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Menxu Abril
Cuando hablamos de amor hemos de tener en cuenta que todo lo que se mueve a su
alrededor, sus tipos y las formas de relaciones basadas en él han evolucionado como parte de
las culturas en las que se enmarca. Es decir que todas las emociones, sentimientos,
pensamientos, creencias y valores asociados a él, además de tener una base biológica a través
de la cual podemos desarrollar todo lo demás, ha sido y es producto social y cultural.
Por mucho que intentemos naturalizar todo lo que constituye y define al amor hoy en día en
nuestra sociedad occidental la realidad es que hemos inventado el “amor”. La posibilidad de
amar, en un sentido amplio de la palabra, está presente en el ser humano desde siempre
mientras que el amor de pareja tal y como lo concebimos hoy en día con todos sus mitos,
creencias en las que se sustenta y formas “adecuadas” de amarse, se ha ido creando a lo largo
de la historia de la humanidad. Todos los productos culturales que hablan sobre el amor, las
normas, las costumbres, las representaciones simbólicas, la implicación de las instituciones
sociopolíticas y religiosas y las formas de organización familiar y social son influencia de y a su
vez están influidos por el concepto Amor.
Antes del Patriarcado existieron sociedades más matriarcales. Las sociedades matriarcales no
son sociedades donde no hay lugar para los hombres o donde estos tienen menos valor que las
mujeres, sino sociedades más comunitarias donde la relación con la tierra y la naturaleza, los
sistemas de acceso a los recursos y el significado de grupo y familia eran distintos. La madre
era la madre tierra, existía una adoración hacia la fertilidad, la capacidad de creación y lo que
significaba ser mujer (se adoraba a la Diosa en muchas de estas sociedades, si bien la divinidad
no tenía por qué ser masculina o femenina exclusivamente sino todo a la vez, ya que no existía
ese dualismo extremo de separación entre una noción y otra). Todo era de todos los seres y se
tenía un sentido diferente de la vida, del cuidado y de la existencia en general. Desde luego
que con la propiedad privada las relaciones de poder se incrementaron, el hecho de querer
poseer implicaba dominar la tierra, propia y ajena, la naturaleza y la vida de otras personas, y
así empezó el poder de los hombres sobre las mujeres y las/os niñas/os, y de la gente blanca
sobre la gente negra o de diferentes razas y etnias además de otras jerarquías. Dentro de este
marco patriarcal y de esta nueva forma de concebir la existencia se fue creando un modelo de
familia nuclear en el que, a diferencia de la crianza en comunidad o de la crianza en la que la
paternidad “real” no se consideraba transcendente, la descendencia pasaba a formar
propiedad del padre y dentro de esta visión patrilineal era necesario asegurar que las hijas e
hijos fueran biológicamente suyas/os garantizando así que las tierras y los recursos fueran para
los hijos varones reconocidos dentro del matrimonio y no para otros. Por tanto, la monogamia
sirvió para alejar las posibles incertidumbres controlando la concepción y relegando a las
mujeres al ámbito de la crianza y lo doméstico, ámbitos a que además dejaron de tratarse con
orgullo y respeto para comenzar a ser infravalorados (algo con lo que hoy en día todavía
cargamos,) y limitando su libertad sexual (cosa que no se hizo con los hombres puesto que
gozaban de la aprobación, velada o no, de las relaciones extramaritales)
Hemos aprendido a ver la realidad de manera dual, capitalista y patriarcal y toda nuestra
existencia está marcada por esta visión creando un velo, una ilusión basada en creencias bien
arraigadas y que se nos ha mostrado como lo normal y lo natural. El lenguaje, un subproducto
de la evolución biológica y sociocultural de la especie, está impregnado de principio a fin por
esta forma de ver el mundo de tal forma que los conceptos representan y refuerzan esa
realidad creada.
Las relaciones de poder se han establecido como intermediario en las relaciones patriarcales y
capitalistas entre hombres y mujeres. Existe una base que es el miedo, el miedo a la sexualidad
de las mujeres ejercida con libertad y el miedo de las mujeres hacia la violencia de los
hombres. Quizá ese sea el origen del Patriarcado.
Tal y como plantea Coral Herrera en su obra “La construcción sociocultural del amor
romántico”, la invención del amor romántico ha conseguido que acabemos desvinculándonos
del grupo y de la comunidad para acabar enclaustrándonos de dos en dos, con una visión
reducida del amor y de nuestros intereses, perdiendo de vista la noción de apoyo social y
alejándonos a unas personas de otras porque damos importancia solamente a lo “nuestro”, y
lo que hemos aprehendido como nuestro es la familia más cercana, nuestra casa y nuestras
amistades (que muchas veces pierden prioridad cuando tenemos pareja y más si tenemos
hijas/os), olvidando que nuestro es también el planeta en el que vivimos, la tierra, la
comunidad, la responsabilidad en garantizar derechos para todos los seres que existimos.
Cuando pasamos más tiempo pensando en que la persona que nos gusta no nos quiere, en
lugar de pensar en las consecuencias de la explotación animal por el consumo humano de
carne y productos lácteos o en las violaciones que se cometen a millones de mujeres todos los
días en nuestro planeta, algo pasa en nuestras cabezas, en nuestros cuerpos, en nuestros egos,
en nuestras apegos y en nuestro sentido de la existencia que hace que nos callemos y
participemos de la corriente individualista y ególatra que el patriarcado capitalista nos impone.
No es algo biológico sin más, es un producto psicosocial y cultural. Obviamente, al capitalismo
no le conviene que nos apoyemos o intentemos romper el statu quo y aprovecha los
mecanismos biológicos, sociales y psicológicos adecuados para mantenernos en esta ceguera
con indefensión aprendida.
A mujeres y hombres nos han educado de forma estereotipada, dualista (dos sexos, dos
géneros, dos formas de ser, dos valías diferentes, dos formas de existir, etc.) y complementaria
de manera que puedan mantenerse los esquemas del amor romántico, con sus idas y venidas,
sus preocupaciones, sus egos y sus carencias afectivas, bajo una perspectiva
cisheteronormativa y sexista.
De esta manera el amor romántico es un producto mítico que tiene una base sociobiológica en
cuanto a las relaciones afectivas y eróticas humanas y una base cultural y psicológica.
A lo largo de la historia se ha producido una regulación y control externos del cuerpo y de las
emociones, de la sexualidad y de la expresión de los deseos de manera que hemos
interiorizado tal control sin necesidad de que alguien nos diga directamente que no hagamos
aquello o lo otro; más allá de autorregularnos hemos aprendido también a autocensurarnos, a
desnaturalizar lo natural y a naturalizar lo que sin embargo es producto cultural. La sexualidad,
el comportamiento y las emociones en general son el principal objeto de control externo e
interno.
Durante la Antigüedad griega y el Imperio Romano se ensalzaron las diferencias entre hombres
y mujeres de forma despectiva para estas últimas. No sólo hay una división de roles,
capacidades y características sino que además todo lo considerado femenino, lo que queda a
ese lado de la división, se entiende como inferior, irracional, no digno y al servicio de lo
masculino. Las relaciones entre hombres alcanzan lo místico, lo digno y lo puro, mientras que
las relaciones con las mujeres son necesarias para procrear y garantizar la existencia de
sucesores, o para dar cabida como desahogo a las “bajas pasiones”. Las diosas que
contemplaban estas culturas fueron robadas de mitologías paganas anteriores, una adaptación
en la que estas diosas perdieron capacidades y poderes que antes sí formaban parte de ellas
pero que ahora quedaban en exclusiva para los dioses. Claro que también había arquetipos de
Diosas independientes y no vulnerables ante los hombres como Atenea y Artemisa, pero
Atenea por ejemplo estaba del lado del Patriarcado mientras que Artemisa era la defensora de
las mujeres. ¿Cuál de las dos Diosas es más recordada hoy en día?
Por otro lado es cierto que existía cierta contradicción puesto que existían roles femeninos
muy bien valorados y considerados, si bien no dejaban de estar al servicio masculino y los
pactos con el patriarcado terminaban siendo necesarios, tanto como aliarse con él. La propia
tragedia griega ensalzó a mujeres como seres fuertes y pensantes pero también llevadas por la
pasión amorosa y el sufrimiento (en este sentido de forma similar a sus compañeros hombres).
En cuanto al amor y la pasión eran temas centrales de la lírica griega, prueba de ello está en las
obras escritas y en la mitología griega, donde las pasiones, las traiciones, el amor, la
indefensión ante la “posesión amorosa” cegaba a hombres y mujeres y desde ahí se recreaban
las diferentes formas de reaccionar, las resoluciones basadas en el poder sobre alguien o algo,
las estrategias utilizadas para conseguir el propósito amoroso y de conquista, la pérdida de
poder por el fluir de la pasión, los celos, los pactos y los diferentes tipos de personalidad
formando arquetipos en las formas de amar y ser del ser humano en general y de hombres y
mujeres en particular. Hemos heredado como occidentales gran parte de estos arquetipos
griegos y hoy en día todavía hacemos referencia a dichos textos e historias que siguen
inspirando creaciones literarias.
Tanto en la literatura griega como romana se consideraba al amor una “dulce tortura”, algo
inevitable y que nublaba la razón (creando así una contradicción entre la inevitabilidad
pasional y erótica y el control de las “bajas pasiones” para no perder el uso de la razón).
Durante la Edad media, con el cristianismo presente, las novelas representaban un amor de
pareja basado en la conquista de la mujer, inalcanzable, por parte del hombre. Lo habitual es
que la historia de amor fuera imposible en principio por la diferencia de clase y porque las
familias tenían la intención de casar a su hija con un hombre de estatus socio-económico alto
para beneficio propio negando la libertad de la chica para elegir y normalizando el clasismo
dentro y fuera del matrimonio. Las historias representaban a un hombre y una mujer que se
amaban pero que no podían estar juntos por la oposición de sus familias, de manera que la
relación se rompía pero finalmente volvían a estar juntos contra viento y marea y “el amor
triunfaba”. El cristianismo fue quien dio “permiso” para casarse con la persona a la que se
amaba, de manera que las personas cristianas, puras y decentes harían lo correcto al unirse en
matrimonio por amor. De hecho, las parejas solían representar el modelo cristiano monógamo,
sin adulterio y sin relaciones sexuales previas al matrimonio. Estas novelas sirvieron para
mostrar el modelo de matrimonio “adecuado” socialmente.
El hombre es quien principalmente lucha por conquistar a la dama, quien enamora y seduce y
quien definitivamente toma la iniciativa hasta convencer de su amor por ella. Por supuesto
que esta representación del amor también mostraba a mujeres que decidían con quien se
casaban, libres en cierto sentido, pero de una forma pasiva, esperando ser conquistadas. Hubo
una mitificación de la mujer como “algo” a conseguir, como la deseada, la esperada y la que
correspondería ante los intentos de conquista del hombre.
Este amor basado en lo imposible en apariencia pero que con insistencia y sufrimiento se
puede conquistar es una de las bases más fuertes del amor romántico y erótico, de que quien
la sigue la consigue, jugando al papel de eterna damisela que si bien por un lado elige por sí
misma desde cierta libertad, también es la conquistada (como un premio, como las tierras,
como los países y territorios en un sentido patriarcal y capitalista). Así se exaltaba el amor
desgraciado como algo por lo que luchar y que hacía al alma más noble. La atracción sexual
quedaba ligada a la idealización de la conquista del amor, se ama la idea de conseguir lo
deseado y lo inalcanzable. No se ensalzaba por supuesto el erotismo ni la atracción erótica,
sino el amor casto que después devenía en la sexualidad dentro del matrimonio.
El cristianismo favoreció que el amor estuviera en la base del matrimonio como forma de
control social para ganar poder político-económico (la Iglesia tenía interés en las posesiones y
el dinero que le generaba la formalización del matrimonio) y para eso aprovechó la
transgresión social que suponía elegir casarse con quien se amaba de cara a la expectativa de
la familia, interesada en la alianza económica y política.
Durante el siglo XVIII y el Romanticismo, al contrario que el amor casto y puro de la Edad
Media o amor cortés, se ensalzó el amor pasional basado en la galantería del hombre para
conquistar a la dama. El conquistador en sí es un don juan, un seductor nato que utiliza la
conquista del deseo femenino (una vez más se muestra la idea de que cuando nos intentan
seducir somos seres pasivos, de que existen técnicas específicas para que alguien se enamore
de nosostras/os y que todas las mujeres sienten y desean lo mismo). La galantería y la
seducción masculina se consideran artes que alimentan el ego tanto de quien quiere seducir
como de quien accede a tal seducción. Se entiende como un juego basado en el disfrute y el
hedonismo, algo que puede ser positivo si no fuera porque se jugaba con los sentimientos de
las mujeres intentando que se sintieran especiales y únicas para conseguir que accedieran a
esa pasión y reforzar el ego y el caché del galán. Hablamos de una seducción con trampa que
hacía que cuanto más difícil fuera “el objetivo” más crecieses el interés y las armas de
conquista. Puede verse aquí una clara relación entre poder y deseo, donde mientras el hombre
alcanza cuotas de reconocimiento la mujer es condenada socialmente por su pasión sexual a
disposición del deseo masculino (el castigo por dejarse embelesar y dejarse llevar por su
propio deseo sexual, que en estos momentos se considera indigno). Tirando de la herencia del
amor cortés medieval el amor y el deseo sexual se vuelven a relacionar con sufrimiento, pero
esta vez sin apenas finales felices y relatados de manera mucho más trágica, así como dejando
al descubierto la hipocresía entre la consideración del deseo sexual como no virtuoso y la
necesidad hedonista de vivir el placer.
Queremos a nuestros compañeros del colegio y de la universidad, a gente con la que hacemos
deporte, con la que compartimos nuestra pasión por el rock o la astronomía.
El romanticismo hace aflorar la buena gente que llevamos dentro, puede suscitar sentimientos
de altruismo, generosidad, entrega, sacrificio, ilusión, felicidad intensa. Es muy común que
hasta los más egoístas, cuando se enamoran, derrochen alegría y recursos: nos entregamos
plenamente para hacer que el amado o la amada sean felices. Sin embargo, el amor romántico
también potencia nuestro lado oscuro: el egoísmo, el miedo y las inseguridades, los complejos,
los deseos de venganza y dominación, la crueldad extrema. Cuando sufrimos, cuando se
portan mal con nosotros, cuando nos portamos mal con alguien: el amor romántico nos
muestra la peor cara de nosotros mismos, nuestro lado más sombrío e inconfesable.
No aman igual en China que en Marruecos, ni la cultura amorosa latina es la misma que la
cultura amorosa del movimiento hippie. No ama igual una monja budista que un ejecutivo de
Manhattan, pero el amor tiene algo en común en todas las culturas: es una energía poderosa,
nos hace sufrir, nos hace felices, nos mueve constantemente.
El amor pasional, el amor romántico, el amor de pareja, son conceptos que varían con cada
cultura. Los modelos de relación sexual y afectiva varían también según los modelos de
organización política y económica. Es decir, el amor es algo que nos pasa a todos, y lo vivimos
de acuerdo a la cultura en la que nacemos. Aprendemos a amar a través de los cuentos y las
películas: el amor es un fenómeno político y social porque lo disfrutamos o lo sufrimos todos
en algún momento de nuestras vidas.
El amor es una mezcla de instintos, emociones, normas, prohibiciones y mitos bajo los cuales
subyacen las creencias y cosmovisiones que los grupos de poder político y económico nos
trasladan a través de la cultura. Estas creencias se invisibilizan porque se engalanan con las
vestiduras de la magia del amor, pero nuestros cuerpos, nuestra sexualidad, nuestros
sentimientos, están atravesados de ideología. Las ideologías varían en cada época histórica: en
la actualidad podemos afirmar que, en la cultura occidental globalizada, nuestro amor es
capitalista.
El "capitalismo romántico" consiste en que construimos nuestra cultura amorosa bajo los
principios y valores del sistema. Configuramos nuestras relaciones en base a la propiedad
privada (yo soy tuya, tú eres mío) y en base a la acumulación (medimos la virilidad, por
ejemplo, en base al número de mujeres que un hombre puede conquistar, al estilo de Don
Juan).
La industria del amor romántico, por ejemplo, es un motor que mueve nuestra economía,
dado que invertimos muchísimos recursos en encontrar pareja, en formalizar y celebrar las
uniones, en pedir a profesionales que nos ayuden a mantener la pareja, o que nos ayuden a
separarnos. Entre los regalos que nos hacemos en las bodas y aniversarios, y la creación de
niditos de amor, son muchas las empresas que se benefician de este inagotable negocio.
Ganan las iglesias, las joyerías, los salones de boda, las agencias de viaje de novios, las tiendas
de ropa nupcial, las floristerías, las orquestas de música, las agencias matrimoniales, los
gabinetes de psicólogos, los bufetes de abogados, y las inmobiliarias.
Las mujeres sufrimos de dependencia emocional aguda y los hombres se declaran en estado
de crisis transitoria. Unas sufrimos las contradicciones entre los discursos de la posmodernidad
y las estructuras emocionales arcaicas que heredamos de nuestras abuelas. Los otros
reivindican su derecho a deshacerse de todos sus privilegios de género y de las cargas
patriarcales que llevan siglos oprimiéndolos. Unas se aferran a la feminidad tradicional, otros
al ominpresente modelo de macho alfa.
Unos se declaran disidentes del género, gente rara, gente queer, y otros desean
heteronormativizarse, y en el camino, las relaciones son más apasionantes que nunca, porque
estamos todos desorientados y hace falta innovar a la hora de juntarse con alguien. Es más
fascinante construir de cero estructuras amorosas para el disfrute que seguir con las antiguas,
porque resultan un tanto sadomasoquistas. Esta cosa del placer del sufrimiento inserta en
nuestra cultura cristiana. que nos hace creer que para amar de verdad hay que sufrir, que si no
se tienen celos no se ama de verdad, que hay que llorar mucho para rozar el amor verdadero,
que la pasión está basada en el conflicto eterno y sostenido.
Por eso nos creemos que no hay pasión sin sufrimiento y por eso nos gusta vivir el dramón
como en las mejores telenovelas. Nos embarcamos en relaciones tormentosas y en eternas
luchas de poder entre nosotros porque no sabemos construir relaciones sanas, bonitas, libres e
igualitarias. En las redes abundan ejemplos de esos amores horribles basados en los celos o en
la misoginia, amores horribles que fomentan el narcisismo, el egocentrismo y el reproche
amargo. Esos inocentes cartelitos, me temo, llegan al extremo de promover esa terrible
relación entre el amor romántico y la violencia de género. Los medios siguen mitificando las
patologías del amor romántico que generan tanto sufrimiento, sobre todo en el cine o en los
telediarios, que siguen presentándonos los asesinatos a mujeres como crímenes pasionales.
Nos sentimos demasiado solos y solas en la posmodernidad individualista, y muchos son como
yonkis del amor que no pueden evitar esa adicción a las emociones fuertes.
La magia del amor, sin duda, es una droga demasiado potente que nos coloca en estados de
éxtasis y de dolor, pero que también sirve para que todo siga como está.
El amor perjudica seriamente la igualdad porque está basado en la división tradicional de roles,
de manera que dependamos unos de otros para sobrevivir. Para reforzar las relaciones
basadas en la dependencia mutua, nuestra cultura se ha inventado el mito de la
heterosexualidad, el mito del matrimonio por amor, el mito de la monogamia, y todos los
demás mitos románticos como la media naranja, el amor eterno, el príncipe azul y la princesa
rosa....
Todos estos mitos románticos existen porque necesitamos modelos de héroes y heroínas
mitificados, y para que adoptemos ciertos patrones emocionales y ciertas estructuras de
relación que están muy marcadas por la doble moral. La doble moral consiste en que nos
creamos que las mujeres somos monógamas e inapetentes sexuales y los hombres son, por
naturaleza, promiscuos y con una gran potencia sexual. A pesar de ello, a las mujeres se nos
sigue castigando duramente, restringiendo nuestra libertad de movimientos y nuestro derecho
al amor, y se nos sigue confinando en espacios domésticos porque en nuestra sociedad las
mujeres libres representan toda la carga cultural del ancestral miedo masculino a la potencia
sexual femenina.
El amor, entonces, posee una dimensión política y económica que configura nuestras
emociones y sentimientos, nuestro deseo y erotismo, nuestras formas de convivencia, nuestra
cotidianidad.
Aprendemos a amar a través de la cultura, aprendemos qué formas de relación son las
aceptadas por nuestra sociedad, qué formas de amar están prohibidas o mal vistas,
aprendemos a formar dúos de amor, e imitamos los modelos amorosos que nos proponen la
publicidad, el cine y los medios de comunicación, por eso todos y todas deseamos un amor de
Coca-Cola.
La construcción cultural del amor romántico de nuestras sociedades está basada en modelos
muy limitados, en realidad es siempre el mismo esquema narrativo: dos personas
heterosexuales jóvenes y blancas que se aman pero no pueden estar juntos por diversos
motivos.
El lucha contra los obstáculos y los enemigos, ella espera pacientemente. Y cuando él triunfa,
acaban juntos y viven felices para siempre. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Aunque sabemos que otros finales Disney son posibles, y que la realidad es mucho más diversa
y colorida de lo que nos cuentan.
Basta con echar un vistazo a los índices de divorcios, re-casamientos, infidelidades; asomarse a
las carreteras repletas de puticlubs, y bucear un poco en Internet para observar la cantidad de
gente que busca amor a través de las redes sociales. Son millones los que se apuntan a
plataformas de ligue virtual, a grupos de sadomasoquismo y bondage, a blogs de parejas
swinger, a colectivos de poliamor, a foros de gente rara, queer, friki con gustos sexuales
particulares, como los que tienen relaciones de amor sin sexo, o relaciones sexuales sin amor.
Del amor se ha escrito mucha literatura, pero la ciencia no le ha prestado la atención suficiente
hasta hace bien poco, pueden leer sobre el tema en "El amor romántico desde una perspectiva
científica: ¿por qué y para qué estudiar el amor?". Las relaciones de parentesco, por ejemplo,
se estudian mucho más que las relaciones de pareja, y el reflejo salivar condicionado mucho
más que las emociones que nos sacuden por dentro y nos descolocan la vida.
Nos enseñan educación sexual para protegernos de enfermedades, pero no nos ofrecen
educación emocional para aprender a gestionar la ira, la pena, la euforia, la esperanza, el dolor
o el miedo. Para eso está el cine con sus mitos románticos: aprendemos de historias de amor
como Dirty Dancing o Avatar. Y con estas películas aprendemos, de paso, como son o deben
ser las mujeres, como son o deben ser los hombres, y nos convertimos en soñadores de la
utopía romántica posmoderna, que nos promete la salvación y la obtención del estado anímico
ideal: la felicidad.
El amor es un tema que va cobrando cada vez más importancia conforme ahondamos en las
teorías de género, abandonamos el pensamiento binario, vamos más allá de las etiquetas que
nos discriminan, dejamos de pensar en conceptos absolutos como verdad, objetividad,
normalidad. Ya sabemos que el tiempo es relativo, que las emociones son parte de nuestro
cerebro racional, y aprendimos hace décadas que lo romántico es político.
El único camino viable hoy para despatriarcalizar el amor y descapitalizarlo, creo, pasa por
nuestra capacidad para dejar de idealizar las utopías románticas. Para poder construir
relaciones bonitas que nos hagan medianamente felices, creo que es fundamental trabajar el
apego y el miedo a la soledad. Es necesario cuestionar la división tradicional de roles, subvertir
los estereotipos, desmontar los mitos del romanticismo decimonónico, y diversificar afectos.
Considerando que todas nuestras necesidades de afecto y compañía no pueden ser cubiertas
por una sola persona, es preciso expandir el amor, poder disfrutar de los seres queridos y
romper con el aislamiento y el anonimato que impone la vida urbanita posmoderna. Nos
sentimos solas y solos cuando no nutrimos nuestras redes sociales o cuando estas son
únicamente virtuales. Por eso creo que hay que volver a crear, o bien reforzar, las redes de
solidaridad y ayuda mutua. Expandir el cariño al vecindario, organizarse para mejorar la calidad
de vida de todos y todas, no solo la propia. Para ello tenemos que derribar los estereotipos
que nos discriminan, acoger la diferencia como algo enriquecedor, dejar de pensarnos en
dicotomías (nosotros/ellas, los unos/las otras, los blancos/los negros, los de dentro/los de
fuera).
Es importante que desde la cultura podamos trabajar para crear otros patrones emocionales,
que podamos contar otras historias más reales y por tanto más diversas, que podamos
inventar otros modelos y personajes más complejos y menos polarizados. Es importante
también trabajar contra la desigualdad que genera violencia, y liberar a nuestro cuerpo y
sexualidad de la tiranía de la belleza y de las estructuras de pecado que nos oprimen.
Estoy convencida de que solo desde la libertad podremos querernos y hacernos la vida más
fácil. Solo desde la alegría de vivir podremos construir relaciones de disfrute y fuentes de
cariño colectivos que nos hagan sentir menos solos y solas.
Un día que me puse muy optimista se me ocurrió el ensayo "El futuro es Queer" y en otro
ataque de alegría me escribí el "Manifiesto de los Amores Queer".
Otras veces pienso que hace falta siglos para poder lograr liberar al amor del miedo y del
patriarcado, y del interés económico. Me digo entonces que a pesar de lo complicado que es
entender el amor, a pesar de la contradicción que existe entre nuestra necesidad de
independencia y la necesidad de compañía, a pesar de lo mucho que sufrimos "por amor", lo
importante es que lo estamos intentando.
Grupo 1. “El amor todo lo puede” Grupo 3. “El amor es lo más importante y
requiere entrega total”
1. Falacia de cambio por amor
2. Mito de la omnipotencia del amor 12. Falacia del emparejamiento y conversión
3. Normalización del conflicto del amor de pareja en el centro y la
4. Creencia en que los polos opuestos se referencia de la existencia
atraen y entienden mejor 13. Atribución de la capacidad de dar la
5. Mito de la compatibilidad del amor y el felicidad
maltrato 14. Falacia de la entrega total
6.Creencia en que el amor “verdadero” lo 15. Creencia de entender el amor como
perdona/aguanta todo despersonalización
16. Creencia en que si se ama debe
renunciarse a la intimidad
Grupo 2. “El amor verdadero predestinado” Grupo 4. “El amor es posesión y exclusividad