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LICEO BICENTENARIO Asignatura: Historia, Geografía y Ciencias Sociales

TECNICO PROFESIONAL
“MARY GRAHAM” 4° Medio Electivo.
Nivel o curso:
VILLA ALEMANA La Ciudad Contemporánea.
Carla Giovanetti Ulloa/ Historia
Profesor-depto:

Guía de Lectura
Unidad Programática: El proceso de urbanización 3

Objetivo priorizado N°: - Guía N° 1


Semana N° 03 Fecha :

“El principal segregador es el mercado de suelo y ahí se necesita Estado”

El urbanista Luis Eduardo Bresciani

Para el urbanista y director de Arquitectura en la UC, buena parte del error ha sido insistir
en las recetas de los 90 ante urgencias que no son las de entonces. Además de un Estado
centralista, asegura, nos lastran inercias ideológicas que “impiden permanentemente correr
la línea”.
Conocer el problema, hasta ahora, no nos ha servido para resolverlo: la segregación social
de las grandes urbes chilenas parece una fuerza de la naturaleza. Pero no lo es. Para
Bresciani, director de Arquitectura en la UC y con experiencia en puestos de gobierno
(lideró, entre 2003 y 2010, la División de Desarrollo Urbano del Minvu), buena parte del
error ha sido insistir en las recetas de los 90 ante urgencias que no son las de entonces.
Además de un Estado centralista, asegura, nos lastran inercias ideológicas que “impiden
permanentemente correr la línea”.

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¿Se puede decir que la pandemia nos cobró por la manera en que hemos
construido Santiago? ¿O en cualquier gran metrópolis habría pasado lo
mismo? No, pudo haber sido distinto. Los patrones de Santiago, donde el mapa de la
pandemia es el mapa de la desigualdad, son los que hemos visto en metrópolis de alta
segregación social, como Nueva York. Lo que hizo la pandemia, por lo tanto, fue agudizar
una condición preexistente de este enfermo llamado ciudades chilenas, donde el mayor
enfermo son las áreas metropolitanas. Desde octubre hemos discutido mucho sobre la
desigualdad de acceso a bienes públicos, y si el 90% de los chilenos vive en ciudades, la
ciudad es la puerta de entrada a esos bienes. Otra cosa que nos vino a recordar la pandemia
es la íntima conexión entre el diseño de la ciudad moderna y los problemas de salud, que
fueron el origen fundamental de la planificación urbana en Estados Unidos y Europa,
desde fines del siglo XIX. El propósito original de los planes reguladores no fue otro que
separar a las viviendas de la contaminación que generaban las industrias. Más aún, mapear
la localización de las epidemias en la ciudad ha servido incluso para hacer descubrimientos
médicos.

¿De qué tipo?

A mediados del siglo XIX, por ejemplo, no se sabía que las aguas contaminadas
propagaban el tifus y el cólera. Pero a John Snow, un médico inglés, se le ocurrió mapear a
los enfermos de cólera en Londres y descubrió que muchos sacaban agua del mismo pozo.
Después descubrieron que esa gente tomaba agua contaminada de sus propios desechos,
porque los pozos negros de las casas contaminaban la napa. De ese tipo de hallazgos surgió
la ciudad del siglo XX: calles más anchas, alcantarillas subterráneas, viviendas ventiladas.
Hoy la ventilación y el sol son necesidades obvias, pero en el 1900, los inmigrantes de
Nueva York vivían allegados en recintos interiores que no tenían ventanas. También se
buscaron transportes públicos más limpios. El automóvil fue quizás el único error del siglo
XX, y es un cáncer porque cuesta deshacernos de él. Pero estamos ante una gran
oportunidad de repensar el diseño de una ciudad saludable. Una ciudad que te permite
hacer muchas de tus actividades caminando, o en bicicleta, te enferma menos. Y el
problema actual de las viviendas sociales no es sólo el tamaño, son los espacios colectivos:
no tienes adónde salir.

El debate público sobre el hacinamiento y la segregación suele diluirse en la


nobleza de sus intenciones. Concretamente, ¿qué hicimos mal en los últimos
30 años?

Creo que lo principal no es lo que hicimos mal, sino las cosas nuevas que debimos hacer y
no hicimos. Porque si uno mira el panorama de esos 30 años, deberíamos estar
relativamente orgullosos de ciertos logros.

¿Como cuáles?

Chile ha sido súper exitoso en proveer acceso a vivienda y a infraestructura básica. Las
ciudades chilenas tienen 100% de acceso a agua potable y alcantarillado, cosa difícil de ver
en Latinoamérica. Los campamentos son todavía un problema serio, pero mucho menos
masivo que en Buenos Aires, Sao Paulo, Bogotá o Lima. La expansión del transporte
público ha sido muy fuerte, a pesar de todas las críticas. O sea, en las grandes políticas

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Chile lo ha hecho muy bien. Pero los instrumentos que lograron esos éxitos −concesiones,
subsidios− y que fueron copiados en toda Latinoamérica y más allá también, perdieron
eficacia en la última década. Hay problemas endémicos que requieren otras soluciones y,
para ser claros, otro Estado. No hemos resuelto la segregación social, y tampoco hemos
conseguido evitar que el empleo y los servicios se concentren en pocas zonas. Por eso sigue
habiendo personas que demoran hasta 120 minutos en llegar al trabajo, versus otras que
están a 15 minutos de comercios, servicios, áreas verdes y empleos. Eso no es una ciudad,
son dos ciudades. Y esos patrones de movilidad también influyen en que nuestras ciudades
estén entre las más contaminadas de Latinoamérica. Por eso la segregación no es sólo un
problema de equidad, también hace que la ciudad funcione mal.

Se ha puesto muy de moda la “ciudad de los 15 minutos”, que sería la idea de


volver a mezclar zonas residenciales y comerciales para reducir los traslados.

Pero el problema no es sólo la mixtura de uso para que haya comercio, también es el
empleo. Y Santiago, lamentablemente, se ha mantenido el patrón de las ciudades
latinoamericanas: las buenas fuentes de empleo no buscan el acceso a transporte, sino las
zonas de ingresos más altos. Por eso el centro se ha ido moviendo desde el casco histórico
hacia Las Condes, obligando a las personas a trasladarse 120 minutos. Ahí se requiere
algún tipo de política, sea de incentivo o de garrote, porque el mercado no va a revertir ese
patrón, lo va a agudizar cada vez más. Cuando algunos alcaldes proponen llevar familias
vulnerables a suelos bien ubicados, es una de las soluciones, pero nuestra mayor deuda
urbana y social es llevar mejor ciudad adonde no la hay.

La política de viviendas sociales de los 90 tiene muy mala fama, porque llevó a
la gente a las periferias, sin acceso a buenos servicios. Por lo que decías antes,
parece que tu visión es menos negativa.

Es una pregunta compleja. En los 90 teníamos un déficit habitacional monstruoso: más de


un millón de familias vivían hacinadas o allegadas. Por lo tanto, la urgencia era darles
techo. Y en un país mucho más pobre que el de hoy, se buscó la manera de allegar recursos
privados para avanzar rápido, lo cual tuvo un costo: vincular el subsidio al precio del
terreno.

O sea, llevar a los más pobres a los suelos más baratos.

Así es. Cosa que no ocurría tanto en los años 50 y 60, porque el Estado compraba suelo y
hacía proyectos como la Villa San Luis, o regularizaba asentamientos informales o
poblaciones callampas. Pero tengo que ser bien franco: creo que en los 90 esa política de
vivienda masiva fue la mejor solución disponible. Así como en los 60, para no convertir en
mitología lo que hicimos en otro tiempo, la política masiva del Estado fue simplemente
entregar suelo en propiedad. La mediagua no era una manera de darte un techo, sino un

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terrenito que te permitió decir “ya, aquí me puedo instalar con seguridad, esto puedo
demarcarlo y construir poco a poco”. Por eso hay poblaciones con gran cultura social, como
La Victoria o la Villa La Reina, que fueron procesos de urbanización popular. Entonces,
cada momento tuvo su solución según los recursos que había. El problema es que hoy el
Estado gasta más plata que en los 90, las viviendas son mucho mejores y sin embargo el
déficit ha ido aumentando.

¿Por qué?

Porque la demanda de esas familias ya no es el techo. Prefieren vivir allegados, incluso


hacinados, pero más cerca del empleo y de sus redes sociales, que en una casa nueva de la
periferia. Y frente a esa realidad, esta concepción tan estrecha de la subsidiariedad estatal,
que le dice a la persona “te doy un bono para que tú te las arregles en el mercado”,
obviamente no da el ancho. Necesitamos un Estado que intervenga más, que compre suelo
y que haga otras cosas que estaban casi vetadas hace 10 años, porque se consideraban de
países socialistas, pero hoy las hace cualquier país de la OCDE: donde el mercado es
ineficiente, el Estado interviene. También sería injusto decir que el Estado de hoy es el
mismo de los 90, eso no es así. Hoy es más consciente de estos problemas y ha creado
instrumentos para mitigarlos. Pero ha sido lento. Y existen fuerzas fácticas que se han
opuesto a esa evolución, pese a los consensos que hemos logrado en la última década y que
incluyen a gobiernos de distinto signo.

Villa San Luis, comuna de Las Condes

¿Fuerzas que responden a trabas ideológicas o a intereses económicos?

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Algunos van a discrepar, pero creo que son trabas ideológicas, relacionadas con el rol y el
tamaño del Estado. Porque muchos actores privados comparten estas preocupaciones,
notan que más de lo mismo no funciona y se requiere una nueva forma de cooperación.
Pero otros sectores del mundo privado y de la misma sociedad −cada día más minoritarios,
de ahí mi esperanza− todavía quisieran un Estado más pequeño, observador, distante, y
una sociedad meramente “usuaria”, de intereses individuales antes que colectivos. Para
ellos, entonces, la única solución sería encontrar el mejor mecanismo para que el sector
privado produzca bienes públicos, porque sería más eficiente, más moderno, etc. Ese sector
ideológico, casi anclado en los años 80 y en la dictadura, impide permanentemente correr
la línea para avanzar en temas que son de consenso en el mundo desarrollado. Y no porque
esos países tengan más recursos –otro mito− sino porque tienen acuerdos sociales
distintos y un mayor sentido del pragmatismo.

¿El salto conceptual sería romper con el tabú del Estado planificador?

Si eso significa replicar el Estado centralista de los años 50, no. Yo, por lo menos, estoy
hablando de una planificación con poder real, con dientes, pero desde un Estado mucho
más asociativo, que equilibre el poder entre actores privados, organismos públicos y
comunidades organizadas. La línea no se corre porque alguien es más inteligente, se corre
porque actores con distintos intereses se ponen de acuerdo. Y hoy más que nunca, porque
la población está cada vez más informada y exige ser parte de la discusión. Para mí, la
primera tarea de ese Estado sería crear las condiciones para un “pacto por la ciudad” que
nos ponga de acuerdo sobre adónde queremos llegar. Imaginarse una ciudad mejor, salir
del cortoplacismo y tener un horizonte, es clave para empezar a caminar, porque esto es de
largo aliento. Y no olvidemos que pensar la ciudad del futuro es sólo la mitad de la tarea:
intervenir los barrios que ya segregamos y que están deteriorados, tomados por el
narcotráfico, también requiere planificación. La buena planificación, por lo demás,
también le sirve al sector privado, porque genera certidumbre: tú sabes lo que está
planificado para los próximos 10 años y puedes tomar decisiones.

Mientras preparamos ese pacto, ¿qué políticas concretas activarías hoy


mismo para atacar la segregación?

La verdad, en estos días dan pocas ganas de dar recetas, porque todo el mundo está dando
recetas y ya me parece un poquito sobregirado. Prefiero escuchar más. De hecho, he
reducido mis niveles de Twitter al mínimo posible. Pero bueno, voy a plantear un par de
temas. Primero, un modelo de gobernanza de ciudad distinto. Y ahí voy a un punto clave:
parte del Estado chileno le teme a la descentralización, porque su centralismo ha
conseguido bastantes logros en los últimos 30 años y uno tiende a aferrarse a lo que ya
funcionó. Pero es insostenible que una licitación de transporte público en Osorno la decida
el ministro en Santiago. Hay que transferir poder y repensar la lógica administrativa de
municipio o región, para pensar más en la lógica de ciudad. El gobierno de Santiago no
puede ser un puzle de 52 comunas.

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Entonces, ¿es darle poder al alcalde o al intendente por sobre el alcalde?

Creo que es una especie de cogobierno entre los alcaldes y el futuro gobernador regional.
Cada cual en su escala, pero colaborando, no compitiendo. Un segundo gran tema:
tenemos que dejar de hablar sólo de la vivienda y comenzar a hablar del suelo. El principal
segregador es el mercado de suelo y ahí se necesita Estado. Un Estado planificador pero
además ejecutor, que salga a comprar terreno, a diseñar proyectos y hacerlos, en sociedad
con otros actores. Quizás no para venderlos, sino arrendarlos, porque así podría gestionar
proyectos de integración de largo plazo. En otras palabras, que algunos oirán con temor, se
requiere un Estado empresario ahí donde el mercado lo hace mal. “No, no, ser empresario
no es el rol del Estado”. El Metro es una gran empresa. Hay puertos que son empresas
públicas y son eficientes. Insisto: no estoy hablando de un Estado que trabaja solo, como el
de los 60. Pero sí de un Estado que asume el liderazgo, porque hay que garantizarles a las
personas el acceso a la ciudad y no esperar que las cosas ocurran espontáneamente a través
de incentivos. En 30 años, eso no bastó.

AISLAMIENTO SOCIAL

Cuando hablamos sobre la calidad de los espacios públicos, pensamos en los


grandes lugares de encuentro pero poco en el interior de los barrios, que es
donde están las realidades más deprimentes.

Y donde las desigualdades generan heridas más profundas. Es una gran deuda, porque el
40% de la ciudad no son terrenos privados, son espacios de uso público: calles, plazas,
veredas. Y tú puedes tener una vivienda pequeña, pero si ese 40% es de alto estándar,
mejoras automáticamente la convivencia y la paz social. Cuando tú sientes que, además de
ser pobre y tener menos acceso a oportunidades, vives en un permanente aislamiento
social, tu percepción de desigualdad se agudiza, la violencia aumenta y la posibilidad de
reducir brechas en el largo plazo se nos empieza a acortar. Aunque lo hagamos mejor que
otros países latinoamericanos, la gente no se compara con Perú ni con Brasil, se compara
con la ciudad en que vive. Y no hay ninguna razón para que los bienes públicos de la zona
Oriente sean radicalmente distintos que los de la zona Sur o Poniente. Lo decía Alejandro
Aravena: la ciudad es un atajo a la equidad. Pero también es el lugar donde el empresario y
el poblador debieran acceder a lo mismo, y hoy día eso no pasa.

¿Por sesgos del gobierno central o por la desigualdad de recursos entre


municipios?

El gobierno central, en general, focaliza bien el gasto en los más vulnerables. Hay
excepciones a la regla, como la construcción de Américo Vespucio Oriente en soterrado.
Una autopista magnífica, pero que el Estado tendrá que subsidiar con plata pública. Si esto
hubiera sido un debate de la metrópolis, con los alcaldes, seguramente alguien hubiera
preguntado si no había otras prioridades. Pero la mayor brecha está en la distribución de
recursos entre comunas. Los impuestos que se pagan en Manhattan no se quedan en
Manhattan, se distribuyen entre los distritos de Nueva York. Ahora, debemos ser realistas:
distribuir los recursos municipales no movería mucho la aguja. También hay que aumentar
la torta. Y tenemos espacio, por ejemplo, para corregir el sistema tributario de los bienes
raíces. Hay una gran cantidad de propiedades que no pagan.

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¿Estás hablando de gente rica o de la clase media que está exenta?

Salvo casos excepcionales que han salido en la prensa, se ha avanzado bastante en los
últimos años con las propiedades de mayor valor. ¿Podrían pagar más? Sí, pero el margen
más grande está en un segmento de la clase media que no paga contribuciones y podría
hacer su aporte a la ciudad. La discusión, en todo caso, es más amplia: todos los chilenos
tendríamos que hacer un esfuerzo tributario más importante para construir ciudades
menos desiguales y con mayor paz social.

Un reclamo habitual desde la izquierda es que las inmobiliarias no retribuyen


la plusvalía de suelo que crea el Estado.

Sí, pero los mayores especuladores del suelo, y que se llevan gran parte de la plusvalía, son
los propietarios que no desarrollan proyectos. No hay inmobiliarias que tengan miles de
hectáreas en engorda, no se pueden dar ese lujo. Yo estoy trabajando en algunas ciudades y
veo cómo está plagado de sitios eriazos y construcciones subutilizadas, porque el
propietario no vende. Tenemos un ADN hispano que nos dice que la mejor inversión es la
tierra.

¿Eso es hispano?

Más bien herencia agrícola, tiene que ver con el terruño. No está tan arraigado en
sociedades que fueron comerciantes, como los portugueses, los holandeses, los ingleses,
cuyo tema era el intercambio y generaron ciudades distintas. Si yo tuviera que hacer un
alegato al mundo inmobiliario, con el cual los arquitectos trabajamos, no sería la
especulación ni las alzas de precios, porque es un mercado súper competitivo, la colusión
es imposible. Pero me atrevería a decir que son conservadores: sólo construyen “lo que se
ha hecho antes”. Y no se atreven a discutir con una comunidad antes de construir un
proyecto, por temor a los cambios. Algunos se atreven a innovar, pero son pocos.

¿Qué opinas de los “guetos verticales”? La intuición del ciudadano es asociar


la densidad a una mala vida, pero los urbanistas la defienden.

No hay que satanizar la densidad, pero lo que ocurrió en Estación Central fue extremo. Fue
casi un experimento de laboratorio que obviamente va a generar problemas en el futuro.
En algún momento esas personas van a querer otro estándar y esos edificios no son
adaptables, podrían convertirse en los conventillos del siglo XXI. Pero esa aberración
urbana, por suerte encapsulada en unas pocas manzanas, tuvo un efecto positivo. Por
primera vez en mucho tiempo estamos discutiendo no sólo la densidad sino su diseño: los
tipos de departamento, la mezcla, la altura, la relación con los barrios aledaños, los
espacios comunes del edificio. De esa discusión ya han salido avances importantes, así que
de algo sirvió.

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Uno de los denominados "guetos verticales"

Cuando uno
escucha hablar a
los

arquitectos, siempre piensa “ojalá estuvieran en el gobierno para arreglar el


problema”. Pero muchos, tú mismo, han estado ahí.

Y muchas de las cosas que digo hoy fueron parte de mi propia conversión, porque tuve el
privilegio de participar de un tremendo aprendizaje del Estado. Cuando llegué al
Ministerio de Vivienda, el año 2000, muchos creíamos que las recetas de los 90 eran la
bala de plata para todos los problemas. Sólo la experiencia nos enseñó que no era así. Y
fuimos creando instrumentos −a puro ensayo y error, algunos funcionaron− que le
abrieron camino a un nuevo enfoque de las políticas urbanas en Chile.

Y adentro del gobierno, ¿cuáles eran los mayores obstáculos para mover las
buenas ideas?

Primero que nada, el sectorialismo. Yo tenía que construir una mesa, pero sólo tenía el
martillo: los clavos estaban en otro ministerio, el serrucho en otro, y así. ¿Cómo vas a
planificar una ciudad si la infraestructura, el transporte y el medioambiente se están
viendo en otra parte? Siempre estamos lleno de planes, pero todos en silos distintos. Y esos
silos, cualquiera sea el gobierno, defienden sus espacios de poder y viven en una lucha
constante que hace imposibles las políticas integradas. De hecho, era más fácil ponerse de
acuerdo con privados y con comunidades que con ministerios del mismo gobierno, a ese
nivel. Y cuando ya no hay vuelta, porque no hay manera de ponerse de acuerdo, uno
descubre que la única salida es soltar el poder central y traspasarlo a las regiones o
comunas, porque ahí las cosas se vuelven a juntar. Un segundo obstáculo era la
permanente competencia por los recursos con otras políticas públicas.

Pero eso ya no es un defecto del sistema.

Depende. Cuando uno se enfrenta a la demanda por educación y salud, solidariza y da un


paso atrás. Pero también hay distorsiones, porque para el Estado siempre son más

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atractivas las políticas que entregan un bien específico a una familia o persona. De ahí que
históricamente el Ministerio de Vivienda, por ejemplo, destine cerca del 80% del
presupuesto a subsidios de vivienda y sólo el 20% a infraestructura y ciudad. El
paternalismo, esto de convertir las políticas públicas en “yo te doy algo y tú me tienes que
agradecer”, es algo que tenemos que desterrar. Primero, porque crea una pésima relación
con el ciudadano, y luego porque afecta la distribución del presupuesto. Pero los técnicos y
académicos también hemos fallado en esto. No hemos sabido dialogar para crear
convicción. Hablamos de la planificación, de sistemas de gestión, y no hablamos del diseño
de la ciudad física, que es de lo que la gente quiere conversar. Explicar proyectos de ley
complejos en el Parlamento también ha sido medio tortuoso.

¿Por qué?

Porque el efecto de los instrumentos de planificación es indirecto, no es “si la norma dice


A, automáticamente tu elector va a recibir A”. Y en el Parlamento avanza mejor lo simple
de comunicar: un subsidio, un posnatal, el beneficio directo. Pero discutir de ciudad no es
simple. Yo agradezco mucho a algunos parlamentarios que tratan de entender y además se
asesoran bien. Porque a veces uno habla como al vacío, y proyectos que podrían ser
grandes avances terminan siendo mutilados no por objeciones concretas, sino más bien
por falta de comprensión del problema.

¿Cómo te imaginas nuestra relación con el espacio público cuando pase el


encierro? Lo echamos de menos, pero también hemos aprendido a prescindir
de él, incluso a temerle.

Y los miedos de la gente −a la delincuencia, por ejemplo− a veces terminan gatillando


modelos equivocados de ciudad. Quizás el segmento social que puede optar se refugie en lo
privado y opte por el suburbio, o por moverse sólo en auto, escapando de la ciudad que
consideran peligrosa. Pero no creo lo hagan masivamente. Y para el grueso de la sociedad,
el espacio público y lo colectivo siguen siendo factores críticos de sobrevivencia y
convivencia. Yo me atrevería a decir que la explosión de lo público, cuando salgamos de
esto, va a ser inmensa. Uno podría hacer un símil con la explosión de lo colectivo y de la
actividad urbana entre fines de los 80 y los 90, cuando ya salíamos de la dictadura y ese
encuentro público, congelado durante largos años de cuarentena política, se desató, quizás
con más necesidad de liberación que de encuentro social. Ahora no son 17 años, pero son
meses muy duros, así que no tengo dudas: la explosión de lo público viene sí o sí.

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