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Eternidad

Para el poeta la eternidad no es la desesperación de la finitud, el afuera total de la carne transitoria, la


espiritualidad etérea de los cuerpos esclavizados por la abstracción. Mucho menos es la permanencia de
un contingente canto en los esquemas discursivos del ruinoso mundo libresco. La eternidad para el
poeta es la inmanencia de la divinidad, el infinito juego con el instante revelado fuera del tiempo, fuera
de la organización discursiva de la experiencia. Eternidad de lo que se repite siempre diferente,
eternidad de los cuerpos, no de los nombres:

¡La han encontrado!


¿Qué? La eternidad.
Es la mar fundida
con el sol.

En la visión plena y limpia de la divinidad, en la mirada que integra los principios masculino y
femenino que rigen la existencia, el tiempo no se cuenta, el tiempo se vive, el tiempo sólo existe en
tanto espacio de un alma igualmente eterna:

Eterna alma mía,


sé fiel a tu voto
a pesar de la noche solitaria
y el día encendido.

Al amanecer, el día se derrama sobre la noche y disipa el trabajo de la oscuridad, el silencio y la


soledad, algo se desplaza y se transforma en quien contempla, algo se escinde. Pero el alma del poeta
es fiel a la comunión con la divinidad, es fiel a ser uno con todo, fiel a sí mismo en no tener un sí
mismo, en lo mismo ser durante el día y durante la noche: unidad que engendra, unidad que canta. Y
esa es su libertad:

¡Así te liberas
de humanos sufragios
y anhelos comunes!
Tú vuelas según...

El verso queda suspendido como el poeta en el vuelo, en el tránsito que es un fin en sí mismo, que no
tiene dirección. Porque la libertad de un alma eterna no se confunde con el trabajo en torno a propósitos
humanos, con la libertad de la elección. Su trabajo es ofrenda a la divinidad, canto libre e inútil, sin
poder. El poder es la transcendencia a la que huye la mirada limpia, es asumir la separación entre el
objeto y el sujeto como inamovible realidad de la dominación; es la realidad de la falsa muerte en los
hospitales, de la objetiva muerte de la tierra. En este sentido no son humanos los anhelos del poeta; son,
más bien, divinos y animales. Su eternidad es sin jerarquías, en nada se sostiene; el vuelo es fatigoso y
doloroso no tener puerto:

— Jamás la esperanza.
Ningún orietur,
Ciencia y paciencia,
el suplicio es seguro.

Ya no hay mañana,
brasas de satén,
vuestro ardor
es el deber.

El único camino es hacerse presa de sí mismo, permitir que el fuego que pone todo en movimiento
adentro, consuma afuera el propio cuerpo. Existir, pacientemente, dolorosamente, pero no sin sentido:
brasas de satén porque la llama también puede ser dulce al tacto, porque está el ardor, pero también la
belleza. La destrucción y la génesis reunidas en la absoluta inutilidad, en el absoluto silencio de la
eternidad, que no obstante, se nos presenta como destello, experiencia estética, temblor luminoso.

El fragmento que venimos comentando de Una temporada en el infierno culmina con la repetición de
la primera estrofa,

¡La han encontrado!


¿Qué? La eternidad.
Es la mar fundida
con el sol.

,señalando el carácter cerrado y circular de esta experiencia de la eternidad que es el instante. Que el
autor de estas palabras sea un joven de diecinueve años que no volverá a jugar el juego de la literatura
nos dice mucho. Principalmente afirma la libertad de la poesía, su independencia absoluta. El
dispositivo del poema sólo está al servicio de la existencia, del camino vital del que pronuncia (estrella
u hombre, mujer o piedra). Esa intimidad es la que nos convoca, la que nos hace buscarnos en esa
soledad otra. No el egoísmo del yo que nada ve ni siente fuera de sí, no el encierro, sino la expansión.
Autismo primigenio que emula el monólogo de la vida. Así, el niño sombrío que intentó y vivió la
alquimia del verbo, la plena continuidad de los sentidos, se va en busca del sol y no de la palabra,
porque la gloria pertenece a los hombres y el lobo solo tiene su hambre.

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