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Un día, la primera vez que la vi, paso exhibiendo un largo saco ad hoc con el invierno
en que nos encontrábamos, y por azares del destino levanté la cabeza para ver lo que
el día traía al frente de mi despacho…
Una mujer de larga cabellera castaña, tez perla y unos ojos aceituna. Pero, aún cuando
clavo su mirada a mi ser por largos segundos su frente no dudo en voltear para
proseguir en la empresa a la que se había dispuesto. Desde entonces cada día a la
semana no me perdía su contonear. Ella se disponía a caminar, religiosamente en su
almuerzo al área de comida en el parque comercial donde trabajábamos.
En su descanso no comía. No se privaba en el celular. No se disponía a leer un libro de
misterio ni mucho menos el periódico. En la banca tallaba con suavidad el traje, pasaba
las mangas en su cara de porcelana, quince minutos de su día, tras lo cual volvía a su
labor a cambiar su reluciente saco de piel, de quien sabe que animal, por el del oficio,
blanco y sin gracia.
Un día lleve dos capuchinos, uno para mí y otro para mí próxima conquista. Mas no
todo salió como esperaba. Mi primer encuentro con ella fue desastroso. Ella en su ritual
matinal no presencio mi saludo, ni mucho menos mi acercamiento a un lado de ella.
Esperaba un desentendido no, el no querer ella comprometerse en algo al aceptar mi
regalo, más ella torpemente paso su mano hacia arriba sorprendida de mí, en su
agitación la mano dio con un café, manchando su traje guinda. Obtuve su completa
atención, aquellos ojos se encontraban centrados en mí, aunque inyectados de furia.
De su pequeña boca salieron mil improperios y mi caminar de regreso al trabajo resulto
de una clavada mirada al suelo.
Y por aquella respuesta ¿por qué me sorprendía? ¿Qué esperaba de aquella chica
rara? De aquellos pequeños reconocimientos que hacia antes de acercarme ¿no se me
hizo raro ser el único que vio aquel imán de mujer? Resulto que pensé conocer la
respuesta del porque la ignoraban. Resolví nunca más volver a intentar otro
acercamiento.
Pero no todo resulta como uno planea. Si bien en la semana siguiente casi todos los
días seguía recta y distante, para lo que conforme a mi nueva resolución venia de anillo
al dedo, el miércoles fue otro asunto. Aquel día no había piel nueva que lucir, lucia su
vestimenta de labor. Su comportamiento era distinto, sus ojos buscaban algún abrigo.
Así en ese miércoles ella fue la de la iniciativa:
—¿Así que ya no piensas hablarme?
—¡Ehh! —interrumpí mi paso a la oficina —pero…
—Soy Camila, por cierto.
Menciono que aquel vestido era de una colección que había pertenecido a su madre,
ella había sido modelo. Se pavoneó con las mayores personalidades del momento:
presidentes, productores, intelectuales. Mas adelante cayó en desgracia. La típica
historia de una estrella que se comía el mundo a grandes bocanadas, la fama no tardo
en atiborrarle de malas compañías y la nariz de mucha coca. Su infancia fue muy dura,
de hecho, aborrecía a su madre, me conto más adelante. Quizás por ello no me mostró
foto alguna de ella. Mencionó que nunca la llego a conocer sin los efectos de alguna
droga. Golpes y arrebatos diarios. Su abuela se encargó de ella. Mas adelante, en su
mayoría de edad, apenas a principios de este año se enteró de su muerte. Su única
herencia, aquellos sacos. Su relato me hubiese resultado insoportablemente
melancólico de no haber sido por la importancia de hacerlo a un desconocido, de
mostrarme digno de esa confianza.
Sería acaso esa intuición sobrenatural, de hecho, anormal incluso para una mujer. Su
colección de conocimientos y de sobre experiencias, eso me apabullaba. ¿se trata de
una simple boticaria? Me preguntaba.
Conocía de otros. Lo presentía. Si le cumplía todos sus caprichos merecía tan siquiera
exclusividad, pensé en un principio. Le implore que me dijese la verdad.
Al fin un día Camila me los presento una tarde de vuelta a su casa. En una sola
habitación, todos reunidos. Nos conocimos. Entendí. Me invito a formar parte. Dude en
un principio.
Para acceder a su trato tendría que despojarme de todo, todas mis pertenencias, mis
pocas amistades, familiares, grupos en general, todo aquello que no había cedido aún.
El largo meditar me lleno de un vacío insoportable.
Acepte al saber que la merced propuesta era su promesa de eterno cuidado, amor y
una verdadera comunión con ella, con su saber y la de los otros. Aquella, se hincó y se
acomodó de espaldas, pase mis brazos entrelazándola, me aferre fuertemente y
salimos a su trabajo