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Reflexiones sobre alteraciones estimuladas de la conducta y su posterior

utilización en ceremonias ficcionales.

El rezo.
Todos rezamos, pedimos, rogamos.
Pocas veces nos oímos, pero lo hacemos. Al mismo tiempo lo mantenemos lejos a nuestro
rezo. Como aplacado, infiltrado entre todo lo que pensamos y decimos pero,
secretamente, lo hacemos: rezamos. Íntimamente nos oímos, pero no llegamos a
escucharnos. Los actores se dedican a poder escuchar su rezo que es uno sólo y múltiple, a
la vez. Siempre es así, siempre se reza por los mismos motivos. Cada cual a su manera.
El actor se escucha para saber qué dice su rezo y cuando lo escucha, sonríe y se aleja
asustado. Es que algo entendió. El actor es cobarde, como todos, pero vuelve a querer
escuchar el rezo porque, una vez que empezó, no puede parar.
El que puede no es actor.

¿Cuánto hay de realmente cierto en aquello que se dice?


En general se dice más de lo que se escucha. En todos los ámbitos y todos, entre todos,
todo el tiempo. Pero escuchar lo que uno -todo el tiempo- dice, es revelador. Revela un
sistema de enunciación incorporado, que ha perdido toda entidad ya que -en general-
poco tiene que ver con algo de importancia. Existimos diciendo, enunciando, y no
sabemos qué significa lo que decimos, ni por qué lo estamos haciendo. El poder de la
palabra nos ha idiotizado. Nos ha subyugado un lenguaje que usamos pero no
entendemos, porque perdimos contacto con la verdadera necesidad de decir algo.
El actor empieza por intuir que debe sospechar de su manera de expresarse en un mundo
ilusorio, donde poco es importante y la cuasi totalidad de los intercambios carece
completamente de sentido. Doloroso aprendizaje que conlleva una especie de paradoja
para su arte. Lo volverá mudo. Ya no podrá decir “permiso”, ni “encantado”, ni “te
quiero”, con facilidad. Aún cuando sinceramente lo sienta no podrá porque ahora
sospecha, y esa sospecha es atroz. Le hará desconfiar hasta de sí mismo.
Al entender que no tiene voz, estará listo para aprender a hablar.

Poder decir.
Muy difícil. Ser mudo, por haber desaprendido a decir, es terrible. Re-aprender a hablar
presupone tener algo para decir y luego, también, animarse a decirlo. Todo muy difícil. El
problema no radica, tanto, en encontrar qué expresar si no, más bien, a quién. En qué
contexto y en cuáles circunstancias. Y si aún tuviera el actor la valentía de expresar,
someramente, aquello que intuye, duda, pero ansía contrastar, aprenderá de manera
fulminante que quienes antes simplemente le contestaban algo, hoy lo desprecian o
ignoran. Aprender a hablar conlleva quedarse solo.

La trampa.
La sabiduría popular asegura que los actores mienten y esto es absolutamente cierto. Sin
embargo no es cierto por el motivo que la mayoría cree. Lo es porque los actores
presienten submundos en los intersticios, se alienan con minucias los pobrecitos. Usan la
totalidad de sus vidas para detectar dónde se esconde la melancolía, qué hilo secreto les
habilitó la envidia, cuándo fue que decidieron –efectivamente- no matar, a pesar de todas
las proscripciones. Mucho más tarde harán con todo esto algo tan creíble, que se preferirá
creer que mienten. ¡Justo cuando son del todo sinceros!
La ficción no alude a la realidad escénica, sino a la realidad misma. He ahí su principio
tóxico.

El espacio escénico.
Algo que no existe en absoluto. Cuando cogemos no estamos exactamente en ese lugar,
con nuestro amante: muchos otros amantes nos habitan. Cuando discutimos, furiosos,
apenas podemos mirar el espacio que nos rodea: habitamos otro ominoso mundo.
Cuando viajamos cotidianamente hacia el mismo lugar, mil veces, no recorremos los
mismos caminos. El espacio escénico entonces, si logra cobrar entidad -sólo si logra
existir-, es una fantasmagoría que se evoca en la percepción de un espectador dado. Claro
que se articulará con la imagen del espacio físico donde todo está ocurriendo, pero este le
estará abriendo un portal hacia una dimensión del todo personal, donde aquello que pase
frente a él, de una forma u otra, le será muy conocido porque será indiscutiblemente
humano, por más tenebroso, críptico, enfermo o brutal que sea. En ese espacio escénico
propio, el de cada espectador, ocurre la ceremonia que todos, en el mismo lugar,
presencian. Ahí se produce el hecho teatral. En un lugar que no existe.

Sobre la esquizofrenia y otros males menores.


Decir que todos estamos locos es un lugar común. Sin embargo está increíblemente
aceptado por todos. ¿Por qué? Sólo porque nadie quiere ahondar en el tema. Enloquecer
es la única manera de sobrellevar la farsa. Hay una importante convención que debemos
mantener a salvo, sí. No sabemos cómo fue que empezó pero acá esta, civilización, le
decimos. Esta cosa está presente, vive y cobra su precio. Paradójicamente pocos lo notan.
Nadie perdura sin enloquecer. Los más honestos lo hacen a la vista de todos y de una
manera tan patente que los alejamos, los aislamos, los desaparecemos en los laberintos
del intestino social. Son los pobres locos. Otros muchos enloquecen cotidianamente y sin
riesgos, porque lo hacen sólo en secreto: cuando duermen. Es aceptado que los sueños
son algo incontrolable, incoherente, una catarsis permitida. Con ellos no hay problema.
Pero hay otra gente a quien le cuesta un poco más mantener esos mundos separados
porque, en ambos, son protagonistas. Se sienten, en ambos, bien representados. Al
despertar se demoran maravillados por la magia y el grado de realidad que han
experimentado en esa transitoria muerte. También por el terror que les producen ciertas
pesadillas, a veces recurrentes. Desconfían de que algo tan intenso sea menospreciable,
desechable. Rehúyen perderlo. Es que se sienten recipientes naturales de esas, sus,
incongruencias. Adivinan mensajes cifrados. Anhelan la información que reciben de esa
parte oscura de sus vidas. No la apartan porque no pueden. Confían y temen, como
idiotas. Son artistas, claro.

El diálogo eterno de uno consigo mismo.


Esa voz que todo el tiempo me habla no soy yo. Al menos no en mi totalidad. Acallarla
puede ser motivo de toda una vida de meditación y estoico alejamiento, claro. Lograr que
no diga siempre el mismo tipo de idioteces, también conlleva un sublime trabajo.
Cansarse de la propia singularidad es un buen síntoma y un principio de preservación.
Buen síntoma porque deja espacio para los demás en uno mismo. Principio de
preservación por el simple contrapunto aliviador que produce el asco de toda reiteración.
Este principio es moralizante de la conducta y constitutivo del carácter del actor. En forma
manifiesta o secreta, el actor recurre a la dicha de negarse como constitución canónica de
su propio ser. Sin motivo alguno juega un juego peligroso y prohibido, y opta por ponerse
a sí mismo en duda e incluso, a veces, disfrutarlo. Una especie de rara perversión
existencial, sí. Algún motivo, que no importa, tendrá.

La llave.
Esta permanente situación de duda, desequilibrio, aspiración por nada en particular
conlleva, oculto, cierto principio de incipiente afirmación, que pugnará por hacerse
presente. La maravilla que contiene, por novedoso, es que su indescifrable esencia sólo
anhela reconocimiento y comprensión. Elude toda definición taxativa, más aún, aboga por
la prudencia y el tacto. Es que recién nace y no entiende. No entiende pero tiene que
entender. Su dueño lo sabe y le brindará un sistema de protección acabado y perfecto: el
silencio y la ironía. Este principio de protección, le otorgará una novedosa sabiduría que
jamás entenderá por completo, pero que le preservará por siempre. Este rudimento de
dejarse ser le deparará también el beneficio de su propia realización y, al mismo tiempo,
un defecto atroz -y permanente- para relacionarse y vivir en un mundo que, ahora sí,
anhelará conquistar. El actor hará, entonces, del mundo un lugar un poco mejor, pero
esto apenas se notará.
Los molinos de viento.
Siempre, todo el tiempo, su anhelo estará signado por los pormenores más ridículos y
mundanos. Toda pulsión puede morir grotescamente aplacada, no cabe duda. Cierto
grado de tesón infundado deberá, entonces, persistir para que su arte sea. La comunión,
en ritual, le será indispensable. Pero esa coincidencia con sus congéneres, en una cita
previa, en comunión, se le tornará en un terrible impedimento. Así, muchas veces, en el
entorno menos esperado, en presencia de casi nadie, cierta magia tendrá lugar. Y será esa
poca magia indispensable, la que ayude a sostener el pulso de este universo atroz que, al
parecer, siempre se expande.
A no ser que esté ocurriendo justo, todo lo contrario.

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