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Lecio Divina Iglesia
Lecio Divina Iglesia
MEDITACIÓN
El Evangelio define también al pastor como la «puerta» que introduce en el redil. Él es quien hace entrar en la
intimidad y en la comunión de vida con el Padre. Ésta es la orientación de toda la vida de los hombres: volver a casa,
al seno del Padre, de donde ha venido Cristo y a donde ha vuelto tras haber realizado su misión de salvarnos. Sin
embargo, ¡qué difícil resulta tener la humildad de reconocer su voz de verdadero pastor, que nos invita a salir de las
estrecheces de nuestro egoísmo para introducirnos en el Reino de la verdadera libertad! Toda nuestra vida se juega en
nuestra decisión de escuchar, seguir y entrar en Jesús.
ACCIÓN
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23,1).
MEDITACIÓN
Jesús se manifiesta como camino, verdad y vida, y se entrega a nosotros a fin de que podamos alcanzar la verdadera y
plena libertad ofrecida a los hijos de Dios para entrar en la heredad eterna. Se dirige a nosotros interrogándonos sobre
la profundidad de nuestra relación con él. Es posible, en efecto, ser cristiano, comulgar, participar en todas las
peregrinaciones y en todas las iniciativas y, sin embargo, no llegar nunca a conocer a Jesús, permaneciendo siempre
en la superficie. Conocer a Jesús significa, más bien, experimentarlo interiormente, reconocer que él es el Hijo
enviado por el Padre para salvarnos, la expresión del amor infinito de Dios por nosotros. Todo eso es posible sólo
mediante la fe.
Creer es confiarse. No es comprender racionalmente; es acoger, dar crédito, encontrarse con el Señor y considerarlo en
verdad como aquel que mueve los hilos de nuestra vida y dispone el desarrollo de todos los acontecimientos. Hasta
que no lleguemos a esta experiencia de comunión -es decir, de abandono de nosotros mismos en aquel que nos ha
incorporado a sí mismo en el bautismo- no podremos decir que conocemos plena-mente a Jesús y, en él, al Padre.
Ahora bien, para esto nos ha sido dado el Espíritu Santo. Él nos permite da-minar por el sendero de Dios seguros de
que lo dispone todo para nuestro bien.
ACCIÓN
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «No se inquiete vuestro corazón» (Jn 14,1).
MEDITACIÓN
En el orden cotidiano de nuestra vida no tenemos siempre presente el motivo de nuestra alegría y de nuestra
esperanza. Para que eso ocurra es preciso vivir con la mirada del corazón dirigida a Cristo, que repite más veces: «Si
me amáis...». Todo depende de este «si». Sin embargo, amar es lo que más difícil nos resulta, porque prevalece en
nosotros la yesca del egoísmo y del orgullo, del repliegue en nosotros mismos, por encima del impulso a ofrecernos a
los otros. A menudo, víctimas de nuestro mismo egoísmo, pecamos contra Dios y contra los hermanos. El amor está
herido por nuestros rechazos y por nuestras avaricias. ¡Cuántas veces nos encontramos haciendo cálculos o dispuestos
a amar sólo hasta cierto punto, sólo si vemos alguna utilidad práctica, algún resultado efectivo; en resumidas cuentas,
sólo si, en definitiva, podemos sacar alguna ganancia!
Sin embargo, es siempre el amor mismo, en su gratuidad más total, la mayor ventaja. Sólo quien ama vive de verdad.
Quien no ama está en la muerte. Así se revela el misterio de la alegría. Vivir la pascua significa redescubrir cada día
que estamos llamados al amor y a la comunión. Que aunque somos débiles y con frecuencia nos sentimos aplastados
por muchas preocupaciones y sufrimientos, se nos conceda no perder nunca el deseo de ser testigos del amor. Que
cada día podamos decirle al Señor: «Concédeme, hoy, ser motivo de consuelo para mis hermanos, en especial para los
más tristes y los que pasan por las pruebas más difíciles». «Concédeme, hoy, hacer brillar un rayo de luz en el camino
de quienes no conocen la belleza de la vida». Que cada día podamos decir: he aquí la pascua. Que cada mañana
podamos ponernos en camino impulsados por el Espíritu de amor, y así ya nada podrá asustarnos: hasta el dolor y la
muerte se volverán acontecimientos de amor, acontecimientos pascuales, pasos a la vida nueva .
ACCIÓN
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: Grandes son las obras del Señor; las contemplan los que las
aman» (Sal 110,2).
MEDITACIÓN
Precisamente este vínculo hace que entre la historia y el Reino eterno ya no exista barrera alguna, sino continuidad.
Cristo, resucitado y ascendido al cielo, no está, sin embargo, lejos de la tierra; o, mejor aún, gracias a la ascensión de
Jesús, la tierra ya no está lejos del cielo. Mateo se abre con la «buena nueva» del nacimiento del Salvador, el
Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Y se cierra no con la partida de Cristo abandonando a los suyos, sino con la promesa
de su permanencia hasta el final de los siglos: Jesús seguirá siendo para siempre el compañero de camino de la
humanidad, hasta que ésta llegue a su meta gloriosa, en el seno de la Trinidad divina.
La atmósfera de la liturgia de la ascensión está penetrada siempre por una atormentadora nostalgia, porque nos pone
en una fuerte tensión hacia el Cielo, verdadera patria del cristiano, y nos hace experimentar con mayor intensidad el
deseo de la eternidad que también deberíamos sentir todos los días. En efecto, deberíamos consumirnos
verdaderamente con la esperanza de contemplar sin velos el rostro de Dios. Sin embargo, con excesiva frecuencia
advertimos que el peso de las realidades materiales nos mantiene pegados al suelo, nos despunta las alas, suscita en
nosotros cansancio y duda. Así se plantea un interrogante: ¿cómo llegar a gozar de realidades que no son terrenas, que
escapan a la experiencia sensible? Necesitamos un gusto especial suscitado en nosotros por el Espíritu Santo.
La «santa alegría» que el Espíritu suscita en nosotros es muy diferente de la que se nos pasa de contrabando como tal.
Es la alegría de las bienaventuranzas, fruto del sufrimiento, porque brota de la muerte y resurrección de Cristo. Se
trata de una alegría santa, porque, en Cristo ascendido al cielo, nuestra humanidad ha sido ensalzada, elevada, mucho
más allá de nuestros estrechos horizontes. Es preciso que nos dejemos educar para ver lo invisible. ¿Cómo? Se ve
creyendo, se siente esperando, se conoce amando. El misterio de la ascensión, tan bello y gozoso por el hecho de que
nos presenta a Cristo vuelto de nuevo al seno del Padre, nos colma al mismo tiempo el corazón de sentimientos de
humildad y bondad: Jesús permanece entre nosotros hasta el fin del mundo. Sólo ha cambiado de aspecto: lo
encontramos en el pobre y en el que sufre. Por ahora no lo vemos glorioso. Lo conseguiremos sólo si antes lo
reconocemos con verdadero amor en su humillación, acogiéndonos los unos a los otros.
ACCIÓN
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: La fidelidad del Señor dura por siempre» (Sal 116,2).