parecía haber figuras
coloreadas por todas partes: círculos de globos rojos, los conos brillantes y traslúcidos de las
botellas, los cuadros de las ventanas. Mareado, se dio cuenta de que no había comido en todo el día.
Círculos rojos, esferas de papel naranjas y azules, un cuadro verde de cristal aquí, un brillante
rectángulo amarillo allí...
Un brillante rectángulo amarillo. Su cabeza se despejó de pronto. Se detuvo y se calmó.
Atrapado entre un hombre con cazadora de cuero y una joven con abrigo de piel, miró a través de
un reducido espacio que no estaba atestado de faldas, piernas, patas de sillas y bolsos; miró a través
del humo azulado y, al fondo, vio una mano sosteniendo un vaso con un líquido amarillo...
Pernod. No era una bebida popular en Inglaterra. Ginge lo tomaba mezclado con cerveza en su
diablo. Y otra persona, la mujer que buscaba, su quimera, su objeto de concepción imaginaria, lo
bebía diluido en agua.
Se movió despacio, abriéndose camino hacia la mesa del rincón donde estaba ella. Había
demasiada gente. Pero entonces quedó un espacio vacío que le permitió ver su cara, y la miró largo
rato, con la codicia de un hombre enamorado que contempla a la mujer cuya llegada ha aguardado
impacientemente durante meses.
Tenía una cara bonita, cansada y pálida. Sus ojos le escocían por el humo y su cabello rubio y
corto dejaba ver un centímetro de tono negruzco en la raíz. Estaba sola, pero la silla que se hallaba
junto a ella estaba cubierta por un abrigo doblado, un abrigo de hombre, y contra la pared había
media docena de maletas. Volvió a levantar el vaso y dio un sorbo sin mirarle en ningún momento,
pero echando rápidas miradas hacia una pesada puerta de caoba donde se leía «Teléfono y
Servicios». Wexford, sin embargo, esperó, observando su quimera hecha realidad, hasta que los
sombreros, el cabello y las caras le obstruyeron la visión.
Abrió la puerta de caoba y se deslizó por el pasillo. Había dos puertas más frente a él y al final
una cabina de cristal. Hathall se encontraba en su interior, dando la espalda a Wexford. Llamando al
aeropuerto, pensó, llamando para averiguar si iba a salir su vuelo ahora que la niebla se estaba
despejando. Se metió en el servicio de caballeros y esperó hasta oír los pasos de Hathall
atravesando el pasillo.
La puerta de caoba se abrió y se cerró. Wexford esperó un minuto antes de volver al bar. Las
maletas ya no estaban, el vaso amarillo se hallaba vacío. Dando empujones a la gente, sin hacer
caso de las quejas, llegó hasta la puerta de la calle y la abrió. Hathall y la mujer se encontraban en la
acera, rodeados por sus maletas, esperando para llamar a un taxi.
Wexford dirigió una mirada hacia el coche, vio que Hutton también le miraba y levantó
rápidamente la mano haciéndoles señas para que se acercasen. Se abrieron simultáneamente tres de
las puertas del coche y salieron los tres policías. Y entonces Hathall comprendió. Se dio la vuelta
para hacerles frente, rodeando con el brazo a la mujer para protegerla, aunque fue inútil. El rostro de
Hathall palideció y frente a la luz amarillenta de la niebla, su mandíbula saliente, su nariz afilada y
su despejada frente adquirieron un matiz verdoso de terror ante el fracaso final de sus esperanzas.
Wexford se dirigió hacia él.
La mujer comentó:
–Teníamos que habernos ido anoche, Bob. –Cuando Wexford oyó su acento, más marcado por el
miedo, lo supo. Lo supo con toda seguridad. Pero no se sentía capaz de hablar y, manteniéndose en
silencio, dejó que Lovat se acercase a ella y empezase con las palabras de la acusación.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–Morag Grey...
Ella acercó su mano a sus labios temblorosos y Wexford observó la pequeña cicatriz con forma
de «L» en su dedo índice como la veía en sus sueños.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

CAPÍTULO XXIII
Nochebuena...
Todos los invitados habían llegado y la casa de Wexford estaba llena.
En el piso de arriba, los dos nietos estaban acostados. En la cocina. Dora volvía a examinar el
pavo, consultando esta vez a Denise, si era conveniente ponerlo sobre la parrilla del horno. En la
sala de estar, Sheila y su hermana adornaban el árbol mientras los hijos de Burden sometían al
tocadiscos a una revisión bastante inexperta. Burden se había llevado al yerno de Wexford al
Dragón a tomar una copa.
–Pues bien, el comedor es todo para nosotros –le comentó Wexford a su sobrino. La mesa,
decorada con un bonito centro, estaba preparada para la cena de Nochebuena. La chimenea también
estaba lista, tan reluciente como la mesa. Wexford la encendió–. Esto me va a causar problemas,
pero no importa. Ya no me importa nada desde que la he encontrado, ahora que tú y yo –añadió
generosamente– la hemos encontrado.
–Yo hice bien poco –dijo Howard–. Ni siquiera conseguí averiguar dónde vivía. Supongo que
ahora lo sabes, ¿no?
–En la misma Pembridge Road –contestó Wexford–. Él sólo tenía esa mísera habitación, pero
pagaba el alquiler de un piso para ella. No hay duda de que la quiere, aunque lo que menos deseo es
ponerme sentimental por su causa. –Cogió una botella de whisky del armario, sirvió un vaso para
Howard y a continuación, sin pensárselo dos veces, otro para él–. ¿Te lo explico?
–¿Queda mucho por explicar? Mike Burden ya me ha puesto al corriente sobre la identidad de
esa mujer, de Morag Grey. Traté de que no me lo dijera porque sabía que te gustaría contármelo.
–Mike Burden –comentó su tío mientras la leña empezaba a arder– ha tenido fiesta hasta hoy. No
lo he visto desde que lo dejé en el aeropuerto de Londres ayer por la tarde. No te ha podido
informar, no sabe nada, a menos que... ¿ha salido en los periódicos de la tarde lo de la audiencia
especial?
–No ha salido nada en las primeras ediciones.
–Entonces te queda mucho por saber. –Wexford corrió las cortinas para evitar ver la niebla que
se había intensificado por la tarde–. ¿Qué dijo Mike?
–Que sucedió más o menos tal como lo habías supuesto, los tres estaban implicados en el fraude
de la nómina. ¿No fue así?
–Mi teoría –añadió Wexford– dejaba demasiados cabos sueltos. –Acercó su sillón al fuego–. Es
reconfortante, ¿verdad? ¿No te alegras de no haber tenido que seguirlo hasta West End Green?
–Insisto en que yo hice muy poco; pero por lo menos merezco no quedar en suspense.
–Es verdad, contaré lo que sucedió. Es cierto que hubo un fraude en la nómina. Hathall abrió al
menos dos cuentas ficticias, y puede que más, poco después de empezar a trabajar en Kidd’s.
Estuvo sacando un mínimo de treinta libras extra a la semana durante dos años. Sin embargo,
Morag Grey no estaba implicada. No ayudó a nadie a estafar a una compañía. Era una mujer
honrada, tan honrada que ni siquiera se quedó con un billete de una libra que encontró en el suelo de
la oficina; era tan íntegra que no quiso seguir al lado de un hombre que había robado dos libras y
media. No pudo haber estado implicada en ello, y menos haber planeado y sacado dinero de la
cuenta de Mary Lewis porque Hathall no la conoció hasta el mes de marzo. Estuvo en Kidd’s sólo
un par de semanas y eso fue tres meses antes de que Hathall se marchara.
–Pero Hathall estaba enamorado de ella, ¿no es cierto? Tú mismo lo dijiste. ¿Y qué otro
motivo...?
–Hathall estaba enamorado de su mujer. ¡Oh!, ya sé que creíamos que se había aficionado a los
placeres amorosos, pero ¿qué prueba real teníamos de eso? –Con una timidez bien disimulada,
Wexford añadió–: Si era tan vulnerable a las mujeres, ¿por qué rechazó las insinuaciones de una
vecina muy atractiva? ¿Por qué da la impresión a todos los que le conocían de ser un marido que
adoraba a su mujer?
–Explícamelo tú. –Howard sonrió–. Dentro de poco me dirás que Morag Grey no mató a Ángela
Hathall.
–Exacto. No lo hizo. Fue Ángela Hathall quien mató a Morag Grey.
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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

Una especie de chirrido salió del tocadiscos de la habitación contigua. Se oían unos ligeros pasos
en el piso superior y hubo un ruido violento procedente de la cocina que ahogó la exclamación de
Howard.
–A mí mismo me sorprendió bastante –continuó Wexford–. Supongo que lo adiviné al averiguar
ayer que Morag Grey era muy honrada y que había estado poco tiempo en Kidd’s: lo supe con
seguridad cuando los detuvimos y oí su acento australiano.
Howard movió la cabeza con asombro más que con incredulidad.
–Pero ¿y la identificación, Reg? ¿Cómo podía esperar que le saliera bien?
–Le salió bien a lo largo de quince meses. Ya ves, la vida retirada y secreta que llevaron para
poner en funcionamiento el plan de la nómina les ayudó cuando planearon el asesinato. A Ángela
no le convenía que la conociesen para evitar así que se diesen cuenta de que no era la señora Lewis
o la señora Carter cuando iba a retirar el dinero. Casi nadie la conocía ni siquiera de vista. La señora
Lake sí, claro está, y también el primo de Ángela, Mark Somerset, pero ¿quién iba a llamarlos para
identificar el cadáver? La persona que debía hacerlo era su marido. Y por si quedaba alguna duda,
éste trajo a su madre, aunque ambos prepararon el cuerpo con anterioridad. Ángela vistió a Morag
con su propia ropa, la misma que llevaba en la única ocasión en que la suegra la había visto. Ése fue
un buen detalle para su coartada, Howard, planeado por Ángela, estoy seguro, quien estudió todos
los pormenores del asunto. Fue la anciana señora Hathall quien nos telefoneó, quien nos sacó de
dudas al confirmarnos que habían encontrado muerta a su nuera en Bury Cottage.
»Ángela empezó a limpiar toda la casa para hacer desaparecer sus propias huellas dactilares. No
es extraño que tuviese guantes de goma para limpiar el polvo. No fue una tarea demasiado difícil,
pues al estar sola toda la semana, Hathall no dejaba sus propias huellas. Y si nos resultaba extraña
tanta pulcritud, ¿qué mejor razón que la de que estaba dejando la casa perfecta ante la visita de la
anciana señora Hathall?
–Entonces ¿la huella con la cicatriz en forma de «L» era suya?
–Claro. –Wexford se bebió su whisky lentamente, saboreándolo–. Las huellas que creíamos que
pertenecían a ella eran de Morag, al igual que el pelo en el cepillo. Probablemente, peinó a la chica
muerta, lo cual debió de ser muy desagradable.
»El pelo oscuro más áspero pertenecía a Ángela. No tuvo que limpiar el coche en el
aparcamiento o en Wood Green, pudo haberlo hecho en cualquier momento de la semana anterior.
–Pero ¿por qué dejó aquella huella?
–Creo que puedo imaginármelo. En la mañana que murió Morag, Ángela se levantó temprano
para seguir con su tarea. Se encontraba limpiando el cuarto de baño, quizá se había quitado los
guantes de goma para ponerse otros y limpiar el suelo, cuando sonó el teléfono. La señora Lake
llamaba para preguntar si podía pasar a recoger las ciruelas. Y Ángela, nerviosa, al levantarse para
ir a contestar el teléfono, se apoyó con la mano desnuda sobre el borde de la bañera.
»Morag Grey hablaba, y sin duda leía, el gaélico. Hathall debía de saberlo. Por este motivo
Ángela averiguó su dirección, seguramente la vigilaban de cerca, y le escribió, o quizá la fue a ver,
para pedirle si podía ayudarla en un estudio que estaba realizando sobre lenguas célticas. Morag,
una asistenta doméstica, no pudo sino sentirse halagada. Además, era pobre y necesitaba el dinero.
Éste, supongo, era el buen trabajo del que le habló a su vecina. Entonces dejó su empleo como
asistenta y fue a la Seguridad Social hasta que Ángela la llamase.
–Pero ¿conocía a Ángela?
–¿De qué iba a conocerla? Ángela le habría dado un nombre falso, y no veo por qué Morag debía
de saber la dirección de Hathall. El 19 de septiembre, Ángela fue en coche hasta el barrio antiguo de
Myringham, la recogió y regresaron juntas a Bury Cottage para hablar de las condiciones de su
futuro trabajo. Llevó a Morag al piso de arriba para lavarse o para peinarse, y allí la estranguló con
su propio collar dorado.
»Lo demás fue muy sencillo. Vestir a Morag con la camisa roja y el pantalón tejano; dejar sus
huellas en algunos objetos; cepillarle el cabello; ponerse los guantes y llevar el coche hasta aquel
túnel, en Londres. Se alojó un par de noches en un hotel, hasta que encontró una habitación, y
entonces esperó a que pasase el tiempo para reunirse con Hathall.

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Un adiós para siempre: Capítulo IX Ruth Rendell

–¿Por qué, Reg? ¿Por qué matarla?


–Era una mujer honrada y descubrió en qué estaba metido Hathall. No era tonta, era una de esas
personas que tiene inteligencia pero que le falta una oportunidad. Tanto su jefe anterior como su
madre dijeron que podía desempeñar un trabajo mejor que el que estaba haciendo. El inútil de su
marido la hundía. ¿Quién sabe? Tal vez habría tenido capacidad para asesorar a un verdadero
etimólogo de gaélico popular, y quizá pensase que ésa era su oportunidad, ahora que se había
desembarazado de Grey, para mejorar su posición. Ángela Hathall era una gran psicóloga.
–Todo eso lo entiendo –añadió Howard–, pero no comprendo cómo averiguó Morag lo del
fraude de la nómina.
–La verdad es que no lo sé todavía. Imagino que Hathall permaneció hasta tarde en la oficina
mientras ella trabajaba allí, y supongo que oyó alguna conversación telefónica que Hathall mantuvo
con Ángela ese día. Tal vez Ángela le sugiriese una falsa dirección y él llamó para comprobar qué
se necesitaba antes de introducir la dirección en el ordenador. No hay que olvidar que Ángela era el
cerebro de la operación. Tenías razón al decir que ella le había influenciado y corrompido. Hathall
es el tipo de hombre que piensa que una asistenta es como un mueble más. Sin embargo, aunque
hubiesen hablado con cautela, el nombre de la señora Mary Lewis y esa dirección, 19 Maynnot
Avenue, habrían alertado a Morag. Era precisamente la misma calle en que vivían ella y su marido
y sabía que allí no había ninguna Mary Lewis. Y si, después de esa llamada, Hathall empezó a
introducir datos en el ordenador...
–¿Ella lo chantajeaba?
–Lo dudo. Era una mujer honrada. Pero quizá le hizo preguntas. Tal vez le comentó simplemente
que había oído lo que había dicho y que allí no vivía ninguna Mary Lewis, y si él se puso nervioso
(¡Dios mío!, tendrías que verlo cuando se pone nervioso), ella debió de hacerse cada vez más
preguntas hasta llegar a componer una idea aproximada de lo que estaba ocurriendo en realidad.
–¿La mataron por eso?
Wexford asintió.
–Para ti y para mí puede no ser un motivo suficiente, pero ¿y para ellos? A partir de entonces
debían de vivir aterrados, porque si se descubría la estafa, Hathall podía perder su empleo en
Marcus Flower y no volvería a encontrar otro trabajo en el único campo que conocía. Debes tener
en cuenta el carácter paranoico de ambos. Temían ser perseguidos y sospechaban hasta de las
personas más inocentes e inofensivas.
–Tú no eras una persona inocente e inofensiva, Reg –dijo Howard con tranquilidad.
–No, y quizá sea yo la única persona que ha perseguido de verdad a Robert Hathall. –Wexford
levantó su vaso casi vacío–. ¡Feliz Navidad! No dejaré que la pérdida de libertad de Hathall me
fastidie estas fiestas, pues si alguien lo merece, es Hathall. ¿Vamos con los demás? Creo que he
oído entrar a Mike con mi yerno.
El árbol ya estaba adornado. Sheila se reía de la horrible cacofonía que se oía en el tocadiscos.
Habiendo acostado por tercera vez a uno de los niños, Sylvia estaba envolviendo el último regalo,
uno de Kidd’s, con una caja de pinturas, un globo terráqueo, un libro de pintura y un coche de
juguete. Wexford rodeó con un brazo a su mujer y con el otro a Pat Burden y les besó. Sonriendo,
cogió el globo terráqueo y lo hizo girar. Dio tres vueltas sobre su eje antes de que Burden
comprendiese por qué lo hacía, y entonces comentó:
–Y sin embargo se mueve. Tú tenías razón. Él lo hizo.
–Bueno, tú también tenías razón –dijo Wexford–, él no mató a su mujer. –Viendo la mirada de
incredulidad de Burden, añadió–: Y ahora supongo que tendré que volver a contar toda la historia.

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