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Códigos éticos y heroínas

Raquel Arbeteta García


© Raquel Arbeteta García, 2020
Ilustración de portada © Andrea Arbeteta García

Twitter / Instagram: @raquelarbe


Nave Ólympos, sobre Terra

La teniente Hera cogió aire antes de continuar con el discurso. Debía darse prisa, el
capitán podría llegar en cualquier momento y, si se encontraba allí al Alto Mando de la
Ólympos reunido sin que él lo hubiera convocado, podría montarse una buena. Con el
poder de sus armas eléctricas, acabaría sufriendo su furia aquel pequeño planeta antes
que los pasajeros de la nave, y ella estaba destinada allí para proteger a Terra, no para
destruirla. Ese era el verdadero motivo de la asamblea.
—Estoy harta de ocultar sus violaciones de nuestro código ético a la Federación —
pronunció la olímpica—. Si os he reunido aquí es porque creo que tomar una decisión
conjunta de forma inmediata es clave para evitar futuros problemas en la evolución de
este planeta. No olvidemos que estamos analizando uno especialmente joven.
El resto del Consejo asintió a medias a las palabras de la teniente. Ella suspiró, se
levantó y comenzó a caminar tras sus compañeros, sentados en las cómodas butacas que
conformaban el círculo de mando. Solo una de ellas estaba vacía: la del capitán de la
nave, desaparecido en una de sus misiones y la razón detrás de la urgencia de esa
asamblea.
—Todos somos culpables de haber hecho oídos sordos a sus aventuras en tierra —
continuó. El asistente del capitán, Hermes, experto en espionaje, sonrió a su indirecta—.
No quiero oír excusas: quien más y quien menos ha ocultado información cuando Zeus
ha descendido para tomar algo más que muestras biológicas. Que comenzase a
interactuar con los humanos es una cosa… La Federación consideró que era una buena
estrategia para determinar la evolución de los terráqueos en el continente templado, pero
me temo que nuestro superior ha hecho algo más que confraternizar.
—Tú misma lo has dicho, Hera —replicó Ares—. Él es nuestro superior. A falta de
órdenes directas por parte de la Federación, es Zeus quien manda. Hacer algo, aunque
sea en base al código, sería un motín, y yo me niego. Ninguno de mis soldados te
apoyará. —La mujer detuvo su marcha para lanzar una furibunda mirada a quien fue su
pupilo en la academia—. Y te juro que lo siento de veras: nada me gusta más que entrar
en acción.
—Mientras continúen las labores de reparación del sistema de comunicaciones, me
temo que el general de brigada tiene razón: no podemos hacer nada —murmuró Hestia.
Con más años que nadie en la nave, permanecía en un escalafón más bajo en la cadena
de mando—. Tendremos que esperar a…
—¡Me niego! —estalló Hera. Frenó su caminata y buscó con los ojos el apoyo de la
comandante Atenea. No halló nada; su otrora amiga permanecía estoica, de piernas y
brazos cruzados, esperando el momento propicio para intervenir, siempre respetuosa
con el procedimiento—. Ya estoy harta de callar ante lo que creo que es incorrecto,
¡inmoral!, así que os propongo lo siguiente: a falta de directrices concretas por parte de
la Federación, y en vista de que nuestro capitán se salta una y otra vez el código ético de
nuestro ejército sin contemplación, no considero desacertado intervenir sin esperar
órdenes. Zeus debe ser retenido en la nave como medida preventiva hasta que podamos
medir los daños que ha causado en Hélade, Terra. —Hizo una pausa—. O bien informar
de sus faltas al gobierno central. En cualquier caso, no podemos permanecer quietos.
Solo existen esas dos opciones.
El alto mando de la nave comenzó a hablar entre sí. Las voces se fundían en una
encendida algarabía y reverberaban contra las paredes de la Ólympos. La teniente se
sonrió; sabía que contaba con bastantes apoyos. Solo tenía que esperar a que se
decidieran. Aunque se escucharan ardientes réplicas a sus palabras, había espacio para la
aceptación. Lamentablemente, también para las bromas sobre celos que se hacían a su
costa.
Hera estaba acostumbrada. Antes de entrar en el ejército, consideraba que ciertas
actitudes entre los olímpicos estaban ya superadas, pero se había asqueado al comprobar
que no era así. No entendía las burlas de sus compañeros a la aparente brutalidad y
misoginia de los habitantes del planeta que exploraban, Terra, cuando no estaban lejos
de las injusticias que ella misma detectaba en su propia nave.
Era cierto que lo había tenido más fácil que sus antepasadas, que habían luchado con
vehemencia porque se las aceptara en los altos mandos. Aún recordaba a su mentora, la
coronel Rea, y cómo la había alentado a presentarse al examen de ingreso de la
Ólympos. Por eso —por ella y por otras grandes mujeres, como la antigua reina Gea—
había seguido luchando para que se reconociera como iguales a las hembras y machos
de su especie, al menos dentro de las fuerzas armadas.
Y lo habían logrado tras un inmenso esfuerzo. No obstante, no de forma completa: la
Federación seguía haciendo la vista gorda ante los fallos de los mandatarios masculinos.
Por esa razón, Hera sabía que, más que nunca, era hora de que alguien plantase cara a
quien reunía los peores defectos de los machos de su especie. Y ese no era otro que el
capitán de la nave.
«Hablando del maldito olímpico…».
El mismo Zeus hizo su aparición en ese instante en la sala del Consejo, silenciando a
todos con su mera presencia. Estaba imponente: resplandecía con aquel traje blanco
ceremonial, prendidos en el pecho los rayos dorados que simbolizaban su estatus. Cómo
odiaba Hera esa altanera suficiencia.
«¿Cómo pude estar enamorada de él?», se lamentó en silencio. Cada vez que lo
recordaba, sentía la deshonra caer sobre ella, así como las miradas de censura de su
antigua amiga Atenea.
—Menuda fiesta tenéis aquí montada —musitó el capitán. Caminó hasta colocarse en
el centro del círculo de butacas. Sin prisa. Sin pausa. «Sin vergüenza»—. Espero que la
teniente os haya informado de la feliz noticia, ya que acaba de anunciármelo su propia
asistente, Iris.
—¿Qué noticia? Nosotros discutíamos otros asuntos… —comenzó Hestia.
—Sí, asuntos técnicos que conciernen a la nave, ya que estabas ausente —cortó
Deméter, que se inclinó sobre el asiento, haciendo gala de la seriedad habitual—. ¿Qué
noticia es esa?
—Hefesto acaba de arreglar el sistema de comunicaciones, tenemos mensajes
pendientes de la Federación. —El capitán se dirigió a Hera, que alzó la barbilla en
respuesta—. Nos reclaman para que informemos, como es natural, de los últimos
descubrimientos en torno a la especie dominante de Terra, así como del resto de fauna y
flora del planeta. Teniente, debe acompañarme.
—Sí, mi capitán —susurró Hera, más calmada.
Atenea acababa de enviarle un mensaje al transmisor prendido en el trago de la oreja;
antes de salir de la sala para seguir a Zeus, lo pulsó mientras fingía que se rascaba el
lóbulo. El aparato emitió un pitido solo perceptible para su portadora y reprodujo:
«Votación realizada telemáticamente.
Permiso del Alto Mando para retener en la nave al capitán Zeus: denegado.
Permiso del Alto Mando para informar de forma directa a la Federación sobre lo ocurrido: concedido.
Apoyo unánime del Consejo a excepción de la abstención de Afrodita Aphrós.
Que sea el gobierno quien decida el castigo de Zeus, capitán de la Ólympos, por interacciones no justificadas
con hembras humanas.
Fin del mensaje».
La teniente se mordió los carrillos para no reír y continuó su caminata. Seguía los
pasos de su superior por los pasillos de la nave en completo silencio. «Tal vez
demasiado».
—¿Qué tal se lo ha pasado en la misión de reconocimiento, mi capitán? —preguntó,
alzando las cejas.
—No sé si tan bien como vosotros en la reunión —respondió él. Zeus se dio la vuelta
para mirarla de reojo. Nada, nunca, conseguía borrar esa presuntuosa sonrisa—. Si no
tuviéramos ahora mismo a la Federación pegada al culo, convocaría otra para obligaros
a contarme el motivo y el porqué de que no se me haya notificado.
—Era una asamblea sin importancia, no deseábamos molestarle. La misión que tenía
entre manos era más importante, seguro… —Hera se llevó las manos a la espalda,
tratando de competir con su soberbia—. ¿Ha averiguado algo interesante?
—Oh, sí: a los humanos les encantan nuestros trajes de transmutación. No sabes lo
que he disfrutado viéndoles adorar mis otras formas. Aunque, claro, a ti también te
gustaban… ¿Recuerdas cuando me transformé en cuco? —La mujer bufó y el capitán
soltó una carcajada—. La Federación hizo bien en permitirnos fingir ser sus dioses.
Gracias a esa mezcla de temor y adoración estoy averiguando muchas cosas: no hay
nada mejor para que una especie sea honesta que el miedo a un poder superior. La
Federación lo usa con nosotros y nosotros con ellos. Es lo justo.
—Es asqueroso —dijo ella en voz baja—. Eres asqueroso.
—No decías eso cuando compartíamos colchón…
—Capitán, hacerme vomitar no le hará quedar mejor ante nuestros jefes. —Se puso a
su altura. Frente a ellos, a unos cinco metros, les esperaba la sala de comunicaciones—.
Tiene uno de los relámpagos torcidos, por cierto.
El capitán enseguida se palpó el pecho para comprobarlo, haciendo reír a su
subalterna.
—Tengo que reconocerlo —continuó ella—, hay algo que sí que recuerdo bien y que
no ha cambiado nada: lo que más me gusta es verlo así de nervioso.
La puerta ante ambos se abrió. Algunos mecánicos de la Ólympos, con Hefesto a la
cabeza, daban los últimos retoques a la máquina que les permitía comunicarse con el
gobierno. En la enorme pantalla de la sala, en apenas unos segundos, pudo verse a la
Federación al completo: los titanes, máximos líderes de los olímpicos, que hablaban
como si fueran uno solo.
—Buenas tardes, capitán Zeus, teniente Hera —saludaron a la vez—. Solicitamos
información directa sobre los nuevos descubrimientos del planeta Terra, tercera órbita
del sistema solar.
—Emitiremos de inmediato todos los informes para que procedan a su lectura —les
prometió Zeus, que comenzó a teclear sobre la máquina, enviando las órdenes al
departamento científico—. Por ahora, la exploración sigue en curso. Las relaciones con
los humanos se están llevando a buen término, sin intervención indebida por nuestra
parte.
«Qué caradura», pensó ella. Según el mensaje de Atenea, tenía el permiso del resto
del Consejo, así que debía decirlo ya. «Ahora o nunca».
—Me temo, señores… —Hera, hasta entonces un paso tras su superior, se colocó
junto a este— que debo interrumpir aquí a mi capitán. Acaba de finalizar una reunión de
urgencia del Alto Mando de la nave para discutir, en ausencia de nuestro primer oficial,
si lo que acaba de afirmar Zeus es correcto. Y no es así. Ha intimado con humanas,
desoyendo los códigos éticos de la Federación sobre la interacción con otras especies
consideradas inferiores.
El olímpico pareció no inmutarse, aunque Hera pudo ver de reojo cómo una de sus
manos se apretaba formando un puño.
—¿Lo que dice la teniente de la Ólympos es cierto, capitán? —habló uno de los
titanes.
—Decir que sí implicaría no hacer justicia a toda la verdad —contestó Zeus—.
Admito haberme infiltrado entre los humanos, por razones puramente científicas… Y sí,
es posible que haya rozado los límites de las arcaicas directrices del código —Hera
ahogó un grito de indignación—, pero no he obligado ni violentado a ninguna humana,
señores. Eso puedo jurarlo.
—En realidad, ya hemos recibido una notificación sobre este caso —le interrumpió
la Federación—. Antes de que ustedes dos llegaran, ha entrado un mensaje en nuestro
comunicador. Proviene precisamente de Hermes. Su asistente, capitán. —La apática voz
se tornó más grave—. Nos informa de que ha inseminado a una humana. ¿Es correcto?
Tanto Hera como Zeus maldijeron en voz alta; una, haciendo gala de su repulsión, el
otro, sorprendido por la traición. «Ya está Hermes queriendo ser el primero en quedar
bien ante el gobierno. Siempre tan astuto».
—Es cierto, sí —reconoció Zeus—. No obstante, me gustaría poder explicarlo para
no dar lugar a malinterpretac…
—¿Malinterpretar? —le cortó la teniente—. ¿¡Qué hay que malinterpretar!? —La
olímpica le agarró por la solapa del traje, que emitió unas leves chispas de defensa—.
¡Tendrían que destituirle y hacerle…!
—Teniente, deténgase —le ordenó uno de los titanes. Hera le soltó y se alejó un paso
hacia la derecha. No quería rozarle, ni siquiera respirar el mismo aire que él—. Capitán,
explíquese. Rápido.
—La humana se me insinuó. Quiero decir que hasta me imploró inseminarla. Tengo
la grabación. —El jefe de la nave sacó su comunicador de uno de los bolsillos y Hera
quiso más que nunca lanzarle al vacío del cosmos, como hizo una vez con Hefesto—.
Espero que la Federación tenga en cuenta que somos dioses a sus ojos: no la forcé en
ningún momento. Ni se me ocurriría. Si dudan, pueden preguntarle ustedes mismos.
—¡Cómo puede ser tan cínico! —protestó su subordinada—. Por supuesto que somos
dioses a sus ojos, por supuesto que nos veneran, ¡y nos temen! Pero precisamente por
nuestros valores, por nuestra evolución física, mental y social, debemos ser más
comedidos. Y lo que ha hecho el capitán, titanes, es aprovecharse de un pueblo y, en
especial, de una humana vulnerable. Se ha beneficiado de su posición de poder, en el
planeta y en esta nave, sin ningún tipo de consideración. —Hizo el saludo del ejército,
las manos conformando un triángulo—. Ruego que se tomen las medidas pertinentes
para retirar a…
—Debemos considerar un castigo proporcional para su superior, eso está claro,
teniente. —Hera sonrió ante aquella tibia promesa—. Sin embargo, no dudamos de las
palabras de Zeus: aun en una posición de poder, que le confiere de forma natural el ser
parte de nuestra especie en un planeta joven, no se ha producido violación alguna a esa
humana. Así lo recoge el informe de Hermes. Es cierto que la terráquea deseaba llevar a
cabo una consumación con Zeus…
—¡Porque todos creen que es un dios! ¡La engañó! —le interrumpió la olímpica—.
¡Su pueblo vive engañado, es frágil, no pued…!
—Silencio, teniente. La Federación habla. —Ella volvió a cuadrarse—. Como sabe,
Hermes, así como otros hijos de olímpicos, es un mestizo, fruto de relaciones
interespecie consentidas entre nuestros congéneres y otros aliados. Este embarazo
terráqueo, sin embargo, no proviene de una orden expresa de nuestro gobierno. Esa
relación no ha sido permitida. Si lo fue o no por la mujer humana, no es pertinente en
este momento. —Hera quiso volver a protestar, pero el miembro de la Federación la
detuvo con un gesto de la mano—. Consideramos que el capitán está demasiado
implicado para llevar a cabo la orden que hemos previsto para solucionar este caso. Por
tanto, teniente Hera Argeia —La olímpica alzó las cejas y la barbilla en un único
gesto—, le ordenamos encontrar a la humana y detener el embarazo. El fruto de esa
relación no debe llegar a buen término. Si este, lamentablemente, ya ha llegado a su fin,
destrúyala a ella y a su cría.
Asintió en un gesto mecánico. «¿Acabar con la vida de una pobre hembra subyugada
por un dios falso?», pensó. «No entré en el ejército para esto».
Hera trató de serenarse. Tendría que buscar una solución. Rápido, sin importar lo que
costase. Si Zeus iba a recibir su merecido, valdría la pena continuar con todo aquello.
—Mientras esta orden se ejecuta —bramaron los titanes—, el capitán será confinado
en la Ólympos, sin posibilidad de movimiento, a la espera de más órdenes. No será
degradado. —Ambos olímpicos suspiraron, aunque por razones bien distintas—. La
Federación desea debatir las futuras medidas que se producirán a tenor de este
importante descubrimiento que, al fin y al cabo, subyace al hecho que nos ocupa: hay
compatibilidad entre nuestra especie y la terráquea. Al menos, entre nuestros machos y
las hembras humanas. Podríamos llevar a cabo futuras inseminaciones que sí apruebe la
Federación. Zeus debe considerarse útil, como macho fértil. —Hera abrió la boca para
protestar una vez más. Las palabras, llenas de furia, murieron en la lengua afilada—.
Una vez acate la orden, teniente, infórmenos y espere más instrucciones. Esperamos
además los dosieres de Terra. Fin de la comunicación.
La pantalla se apagó.
Hera Argeia sentía la ira burbujear en su interior, a punto de explosionar como un
volcán terráqueo. Inspiró varias veces, cogiendo fuerzas para enfrentarse a la arrogancia
de la que haría gala su capitán.
Y así fue: en silencio, aún con el susto en el cuerpo, Zeus parecía complacido por la
piedad que habían mostrado los titanes. Ambos eran conscientes de que habían sido
extremadamente blandos con el dirigente de la nave, como también sabían que no
hubieran sido tan permisivos con ningún otro, y mucho menos con ella.
Las olímpicas tenían «mayor autocontrol», o eso esgrimían los jefes cuando
condenaban con mayor severidad actos semejantes perpetrados por una hembra. Aquello,
sin embargo, no era lo que más enervaba a la soldado, pero sí lo que la indignaba de una
forma más punzante. La que la hacía sangrar.
—No sé si está familiarizada con el procedimiento, mi querida teniente —le susurró
Zeus—. Tiene que ordenar mi ingreso en el calabozo cuanto antes. —El capitán sonrió
de medio lado—. No querrá que organice un motín o algo semejante, siguiendo su
ejemplo.
—Tiene suerte de que no lo llevara a cabo —siseó Hera. Se dirigió después hacia
Hefesto, que se cuadró—. Ordene a su hermano Ares que venga enseguida y que guíe al
capitán a los calabozos de la nave. Es una orden expresa de la Federación, así que no
tolero ni una réplica, ¿está claro?
El enorme olímpico asintió, abandonando la sala junto a su equipo de mecánicos.
Ambos quedaron solos.
—Qué miedo te tienen todos, Hera. ¿No te das cuenta? Más que a mí, aunque te
empeñes en negarlo. —Su compañera le lanzó una mirada que habría bastado para
encogerse a cualquier otro—. ¿No vas a preguntarme por la humana? Te recuerdo que
debes encontrarla.
—Iris ya habrá comenzado a localizarla. —Se señaló el transmisor de la oreja—.
Durante la reunión, dejé al comunicador en modo escucha y grabación. Atenea también
lo ha oído todo. Seguro que me ayudará. Es la más devota a nuestras leyes y códigos.
—Conspirando como pajarillos por toda la Ólympos: esas son mis chicas. —Hera se
adelantó, dispuesta a pegarle una bofetada—. Aunque he de advertirte algo: fracasarás.
Confías demasiado en ese Consejo, querida. Puedo no gustarles, pero tú tampoco eres
santo de su devoción, y menos aún los jefes. Y, además, la comandante Atenea… —Se
sonrió— tiene debilidad por el código ético, sí. Mucho más que tú. Por encima de las
órdenes del gobierno, protegerá nuestras leyes. Esas que también recogen «no hacer
daño a humanas engañadas». —La teniente abrió los ojos de par en par—. Ya sabes que
tiene una horrible manía: Atenea defenderá cualquier cosa que crea justa. Y salvar a esa
mujer parece algo que haría una heroína, ¿no crees?
Isla de Delos, Terra

La mujer se retorció de dolor. La luz de la luna llena entraba a través de la puerta abierta
de la cabaña, la única edificación en toda la isla.
Aquel no había sido precisamente su día. Dos mujeres la habían asustado,
apareciéndose como por arte de magia en su jardín. Una, de resplandeciente armadura y
cabellera negra, la otra, con un manto iridiscente que reflejaba los siete colores del arco
iris. Las dos le habían advertido que se encontraba en peligro. Que iba a sufrir. Y, en
realidad, tenían razón, porque no recordaba haber sentido jamás un tormento semejante.
Se acarició el vientre hinchado. Otra contracción. Habían comenzado tras el viaje: las
dos mujeres la habían conducido a través del mar, en una extraña barca, hasta la isla
donde se encontraban, Delos, árida y desolada. Una rudimentaria cabaña, junto a una
cueva, se alzaba en el monte llamado Cinto.
«Espera aquí», le había ordenado la morena. «La mujer que quiere encontrarte
dictaminó que no parirías bajo la luz del sol: de día puede buscarte desde el cielo y darte
caza. Ocúltate hasta que encontremos a alguien que pueda ayudarte».
Y eso había hecho Leto.
Se agarró a la tela áspera que conformaba su improvisado lecho. No le había dado
tiempo a preparar nada más antes de que comenzaran a sobrevenirle los dolores del
parto. Ahora se lamentaba de haber caído ante los encantos del dios Zeus. Pero, ¿quién
podría haberse resistido? No solo su cuerpo era imponente; su voz era poder, sus ojos,
su rostro, sus manos, su luz etérea y celestial conformaban en conjunto la representación
más pura de lo sublime. Además, sus padres se lo habían advertido: él era el líder de los
dioses, así que sería una tonta si se negaba.
Aquella aceptación la había conducido a la soledad y a aquella isla. Maldecía
entonces, más que nunca, su decisión.
«¿O acaso tuve elección?».
Se incorporó, asustada, al oír un ruido. Al preguntar en voz alta quién estaba ahí se
sintió estúpida. Sin embargo, una figura cortó la luz de la luna e hizo que se hiciera un
ovillo sobre las mantas.
—No te asustes, mortal.
Era una mujer. Parecía normal, aunque era muy bella, alta y rubia. Se arrodilló junto
a la joven. Llevaba una especie de antorcha y una bolsa, de un material que se
asemejaba a la superficie de un lago. La depositó a su lado y la abrió.
—Me llamo Ilitía —se presentó—. Soy méd-, quiero decir, soy… Ayudo a las madres
a parir —se corrigió.
—¿Eres m-matrona?
—¡Eso es! He ayudado a muchas hembras, a lo largo y ancho del cielo, para que sus
vástagos vieran la luz. —Sonrió—. He venido a ayudarte.
—¿Te envía el dios de dioses? —preguntó Leto. Ilitía cabeceó—. ¿Te envía Zeus, no
es así? Él…
Tuvo que volver a aferrarse a la tela y gritar. Aquella contracción había llegado
mucho antes que la anterior. Si no le fallaba la memoria, eso significaba que el bebé
estaba aporreando la puerta con más insistencia. Ya llegaba.
—Sí, querida —bufó—. Así es. Estoy aquí por él. —Sacó una extraña herramienta de
la bolsa. Leto cerró los ojos, asustada—. Todo saldrá bien. ¿Confías en el cielo? —La
humana asintió. Quién no confiaría en un dios, aunque éste la hubiera abandonado—.
Entonces respira hondo y sigue mis instrucciones.
El parto se hizo largo y difícil, tanto, que cuando nació la niña, la luna les dedicaba
un último adiós en el horizonte. Leto pensó que ahí acabaría todo, pero mientras Ilitía
colocaba a la recién nacida contra su pecho para que mamara, otra punzada de dolor la
atravesó.
—Gemelos —le anunció la matrona, tocándose una oreja. Un objeto metálico,
parecido a un pendiente, lanzó un destello desde el trago—. No sé aún si eres afortunada
o desgraciada, querida mortal, pero no debes tener miedo. Empuja de nuevo.
Leto le hizo caso, intentando obviar el hecho de que la niña, en sus brazos, brillaba
de la misma forma que el astro del cielo. Tenía cabellos y ojos de plata, abiertos de par
en par, e inteligentes. ¿Cómo iba a criar a esa niña que no parecía humana?
Su mellizo vino al mundo cuando el sol despuntaba sobre el mar. La matrona lo
colocó sobre el regazo de la joven madre, cogiendo a cambio a la otra recién nacida.
Leto comprobó entonces que la piel del niño parecía el reflejo del océano anaranjado y
ardiente por el amanecer.
A falta de un hijo extraño, ella tenía dos.
Sintió el viento aullar fuera de la cabaña. Se había formado un pequeño vendaval. La
tierra frente a la edificación tembló y se agitó, como si un gran pájaro hubiera
descendido del cielo. Leto parpadeó y, en un instante, la vio: otra mujer había aparecido
de súbito frente a la casa y, tras observarla durante unos segundos, se adentró en la
cabaña. Portaba una tiara dorada, parecida a la de la reina consorte del pueblo de Leto, y
un velo delicado, corto y transparente caía sobre su rostro. Su túnica de color oro
resplandecía con la luz del astro rey. La muchacha sobre el lecho se echó a temblar.
—¡Tú eres quien viene a darme caza! —gritó Leto—. ¡Quien viene a castigarme! Me
lo dijo la dama de la armadura, la que me envió aquí para protegerme. Eres la
compañera del dios que me dio su semilla. ¡Por eso vienes a castigarme!
—Pequeña criatura —murmuró Ilitía. Fruncía el ceño, aunque su boca sonreía—, es
ella quien…
Pero se interrumpió y quedó en silencio. Leto la miró sin comprender, aunque pronto
tuvo que ignorarla para acunar al hijo que tenía en brazos. El bellísimo bebé rubio había
comenzado a llorar.
La mujer de oro que acababa de entrar dio otros dos pasos y se arrodilló, acariciando
el hombro de Ilitía. Después extendió los brazos, ofreciéndose a coger a la niña que
descansaba en su regazo. La matrona se la entregó sin dudar. Tras colocar a la bebé de la
forma más cómoda, la recién llegada utilizó su mano libre para retirarse el velo de la
cara. Éste desapareció en un chasquido.
Leto ahogó una exclamación: aquella dama tenía la tez tan brillante como su tiara y
los ojos de color de nube, grandes e implacables. El pelo, rojo como la lava de un
volcán, estaba anudado en una larguísima trenza. Sin embargo, bajo aquella aura de
majestuosa severidad, la humana pudo entrever cierta calidez. Le recordó a su madre,
que la reprendía a menudo cuando era una niña.
—Siento no haberte acompañado en el parto. Tenía que esperar a que hubieran
nacido. ¿Cómo los habéis llamado? —preguntó la desconocida.
—N-no tienen nombre, señora —tartamudeó Leto—. Disculpad, pero si no es usted
quien me perseguía… ¿quién es?
Ilitía perdió la sonrisa; miró ora a la mujer brillante ora a la joven madre, expectante.
—Atenea, la mujer que viste portar una armadura, te confinó aquí porque creía que
eso era lo justo. Lo correcto —explicó la dama—. Así lo creen todos, porque es la
verdad: yo te perseguía. Pero nunca he querido mataros. Nuestros superiores así lo han
ordenado, porque no desean a estos niños. —Leto tragó saliva—. Zeus, ese dios que te
subyugó, tampoco tiene especial interés en ellos. Pero yo sí. Sí que tengo interés. Lo
tengo en todas vosotras. —La niña en sus brazos bostezó, agarrando con una de sus
manitas un pliegue de la túnica dorada—. Pero nadie debe saberlo jamás o me
castigarían. Mis órdenes eran muy claras y ahora mismo debería estar acabando con tu
vida.
Leto cerró los ojos. Sintió una mano fría posarse en su rodilla.
—Si queremos seguir con vida, tenemos que protegernos entre nosotras, o ellos
siempre ganarán —continuó la pelirroja—. Debemos mentir. Todos tienen que seguir
creyendo que soy implacable con las que él seduce, para que no caiga ni una más. —
Hizo una pausa—. ¿Lo entiendes?
—La verdad es que no… No lo comprendo. No del todo. —Leto se incorporó un
poco e intentó colocarle el pezón en la boca a su hijo. Éste se enganchó al final al pecho
y comenzó a mamar—. Pero sí que entiendo que el dios del trueno no vino a verme
después de quedarme encinta. Me abandonó. Y solo ha venido Ilitía a ayudarme, y yo
pensaba que él la había enviado, y…
—Eso dije, para que te fiaras de mí —contestó la matrona—. Pero no fue él, querida,
sino ella, para que pudieras dar a luz y no hubiera marcha atrás. —Sonrió—. Porque ella
es Hera, mi superiora directa. A quien de verdad debo lealtad.
Señaló a la mujer resplandeciente, que soltó una carcajada cristalina y burbujeante.
—¡Qué de engaños! ¡Parezco Hermes! —La dama dio una palmada—. No me gusta
mentir, pero esta vez era necesario. Las mujeres tenemos que hacerlo para arreglar los
desastres de los que creen que, por ostentar el poder, pueden hacer lo que les place. —
Eso Leto sí lo entendió, así que asintió con fuerza—. Voy a proponerte algo, en tus
manos está la decisión. No voy a imponerte mis órdenes, porque no eres mi subordinada,
pero sí puedo aconsejarte: si me haces caso, vivirás, y tus hijos también. Tendrán a su
disposición una vida plena en el Olimpo. Además, me encargaré de que tú también la
tengas, aunque tendrá que ser en esta tierra. Puedo esconderte, casarte con un rey, si eso
es lo que deseas. ¿Querrás escucharme?
Leto acarició el pelo de su hijo. Tenía un brillo antinatural, como el que emitía la piel
de la mujer con la que hablaba. Esa dama tenía un poder inhumano, estaba claro. Debía
ser una divinidad. Aunque parecía tener piedad de ella, también sentía una imponente
fuerza emanar de sus gestos y sabía que poseía herramientas tanto para bendecirla como
para castigarla. Así actuaban los dioses.
«Pero ella es diferente», se dijo. «Me ha dado a escoger».
—Sí, quiero escucharla. Haré lo que me pida —respondió Leto. Se fijó en los labios
de su pequeño, fruncidos y en forma de «o», mientras bebían de la leche que le ofrecía.
No se atrevió a mirar a la diosa—. Pero no me ha respondido, señora. ¿Quién es usted?
La reina dorada estaba mirando con ternura a la niña de plata en su regazo.
—Una heroína —susurró.
Nave Ólympos, sobre Terra

Zeus recorrió con parsimonia los pasillos de la nave, escoltado por Ares. Siempre
habían sido colegas. Hera y él habían supervisado su entrenamiento en la academia y el
capitán estaba orgulloso de su fuerza e implacabilidad, pero en especial del desprecio
que mostraba por el orgullo de la teniente. No obstante, aquella vez el general de
brigada no hizo ninguna de sus bromas habituales.
—¿Ha pasado algo en mi ausencia que te haya quitado el buen humor, amigo mío?
—No soy amigo de un cobarde, capitán —le espetó Ares—. Me enorgullezco de
respetar a los que hacen las cosas por su propia mano. Enviar a otros es despreciable.
Quiso exigirle una explicación, pero acababan de llegar a la sala de comunicaciones.
La puerta se abrió y Ares le empujó a entrar. Hera estaba de espaldas, con los brazos
cruzados. Los miembros de la Federación, con el mismo semblante, aguardaban en
pantalla.
—Capitán —pronunciaron—, la teniente nos ha explicado todo lo ocurrido. No
podemos sino expresar nuestra más profunda decepción.
—¿Disculpen?
—No solo nos lo ha contado la teniente Hera, sino también la propia hembra
terráquea. —Los ojos de los titanes, ampliados, se clavaron sobre él—. Usted ordenó
proteger a la humana a pesar de nuestra orden expresa.
—¡Claro que no! —exclamó Zeus.
—Así lo ha confirmado ella misma.
En una esquina de la pantalla, se reprodujo un vídeo. En él, una febril Leto juraba en
una cabaña haber sido perseguida por una diosa, Hera, y protegida por otra, Atenea, por
orden de Zeus.
—También lo ha corroborado la teniente —continuó el titán. La susodicha asintió—.
Y lo mismo se deduce de las grabaciones que aquí se hicieron, el día en que les
ordenamos la eliminación de la criatura.
Los jefes al otro lado reprodujeron entonces el audio que trasmitió Hera a Iris, que
incluían las insinuaciones del capitán sobre la posible participación de Atenea para
impedir la muerte de la humana.
«La comandante Atenea…», se escuchó al capitán, «tiene debilidad por el código
ético, sí. Mucho más que tú. Por encima de las órdenes del gobierno, protegerá nuestras
leyes. Esas que también recogen no hacer daño a humanas engañadas».
—Usted es el superior de la Ólympos y, por tanto, el máximo responsable de las
acciones de sus subordinados —bramó otro miembro de la Federación—. Ellos no
habrían hecho nada sin su consentimiento. Nos ha decepcionado.
—¡Yo no protegí a nadie! —gritó Zeus—. Quien fuera que actuase, lo hizo por…
Pero se detuvo. Si reconocía que Atenea había actuado por su cuenta y que no podía
controlar ni a sus propios soldados, le retirarían el mando de la nave. Hera se giró hacia
él; no sonreía, pero el capitán sintió vibrar su alegría bajo aquella seria máscara de
contención.
—No nos importan las excusas. Ahora ya no hay remedio —pronunció un titán—.
Hera nos informó al encontrar a las crías ya nacidas y apeló al interés científico. Los dos
niños crecen con rasgos olímpicos dominantes y a una velocidad inaudita. Son perfectos
como sujetos de estudio, por lo que no pueden ser destruidos. Ascenderán a su nave y
serán entrenados y criados en la Ólympos. Estas son las órdenes actuales.
Zeus tragó saliva. Pudo imaginar cómo, en mitad del pomposo silencio, Hera se
contenía para no aullar de felicidad.
—Y una cosa más —continuó la Federación—. Dado que sigue siendo, por ahora, el
único olímpico en haber inseminado a una humana, no abandonará Terra, pero esperará
nuevas instrucciones que sí obedecerá, bajo pena por desacato. ¿Ha quedado claro,
capitán?
Hera esta vez no pudo contenerse y le sonrió, aunque de espaldas a la enorme
pantalla.
—Perfectamente, titanes.
Con un pitido, la imagen se fundió a negro.
La teniente se dio la vuelta por completo y se acercó al capitán. No era una victoria
completa, pero sí una batalla ganada, y al final las guerras no eran más que eso: cortas
escaramuzas, pequeñas cimas conquistadas. La visión global era subjetiva, pero el
placer de la gloria de un día era más deliciosa y palpable.
«Y, sobre todo, dulce», pensó ella.
—Ares, acompañemos al capitán a la sala del Consejo —ordenó Hera—. Debe ser el
primero en informar al resto de la nave de la feliz noticia. Al fin y al cabo, acaba de ser
papá. —Soltó una carcajada—. Como la humana no se atrevía y tú estabas ausente, tuve
que nombrar yo a los pequeños. ¡Son magníficos! Diría más, ¡celestiales! Oro y plata,
luna y sol. Les nombré Artemisa y Apolo. Eran el nombre de mis queridos pájaros, ¿te
acuerdas, querido? Esos robots de cien ojos que me regalaste y tuviste la delicadeza de
destruir después.
La teniente volvió a reír. Esa vez Ares se unió a ella, aunque era evidente que no
entendía del todo aquel ácido discurso.
—En fin, no podemos entretenernos —siguió Hera, henchida de victoria—. Según
me han susurrado Iris y Hermes, la pobre Leto no ha sido la única en caer en tus garras.
¿Acabarás formando un ejército de mestizos que ni yo pueda controlar, capitán? —
Palmeó la espalda de los dos hombres, empujándoles hacia la salida—. Me pregunto
cuántas humanas acabaré persiguiendo. ¡Estoy deseando verlo! Porque, lo confieso: ser
una heroína enmascarada se me da francamente bien.
Agradecimientos

Escribo agradecimientos en mis relatos, sí, porque si al final no publico jamás un libro,
al menos podré haber dado las gracias a la gente que me ha ayudado a escribir.

Desde que era pequeña, me ha apasionado la mitología griega. Los mayores culpables
son mi padre y mi hermana. El primero me llenó de niña la habitación con un montón
de libros sobre los dioses. Me dio a leer los mitos griegos y versiones para niños de la
Ilíada y la Odisea. Durante mi adolescencia, hacíamos concursos de preguntas y
respuestas sobre los doce olímpicos. Desde entonces, no he dejado de estar enamorada
del sentido de la justicia de Atenea, de la astucia de Hermes o del carácter de Hera. Por
eso, y por todo, gracias, papá.
Gracias a mi hermana, por su talento para dibujar, para escribir y para apoyarme con
esta historia (y las que quedan).
A Irene, por corregirme (una vez más) y no tirarme los trastos a la cabeza con mis
diálogos infinitos.
Y a ti, como siempre, por leerme.

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