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M A R U J A

B R E T H A R T E

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Traducido por José Valenzuela Marco


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MARUJA

Alborea la mañana iluminando débilmente la ca-


rretera de San José.

Poco a poco, y a medida que la luz aumenta, van


distinguiéndose, hasta aparecer clara y distintamente
a la vista, las profundas carriladas, esas intermina-
bles líneas paralelas marcadas por el tránsito rodado
en el polvo de los caminos reales.
A ambos lados van despertando, al dulce beso
de la luz virginal de la aurora, los inmensos campos
de trigo y avena que se extienden y dilatan hasta
perderse en el horizonte.
En dirección al Oeste y al Sur desaparecen las
estrellas como huyendo, humilladas, de la esplendo-
rosa y fulgente claridad del día que llega. Unica-
mente al Oeste brillan algunas sobre las pobladas

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BRET HARTE

colinas del Raimundo en las que parece que la no-


che continúa.
Aletean y vuelan muda, y perezosamente los pa-
jarillos en la, semiobscuridad crepuscular. Un co-
yote de pelo gris, sorprendido por la luz del
naciente día, camina, perezoso y rengueante, y un
viajero andariego, hollando el polvo de la carretera
completamente seca tras una noche sin rocío, va, de
aquí para, allá buscando sitio adecuado para saltar
la, empalizada y buscar un apartado albergue.
Por unos momentos, hombre y bestia, mostra-
ron igual tranquilidad y aparente porte con una ex-
traña semejanza, en su aspecto y expresión; el co-
yote parecía más bien un congénere suyo, el perro; y
el vagabundo un caminante como todos los que van
a pie. Ambos exhibían las mismas características de
haraganería, y de vida desordenada e independien-
te,. El coyote, además, con su andar lento y la, cabe-
za baja parecía como si imitase y siguiese los
inciertos pasos y las furtivas miradas del vagabundo.
Los dos eran jóvenes y físicamente vigorosos,
pero en ambos se notaba la misma vacilación, la
misma indómita e inflexible aversión al trabajo, al
esfuerzo personal.

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MARUJA

Continuaron así una media milla, separados, sin


que notase el uno la presencia del otro, hasta que la
fiera, avisada por el instinto que estaba ya próxima a
la agresiva civilización,, torció repentinamente a la
derecha cinco minutos antes de que el ladrido de los
perros obligase al hombre a volver a la izquierda
para esquivar la entrada a una finca de cultivo que
tenía delante.
Las huellas que siguió condujéronle huta uno de
los insignificantes arroyuelos. que desembocan, ya
casi exhaustos, en la cañada, para desaparecer en el
llano filtrándose en el suelo o evaporándose a, causa
de los recios calores de junio. Estaba bordeado de
sauces y de alisos que señalaban una arbórea y tran-
sitable senda a, través del bosque y la maleza.
Siguió por el sendero, al parecer sin objeto, co-
mo el que camina a la, ventura, parándose de vez en
cuando a contemplar, embobado, mecánicamente,
cualquier objeto, más bien -para, hacer tiempo que
por instinto de curiosidad, y a remojar en los esca-
sos sitios donde habla agua detenida algunos men-
drugos que sacaba del bolsillo. Y aun esto parecía,
hacerlo movido más por la material coincidencia, de
llevar pan seco y encontrarse con agua al paso en el
camino, que por requerimientos del hambre.
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BRET HARTE

Al fin Regó a un hoyo o concavidad en forma de


copa en el montecillo cercano, cubierto de trébol
silvestre donde percibías el fuerte olor a resina.
Deslizóse gateando por debajo de un manzano sil-
vestre y se dispuso a dormir.
Esto probaba, que estaba muy familiarizado con
las costumbres de los de su clase en el país, que
aprovechan las noches, indefectiblemente secas
cuando son estrelladas, para sus correrías y cami-
natas, y luego se pasan los días durmiendo y descan-
sando a la sombra, a un lado del camino.
La luz había, aumentado entretanto, descu-
briendo gradualmente las formas, perfiles y detalles
de) la contigua finca,.
Una amplia y larga, &venida abierta a través del
arbolado de una especie de parque, cuidadosamente
limpia, de las hierbas y helechos que crecen abun-
dantes en el país, guía hasta la misma entrada de la,
cañada.
Allí empieza una vastísima terraza,, cubierta de
verdor como una, alegre pradera, rodeada de árbo-
les, adornada con enormes macizos de plantas, que
semejan gigantes ramilletes, de va, riada y asombro-
samente vistosa, policromía a, su final, desde donde
vuelven a, alzarse las opulentas vides y los frondo-
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MARUJA

sos arbustos que ocultan las columnas, el pórtico y


casi la extensa fachada de una gran casa, señorial.
Sin embargo, los tiernos y delicados tallos que
suben tímidamente hasta los capiteles de las colum-
nas y aun se asoman a los tejados sobrepasando el
alero arquitectónico; y la frondosidad tropical, rica
en brillantes colores de todas clases y tonos, no pri-
van a esta, mansión de la arrogancia y altiva digni-
dad que le corresponde en la perspectiva y en el
lugar.
Gran parte de esto es debido al hecho de que
esta casa, original -una casa de adobe, de no pocas
pretensiones, que data de la época de ocupación del
país por los españoles- se ha conservado intacta,
encerrada como una perla en la concha formada,
por el bosque rojo obscuro que la circunda, y con-
serva todavía su patio central rodeado de una galería
o pórtico claustral ; en tanto que a sus lados hanse
levantado otras edificaciones más extensas que la
antigua y principal, no como alas de la casa separa-
das por patios y jardines, sino pegadas a sus costa,
dos, sin plan arquitectónico, cambiando su figura
cuadrada en un vago paralelogramo.
Mientras el patio conserva las características del
patio español, en la fachada occidental del edificio
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hay un extenso pórtico, al gusto americano, que, con


sus columnas y tejadillo, proporciona, - una se-
miobscuridad a, las habitaciones interiores a las que
ha, privado de luz directa la construcción lateral,
dejándolas aisladas.
Su melancólica luz de claustro conventual se
aviva y esclarece con el rojo vivo de los ruipónticos
que penden del tejado, con el pálido reflejo de los
rayos solares sobre los jazmines que crecen lozanos
junto a las columnas, con el mar de púrpura que so-
bre el pavimento proyectan los frondosos heliotro-
pos moviéndose en constante oleaje a impulsos de
la brisa.
En parte alguna muéstrase tan a lo vivo, opu-
lenta y rica, la flora maravillosa, de este hermoso
clima. Hasta, los rosales castellanos que crecen, co-
mo las parras, a, lo largo del frente oriental, las fre-
sias que en el patio tienen, por lo desarrolladas, los
honores de verdaderos árboles, y las cuatro o cinco
gigantescas pasionarias que adornan, llenándolo de
estrellas, el bajo muro del Oeste, evocando cons-
tantemente la mística leyenda... palidecen ante la
triunfante esplendidez y belleza, del pórtico del me-
diodía.

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Al salir el sol, esta parte de la tranquila mansión,


la, primera que, recibe las deliciosas caricias de sus
rayos matinales, parece despertar del sueño profun-
do de la, inactividad.
Algunos peones y criados van apareciendo poco
a poco y perezosamente en la, entrada del patio oca-
sionalmente animada, por el temprano movimiento
y la vida que le prestan la huerta, el jardín y los esta-
blos.
Sin embargo, fijándonos atentamente en la fa-
chada del mediodía, más bien parece que los mora-
dores no se han acostado aún. Brillan débilmente
las luces en el inmenso salón de baile; una bandeja
con botellas y copas ha quedado abandonada sobre
el tejado del pórtico, junto a una de las ventanas que
permanecen abiertas, y más allá, como una hoja,
marchita, caída del árbol, un abanico amarillo a me-
dio cerrar.
Oyese el rodar de un carruaje por la terraza, rui-
do acompañado de alegre vocerío, y pasa, veloz-
mente como una visión uno de esos típicos
char-á-bancs repleto de embozadas figuras, en-
corvadas para evitar los rayos directos del sal.
Así que el carruaje ha salido del recinto, asó-
manse a, una de las ventanas que hay sobre el pórti-
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BRET HARTE

co cuatro hombres sombreando con la, mano sus


ojos, defendiéndolos así de la, deslumbrante clari-
dad del día.
Uno de ellos viste aún el traje de paseo; otro el
uniforme de capitán de artillería. Los demás han
dejado ya el traje de, fiesta, substituyéndolo el más
viejo de los cuatro por una de esas extravagantes
indumentarias que lucen ordinariamente los turistas.
ingleses como delicado privilegio de una más joven
y ya más floreciente civilización.
Vuélvese éste de espaldas al sol y con agradable
acento escocés pregunta a los otros si se hacen car-
go de lo extraordinario de aquella mañana despeja-
da, con un cielo sin nubes y una atmósfera limpia de
vapores y neblina. El joven vestido de etiqueta
asiente elocuentemente y añade, además, en idioma
entre francés e inglés casi incomprensible, que la
cama a aquellas horas es un insulto a la noble natu-
raleza y dignidad del hombre y una ingratitud a los
hospitalarios dueños de la casa que, habían planta,
do aquel lindo jardín y formado aquellos deliciosos
paseos para obsequiar a sus huéspedes; y que nada
hay más hermoso que el rocío brillando chispeante
sobre la flor a los alegres trinos matinales de los
pajarillos.
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MARUJA

El otro joven le llama, la atención acerca, de este


-último punto manifestándole que en California no
hay rocío y que en la parte del país en donde ahora
se encuentran no cantan los pájaros.
El extranjero recibe esta lección con pena, y
sorpresa al mismo tiempo por lo raro del caso, y
con gesto de angustia y berrinche por su propia ig-
norancia.
¿Mas por qué, ante una mañana tan deliciosa, no
ha aceptado su arrogante amigo el capitán el reto o
apuesta lanzado por el bravo turista inglés, de salir a
paseo con él, dando de este modo gloria a la patria,
y ganando al mismo tiempo las mil libras de la
apuesta?
Es que el bizarro capitán se ha imaginado que si
sale a la calle con su uniforme ha de pararse a cada
momento para contestar a los transeúntes que segu-
ramente le preguntarán en qué circo o teatro va a
dar la, representación, y sospecha fundadamente
que con dificultad escapa, ría de algún tiro que le
podrían disparar como si fuera un pájaro raro de
California. Por este motivo prefiero entretenerse pa-
seando alrededor de la casa hasta que el carruaje
está preparado.

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Sintiendo mucho tener que apartarse de tan ale-


gres y divertidos compañeros, el joven extranjero se
decide a marchar a su habitación para cambiarse de
ropa, pero antes de retirarse vuelve a asomarse a la
ventana en el mismo instante en que el oficial avan-
za, al parecer indiferentemente, desde el pórtico ha-
cia lo es del parque.
-Han estado vigilándose el uno al otro hasta el
último instante. ¿En qué parará todo esto? - dice el
joven que ha quedado en la ventana.
La observación sin ser confidencial, está pi-
diendo claramente la respuesta del otro compañero,
y tienta a proseguir un diálogo, por lo que el esco-
cés, aunque ya completamente tranquilo después de
la apuesta, dice algo receloso:
-¿Qué quiere decir, hombre?
-Que es tan claro como la luz del día, que el ca-
pitán Carroll y Garnier anhelan conocer a todo,
trance el uno del otro lo que hacen o intentan hacer
esta mañana.
-Entonces, ¿por qué se han separado?
-La separación es sencillamente un pretexto.
Garnier está vigilando a Carroll desde su ventana y
Carroll lo sabe.

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-¡Cómo! -dice el escocés en tono jovial y de viva


curiosidad-. ¿Se trata de una riña, de un desafío?
Espero que no se tratará de algo serio... Nada de re-
vólvers y espadas, hombre, antes del desayuno, ¿ eh
?
-No- contesta riendo el joven-. No. Haciéndole
justicia, no es Maruja de las que llevan a un hombre
al duelo sin ton ni son. Yo veo el asunto con toda
claridad ; usted quizás no lo comprenda por ser ex-
tranjero, mientras que yo soy un viejo habitué de las
casa. Me explicaré los dos están enamorados de Ma-
ruja, mejor dicho -y esto es lo más peligroso ambos
creen que Maruja está enamorada de ellos.
-¿Pero esta Maruja no es acaso la hija mayor de
la señora de la casa? Yo creía que el capitán había
bajado de la, fortaleza por una de las jovencitas, y,
particularmente, para galantear a la señorita, Amita
que es un encanto.
-Es posible. Pero esto no impide que Maruja co-
quetee con él.
-¡Demontre! ¿No estará usted confundido, se-
ñor Raymond? A decir verdad, jamás he hallado una
muchacha más pacífica, modesta, y seria.
-Esto lo deduce usted de que durante los dos
valses que ella no bailó y estuvo haciéndole compa-
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ñía, le dejó a usted llevar la voz cantante... mientras


la mocita escuchaba simplemente sus palabras...
Esta observación hace enrojecer y turba un poco
al ya entrado en años escocés, pero se rehace pronto
con una bonancible y humorística risotada.
-No está, mal... no está mal... Escuchando, Ma-
ruja, no tiene precio.
-No es usted el primero que la ha, encontrado
elocuente en su silencio; hasta Stantón, su amigo
banquero, que jamás habla como no' sea de minas y
de billetes de Banco, dijo de ella que es la única
mujer que tiene conversación, y muy entretenida.
Sin embargo, podríamos jurar que no le dirigió ni
dos palabras mientras estuvieron juntos durante la
comida,. Pero le miraba... y son los ojos de Maruja
los que hablan... Hombres, mujeres y niños, todos,
todos se sienten atraídos y sugestionados por esa
gracia que tanto les agrada. ¿Y por qué? Porque Ma-
ruja es suficientemente diestra para hacer las cosas
con naturalidad y sencillez ; no como tales gracias...
No conozco chica que pida menos y consiga más.
Por ejemplo : ¿no la llama usted hermosa,... ?
-¡Poco a poco! Usted va demasiado lejos, ami-
guito. No estoy dispuesto a decir de ella lo que no

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MARUJA

es- replica el escocés jovialmente, aunque con pru-


dente reserva.
-Sin embargo, ayer tarde debió estar usted dis-
puesto cuando hizo tal afirmación. Maruja puede
realmente producir aquí la impresión de ser la niña
más bella, siempre que el observador deja a, un lado
las comparaciones que siempre son odiosas. Nadie
quizás lo piense de este modo; pero en la práctica
todos vienen a afirmar esa verdad que dejo expues-
ta.
-Usted es un entusiasta admirador de la joven,
señor Raymond. Como un habitué de la casa, natu-
ralmente, usted...
-¡ Oh! Ya es demasiado tiempo para que dure el
entusiasmo- dijo el joven con natural franqueza-.
Además, yo he venido aquí a descansar. Llevo en la
casa dos años exactos...
-Indudablemente usted no ha tenido ni tiene in-
tención de casarse.
-Perdón, señor; pero eso es debido a que ya lo es-
toy.
El escocés le jura con manifiesta curiosidad.
-Maruja es una heredera, Yo un ingeniero de
minas.

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-Perfectamente, mi querido amigo; pero yo creía


que en, su país.
-En ni¡ país, sí; pero ahora, estamos en un rin-
concito de la vieja España. Este campo fue donado
por Carlos V a los herederos de doña María Sal-
tonstall. Mire usted en torno suyo. Este pórtico, es-
tos largos paredones de la antigua casa, son obra del
viejo Salem, capitán de un barco dedicado a la pesca
de la ballena, -uno de los principales traficantes en
ese negocio. Pero el centro, el corazón del edificio,
lo mismo que la vida que anima el vicio patio, es es-
pañol. La familia de doña María, los Estudilíos y
Gutiérrez, siempre llevó a mal y -miró con majos
ojos esta alianza con el capitán yanqui, aunque éste
mejoró notablemente el campo cuadruplicando su
valor; así es que desde su muerte siempre se han
opuesto a que se repita la intervención de un ex-
tranjero. Y no es que este prejuicio familiar pese
mucho en el ánimo de Maruja y llegue a ser un obs-
táculo Para que se una a cualquier extranjero si un
día tiene ese capricho, no; española, ante todo y so-
bre todo, en sus ideas, en su gracia y en su parte, co-
rre por sus venas, sin embargo, la, sangre del viejo
Salem para, que se rebele contra, toda ley y autori-
dad, y consienta, en -violentar sus naturales inclina-
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MARUJA

ciones, Maruja no tiene hermanos; ella, es la única,


heredera, de la casa y de los bienes a, ella anejos,
aunque, conforme a las leyes de su país nativo, sus
hermanas tendrán su dote en otra propiedad que es
extensísima.
-Entonces, el capitán Carroll. aun haría, un buen
negocio con Amita- Observa el escocés.
-Si no lo arriesga, y lo pierde todo con Maruja.
Es muy española Amita, y por lo tanto muy celosa,
para, que, perdone una semejante defección, aunque
sea, un momentáneo abandono.
Esta manera de hablar lleva, 3,¡ ánimo del es-
cocés la casi seguridad de, que el señor Raymond se
expresa así convencido Por la triste experiencia. ¿
Cómo, si no, podía este joven, con su s atractivos
físicos, su sólida cultura y esmerada educación, y
con su merecida fama, profesional, no haber apro-
vechado su estancia, tan prolongada, en compañía
de Maruja para lograr ser su indiscutible favorito?
-Y existiendo esta terminante oposición por
parte de los parientes de Maruja a que se case con
los compatriotas de usted, ¿cómo se concibe que la,
madre exponga a sus hijas, abandonándolas a su
fascinadora influencia ?-dice, como de pasada, el

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BRET HARTE

viejo a su compañero-. Por que las niñas parecen


gozar de la omnímoda libertad americana.
-Quizás sea ésta la causa de que ellas sean las
menos dispuestas a aceptar al primero que se les
presente. Aún queda en la familia, como una reliquia
de las costumbres de su país la típica dueña española
encargada de guardar a las doncellas... Y ésa, es
tanto más respetable por cuanto es invisible... Es un
hecho misterio so, pero seguramente cierto e inva-
riablemente repetido, que tan pronto como uno se
acerca secretamente a. una, de las jóvenes- excepto a
Maruja- recibe su correspondiente aviso de Pereo.
-¡ Cómo! ¿El despensero? ¿Ese que parece un
indio? ¿Un criado?
-No, perdón; el mayordomo. El viejo criado de
confianza que hace las veces de padre. Nadie sabe
qué es lo que ¿¡ dice. Lo cierto es que, si la víctima
quiere hablar con la señorita y pide para, ello -el
permiso correspondiente, siempre resulta que se ha-
lla, indispuesta... adivine usted, si de salud. Y si co-
mete la, locura dé tener una entrevista secreta con
Maruja... ¡está irremisiblemente perdido!
-¡Cómo¡

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-Porque termina por declararle sus fogosos


amores, por querer galantearla seriamente... con el
ya conocido resultado.
-Entonces la opinión de usted será que el des-
pensero no ha preguntado todavía al capitán por sus
intenciones...
-Lo creo innecesario- contesta el joven se-
camente.
-¡Hum! Y entretanto, el capitán ha desaparecido
tras el matorral... Supongo que éste es el desenlace
del misterioso espionaje que usted ha descubierto...
No... ¡El diablo le lleve!... porque ahora veo que el
francés huye precipitadamente del mirto... ¿Qué
demontre esperaría allí? Pero... ¡ Dios nos asista! -¡
Si está allí también nuestra, heroína.
-Sí- dice Raymond con voz entrecortada-. ¡ Es
Maruja!
Maruja ha ido aproximándose tan silenciosa y
quedamente a lo largo del banco que bordea el pór-
tico, deslizándose rápidamente de columna a co-
lumna y parándose en cada una de ellas como
buscando una, flor especial, que ninguno de los dos
interlocutores ha, sorprendido la ingeniosa manio-
bra. En la mirada y gesto de la joven no aparece el
menor indicio de que haya notado la, presencia de
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BRET HARTE

los dos amigos. Tan abstraída la, creen y tan absorta


parece que guía, dos por el mismo instinto, los dos
se colocan lo más próximamente que pueden a la,
ventana, y allí esperan, silenciosos e, inmóviles, a
que Maruja pase o se dé cuenta de su presencia.
-A pocos pasos de la ventana detiénese para
colocarse una flor en el cinturón. Entonces pueden
examinarla tranquilamente los dos amigos. Un cuer-
po juvenil y diminuto con un traje color amarillo
pálido; delicada figurita a la que faltan aún los ras-
gos, las facciones y el perfil característicos de una
mujer en la edad madura. El óvalo perfecto de su
rostro, la espalda recta, las caderas de niña, el tama-
ño infantil de sus manecitas y los piececitos ocultos
en unas sandalias en miniatura, todo tiene el pode-
roso encanto y el mágico hechizo de la frescura que
deleita, de la sugestiva inocencia, de la espléndida Y
agradable juventud... y nada más.
Olvidádose hasta -de sí mismo, el escocés
aprieta intencionadamente a su compañero contra la
pared, con gesto cómico de virtuosa indignación.
-¡Eh! señor- murmura con acento que llega, al
alma-. ¡ Eh! Fíjese en la inocencia y candor de la
mozuela. ¿ No se avergüenza usted de inventar una
extravagante novela acerca de la vida de esta honra-
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MARUJA

da y gentil doncella? ¿Qué es lo que induce a usted


a, rodear a esta niña de un satánico nimbo... a esta
criatura, que debe estar aún pegada, a, los pechos de
su madre y que aun debía ir en pañales ? ¿Ella una
coqueta, enamorada y esperando a los hombres, con
ese aire de modestia, y apocamiento? Estoy aver-
gonzado de usted, señor Raymond. Ella está pen-
sando únicamente en su desayuno, pobrecilla, y no
en el galán de allá abajo... Otra frase injuriosa, sa-
crílega,... y soy capaz de contarlo todo a ella. ¿ No
tiene usted compasión de esa muñequita? ¿No le
merecen respeto su juventud e inocencia?
-Déjeme - gime Raymond débilmente-, déjeme
tranquilo y yo contaré a usted lo vieja que es ella... ¡
Chitón!... que nos está mirando...
Los dos observantes pónense de pie. Maruja ha
lanzado ciertamente una mirada, a, la ventana. A ella
ha dirigido sus Ojos, aquellos ojos en los que ahora
se distingue algo más que su propia belleza. Las pu-
pilas son azules como el firmamento, y un circulo
moreno obscuro rodea la córnea, opaca. Brilla en
ellos una luz misteriosa de inteligencias de astucia.
El alma de Salem, el traficante, asómase escrutadora
y vigilante por aquellas órbitas sombreadas por la

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BRET HARTE

negra pasión de los celos de la madre, con viveza y


poder irresistibles.
Maruja sonríe al reconocer a los dos hombres,
con apacible y tranquila puerilidad, y hace una ex-
traña inclinación de cabeza sobre -las flores que lle-
va en la mano. Su boca, recta e inmóvil, tornase
encantadora súbitamente al separarse los rosados
labios y aparecer los dientes marfileños de impeca-
ble blancura, dibujándose entonces una, graciosa
sonrisa que extiende sus lireas animadas y dulces
por todo el rostro, quedando impresa en él con al-
guna, permanencia, aun después de que la boca ha
recobrado su primitiva posición. La joven se aleja
en el preciso momento en que Garnier se aproxima
a ella.
-Salgamos, hombre, si le parece, a darnos un pa-
seo- dice el escocés asiendo del brazo, a Raymond-.
No hagamos mal juego a este chico.
-No; creo que lo que ella busca es deshacerse de
él. Mire, señor Buchanan, cómo le ha entregado las
flores para que se las lleve a casa. Entretanto espera
que llegue el capitán.
-Vámonos, señor bromista, vámonos- dijo Bu-
chanan con su habitual buen humor, apoyando su
brazo en el del joven, y arrastrándole desde el pórti-
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MARUJA

co en dirección a la avenida-. Vámonos y guarde sus


curiosas observaciones para el desayuno...

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BRET HARTE

II

Entretanto, el joven oficial que había desapa-


recido tras la espesura, hubiera o no presencia, do la
anterior escena, lo cierto es que daba pruebas ine-
quívocas de nerviosidad y agitación. Paseaba muy
de prisa, y a veces hacía vibrar el aire moviendo rá-
pidamente una varilla, de sauce a la que en su impa-
ciencia había arrancado las hojas, siguiendo el
estrecho paseo de ceanotos hasta Regar a un peque-
ño macizo de siemprevivas que parecía cerrarle, el
paso. Sin embargo, dando la vuelta por uno de los
lados, inmediatamente encontró la entrada de un
laberíntico paseo que le llevó, por fin, a un espacio
claro y a un rústico cenador que se alzaba a la som-
bra de un nudoso y venerable peral.

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MARUJA

El cenador consistía en una ingeniosa y artística


empalizada de madroños obscuros, techada con
cortezas de rojos troncos, y resultaba sugestivo y
poético, haciendo agradabilisima en él la estancia la
profunda sombra del arbolado.
Contrastando con las obscuras paredes y rojo
techo, el piso, mesa y bancos estaban totalmente cu-
biertos de marchitas hojas de rosas, esparcidas en
raro desorden, como si los niños hubiesen estado
allí jugando con ellas.
El capitán, Carroll las apartó precipitadamente
con el pie, mostrando en ello gran impaciencia; echó
una rápida ojeada en torno suyo y se tendió a lo lar-
go de uno de aquellos rústicos bancos,
-retorciéndose el bigote con los nerviosos dedos.
Un momento nada más permaneció en esa actitud,
porque, de súbito, alzóse del banco, llevando enre-
dados en las doradas espuelas algunos pétalos blan-
cos, y salió del sombreado cenador avanzando de
prisa hasta recibir de lleno los rayos del sol.
Indudablemente se había equivocado. Todo es-
taba, tranquilo y silencioso en derredor suyo. Ape-
nas percibíase otro ruido que el de los carruajes al
rodar por la avenida, y éste llegaba ya muy apagado.

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BRET HARTE

Fijáronse sus ojos en el corpulento y añoso pe-


ral, y, a pesar de la preocupación, detúvose a obser-
var las señales de su extraordinaria edad. Retorcido
como por efecto de un doloroso y prolongado ata-
que de nervios y repleto de innumerables nudos
formados por abundantes excrecencias, vivía apo-
yado en barras de hierro y es. pesas estacas de ma-
dera que sostenían a duras penas en pie su débil
decaimiento. Carroll observo además, con interés
las diversas iniciales y símbolos profundamente
grabados en la, corteza, en la, actualidad deforma-
dos y casi indescifrables.
Al volverse al cenador vio por vez primera que
detrás de él había, una elevación del terreno en for-
ma de una, extensa onda. sobre, cuya cresta veíase la
misma rara, profusión de hojas de rosa, esparcidas.
Al instante le ocurrió la, idea de que aquello po-
día ser una gigantesca sepultura, puesto que la se-
mejanza era perfecta, y que esto mismo debió
ocurrírsele al misterioso sembrador de aquellas
marchitas hojas.
Aun estaba considerando esto cuando el crujir
de la hierba, a muy corta distancia hizo saltar su co-
razón comunicándole un soplo de esperanza.

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MARUJA

Una sombra gris atravesó, arrastrándose, la on-


dulación objeto de sus reflexiones, y desapareció
tras el macizo. Era, un coyote. En cualquier otra
ocasión,, la, rara, la extraordinaria presencia de esta,
real y vívida personificación de lo, incultura y el sal-
vajismo tan cerca de un centro de civilización y de
una, casa habitada, y hasta bulliciosa, le hubiera lle-
nado de asombró. Pero en esos momentos no tenía
más que un pensamiento dominante... ¿Vendrá ella?
Pasaron cinco minutos. No tuvo paciencia, para
esperar más tiempo en el cenador y salió a pasear
ante la entrada del laberinto con mayor inquietud
que antes.
Cinco minutos más... Seguramente le había en-
gañado. Ella y sus hermanas estarían probablemente
acechándole, espiándole desde el prado del jardín y
reirían a costa suya...
Apoyó un tacón sobre el pisoteado trébol y
arrojó la varita, a la, espesura. Concedería, a Maruja
aún un momento. .. nada más que un momento...
-¡Capitán Carroll!
Esta melodiosa voz habla sido y era para Al la
más dulce del mundo. Nadie, aun siendo extranjero,
podía resistir el hechizo de aquella sonora cascada

27
BRET HARTE

de notas musicales. Al oírla volvióse rápidamente...


Ella avanzaba hacia él desde el cenador.
-¿Pensaba usted que yo vendría por...- donde
todo el mundo pudiera seguirme?
Y echó a, reír dulcemente, silenciosamente...
-No; he venido atravesando por la espesura...
por ahí indicando la dirección con su flexible hom-
bro -casi perdiendo las chinelas y... los ojos... ¡mire!
Echóse atrás el inseparable chal descubriendo la
cabeza, y mostrando una, -rama de mirto pendiente,
como una guirnalda rota, de su blanca, frente... El
joven oficial permaneció contemplándola, absorto y
mudo.
-Me gusta oírle pronunciar mi nombre - dijo, al
fin, balbuciente-; ¿quiere decirlo otra vez ?
-Carroll, Carroll, Carroll- repitió una y otra vez,
poco a poco, como gozando y divirtiéndose en
arrastrar las erres como en su idioma nativo-. Es un
bonito nombre. Suena igual que una canción. Don
Carroll -¡ eh! El capitán Carrol....
-Pero mi nombre es Enrique- dijo él tímida-
mente.
-Enrique... éste no es tan bonito. Don Enrique...
puede pasar. Pero el capitán Carroll es el mejor de
todos. Yo diré siempre: ¡ El capitán Carroll!
28
MARUJA

-¿ Siempre?
Y al decirlo enrojeció como una criatura.
-¿Por qué no?
El intentaba adivinar a través de las inciertas y
desconcertantes palabras satíricas de la ¡oven las
verdaderas intenciones y el recto sentido de su espí-
ritu al pronunciarlas ella resistía el ataque y la prue-
ba parando valientemente los golpes con el acero de
la mirada de su padre.
-¡ Y... bien, capitán Carroll ! ¿No era precisa-
mente para que usted me dijese su nombre ... que ya
sabía yo que era un nombre bonito ... ¡ Carroll!- dijo
ella, al fin acariciándole con su dulce ironía no era,
seguramente para esto para lo que me pidió esta en-
trevista, cara a cara, a solas, en esta fría... le hizo un
movimiento para que el chal cayese sobre los hom-
bros- en esta fría, indiferente y tan poco poética luz
del sol? Esto estaría bien con las luces, el baile y la
música de la pasada noche. No; no es para esto para
lo que usted ha esperado a que yo dejase mis hués-
pedes y me viese libre del señor Garnier, que es muy
amable, pero que no tiene nombre bonito, y del se-
ñor Raymond que, cuando no puede hablarme, ha-
bla de mí. Sólo ellos saben lo que el capitán Carroll
puede después decirles.
29
BRET HARTE

-Pero si ellos saben, si ellos comprenden dijo el


joven oficial adelantándose hacia ella, pálido el ros-
tro y los ojos centelleantes-, si ellos comprenden
que tengo que decir alguna cosa, señorita
-Saltonstall ... algo... perdón... ¿le be lastimado la,
mano? ... algo que ella debe saber solamente... sólo
ella ... ¿con qué derecho pretender saberlo? ¿Qué es
lo que tienen que objetar ? ¿ Hay alguno interesado
en que yo no hable... con usted? No me crea tan
tonto, señorita Saltonstall... pero... le, ruego, le supli-
co se explique claramente antes de, que diga yo una
palabra más.
-¿Quién va a tener ese derecho?- dijo Maruja,
apartando su mano pero no sus tentadores y
peligrosos ojos-. ¿Quién va a vedar, quién puede
prohibir a, usted el hablar conmigo o con mi her-
mana? Ya dije a usted que Amita es libre como to-
das nosotras.
El capitán retrocedió unos pasos con la faz lívi-
da y descompuesta, mirando fijamente a la joven.
¿Pero es posible que usted no me haya com-
prendido, señorita Saltonstall?- balbució el oficial-.
¿Piensa, usted que es Amita, la, que...?
Cortó la frase y añadió en tono pasionalmente
amoroso :
30
MARUJA

-¿Recuerda usted, Maruja, lo que le dije?... ¿ Ha


olvidado acaso ya la, noche pasada?
-La noche pasada era... ¡la noche pasada! -dijo
Maruja, encogiendo ligeramente los hombros - Una
cosa es hacer el amor por la noche
V otra muy distinta,... casarse en plena luz del
día. Oyendo música, inspirada, percibiendo el grato
olor de flores bellas y fragantes y a la luz blanca y
dulce de la luna que todo lo espiritualiza, se dice
cualquier cosa. Cuando llega la, mañana,... una va, a
desayunarse... a, no ser que tenga, que asistir a con-
sejos de, guerra con capitanas y comandantes. Si
usted, capitán Carroll, quiere hablar con mi herma-
na... acuda a ella.. Doña Amita Carroll suena agra-
dablemente, muy agradablemente. Yo no me
opondré a ello.
Y ofreciéndole ambas manos, echó hacia atrás la
cabecita y sonrió.
El tomó sus manos apretándolas efusivamente ,
pasionalmente.
-No, no. Oígame, oígame usted y me compren-
derá. Yo amo a usted, Maruja... a usted... a usted sola.
Dios sabe que no puedo remediarlo. Dios sabe
también que aunque pudiera- no lo remediaría. Oí-
game. Quiero decirlo todo, quedar tranquilo... Nadie
31
BRET HARTE

puede oír lo que aquí hablamos. Y yo ni soy un loco


ni un traidor. Hablándole con toda franqueza, admi-
ro profundamente a su hermana. Es más: vine aquí
por ella. Fuera, de esto yo le juro que estoy limpio
de toda culpa ante usted y ante Amita. No sabe ella
de mí otra cosa más. La vi a usted, Maruja, y desde
aquel instante usted ocupó entera, mente mis pen-
samientos... mis ensueños todos.
-¡De esto hace... tres, cuatro, cinco días y una
tarde! Ya ve que recuerdo perfectamente. Y ahora
usted quiere... ¿qué?
-Que consienta usted en que la ame, y a usted
sola. Ser de usted y para usted. Y, con el tiempo, ga-
nar, conquistar su amor, tal y como usted merece...,
Aunque soy atrevido, no estoy loco. Comprendo su
situación y la mía, y sé lo que a cada una se debe...
aun en los momentos en que me atrevo a decir a
usted : la amo. No mate mis esperanzas, Maruja, que
sólo esperanzas le pido ahora...
Ella le estuvo contemplando hasta absorber la
fiebre abrasadora de su mirada, hasta que la voz
apasionada del capitán estremeciále los oídos; des-
pués... movió la cabeza y dijo:
-Esto... no puede ser, Carroll.. ¡ no!... ¡ jamás!

32
MARUJA

-Irguióse él entonces sereno ante golpe tan terri-


ble, con tan sencilla y varonil dignidad, que por un
momento Maruja bajó los ojos.
-Luego... ¿hay otro? - dijo el capitán tristemente.
-No hay hombre alguno que me interese
,más que usted. ¡ No! No sea usted tonto. Dé-
jeme seguir. Le digo esto porque usted no puede ser
mío... ¿me comprende? mío... De mi hermana Ami-
ta, sí.
El joven militar irguió su cabeza fríamente.
-La he tratado, la he afligido duramente, señorita
Saltonstall, lo sé ; demasiado duramente para un
hombre que había recibido ya su contestación. Pero
no merezco esto. Adiós.
-Un momento- dijo ella con dulzura ¡. No he te-
nido intención de herirle, capitán Carroll. Si hubiera
tenido intención de hacerlo no hubiera. sido aquí.
Para eso no tenía. necesidad de haber venido a en-
contrarle en este lugar. ¿Me hubiera querido usted
lo más mínimo si yo hubiera rehuído y evitado este
encuentro?
No replicó. En lo íntimo de su corazón des-
trozado él leía que la hubiera, amado de la misma
manera.

33
BRET HARTE

-Vamos- dijo ella, poniendo suavemente la, ma-


no, en el brazo del capitán- no esté, enfada, do
conmigo porque le haya hecho perder cinco días tan
sólo dejándole en la, misma situación en que se en-
contraba al llegar por primera vez a esta, casa. No
suponen ni tanta, felicidad ni tanta tristeza cinco dí-
as para, que no puedan olvidarse fácilmente, ¿no es
eso, Carroll.... capitán Carroll?
Y apagóse su voz perdiéndose el eco en un leve
suspiro. Después continuó:
-No se enfade conmigo porque, sabiendo que
otra cosa era imposible, he deseado y querido que
usted amase a mi hermana y que mi hermana co-
rrespondiese al amor de usted. Nosotros hubiéra-
mos -sido unos buenos amigos-. nada más que
buenos amigos.
-¿Por qué dice usted : sabiendo que era imposi-
ble otra cosa?- dijo Carroll asiendo súbitamente la
mano de Maruja-. Dígame, por Dios, qué quiere sig-
nificar con esas palabras.
-Quiero decir que yo no puedo casarme mientras
no lo haga con un hombre de la raza de mi madre.
Este es el deseo de ella, y la, voluntad de los pa-
rientes de la, línea materna. Usted es americano y no
de sangre española.
34
MARUJA

-Pero seguramente no lo habrá decidido usted


así ya...
Ella encogióse de hombros.
-¡Qué quiere usted! Esta es la decisión de los
míos.
-Pero sabiendo esto...
No terminó la frase; la sangre subió ace-
leradamente a su rostro.
-Siga, capitán Carroll. Usted quiere decir segu-
ramente: sabiendo esto, ¿cómo no me previno usted
antes? ¿Por qué cuando me vio por primera, vez no
me dijo : usted ha venido por mi hermana, no se
enamore de mí. porque yo no puedo casarme con
un extranjero?
-Es usted cruel, Maruja. Pero si eso es todo, sí
no hay algo más, ¿no podría desvanecerse, anularse
tal prejuicio? Porque su madre se casó con un ex-
tranjero... con un americano precisamente.
-Quizás éste es el parque- dijo la joven re-
posadamente.
Bajó los ojos y con la punta de su chinela de ra-
so apretó contra el suelo. las tiernas hojas del trébol
que habla a sus pies.
-Escúcheme: ¿quiere que le cuente la historia de
nuestra casa?... ¡ Silencio!- Alguien viene. No, se
35
BRET HARTE

mueva. Continúe usted como está ahora. Si me quie-


re usted bien, Carroll, reprímase y no dé motivo ni
pretexto alguno a ese hombre para que piense y
pueda decir que ha encontrado en posición ridícula.
Su voz se transformó pasando del tono suave de
melosa y acariciante defensa al de reprimida altivez.
-El no se burlará, ni reirá, mucho, capitán Ca-
rroll ; yo se lo aseguro a usted.
Garnier, con su arrogante figura, la tranquilidad
pintada en el rostro, cortés y afable, apareció a la,
entrada del laberinto. Era, su educación demasiado
sólida para delatar en la expresión de su semblante,
ni aun con una ceremoniosa burla, encontrarse
frente a una posible situación sentimental. Y aun fue
más allá !u exquisita cortesía. A expresar que eran
tan buenos que con sus, voces habían guiado a un
torpe y rudo extranjero a lugares en donde él no
podía estúpidamente introducirse.
-Tiene usted ocasión de interrumpir o de escu-
char una historia que precisamente ahora estaba yo
para, contar- dijo ella serenamente-, una vieja leyen-
da española referente a esta casa. Es usted mayor de
edad, es decir, lo son ustedes dos, y pueden dejar de
oírme si así lo prefieren... Gracias. Les juro que es
una, leyenda necia y, además, no es nueva. Pero el
36
MARUJA

contarla tiene la excusa de ser sugerida por este


mismo lugar en que nos encontramos.
Lanzó una rápida mirada, sutilmente signifi-
cativa a Carroll, y en el curso de su relato se ,dirigió
preferentemente a, él con mucha delicadeza,, con el
expreso y patente objeto de aplacar en cierto modo
la turbación de su espíritu.
-Hace ya muchísimos años, caballeros- dijo Ma-
ruja de pie, ante la mesa, con teatral solemnidad, y
golpeando en ella con el abanico-, y bien puede de-
cirse que en los antiguos tiempos, este lugar fue la
morada del coyote. Grande él, ella chiquita, padre y
madre, señor y señora coyotes, y un muchachuelo
coyote hijo de ellos, tenían su casa en la frondosa. y
obscura cañada y salían por estos campos amari-
llentos por la abundante avena silvestre y rojos por
las numerosas amapolas que alfombraban el suelo,
en busca de su presa. Eran felices. ¿Por qué? Porque
fueron los coyotes primitivos y así no tenían histo-
ria; comprenden ustedes ~ no tenían tradición. Se
casaron como quisieron (una miradita a, Carroll),
nadie se opuso; después crecieron y se multiplica-
ron. Mas los llanos eran fértiles, la caza abundante, y
no era propio ni conveniente que fuese todo esto.
para las bestias únicamente. Y así, en el transcurso
37
BRET HARTE

del tiempo, un jefe indio, un salvaje, Koorotora, edi-


ficó aquí su jacal.
-Perdóneme usted- dijo Garnier con aparente
angustia-, pero no he oído bien el nombre de ese
caballero.
Completamente segura de que el interruptor no
deseaba otra cosa que volver a oír su sonora pro-
nunciación. de las consonantes, repitió :
-Este caballero no tenía, historia, ni tradición y
así nadie, podía molestarle. Pensase lo que quisiese
sobre este asunto el señor coyote, lo cierto es que
éste se contentó con asaltar la choza del señor Koo-
rotora cuando encontró ocasión propicia, y con me-
rodear y rondar durante la noche el campamento de
los indios. El viejo jefe indio prosperó e hizo algu-
nos viajes por los alrededores del país, pero jamás
abandonó sino que conservó siempre este campo.
Esto siguió así hasta, que los padres misioneros vi-
nieron del Sur y de Portala,- como ustedes habrán
seguramente leído, alzaron su cruz de madera en la
costa del mar y allí la dejaron para admiración de
los salvajes. Koorotora la vio en uno de sus viajes y
volvió a la cañada completamente maravillado. Ko-
orotora tenía, entonces una esposa.

38
MARUJA

-¡Ah! debemos empezar ahora. Estamos in-


dudablemente en los comienzos. Esto ya es mejor y
más bonito que señora coyota- dijo Garnier alegre-
mente.
-Como pueden ustedes comprender, ella an-
helaba ver el maravilloso objeto, y lo vio, y también
a los padres misioneros que la, convirtieron, a pesar
de la oposición de su marido, un supersticioso pa-
gano. Y todavía más: ellos llegaron aquí...
-Y convirtieron al campo también; ¿no es eso?
Es un delicioso lugar para una misión- dijo Garnier
cortésmente.
-Fundaron una, misión y atrajeron a tantos ha-
bitantes del campamento de, Koorotora, que llena-
ban el sagrado recinto. Todos se convirtieron
excepto Koorotora, que los desafió y les maldijo, sin
exceptuar a su esposa, a la manera del pernicioso
paganismo, diciéndoles que pronto tendrían que
abandonar la misión por causa de alguna traidora
mujer, y que el coyote seguiría vagando, en acecho
de su presa, por entre los arruinados muros de la
misión. Los misioneros compadecieron al malvado
y plantaron un delicioso jardín. ¡ Miren este peral! ¡
Es todo lo que de él ha quedado!

39
BRET HARTE

Volvióse con gesto sublime y señal hacia el peral


con el abanico. Garnier elevó las manos con admi-
ración igualmente ficticia. Un repentino recuerdo
del coyote acudió a la mente de Carroll. en aquel
momento.
-Y los indios- dijo éste haciendo esfuerzos para
espantar aquella visión- han desaparecido pronto.
-Todos los que quedaron están reposando bajo
ese terraplén. Es la sepultura del jefe y de su pueblo.
No vivió para ver cumplida su profecía. Porque fue
un año después de su muerte cuando nuestro ante-
pasado, Manuel Gutiérrez, vino de la vieja España
destinado al Presidio, habiéndosele concedido la
gracia de elegir para sí veinte leguas de terreno, en el
lugar que quisiese, para establecerse. A doña María
Gutiérrez se le antojó la cañada, pero era un lugar
poseído ya por la santa Iglesia. Una noche, y a causa
de una traición, según se dijo, se retiraron los guar-
das y entraron tumultuosamente los indios en la mi-
sión matando a los legos y echando afuera a los
sacerdotes. El comandante del Presidio reconquistó
el lugar de manos de los salvajes, Pero manifestó al
gobernador que no podía garantir la seguridad de
los Padres sin una bien nutrida guardia militar, por
lo cual el representante del Gobierno ordenó el
40
MARUJA

traslado de la misión a Santa Cruz. Entonces fue


cuando don Manuel ocupó las veinte leguas de su
privilegio en la cañada. Si él o doña, María hicieron
algún pacto con los devastadores indios, nadie lo
sabe. Algo debió saber el padre Pedro cuando, se-
gún se dice, declaró al pie del altar que, la excomu-
nión de la Iglesia pesaba sobre el campo y que
pasaría éste con el tiempo y para siempre a manos
de extranjeros.
-Y de esto hace ya muchísimos años; y la pro-
piedad continúa todavía en manos de la familia- dijo
Carroll precipitadamente, interrogando a los ojos de
Maruja.
-En la última centuriano ha habido herederos
varones-continuó Maruja, contemplando, inmóvil, a
Carroll-. Cuando mi madre, que era la hija mayor,
casó con don José Saltonstall, contra la voluntad de
la familia, se dijo que la maldición tendría entonces
su cumplimiento. Estoy bastante segura, caballeros,
para afirmar que en aquel mismo año descubriéron-
se antiguos privilegios de Micheltorrena, y en nues-
tro ,litigio, vuestro Gobierno, capitán, dictó
sentencia adjudicando unas diez leguas de la llanura
al doctor West, nuestro vecino.

41
BRET HARTE

-Ya. ¿El caballero de cabello gris que asistió al


lunch el otro día? ¿Luego son ustedes amigos? ¿No
llevan ustedes segunda intención?- dijo Gaxníer.
-¿Qué quiere usted? - dijo Maruja encogíendo
levemente los hombros-. El pagó su dinero por la
concesión. Vuestros corregidores le apoyaron y di-
jeron que no había cohecho- añadió mirando a Ca-
rroll.
A pesar del implícito reproche, Carroll sintió al-
go de consuelo. Empezó a impacientarse por la
prolongada presencia de Garnier que le impedía
continuar el galanteo. Quizás exteriorizó en su cara
esta impaciencia, porque Maruja añadió con fingida
y cómica gazmoñería:
-Siempre es terrible ser la hermana mayor, sobre
todo si reflexiona que es la heredera directa de una
maldición. Ahí tienen ustedes a Amita; ella es libre
de hacer lo que tenga por conveniente sin respon-
sabilidad familiar alguna, mientras que yo... ¡ pobre
de mí!...
Y bajó los ojos no sin antes haber con ellos re-
prochado a Carroll por su insistente y mal disi-
mulado mirar.
-Pero- dijo Garnier cambiando de pronto su as-
pecto de aparente credulidad y de cortés indiferen-
42
MARUJA

cia por el de una, casi áspera impaciencia-; ¿quiere


usted decir que cree en este descabellado, en este
ridículo canard?
Maruja hizo una mueca de, alegría con la boca,
apretando los labios contra los dientes, como admi-
rada del efecto que había producido su leyenda en.
el ánimo de Garnier. Lanzó una significativa mirada
a Carroll recobrando instantáneamente su anterior
gesto.
-Tiene poquísima importancia lo que una ni, ña
bobalicona. como yo pueda creer. El resto de mi
familia, aun los niños y los criados, todos lo creen
as! ; es como un dogma de la religión para ellos. Ve-
an ustedes esas flores que circundan el peral y las
que hay esparcidas sobre, la tumba de los indios.
Ellos acostumbran reunirse aquí en las fiestas. Ellas
no son un canard, señor Garnier; son sacrificios
propiciatorios. Pero creería que un temblor de tierra
abriría una sima que tragaría, la, casa si dejásemos
de practicar estas tradicionales ceremonias. ¿Es un
canard, es un puro absurdo el que obligó a mi padre
a construir estas obras modernas alrededor del co-
razón de la antigua casa de, adobe, dejando a ésta,
intacta, para no ser cómplice en el cumplimiento de
la, maldición de, Koorotora?
43
BRET HARTE

Habló Maruja en tono de tan sugestiva ve-


hemencia y calurosa pasión; su faz fina y brillante
iluminése de tal modo como por una dulcísima luz
amorosa, adquiriendo un atractivo singular que no
da el simple color del rostro, que Garnier, con fer-
vorosa mirada, y cortés halago, exclamó :
-Pero esta maldición se alejará sin dejar funestas
huellas ante la bendición encarnada e In una linda
criatura. La señorita Saltonstall no puede temerla
más que los ángeles. Ella es la predestinada por sus
encantos, por sus bondades, a ahuyentarla, a anu-
larla para siempre.
Carroll no hubiera dejado de proferir palabras
de elogio para Maruja, que fueran como un eco de
las de Garnier, si lo que ella dijo al momento no
hubiera repercutido en su pecho acongojando a su
corazón con supersticioso terror.
-Mil gracias, señor. ¡ Quién sabe! De todos mo-
dos, cuando la maldición vaya a tener inmediato
cumplimiento, yo recibir¿ un aviso... yo lo sabré.,
Un día o dos antes de que llegue el funesto invasor,
aparecerá repentina y misteriosamente, en pleno día,
en los alrededores de la casa, un coyote. Este mero-
deador, este fiero animal de la noche, ahora, oculto
y refugiado en lo más espeso y obscuro del cañón,
44
MARUJA

volverá a vagar en derredor de la madriguera de sus


antepasados... ¡Caramba! Señor capitán, ¿qué es lo
que usted mira? ¡ Me asusta usted! Basta ya se lo
ruego!
Ella se, había, vuelto hacia ¿¡ dando un golpe en
el suelo con su piececito como una niña enojada.
-Nada- dijo riendo Carroll y recobrando su se-
renidad-. Usted no debe enfadarse con uno por la,
sola, razón de, que se emociona dejándose llevar
por su intensamente dramático relato. ¡ Voto a Jú-
piter! Yo creía ver, yo veía realmente todo lo que
usted iba pintando en su detallada descripción: el
viejo indio, el misionero, y... ¡el coyote!
Brillaron sus ojos. Por su mente cruzó la, ex-
traña y descabellada idea de que quizás, aun contra
su voluntad, fuera el predestinado de aquella joven ;
y en el profundo egoísmo de su loca pasión amoro-
sa, sonrió ante la pérdida material de los campos, y,
como consecuencia, del propio prestigio.
-¿Entonces el coyote ha anunciado siempre, al
parecer, algún cambio de fortuna en la familia?- dijo
Carroll con bastante descaro.
-El día del casamiento de mi madre- contestó
Maruja en voz muy baja-, después que regresó de la
iglesia, la comitiva para celebrar el banquete en la
45
BRET HARTE

casa antigua, mi padre preguntó : «¿Qué perro es ése


que hay debajo de la mesa?» Y cuando alzaron el
mantel para mirar, un coyote salió escapado,
abriéndose paso, por entre los invitados, y huyó a
través del patio hasta perderse de vista.' Nadie supo
cómo ni por dónde había entrado aquella fiera.
-Haga el Cielo que no nos encontremos con que
el coyote se nos haya comido el desayuno- exclamó
festivamente Garnier-, porque yo crea que nos está
esperando. Ya oigo la voz de su hermana destacán-
dose entre las otras que llegan hasta aquí cruzando
la verde terraza. ¿ No podemos dejar de una vez las
fúnebres tumbas de nuestros antepasados y reunir-
nos con las muchachas?
-No estoy ahora en disposición de hacerlo, mu-
chas gracias- dijo Maruja poniéndose el chal sobre
la cabeza-. No puedo en estos momentos someter-
me, en circunstancias tan desventajosas para mí, a la
comparación que ustedes, dos caballeros, pueden
hacer entre mi cara y mi traje y los más frescos ros-
tros y refinada toilettce de las otras. Vayan ustedes
con ellas si quieren. Yo esperaré un poco y rezaré
un Ave María, por el alma de Koorotora. Después
tornaré por el mismo camino de mi venida.

46
MARUJA

Maruja evadió con firmeza la, suplicante mirada


de Carroll ; y aunque su faz brillante y hermosa y la
hechura, orden y limpieza impecables de su indu-
mentaria y atavío probaban bien a las claras la inefi-
ciencia de su disculpa, evidentemente se veía que su
deseo de quedar sola era verdadero y no una vana
manifestación de femenil coquetería. Saludáronla
ambos jóvenes quitándose el sombrero y se alejaron
mohinos y cabizbajos.
Así que la rubia cabeza del capitán desapareció
tras el frondoso y verde follaje, la jovencita lanzó un
leve suspiro que repitió después a manera de ner-
vioso bostezo. Abrió y cerró el abanico dos o tres
veces golpeando con sus varillas la, palma de la ma-
no, y, después, recogiendo el chal bajo la redonda
barba con una mano y llevando el abanico y alzán-
dose, la falda con la otra,, bajó la cabeza y se internó
en la espesura. Salió al otro lado junto a una cerca
baja que separaba el parque, de una estrecha senda,
que comunicaba con la carretera. Apenas se apro-
ximó a la empalizada vio deslizarse ante ella, a lo
largo del sendero, una extraña figura.
Era el caminante que vimos al amanecer.
Ambos levantaron la cabeza al mismo tiempo
cruzándose sus miradas. El caminante, a la clara luz
47
BRET HARTE

del pleno día, aparentaba ser un hombre delgado y


débil aunque resuelto, toscamente vestido con una
camisa de minero y pantalones de lona ambarriza-
dos y medio oculto en una casaca militar azul, bas-
tante estropeada, que pendía perezosamente de un
hombro. Su seca
curtida faz no carecía de cierto aire de inte-
ligencia malévola y perversa idea, así como de un
aspecto de casi insolente. provocación. Detúvose
repentinamente como sobresaltado, a la manera que
lo haría un animal ante un objeto extraído. Pero no
manifestó otra emoción especial.
Maruja detúvose también en el mismo»instante
al amparo de la empalizada.
El la, miró deliberada y fijamente bajando des-
pués poco a poco los ojos.
-Deseo encontrar la dirección de la carretera que
va a San José. ¿La conoce usted por casualidad ?-
dijo dirigiendo su vista a lo más alto de la valla.
Ya hemos dicho que no había de encontrarse
Maruja con hombre, mujer o chico, con vicio o con
joven, sin que instintivamente intentase subyugarles.
Fuertemente dominante y extraordinariamente
fascinadora, apoyóse con fina delicadeza en la em-
palizada y doblando hacia adelante, como para oír
48
MARUJA

mejor, su orejita con ayuda del abanico, hizo repetir


al viandante la pregunta sometiéndole al mismo
tiempo a, la influencia del amoroso fuego de sus
orlados ojos. Así lo hizo él, pero incompletamente,
con sentimental balbuceo.
-Buscando... hacia,... San José... carretera... direc-
ción.
-La carretera que llega hasta, San José- contestó
Maruja con tranquilidad y gentileza, como si no tu-
viera inconveniente en proseguir la conversación- se
halla, a unas dos millas de aquí, a la izquierda mi-
rando al llano. Hay otro camino ; si...
-No lo necesito. Buenos días.
Y volviendo la cabeza repentinamente, des-
apareció.

49
BRET HARTE

III

El desayuno, mejor dicho, el almuerzo, porque


ordinariamente era un opíparo, un espléndido y
animado banquete en La Misión Perdida, habíase
prolongado hasta después del mediodía.
Terminado el baile, los convidados fueron sa-
liendo, y la, reunión casera, a excepción del capitán
Carroll que había, regresado al distante punto de su
destino oficial en cumplimiento de su deber, fue
dispersándose poco a poco.
Algunos marcharon a, caballo hasta, los lugares
interesantes y pintorescos de las cercanías;, otros
fueron a visitar importantísima casas modernas que
la opulencia de una rápida civilización había edifi-
cado en el fértil valle. Particularmente una de ellas,
obra de un millonario, era famosa por la vegetación
50
MARUJA

exuberante y espontánea que la circundaba, y por su


forma extravagante.
-Si ustedes van al palacio de Aladino- dijo Ma-
ruja desde el más alto escalón del pórtico del Sur a
los invitados que iban en un carro-, después que ha-
yan visitado las caballerizas con departamentos de
caoba para un ciento de caballos, pidan a Aladino
que les enseñe la cámara encantada, ataraceada con
maderas de California y pavimentada con cuarzo de
oro.
-Seríamos más afortunados y dichosos sola,
mente con que la princesa de China viniese con no-
sotros - dijo galantemente Garnier.
-La princesa permanecerá en casa con su madre
como una buena chica- contestó Maruja con gaz-
moñería,.
-Mala puntería la de Garnier esta vez dijo por lo
bajo Raymond a Buchanan cuando ya el carromato
marchaba con ellos-. A la princesa no le agrada vol-
ver a visitar a Aladino.
-¿Por qué?
-La última vez que estuvo allí, Aladino fue exa-
geradamente persa en sus extravagancias. Le ofreció
la casa, las cuadras y hasta su misma persona.

51
BRET HARTE

-Pues no era mala pesca... porque tiene dos mi-


siones según he oído.
-Sí; pero su esposa es tan extravagante como él.
-¿Su esposa, eh? ¿Pero habla usted en serio? ¿ 0
es que usted se entretiene en calumniar a los que
admiran demasiado a, la moza?- dijo Buchanan gol-
peándole juguetonamente con el bastón-. Una pala-
bra más y le arrojo del carro.
Después que marcharon los turistas, los alrede-
dores de la casa quedaron sumidos en el más pro-
fundo silencio y perfecta quietud ; tan tristes y
solitarios, que al contemplarlos podría creerse que la
maldición de Koorotora había, descendido sobre
ellos.
Marchitas hojas de flores, brotes y pámpanos
caídos de las parras enroscadas en la inmensa línea
de, columnas, llenaban profusamente el extenso so-
lar del pórtico, o crujían y rastreaban el suelo hacia
las paredes de la casa cuando soplaba sobre ellas la
fuerte brisa que ordinariamente orea aquellos luga-
res. Algunos cardenales caían como gotas de sangre
ante las¡ ventanas abiertas del desierto salón de
baile en el que resonaban débilmente los pasos de
una solitaria camarera. Era la doncella de Maruja
que iba a entregar unos apuntes a su señorita que,
52
MARUJA

con su traje matinal de volantes, estaba recostada en


la ventana..
Tomólos Maruja, pasó tranquilamente la vista
por ellos, dobló el papel a lo largo y lo ocultó en el
cinturón. El capitán Carroll, de quien procedía
aquella nota, habría escrito uno de tantos oficios o
despachos de lo que metódicamente remitía. La
doncella habla observado el hecho y esto le indujo a
procurar de su señorita, más excitantes e íntimas
confidencias.
-Doña Maruja habrá visto seguramente el bouquet
del señor Garnier sobre la mesita del tocador...
Doña Maruja, lo había visto. Doña Maruja ad-
quirió, además, el convencimiento de que, so-
bornada por el dinero como un Judas, había descu-
bierto traidoramente los secretos de su ropero hasta
el extremo de proporcionar al señor Buchanan,
arrancándola de un vestido amarillo, una cinta de
este color para que hiciera juego con un abanico de
China. ¡Esto era intolerable!
Faquita sintió la pena del remordimiento y ase-
guró que por este solo acto había deshonrado a su
familia.
Doña Maruja, sin embargo, al ver esto, creyó
que lo único que le restaba hacer era regalarle el
53
BRET HARTE

profano vestido y asegurarle que el, demonio no se


la llevaría.
Después que dejó completamente consolada a,
Faquita, Maruja cruzó el largo salón y, abriendo una
puertecita, penetró en un pasillo obscuro a través
del recio muro de adobe de la vieja casa, dejándose
atrás, aparentemente, todo el siglo actual.
Una tranquila atmósfera del pasado rodeaba a
Maruja, no solamente por los salones de bajas bó-
vedas que terminaban en ventanas enrejadas. y las
cuadrangulares cámaras cuyo rico aunque escaso
mueblaje palidecía ante la central elegancia de las
camas con sábanas y colchas de regios bordados y
almohadas adornadas con primorosos encajes, sino
también a causa de cierto especial y misterioso olor
a seco y rígido respeto religioso que penetraba en
todas partes, y saturaba a aquella agradable se-
miobscuridad de la fragancia de las generaciones
pasadas del olvidado Gutiérrez que expiró beatífi-
camente en el viejo caserón.
Una neblina como de incienso y flores que han
perdido su primitiva frescura tendía su velo a través
del largo corredor ocultándolo a la vista, y hacía que
el azul y limpio firmamento, visto a través de las

54
MARUJA

ventanas, pareciese en cada una de éstas un espejo


incrustado en la pared.
La habitación destinada a las señoritas, parecía
mitad capilla y mitad dormitorio, con la extraña
mezcla de convento en las desnudas paredes blan-
cas de las que únicamente pendían crucifijos y em-
blemas religiosos, y de lupanar, al vislumbrar
perezosas e indolentes figuras reposando cubiertas
tan sólo con una saya corta de seda, camisa escotada
y chinelas de abigarrados colores.
En un ángulo claro del corredor que daba al pa-
tio, cuya parte de balaustrada, cubrían mantas y
chales de vivos colores, estaba, el ama de la casa,
medio reclinada en una, hamaca, rodeada de parlan-
chines criados y parientes, dando su audiencia de
los lunes.
Maruja abrióse camino por entre banquetas, ve-
ladores y cojines amontonados, hasta llegar y colo-
carse al lado de su madre; la besó en la frente, y
ágilmente posóse, como blanca palomita, sobre el
antepecho.
La señora Saltonstall, una mujer morena y cor-
pulenta que ocultaba su natural tosquedad bajo un
baño de suavidad de expresión y la artificial com-

55
BRET HARTE

postura de gestos y ademanes, levantó pesadamente


sus ojos negros hasta ver la cara de su hija.
-Tú no has dormido, ¿verdad, Maruja?
-No, querida; ni siquiera he visto la cama.
-Pues debes descansar inmediatamente. Me han
dicho que el capitán Carroll marchó esta mañana
inesperadamente...
-¿Te importa algo?
-¡Quién sabe! Amita parece que no se ilusiona
con José, Esteban, Jorge y demás primos.
Ni vea Juan Estudillo. El capitán no es malo.
Tiene su carrera; es del Gobierno; está...
-A no más que diez leguas de aquí- dijo Maruja,
jugando con la nota del capitán, que llevaba en el
cinturón-. Puede usted mandar a buscarle, mamita
querida. Se alegrará muchísimo.
-Siempre has de hablar en broma, y sin ton m
son... como tu padre. Entonces, nuestra Amita no
se, habrá, molestado, ¿ eh ?
-Ella, Dorotea y las dos Wilson han salido con
Raymond y su amigo de usted el escocés en el
-carro. Y no ha reñido a... Raymond.
-Bien- dijo la. señora Saltonstall recostándose en
la hamaca-; Raymond es un antiguo amigo de la ca-
sa. Lo mejor que ahora puedes hacer, chiquilla, es
56
MARUJA

dormir la siesta hasta que llamen a comer. Yo espe-


ro esta, tarde una visita la del doctor West.
-¿Otra vez? ¿Qué dirá Pereo?
-Pereo- dijo la, viuda incorporándose otra vez
en la, hamaca con impaciencia-. Pereo se está vol-
viendo inaguantable '. El hombre es tan loco como
don Quijote. No puede disimular su singular imper-
tinencia, y su molesta intervención ni aun ante ex-
tranjeros que no pueden comprender su situación
de criado de confianza o los largos servicios presta-
dos en esta casa.
En la actualidad ya no existen los mayordomos.
Los Vallejos, los Briones, los Castros, ya no los tie-
nen. El doctor West los llama, muy sabiamente,
restos ridículos de la época patriarca.
-Que pueden ser substituidos por extranjeros
inteligentes - interrumpió Maruja afectadamente,
-Y muy pronto, si es que el régimen patriarcal no
sirve para que los hijos aprendan a guardar el res-
peto debido a sus padres. No, Maruja... ¡ no! Estoy
enfadada. ¡ No me toques! Pero si tienes lacio el ca-
bello, estás casi despeinada, y tienes ribeteados los
Ojos como las lechuzas... Tú apoyas a ese fanático
Pereo porque te deja solita y acompaña a tus pobre-
citas hermanas y a sus escoltas como el indio cuya
57
BRET HARTE

sangre corre por sus venas. Sólo Dios sabe si habrá


disgustado al capitán Carroll con sus vehemencias y
si ésa será la causa, de que haya marchado tan de
repente. El se cree el único guardián de la honra de
nuestra familia; que tiene la misión, por habérsela,
conferido don Fulano de Koorotora, de desviar su
destino. Indudablemente que el aguardiente es lo
que lo hace concebir ilusiones e imaginar tonterías
que la acreditan de profeta entre los mentecatos
peones y criados. Atemoriza a los niños con extra-
vagantes historias y les enseña a adornar esa
sepultura pagana como si fuese la urna de la vir-
gen de los Dolores. Además, estuvo ayer tarde gro-
sero con el doctor West.
-Y, sin embargo, usted tiene la culpa de que se
haya engreído de este modo en su cargo de mayor-
domo. Olvida, usted, madre, cómo le hizo interve-
nir en el asunto de «dueña» Enriquita con el coronel
Brown; cómo le permitió que asustara al joven in-
glés que estuvo bastante atrevido con Dorotea,; có-
mo le incitó usted contra el pobre Raymond, al que
faltó tan descaradamente que tuve que intervenir y
arreglar yo misma, el asunto.
-Nada tiene que ver con lo que me disgusta de
Pereo el que yo le encargue la resolución de asuntos,
58
MARUJA

y que dé explicaciones que yo por mí misma no po-


dría dar ni resolver sin desacreditar la siempre hon-
rada hospitalidad de la ea,
-No - dijo doña María, con exagerada. dignidad
que, aun siendo inconsistente y absurda, por la poca
fuerza de su argumentación, no dejaba de ser impre-
sionante-. No hemos llegado al extremo ¡ válganos
Santa María! de que nos veamos obligadas a oír per-
sonalmente las pretensiones de cualquier huésped
que llegue a esta casa, como los casamenteros y
vende hijas ingleses y americanos. En estos casos,
Pereo obra con tacto y discernimiento. Pero ahora
es un verdadero loco. Hay extranjeros y extranjeros.
El valle está lleno de ellos... y una puede distinguir y
escoger desde que las nobles y antiguas familias han
ido disminuyendo año tras año.
-Con seguridad, no- dijo Maruja. inocentemente.
Ahí está el excelente Ramírez que hace poco tiempo
casi toma por esposa en San Francisco a una cuple-
tista. Gracias que pudo aún escapar del fuego. Ahí
está, en plena juventud, José Castro, el único que
apoya y fomenta nuestra fiesta nacional, las corridas
de toros; el famoso domador de caballos y el ven-
cedor en no sé cuántas carreras. ¿Y no tenemos
también a Vicente Peralta, que será pronto, según
59
BRET HARTE

dicen, diputado americano? Este sabe leer y escri-


bir... A propósito : aquí llevo una carta suya.
Al decir esto apartó los apuntes plegados del ca-
pitán Carroll y enseñó otro papel que llevaba debajo
de ellos en el cinturón.
La señora Saltonstall dio con el abanico unos
golpecitos en la mano a su hija, diciéndole :
-Tú te ríes de todos ellos y defiendes a Pereo.
Anda, anda y duérmete con más rectos y ordenados
pensamientos... ¡Espera! Oigo el caballo del doctor.
Corre y procura que Pereo le reciba. bien.
Apenas había entrado Maruja en el obscuro co-
rredor cuando vio venir al visitante, un caballero de
sesenta años, de cabeza gris y duras facciones, que
evidentemente habíase introducido sin ceremonia
alguna.
-Ya, veo que usted no espera, a que le anuncien-
dijo dulcemente Maruja, Mi madre se alegrará de
esta impaciencia. En el patio la encontrará usted.
-No me ha anunciado Pereo porque quizás esté
aún bajo la influencia del aguardiente que tragó
ayer- dijo el doctor secamente-. Le encontré la otra
noche al lado de la tienda, que hay en la carretera,
hablando con dos asesinos a quienes procuraré ale-
jar de estos lugares.
60
MARUJA

-El mayordomo tiene muchas compras y en-


cargos que hacer y se ve obligado a tratar con mu-
chas gentes- dijo Maruja,. ¿Qué querría usted? No-
sotras no podemos elegir sus relaciones, cuando
apenas podemos escoger las nuestras- añadió dul-
cemente.
El doctor vaciló como si fuera a replicar, y, .de
pronto, con un brusco «buenos días», se dirigió ha-
cia el patio. Maruja no le siguió.
Súbitamente llamóle a Maruja la atención una
hasta entonces inmóvil figura que parecía estar es-
condida al amparo de las sombras de un ángulo del
corredor, acechándola y esperando su paso. La viva
y perspicaz vista de la hija, de José Saltonstall no se
había equivocado. Avanzó directamente hacia la fi-
gura y dijo ásperamente :
-¡Pereo!
La sombría figura salió vacilante hasta acercarse
a la luz de la enrejada ventana. Era este hombre,
aunque de edad avanzada, fuerte y ligero todavía.
Era alto y andaba erguido, y aunque calvas las sie-
nes, colgaban de la, cabeza hasta, su cuello dos o
tres largas trenzas de negro cabello. Su cara, sobre la
que una de las barras de la reja proyectaba una
sombra siniestra, tenía la amarillez y hasta, las venas
61
BRET HARTE

de la hoja del tabaco. En su vestido se notaba una


rara mezcla, de vaquero y de eclesiástico. Usaba an-
chos pantalones aterciopelados, abiertos por debajo
de las rodillas, y adornados con botones de oro a
los lados de la abertura ; rodeaba su cintura, una an-
cha faja encarnada>, cubierta en parte, por una ce-
ñidísima chaqueta, y, como complemento del traje y
sobre él, llevaba una amplia capa sacerdotal de for-
ma circular, de paño negro, con una abertura o raja
bordeada con trenza de oro, por la que sacaba la
cabeza.
Ante la joven bajó sus inquietos ojos amarillos, y
el rígido y barnizado sombrero de alas rectas y du-
ras temblábale en, sus manos arrugadas.
-¿Otra vez espiando, Pereo?- dijo Maruja en
dioma distinto al empleado con su madre-. Esto es
indigno del criado de confianza de mi padre.
-¡Ese hombre... ese coyote, doña Maruja, es el
indigno de su padre, de su madre, y de usted! - dijo,
gesticulando, en furioso cuchicheo-. Yo, Pereo, no
espío. Yo sigo, sigo las huellas del ladrón montaraz
y salvaje que se escabulle y se esconde y huye como
las fieras, hasta que lo canso y lo domino. Sí; fui yo,
Pereo, quien avisó a su padre de usted, que el ladrón
no se conformaría con robarle la mitad del campo ;
62
MARUJA

fui yo, Pereo, el que advirtió a su madre de usted,


que cada vez que cruzaba los terrenos de La Misión
Perdida, iba midiendo ese ladrón el trozo que pen-
saba arrebatar.
Detúvose un momento, anhelante, abstraído,
alucinado por una loca, por una siniestra y diabólica
idea que se reflejaba en el fuego infernal de sus ojos
enloquecidos.
-Y fuiste tú, Pereo- dijo Maruja cariñosamente,
poniendo suavemente la mano sobre el palpitante y
turbulento pecho del mayordomo-, tú, quien me lle-
vó en sus brazos cuando era una niña. Fuiste tú, Pe-
reo, el que me llevarte contigo delante de ti en tu
caballo pinto al oculto picadero cuando nadie más
que nosotros sabía dónde estaba; ¿no es verdad, Pe-
reo mío?
El inclinó violentamente la, cabeza.
-Fuiste tú el que me presentaste los galantes y fi-
nos caballeros, los Pachecos, los Castros, los Alva-
rados, los Estudillos, los Peraltas, los Vallejos.
Y a cada nombre que pronunciaba, hacía una
pausa, dejando inmóvil unos momentos la, cabeza,
como si el fuego se apagase en sus humedecidos
ojos.

63
BRET HARTE

-Me hiciste prometer que no les olvidaría por los


americanos que había aquí. Perfectamente. Esto fue
hace muchos años. Ahora soy vieja. He visto mu-
chos americanos... Pues bien
¡ ya soy libre!
El asióle la mano levantándola hasta sus labios
con ademán de casi religiosa devoción. Suavizóse,
dulcificóse su mirada; y como si la furiosa exaltación
de su violento espíritu hubiera desaparecido, su voz
tornóse sentimentalmente quejumbrosa.
-¡Ah, sí! usted, la primogénita, la heredera... de
una verdad... ¡ sí!... usted fue siempre una Gutiérrez.
Pero... ¿y las otras? ¿ Dónde están ahora?... Siempre
me ha pasado con ellas lo mismo. «Oye, pereo; ¿qué
haremos hoy? Pereo, nuestro buen Pereo, nos han
invitado a que vayamos aquí o allá; nos esperan para
visitar la nueva gente llegada al valle,... ¿qué dices,
Pereo? ¿Qué comeremos hoy?» 0 también: «Infór-
mate acerca de éste o el otro caballero extranjero y
dinos si hablaremos con él.» Sin ir más lejos, ayer
tarde mismo díjome Amita: «Mándame tu caballo,
Pereo, para, poder dejar atrás a este fanfarrón ame-
ricano que va siempre pegado a mi lado ... » ¡ ja! ¡ ja!
¡¡a! O la grave Dorotea murmurándome al oído:
«Haz saber a ese señor Presuntuoso Pomposo, que
64
MARUJA

las hijas de Gutiérrez no van solas con extranjeros.»


Y hasta la Lisetita ¡je! ¡je! ¡je! «¿Por qué el extranjero
me aprieta el pie con su manaza cuando me ayuda a
montar a caballo? Dile que eso no está, bien, Pereo»,
¡ja! ¡ja! ¡ja!
Rió como un niño y detúvose.
-¿Y por qué la señorita, Amita ahora... mira... se
queja de, que Pereo, el viejo Pereo, haya venido en-
tre ella y el señor Raymond... el maquinista? ¿Eh?
¿Y por qué ella, la señora madre, la Castellana, ha
arrojado a Pereo de sus reuniones?
Y continuó con creciente excitación
-¿Qué son esas reuniones secretas? ¿eh?
¿Qué acuerdos son ésos a solas con ese Judas..
sin la familia... sin mí?
-Escucha, Pereo,- dijo la joven, poniendo otra
vez la mano sobre el hombro del anciano-, todo lo
que has hablado es la, pura verdad; pero olvidas que
los años pasan. Estos ya no pueden llamarse ex-
tranjeros; los amigos antiguos marcharon ya de aquí
o han muerto; y éstos han ocupado su sitio. Mi pa-
dre perdonó generosamente al doctor; ¿por qué no
le perdonas tú también? En cuanto a lo demás,
créeme a mí... a mí... a Maruja- dijo poniendo dra-
máticamente su mano sobre el corazón y sobre el
65
BRET HARTE

conflicto internacional amoroso que creaban los


papelitos del capitán Carroll y de Peralta. Yo procu-
raré que el honor familiar no sufra detrimento. Y
ahora, buen Pereo, cálmate. -No con aguardiente,
sino con una botella de vino viejo del refectorio de
la Misión, que yo te enviaré. Me lo regaló tu amigo,
el P. Miguel, y es de los mejores vinos rancios que
se consumían aquí. ¡ Valor, Pereo! Tú me has dicho
que se queja Amita de que vayas entre ella y Ra-
ymond... Perfectamente. ¿Y qué importa? Sírvate de
consuelo el saber que hoy he citado aquí a comer a
los Peraltas, a los Pachecos y a los Estudillos, todos
amigos tuyos. Hoy te deleitarás oyendo nombres
viejos aunque para ti sean jóvenes las caras. ¡Animo!
Cumple tu deber, viejo amigo; que vean que la hos-
pitalidad de La Misión Perdida no envejece como
así lo quiere el mayordomo. Faquita te traerá P
-¡vino. No; no vayas por ahí; no necesitas pasar Por
el patio ni volver a encontrarte con ese hombre. Por
aquí... dame la, mano, que yo te guiaré. ¡Si te tiem-
bla, Pereo! Estos no son los nervios que hace tan
sólo dos años derribaban al toro en Soquel mane-
jando tu prodigioso lazo... Porque... mira,... mira;
¡ tengo que arrastrarte yo misma! ¿no ves?

66
MARUJA

Y con ligera risa y pueril ademán, casi le hizo ca-


er de, un tirón, y le, llevó medio a rastras hasta que
sus voces se amortiguaron y al fin se perdieron en el
largo corredor.
Maruja cumplió su palabra. Cuando el sol em-
pezó a proyectar largas sombras por todo el pórtico,
no sólo los alrededores de La Misión Perdida, sino
los más recónditos e íntimos lugares de la, vieja casa
animáronse con nueva y alegre vida.
Empezaron a llegar jinetes y carruajes aislados.
A los modernos vehículos de los huéspedes de la
casa y de los vecinos americanos unieron, se, for-
mando extraña mescolanza, abultados carricoches y
faetones de hace cincuenta años, arrastrados por
mulas ricamente enjaezadas, con bizarros postillo-
nes, Y. algunos, con lacayos. Caras indefinibles por
lo sombreadas asomábanse al balcón del patio; una
ligera niebla producida por el humo de los cigarros
entenebrecía aún más los corredores y se mezclaba
con la nube del olvidado incienso. Hermosas mu-
jeres sin toca a la cabeza, adornados con flores sus
negros cabellos, caminaban observando con infantil
curiosidad a lo largo del extenso pórtico y frente a
las ventanas abiertas sobre el gran salón. Hombres
de color de aceituna, escrupulosamente rasurados;
67
BRET HARTE

hombres robustos, fornidos, con sus bigotes retor-


cidos primorosamente y las guías juntándose en el
hoyo de la barba, rondaban ociosos por los alrede-
dores con cierta ¡inconsciente dignidad y con la
tranquila, indiferencia del que parece no preocupar-
se de cualquier novedad o acontecimiento que tenga
lugar en tomo suyo.
Durante un rato conserváronse los dos sexos
mecánicamente separados; pero, merced a la fina
galantería de Garnier, a la cínica familiaridad de Ra-
ymond y a la impulsiva, frescura de Aladino que ha-
bía abandonado su palacio encantado ante la más
leve de las invitaciones viniéndose en compañía de
los expedicionarios con la esperanza de volver a ver
a la princesa de China, un intercambio de saludos,
de galanterías y aun de íntimos diálogos, les unió al
fin.
Jovita Castro había oído hablar, ¿cómo no? de
las maravillas del palacio de Aladino, y así preguntó
al propietario si era cierto que allí las señoras reci-
bían cada mañana, un ramillete y un abanico que ha-
cían juego con sus vestidos, y los caballeros un
champán-cotel en su habitación después del desa-
yuno.
Aladino contestóle galantemente
68
MARUJA

-Venga usted cuando quiera, señorita, y lleve a


su padre y sus hermanos y permanezcan en el pala-
cio una semana; de este modo lo verá usted por sus
propios ojos. Hágame el obsequio : ¿ Cuál es el
nombre de, su padre? Ya le mandaré unos cuantos
caballos para que vayan ustedes mañana mismo.
-¿Y es verdad que usted ha sido la causa de que
el simpático capitán Carroll no siga sus relaciones
con Amita? - dijo Dolores Briones, puesto el borde
del abanico en sus labios, a Raymond.
-Así es- contestó Raymond con ingenua fran-
queza-. Yo hice el asunto cuestión de vida o muerte.
El es un militar y, naturalmente, prefirió lo primero,
que le proporcionará ocasión más propicia, de as-
cender en su carrera.
-¡Ah! Nosotras creíamos que usted estaba más
por Maruja.
-Esto era hace dos años- dijo Raymond con gra-
vedad. .
-¿ Y ustedes, los americanos, cambian de pa-
recer en tan poco tiempo?
-La experiencia personal me ha enseñado que
para eso se necesita aún menos tiempo- contestó,
también sobre el borde del abanico, con maligna
intención.
69
BRET HARTE

Estas íntimas confidencias se generalizaron en-


tre los distintos individuos de las diferentes nacio-
nalidades.
-Yo siempre creí que ustedes, los españoles, eran
muy morenos y usaban largos bigotes y llevaban ca-
pa- dijo la linda pollita Walker mirando ingenua-
mente el terso cutis y la limpia y redonda cara del
mayor de los Pachecos-. ¿Por qué es usted tan rubio
como yo?
-Por eso creo que soy un miserable- replicó él
con grave melancolía.
El profundo silencio que siguió, a estas palabras
le dio ocasión y facilidad para, destruir el efecto que
pudieran haber producido con estas otras :
-Porque yo no pude evitá mi zino de zé un Na-
reizo.
El señor Buchanan, con la ilimitada, con la am-
plísima e irresponsable licencia y libertad de un tu-
rista, se introdujo de Reno en la animada escena,
tomando buena parte en la conversación. Hasta en-
contró palabras de elogio para Aladino cuyas extra-
vagancias habíanle parecido impías en un principio.
-¡Eh, eh! que yo no estoy dispuesto a afirmar
que es un loco ni mucho menos- observó a su ami-
go el banquero de San Francisco.
70
MARUJA

-Todas estas que procuran atraérsele -contestó el


banquero - se verán chasqueadas. El tiene la. prodi-
galidad del que paga con el dinero de los otros y
afloja la bolsa de los demás en provecho propio.
Todo el mundo le censura la manera de tirar el di-
nero, pero le ayuda a enriquecerse.
La comida fue más formal; la señora de la casa,
envuelta en negro terciopelo de seda, accionaba con
teatral solemnidad, colocada a la cabecera de la me-
sa donde permanecía como efigie sacerdotal, y ni
aun la cercana presencia del accesible y práctico es-
cocés que estaba a su la, do pudo sacarla. de su gran
comedimiento. Durante algún tiempo la conversa-
ción de los parientes recayó sobre sus antiguos ca-
rruajes de hacía cincuenta años; tan árida, tan sosa,
tan gastada y falta de encanto era.
El general Pico describió las fiestas celebra, das
en Monterey con ocasión de la visita del señor Jorge
Simpson en los albores de la presenté centuria, de
las que fue testigo ocular. Don Juan Estudillo estuvo
relativamente frívolo, contando anécdotas de Luis
Felipe a quien había visto en París. Refiriéndose a
tiempos venideros, Pedro Gutiérrez estaba tétrica-
mente impresionado por una posible invasión mon-
goliana, en California, tras la, cual los chinos ha, rían
71
BRET HARTE

prevalecer su religión substituyendo los templos


católicos por los paganos, y la poligamia sería. ad-
mitida por la Constitución. Sin embargo, todos es-
tuvieron conformes 'en afirmar que la cuestión
palpitante era el establecimiento y creación de títu-
los nacionales de propiedad ; los americanos que
reclamaban el derecho de compradores preferentes
y los nativos poseedores de privilegios españoles,
fueron de la misma opinión. Hablando de estas co-
sas estaban cuando oyóse la voz musical de Maruja
preguntando:
-¿Qué es un vagabundo?
Raymond, que estaba a su lado, dio una contes-
tación pronta, pero no definitiva. Un vagabundo, si
cantase, podría ser un trovador ; si rezase, un reli-
gioso peregrino; en ambos casos un natural objeto
de la curiosidad y anhelos femeninos. Si no es una,
cosa ni otra, un vagabundo es simplemente una
maldición, una calamidad.
-¿Y cree usted que esto no es objeto de la curio-
sidad y solicitud femeninas? Después de todo, toda-
vía, no me ha, dicho usted qué es un vagabundo.
Una docena de caballeros, atraídos por aquellos
ojos dulcemente interrogadores, dispusiéronse a
intervenir y dar explicaciones. Según unos,, en Cali-
72
MARUJA

fornia no había, cosa alguna que ni por asomo se


pareciese a un vagabundo ; según otros, había, en
California doce clases diferentes de vagabundos.
-¿Pero es siempre insociable ?-añadió Maruja.
Otra vez se dividieron las opiniones. Lo mismo
podía estar lejos de nosotros que perecer continua-
mente a nuestro lado. Cuando la cuestión estuvo de-
finitivamente resuelta, obsérvóse que Maruja estaba,
conversando animadamente con otros.
Amita, una reproducción, si bien más alta, de
Maruja, y más hermosa que ella en conjunto, había
formado una, pila de trozos de pan entre ella y Ra-
ymond a quien escuchaba , con receloso y pueril
interés tan incompatible con la regular serenidad de
su rostro como la gravedad artificiosa de espíritu
con el risueño y juvenil exterior de Maruja. Al diri-
girse a Amita, Raymond lo hacía en voz baja, y fer-
vorosa y ardientemente; no porque el asunto tuviera
importancia alguna, sino por su habitual cualidad de
hombre franco y reservado.
-Están discutiendo el proyecto del nuevo fe-
rrocarril, y sus parientes de ustedes son todos
opuestos a él; sin embargo, mañana acudirán reser-
vadamente a Aladino para pedirle la gracia de que
admita sus suscripciones.
73
BRET HARTE

-Yo nunca, he visto un ferrocarril- dijo Amita


ruborizándose ligeramente-. Usted, como ingeniero,
será bastante perito en la materia.
A pesar de la frescura de la noche, la luna llena
atrajo a todos los invitados al pórtico donde se sir-
vió el café, y en el cual, embozados en abrigos y
chales, hombres y mujeres semejaban grupos de
enmascarados, disfrazados con dominés, esparcidos
por el extenso pórtico y los amplios escalones for-
mando como un campamento de gitanos; la luz de
la luna reflejábase de vez en cuando en las lustradas
botas o en el raso de las chinelas.
Dos o tres de esos grupos se dividieron en pa-
rejas que iban y venían por el paseo de. acacias al
que llegaba el sonido melodioso del arpa pulsada en
el gran salón o las notas de una romanza vigorosa-
mente atacadas por un tenor español.
Dos de estas parejas eran- Maruja y Garnier, se-
guidos de Amita y Raymond.
-Estás algo inquieta esta noche- dijo Amita, es-
forzándose cautelosamente en mantenerse a corta
distancia, de Maruja, a pesar de la oposición de Ra-
ymond-. Estás pagando ahora el no haber descan-
sado hoy. Esa es la causa de la pesadez que sientes.

74
MARUJA

La misma, idea cruzó por la mente de los dos


acompañantes. Maruja echaba de menos la ex-
citación de la presencia del capitán Carroll.
-Es tan fresco el aire fuera de la casa...- -
respondió Maruja tan enérgicamente que desmentía
cualquier sospecha de fatiga o de moral inquietud-.
Estoy cansada de correr tras esas tórtolas por los
paseos y por entre los arbustos. Vamos ahora a, lle-
garnos hasta el sendero. Si estás cansada puede
darte el brazo el señor Raymond.
Y avanzaron guiados por la indomable y ner-
viosa figurita, que, por esta vez, pareció no darse
cuenta de las frases y galanterías, ya picantes, ya
tiernas y sentimentales, con que Garnier aprovecha-
ba el tiempo y la oportunidad. Una sombra más que
discretamente sombreada, una luna poética inspi-
rando amores, dos ojos hermosos y brillantes y no
desafectos ni crueles, una graciosa figurita al lado... ¿
qué más podía desear? Sí ; aún hubiera deseado otra
cosa; que Maruja no caminase tan de prisa. Podía
uno ser más arrogante, más audaz, más atrevido
marchando al trote indio; pero, ser impasible... ¡ ja-
más! El paso era cada vez más ligero. Ahora iban ya
muy de prisa. Más que de prisa.- Maruja había em-
prendido un trotecito. Su diminuto y flexible cuerpo
75
BRET HARTE

movíase graciosamente a uno y otro lado, sus lindos


piececitos avanzaban alternativamente, como dos
flechas, delante de ella; y al compás del trotar me-
nudo iba tarareando una hermosa canción que, se-
gún explicó, obligada por las preguntas, le enseñó
Pereo cuando era niña..
Por fin detuviéronse en el sitio en que Maru¡a
había encontrado al vagabundo por la mañana.
Los acompañantes de Maruja llegaron com-
pletamente desconcertados y hasta, avergonzados;
Amita porque su cuerpo no estaba acostumbrado a
estos trotes, Raymond porque le molestaba que la
pobre chica quedase vencida, y Garnier porque ha-
bía perdido una preciosa oportunidad y, además,
porque sospechaba que habían hecho algo el ridí-
culo.
Solamente los ojos de Maruja, mejor dicho, los
ojos de su Horado padre, daban. señales de alegría y
de contento.
-Ustedes son demasiado afeminados - dijo re-
costándose en la empalizada y sombreándose los
ojos con el abanico, dejando que la luz de la luna
iluminase lo demás de su rostro-. La civilización ha
entorpecido y debilitado sus piernas. Un hombre

76
MARUJA

debe estar dispuesto a no hacer otra, cosa en todo el


día que andar.
-Sí ; el hombre debe ser... un vagabundo ocu-
rriósele decir a Raymond.
-Eso es. Yo hubiera preferido ser una gitana, pa-
ra dar vueltas, muchas vueltas, yendo de aquí para
allá, vagando, vagando, y encontrarme con un nue-
vo alojamiento, con una nueva casa cada, noche.
-Y con una nueva muda de ropa interior limpia,
cada, mañanita- dijo Raymond-. ¿Pero cree usted
seriamente que usted y su hermana están conve-
nientemente arropadas y vestidas para empezar esta
noche? Miren que es extremadamente fría, añadió
subiéndose el cuello del abrigo-. ¿Empezará usted
enseñándonos uno de sus palacios, que podría ser el
más cercano montón de paja, o el gallinero -Más
próximo?
-¡Sibarita! -contestó Maruja.
Y después de mirar un poco a, los campos de al-
rededor y de echar una. ojeada, senda abajo, dijo de
pronto:
-¿Qué es eso?
Y Señalaba en la mano una alta y erguida som-
bra que iba caminando despacio y desaparecía ya
por la orilla opuesta de la empalizada.
77
BRET HARTE

-Es Pereo; no puede ser otro que él. Le conozco


por el largo sarape1 - dijo complacientemente Gar-
nier que estaba el más próximo a la, valla-. Pero lo
sorprendente es que no estaba ahí cuando vinimos
nosotros, ni ha salido de ese espacio de campo des-
pejado. Segura, mente ha venido siguiéndonos por
la otra orilla de la empalizada.
Las jóvenes se miraron simultáneamente no sin
que Raymond lo observara. Entenebrecióse el sem-
blante de Amita que marchó al costado de su her-
mana a la que asió del brazo con tal apresuramiento
que la hizo dar la vuelta.
Los dos hombres, sospechando un contratiem-
po, quedáronse unos pasos atrás, dialogando y de-
jando así en libertad a las dos hermanas para que
cambiasen entre sí algunas palabras en voz baja,
mientras regresaban, a casa despacito.
Entretanto la alta silueta de Pereo había des-
aparecido en la espesura apareciendo otra vez en el
lugar despejado en que se hallan el cenador y el pe-
ral. El brillo rojo de dos o tres cigarrillos encendi-
dos, brillo que partía de la sombra del cenador, y las

1 Sarape: la manta mejicana.

78
MARUJA

agachadas formas de dos mujeres envueltas en sus


chales, adelantáronse para reunirse con él.
-¿Y qué es lo que has visto tú, Pereo?- dijo una
de las mujeres.
-Nada -contestó impacientemente Pereo-.
Ya te dije que de esta niñita primogénita res-
pondía con mi vida. No ha hecho más que bailar
una vez con el francés, como lo ha hecho con otros.
Doña Amita y su Raymond son como la cera, en
manos de Maruja: hace de ellos lo que quiero. Ade-
más, he hablado con Rujita hoy y le he dicho lo que
venía al caso, contestando me ella que no hay nada.
-Y mientras hablabas con ella, mi pobrecito Pe-
reo, el diablo del doctor lo hacía con la madre, tu
señora,... nuestra señora, Pereo... ¿Sabes lo que dijo?
¡ Oh ! Nada de particular.
-¡La maldición de Koorotora, caiga sobre ti, Pe-
pita!- dijo Pereo irritado-. Habla, loquilla., ¡habla, si
sabes algo!
-De cierto no sé nada. Que te lo diga Paquita que
lo oyó.
Y tomándola de la mano, colocó a la doncella de
Maruja, sin que opusiera resistencia, ante el viejo
criado.

79
BRET HARTE

-Esta Paquita, hija de Gómez, es una chica, del


país. Habla, niñita, ¿qué dijo ese coyote a la madre
de tu señorita?
-Le advierto, buen Pereo, que fue la casualidad la
que me favoreció.
-Bueno, bueno, dejemos eso. Ven aquí; ¿qué es
lo que dijo, chiquilla?
-Estaba, yo colgando unas ropas detrás de la
cortina en el oratorio, cuando Pepita introdujo al
americano. Yo no tuve tiempo de es, capar.
-¿Y por qué querías escapar de un perro como
ése?- dijo uno de los fumadores que se había senta-
do cerca de allí.
-¡Silencio!- dijo el viejo.
-Cuando estuvo con doña María, los dos ha-
blaron de negocios. Sí, Pereo; ella, tu señora, habla
de negocios a ese hombre... ¡ ay! del mismo modo
que pudiera haber hablado contigo... Que si esto le
parecía bien... que si le aconsejaba lo otro... que si
sacarían el ganado de las hondonadas y volverían a
sembrar de trigo los campos... y que si tenia com-
prador ya de Las Osos...
-¡Los Osos! Ese campo es la línde... la frontera...
la línea del arroyo... más antiguo que La Misión-
murmuré Pereo.
80
MARUJA

-¡Ah! Y hablé también de... de... no sé de qué co-


sa.... de un ferro... carril...
-¡El ferrocarril! - dijo suspirando el viejo. Yo te
diré qué es eso. Es la cortadura de una -navaja de
fuego a través de La, Misión Perdida; cortadura tan
larga como la eternidad y tan destructora como la,
muerte. A los lados de esta tremenda, de esta, larga y
profunda herida, desaparecen, huyen espantadas la
vegetación y la vida. Dondequiera que este cruel
acero corta, la señal que deja es lívida y seca, estéril,
infecunda; corta y echa abajo todos los obstáculos, y
no hay barreras para él; salta por encima de todas
las lindes y atraviesa todas las fronteras, ya sean és-
tas cañadas o cañones; es un torrente devastador en
la llanura, un huracán en el bosque; en su camino,
en su desenfrenada carrera, es la destrucción de
cuanto encuentra a, su paso, sea hombre o bestia; es
la divinidad pagana de los americanos que levantan
en su honor templos en donde se reúnen y le dan
culto cada vez que se detiene respirando fuego y
humo como un' verdadero Moloch.
-¡Ay! ¡San Antonio nos valga!- dijo Paquita, ho-
rrorizada-. ¿Y todavía hablan ellos de él diciendo
que si los «dividendos» que si las «acciones», y que si
el trigo alcanzaría doble precio?
81
BRET HARTE

-Entonces, que Judas te lleve a ti y a. tu ferroca-


rril - dijo Pepita, impacientemente-. No es esta, ba-
gatela lo que Paquita ha venido a contar aquí. Anda,
chica, y cuenta todo lo que
sucedió.
-Y entonces- continuó Paquita con ligera afecta-
ción de cortedad y modestia de doncella, en medio
de aquel círculo de fumadores tendidos en el suelo-,
entonces hablaron de otras cosas y de ellos mismos,
y, la verdad, el doctor de la barba gris fue al grano y
empezó a decir cosas galantes y a hablar del amor
hasta la muerte, y del tiempo en que tendrá, el dere-
cho de proteger...
-¿El derecho, niña? ¿Pero has dicho el derecho?
No; ¡tú estás equivocada! No fue esto lo que expre-
só...
-Tu vida contra un centavo a que Paquita no se
equivoca- dijo el indispensable y manifiesto satiri-
zador doméstico-. Enseña tú a la chica de Gómez a
interpretar y a adivinar intenciones...
Cuando reían todos la gracia, y las chispas del
cigarrillo hábilmente arrojado al suelo por el abani-
co de Paquita de los labios del gracioso habían de-
saparecido en la obscuridad, la doncellita terminó
bruscamente diciendo :
82
MARUJA

-No sé qué palabra, emplearía usted, ni qué diría


si hubiera visto que él le besó la mano poniéndosela
después sobre el corazón.
-¡Judas!- dijo alarmado Pereo. Y añadió febril-
mente-: Pero ella, la, doña María,, tu, señora, ella te
requirió inmediatamente y te dijo que me llamaras
para que arrojara a la calle a aquel atrevido. ¿Co-
rriste a defenderla? ¡ Cómo ¡ ¿Tú viste eso y no hi-
ciste nada?
Calló el viejo y miró de soslayo al rostro la joven
pretendiendo leer en él la impresión que habíanla
causado sus palabras. Después continuó :
-¡No! Ya veo que soy un viejo tonto. SI, sí ; fue
la misma madre de Maruja la que aguantó y se
mantuvo quieta. ¡ Je ¡ ¡ je ! ¡ je ! Sonriendo, son-
riendo, destrozó el corazón del cobarde como pu-
diera hacerlo, Maruja. Y cuando se hubo marehado
él, ella te mandó que le llevases agua para lavarse la
mancha que el traidor Judas había dejado en su ma-
no.
-¡Válgame Santa Ana!- dijo Paquita en-
cogiéndose de hombros-. La dueña hizo lo que en
su caso hubiera hecho la mejor muchacha. En
cuanto él hubo marchado, ella se sentó y llamó.

83
BRET HARTE

El viejo retrocedió un paso y se apoyó en la me-


sa. Después, con una especie de temblorosa, auda-
cia, dijo:
-¡Nada! Esto es todo lo que has contado: ¡nada!
¡ Bah! Una sucia y perezosa que se duerme traba-
jando y sueña detrás de unos cortinajes. Sí; tú sue-
ñas ¿entiendes? ¡ sueñas ¡... ¿ Y para esto - dejas tus
obligaciones y vienes a murmurar aquí! ¡Vamos!
-prosiguió fuertemente agitado por -la pasión-.
¡Vamos! basta ya de esto. ¡Largo de aquí!... usted, y
Pepita, y Andrés, y Víctor, todos ustedes... a sus
obligaciones. ¡Fuera! ¿No soy aquí el amo? ¡Pues
fuera; yo lo mando!
Su mandato era formal, no cabía duda. La cólera
que manifestaba en sus palabras no era, una ficción.
Acobardados los del grupo, muy pronto se levanta-
ron temblorosos y desaparecieron uno tras otro si-
lenciosamente por el laberinto. Pereo esperó a que
marchara el último, y cuando se quedó solo, calóse
el sombrero de ala tiesa inclinándolo como pantalla
ante los ojos, y profiriendo algunas frases gruesas
tomó inmediatamente el camino de los establos a
través del espeso matorral.
Más tarde, cuando la clara luz de la majestuosa
luna de media noche había logrado apagar las más
84
MARUJA

rezagadas luces del caserón ; cuando el largo pórtico


dormía encerrado en sus macizos pilares de sombra
y la brisa de la noche empezaba ya a extinguirse, Pe-
reo salió quedamente del patio de los establos vesti-
do de vaquero, montado a caballo. Siguiendo con
exquisita cantela el borde musgoso del camino en-
gravado, sin llamar la atención con ruido alguno
pudo llegar a la, puerta que da, a, la senda paralela a
la empalizada.
Al paso de su mustang, fue avanzando despacio y
con dificultad hasta que la casa desapareció tras el
follaje. Cambiando entonces el paso corto del ani-
mal en paso largo, penetró en un angosto camino de
herradura que parecía guiar hacia la, cañada. En un
cuarto de hora llegó a un profundo prado, un plano
en forma de anfiteatro limitado por unas colinas cu-
biertas de abundante hierba, pero sin árboles, que
formaban un semicírculo.
Una, vez allí picó espuelas al caballo y empezó
un raro ejercicio. Dio dos vueltas a la pradera a ga-
lope tendido, con el sarape al aire y sueltas las rien-
das, y otras dos veces después. A la tercera vez que
repitió este ejercicio aumentó extraordinariamente la
velocidad; parecía que el suelo corría y daba vueltas

85
BRET HARTE

en dirección opuesta, bajo las patas del mustang que a


distancia eran invisibles en su furioso galopar.
Echado Pereo sobre el cuello del bruto, hombre
y bestia iban lanzados como una flecha en torno del
círculo.
Entonces vióse ante él y como saliendo de la, si-
lla, un apenas perceptible anillo de humo girando y
desarrollándose lentamente en el aire, anillo que
arrojó gallardamente al suelo sin dejar de comer.
Una y otra vez la tenue sombra fue enroscándose y
desarrollándose, subiendo y avanzando, como una
mágica serpentina, con una prodigiosa calma y segu-
ridad que contrastaba con el furioso impulso del ji-
nete y que parecía ser efecto de su misma furia.
Después, Pereo dio la vuelta y trotó tranquilamente
hasta parar en el centro del círculo.
Allí se despojó de su sarape y arrollándolo y su-
jetándolo para que conservase la forma cilíndrica, lo
colocó derecho sobre el suelo, emprendiendo nue-
vamente su veloz carrera en torno de 1a pista. Pero
esta vez, antes de completar la media vuelta, vol-
víóse súbitamente lanzándose en dirección al ina-
nimado objeto. A la distancia de cien pasos
desvióse un poco. Y otra vez los amplios anillos gi-
raron en el aire descendiendo suavemente al pasar
86
MARUJA

veloz el jinete frente al objeto del centro del círculo.


Mas en cuanto alcanzó la línea curva del anfiteatro,
dio media vuelta otra vez y marchó en línea recta
hacia el camino por donde había entrado en aquel
oculto picadero.
A cincuenta pasos detrás de las patas del caballo,
al extremo de un lazo, el pobre sarape iba arrastran-
do y dando saltos tras de Pereo.
-El viejo está bastante tranquilo esta mañana-
dijo Andrés al día siguiente, cuando terminó de
arreglar y suavizar el pelo del mustang, áspero des-
pués de secarse el sudor-. A la vista está, amigo
Pinto, que ha descargado toda, su furia sobre ti...

87
BRET HARTE

IV

El rancho de San Antonio hubiera sido un per-


fecto y característico asilo para su bendito Patrono
al ofrecer, como ofrecía, un retiro y apartamiento al
amparo de las tentaciones que provienen de la luju-
ria de los ojos, proporcionando, además, todas las
facilidades imaginables para la continua contempla-
ción del firmamento, cuya vista no impedían el ár-
bol más pequeño ni la menor elevación.
A diferencia de La Misión Perdida, de la que ha-
bía formado parte, estaba situado en una nivelada
llanura de rico adobe que durante medio año de
humedad en que la, arcilla es extraordinariamente
plástica presentábase a la vista como un verdadero
mar de verdura agitándose sin Cesar en hinchadas
olas que rompían en los confines del remoto hori-
zonte, y durante el otro medio, como una extensa
88
MARUJA

costa seca y polvorienta, que había quedado al des-


cubierto al retirarse el verde mar, de primavera hasta
tocar el pie de la, celeste bóveda que parecía mofar-
se de la aridez apareciendo como un mar imaginario
allá en las lejanías.
Una hilera de toscos, irregulares y seriamente
prácticos cobertizos y viviendas albergaban la ma-
quinaria agrícola y los cincuenta o sesenta hombres
empleados en el cultivo de la tierra; pero ni la casa
principal, ni el rancho todo ofrecían, en medio de
aquella, inmensidad de tierra y firmamento, un
conjunto de comodidades pueblerinas tan sencillo y
tan escaso como el que ofrece a sus vecinos y vi-
sitantes una pequeña, aldea.
Los artículos más indispensables, como son los
de primera necesidad, para la vida, del campo, eran
allí completamente desconocidos. Compraban la
leche y la manteca en la población más próxima.
Semanalmente traían del mismo lugar provisiones
de carnes y verduras. En la época de recolección los
trabajadores habitaban en la próxima colonia y ve-
nían todos los días a pie a la hora, de comenzar el
trabajo.
En los alrededores de aquella casa sin revoques
ni lucidos, ni siquiera se encontraba una sola flor
89
BRET HARTE

cultivada, si bien al empezar la primavera los verdes


campos veíanse tachonados de abundantes amapo-
las y margaritas. A pesar de la, fecundidad de aquel
suelo, en todo él podía, hallarse la más sencilla
planta, la más humilde hierba, de jardín. Los espe-
sos surcos de lozano trigo llegaban hasta las mismas
paredes de viviendas y trojes ocultando sus venta-
nas más bajas.
En los cobertizos se guardaba la maquinaria
agrícola más moderna, y una línea telegráfica unía a
la ciudad más próxima con un despacho situado en
el extremo de una de las edificaciones, donde el
doctor West formaba sus planes y hacía sus cálculos
anotando sus ingresos y gastos.
Si la severa economía doméstica de que estaba
rodeado se la inspiraron el jactancioso menosprecio
de la vida campestre y las costumbres livianas y co-
modonas de los primitivos propietarios de la, finca,
o si era simplemente la observancia. de un principio
o fundamento axiomático del ahorro como base del
negocio honrado, no se sabía ciertamente. Todos
cuantos le conocían en la intimidad declaraban que
ambas causas influían en su conducta.

90
MARUJA

Lo cierto era que un éxito comercial sin pre-


cedentes había, premiado y coronado aquel método
de vida sencilla, y austera.
Algunos supervivientes de las antiguas familias
del país acudían de cuando en cuando a la morada
del doctor para admirar la rara maquinaria que ha-
cía, ella sola, el trabajo de tantos hombres y de tan-
tos caballos.
Llegóse a decir que prometió dirigir y transfor-
mar las distantes posesiones de Joaquín Padilla des-
de su pequeña oficina a través de los trigales de San
Antonio. Algunos movieron, al oírlo, sus cabezas en
señal de incredulidad, manifestando, además, que él
solamente chuparía el jugo de la, tierra, durante muy
pocos años para abandonarla después, y que en su
marcha furiosa y precipitada no hacía otra, cosa que
desflorar aquellas haciendas, desnatar la rica subs-
tancia de aquellas tierras, vírgenes aún para los mo-
dernos procedimientos de cultivo, ya que hasta en-
tonces únicamente habían sido superficialmente
acariciadas por los primitivos arados de roble.
Sus aficiones personales y sus costumbres eran
tan rígidas y prácticas como las referentes a los ne-
gocios. La, parte de casa a él destinada, se componía
únicamente de su oficina, biblioteca, dormitorio y
91
BRET HARTE

cuarto de baño. Permitíase el lujo de tener este últi-


mo departamento por conservar rigurosamente la
exquisita limpieza que constituía una, parte inte-
grante de su naturaleza. Su cabellera ya gris -una
novedad en aquel país poblado de jóvenes america-
nos llevábala, siempre pulcramente peinada, y usaba
continuamente camisa limpia. Era, también caracte-
rístico en él su traje negro y algo anticuado que le
daba cierto carácter profesional. Su única condes-
cendencia con los hábitos y costumbres de sus veci-
nos consistía, en la posesión de dos o tres me dio
domados y muy briosos mustangs que montaba con la
intrepidez, aunque no con la perfección, soltura y
seguridad de los indígenas.
Si la conservación en su casa, de este poderoso y
desenfrenado superviviente de una agreste y libé-
rrima naturaleza era una, consecuencia de sus pla-
nes, o si únicamente obedecía a que aun quedaban
en él rasgos de la valentía y proezas de su mocedad,
no lo sabemos; lo cierto es que era verdaderamente
un espectáculo en la carretera y en el campo la fre-
cuente aparición de aquella figura rígida, de formal y
decoroso aspecto, contrastando con el pintoresco
caballo que montaba, mustang de ágiles movimientos,

92
MARUJA

que daba bruscos saltos y emprendía vertiginosas


carreras.
Dos días hacía que había hecho su visita a La
Misión Perdida. Hallábase a la mesa sentado y era la
hora apacible de la puesta del sol que ya iba apagan-
do sus luminarias y templando sus vivos ardores al
esconderse tras los confines de occidente y enviaba
los últimos destellos a la oficina del doctor a través
de la puerta abierta de par en par.
Estaba, el hombre, absorto en su escritura,
cuando de pronto alzó la cabeza con aire de ¡impa-
ciencia y gritó
-¡Harrison!
La silueta del capataz del doctor West apareció
en la puerta.
-¿Quién es ese hombre con el que usted ha-
blaba?
-Un vagabundo, señor.
-Admítalo de una vez para trabajar o que se va-
ya. No quiero conversaciones ahí.
-Así lo estaba, haciendo, señor. No quiere tra-
bajar una semana entera,, ni siquiera un día. Su pre-
tensión es trabajar un rato en cualquier friolera a
cambio de la cena y la cama de esta noche. No quie-
re más.
93
BRET HARTE

-Arrójelo de ahí inmediatamente... Espere... ¿qué


aspecto tiene?
-El de todos los demás de su condición. Aun me
parece un poco más haragán que los otros.
-¡Bah!... Hágale entrar.
Desapareció el capataz y volvió al momento con
el vagabundo que ya conoce el lector.
Este iba un poco más sucio y estropeado que
cuando por la mañana habló a Maruja en La Misión
Perdida, pero mostraba el mismo gesto de áspera
indiferencia y rudo desdén interrumpido a veces rá-
pida e instantáneamente por una ojeada de furtiva
observación.
Su haraganería, o su cansancio y fatiga, si estas
dos palabras pueden expresar el triste estado de su
exterior apariencia, física, parecía haber aumentado.
Al verle apoyado en la, puerta, .el doctor contem-
plóla con despreciativo desdén. Como continuaba el
silencio, el vagabundo se permitió buscar poco a
poco una, posición más cómoda sentándose por fin
a la misma entrada.
-Por lo que veo, usted debió nacer ya cansado-
dijo el doctor bruscamente.
-Sí.
-¿Y qué es lo que ha venido a pedir aquí?
94
MARUJA

-Ya dije a éste- contestó el vago volviendo la ca-


beza, hacia el capataz- que deseaba cena y cama; no
necesito más.
-Y si no consigue lo que necesita con las condi-
ciones propuestas por usted mismo, ¿qué hará?
-Mareharme.
-¿De dónde viene usted?
-De los Estados Unidos.
-¿Y hacia dónde va?
-Hacia ellos.
-Déjale solo conmigo- dijo el doctor West a su
capataz, que sonrió alejándose.
El doctor inclinó la cabeza otra vez sobre los
cálculos y operaciones aritméticas. El vagabundo,
sentado a la misma entrada, alargó la mano, arrancó
una espiga tierna de trigo que había nacido casi en la
misma puerta, y se la, fue comiendo poco a poco. Ni
siquiera levantaba los ojos para mirar al doctor. Allí
esperaba como. un reo, como un criminal vulgar, la
sentencia, sin miedo y sin esperanza, aunque refle-
xionando filosóficamente acerca de su situación.
-Entre en ese pasillo- dijo el doctor levantando
la cabeza, al mismo tiempo que volvía un folio de su
libro Mayor y en un armario encontrará ropa abun-
dante para hombres. Tome la que le sirva.
95
BRET HARTE

El vagabundo levantóse lentamente, dio dos pa-


sos hacia el corredor y paróse de súbito diciendo :
-Todo por un ratito de trabajo solamente ¿
comprende usted?
-Solamente por un ratito - contestó el doctor.
El vagabundo salió a los pocos momentos con
unos amplios pantalones especie de zaragüelles usa-
dos por los trabajadores del país, y una ea, misa de
lana colgando del brazo, y un par de botas y otro de
calcetines, en la, mano. El doctor dejó a un lado la,
pluma.
-Ahora entre en ese cuarto y cámbiese de ropa...
¡Espere! Primero, entre en el cuarto de baño y láve-
se los pies.
Obedeció el vagabundo y entró a asearse. El
doctor llegó paseando hasta la, puerta de la oficina y
contempló cómo iba palideciendo y obs-
cureciéndose el firmamento., Al volverse vio abierta
la puerta del cuarto de baño, y en él al vagabundo
que, después de haberse cambia, do de ropa casi a
obscuras, estaba entonces secándose los pies.
El doctor se aproximó y permaneció unos mo-
mentos observándole.
-¿Cuáles la causa de llevar así el pie?
-Nací ya de este modo.
96
MARUJA

Los primeros dedos estaban unidos por una fina


membrana.
-¿Lo mismo los dos pies?
-Sí- dijo el joven mostrando el otro2.
-¿Cómo dijo usted que se llamaba?
-Todavía no lo - he dicho. Mi nombre es Henry
Guest, lo mismo que el de mi padre.
-¿En dónde nació usted?
-En Dentville, Pika County, Missouri.
-¿Cuál era el nombre de su madre?
-Creo que Spalding.
-¿Y en dónde residen sus padres ahora?
-Mi madre divorcióse de mi padre y se volvió a
casar allá en el Sur, en no sé qué sitio. Mi padre
abandonó la casa hace veinte años. Seguramente
estará en un sitio u otro de California... si es que no
ha muerto.
-No ; no ha muerto.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Lo sé... porque yo soy Henry Guest,, de Den-
tville: y... -detúvose, y sombreando sus ojos con la
mano como si examinase atentamente al vagabundo,
2 Este aparente plagio de los procedimientos novelescos antiguos constituye
actualmente una prueba de identificación legal antropológica, con arreglo a las
leyes judiciales de California. Por lo demás, ocioso será advertir que ~ hecho,
como los personajes que en él intervienen, son puramente ficticios. -N. del A.

97
BRET HARTE

añadió con frialdad -y... al parecer, su padre de us-


ted.
Sucedió a estas palabras una breve pausa. El jo-
ven deja en el suelo la bota que iba, a, ponerse.
-Entonces... ¿me quedaré aquí?
-De seguro, no. Mi nombre aquí es solamente
West, y no tengo hijo alguno. Usted marchará a San
José y allí permanecerá hasta que yo resuelva lo que
hemos de hacer. No llevará usted dinero segura-
mente, ¿no es eso?- preguntóle un tanto burlona-
mente-. Como no lo gana..
-He ahorrado un poco- contestó el joven.
-¿Cuánto?
El vagabundo metióse la mano en el pecho y sa-
có un trozo de papel plegado que desdobló ex-
trayendo de él una moneda de oro.
-Cinco dólares. Un mes hace que los conservo.
La, vida no es cara, para quien vive como yo- aña-
dió secamente.
-Aquí tiene usted cincuenta más. Váyase usted a
San José, hospédese en un hotel y haga. el favor de
mandarme la dirección. Usted tiene lo que necesita
para vivir sin. necesidad de trabajar. Bien : no pare-
ce usted tonto; así es que no tengo necesidad de de-
cirle que si espera conseguir algo de mí, no debe
98
MARUJA

decir una palabra de este asunto dejándolo todo a mi


discreción. Hoy 1e he reconocido -por hijo volunta-
riamente... Pues bien: con la misma facilidad puedo
denunciarle mañana como impostor si así me place.
¿Ha referido a alguien de este valle su historia?
-No.
-Pues procure, no contarla. Y antes de que se
marche necesito que me conteste a unas preguntas.
Arrastró una silla hasta la mesa, sentóse y mojó
la pluma en el tintero, como si pretendiese copiar las
contestaciones.
El joven, viendo que la única silla que allí había
estaba ocupada, apartó a un lado los libros del
doctor y sentóse a su lado sobre la mesa.
Las preguntas fueron una repetición de las ante-
riores, aunque más detalladas y dirigidas con inten-
ción más deliberada.
Las contestaciones fueron inmediatas, claras y
dichas con indiferencia, como si el asunto no mere-
ciese el inventar mentiras o andar con evasivas.
Sería muy difícil juzgar cuál de los dos apa-
rentaba tener menos interés: si el que preguntaba o
el que contestaba. Cualquiera que les hubiera, oído
indudablemente hubiera pensado que la, conversa-
ción se refería, a un tercero. Los dos coincidían, sin
99
BRET HARTE

embargo, en hablar irrespetuosamente de su común


familia, y esto casi con agrado y simpatía.
-Ahora es conveniente que usted se marche- dijo
el doctor, levantándose al terminar-. A unas dos mi-
llas de aquí hay una hostería en donde puede usted
hacer alto, y cenar y dormir si quiere.
El joven se deslizó de la mesa y lenta y perezo-
samente se dirigió hacia la puerta. El doctor se me-
tió las manos en los bolsillos y le siguió. El joven,
como si le limitara sin darse cuenta, metióse tam-
bién las suyas y miró a su padre.
-De modo que recibiré noticias de usted así que
haya llegado a San José, ¿no es eso?- dijo el doctor
West mirando a su hijo ya dentro del trigal, hacién-
dose casi violencia para mostrarse indiferente.
-Sí; si es que convenimos en eso- repuso el jo-
ven volviendo hasta la puerta y deteniéndose en él
umbral.
Ambos sintiéronse afectados por una leve sen-
sación de responsabilidad puramente convencional
ante la situación un poco violenta en que se encon-
traban. Cada cual hubiera tendido gustosamente las
manos al otro si de éste hubiera partido la iniciativa.
La aferrada creencia en el padre, de que era rectitud
y justicia lo que no pasaba de interés y egoísmo, y la
100
MARUJA

igualmente obstinada y terca convicción en el hijo,


del perjuicio que le había causado abandonándole
durante veinte años, reteníanles en aquel silencio e
inmovilidad.
Y observando cada uno con desagrado la frial-
dad e irresolución del otro, separáronse sin una ma-
nifestación de mutuo afecto, sin una tierna expre-
sión de consuelo y desagravio.
El. doctor West cerró la puerta, encendió la
lámpara y, acercándose a la mesa, dobló las notas
que acababa de escribir y se las metió en el bolsillo.
Después llamó al capataz.
Entró éste y recorrió con la vista toda la ha-
bitación como si esperase encontrar en ella al hués-
ped del doctor.
-Diga a uno de los hombres que me traiga inme-
diatamente el Buckeye.
El capataz quedó algo perplejo.
-¿Para, montar esta noche, señor?
-Sí; puede ser que me llegue hasta la casa de
Saltonstall. Si me determino, no me espere hasta, la,
mañana.
-Buekeye está demasiado fuerte esta noche, se-
ñor. Hace próximamente una hora que, en uno de

101
BRET HARTE

sus esfuerzos, se quitó la silla entera de encima, y no


hay hombre que se atreva a montarlo.
-Me lo juego a, que no se quita la montura, están
do yo montado- dijo el doctor hoscamente-. Trái-
galo pronto.
El capataz dijo antes de marchar:
-Encontró usted demasiado haragán al va-
gabundo, ¿verdad, señor?
-Encontré en él bastante más actividad y viveza
que en muchos que se tienen por diligentes- dijo el
doctor West. haciendo inconscientemente un elogio
en defensa de un ausente. Tráigame volando ese ca-
ballo.
El capataz desapareció.
El doctor púsose las botas de montar, unas lar-
gas espuelas de plata, y un sombrero flexible de ala
ancha, sin hacer otro cambio en su habitual indu-
mentaria, profesional. Después se acercó a la venta-
na y echó una ojeada en dirección a. la, carretera.
Ahora que ya había marchado su hijo es cuando
sentía pesar y remordimiento por no haber prolon-
gado la entrevista. Movido por el impulso vehe-
mente de una curiosidad no satisfecha, recordaba en
esos momentos ciertos detalles en el porte y en los

102
MARUJA

modales del hijo, la. sugestiva expresión en su ros-


tro, en su conversación y en sus ademanes.
-No importa- se decía-. Pronto volverá, otra, vez
; en cuanto le necesite, si no es antes. El cree haber
encontrado aquí un tranquilo bienestar y no va a
dejarlo perder así como así.
Aunque se ve en él el mismo rudo y vil orgullo
de su madre. Se le parece en todo. En verdad que
estoy maravillado de no haberle reconocido desde
un principio. ¡ Y llevar guardados aquellos cinco
dólares! El mismito rapazuelo de Jane; una repro-
ducción de ella... el acabóse y, naturalmente- añadió
con amargura, no hay en él cosa alguna. mía. No...
-¡nada!
Bien, bien; ¿pero en qué nos diferenciamos?
Y volvió hacia la puerta pintado en su rostro un
duro gesto desafiador tan semejante al del joven de
quien decía que no tenía cosa alguna de él, que de
haber llegado de pronto el capataz hubiera creído
encontrarse con el mismo vagabundo. Afortunada-
mente, Harrison encontrábase en aquellos instantes
bastante preocupado con los bruscos movimientos
y los extraños de Buckeye que protestaba de las
opresiones de la cincha. El mozo de, cuadra acaba-
ba de, llevarlo a la, puerta. La Regada del caballo hi-
103
BRET HARTE

zo que el doctor cambiase su expresión de enojo en


otra de más práctica y enérgica prevención para de-
fenderse y dominar al bruto. Con la ayuda de dos
hombres que sujetaban la cabeza del mustang pudo
saltar sobre la silla. Unos cuantos espolazos, tan
fuertes y crueles que. hicieron brotar la sangre del
animal, bastaron para que éste se aquietara y el jine-
te, se afirmase bien en su asiento.
El leve e inconsistente deseo que tenía el doctor
de seguir los pasos de su hijo fue prestamente ahu-
yentado de su mente por Buckeye que arrancó como
una flecha en dirección opuesta; y antes de que el
jinete pudiera refrenarle y recobrar el mando del ca-
ballo, habían recorrido media, milla en dirección a
La Misión Perdida.
No se arrepintió de ello el doctor West. Veinte
años hacía, que voluntariamente había abandonado
una unión legal en la que hubo mutuas infidelidades
y conducta, nada, ejemplar; veinte años que había
consentido que su mujer consiguiese el divorcio ale-
gando causas que también él pudiera haber aducido
de haberse propuesto ser el demandante. Al mismo
tiempo dejó a su esposa, el fruto de aquella unión :
un niño. Cualquier determinación que ahora quisiese
tomar, todo cuanto intentase ' era puramente gra-
104
MARUJA

tuito. El único título que -el joven extranjero tenía,


sobre su consideración y respeto consistía en que
también él había reconocido este hecho con tan fría
indiferencia como su mismo padre.
El semisalvaje mustang que montaba llegó a ab-
sorber toda su atención. No podía menos -de pen-
sar en que aquella noche pesábanle los años más
que otras veces. Aunque marchará sin temor alguno,
parecía que sus fuerzas se achicaban al compararlas
con la incansable y vigorosa energía de su indómito
caballo.
Un momento se distrajo al pensar, apesadum-
brado, en la, indolencia, en la holgazanería, y en el
escaso desarrollo de las fuerzas y músculos de su
hijo. Por un breve instante nada más cruzó por su
mente la idea de que aquellos músculos debían re-
emplazar a los suyos; debían ser suyos para. apoyar-
se en ellos... que así, y sólo así, podría verificarse el
milagro de la restauración de su perdida juventud
perpetuando su poder en su propia sangre. Y él, que
por su inquebrantable y profunda fe en la persona-
lidad! había negado todo principio hereditario, sen-
tía ahora de pronto la existencia y la fuerza de esa
ley con exquisita pena.

105
BRET HARTE

Conociendo, quizás, el caballo la distracción del.


jinete, aprovechó la oportunidad para hacer una de
las suyas. Encorvó su lomo lo mismo que un gato y
dio un tremendo y repentino salto cayendo al suelo
de pie, con las patas rígidas, inflexibles, que choca-
ron en tierra con tal fuerza, que seguramente hubie-
ran reventado las cinchas si el diestro y cauteloso
viejo no aprieta las dos, largas espuelas al mismo
tiempo y abraza prestamente con las piernas la ba-
rriga de Buckeye.
Fue éste el último esfuerzo de rebelión del mus-
tang.
El desconcertado bruto retrocedió, avanzando
después tranquila y mansamente disipando de este
modo todas las dudas y temores del jinete.

106
MARUJA

Entretanto el joven, objeto de las reflexiones del


doctor West, caminaba poco a poco carretera, ade-
lante hacia, la hostería.
Marchaba más erguido y con más soltura y de-
senfado en su porte y manera de andar, no sabemos
si porque había cambiado las andrajosas ropas que
se adaptaban a su facha de errante vagabundo y por
ir con calzado más seguro y fuerte, o porque acaba-
ba de salir, rehabilitado, de una especie de perver-
sión moral.
Su rostro no reflejaba en manera alguna su ac-
tual fortuna y su risueño porvenir. Por el contrario,
su arrugado entrecejo y el duro gesto de su boca,
marcadamente visibles y más acentuados que antes,

107
BRET HARTE

parecían realmente, una clara manifestación de su


descontento.
Aparentemente la entrevista con su padre no
produjo otro efecto que hacer revivir y excitar más
violentamente cierto sentimiento perverso que al
paso de los años había en él mecánicamente langui-
decido. Ya no era un animal despreciable, sino un
hombre que, elevado por un ,suceso casual, había
adquirido un peligroso conocimiento de su poder.
Con su limpio y decente traje de trabajador era
infinitamente más temible que vestido de harapos.
El ensoberbecimiento de altivez de su antes abatida
mirada era la revelación de una funesta inteligencia.
El cambio de condición y de fortuna le habían da-
do, al parecer, armas contra sí mismo.
La hostería, un edificio largo y bajo con un teja-
dillo de teja roja sobre el vestíbulo o pórtico enjal-
begado en donde los vaqueros borrachos dejaban
atados a sus mustangs mientras ellos bebían, no ofre-
cía muy decoroso aspecto a la vista del joven Guest
cuando éste, cerrada la noche, llegó a sus puertas.
Frente a la casa veíanse dos o tres semisalvajes
caballos atados fuertemente a recios maderos tendi-
dos formando puente sobre gruesos postes clavados
en la orilla de la carretera, y más cerca un primitivo
108
MARUJA

y rudimentario gamellón de piedra toscamente la-


brada.
Una puerta lateral, completamente deshecha,
daba entrada a una especie de corral o patio cu-
bierto de hierba crecida y abundante donde no ha-
bía otra cosa que pilas de cajas y barriles vacíos pro-
cedentes de la, tienda o almacén de toda clase de
artículos, situado en el otro extremo del edificio y
formando parte de él.
La puerta abierta de la hostería dejaba ver una
estancia de bajo techo enmaderado, arreglada y
adornada en uno de sus lados imitando tosca y po-
bremente un bar americano, con algunas mesitas a
las que estaban sentados como una media docena de
hombres fumando, bebiendo y jugando a las cartas.
Pegados en la pared y a un lado de la puerta
destacábanse un cartel ya descolorido de la última
corrida de toros celebrada en Monterey y un bando
gubernativo.
A través de aquella atmósfera densamente gris
por el humo abundante de los cigarrillos, los parro-
quianos semejaban obscuras sombras de indefini-
bles contornos.
El joven quedó un momento vacilante al con-
templar aquel interior pestilencial y, por fin, tomó
109
BRET HARTE

asiento en uno de los bancos del pórtico. No había


transcurrido un segundo cuando apareció en la
puerta el hostelero a cuya interrogativa mirada,
contestó Guest pidiendo cena y alojamiento. Ape-
nas desapareció el dueño de aquel hostal o venta
desvaneciéndose en la densa. atmósfera de humo,
todos los otros huéspedes, uno tras otro, fueron
apareciendo también en la, puerta, con el cigarro en
la boca, y las cartas en las manos, para ver al recién
llegado.
Indudablemente los huéspedes hubieran dado
explicaciones por su curiosidad; pero antes de insi-
nuarlas advirtieron que el aspecto de Guest, con sus
zaragüelles y su camisa de lana, tenía algo de extraño
e incongruente, y, por una causa inexplicable, el
mismo rostro y figura que no llamaban la atención
con los andrajos y en extremada pobreza, ahora su-
gerían la sospecha de que el joven pertenecía a un
rango social, lo mismo en el talento que en educa-
ción y elegancia, más elevado que el que indicaba su
traje de trabajador.
Esto, sumado a cierta aspereza en la expresión y
en los modales, aumentó la sospecha, iniciada ya en
la mente de los allí reunidos, de que era un fugitivo
de la justicia, tal vez un falsificador, un banquero
110
MARUJA

que habría hecho quiebra voluntaria, o quién sabe


si'un asesino.
Conviene advertir que el criterio moral de los
que le observaban no era tan meticuloso que les
moviera, a mostrarse espantados e inquietos por tal
sospecha, muy al contrario; si no dijeron una pala-
bra, fue por la simpatía, que en ellos había inspira-
do. Un funesto accidente trocó la sospecha en
evidencia, y en perjuicio suyo. Al contestar impa-
ciente y molesto, al hostelero que, en pocas pala-
bras, exigióle adelantado el pago de la cena, dejó
caer del bolsillo a1 suelo tres o cuatro monedas de
oro. Una, rápida, mirada a los presentes, así que le-
vantó la cabeza después de haber recogido las mo-
nedas, bastóle para comprender el riesgo que corría
por tan lamentable descuido.
No por esto turbóse su calma ni abandonó su
sangre fría. Llamó al tendero que a la sazón había
aparecido en la puerta a tiempo de presenciar aque-
lla especie de lluvia de Diana, y una. vez le tuvo de-
lante, díjole, en inglés
-¿ Qué clase de cuchillos tiene- usted para la
venta?
-¿ Cuchillos, señor?

111
BRET HARTE

-Sí ; cuchillos bowie3 o puñales. Cuchillos como


éste- dijo dando una cuchillada, imaginaria de arriba
abajo a la mesa que tenía delante.
El tendero entró en el almacén reapareciendo al
momento provisto de tres o cuatro puñales en sus
vainas de cuero rojo. Eligió el más largo y recio
después de probar las puntas de todos sobre la me-
sa.
¿Cuánto?
-Tres pesos.
El joven le arrojó una de las monedas de oro y
metióse el puñal envainado en la bota. En cuanto
hubo recibido del vendedor el resto, cruzóse de
brazos recostándose en la pared con tranquila, indi-
ferencia.
Este solo acto fue suficiente para reprimir cual-
quier intento no manifestado exteriormente todavía.
A los pocos momentos, uno de los hombres
apareció en el umbral de la puerta.
-¡Vaya un tiempo hermoso para viajar, amiguito!
Guest no contestó.

3 Es el nombre del inventor.

112
MARUJA

-¡Ah! la noche es espléndida- insistió el otro


chapurrando el inglés, frotándose las manos como
si se, las lavase en el aire.
Tampoco tuvo contestación.
-¿Ustéd vendrá de San José?
-No.
El extranjero refunfuñó algo en español; pero el
ventero, que reapareció entonces para servir a Guest
la cena en una mesa del pórtico, creyóse en el deber
de mediar protegiendo a un parroquiano al parecer
tan agresivo y tan adinerado.
Con cuatro frases gruesas echó a un lado al pre-
guntón, y en cuanto Guest terminó de cenar indicó a
éste si quería ver la habitación donde había, de
dormir.
Era, ésta, un cuarto angosto, abovedado y obs-
curo, del Piso bajo, que recibía la luz de las cuadras
a través de un enrejado de hierro.
A primera vista parecía una celda carcelaria; pe-
ro fijándose uno más en los detalles y viendo aque-
lla cama de madera negra y los cuadros religiosos
colgados en las paredes, tenia el aspecto de una
tumba.
-Este es el mejor que tenemos- dijo el hostelero-.
El padre Vicente no quiere otro cuando viene.
113
BRET HARTE

-Supongo que será Dios quien le protege


-replicó Guest-, porque las puertas seguramente no
le guardan.
Y apuntó a la carcomida puerta que ni siquiera
tenía un pestillo, ni un simple picaporte.
-¡Ah! ¿qué importa, eso? ¿No somos todos ami-
gos?
-Ciertamente...-respondió Guest con su habitual
aspereza y desenfado tornando al pórtico.
Sin embargo, decidió no ocupar la celda del re-
verendo Padre, no por miedo personal a sus malca-
rados vecinos, a, pesar de tener muy presente sus
cualidades individuales, sino por su instinto nómada
que aún vivía vigoroso en su sangre. Le repugnaba
el encerrarse en aquella mazmorra, y la proximidad
de su amiguito. As¡ es que determinó descansar en
el pórtico hasta, que la luna, iluminase los campos, y
entonces emprendería de nuevo la caminata.
Estaba medio acostado sobre, el banco abriendo
y cerrando lentamente los párpados como un animal
cansado pero siempre vigilante, cuando le llamó la
atención el rodar de un carruaje, voces chillonas y el
chocar de los cascos de los caballos en la carretera.
Esto le movió a incorporarse.

114
MARUJA

La luna iba elevándose paulatinamente sobre los


inmensos trigales que se extendían frente a él desde
la orilla opuesta, de la carretera deslumbrándole con
sus brillantes reflejos. De momento, solamente pu-
do distinguir, minutos antes de, que llegasen tumul-
tuosamente frente a la hostería, como una cabalgata
de negras figuras y un largo vehículo que se aproxi-
maba, rápidamente.
Era un animado grupo de, señoritas y caballeros
montados en sus cabalgaduras y en un char-á-bancs
tirado por cuatro caballos, que volvían a La, Misión
Perdida. Allí estaban Buchanan, Raymond y Gar-
nier; Amita y Dorotea iban dentro del carruaje y
Maruja. sentada en el pescante. Con gran sorpresa
de algunos de la partida y aún con la, del propio in-
teresado, el capitán Carroll se encontraba entre los
jinetes expedicionarios. Unicamente Maruja y su
madre sabían el motivo por el que le habían vuelto a
llamar, y no era otro que el desmentir con su pre-
sencia la especie circulada antes, y ahora repetida,
referente a su repentina retirada de la casa.. Maruja,
solamente Maruja, conocía las sutiles y arteras pala-
bras que dieron fuerza a ese llamamiento sin desli-
zar en él esperanza alguna.

115
BRET HARTE

Los vivos e inquietos ojos de Maruja, que lo ob-


servaban todo aun soportando el doble fuego de los
del capitán Carroll y de Garnier, al instante se fija-
ron en la erguida figura del hombre que estaba,
sentado en el banco. Indudablemente aquella cara,
era, la. del vagabundo a, quien había hablado.
Y, sin embargo, estaba, transformado, no sólo
en el traje, sino en su aspecto en general. Guest, al
fijarse en ella, desvió la mirada hacia las otras jóve-
nes del carruaje, sin mover un músculo.
Como los antojos y caprichos de Maruja eran
tantos y tan originales, nadie se sorprendió al ver
que, después de dar un pequeño y repentino grito y
de manifestar que no quería ir por más tiempo en
posición tan encogida e incómoda, saltaba del pes-
cante a la carretera.
Garnier y el capitán siguiéronla inmediatamente
-Quiero ver qué hay por la, hostería, mientras
beben los caballos- dijo alegremente-. Así me ente-
raré de qué es lo que atrae a Pereo a esta casa con
tanta frecuencia.
Antes de que alguien hubiera podido poner re-
paros a su nuevo capricho, ya estaba, ella en el pór-
tico.

116
MARUJA

Para llegar a la puerta abierta, hubo de pasar tan


cerca de Guest que le rozó las rodillas con sus blan-
cos y suaves volantes, y perfumóle el rostro con el
aroma de las flores que llevaba sujetas al cinturón.
Pero él ni alzó ni movió los Ojos: Y en cuanto ella
pasó, Guest levantóse tranquilamente y salió pa-
seando hasta la carretera.
Al contemplarle más de cerca, Maruja se había
convencido de que aquel hombre era, el mismo que
se había figurado. Permaneció un instante con la
manecita apoyada en una de las jambas de la puerta.
-¡Qué horrible es esto! ¡Y qué gente más horro-
rosa!- dijo en inglés, con suficiente voz para hacerse
oír, mientras echó a andar detrás de Guest-. En
conciencia debemos aconsejar a Pereo que deja esta
compañía. ¡Vámonos, vámonos pronto!
Maruja procuró por todos los medios volver a
pasar junto a Guets alcanzándole antes de Regar al
carruaje, pero el joven en pocos segundos hallóse
delante de todos paseando carretera adelante, y
cuando los excursionistas estuvieron dispuestos a,
emprender la marcha, ya había avanzado él unas
cien yardas.
Alcanzaron a, Guest al trote ligero. El carruaje,
apenas pasó al joven, dio un brusco salto.
117
BRET HARTE

-¡Mi abanico!- gritó Maruja,-. ¡ Santa María,


bendita! ¡ Mi abanico!
Un pequeño objeto negro, que se veía perfec-
tamente a la luz de la luna, yacía sobre la carretera,
justamente en el lugar por donde había de pasar el
extranjero, a juzgar por la, dirección que llevaba.
Garnier intentó desmontar ; Carroll refrenó su ca-
ballo.
-¡Alto, ustedes todos!- dijo Maruja-. Ese joven
hará el favor de traérmelo.
El joven pareció acceder. Detúvose, recogió el
abanico del suelo y se aproximó al carruaje. Maruja
se puso de pie en su asiento con el velo echado atrás
y trémulos los ojos y la boca por una irresistible,
sonrisa. El extranjero se aproximó más, dirigiáse
particularmente al capitán Carroll y, arrojándole, ¿¡
abanico, pasó a la otra orilla.
-Un momento- dijo Maruja en tono casi des-
apacible, dirigiéndose al joven-. Un momento- con-
tinuó, sacando bruscamente del bolsillo el portamo-
nedas-. Quiero recompensar a este galante caballero
de la carretera. Acérquese, señor.
Pero antes de que pasase más adelante, Carroll
corrió al lado de Maruja mediando en el incidente.

118
MARUJA

-Sosiéguese usted, se lo ruego, señorita Sal-


tonstall- díjole cariñosamente-. Usted no sabe quién
puede ser ese hombre. Por lo menos no parece ser
uno que quisiera molestar a usted,- o a quien usted
quisiese insultar sin causa alguna.
-Déme el abanico, capitán Carroll - dijo ella son-
riendo tierna y amablemente-. Gracias.
Tomólo, y, rompiéndolo por la mitad en dos
trozos con sus enguantadas manos, lo arrojó a la
carretera.
-Tenía usted razón ; huele a hostería y... a carre-
tera. Le repito las gracias. Está usted muy atento
conmigo, capitán Carroll- murmuró levantando los
ojos hacia él y tornando a bajarlos suspirando leve-
mente-. Tengo muy presente todo lo de usted. En
marcha.
El carruaje rodó otra vez y Guest pasó de la ori-
lla al centro de la carretera.
San José estaba en dirección opuesta a la que
llevaba la desaparecida cabalgata. Pero el joven, al
abandonar la hostería, lo hizo con la deliberada,
¡Atención de despistar, a aquellos hombres sospe-
chosos que en ella se hospedaron, dando un rodeo
para evitar el paso por la venta, marchando a campo
traviesa, oculto por los altos trigales. Así lo hizo pa-
119
BRET HARTE

sando sin peligro alguno merced al alboroto que


armaban con sus voces, encontrándose de este mo-
do muy pronto y con felicidad otra vez en su cami-
no.
Abandonó la, carretera, y abriéndose pase¡ a
través de la pradera, torció a la, derecha hacia donde
se divisaban, destacándose sobre la llanura, las bajas
torres y parduscos muros de la iglesia de una de-
rruída Misión. De, este modo es, capaba fácilmente
a los que por la carretera pudiesen perseguirle, y,
además, desde la pequeña elevación dominaría ma-
yor extensión de la planicie.
Le sorprendió al aproximarse, ver que, si bien el
edificio estaba parcialmente desmantelado y el techo
de la nave central hundido, una parte de, la, iglesia
servía aún de capilla y una luz ardía tras Una estre-
cha abertura mitad ventana y mitad hornacina.
Ya estaba casi junto a ésta cuando. distinguió la
figura -de un hombre, de rodillas debajo de ella y de
espaldas hacia él, que se levantaba y hacía devota-
mente la señal de la cruz, continuando de pie.
Antes de que pudiera volverse, Guest desapa-
reció tras un ángulo del muro, y así la alta y erguida
figura del solitario devoto pasó de largo sin notar su
presencia.
120
MARUJA

Pero Guest, que había sido tan afortunado lo-


grando que no le viera aquel sujeto a quien tan. ino-
pinada y repentinamente había, encontrado en aquel
lugar, no se dio cuenta de que otra sombra habíale
seguido por lo. menos durante diez minutos a través
de los altos trigales y logró ganar las sombras del
muro inmediatamente después que él ; y de que esta
figura, y no la suya propia, fue la que llamó la aten-
ción de aquel alto devoto.
El perseguidor se aproximaba rápidamente a
Guest sin que éste lo notara. Un momento más y le
hubiera alcanzado; pero antes de conseguirlo, el de-
voto le agarró por detrás. ~
Siguió una, breve lucha que terminó con esta ex-
clamación de uno de los contendientes
-¡Pereo!
-Sí; Pereo- dijo el viejo, jadeante por el esfuerzo
desarrollado-. Y tú eres Miguel. ¡Conque pretendías
asesinar a un hombre por unos pocos pesos!- dijo,
señalando a la navaja que el desesperado ocultaba
precipitadamente en su chaqueta-... ¡Y te llamas tú
mismo califormano!
-El es solamente un americano; un fugitivo con
algo de oro mal adquirido- dijo Miguel, descarada-
mente, aunque no sin manifiesto temor al viejo-.
121
BRET HARTE

Además, no quería más que asustar a ese fanfarrón.


Pero desde que tú tienes miedo a tocar el pelo a esos
intrusos...
-¡Miedo!- dijo fieramente Pereo agarrándole del
cuello y apretujándole contra la pared-. ¡Miedo, di-
ces tú!¡ ¿Yo, Pereo, miedo? ¿Piensas tú que yo man-
charía estas manos que pueden desgajar un peñasco,
con sangre de tu cara?
-Perdóname, patrón - dijo anhelante Miguel,
completamente alarmado por la vivo, iracundia del
viejo-. Perdón ; quería decir que tú le conoces...
-¿Yo conocerle ?-contestó Pereo desdeño-
samente, arrojando a un lado con desprecio a Mi-
guel, el cual aprovechó la oportunidad para apar-
tarse más del brazo del viejo-. ¿Conocerle yo? Vas
a. verlo. Ven aquí, muchacho- dijo dirigiéndose a
Guest-. Ven aquí, que nada tienes que temer ahora.
Guest, a quien había llamado la atención el ruido
del altercado, pero que ignoraba la causa y la rela-
ción que con él pudiera tener, avanzó impaciente-
mente. Al ver que se acercaba, Miguel tomó las de
Villadiego. Esta acción no era muy a propósito para,
desvanecer las sospechas que seguramente habría
concebido Guest, quien se detuvo a pocos pasos del

122
MARUJA

viejo preguntándole agriamente qué era lo que que-


ría de él.
Pereo levantó la cabeza con la dignidad de sus
años y de sus hábitos de mando. La luz de la luna
daba de lleno en el rostro del joven. Pe. reo abrió
desmesuradamente los ojos y, con los labios dilata-
dos y rígidos, recostóse vacilante contra la, pared.
Quién es usted?- dijo anhelante en mal ingles.
Creyéndole bajo los efectos de una borrachera,
Guest le contestó brutalmente :
-Uno que ya está harto de esta comedia, de esta
burla, y que no está, dispuesto a tolerarla por más
tiempo de nadie, ni joven ni viejo.
Y dio media vuelta.
-Un momento nada más, señor, ¡ por el amor de
Dios !
El quejumbroso y casi agónico acento del viejo
conmovió el corazón egoísta de Guest. Este se de-
tuvo.
-¿Es usted... extranjero aquí ?-tartamudeó Pe-
reo-; ¿no es eso?
-Lo soy.
-¿No vive usted aquí?.. ¿No tiene usted amigos?

123
BRET HARTE

-Le he dicho que soy extranjero. Jamás he estado


aquí antes de ahora- contestó el joven con impa-
ciencia.
-Cierto; yo soy un tonto- dijo para sí el viejo-.
Estoy loco... ¡ loco! Esta no es su voz... ¡ No! Ni
ésta es su mirada, ahora que ha cambiado de gesto.
Estoy alelado.
Cesó de reflexionar y restregándose los ojos con
sus manos trémulas, continuó, reponiéndose, con
humildad casi irónica por lo exagerada :
-¡ Perdón!... ¡Perdón, perdón! Aunque no creo
que sea grave f alta el desear conocer al hombre a
quien se ha salvado.
-¡Salvado! -repitió Guest con desdeñosa incre-
dulidad.
-¡Ay! señor- dijo Pereo orgullosamente, ir-
guiéndose-. Sí... ¡Salvado!
Détúvose encogiendo los hombros.
-Pero... ya pasó; se lo dice Pereo : no se hable
más de esto. Y acuérdese, amigo, del consejo que le
da un viejo: no enseñe fácilmente su oro a los extra-
ños, de aquí en adelante, por fácilmente que lo haya
adquirido.
Guest dudó un momento si enfadarse por las
palabras del viejo o dejarlas pasar como incohe-
124
MARUJA

rencias de un cerebro enloquecido por la bebida. Y


dio por terminado el diálogo volviendo brusca-
mente la espalda y continuando su marcha hacia, la
carretera.
-¡Claro!- dijo Pereo siguiéndole con mirada ató-
nita-. ¡Claro! Era sólo una alucinación. Y, sin em-
bargo... aun al marchar vi la misma fría insolencia en
su mirada. ¡Caramba! ¿Seré un loco... un. loco... cuya
locura consista, en ver siempre noche y día la ima-
gen de ese perro en cualquier fugitivo, en cualquier
rufián, en cualquier matón y espadachín qué me en-
cuentre en mi camino? ¡No, no; buen Pereo! - Poco
a poco! Es necio pensarlo- se dijo aquí mismo-, tú
no tienes, no tendrás tal locura, ¡no! buen Pereo.
¡Vamos, vamos!
Inclinó lentamente la cabeza sobre el pecho y en
esta actitud, como si llevara encima de sus espaldas
el peso de veinte años más, echó a andar pausada-
mente.
Cuando después de media hora entraba en la
hostería., el terror de que estaba poseído por el en-
cuentro con personajes al parecer de mal agüero,
parecía haber aumentado sobremanera. De cual-
quier modo que Miguel contara la historia de lo su-
cedido a sus compañeros revelándoles la protección
125
BRET HARTE

que había otorgado al joven extranjero, ciertamente


habría producido gran efecto.
Obsequioso hasta más no poder, el hostelero
quedó tan profundamente conmovido y admirado al
ver que Pereo, conociendo perfectamente, su gran
influencia y poder sobre sus paisanos, no desdeñaba
chocar los vasos con el suyo, que aún se esforzó en
calmar más su ánimo.
-Es una verdadera lástima que vuestra merced
no haya venido más temprano - empezó a decirle,
mirando significativamente a los demás para haber
visto a un arrogante joven que estuvo aquí. Algo
petulante y perverso parece... una especie de don
César. .. pero siempre se porta como un verdadero
caballero. Hubiérale agradado a vuestra merced que
no ve con buenos ojos a los hipócritas puritanos
como nuestros vecinos de ahí abajo.
-¡Ah! - dijo Pereo reflexivamente, acalorado por
los potentes fuegos de la adulación y del aguardien-
te-, es posible que lo haya visto... Se parecía a...
-A ninguno de los perros que tú has visto en los
alrededores de San Antonio- interrumpió el hostele-
ro-. Ni aun parece americano, a pesar, de que no
habla español.
El viejo se rió de sí mismo mientras se decía:
126
MARUJA

-¡Y tú, loco viejo, Pereo, has querido ver una,


semejanza con tu enemigo en ese pobre diablo de
chico... en ese fugitivo don Juan! ¡Je! ¡je!.
Sin embargo, aun sentía un vago terror a causa
del estado en que había, quedado su mente después
de aquella alucinación ; y bebió tanto para calmar su
nerviosidad, que le fue muy difícil volver a montar a
caballo.
La exaltación producida, por el licor ingerido
sirvió únicamente para intensificar y haber más pa-
tentes sus rasgos característicos. Su rostro tornóse
más lúgubre y melancólico; sus ademanes más ce-
remoniosos y dignificados. Y erguido y rígido en su
silla el busto, aunque balanceándose por el movi-
miento de su caballo, como el alto mástil de un ba-
landro surcando las olas, dejóse llevar por su
caballo en dirección a la casa. de La, Misión Perdi-
da.
Una o dos veces rompió a, cantar sentimental-
mente.
Su canción era española, y era un verso puesto
en boca de una dama aristocrática enamora, da de
un torero.
-¿Ve usted mis ojos negros?

127
BRET HARTE

Soy la duquesa de Manuel, cantaba Pereo con


suma gravedad.
Los cascos del caballo parecían llevar el compás
de la música., y el mismo Pereo balanceaba en el aire
al mismo compás las largas riendas de cuero de la
brida.
Era muy tarde cuando llegó a La Misión Perdi-
da.
Tomando la estrecha senda que conduce a los
corrales, desmontó ante una puerta, de la cerca, que
abre paso hacia el cenador del jardín de la antigua
Misión, y echando las¡ riendas sobre el cuello del
mustang lo dejó marchar a la cuadra.
La luna brillaba, con todo su esplendor ilu-
minando el cercado cuando el viejo salió de las
sombras del laberinto. Con la, cabeza descubierta,
aproximóse a la tumba india y cayó de rodillas ante
ella.
Inmediatamente se puso en pie dando un grito
de terror.
Sus manos temblorosas dejaron caer el som-
brero en tierra.
Frente a él y próximo a la tumba hablase parado,
al encontrarse allí con su inmóvil figura, un animal
pequeño, gris, que parecía un lobo. Asustado por el
128
MARUJA

grito del viejo, y no viendo camino abierto por


donde escapar, el nocharniego merodeador se
afianzó en el suelo con las ancas, gruñendo y ense-
ñando los dientes que brillaron a la luz de la luna.
Repentinamente la, expresión de terror marcada
en la faz del viejo tornóse en una mirada fija de loca
exaltación. Movió sus blancos labios, avanzó un pa-
so y alargó las manos hacia el agachado animal.
-¡Bien! ¡Eres tú... al fin! ¿Y vienes tú' a reñir, a
refunfuñar a tu Pereo por su negligencia,? ¿Vienes
tú, además, a decir al pobre viejo, que su corazón
está frío, sus miembros débiles y su cerebro enfer-
mo?... ¿ y que no sirva ya para cumplir con el encar-
go de tu amo? ¡Ay! ¡rechina de los dientes!
¡Maldícele! ¡Maldícelo en los gruñidos de tu gar-
ganta! Pero ¡escucha!... escucha, buen amigo, y te
revelará un secreto... sí, un secreto... ¡y qué secreto!
Un plan, todo mío... acabado de salir de esta vieja
cabeza gris... ¡ja! ¡ja! ¡ja!... ¡ Todo mío! Para ser eje-
cutado por estos pobres brazos viejos... ¡ja! ¡ja!
¡Todo mío! ¡Escucha!
Y avanzó furtivamente un paso más hacia el es-
pantado animal. Este, castañeteó los dientes, mo-
vióse rápidamente a un lado y dando un salto
desapareció por la espesura. Pereo, medio loco,
129
BRET HARTE

exhalando un quejido lastimero, cayó pesadamente


sobre la tumba de sus antepasados...

130
MARUJA

VI

Con manifiesto disgusto de la mayor parte de los


caballeros e inesperada satisfacción y gran conten-
tamiento de algunas Jóvenes, Maruja, tras una, tarde
de caprichos locos y continuas travesuras, retiróse
temprano a su habitación. En ella procuró entrete-
ner a su hermana menor Enriquita durante una hora
para que no fuera tan triste su soledad, y en ese es-
pacio de tiempo, invadida Maruja por una tierna y
encantadora melancolía, poco frecuente en tan ale-
gre moza, al mismo, tiempo que le fue enseñando
las joyas y adornos de más reciente adquisición,
dióle consejos prudentes de mujer sensata y ex-
perimentada.
-Tú no verás en todo esto más que tontería y lo-
cura, Riquita; pero aun eres joven y apreciarás y en-
131
BRET HARTE

contrarás valor en estas cosas. Yo estoy hastiada de


joyas indias ..y de relumbrón que todo el mundo lle-
va... Pero tú estarás bien con ellas; para tu cutis y
color son pintiparadas. Todavía estás en la edad que
pueden lucirse estos adornos; así que puedes ir eli-
giendo un juego completo para ti.
-Ruja- replicó Enriquita, anhelante-, se-
guramente no querrás desprenderte de este collar de
ámbar tallado que te trajiste de Manila... ¡ Te está
tan bien! Todo el mundo lo dice. Todos los caballe-
ros, Raymond y Víctor entre ellos, aseguran que no
hay otro que realce más tu belleza.
-Cuando conozcas más profundamente a los
hombres -contestó Maruja bajando la voz y en tono
doctoral-, harás menos caso de sus palabras y te re-
pugnarán sus obras. Además, hoy lo he llevado
puesto... y... ya me he cansado de él.
-¿Y qué abanico quieres conservar para ti? ¿El
de sándalo que usaste hoy?- continuó Enriquita re-
vistando tímidamente los preciosos objetos que ha-
bía sobre la mesa.
-Ninguno- respondió Maruja, sin dejar el tas no
magistral-, como no sea el más sencillo; el que yo
misma me compré. Y en verdad que ya es hora de
rebelarse una contra las imposiciones de esta moda
132
MARUJA

extravagante. Las jóvenes no miran hoy en malgas-


tar en un abanico lo que sería suficiente para, com-
prar un caballo y una montura para un pobre.
-¿Cómo hablas con tanta seriedad esta noche,
hermana mía?- dijo Enriquita, nublados sus ojos
por las lágrimas.
-Me aflige- respondió prontamente Maruja- el
encontrarte, como a las demás, entregada, a las
pompas y vanidades mundanas. Sin embargo, anda,
chica, toma los collares pero deja el, de ámbar; te
haría más amarilla de lo que eres, ¡ lo que no per-
mita la Virgen Santa! Buenas noches.
Besóla cariñosamente y la empujó hacia la
puerta, quedándose sola. Pero en cuanto echó una
rápida, ojeada por su cuarto solitario, vistióse apre-
suradamente con una bata de raso de color claro,
cruzó el pasillo y entró en el dormitorio de la seño-
rita Wilson. Una vez allí, agarró a ésta sentimental
trigueña de su ropa de noche, arrastróla hasta su
propia habitación, y, envolviéndola. en una, inmen-
sa capa, de seda con forros de piel gris, y después de
obsequiarla con chocolate y castañas, reclinó en el
de ella su hombro y continuó perorando contra el
mundo y sus vanidades hasta muy cerca del alba.

133
BRET HARTE

Ya, era después del mediodía cuando Maruja


despertó al oír a Paquita a la, que halló de pie, junto
a la cama, con mal disimulada impaciencia.
-Me he atrevido a despertar a doña Maruja- dijo
vivamente alarmada-, para darle noticias... ¡ noticias
horribles ¡ El americano doctor West, ha sido ha-
llado muerto esta, mañana en la carretera de San Jo-
sé.
-¡ El doctor West muerto!-exclamó Maruja muy
pensativa, pero sin manifestar conmoción alguna.
-Muerto, sí; muy muerto. Fue lanzado de su ca-
ballo y arrastrado lejos, lejos, sólo la Virgen sabe lo
lejos que fue arrastrando, enganchados los pies en
los estribos. ¡ El doctor West fue hallado muerto, su
pie en el estribo roto... su mano apretando una rien-
da de la brida! Y yo me he dicho : despertar a doña
Maruja, que ningún otro daría, tal disgusto a doña
María.
-¿Que ningún otro daría, tal disgusto a mi ma-
dre?- repitió Maruja fríamente-. ¿Qué quiere usted
decir, chiquilla?
-Quiero decir que ninguno que no sea de la fa-
milia se lo contaría- tartamudeó Paquita, bajando
sus descarados ojos, su atrevida mirada.

134
MARUJA

-Usted quiere dar a entender- dijo Maruja pau-


sadamente-, que no habrá imbécil, curiosón y chis-
moso parlanchín que se atreva a interrumpir las
devociones matinales de mi señora madre con cla-
morosos relatos terroríficos. ¡Es usted discreta, Pa-
quita! Yo misma se lo contaré. Ayúdeme a vestir.
Pero la noticia va había llegado y producía su
efecto en la parte exterior de la gran casa, puesto
que pequeños grupos de visitantes ya la estaban co-
mentando en el pórtico. Todos los vanos juegos y
pasatiempos de aquella vida superficial y disipada
cesaron al momento; la gente más necia, fue la pri-
mera en llegar para enterarse del hecho y de todos
sus detalles; la, más práctica venía a interesarse, pero
revelando siempre un espíritu de observación y de
noticiera curiosi~. da,d; para todo esto no cesaban
unos y otros de llamar a los criados de la, casa a
quienes interrogaban. El propio que llegó con la
noticia, fue el héroe del día, calificándole todos de
inteligente y fiel informador.
-Lo que contribuye a hacer el caso más do-
loroso- dijo Raymond acercándose a uno de los
grupos- es que, según dicen, el doctor vino la noche
pasada, a visitar a la, señora Saltonstall y salió de
esta casa a las once. Sánchez, que ha sido quizás el
135
BRET HARTE

último que le ha visto vivo, dice haber observado


que el caballo marchaba inquieto y violento, y el
doctor parecía impotente para refrenarlo. El acci-
dente debió ocurrir media hora más tarde, puesto
que el cadáver ha sido hallado a unas tres millas de
aquí, y, al parecer, la, víctima debió de ser arrastrada,
con el pie sujeto en el estribo, media milla larga,
hasta que se rompió la cincha y se desprendieron
juntamente silla y estribo. El mustang, sin otro aparejo
que la brida rota, fue encontrado paciendo en el
rancho un poco antes de las cuatro de la madrugada,
una hora antes de que los hombres que del rancho
salieron en busca de su amo descubriesen el cadáver
de éste.
-¡Bah! Ese hombre debía ser un tonto de remate
al confiar en una de esas salvajes bestias del país-
dijo el señor Buchanan-. Y no era ya un jovencito...
con sus sesenta encuna, según me han dicho. Re-
cuerdo que no me pareció un hombre respetable y
serio cuando le encontramos el otro día galopando
por la campiña como uno de tantos locos mejica-
nos. Y, sin embargo, demostró ser prudente y sen-
sato desde el momento en que sus proyectos de
mejoras y la marcha de los negocios no dieron con

136
MARUJA

él en fierra como su furioso animal. ¡Pobre hombre!


¡Ha tenido un fin inesperado! ¿Y de su familia qué?
-No creo que la tenga... al menos aquí- dijo Ra-
ymond-. Usted no habrá oído hablar de ella en Cali-
fornia. Por mi parte, siempre consideré al doctor
como viudo.
-Bien, hombre; pero los herederos... hallaránse
sin esperarlo con propiedades considerables- dijo,
Buchanan impacientemente.
-¡Ah! ¡Los herederos! Si no ha hecho tes-
tamento, lo que no estaría conforme con la, pre-
visión y prudencia de un hombre como él, proba-
blemente algún día aparecerán los herederos.
-¡Probablemente!... ¡aparecerán algún día!...-repitió
Buchanan espantado.
-Sí. Usted sabe perfectamente que nosotros no nos
preocupamos de los herederos tanto como ustedes
en la nación antigua. Nuestras miras están puestas,
más bien que en distribuir las haciendas por una
disposición testamentaria, en reemplazar al hombre
que muere. Ahora bien; el doctor West tenía el do-
minio y ejercía influencia sobre propiedades más
lejanas que las suyas propias, y pronto, muy pronto
veremos en qué forma dependían de él aquéllas.

137
BRET HARTE

-¿Qué quiere usted significar con eso ?- pre-


guntó impacientemente Buchanan.
-Quiero significar que cinco minutos después de
haberse confirmado la noticia, de la muerte del
doctor, su amigo de usted el señor Stanton mandó
un propio con un despacho a la estación telegráfica
más próxima, y él en persona salió precipitadamente
en busca de Aladino para hablar con él antes de que
recibiera la nueva de la desgracia.
Buchanan dio muestras de inquietud, igualmente
que uno o dos naturales de California que estaban
entre los del grupo, y habían escuchado a Raymond
muy atentos.
-¿Y dónde está esa estación telegráfica? -
preguntó disimulada y cautelosamente Buchanan.
-Yo le acompañaré hasta ella, -respondió Ra-
ymond ásperamente-. Hoy no tenemos aquí cosa
alguna que hacer. Como el doctor West era un veci-
no muy próximo de esta familia, su muerte suspende
nuestras diversiones hasta después de celebrado el
funeral.
El señor Buchanan se retiró. El capitán Carroll y
Garnier acercáronse más al que hablaba.
-Es de esperar que no nos privará de su amistad
y compañía la familia Saltonstall- dijo Garnier al
138
MARUJA

instante-; a menos que la señora no esté inconsola-


ble.
-No parece que estuvo personalmente muy
afectuosa, con el doctor West el otro día- dijo el ca-
pitán Carroll, sonrojándose ligeramente al recordar
la entrevista del cenador, y como queriendo aún, en
su vehemente y desesperanzado amor, despertar en
su rival este mismo recuerdo-. ¿ No piensa usted
eso mismo, señor Garnier?
-Es muy posible; aunque como la señorita Sal-
tonstall es tan ingenua e inocentona, al manifestar lo
que le agrada y lo que le disgusta- dijo Raymond con
cruel ironía-; usted puede Juzgarlo, tan bien como
yo.
-Garnier desvió la estocada en el acto, diciendo :
-No es usted más benévolo y transigente con
nuestras locuras que con las ardientes pasiones de
estos caballeros. Confiese que les ha dado usted un
susto mayúsculo. Usted es... lo que se llama... un
«bear»...4 ¿no es eso? Usted tiende a que baje el inte-
rés o el valor del papel,
Raymond no se dio cuenta del sarcasmo, en un
principio.

4Palabra. de doble sentido que se traduce por oso, y también por jugador de
Bolsa a la baja, y tanto el oso como el contremi-neur aterrorizan.

139
BRET HARTE

-Yo únicamente he puesto ante la, consideración


de ustedes- dijo con gravedad lo que estos señores
verán por sus propios ojos antes de pocas horas. El
doctor West era el cerebro de esta comarca así co-
mo Aladino es la sangre que circula por ella y le da
vida. Sólo falta saber ahora hasta dónde afecta al
país la pérdida de este cerebro. Y esto lo señalará,
hoy mismo la cotización de las acciones de las com-
pañías «San Antonio» «Soquel Railroad» y «West
Mills ana Manufacturing» en el mercado de valores
de San Francisco. Esto puede también interesar a
nuestros amigos de aquí. Cualquiera que haya sido el
trato social y personal del West con esta familia, lo
cierto es que recientemente mantenía. reservada-
mente relaciones sobre asuntos de negocios con la
señora, Saltonstall.
Y mirando por primera, vez a Garnier, añadió
pausadamente :
-Hay que confiar en que si nuestras hospitalarias
patronas no tienen razones sociales para. deplorar la
pérdida del doctor West, ella, al menos no tendrá
otra.
Guiado por el poderoso instinto del amor y tan
sólo porque veía algo fatal para Maruja, en todo es-
to, Carroll esperaba anhelante encontrar a ésta entre
140
MARUJA

las demás. El capitán estaba, dispuesto a sufrir un


desengaño en su mediación ; quizá no podría ver a
Maruja. El resultado de sus tímidas, casi vergon-
zantes pesquisas, fue saber que se hallaba, encerrada
con su madre. El interior de la, casa era -únicamente
accesible para la familia; sin embargo, como iba tan
preocupado y andaba de acá para allá muy impa-
ciente, no pudo evitar el pasar una o dos veces por
delante de los arcos del pórtico bajo cuya enrejada
puerta da paso hasta, el salón central. No puede
imaginarse cuál fue su sorpresa al oír, de pronto,
que una tenue vocecita pronunciaba, su nombre. Al
levantar la vista contempló a Maruja en la reja mi-
rándole dulcemente.
La joven entreabrió la puerta con una manecita y
con la otra hizo señas a Carroll para que entrara.
-Sígame- dijóle, apenas hubo traspasado los um-
brales.
Y echó delante de él avanzando a, través del
obscuro corredor.
El capitán siguió. Su corazón latía con violencia;
el humo del incienso de aquella vida interior y mis-
teriosa, mezclado con el soporífero olor de las mar-
chitas hojas de las flores, llevaba a, su organismo,:
invadiendo hasta, su alma, un voluptuoso, un sen-
141
BRET HARTE

sual desfallecimiento; faltábale el aliento como si un


dulce beso se lo hubiera robado; todos sus sentidos
se adormecían, perdiendo sus fuerzas en medio de
aquella leve neblina que parecía envolverlo y sofo-
carlo todo. Cuando Maruja volvióse súbitamente a,
su lado y, abriendo una puerta, le introdujo en una,
pequeña habitación abovedada, quedó temblando
de emoción.
A primera vista, parecía un oratorio o una ca-
pilla. Un gran crucifijo de oro y ébano pendía de
una pared. En el centro del embaldosado pavimento
destacábase un reclinatorio de maciza caoba, obscu-
ra. Allí había también una otomana cubierta con un
paño de terciopelo morado obscuro, como el de
una, tumba.. Además dos sillas de madera labrada y
pulimentada. Una atmósfera religiosa, casi ascética,
invadía este retirado y silencioso departamento. Sin
embargo, un lupanar no hubiera, excitado tanto al
capitán con las deletéreas emanaciones de una in-
tensa y misteriosa sensualidad.
Maruja le señaló una silla, y, junto a ésta, con un
movimiento de coquetería, esencialmente femenina,
tomó asiento en la otomana, reclinándose y apoyan-
do el codo en un mullido cojín, y casi cubriendo
con sus ampulosamente rizados volantes la parte
142
MARUJA

inferior del terciopelo funerario. Su rostro ovalado


había perdido el color y la alegría quedando pálido y
melancólico; sus ojos parecían humedecidos por lá-
grimas, recientes, y en sus labios adivinábase un ges-
to como de agitada, y trémula pasión. Sin darse
cuenta y sin saber por qué motivo, Carroll imaginése
que Maruja estaba, en aquellos momentos comple-
tamente dominada, por el amor y tembló ante los
atrevidos pensamientos que acudieron a su mente.
-Necesito hablar a solas con usted- dijo ella dul-
cemente como dando una explicación de su con-
ducta-, pero no ha de mirarme así... He pasado una
mala noche y, para, final, ahora. esta, desgracia...
Detúvose y añadió después con gran ternura:
-Necesito de usted un favor para... mi madre. El
capitán Carroll. tuvo que hacer un esfuerzo para, al
fin, decir :
-Pero usted está acongojada; usted sufre. Yo no
tenía la menor idea de que este caso desgraciado
pudiese tocar a usted tan de cerca.
-No-¡ yo tampoco- dijo Maruja cerrando el aba-
nico con un ligero golpe-. Nada, sabía hasta que mi
madre me lo dijo esta mañana. Usando de toda mi
franqueza y confianza con usted, le diré que ahora
resulta que el doctor West era su más íntimo y fami-
143
BRET HARTE

liar consejero en los. negocios. Todos los asuntos


de interés los había puesto en manos del doctor. No
podré decir cómo, ni por qué, - ni desde cuando-
pero así era.
-¿Y esto es todo?- dijo Carroll, como ani-
mándola, y consolándola, con pueril ingenuidad-.
¿Y ésa es toda la causa de su aflicción?
Aunque contra su voluntad, no pudo por menos
que dibujar en sus labios Maruja una tierna sonrisa,
una de esas con que agradecen las jóvenes las frases
vehementes de un muchacho impulsivo.
-¿Y no es bastante todo esto? ¿Qué quería us-
ted? ¡No!... ¡siéntese donde estaba! Estamos aquí
hablando seriamente. ¿Y no me pregunta usted cuál
es el favor que desea, su madre?
-No importa cuál sea; yo se lo haré- dijo viva-
mente Carroll-. Yo soy un esclavo de su madre si
me permite que la sirva al lado de usted. Solamente
deseo - añadió haciendo una pausa, que no se refie-
ra a negocios. No entiendo de ellos una palabra.
-Si únicamente se tratase de negocios- dijo Ma-
ruja lentamente -hubiera hablado a Raymond o al
señor Buchanan; y si de algo puramente confiden-
cial, Pereo, nuestro mayordomo, hubiera venido
esta mañana mismo arrastrándose por el suelo, de-
144
MARUJA

jando la, cama, enfermo y todo, a cumplir los man-


datos de mi madre. Pero hay algo más que todo
eso... para lo cual se necesita la, intervención de un
caballero... o como diría, mi madre, de... un amigo.
Carroll tomó la mano de Maruja y la, cubrió de
besos. Ella la retiró poco a poco...
-¿Qué es lo que tengo que hacer?- preguntó en-
tonces anhelosamente el capitán.
Maruja sacó del cinturón un papel.
-Es muy sencillo. Monte a, caballo y vaya a ver a
Aladino con este escrito. Es preciso que usted se lo
entregue a solas... más aún : que nadie pueda sospe-
char que usted va a, otra cosa que a hacerle una vi-
sita particular. Si le invita, a comer... acepte ; tráigase
a, la vuelta lo que le dé y, muy en secreto, entrégue-
melo para mi madre.
-¿No hay más que esto?- preguntó Carroll en
tono de hombre ligeramente chasqueado.
-Sí- dijo Maruja levantándose inesperadamente-.
Sí, capitán Carroll... hay algo más. Todo lo va a sa-
ber usted, y esto es una prueba patente de la con-
fianza que nos merece... Después que lo oiga usted
todo... queda en libertad de hacer lo que le plazca.
Y permaneció de pie ante él, intensamente pá-
lida, blanca, abriendo y cerrando rápida y ner-
145
BRET HARTE

viosamente el abanico, golpeando suavemente con


su pie diminuto el embaldosado pavimento.
-Ya le dije que el doctor West era el consejero de
mi madre en los negocios de intereses y valores.
Ella llegó a considerarle como algo más ; como... un
amigo. ¿ Comprende usted lo peligroso que es para,
una mujer que ha perdido a su protector tener que
volver a poner su confianza en otro? Pues bien; mi
madre no es vieja todavía. El doctor West la apre-
ciaba... el doctor West no era despreciado... dos co-
sas que ponen en gran peligro a una mujer; y mi
madre, capitán Carroll, es una mujer.
Hizo una pausa y, agitando el abanico ligera-
mente, continuó :
-Pues bien, y para terminar ; con un excelente
caballo y un tan ansioso caballero, quién sabe hasta
qué punto pudo haberse repetido el primer enlace
de mi madre y la maldición de Koorotora sobre este
campo...
-¿Y es usted la que me cuenta, esto... usted, Ma-
ruja... usted... la que me rechazó, la que me repren-
dió por mi desesperada pasión amorosa?
-¿Podía yo prever esto?- dijo Maruja, apasiona-
damente-. ¿Y era usted tan loco, tan ciego para no
ver, para no comprender que ese hecho real hubiera
146
MARUJA

hecho inadmisible e intolerable para mi familia la


pretensión, el amor de usted?
-¿Luego usted se preocupó de mi amor?- dijo el
capitán asiéndole y apretándole la mano.
-O de nuestro amor- continuó ella apresu-
radamente, apartándose, teñidas de rojo las mejillas.
Después de un momento de silencio, añadió
dulcemente y en un tono un si no es de reproche :
-¿Cree usted que yo le he confiado la historia de
mi madre solamente para esto? ¿Este es el auxilio y
la ayuda que nos ofrece?
-Perdóneme, Maruja,- dijo el joven oficial seria-
mente-. Soy un egoísta; pero... la amo a usted. Ade-
más, todavía no me ha dicho usted Cómo he de
ayudar a, su madre entregando esta carta, que cual-
quiera, podía llevar.
-Permítame, pues, que termine, y así juzgará us-
ted mismo qué es lo que ha de hacer. Entre mi ma-
dre y el doctor se han cruzado varias cartas. Mi
madre es algo imprudente y no sé qué le habrán po-
dido escribir o qué podrá haber escrito ella en con-
fianza. Usted comprende que no son cartas para
hacerlas públicas, ni para que vayan de una en otra
mano. Ni deben quedar a merced de los amigos de
Aladino para que las comenten los extraños y llegue
147
BRET HARTE

todo a oídos de Gutiérrez. Esas cartas pertenecen al


sepulcro, a ese abismo de silencio que se extiende
entre el finado y mi madre; y de ese sepulcro es pre-
ciso que no salgan, que no se alcen para atormen-
tarla.
-Lo comprendo perfectamente - dijo con tran-
quilidad el, oficial-. ¿Esta carta, entonces, me da
autoridad para recogerlas y recobrarlas?
-En parte, sí ; aunque hace referencia a otros
asuntos. Este señor Prince, a quien ustedes, los ame-
ricanos, llaman Aladino, era amigo del doctor West.
Como estaban asociados en varios negocios es muy
probable que ahora esté en posesión de estos do-
cumentos. Todo lo demás, queda al arbitrio y dispo-
sición de usted. En usted confiamos.
-Creo que puede usted confiar- dijo únicamente
Carroll.
Maruja le tendió la mano. El joven se inclinó
sobre ella respetuosamente y se dirigió hacia la,
puerta.
La joven esperaba, unas frases, una protestación
de amor... quizás pidiendo una recompensa, un
premio adelantado... Pero el sentimiento de natural
honradez que contuvo al capitán de tal modo que ni
con el pensamiento quiso aprovecharse de esta fa-
148
MARUJA

vorable situación, dominó su desdichada pasión ha-


cia Maruja, y la subordinó a su deber de hombre de
honor ; y estas inapreciables galas del oficial, y esta
dignidad y honradez del caballero ; ese espíritu ca-
balleresco que no muere ni se debilita al contacto
del acero de una espada, sino que del mismo acero
recibe el soplo de vida, y el incremento... todo esto,
apena el decirlo, era en parte ininteligible para Ma-
ruja y, además, no del todo satisfactorio. Desde que
el capitán entró en la habitación pareció que ambos
cambiaron sus respectivos papeles. El dejó de ser el
suplicante enamorado que temblaba puesto a los
pies de ella. Hubo un momento, sólo un momento
en que ésta pensó que el cambio en él era debido a
que conocía las debilidades de la madre ; pero en
seguida, al contemplar su mirada evidentemente in-
genua y clara enrojeció de vergüenza por haber
imaginado tal villano. Todavía le entretuvo vacilante
unos segundos ante la enrejada puerta al amparo
seguro de la tentadora sombra del arco.. . ¡ Aun po-
día haberla besado! Pero... ¡ no la besó!
Dada la trágica inmovilidad, la completa parali-
zación de la vida, en aquel caserón, no le era difícil,
sino muy natural, el ausentarse de ella por un rato, y
aun ensillar su caballo para solo darse un paseo, sin
149
BRET HARTE

llamar la atención. Lo que sí podía, haberla llamado


era su aire, su ademán, su porte, que habían perdido
esa nerviosa impresionabilidad y desasosiego que
caracterizan y descubren a un enamorado' Cuando
hubo salido del patio había, recobrado por com-
pleto la serenidad, la sangre fría. y la precisión pro-
fesionales, y marchaba sobre su caballo con la gra-
vedad con que lo hiciera en una revista militar. Er-
guido, vigilante, tranquilo, con arrogancia, sintiendo
en sí mismo el imperioso e ineludible, deber, picó
espuelas al caballo, marchando al paso largo y sen-
tado carretera adelante, encontrando un indecible
alivio, un consuelo inexplicable al ponerse en mo-
vimiento. Estaba haciendo algo en favor del desam-
paro y de el. No abrigaba la menor duda de su
derecho a intervenir en el asunto ; ni tampoco se
molestaba, con los derechos de los demás. Como
todos los que tienen el dominio perfecto de sí mis-
mos, no llevaba plan alguno de acción ; obraría se-
gún las circunstancias lo exigiesen.
A más de dos millas de La Misión Perdida se
hallaba, cuando atrajo su mirada una, manta de
montura, abandonada en la cuneta de la carretera. El
recuerdo de la desgracia ocurrida. la noche anterior
fue motivo más que suficiente para que el capitán
150
MARUJA

frenase el caballo y así poder examinar más de cerca


aquel objeto. Efectivamente, era la manta del caballo
del doctor West perdida, al desprenderse la silla,
después que el desbocado animal había arrastrado el
cuerpo. del jinete. Una terrible sospecha atormentó
entonces el ánimo del joven oficial. La manta se ha-
llaba próximamente a una milla de distancia del lu-
gar en donde se encontró el cadáver. Esto no estaba
muy conforme con la teoría ya, aceptada de que el
accidente había t-.-,
nido lugar más lejos y que el cuerpo fue arras-
trando hasta que se desprendió la montura en el si-
tio donde fue hallada. Sus conocimientos profesio-
nales de equitación, y la técnica de todo lo referente
al equipo, rechazaba de plano la idea de que la silla,
al aflojarse la cincha, habíase deslizado, había caído
la manta, y el caballo. había, seguido corriendo pró-
ximamente una milla embarazado por la montura
que llevaba colgando bajo el vientre. Lógicamente
pensando, silla, manta y jinete debieron caer al suelo
juntamente y en el mismo instante, en este sitio 0
muy cerca de él. El capitán Carroll no era lo que se
llama un detective; ni tenía teorías que exponer, ni
motivos que descubrir. No era ni más ni menos que
un oficial que no hubiera admitido explicación se-
151
BRET HARTE

mejante de un soldado que le hubiera dado cuenta


de un accidente parecido. La consecuencia que lógi-
camente deducía el capitán le causó profunda pena.
Sin apearse fue examinando las huellas profundas
de las herraduras, grabadas con violenta fuerza, al
parecer, junto al borde de la cuneta, y que no había
borrado el frecuente tránsito por la carretera, Cuan-
do estaba entretenido en estas observaciones un
casco de caballo tropezó con un pequeño objeto
que se hallaba casi oculto por la tierra del, camino
real. Al parecer era una carterita de piel o memoran-
dum de bolsillo, Carroll apeóse y lo recogió. En el
interior de la cubierta y en letra, perfectamente legi-
ble, estaba el nombre y la dirección del doctor West.
El contenido se reducía únicamente a unos pocos
papeles y notas. La esperanza de que allí estuvieran
las cartas que buscaba desvanecióse ins-
tantáneamente. El encuentro no probaba otra cosa
que el accidente había tenido lugar allí mismo. Esta-
ba perdiendo tiempo; así es que puso acelerada-
mente el librito en su bolsillo y continuó la marcha.

152
MARUJA

VII

El exterior del palacio de Aladino, ya tan fa, mi-


llar a Carroll, le impresionó extrañamente esa tarde,
pareciéndole ver en él un aspecto más fantástico,
más efímero, más ideal que de ordinario. Los arcos
moriscos de pino blanco delgadísimos; las celosías
arabescas que parecían hechas de cartón fuerte agu-
jereado; los dorados alminares que estaban como
pegados a una especie de torreones exteriores, y las
huecas murallas almenadas visiblemente deforma-
das y agrietadas por los ardientes rayos solares... to-
do parecía ahora más que nunca una decoración
escénica que podía derrumbarse o desaparecer por
cualquier parte y de cualquier modo al simple conju-
ro de un silbido del constructor.

153
BRET HARTE

Ni aun recordando las cínicas insinuaciones de


Raymond podía imaginarse que aquella casa hubiera
sido edificada con el deliberado propósito de hacer
creer en la posibilidad de la existencia de la lámpara
y el anillo que pasaban, conservando toda su virtud,
de uno en otro jerife o príncipe de tal palacio.
A todo esto, el criado que tomó de las riendas el
caballo del capitán Carroll llamó a otro doméstico
que condujo al oficial a una, pequeña sala de espera,
separada del lujoso salón central, muy semejante a
un bar reservado de un hotel de primer orden, don-
de le sirvió un helado.
Era costumbre en el palacio de Aladino, que el
amo raras veces hiciera los honores de la casa, sino
que, a este fin, designaba a algún amigo, y general-
mente al último recién llegado. Por lo tanto no se
sorprendió Carroll cuando se encontró ante otro
huésped que volvía a instarle para que tomara el re-
fresco que acababa de rehusar.
-Ya ve usted- dijo el amo interino- que soy aquí
forastero y no conozco todavía los gustos de los
habituales visitantes; pero pida usted lo que quiera y
veré si puedo traérselo. Jaime (nombre de pila de
Aladino) está, haciendo de cicerone, enseñando a un
grupo de turistas las caballerizas. ¿Quiere usted
154
MARUJA

unirse a, ellos (no han visto hasta ahora más que la


mitad) o desea ir directamente al billar, la obra más
antigua construida de hierro y de cristal de colores,
muy hermoso y pintado al fresco? ¿ Prefiere dar un
rodeo hacia la; cámara nupcial y admirar allí el toca-
dor de bambú y de plata y la cama de cristal y raso
blanco que tal y como está arreglada ha costado cin-
cuenta mil pesos? ¿0 le gustaría más- añadió confi-
dencialmente cortar por lo sano e ir a lo más
práctico, a sacar el caballo trotón de Jaime, de 2'32
de alzada, y en un calesín marcharnos a dar un pa-
seo hasta los manantiales antes de comer?
Carroll creyó más conveniente para sus planes
ocultar que le eran familiares todas las riquezas que
atesoraba el palacio de Aladino, y aceptar cortés-
mente que le sirviese de guía por la casa el forastero.
Este continuó hablando:
-Creo que Jaime se ocupa ahora en los negocios.
Ya sabe usted que el infortunado doctor West, víc-
tima de inesperado accidente, había logrado de toda
clase de gente el apoyo pecuniario para el ferrocarril
y sus fábricas, haciendo populares esos negocios.
Pues bien ; en cuanto se, ha sabido su muerte, la co-
tización de las acciones ha Regado a cero esta ma-
ñana; y... aquí para entre nosotros- añadió misterio-
155
BRET HARTE

samente, bajando la voz- han dicho, era de ver el


grave aprieto para que no hubiera, un desastre gene-
ral. Pero Jaime no se ha dormido; en poco más de
dos horas, y tan veloz como el mismo telégrafo, lle-
gaba a, San Antonio antes que amortajaran el cuer-
po del doctor, tuvo una reunión con encargados,
socios y directores, antes de que llegase el funciona-
rio judicial a practicar las primeras averiguaciones,
se trajo consigo en el calesín los libros, documentos
y papeles del doctor. .. y vuelta a reunirse y a delibe-
rar antes del lunch. Y mientras los demás socios y
gente interesada empezaron a llegar uno tras otro
para cerciorarse de si realmente había fallecido el
doctor, Jaime Prince habíase enterado del curso de
todo y estaba al tanto de los negocios. ¡Dios le libre,
señor ! Casi todo, el mundo está interesado en el
negocio. Esa española de ese valle, con una hija
hermosa... esa mujer gruesa que tiene una casa gran-
de... usted comprende quien digo...
-No sé a quién se refiere- dijo Carroll fríamente-.
Yo sólo conozco a una señora llamada Saltonstall,
con varias hijas.
-Esa es; aunque ya me parece que he visto a us-
ted allí una vez... Pues bien ; el doctor la había meti-

156
MARUJA

do en estos negocios hasta los ojos. Me parece que


hasta había hipotecado en su favor todas las fincas.
Necesitó Carroll poner en juego toda su fuerza,
toda su sangre fría y serenidad para que el locuaz
guía no viese en su rostro la menor sombra de emo-
ción. Este era, entonces, el secreto de la melancolía
de Maruja. ¡Pobre chica! ¡Con qué valor habíalo so-
portado todo! Y él, en su exagerado egoísmo, sin
haber sospechado lo más mínimo. Quizás esta, carta
que le había entregado no fuera otra cosa que un
medio muy fino y delicado de enterarle de todo,
porque segura, mente iba a oír de labios de Aladino
todo el alcance de la desgracia del doctor.
-¡Y este hombre que evidentemente ha logrado
la inspección de las propiedades del doctor West, ha
entrado sin duda. en posesión de las cartas también!
¡Bah!
Apretó fuertemente los labios y en dos zancadas
alcanzó al inocente guía, avanzando erguido y reta-
dor.
¡ No hubo de esperar mucho tiempo. El sonido
de las voces, el abrir de las puertas, y los pasos que
se oían cercanos indicaban que el grupo estaba en-
trando ya y viendo la parte del edificio hacia la que
Carroll y su compañero se aproximaban.
157
BRET HARTE

-Ahí está, ya Jaime con su cuadrilla- dijo el cicero-


ne-. Voy a, decirle que está usted aquí, y al mismo
tiempo me encargaré yo de continuar enseñando la
casa. Hasta luego. Espero verle en la comida.
En aquel momento aparecía Prince acompañado
de unas cuantas señoras y caballeros por el extremo
opuesto del salón ; el guía se unió a ellos y al parecer
indicó la presencia de Carroll. Después, como si
fuero, verdaderamente un camarero, al no recibir
encargo alguno, retiróse, marchando perezosamente
y quedando en libertad.
Aladino, como otros de los de su clase, no era
afecto a la milicia ni teórica ni prácticamente pero
no tardó en reconocer su importancia social en una
región donde ni sociedad había, y en quedar encan-
tado de la, tranquila e indubitable sangre fría e inte-
rior satisfacción de Carroll en una, colectividad
ansiosa de gloria y educada, para la, lucha y el com-
bate.
Acercóse a él dándole una cariñosa bienvenida y
le presentó a los demás con aire de satisfacción.
Hubiera preferido verlo entonces de uniforme; pero
se conformó ante el hecho patente y manifiesto de
que Carroll, como todos los que han educado y dis-
ciplinado su cuerpo dando soltura y agilidad a los
158
MARUJA

miembros, estaba igualmente elegante y airoso con


su traje de paisano.
-Usted ha tenido la amabilidad de enseñarnos
todas las preciosidades y tesoros de su palacio- dijo
Carroll sonriente-menos la cámara secreta, el sancta
sanetorum, en donde guarda el anillo y la lámpara,
maravillosa. ¿No daría usted fin a su amable tarea,
permitiéndonos ver ahora el lugar donde la magia
produce esos estupendos prodigios, aunque nos
veamos privados de oír las fórmulas cabalísticas y
presenciar las misteriosas ceremonias? Las señoritas
se desviven por ver ese santuario... ese laboratorio...
ese gabinete... donde realmente haya usted la vida.
-No encontrarán ustedes en él más que una ha-
bitación vulgar, tan sencilla y vulgar como mi dor-
mitorio- dijo Prince que se vanagloriaba de la
espartana sencillez de sus costumbres y hábitos y se
prestaba fácilmente a la exhibición-. Vengan por
aquí.
Atravesaron el salón y entraron en un gabinete
reducido, amueblado con sencillez, donde había una
mesa con montones de papeles, algunos de éstos
polvorientos y muy sobados. Carroll pensó al mo-
mento que pudieran muy bien haber pertenecido al
doctor West. Sacó tranquilamente su carta del bolsi-
159
BRET HARTE

llo, y, cuando vio distraídos a los demás del grupo,


la dejó sobre la mesa, diciendo a Prince en voz tan
baja que solamente él pudo enterarse :
-De la señora Saltonstall.
Aladino poseía esa sublime audacia que tantas
veces suple al tacto en el trato de gentes, Echando
una rápida. Mirada a Carroll, gritó:
-¡Atención!
Y empezó de pronto a dar vueltas en torno de
los visitantes, con movimientos extravagantes de
juguetona brusquedad, hasta que dispersó a todos
ahuyentándolos del cuarto.
-¡Empieza, la magia!- gritaba agitando los brazos
en el aire; ¡el mago, está ya, en acción! ¡Prohibida la
entrada excepto a los empleados! Sigan a la señorita
Wilson- añadió, colocando las manos sobre los
hombros de la más hermosa y la más esquiva de las
jóvenes presentes, con irresistible y paternal familia-
ridad-. Ella queda dueña de ustedes. Me honro en
encargarle que sea la organizadora de una excursión.
Y antes de que adivinaran sus propósitos y que
Carroll se reuniese con los demás, Aladino empujó
la puerta que se cerré automáticamente, quedando a
solas con el. joven oficial. Dirigióse precipitada-

160
MARUJA

mente a la mesa y tomando la carta la abrió nervio-


samente.
Su rostro siempre alegre, revelando su satis-
facción y habitual humorismo, tornóse rígido y se-
vero. Sin hacer pregunta, alguna a Carroll, levantóse
de su asiento y avanzando hasta otra mesa sobre la,
que había un aparato telegráfico, oprimió enérgica-
mente media docena, de botones de marfil.
Después volvió a su mesa y empezó a examinar
con gran prisa, los memorandums y los sobrescritos de
las cubiertas de cuantos papeles y documentos tenía
sobre ella.
Carroll que, como se comprenderá, estaba ojo
avizor, descubrió inmediatamente un pequeño pa-
quete de cartas con letra de inequívoca delicadeza
femenina, y, adquirió la certidumbre de que eran las
que venía a recoger. Sin levantar la vista, Prince pre-
guntó casi con rudeza :
A quién más habló ella de este asunto?
-Si usted se refiere al contenido de esta carta, ha,
sido escrito y se me ha entregado hace unas tres ho-
ras.
-¡Bah! ¿Quién hay en la casa? Allí estarán Bu-
chanan y Raymond y Víctor Gutiérrez ; ¿no es eso?

161
BRET HARTE

-Creo poder afirmar con toda, certeza que la, se-


ñora, Saltonstall no ha visto a otra persona que a su
hija desde que la noticia llegó a sus oídos, si es que
esto es lo que usted desea, saber- dijo Carroll no se-
parando sus ojos del paquete de cartas, mientras su
interlocutor continuaba examinando papeles.
Prince interrumpió su trabajo.
-¿Está usted seguro?
-Casi seguro.
Prince se levantó, esta vez con gran suavidad y
sosiego en sus movimientos y en su gesto, y, acer-
cándose a la, otra mesa, deslizó sus dedos sobre los
botoncitos de márfil, como quien manipula mecáni-
camente.
-Uno querría saber de una, vez todo lo que pue-
de saberse acerca de unas negociaciones y un asunto
que pueden hacer cambiar de frente y de dirección
en cuatro horas a un capital de cuatro millones. ¿No
le parece, capitán? -dijo Prince prestando atención,
en realidad por primera vez, a su huésped-. Preci-
samente hace cuatro horas, y en este mismo despa-
cho, descubrí que la viuda Saltonstall debía al
doctor West próximamente medio millón invertido
en fondos públicos, y calculábamos saldar el débito
perdiendo quizás la mitad. Pero si ella, ha consegui-
162
MARUJA

do esa asignación de la propiedad del doctor, como


seguro colateral, como dice en su carta, y el docu-
mento está, en regla, y por decirlo así, hereda el
puesto del doctor West, en Dios y en mi ánima, se-
ñor, que a él le debemos unos tres millones y que
hemos logrado salvar con ella... y esto es todo lo
que hay sobre el asunto. Usted ha arrojado aquí una
bomba, capitán, y los cascos han sido lanzados muy
lejos, hasta San Francisco, donde ya están produ-
ciendo sus efectos ahora. Confieso que, por lo que a
mí toca, estoy completamente tranquilo.
Siempre creí que el viejo estaba encariñado con
esa casa... Pero ella,. al fin, era una mujer, y él un
hombre con sus sesenta años encima, y esta combi-
nación, francamente, no la había imaginado. Lo que
únicamente me maravilla es que esa señora no le
había tragado antes...El rostro del capitán Carroll no
dio la menor señal ni de alegría, y satisfacción ante
la noticia de la que él mismo habla sido, incons-
ciente portador, ni de resentimiento y pesar ante lo
grosero y bajo de su interpretación y comentario.
-Aquí no parece que hay nota alguna de tal asig-
nación- continuó Prince, volviendo a los docu-
mentos.

163
BRET HARTE

-¿Ha examinado usted estos papeles?- dijo Ca-


rroll tomando el paquete de cartas.
-No; creo que serán algunas cartas particulares a
las que se refiere esta carta, pidiendo su
devolución.
-Veámoslas- dijo Carroll desatando el paquete.
Había entro ellas tres o cuatro notas juntas, es-
critas en español y en inglés.
-Cartas amorosas, según creo - dijo Prince-. Por
eso es por lo que la hija mayor las quiere. No consi-
dera ella, que sus encantos son la causa y origen de
que el doctor vaya, entre lenguas.
-Examinémoslas más cuidadosamente- dijo Ca-
rroll alegremente, abriéndolas una a una, ante Prin-
ce, pero con la suficiente sagacidad para no permitir,
bajo ningún concepto, que este las leyera-. No se ve
por aquí memorandum alguno. Son cartas exclusiva-
mente privadas.
-Sí; exclusivamente privadas - repitió Prince.
El capitán Carroll volvió a atar el paquete y se lo
puso en el bolsillo.
-Entonces, yo mismo la devolvería - dijo tran-
quilamente.
Hola... ¡eh!... aquí... ¿oye? -dijo Prince, levantán-
dose sobresaltado.
164
MARUJA

-He dicho que yo mismo las devolveré a ella


-repitió Carroll sin inquietarse.
-¡Pero si yo no se las he dado a usted! ¡Si yo no
he consentido que las tomase, y las separase de es-
tos papeles!
-Lo siento mucho- dijo serenamente Carroll-,
pero lo contrario hubiera sido en usted más cortés,
más delicado.
-¡Cortés! ¡delicado! ¡No puede ser, - señor! Esto
se llama un robo.
-Robo, señor Prince, es una palabra, que podría
emplear con perfecto derecho la persona que recla-
ma estas cartas, para, calificar la acción de cualquie-
ra, que pretenda guardársela -contra la voluntad de
la dueña,. Realmente no puede aplicarse ni a usted
ni a mí.
-Por última vez, ¿ se niega usted, a devol-
vérmelas ?- dijo Prince, pálido de ira.
-Decididamente.
-¡Muy bien, señor! Ya lo veremos.
Se acercó a, un rincón y tocó una campana.
-He llamado a mi administrador para imputarle a
usted el hurto en su presencia.
-Me figuro que no va a poder ser.
-¿ Y por qué. no, señor ?
165
BRET HARTE

-Porque la presencia de un tercero me habilitaría


para arrojar a usted este guante a la cara-, lo que,
como caballero, no me e¡ permitido hacer sin testi-
gos. ,
Se oyó ruido de pasos en el corredor. En cierto
modo, Prince no era, cobarde; tampoco era un ton-
to. Sabía que Carroll cumpliría su palabra, y que no
tendría más remedio que aceptar el reto y luchar con
el oficial ; que cualquiera que fuese el resultado del
duelo, el motivo se haría público, y esto siempre re-
dundaría en descrédito suyo. Hasta aquel momento
nadie se había enterado de la provocación; nadie,
pues, podía conocerla. Por otra parte, las cartas no
valían la, pena de un lance. Haciéndose estas re-
flexiones marchó hacia la, puerta, la abrió, y dijo:
-Nada; no ocurre nada.
Y cerró otra vez.
Volvió aparentando tranquilidad y despreocu-
pación.
-Tiene usted razón. No me había fijado en que
íbamos a dar aquí un espectáculo para solventar una
cuestión que en cualquier otra parte puede muy bien
ser resuelta por la, ley. Ella, dirá, en último extremo,
si usted tenía perfecto derecho a llevárselas cartas, o

166
MARUJA

si ese derecho se lo ha, tomado usted mismo, caba-


llero.
-No pretendo eludir responsabilidad alguna en
este asunto, dentro o fuera de la, ley- dijo Carroll
con frialdad, poniéndose en pie.
-Lo cierto es- dijo inmediatamente Prince vol-
viendo a su ruda, franqueza habitual- que usted po-
día haberme pedido estas cartas; ¿no comprende?
-Y que usted -no me las habría entregado- dijo
Carroll.
Prince se echó a reír.
-¡ Es verdad ! Y digo yo, capitán ; ¿ le han ense-
ñado a usted esta clase de estrategia en la ,Academia
militar?
-Allí me han enseñado que bajo el amparo de la
bandera blanca, ni se reciben los insultos, ni se in-
sulta- dijo Carroll alegremente-. Y me han enseñado,
además, la práctica de negociaciones y pactos, bajo
la misma enseña parlamentaria. He encontrado este
librito de bolsillo en el lugar donde ha ocurrido el
desgraciado accidente al doctor West. Evidente-
mente es de él. Puesto que es usted su ejecutor tes-
tamentario, a usted lo entrego.
Carroll no había dicho nada de este nuevo des-
cubrimiento hasta ahora, en virtud de ese instinto de
167
BRET HARTE

reserva inspirado por la presencia de un hombre


con el que no se tiene confianza.
Prince tomó el librito y lo abrió maquinalmente.
Cuando hubo examinado brevemente las notas allí
escritas, su rostro adquirió casi idéntica expresión
de ensimismamiento que al empezar la entrevista.
Levantando de pronto los ojos para, mirar a Carroll,
dijo con viveza:
-¿Ha examinado usted este libro?
-Unicamente lo suficiente para ver que no con-
tiene cosa alguna que interese a la persona que re-
presento- contestó Carroll simplemente.
El capitalista observó la franca mirada del ofi-
cial. Algo de turbación notó en la suya propia y por
eso la dirigió a otra parte.
-Efectivamente. Sólo hay notas referentes a los
negocios del doctor. Muy interesantes para, noso-
tros, como usted puede comprender; pero no sirven
para nada a su principal- dijo riendo-. Gracias por el
cambio. Y ahora, ¡ bebamos algo!
-No; muchas gracias- contestó Carroll mar-
chando hacia, la puerta.
-Bien ; adiós.
Y le alargó la mano.

168
MARUJA

Carroll, que seguía observándole con la misma


franca mirada, no le alargó la, suya, sino « que abrió
la puerta, inclinóse, y salió.
Prince se sonrojé un poco ante esta frialdad.
Después, cuando ya hubo cerrado la puerta, por po-
co suelta, una estrepitosa carcajada. Como dramáti-
co había, estado vulgar Aun podía, haber terminado
la representación añadiendo un soliloquio en el que
hubiera dicho: «por fin llegó la oportunidad de la
venganza,» ; y que «el insolente vencedor, al mar-
char con su botín, fraudulentamente conquistado,
había abandonado en el campo el arma con la que
sus amigos podían ser aniquilados» ; que «llegó la
hora» y aun pudiera haber terminado la escena con
un prolongado y sonoro ¡ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!. Pero
como era, ante todo, práctico, afable., pícaro y
egoísta, y ni mucho mejor ni mucho peor que sus
vecinos, sentóse a la mesa, del despacho y empezó a
pensar cómo podría sacar el mejor partido de las
notas escritas por el doctor West, de la existencia de
un hijo de éste y del consiguiente descubrimiento de
un heredero legal de sus propiedades.

169
BRET HARTE

VIII

Cuando Paquita se aseguró de que su señorita se


había encerrado durante la mañana con doña María
para huir de miradas y oídos indiscretos, aprovechó
la ocasión para, lamentarse ante sus compañeras de
servicio de esta evidente prueba de haber llegado
tan a menos aquellas antiguas reuniones confiden-
ciales de una familia de tan rancio abolengo, de
aquella casa feudal, de aquellas patriarcales señoro-
nas.
-En otros, tiempos, tú puedes recordar, Pepita,
que cuando llegaba, la noticia de un suceso como el
de hoy, se discutía por todos a la hora, del chocola-
te, y ante todo el mundo. Cuando en Monterey dis-
pararon un tiro a Joaquín Padiña, la misma, doña
María nos contó el caso y nos leyó en alta, voz las
170
MARUJA

cartas que describían el suceso con todos los pelos y


señales, y hasta contaban los agujeros que las balas
habían hecho en el traje ; aquel día fue aquí día de
gala... y eso que era primo hermano de Gutiérrez... ,
y ahora que ese maldito doctor americano ha sido
muerto a coces por un mulo, la familia se encierra
arriba para no preguntar ni contestar a nadie acerca
del caso.
-¡Ay, chica!- dijo a esto Pepita-, ahora me re-
cuerdas que Sánchez está, ahí, que sabe tanto como
ellas, pues estuvo en poco que no presenciara todo
el caso.
-¿Cómo?... ¿lo ha visto? -¡interrogó Paquita an-
siosa, de noticias.
-¡Ya lo creo! ¿So fue él quien trajo a, casa a Pe-
reo cuando le encontró tendido y medio muerto con
uno de esos arrobamientos o visiones, o como se
llamen... ¡San Antonio nos valga!- exclamó Pepita
santiguándose de prisa -encima de la sepultura de
frotora, cuando el mustang del doctor iba hacia ellos
como si fuera a acometerles, igual que un toro bra-
vo, y el doctor llevaba ya los pies casi fuera de los
estribos, y ya no se le ha visto más? Pues entonces
dijo Pereo lanzando una, carcajada, como las de los
endemoniados: «Mira, si el coyote corre detrás del
171
BRET HARTE

mustang mordiéndole las patas» ; y Sánchez corrió y


observó que ya el doctor se había perdido de vista
¡corriendo y galopando hacia su muerte!... ¡ay!...
como Pereo había profetizado. Porque no había pa-
sado media hora cuando Sánchez oyó otra vez el
trac-trac de las herraduras... lo mismo que, si estu-
viera, ahí cerca, el caballo.., y sabía que estaba lo
menos dos millas más allá... ¿tú comprendes?... y se
dijo: «¡se acabó!»
Las dos mujeres se estremecieron y se santigua-
ron.
- Y qué ha dicho Pereo del cumplimiento de su
profecía?- preguntó Paquita, encogiéndose, y apre-
tándose el chal, temblando horrorizada por lo que
acababa, de oír.
-Quizá no lo sepa, todavía. Tú sabes lo amo-
dorrado y mohino que queda después de esas vi-
siones... que sale de ellas como de la sepultura, sin
acordarse de nada, Está tendido, lo mismo que un
leño, toda la mañana.
¡Bah! Pero estas noticias le despertarían, si es
que algo pueden. Pereo no quería a, ese tacaño del
doctor. Vamos a buscarle. Tal vez esté allí Sánchez.
¡Vamos ¡ La señorita no nos echará ahora, de me-

172
MARUJA

nos, y a los huéspedes nada les hace falta. ¡Vámo-


nos!
Y echó a andar hacia el ángulo de la parte este
de la casa, desde donde por un pasillo bajo se llega-
ba, al corral y a, las cuadras. Esta era la antigua
«portería» o la habitación, del mayordomo, quien,
entra otras obligaciones, parece que tenía la, de vi-
gilar a los que entraban y salían de la casa., Una am-
plia despensa, y despacho al mismo tiempo, del
administrador; más allá una habitación, o salón de
juntas, mitad cuerpo de guardia y mitad sala, para
los criados, y el dormitorio de Pereo, constituían la
parte, a éste destinada. Unos cuantos peones ha-
llábanse reunidos en el salón contiguo al depar-
tamento donde Pereo estaba, acostado.
Tendido sobre un camastro; amarillo como la
cera su rostro ; sobre su cabecera un crucifijo al pie
del cual ardía una luz tristona, y al lado una pequeña
palma bendita que, según creencia general, ahuyen-
taba a los demonios para que no se apoderasen de
las potencias y sentidos en suspenso durante el sue-
ño... Pereo tenía las apariencias de un difunto. Dos
embozadas y empañoladas domésticas, que estaban
sentadas a.. su lado, podían haber pasado por lloro-
nas a, no ser por su ligero e incesante charloteo.
173
BRET HARTE

-¡Cómo! ¿tú aquí, Paquita?- preguntó una forni-


da y hombruna moza de aquellas-. ¡Qué milagro en
ti que escatimes el tiempo que debes emplear en ro-
gar por el eterno descanso del alma del doctor ame-
ricano, para, venir a interesarte por la salud de tu
superior, el pobrecito Pereo! ¿Es, verdad, entonces,
qué doña María, ha dicho que ya no quería nada más
con el borracho animal de su mayordomo?
El espantoso aspecto de la cara de Pereo no im-
pidió que Paquita sacudiese airadamente la cabeza y
contestase, con gran descaro, que ella no iba allí pa-
ra, defender a su señora de las palabrotas de una
murmuradora holgazana.
-Bueno, bueno, ¿pues qué ha, dicho ella en-
tonces ?- preguntó la otra criada.
-Dijo que no necesitaba para nada a Pereo, y que
por ahora no quería verle.
Un murmullo de indignación y de simpatía pro-
dujeron en los presentes esas palabras. Al murmullo
siguió un largo suspiro de aquel hombre aletargado.
-Ya mueve los labios- dijo Paquita, que aun se-
guía fascinada por la curiosidad-. ¡Silencio!... que
quiere hablar...
-Mueve los labios, pero su espíritu sigue aún
durmiendo- dijo Sánchez sentenciosamente, como
174
MARUJA

un oráculo-. De igual manera -viene moviéndolos


desde las primeras horas de la mañana; cuando vine
a hablar con él y le encontré tendido aquí, sobre el
piso, por causa del ataque. Estaba a medio vestir,
como estás viendo, indudablemente para salir afue-
ra, cuando cayo desplomado así...
-¡Calla! que habla ya- dijo Paquita.
El enfermo empezó a articular débilmente unas
palabras que salían de su boca tremolantes a través
de las burbujas que se hinchaban y quebraban en
sus rígidos labios:
-¡El... me... desafió!... Y... dijo... que yo: era...
viejo... muy viejo.
-¿Quién te provocó? ¿Quién dijo que eras muy
viejo?
-¡El! ¡el mismo Koorotora!... en figura de coyote.
Paquita retrocedió con una sonrisa. de abo-
chornamiento y terror al mismo tiempo.
-Siempre hace lo mismo- siguió el sentencioso
Sánchez-. Esto decía también cuando lar noche pa-
sada, le levanté del terraplén de los indios. Ahora,
dormirá otra vez... tú vas a verlo. No hace más que
nombrar a Koorotora, al coyote... y se duerme.
Y para, terror y espanto de los presentes, y, acre-
centar el respeto y admiración hacia la sabiduría y el
175
BRET HARTE

talento de Sánchez, Pereo pareció quedar otra, vez,


sumido en un letárgico sueño.
Era ya, al terminar la tarde cuando recobró el
uso de sus facultades.
-¡Ah!... ¿Qué es esto?- exclamó bruscamente, in-
corporándose en la cama, mirando, atentamente a
los que velaban en derredor suyo,; algunos de los
cuales, rendidos por el sueño, dormían profunda-
mente, y otros estaban entretenidos jugando a la ba-
raja-. ¡Caramba! ¿Estoy enfermo?, Tú, Sánchez, ven
acá; ¿ quién está haciendo tu, trabajo en las cuadras?
Tú, Pepita; ¿duerme o ha muerto tu señora, que es-
tás aquí tan tranquilamente sentada? ¡San Antonio
me valga! ¿estaré verdaderamente enfermo?
Y alzando la mano hasta la cabeza, con lento y
penoso movimiento, probó a levantarse de la cama.
-Poco a poco, buen Pereo; descansa, no te le-
vantes aún- díjole Sánchez aproximándose. Has es-
tado enfermo'... muy enfermo. Todos estos amigos
tuyos esperaban sólo este momento para asegurarse
de que ya te encontrabas mejor. Si están ociosos, no
tienen ninguna culpa... verdaderamente nadie la tie-
ne. Doña María ha dicho que no te faltara asistencia,
y, en calidad, desde que han llegado las terribles no-
ticias, poco qué hacer ha habido.
176
MARUJA

-¿Las terribles noticias ?-repitió Pereo.


Sánchez miró significativamente a los otros,
como indicando la confirmación de su diagnosis,
-¡Oh! sí; ¡noticias terribles! El doctor, West fue
hallado muerto esta mañana a dos millas de la casa.
El doctor West muerto!- repitió también Pereo,
pausadamente, como esforzándose en penetrar el
verdadero sentido de las palabras.
Y al observar en los semblantes de los que le
rodeaban el ningún efecto que había producido la
dramática, frase, añadió inmediatamente con una
leve sonrisa
-¡Oh!... ¡ay! ... ¡muerto! Sí ; ya recuerdo. Estaba
enfermo ... muy enfermo, ¿no es eso?
-Ha, sido una desgracia repentina. Cayó de su
caballo y se mató- contestó Sánchez con mucha
gravedad.
-¿Matado... por su caballo has dicho?- volvió a
preguntar Pereo clavando su mirada de pronto en
Sánchez.
-¡Ay! buen Pereo. ¿No recuerdas cuando el mus-
tang se precipitó con él sobre nosotros en la, senda,
que dijiste que aquella fiera indómita le llevaba a la
muerte? Pues así sucedió, ¡válganos San Antonio!,
media hora después...
177
BRET HARTE

-¡Cómo!... ¿lo viste tú?


-No; porque el mustang iba ya muy lelos y no
puede seguirle. ¡ Bueno! Pero eso fue lo que pasó.
El Presidente del jurado, que lo sabe todo, lo ha
contado así hace una hora Juan vino con la noticia
desde el rancho en donde ese señor estaba, practi-
cando las diligencias indagatorias. El funeral se ce-
lebrará pasado mañana, asistiendo alguno de esta
familia. Pásmate, Pereo; ¡un Gutiérrez en el funeral
del doctor americano! Después de esto ya no dudo
que doña María te mandará que vayas a rezar una
oración sobre, el ataúd.
- ¡A callar, imbécil! Y cuidado con hablar de la
señora ama -dijo con voz de trueno el viejo, salien-
do de la casa. ¡A las cuadras! ¿No me oyes? ¡Vete!
-Ahora, ¡por la Virgen de los Milagros! dijo
Sánchez, escapando de la habitación al ver el cuerpo
enflaquecido del viejo alzarse del lecho como un
espectro ensabanado , ya tenemos viejo otra, vez.
¡Válgame San Antonio! Pereo se ha puesto bueno.
Al día siguiente hacía ya la vida ordinaria, y
sólo se notaba, en él una ligera diferencia en la
,severidad de sus modales. El cumplimiento de
su profecía relatado por Sánchez, contribuyó a au-
mentar, la supersticiosa reputación de que gozaba,
178
MARUJA

aunque Paquita publicó a voz en grito el parecer de


muchos, escépticos que tenían como cosa, fácil y
sencilla el profetizar el accidente del doctor, puesto
que su caballo había. pasado desbocado ante los
ojos del profeta. Hasta se dijo que la, aversión de
doña María a Pereo no tenía otro origen que el no
haber éste auxiliado al doctor, como podía. Sánchez
disculpábale de estos cargos asegurando que Pereo,
momentos antes de pasar el caballo, había sufrido y
estaba aún bajo la acción de uno de esos raros ata-
ques epilépticos que - a menudo le sobrevenían, y
no solamente estaba incapacitado para atender al
doctor, sino que necesitaba la asidua asistencia y el
solícito cuidado de Sánchez en aquel instante. Pereo
no asistió al enterramiento, ni tampoco la señora
Saltonstall ; pero asistieron, en representación de la
familia, Maruja y Amita, acompañadas por uno o
dos primos con cara compungida, el capitán Carroll
y Raymond.
Unos cuantos amigos y socios de las poblacio-
nes vecinas, Aladino y algunos otros de su casa, los
trabajadores de la hacienda, y un grupo de operarios
de los molinos que había al pie de las próximas co-
linas, aumentaron el número de los asistentes al ac-
to, que se reunieron bajo los tinglados y en las
179
BRET HARTE

casitas de los trabajadores, o en los alrededores de


unos y de otros edificios que constituían la única
morada campestre, la única habitación rural del ran-
cho de, San Antonio. El doctor había ordenado ex-
presamente que cuando muriese le habían de
enterrar en medio de uno de los más fértiles campos
de trigo como pobre tributo a la, tierra que había
esquilmado, sin que colocasen sobre su sepulcro se-
ñal ni monumento alguno que recordase que allí re-
posaban sus cenizas; y que hasta el montón de tierra
que temporalmente hubiera sobre su cadáver fuese
nivelado con el resto del campo en la época de la
labranza por las rejas de los arados que todo lo
igualan. Conforme a la voluntad del testador, abrió
la sepultura, a un cuarto de milla de su oficina en
medio de un campo de trigo tan espeso, que el espa-
cio segado en derredor de ella para, dar cabida a los
asistentes al acto parecía un anfiteatro de oro.
Ofició un distinguido pastor de San Francisco.
Hombre de tacto, y fácilmente adaptable a las cir-
cunstancias, hizo el elogio del difunto ponderando
sus virtudes y cristiana vida, así como los beneficios
que había reportado al país, y hasta habló de, la dis-
posición del doctor de que fuera sepultado allí co-
mo reconociendo que el hombre es polvo y en
180
MARUJA

polvo se, convierte. Alabó también cumplidamente


a los asociados en los negocios del muerto, y, a
continuación, sin alentar a sus sucesores con las
acostumbradas frases de: «sigan ustedes la senda
trazada por al antecesor en beneficio del país, etc.»,
recomendó tan eficazmente los proyectos comer-
ciales últimamente planeados por el doctor, que lo-
gró de Aladino la expresiva, la elocuente alabanza
de que su sermón equivalía, «a un cinco por ciento
en el mercado de valores».
Maruja, que había permanecido de pie junto al
carruaje, melancólica, silenciosa y abstraída a pesar
de la solícita atención y tiernos cuidados de Carroll,
se fijó de pronto en que otros ojos tenían clavada en
ella la mirada. Su sorpresa fue grande al reconocer
en el que tan atentamente la observaba, desde un
grupo a ella cercano, al mismo hombre a quien ha-
bía visto ya d9s veces, la primera como vagabundo,
y la segunda como viajero en la hostería de la ca-
rretera. Impresionada al mismo tiempo por la idea
de que aquélla era la primera vez que realmente se
fijaba en ella, sintió hacia él una singular esquivez y
extraño retraimiento, que se convirtió en sorpresa e
indignación cuando se vio obligada a bajar los ojos
ante aquella mirada tan. intensa.
181
BRET HARTE

En vano trató de levantarlos de nuevo con su


habitual y supremo poder fascinador.
Sí nunca se había ruboriza do, ahora se sentía
profundamente, abochornada.
Conoció que su rostro necesariamente delataría
el estado de su espíritu, y, para; evitarlo, ,ella, Maru-
ja, la exánime y soberana deidad... vióse precisada,
con la timidez y sofocamiento de una histérica y el
apocamiento y- cortedad de una niña, a volverse a
Carroll, afectando exageradamente una correspon-
dencia afectuosa a sus amables atenciones. Apenas
se había dado cuenta siquiera de que el pastor había
terminado su perorata, cuando se acercó a ellos Ra-
ymond por detrás muy callandito.
-Supliooles no, crean- dijo haciéndose presente -
que todas las virtudes humanas van a ser ahora en-
terradas- yo diría sembradas en este trigal. Aun so-
brevive un poco de amor... que anda secretamente
en torno de la fosa del doctor. Escuchen una histo-
ria que me han contado, y desconfíen después, si se
atreven, de la gratitud humana. ¿Ven ustedes aquí
mismo al pintoresco y extravagante bandolero? ¡
Maruja no levantó sus ojos. Sentíase ahogada,
falta de aliento, al oír las últimas palabras de Ra-
ymond.
182
MARUJA

-¡Cómo! Ese es el joven de la hostería que reco-


gió su abanico, ¿verdad ?- dijo Carroll.
-Tal vez - contestó Maruja indiferentemente.
Hubiera dado el mundo entero tan sólo por
sentirse capaz de volverse hacia él y su grupo en
aquellos momentos aparentando serenidad, para mi-
rarle cara a cara; pero no se atrevió. Conformóse
con sacudir con el abanico un poco de polvo de la
manga de Carroll, estremeciendo a este caballero
con el femenil encanto de su amabilidad.
-Pues bien- continuó Raymond-, este Roberto
Macaire llegó aquí desde muy lejos hace tres o cua-
tro días como un vagabundo, no pidiendo otra cosa
que trabajar honradamente. Nuestro llorado amigo
consintió en recibirle y en hablar con él encontrán-
dole interesante y simpático, tan simpático e intere-
sante que le regaló un traje completo, y hasta se dice
que, algún dinero, diciéndole que continuara su via-
je. Después y esto es más interesante que todo,
nuestro amigo, en cuanto se enteró de la muerte de
su bienhechor, suspendió su caminata y vino a pre-
senciar el enterramiento. Habiendo muerto el doc-
tor ; no estando al parecer dispuestos los ejecutores
testamentarios a imitar su peregrina generosidad, y
seguro de que no ha de recibir más favores, el acto
183
BRET HARTE

de este joven debe considerarse única, y simplemen-


te hijo de la gratitud. ¡Por Júpiter! Creo sin-
ceramente que entre los presentes es el único que
está aquí, en realidad, de duelo. Yo he venido por-
que venía, su hermana, Carroll, porque venía usted,
y usted... porque no ha podido venir su madre.
-¿Y quién le cuenta estas regocijantes historias ?-
preguntó Maruja vuelta su cara todavía hacia Ca-
rroll.
-El capataz Harrison, que, conocedor, por su
larga y práctica experiencia, de esta clase de sujetos,
se ha quedado pasmado ante esta excepción de la,
regla general.
-¡Pobre hombre! Es preciso hacer algo por él-
dijo compasivamente Amita.
-¡Cómo! - replicó Raymond fingiendo terror: ¿y
destruir e inutilizar de golpe y porrazo esa leyenda
tan bonita? ¡ Nunca! Si le ofrezco diez dólares, es
posible que me largue un puntapié; y si los toma, soy
capaz de largárselo yo.
-¿No tiene cara de ser tan perverso, verdad, Ma-
ruja?- preguntó Amita a su hermana.
Pero Maruja se había apartado ya, unos pasos
más allá en compañía de Carroll y al parecer no
atendía a nadie más que a, él Raymond sonreía al
184
MARUJA

ver la linda perplejidad revelada en el gracioso mo-


vimiento de las cejas de Amita en cuanto se enteró
de esta marcada desconsideración.
-No se preocupe usted de ellos- díjole muy ba-
jito-; usted no puede en manera alguna vigilar a su
señora hermana mayor. Y dígame. ¿Sería usted tan
amable que me permitiese ahora ver si puedo soco-
rrer al virtuoso vagabundo? No tiene usted más que
decírmelo.
Pero el interés y el deseo de Amita quedaron tan
completamente colmados y satisfechos con el sim-
ple ofrecimiento de Raymond, que "ésta, única-
mente se sonrió, ruborizóse y dijo:
-No.
Maruja, que había escuchado atentamente todas
las palabras a su lado pronunciadas, sintió por un
instante odio hacía su hermana por no haber com-
plicado a Raymond en sus buenos deseos. Mas al
ver por el rabillo del ojo que el forastero se marcha-
ba con otros del disperso grupo, se volvió a juntar
con Amita con su habitual aspecto, como si nada
hubiera pasado. Ya se habían aposentado los demás
en el carruaje, pero a Maruja se lo metió entre ceja y
ceja ir a pie hasta el rústico edificio de donde habían
salido los del duelo.
185
BRET HARTE

El capataz Harrison sobresaltóse y se puso en-


carnado ante esta aparición de impalpable o inacce-
sible belleza en el umbral de la puerta, avanzando
presuroso y anhelante hacia ella.
-No quiero molestar a usted ahora, señor Harri-
son- dijo con una graciosa exageración en el arrastre
de la erre, pero cualquier día vendré a caballo y le
suplicaré me enseñe sus maravillosas máquinas.
Y tras una sonrisa marchó a buscar el carruaje.
Mas en cuanto hubo andado unos cuantos metros
se dio cuenta de que lo había perdido de, vista por
la interposición de aquel trigal cuyas espigas mo-
víanse en hinchado oleaje. Detúvose profiriendo
una breve exclamación en español.
En aquel instante crujieron las cañas del trigo,
abrióse frente a ella, la espesa muralla del dorado
cereal, y apareció la figura de un hombre. Era el fo-
rastero.
Retrocedió un paso enteramente desalentada. El,
por su parte, retrocedió hacia el trigo extendiendo
los brazos y apartándolo para abrirse en uno. Corno
Maruja avanzara maquinalmente, él, sin decir una
palabra, apartóse, dejándole el paso libre por entre
el trigo, a través del cual pudo. ver el látigo del co-
chero sobresaliendo por encima de unos haces
186
MARUJA

amontonados frente a ella. Allí permaneció él inmó-


vil, a un lado, extendidos los brazos, conservando
abierto el callejón. Maruja probó a articular unas
palabras, pero no pudo hacer otra cosa que inclinar
la cabeza y deslizarse junto a él alimentando la ex-
traña creencia, sugerida por la actitud del joven, de
que huía de un abrazo de éste. Pero el forastero bajó
en aquel momento los brazos, cerróse la muralla de
trigo en torno' suyo y quedó oculto a la vista de Ma-
ruja. Esta alcanzó el carruaje sin que casi la advirtie-
ran los que estaban en él, y se lanzó, de pronto
sobre su hermana riendo a carcajadas.
¡Virgen santa! - dijo Anita asustada ¿de dónde
vienes?
De ahí! -contestó Maruja con un ligero temblor
nervioso, señalando el lugar donde acababa de ce-
rrarse el paso por el trigal.
-Creíamos que te habías perdido.
-Eso mismo pensaba yo- Maruja levantando en
alto el látigo, mientras se sujetaba el .chal sobre los
hombros.
-¿Ha pasado algo? Mira usted muy extraña-
mente- dijo Carroll colocándose más cerca de ella.
Brillábanle los ojos de alegría; sin embargo, es-
taba pálida.
187
BRET HARTE

-¡Nada, nada! -contestó precipitadamente mi-


rando otra veo hacia el trigo.
-Si no fuera; porque tanta prisa por aparecerse
hubiera sido completamente indecente, diría que el
difunto doctor acaba de hacerle a usted una visita
espiritual.
-Hubiera sido bastante cortés para no haber he-
cho comentarios acerca de la expresión de mi ros-
tro- dijo Maruja-. ¿Es que parezco una espantada?
Carroll, entretanto, pensaba que jamás le había
parecido tan hermosa.
Los párpados de Maruja temblaban enrojecidos
como si por ellos hubiera pasado, rozándolos, el ala
de Cupido.
-¿En qué estaba usted pensando?- dijo Carroll
apenas emprendieron la marcha.
Maruja pensaba que el forastero la había mirado
y admirado, y que tenía los ojos azules. Sin embar-
go, dirigió sosegadamente la vista al rostro del ca-
pitán, y dijo con dulzura:
-¡Me figuro que en nada que pueda interesar a
usted!

188
MARUJA

IX

A la noticia de la cesión que de sus títulos había


hecho el doctor West a favor de su asociada, la se-
ñora Saltonstall, siguió el aún más sorprendente
descubrimiento de que el doctor, en su testamento,
hacíale además donación de toda su hacienda con la
única condición de pagar las deudas y cumplir con
las obligaciones por él contraídas. Habíale hecho
esta, donación en reconocimiento de sus talentos y
fidelidad en los negocios durante el tiempo de su
pasada asociación, y en prueba de la confianza y del
«imperecedero afecto» del testador.
Sin embargo, pasada, la primera, impresión. de
sorpresa, fue aceptado el hecho, como la cosa más
natural, y conveniente, por la generalidad que se
deja guiar por ese raro instinto humanitario que
189
BRET HARTE

acepta sin escrúpulos la unión de dos grandes for-


tunas, mientras examina severamente y critica con
dureza la asociación de, la pobreza, y de la influen-
cia, y juzga hechas -por motivos de interés las unio-
nes de fortunas desiguales.
Si la señora Saltonstall hubiera sido una pobre
viuda en vez de una viuda rica, y en vez de asociada
en los negocios del doctor hubiera sido su portera,
la donación hubiera sido censurada sin miramientos
ni consideraciones y hasta quizás se hubiera tenido
por ilegal. Pero esta combinación, que agradaba a
todos y cada uno de los habitantes del valle de San
Antonio, parecía ser perfectamente auténtica y ge-
nuina.
Había aún algo más. Ciertos vagos rumores
acerca de la vida pasada del doctor, y de algunos
puntos obscuros sobre su conducta al parecer ligera,
no contribuyeron más que a hacer más respetable
esta eminentemente práctica, disposición de sus
bienes, y a borrar algunas conocidas inmoralidades
de su juventud.
El efecto que esto causó. entre los parientes en
línea colateral de la familia Gutiérrez y los criados y
dependientes, fue aún más impresionante. La suerte,
el porvenir y las' costumbres de la familia parecían
190
MARUJA

haber cambiado de repente. La señora Gutiérrez, en


lugar de disminuir sus bienes, los había acrecentado;
el extranjero e intruso había, sido dejado; cambió el
sino de La Misión Perdida ; la maldición de Koo-
rotora resultaba una bendición, su descendiente y
profeta, Pereo, el mayordomo, vivía envuelto en un
ambiente de supersticiosa adulación y respeto entre
los criados y el vulgo.
Esta apreciación y reconocimiento de su miste-
rioso poder recibíala unas veces con cierta dignidad
de inflado orgullo que alejaba la idea de que aquel
hombre fuera otra cosa que un criado español, y
otras con una especie de estúpido embobamiento,
como de idiota, al que nada impresiona, y un gesto
de espantado que también contribuían a fortalecer
su reputación de inconsciente profeta y taumaturgo.
-Ya ves- dijo Sánchez a Paquita, más escéptica
que los demás- que él apenas se da cuenta del poder
que tiene. Esta es la prueba de ello.
Doña Marla, solamente discrepaba de los demás
en esta manera de juzgar a Pereo, y cuando se pensó
-en celebrar una, fiesta al aire libre bajo el vetusto
peral que sombreaba la sepultura de los indios, se
indignó tanto, que todos cuantos la oyeron recorda-
ron largo tiempo aquella explosión de cólera.
191
BRET HARTE

-No es bastante que se nos haya puesto en ridí-


culo anteriormente por cansa de ese solemne tonto-
dijo a Maruja su madre-, que aun se pretenda insul-
tar la memoria de nuestro amigo por su generosi-
dad, como si ésta fuera un triunfo del idiota,
antecesor de Pereo. Cualquiera podría creer que los
huesos de Koorotora y de los coyotes habían sido
enterrados y honrados en su sepultura con la cruel e
injusta murmuración de tus, parientes acerca de mi
pobre amigo. (Doña María acostumbraba ahora a
aludir a la parentela y a la «familia» como si se refi-
riese únicamente a la, parentela de Maruja). Quién
sabe si desaparecerán pronto esa sepultura de su
antepasado y el peral, y caerá a tierra su templo pa-
gano... Si, como dice el ingeniero, puede tenderse
un, ramal de ferrocarril qué pase por La Misión
Perdida, yo estoy conforme .con ese señor en que la
vía cruce ese sitio perjudicando así lo , menos posi-
ble la propiedad. Es la única parte yerma del parque
y está situada en el ángulo más conveniente.
-Usted seguramente no consentirá, esto, verdad,
madre ?- dijo Maruja con la súbita, impresión de
haber encontrado nuevamente fuerza y energía, en
el carácter de su madre. -

192
MARUJA

-¿Por qué no, hija?- dijo fríamente la viuda de


Saltonstall y la, Horadora del doctor West,-. Admito
que era para ti acertado y discreto en otros tiempos
el tener en ese sitio tus encuentros y reuniones con
caballeros que, como los invitados de aquel hidalgo
que llevó un esqueleto al lugar del festín, podrían
meditar acerca de lo pasajero de las esperanzas ante
los restos y la, leyenda de Koorotora. Pero después
que ha quedado desvirtuada la creencia, en una cul-
pa original, como la de Eva, y en la correspondiente
maldición, pensando sobre estas propiedades- aña-
dió doña María con cierta amargura-, puedes tener
tus citas en cualquier parte. Sería, indecoroso que
fueses allí por más tiempo con el capitán Carroll ha-
ciéndole oír el crujido de los, huesos de Koorotora.
Y la verdad, hija mía, desde el asunto de las cartas, y
con la conducta honrada y discreta que, observa
desde entonces, yo no veo el por qué habías de tra-
tarle de esa manera. En sus manos está la, reputa-
ción de tu madre.
-Es todo un caballero, mamá- dijo Maruja, tran-
quilamente.
-Y escasean mucho, niña; y es preciso estimarlos
y conservarlos. A esto iba yo, tontilla, el capitán no

193
BRET HARTE

es rico... pero ahora... tienes tú de sobra para los


dos.
-Pero tenga usted en cuenta que Amita fue pri-
meramente quien le atrajo a esta casa- dijo Maruja
despreciativamente con aire de embarazosa inquie-
tud que doña María tomó al momento como exage-
rada modestia.
-No pienses engañarme ni engañarte a ti misma
con eso tontamente. Tienes ya edad bastante para
comprender las intenciones de ese hombre, si no las
tuyas. Además, no sé que me haya, opuesto a los
amores de Amita, con Raymond. El es muy inteli-
gente y sería una buena ayuda para tus parientes. Pa-
ra nosotros también tendría inapreciable valor en
los incidentes que pudieran surgir en el empleo de
la, maquinaria, negocio que yo no entiendo, tal co-
mo la del molino y la del ferrocarril.
-¿Y propone usted aceptar como socios en los
negocios a unos cuantos maridos?- dijo Maruja que
ya se, había serenado-. Yo le aseguro que el capitán
Carroll es tan torpe como pueda serlo otro caballe-
ro. Me maravilla que en otros asuntos no haya. he-
cho disparates como el de en, capricharse de mí en
lugar de enamorarse de Amita. La noche pasada me
dijo a mí solita que se había encontrado un carnet
194
MARUJA

de bolsillo, perteneciente al doctor, y que lo entregó


a Aladino sin testigos ni recibo, y evidentemente
por propia iniciativa.
-¿Un carnet de bolsillo, perteneciente al doctor
?-repitió, interrogando, doña María.
-¡Bah! pero no contenía cosa alguna tuya,. El
pobre joven ha sufrido mucho pensando en esto.
Pero no creas que tengo prisa de pedirte el consen-
timiento y la bendición, mamaíta. Soportaría aún el
que Amita me precediese al altar, si es que las exi-
gencias de tus negocios lo requieren. Eso me asegu-
raría, más aún la adquisición del capitán Carroll. No;
no me consideres en este tráfico matrimonial, rega-
teando como ciertas madres, pensando en el interés
compuesto. No estoy, en realidad, tan pobremente
dotada con tu capital primitivo.
-Tú eres hija, de tu padre- dijo doña María, be-
sándola-, y ya es decir bastante, la Virgen lo sabe.
Ve ahora- continuó, empujándola suavemente hacia
fuera de la habitación- y envíame aquí a Amita.
Observó cómo fue desapareciendo de los hom-
bros de Maruja esa leve resistencia y empuje hacia
atrás de quien empieza a andar de mala gana, y aña-
dió hablando consigo misma,:

195
BRET HARTE

-¡Y ésta es la. muchacha de quien Amita cree que


está, penando de amor por Carroll de tal manera
que ni come ni duerme! ¡Esta, la niña que, según me
había, dicho Paquita, ni pensaba, en trajes, ni en
adornos, ni en primores! ¡Espíritu de José Saltons-
tall !- exclamó la viuda alzando los ojos y levantan-
do al mismo tiempo los hombros-; ¡qué cuenta
habrás tenido que dar por ella!
Dos semanas más tarde volvió a sorprender a su
hija con esta pregunta:
-¿Por qué no te agregas al grupo de los que van
hoy a ver las maravillas del palacio de Aladino? Se-
ría más conveniente que, en vez. de Raymond y
Amita, fueses tú la que acompañases a tus huéspe-
des.
-No he pisado los umbrales desde el día en que
Aladino estuvo tan irrespetuoso con la hija de mi
madre.
-¡ Irrespetuoso! - repitió impacientemente doña
María,-. La hija, de tu padre debe saber que ese ca-
ballero podrá ser ignorante y vulgar, Y. hasta grose-
ro, pero no puede ser irrespetuoso para ella. Y hay
ofensas, chiquita, que daban menos perdonándolas
que recordándolas. Mientras él no presunta de justi-
ficar sus actos, no veo razón 'ni motivo para, que no
196
MARUJA

vayas. No ha venido por aquí después del asunto de


las cartas, y yo no le permito que en esto se conduz-
ca groseramente; ¿me entiendes? Me es útil para mis
negocios. Puede acompañarte Carroll, que com-
prenderá perfectamente todo esto.
-Carroll no querrá ir- dijo Maruja. Nada, me dijo
de lo que pasó entre ellos, pero sospecho que tuvie-
ron algún altercado.
-Tanto mejor, pues, que vayas sola,. Es preciso
que no le recuerdes nada. Estará tan orgulloso de tu
visita, que no pensará en otra cosa más.,
Maruja, relevada al parecer por estas consi-
deraciones de ir acompañada por Carroll, encogióse
dé hombros y asintió.
Cuando los excursionistas penetraron en el patio
exterior del palacio de Aladino, el anuncio de que su
hospitalario dueño estaba ausente y no volvería
hasta, la hora de comer no les hizo perder ni el buen
humor ni la curiosidad. Ya sabe el lector que la ca-
racterística del señor Prince. en atender a sus hués-
pedes era la irregularidad rayana en la extravagancia.
En esta ocasión, un criado manifestó a los visitantes
que el secretario particular del señor Prince haría los
honores de la casa, manifestación que fue corea, da
y aplaudida con las risas y alborozo de Maruja.
197
BRET HARTE

-Realmente no hay necesidad de que ese ca-


ballero se moleste- dijo cortésmente Maruja-. Co-
nozco la, casa, hasta el último rincón y me parece
recordar haberla enseñado ya dos o tres veces ha-
ciendo las veces de su dueño. Cierto, cierto -añadió
volviéndose a sus compañeros de excursión-; ya, he
recibido elogios por mi talento. y habilidad como
cicerone.
Después de una pausa, continuó exagerando un
poco los ademanes y con su más penetrante voz de
contralto
-¡Oh! señoras y caballeros, vean, vean; este patio
en que ahora estamos es una reproducción exacta,
del Patio de los Leones, de la Alhambra, y fue
construido en cuarenta días no empleando otros
materiales que madera de pino, oro y yeso, costando
en total diez mil dólares. En la pared hay expuesta
una fotografía del original; observen ustedes, seño-
ras y señores, que la reproducción es exacta. La, Al-
hambra está en Granada, capital de una provincia
española, que se dice es muy parecida, bajo algunos
aspectos, aj California, en donde habrán observado
ustedes que aun hablan el español las antiguas fami-
lias aquí establecidas. Ahora atravesamos el patio de
las caballerizas por un puente que es un facsímile
198
MARUJA

del Puente de los Suspiros de Venecia, que une el


Palacio del Dux con la Prisión. Aquí, al contrario de
allá, en vez de ir a parar a, un espantoso calabozo,
nos espera al final de este puente una agradable sor-
presa. Abrimos la puerta... así... y... ¡ adelante!
Detúvose, sin hablar, en el umbral, despren-
diéndose de su mano el abanico.
En el centro de un invernáculo, cuajado de luz
resplandeciente, de doradas columnas, hallábase, en
pie, un joven. Apenas hubo caído el abanico sobre
el pavimento de mosaico, el joven avanzó y, reco-
giéndolo, lo puso entre los rígidos dedos de la mano
de Maruja. Los excursionistas; que habían aplaudido
la, al parecer, artística gradación retórica de ésta,
empujáronla, entre risotadas, hacia el interior del
invernáculo sin que notaran su agitación.
Allí estaba la misma cara y la misma, figura que
recordaba haber visto hacía poco ante ella hacién-
dola paso por entre el espeso trigal de San Antonio.
Mas aquí el joven vestía, y era tenido como un ca-
ballero, y hasta aparentaba ser superior a todo aquel
pomposo brillo de los objetos que le rodeaban.
-Creo tener el placer de hablar a la señorita Sal-
tonstall - dijo él, revelando, aunque débilmente,
aquel su primer gesto del día en que la miró de sos-
199
BRET HARTE

layo, medio resentido-. He sabido que se ofreció


usted a prestar mis servicios, pero sé que el señor
Prince no quedaría completamente satisfecho si yo
en persona no hiciese a usted los honores. Soy el
secretario particular.
En aquel instante, Amita y Raymond, atraídos
por esta charla, volviéronse hacia él. También éstos
reconocieron claramente en él al hombre que habían
visto en la casa del doctor West. Siguió un silenció
embarazoso. Dos hermosas jóvenes del grupo pu-
siéronse a ambos lados de Amita cuchicheándole a
media, voz :
-¿Qué es esto? ¿Quién es ese amigo suyo tan
guapo y de tan torva mirada? ¿Es esta la sorpresa?
Al oír estas voces, Maruja repuso serenándose:
-Señora- dijo accionando con el abanico-, éste es el
secretario particular del señor Prince. Creo que no
es muy cortés hacerle perder el tiempo. Permítame,
caballero, que, la dé las gracias ¡POR HABER
RECOGIDO MI ABANICO!
Tras una sencilla y sutil mirada, pasó junto, a él
rozándole, marchando con sus compañeros al otro
extremo del invernadero. Cuando volvió la cabeza,
el joven ya había desaparecido.

200
MARUJA

-En verdad que esto era una inesperada, grada-


ción, una sorpresa, retórica- dijo Raymond inten-
cionadamente,-. ¿La había usted preparado de
antemano? Dejamos junto a una sepultura al extra-
vagante vagabundo y, al cabo de seis semanas, pa-
samos el Puente de los Suspiro ... y... ¡adelante!... ¡le
encontramos de secretario particular, en un inver-
nadero! Todo esto es cosa de Aladino.
-Usted podrá reírse- dijo Maruja que habla re-
cobrado su buen humor-, pero si tiene verdadero
talento comprenderá lo que esto significa. ¿No ve
usted que Amita se muero de curiosidad?
-Entonces, corramos de una vez a descubrir el
secreto- dijo Raymond tomando a Amita del brazo-.
Consultaremos en las caballerizas al oráculo. Va-
mos.
Todos siguieron dejando a Maruja durante un
momento sola. Y ya se disponía a unirse a ellos,
cuando oyó pasos en el pasillo que acababan de
cruzar, viendo entonces que el forastero se había,
retirado únicamente para que los turistas le tomasen
la delantera y as¡ poder volver, atravesando el in-
vernadero, a otro edificio en el, que entraba ya en
aquellos momentos.

201
BRET HARTE

Al volverse rápidamente Maruja para huir, que-


dósele enganchado el lazo negro de la corbata en las
espinas de un cacto cuyo tallo parecía una serpiente.
En vano se detuvo para desasirse con Prisa fe-
bril. Dispuesta estaba a sacrificar, en su impaciencia,
el lazo de seda, cuando el joven colocóse pacífica-
mente a su lado.
-Permítame; quizás tenga, yo más paciencia,
aunque tenga menos, tiempo- dijo inclinándose.
Sus desguantadas manos tocáronse. Maruja cesó
en sus esfuerzos y se levantó. El continuó inclinado
hasta que hubo libertado al desventurado lazo,
mientras sentía, sobre su cabeza, y cuello el suave
fuego de los ojos de Maruja.
-¿Qué...?-empezó a decir, al levantarse, encon-
trándose con su mirada.
Y como ella, permaneciese callada, continuó:
-¿Qué estaba usted pensando? Que me ha Visto
antes de ahora, ¿no es eso?, Pues bien, sí ; me ha
visto. Yo fui quien pregunté- a usted por la carretera
de San José cuando una mañana nos encontramos
junto a, la empalizada. -
-Y como usted iba probablemente buscando
otra cosa mejor -que parece haber hallado- no tuvo
interés en escuchar mi dirección.
202
MARUJA

-Hallé un hombre- casi el único que en toda mi


vida me ofreció un cariño desinteresado- ante cuya
sepultura encontré a usted más adelante. También
hallé a otro hombre que me protegió allí... donde,
me he encontrado otra vez con usted.
Maruja a empezó a estar nerviosa, por temor a
que alguien volviese y les encontrase juntos. Notaba
en su interior las punzadas y el tormento de una
afrento, indeterminada. Sin embargo, no se apartaba
de allí. La extraordinaria fascinación de la, semisal-
vaje melancolía del joven, junto con ese reproche
con que, a impulsos quizás de un, vago resenti-
miento, parecía juzgarla como al resto de los mor-
tales, se clavaban en las delicadas fibras de su
sensibilidad más cruel y obstinadamente que las es-
pinas del cacto en su lazo de seda,.
Sin saber lo que decía, manifestó, tartamu-
deando, que «se alegraría de que fuese más afortu-
nado al encontrarla,», y empezó a marchar.
El joven, mirando con disimulo, vio que se reti-
raba y añadió con un leve acento- de amargura :
-No pensé que pudiera usted haber entrado otra
vez aquí, al contrario; creí que se había marchado.
Sin embargo, -temo... temo que no hubiera sido la
última vez que me hubiera visto. La intención de mi
203
BRET HARTE

amo, el señor Prince, era presentarme a usted y a su


madre. Presumo que este señor considera esto como
uno de mis principales deberes en esta casa. Si usted
está aquí todavía cuando regrese, yo le aseguro que
insistirá, en mi presentación, y en que me siente a
comer en compañía de usted y de esas señoras.
-Quizás sea porque... él es amigo de mi madre-
dijo Maruja-. De todos modos, usted tiene licencia
para venir cuando quiera... ya sabe el camino.
-Maruja quería haber acompañado estas palabras
con una sonrisa. Pero la realización no fue tan rápi-
da como la intención, así es que hubiera dado todo
el valor del universo - por repetirlas. Pero él con-
testó inmediatamente y con sosiego :
-Así es.
Y se apartó de allí como proporcionándole oca-
sión para escapar.
Ella avanzó, vacilando, hasta el pasillo y allí se
detuvo. El alboroto de las voces de los que re-
gresaban la llenó súbitamente de ira.
-Señor...
-Guest- terminó el joven.
-Si determinamos, por fin, quedarnos a comer,
como el señor Prince no ha dicho nada acerca de la

204
MARUJA

presentación de usted a mi hermana, -permítame


que tenga yo ese honor.
Guest levantó los ojos para mirar los de ella con
cierto repentino rubor. Pero Maruja había va vola-
do, y se había unido con el grupo, mostrando el lazo
rasgado como la causa de su tardanza; y aunque en
su respiración y en su modo de hablar había algo de
confusa precipitación, atribuyéronlo a la misma po-
derosa razón.
-Sin necesidad de preguntar riada - dijo Amita-
lo hemos sabido todo por el camarero y los criados.
Es una historia romántica.
-¿Qué historia?- dijo inmediatamente Maruja.
-La historia privada del vagabundo.
-El peripatético secretario - añadió Raymond.
-Sí- continuó Amita-. El señor Prince se impre-
sionó de tal modo por su gratitud al viejo doctor,
que le buscó con gran empeño, hasta encontrarle, en
San José, y se lo trajo aquí. Desde entonces se ha
interesado tanto por él parece que es un personaje
importante en la nación, o tiene parientes ricos-, que
ha estado continuamente telegrafiando y practican-
do toda clase de averiguaciones, y hasta ha ordena-
do a su abogado que las haga también, acerca de

205
BRET HARTE

cualquier detalle referente a ese joven. ¿Me escu-


chará?
-Sí.
-Pues pareces abstraída.
-Es que tengo hambre.
-¿Por qué no comemos aquí? Se come una hora
antes que en, casa. Aladino se postrará a tus pies
con tal que le hagas tal honor. ¡ Accede!
Maruja les miró con inocente vaguedad como si`
viese vislumbrarse entonces por primera vez la po-
sibilidad de quedarse.
-Y Clara Wilson está que se muere por ver de
nuevo al misterioso incógnito. Di que sí, Marujilla.
Marujilla miró a todos con profunda y maternal
compasión.
-Ya veremos.
El señor Prince, que llegó, de regreso, una hora
después, recibió una agradabilísima sorpresa al ver
que Maruja aceptó la invitación a comer.
Estaba íntimamente persuadido de la impor-
tancia que los vecinos habían dado a la ausencia, de
las herederas Saltonstall en sus reuniones y pompo-
sas fiestas desde el día en que cometió cierta grose-
ría- él disculpóla echando la culpa al vino- que le
puso en entredicho. Cualquiera que fuesen sus sen-
206
MARUJA

timientos hacia la, madre, no podía por menos de


apreciar enteramente este acto de la hija, como una
completa rehabilitación. Su extravagancia en este día
fue mayor que de ordinario, mostrándose exagera-
damente respetuoso con Maruja, y, sobretodo, dan-
do la bienvenida personalmente a los visitantes y
haciendo él mismo los preparativos para la comida.
Inmediatamente puso en movimiento al telégrafo y a
los mensajeros a caballo. Habilitó la cámara nupcial
para tocador de las señoritas.
Los genios sirvientes excedíanse a si mismos. Los
trajes de tarde de Maruja, Amita y las dos Wilson,
pedidos por telégrafo a, La Misión Perdida, y envia-
dos por el medio más rápido, fue, ron colocados en
los brazos de sus doncellas, y cubiertos material-
mente de bouquets, una hora antes de comer. Como
acertaran a pasar cerca de allí en dirección a la ciu-
dad más próxima.
Unos concertistas de ópera, los esclavos del
animo les invitaron a desviarse de su camino y les
llevaron al palacio del señor Prince para que durante
la comida ejecutasen alguna pieza musical, para sor-
prender a los invitados, en la sala de música.
-Boca de azúcar, muérdeme el dedo; que quiero
convencerme de que no sueño- dijo Clara Wilson,
207
BRET HARTE

que tenía mucha gracia para traer citas y chascarri-


llos oportunos, a Maruja,-. ¡Ya estamos otra vez en
Las mil y una noches!
La comida fue una maravilla,, aun en el país
mismo de las maravillas gastronómicas; los postres,
un verdadero prodigio en la variedad y riqueza de
frutas, aun en un clima en que se dan los productos
de dos zonas.
Maruja, sentada al lado de su satisfecho in-
vitante, observaba a, través de un ramillete de ama-
rillas flores a su hermana y a Raymond, y sentía so-
bre sí la mirada del joven Guest que estaba sentado
al otro extremo de la mesa entre las dos señoritas
Wilson.
Impresionada por la extraña frecuencia, de sus
apariciones, bajo aspecto distinto, desde el día, en
que le vio por vez primera, lanzábale miradas de
pusilánime curiosidad mientras él comía., y pudo
convencerse de que manejaba el tenedor y el cuchi-
llo lo mismo que los demás y que su apetito era más
voraz que el de todos.
¡ El amo del joven fue el primero en sacar a co-
lación su vida pasada con verdadero entusiasmo y
con el aire y tono de un amo de la casa que anhela

208
MARUJA

contribuir al entretenimiento y distracción de sus


huéspedes.
-Usted no querrá creer, señorita Saltonstali, que
este joven, hasta llegar aquí, ha cruzado el conti-
nente a pie, andando dos mil y pico de millas, ¿no
es eso? completamente solo y con no mucha más
indumentaria que la, que ahora lleva encima. Cuén-
tales, Harry, cómo los apaches por poco le matan un
día, no haciéndolo así y dejándole vivo porque cre-
yeron que era un bandolero tan terrible como ellos,
y cómo vivió una semana, en el desierto con dos
galletas como ésta.
Un carro de súplicas y de anticipada alegría, si-
guió a esta invitación.
En el semblante de Guest apareció el gesto
mismo de cuando se encontró en tal peligro, pero
sólo un momento, pues al instante levantó los Ojos
para mirar con simpática, ansiedad a los de Maruja
que aun no había dicho una palabra.
-Tuve necesidad hace unos días- dijo Guest.,
como dando una explicación, a Maruja -de dar mi-
nuciosos detalles de mi viaje hasta aquí, y conté al
señor Prince algunos episodios que él cree pueden
interesar a otros; esto es todo. Para salvar mi vida,
en una ocasión me vi obligado a pasar entre los in-
209
BRET HARTE

dios como uno de tantos, y así viví y trabajé con


ellos durante dos semanas. Pasé hambre como creo
la, habrán pasado otros en las mismas circunstan-
cias, pero nada más.
Sin embargo, a pesar de su manifiesta reticencia,
se vio obligado a acceder a las súplicas, y con una
verdaderamente severa y escrupulosa fidelidad en el
relato, contó algunos episodios de su viaje. No fue
lo que menos conmovió el ver que contestaba a las
preguntas con cierta resistencia a, hablar de sí mis-
mo, de manera parecida a cuando contestaba a las
preguntas de su padre y quizás del mismo modo que
habría contestado al posterior interrogatorio del se-
ñor Prince. Todo lo contó sin emocionarse, más
bien con el tono áspero del que se ha visto obligado
a soportar una molestia personal por la que ni pedía,
ni esperaba simpatías.
Cuando no tenía clavados los ojos en los de Ma-
ruja, los tenía fijos en el plato.
-Bien- dijo Prince, después que un largo y pro-
fundo suspiro de suspensa emoción, por parte de
los invitados, testificó sus poderosos recursos para
distraerles-; ¿no le parece que estaría bien con el ca-
fé un poco de música a continuación de la, historia?

210
MARUJA

-Más parece una novela- dijo Amita a, Ray-


mond-. Lástima es que el capitán Carroll, que cono-
ce las costumbres de los indios, no haya estado aquí
para oírla. Pero supongo que Maruja, que no ha
perdido una palabra, se la contará.
-Me figuro que no - dijo secamente Raymond,
mirando a, Maruja, que, abstraída en la contempla-
ción de un intrincado dibujo de su plato de China,
aparentemente, no se' daba cuenta de que el dueño
estaba esperando su aviso para levantarse todos de
la, mesa.
Por fin levantó la cabeza, y a media voz, pero
audible, dijo a Prince que aguardaba:
-Positivamente es un ejemplar moderno; los an-
tiguos no tienen esta delicadeza y finura de líneas en
los arabescos. Debe usted haberlo mandado fabricar
expresamente para sí mismo.
-En efecto - contestó satisfecho Prince-. Buenos
ojos tiene usted, señorita Saltonstall. Lo ven todo.
-Excepto que me estaban ustedes esperando-
contestó con una sonrisa, asintiendo con los ojos a
la pregunta pendiente de Prince, con un saludo de
semidespedida a Guest, al levantarse.

211
BRET HARTE

Fue la primera, vez que se entendieron re-


cíprocamente, al cambiar este saludo que fue para
ellos tan significativo como un apretón de manos.
La música dio ocasión para que se hablara de
asuntos diferentes, aprovechando Maruja la oportu-
nidad para, invitar al señor Prince y su joven amigo
a visitar La Misión Perdida, después de lo cual los
reunidos, de común acuerdo, volvieron al inverná-
culo donde el genial dueño les suplicó eligiesen una
flor de entre unas cuantas exóticas especialmente
raras.
Cuando Maruja recibió la suya dijo alegremente
a Prince:
-¿ Me llamará usted inoportuna si le pido otra ?
-Tome la que quiera ; no tiene usted más que
nombrar la que desea - contestó galantemente.,
-Esto es lo que no puedo hacer precisamente
-respondió la joven-, a no ser que- añadió, volvién-
dose a Guest-, a no ser que usted me ayude. Es la
planta que hoy estuve examinando.
-Creo que podré mostrársela- dijo Guest, colo-
reándosele levemente el rostro, precediéndola hacia
él memorable cacto cercano a la puerta-, pero dudo
que tenga flores.

212
MARUJA

Tenía, sin embargo. Una flor de color rojo páli-


do, como una mancha de sangre, abríase junto a una
de. las espinas. El joven la arrancó entregándosela a
Maruja que la colocó en su cinturón.
-Usted perdona...- dijo él admirativamente.
-Usted debe saber el qué - contestó bajan do los
ojos.
-¿ Yo...? ¿ por qué?
-Me trató bruscamente dos veces.
-¡Dos veces!...
-Sí; una vez en La Misión Perdida; otra en la ca-
rretera de San Antonio.
Los ojos del joven tornáronse mustios y tristes.
-En La Misión aquella mañana, yo, infeliz deste-
rrado, sólo vi en usted una hermosa joven que pre-
tendía anonadarme con su cruel belleza. En San
Antonio entregué el abanico que había recogido al
hombre en cuyos ojos comprendí que la amaba.
Maruja hizo un movimiento de impaciencia.
-Podía haber sido más galante y no juzgar tan
precipitadamente- dijo con viveza-. ¿Desde cuándo
son tan obsequiosos y han llegado a :tener tal punti-
llo los hombres? ¿Esperaría usted que él considera-
ra igualmente a los demás?

213
BRET HARTE

-Tengo yo pocos títulos y derechos que otros se


crean obligados a respetar.
Después, en dulce tono, añadió mirándola con
ternura :
-Usted vino de luto aquí esta tarde, señorita
Saltonstall.
-¿De luto? Era por el doctor West... amigo de mi
madre.
-Estaba preciosa con ese traje.
-Usted me lisonjea. Pero yo la aseguro que el ca-
pitán Carroll lo ha hecho mejor, me ha dicho que el
luto no me hace falta para otra cosa que para «poner
mis pestañas a media asta». Ya sabe usted que es
militar.
-Al parecer es tan gracioso como afortunado -
dijo Guest amargamente.
-¿ Cree que es afortunado ?-replicó Maruja mi-
rándole.
Había tanto fondo en esta sencilla pregunta, que
Guest clavó en Maruja los ojos como queriendo leer
en ellos. Y lo que allí vio le paralizó el corazón. Ella,
no se dio cuenta de esto al parecer, porque empezó
a turbarse también.
-¿No lo es?- dijo Guest en voz baja.
-¿Cree usted que debe serlo?- cuchicheó Maruja.
214
MARUJA

Sucedió un profundo silencio. Las voces de sus


compañeros parecían lejanas; el hálito ardoroso de
las flores sofocaba sus, sentidos; probaron a hablar
y no pudieron ; tan juntos estaban que dos largas
hojas de una palmera bastaban para ocultarles. En
medio de este profundo silencio una voz que pare-
cía al mismo tiempo semejante y distinta a la de Ma-
ruja, dijo dos veces : «¡ Vete ¡ ¡ vete! », pero las dos
veces se perdió en aquel persistente silencio. Inme-
diatamente apartáronse, empujadas a un lado, las
hojas; la, negra silueta de un joven deslizáse rá-
pidamente, huyendo como un ligero y flexible ani-
mal a través de los matorrales, y Maruja se encontró
de pie, pálida y rígida, en medio del paseo, bañada
de clara y potente luz, mirando sobrecogida y es-
pantada al corredor por donde venían y se aproxi-
maban ya sus compañeros. Estaba furiosa y
asustada, triunfante y temblando. Sin adivinarlo, sin
darse cuenta, sin razón alguna, Guest la había besa-
do, y ella... le había devuelto el beso.
Los caballos más ligeros de las cuadras de Ala-
dino no hubieran podido esta noche transportarla
suficientemente lejos y con velocidad bastante para
alejarla de este momento, de esta escena, y de esta
sensación.
215
BRET HARTE

Instruida y experimentada, confiada en su belle-


za, segura y tranquila en su egoísmo, fuerte ante la
flaqueza de los demás, pesando exactamente las ac-
ciones y las palabras de hombres Y Mujeres, cono-
ciendo que todo está en la fortuna y en la nobleza,
viendo con los ojos claros y la inteligente mirada de
su padre el práctico significado de cualquier diver-
gencia, de tina desviación que alejara de ese conven-
cionalismo' que, como mujer de mundo, apreciaba
en todo su valor, tornó muchas veces a recordar la
trémula alegría de este momento embriagador. Pen-
saba en su madre y hermana, en Raymond y Gar-
nier, en Aladino, y hasta se esforzaba en pensar en
Carroll, únicamente para cerrar sus ojos con una
lánguida sonrisa y soñar y recrearse en el, breve pe-
ro impresionante momento que empezó y terminó
en el cerrarse y abrirse sus labios. Poco hay que ex-
trañar que, oculta y silenciosa bajo su amplia capa, al
tenderse en su carruaje, de cara al sereno y estrella-
do firmamento, dos estrellas más aparecieran y bri-
llaran titilantes bajo la bóveda de su imaginación
creadora.

216
MARUJA

La estación de las lluvias habíase adelantado.


Las últimas tres semanas de caluroso y seco verano
habían consumido y evaporado la humedad del
suelo y la savia de las plantas en el inmenso valle.
Las cañas de trigo, caldeadas y rígidas, crujían como
huesos secos sobre la sepultura del doctor West. El
viento y el sol abrasadores y sofocantes habían
abierto grietas enormes, antiestéticas quebraduras en
el palacio de Aladino, desuniendo sus paredes de t
al modo que no sólo parecía, en disposición de ser
empaquetado para trasladarlo a otra parte, sino que
además llegó a tan lastimoso estado, que era incapaz
de resistir las furiosas embestidas de las torrenciales
lluvias del Sudoeste. Los vistosos muebles de los
salones de recepción estaban cubiertos con sus fun-
217
BRET HARTE

das, el invernáculo convertido en acuario y por el


Puente de los Suspiros cruzaba un canal que condu-
cía el agua al patio de las caballerizas. Unicamente la
sala de billar,« el dormitorio del señor Prince y su
despacho quedaban intactos.
Era una, tarde tormentosa y desagradable. Prin-
ce, sentado a la mesa de escritorio, revolvía libros y
papeles. En la plazoleta, frente al atrio, hallábase pa-
rado y cubierto de lodo el coche de estación, que
acababa de llegar. Esto, y el olor característico del
humo de una estufa recientemente encendida de-
mostraban que la casa estaba al presente ordinaria-
mente deshabitada y que había, sido abierta por su
dueño para una visita momentánea y circunstancial.
Al ruido de las pisadas de un caballo en la pla-
zoleta siguió el de los pasos de un criado en el pasi-
llo, criado que condujo al capitán Carroll a la
presencia del dueño. El capitán, con el capote
puesto, permaneció en pie, cuadrado, en el centro
de la sala, con su gorra de uniforme en la mano.
-Podía usted haber venido conmigo en el coche
desde la estación- dijo Prince -si ha seguido este
camino. Precisamente he venido solo en él.
-Prefiero viajar a caballo.

218
MARUJA

-Siéntese junto al fuego - dijo Prince acercándole


una silla- y séquese.
-Deseo saber el objeto de esta entrevista- con-
testó Carroll, secamente - antes de pasar adelante.
Me ha rogado que viniese aquí con pretexto de tra-
tar de ciertas cartas que hace vinos meses devolví a
su legítimo dueño. Si pretende usted reclamarlas o
volver sobre un asunto que debe permanecer olvi-
dado, por mi parte ha terminado la conversación.
-A las cartas se refiere mi invitación para esta
entrevista, y en usted estriba. si hay o no que darlas
al olvido. No tengo yo la culpa de que este asunto
haya, quedado en suspenso. Tenga presente que la
ausencia de usted ha durado hasta ayer, motivada
por su viaje de inspección, y sin estar usted nada
podía hacerse.
Carroll miró fríamente a Prince, se dejó. caer en
la silla, y extendió el capote y cruzó las botas de
montar ante el fuego.
Como estaba de perfil, Prince no podía ob-
servarlo bien ni darse cuenta por lo tanto de que
desde la última vez que le vio había envejecido mu-
cho, y que su cara había adelgazado, indudable-
mente por' causas más poderosas que el activo
servicio.
219
BRET HARTE

-Cuando estuvo usted aquí el pasado verano


-empezó Prince inclinándose sobre la mesa del des-
pacho- me trajo una serie de noticias que han ab-
sorbido mi atención como otras tantas. Me refiero a
la cesión de los derechos de propiedad en los nego-
cios del doctor West a la señora Saltonstall. Esta
noticia aislada no tenía nada de particular ; eran pu-
ra y simplemente asuntos de negocios y no transfe-
ría por eso el doctor otra cosa, por decirlo así, que
su personalidad en ellos. Pero a esto siguió, un día o
dos después, el anuncio de que el doctor, en su tes-
tamento, declaraba absoluta y única heredera de to-
dos sus bienes a la misma señora. Esto parecía estar
hecho con arreglo a la ley, porque aparentemente no
había herederos legales. Después, sin embargo, se
ha descubierto que hay legal heredero, y no es otro
que el único hijo del doctor. Ahora bien, como no
se hace alusión alguna al hijo en el testamento- lo
que fue un gran yerro del doctor- prevalece la fic-
ción legal según la que tales omisiones son olvidos,
y por tanto queda el hijo con los mismos derechos
que si su padre hubiera muerto ab intestato. En otras
palabras : si el doctor hubiera creído conveniente
dejar al tarambana de su hijo, en última voluntad,
tan sólo un billete de cien dólares, claramente se
220
MARUJA

hubiera visto que se había acordado de él. Como no


lo hizo, se presume legalmente que le olvidó, o que
el testamento es deficiente. -Esta parece cuestión
más propia para ser tratada por los abogados de la
señora Saltonstall, que por sus amigos- dijo fría-
mente Carroll.
-Dispénseme; esto lo decidirá usted después que,
me haya oído hasta el final. Usted comprende, sin
embargo, que la propiedad de los bienes del doctor
West, en virtud de los dos documentos antedichos,
era transmitida, en caso de muerte, no a los herede-
ros legales, sino a una persona relativamente extra-
ña. Esto pareció bien a mucha gente que se
explicaba el caso diciendo que el doctor se había
enamorado tan perdidamente de la viuda... que, de
haber vivido, hubiérase casado probablemente con
ella.
Ante el desagradable recuerdo de que esta ex-
plicación era casi la misma que Maruja le había dado
de las relaciones del doctor West con su madre, re-
plicó impacientemente Carroll :
-Si usted quiere dar a entender con esto que esas
relaciones privadas pueden ser objeto de una discu-
sión legal en el caso de un litigio subsiguiente a la
reclamación de los bienes, éste es asunto que ha de
221
BRET HARTE

decidir la señora Saltonstall, no sus amigos. Es


cuestión de apreciación.
-Más bien de discreción, capitán Carroll.
-¡ De discreción !-repitió éste con arrogancia.
-Bien- dijo Prince levantándose dé la mesa y
acercándose a, la estufa con las manos en los bolsi-
llos-; ¿qué palabra emplearía usted en el caso de,
que se descubriera que el doctor West, al abandonar
en aquella noche la casa de la señora Saltonstall, no
sufrió un mero accidente, no fue despedido del ca-
ballo, sino que fue asesinado deliberadamente y a
sangre fría ?
El capitán Carroll recordó súbitamente el ha-
llazgo del carnet en la carretera lo que no tenía ex-
plicación aceptando como verídico el relato que se
hacía del accidente. Su rostro sufrió repentino cam-
bio; pero inmediatamente se repuso.
-Y aunque se probase que fue obra de un crimi-
nal y no puro accidente, ¿qué tiene esto que ver con
la señora Saltonstall y su derecho de propiedad?
-Solamente que ella, era la única persona di-
rectamente beneficiada por esa muerte.
Carroll miróle con firmeza poniéndose de pie.
-Entiendo que usted me ha llamado aquí para
escuchar esta infamante calumnia de una señora...
222
MARUJA

-Le he llamado a usted, capitán, para que oyese


los argumentos que pueden emplearse para anular el
testamento del doctor West, y devolver sus bienes al
heredero legal. Usted los escuchará o no, según le
plazca; pero yo le aseguro que ésta será, la última
ocasión que usted encontrará de oírlos en confianza
y de comunicarlos a su amiga. Yo no he formado
aún mi -opinión acerca del caso. Unicamente le diré
que puede argüirse que el doctor West estaba ¡líci-
tamente influenciado al hacer testamento en favor
de la señora Saltonstall; que después de haberlo he-
cho, puede demostrarse que conoció, precisamente
poco antes de su muerte, la existencia de su hijo y
heredero con el que acababa de tener una entrevista;
que el doctor visitó aquella noche a la señora Sal-
tonstafl con las notas de registro de identidad de su
hijo y un memorandum de su entrevista con él en este
carnet de bolsillo, y que una hora después de haber
salido de la casa fue villanamente asesinado. Todo
esto es lo que la señora Saltonstall debe considerar.
Yo no hago más que exponer, no formulo juicio al-
guno. Sólo sé que hubo testigos en la entrevista del
doctor con su hijo; que el asesino evidentemente
existe y que se sospecha quién es; y por último, que
no puede negarse la evidencia de este carnet de bol-
223
BRET HARTE

sillo, con el memorandum, recogido por usted mismo


inmediatamente, entregándolo después en mis pro-
pias manos.
-¿Y quiere usted decir que consentirá que ese
carnet de bolsillo entregado por mí en confianza,
sea utilizado para tal infamia?
-Creo que usted, me lo ofreció a cambio de las
cartas del doctor West, para la, señora, Saltonstall -
replicó Prince con sequedad-. Lo menos que puede
decirse de las cartas comprometedoras escritas por
la viuda al doctor es que las ha conseguido por us-
ted, que su sitio era la caja en donde estaban colec-
cionadas en un. paquete, y aun que fueron un lazo
que se le tendió para deshacerse, de él.
El capitán sintió un momentáneo desfalleci-
miento que le hizo retroceder, espantado ante el ne-
gro y profundo abismo que al parecer se abría a los
pies de la, desventurada familia. Fue un instante de
vacilación ante la terrible duda que se apoderó de .
él y en la que descubría, una nueva razón del evi-
dente y extraño cambio de tono que había observa-
do en las últimas cartas recibidas de Maruja, y de las
vagas indirectas que en dicha correspondencia, ha-
bía deslizado la joven acerca de la imposibilidad de
unirse a él matrimonialmente. «Le suplico que no
224
MARUJA

me obligue a ser del todo franca e ingenua- decíale


en una carta,- y pruebe usted a olvidarme antes de
que tenga motivos para aborrecerme.» Por unos
instantes tan sólo, creyó, y hasta sintió cierta ruin
satisfacción en esta, creencia, que tales palabras
obedecían a la existencia de este repugnante secreto
y no a un simple capricho de coqueta.
Pero esto duró, lo que un relámpago; porque la
monstruosa duda desapareció, apenas concebida, de
la mente del caballero, no dejando más rastro que la
vergüenza que produce un acto desleal por breve
que sea.
Prince, sin embargo, observó todo esto con
cierta simpatía.
-¡Vamos a cuentas! - dijo con bastante brusque-
dad que en un hombre de su carácter era menos pe-
ligrosa que la dulzura-. Comprendo su afecto hacia
esa familia, al menos hacia un individuo de ella; y si
hasta este momento he sido con usted excesiva-
mente duro, la causa es el haberlo sido también us-
ted conmigo la última vez que estuvo a verme.
Ahora, podernos entendernos. No es que yo crea
que la señora Saltonstall tenga algo que ver con este
crimen, sino que, como hombre de negocios, estoy
obligado a manifestar que las circunstancias que ro-
225
BRET HARTE

dean al asesinato, y la misma indiscreción de esa se-


ñora son causas más que suficientes para que esté
hondamente preocupada. Porque, créame, todo eso
basta para que se pongan en tela de juicio sus dere-
chos. Tome el asunto con interés. Pruebe a trabajar
para que se suspenda el fallo del juzgado en el
asunto de la herencia, y se instruya causa, en averi-
guación del autor del asesinato...
-Permítame, señor Prince, que asegure a usted,
que yo seré el primero en insistir en que esto se rea-
lice, y confío, porque sé la honrada amistad que
existía, entre la señora Saltonstall y el doctor West,
en que no descansará un momento hasta conseguir
el hallazgo y persecución de los asesinos de su ami-
go.
Prince miró a Carroll sintiendo hacia él admi-
ración y lástima.
-A mi entender, las sospechas no pueden recaer
sobre otro, que sobre el criado de confianza de la
señora Saltonstall, el mayordomo Pereo.
Esperó un instante para observar el efecto que
estas palabras habían causado a Carroll, y continué :
-Esto supuesto, comprenderá, usted que aun sin
tener participación alguna en el hecho, y aun sin co-
nocerlo siquiera, la señora Saltonstall difícilmente se
226
MARUJA

prestará a que se proceda contra su criado de con-


fianza acusándole de asesino.
-¿Y cómo puede evitarse esto? Si, como usted
dice, existen pruebas, ¿por qué no se han presenta-
do antes? ¿Qué dificultad ha, habido para que antes
de ahora no se hiciesen públicas?
-Ha sido un hombre solamente el que ha re-
cogido esas pruebas; sólo un hombre las guarda pa-
ra hacer uso de ellas en el momento preciso en que
puedan ser útiles al heredero legítimo... cuya exis-
tencia no es todavía públicamente conocida.
-¿Y quién es ese hombre único que guarda las
pruebas?
-Yo.
-¿Usted?... ¿Usted?... dijo Carroll avanzando ha-
cia él-. ¡Luego todo es obra de usted!
-Capitán Carroll- dijo Prince sin moverse de su
sitio, pero mordiéndose los labios y echando a un
lado la cabeza,-, no pretendo dar ocasión a otra es-
cena igual a la que se desarrolló entre nosotros la
última, vez que nos vimos. Si usted quiere conseguir
las cosas por la violencia, hemos terminado; pondré
el asunto en manos del abogado. Tal vez usted se
arrepienta de ello; quizás me lleve yo un gran chasco
por haber considerado todo esto simplemente como
227
BRET HARTE

asunto de negocios del que podía sacarse algún pro-


vecho. De todos modos, a los dos nos conviene po-
ner manos en la cuestión para llegar al mismo re-
sultado aunque nuestras miras sean distintas. No
presumo de militar ni de caballero; pero sí de haber
obrado en esto con la delicadeza del caballero más
intachable y del oficial más pundonoroso, y guiado
por otra luz que la de un grosero instinto. Yo deseo
que el asunto permanezca en el secreto y conseguir
por ello la devolución de la, propiedad, evitando de
este modo, al mismo tiempo, su depreciación inevi-
table por causa del litigio; usted desea, con las mis-
mas ansias que yo que el secreto continúe en ob-
sequio de su prometida y de su futura suegra. Nada
entiendo de las leyes del honor por las que ustedes
se rigen ; pero ahí tiene usted mis naipes sobre el
tapete sin que le haya preguntado cuáles son los su-
yos. Puede usted hacer juego o retirarse de la, mesa,
: elija usted.
Y, después de estas palabras, dio media vuelta,
marchando hacia la ventana, no sin haber dejado en
Carroll una agradable impresión de entereza, de
honradez y sinceridad que merecían sus respetos.
-Retiro toda frase que usted haya creído de-
primente para su honradez en los negocios, señor
228
MARUJA

Prince; admito, además, que ha llevado este asunto


mejor que yo lo hubiera hecho, y si acepto la propo-
sición de usted de que trabajemos juntos para evitar
la revelación de estos secretos, no tengo derecho
alguno a juzgar de sus intenciones. ¿Qué es lo que
debo hacer para ello?
-Presentar el caso, tal como es, a la señora Sal-
tonstall y rogarle que reconozca los derechos del
legítimo heredero sin ir al litigio.
¿Pero cómo sabe usted que no ha de asentir a
esto sin- perdóneme la frase- sin intimidarla?
-Sólo sé que una mujer suficientemente diestra
para lograr un millón, tendrá ingenio bastante para
conservarlo... contra la voluntad del dueño.
-Confío en demostrarle que está equivocado. ¿Y
dónde está el heredero?
-Aquí.
-¿Aquí?
-Sí. Durante estos seis meses últimos ha sido mi
secretario particular. Me figuro lo que usted pensará
de esto; que he obrado con poca delicadeza, ¿ver-
dad? No estoy conforme con su opinión. Por este
procedimiento he logrado que estén todas las prue-
bas en mis propias manos y evitar que el joven se
descubriese a personas extrañas, pudiendo, además,
229
BRET HARTE

realizar exactamente mi plan de no hacer uso de


unas y de otro más que en el momento oportuno y
tan sólo en la medida indispensable y necesaria para
hacer valer los derechos del legítimo heredero.
-¿Sospecha el crimen?
-No. Hasta ahora no he creído necesario, ni aun
conveniente, para su provecho y para mis fines, ini-
ciar en él esa sospecha. Será un pobre diablo si se
quiere, mas a pesar de esto y de que no ha mediado
un gran afecto entre el viejo y él, difícilmente evita-
ríamos una venganza mezclada con los negocios
que trastornaría y echaría abajo todos mis proyec-
tos. U ignora todo en absoluto. Yo he seguido la
pista del criminal accidentalmente ; sugiriéronme la
idea los relatos del joven.
-¿Pero a qué se debe el que no haya hecho su re-
clamación a la señora Saltonstall? ¿Está usted segu-
ro de que no lo hizo?- preguntó Carroll pensando
de pronto que muy bien pudiera ser esta la causa de
la esquivez y reserva de Maruja.
-Estoy absolutamente seguro. Es demasiado al-
tivo para, pedir lo que le corresponde, sin disponer
de suficientes e irrefutables pruebas; además, me
prometió hace un mes guardar el secreto de su pa-
rentesco. Por lo que he visto, tiene demasiada calma
230
MARUJA

para inquietarse por nada.. ¡Si hasta pienso que su


pasada vida de vagabundo le ha hecho perder el
gusto para todo! No le dé a usted cuidado alguno lo
que él pueda hacer. Es difícil que abra su pecho a las
Saltonstall porque no le gustan, y no han estado aquí
más que una vez. Instintivamente o no, la viuda no
simpatiza con él, y en cuanto a Maruja presumo que
le guarda rencor desde el incidente aquel del abani-
co en la, carretera. Maruja no es mujer que perdona
u olvida así como así; lo sé por experiencia.
Y al decir esto prorrumpió en una histérica ri-
sotada.
Carroll estaba demasiado preocupado con el pe-
ligro que se cernía sobre sus amigas para tener en
cuenta la descarada alusión de Prince. Su pensa-
miento estaba fijo, en aquel instante, en la extraor-
dinaria agitación y nerviosidad de Maruja ante el
sepulcro del doctor West.
-¿Sospechan ellas del joven? - preguntó atrope-
lladamente.
-¿Cómo pueden sospechar? Su apellido es
Guest, que era el verdadero de su padre, si bien éste,
autorizado por la ley, y a petición suya, lo cambió
por el otro desde que llegó aquí por vez primera.
Nadie lo recuerda. Nosotros lo hemos descubierto
231
BRET HARTE

en sus papeles. Es completamente legal-, y bajo el


apellido West ha adquirido todas las propiedades.
Carroll se puso de pie y se abrochó el capote.
-¿Usted podrá presentar pruebas concluyentes
de cuanto ha afirmado?
-Con -seguridad absoluta.
-Entonces... voy a La Misión Perdida. Mañana
volveré con la contestación definitiva: con la paz, o
con la guerra.
Dirigióse hacia la puerta; volvióse al llegar a ella,
saludó militarmente y desapareció.

232
MARUJA

XI

En cuanto el capitán Carroll espoleó al caballo,


tomando la enlodada carretera que conducía hasta
La Misión Perdida, echó de ver la completa trans-
formación del paisaje que se extendía ante su vista,
desde la última vez que lo contemplara ; transfor-
mación algo más trascendental que la naturalmente
operada por las lluvias invernales.
Además de los ya conocidos fosos, cunetas y
trincheras profundas,- con agua casi hasta los bor-
des, abiertos a lo largo de la carretera y en los adya-
centes campos, veíanse peligrosos terraplenes y
abultados caballones de tierra recientemente remo-
vida y amontonada, y, tendida, a nivel, una franja de
traviesas de madera sobre -el fondo de un desmonte
abierto en línea inflexiblemente recta a lo largo de la
233
BRET HARTE

rica y hermosa pradera que sirve de lecho al amplio


valle de La Misión.
Sin embargo, hasta que no cruzó el arroyo¡ no
comprendió la extensión e importancia de las últi-
mas mejoras realizadas. Un ruido sordo y continua-
do, que se acercaba y hacía más claro y penetrante
por momentos, y ráfagas de vapor borbotones de
humo flotando sobre los sauces y volando por en-
cima del campo que había a la derecha, hiciéronle
ver que la vía férrea estaba ya en marcha.
El capitán frenó y dominó a su espantado caba-
llo, pasándose después la mano por la frente, sin-
tiéndose impresionado por el atolondramiento de
aquel que, ante paisajes desconocidos, se cree extra-
viado del verdadero camino.
Sólo seis meses había estado -ausente, y lo en-
contraba ya todo cambiado y desconocido.
Una sensación consoladora animó su espíritu en
el momento de abandonar la carretera y penetrar en
la estrecha vereda por donde se llega a La Misión
Perdida.
Aquí estaba todo igual excepto las zanjas sobre
las que había, con más abundancia que antes, hojas
marchitas y mojadas, hojas que el viento y la, lluvia

234
MARUJA

arrancaron de los robles y sicamoros que bordean el


sendero.
Después de entregar el caballo a un criado, en
vez de dirigirse al patio cruzó por el claro de césped
y hierba que 'hay frente a la casa y entró en el largo
pórtico exterior.
Por el alero del tejado bajaba a chorros él agua
de la persistente lluvia, chocando contra el empa-
rrado de las columnas y deshaciéndose en menudí-
simas chispitas de espuma.
Las pisadas sonaban sobre el pavimento del
pórtico despertando hondos y cavernosos ecos co-
mo si las habitaciones exteriores del edificio estu-
viesen vacías. Los tejos y cicutas que el sol de seis
meses redujera y agotara habían tomado ahora po-
sesión del jardín dándole obscuro y tétrico aspecto,
y las sombras del atardecer, densificadas por la ce-
rrazón de la lluvia, semejaban en los ángulos espías
puestos en acecho-
El criado, que, siguiendo antigua, costumbre,
había, puesto a su disposición las llaves y el local del
ala derecha de la casa, le manifestó que doña María,
le esperaba en el salón antes de la comida.
Convencido de la dificultad de quebrantar la ri-
gurosa etiqueta que regía las costumbres de la fami-
235
BRET HARTE

lia y puesta su confianza en la feliz intervención de


Maruja, dejóse quitar el capote por el criado que le
condujo a la, soberbia y suntuosa habitación desti-
nada para él.
El silencio y la obscuridad en el vetusto caserón,
tan agradables y- poéticos durante los calurosos días
estivales, antajábansele ahora, pesadamente tristes y
melancólicos bajo las sombras del crepúsculo y del
nublado firmamento.
Acercóse a la ventana y desde ella contempló
unos momentos las afueras del pórtico claustral.
Un sauce lúgubre y solitario parecía agitar sus
manos y retorcer los brazos a impulsos del viento
que empezaba a soplar en aquellos instantes.
Huyendo de tanta tristeza volvióse a la chimenea
en cuyo abovedado hogar ardía el fuego flameando
como un cirio votivo ante la hornacina; tomó una
silla y esperó en ella sentado.
A pesar de su impaciencia y preocupación de
enamorado, su pensamiento apenas podía separarse
de la historia que había oído, y tanto y tanto insistió
en ella que llegó a parecerle que el vengativo espíritu
del asesino del doctor entenebrecía la casa y había
tomado posesión de ella.

236
MARUJA

Sobrehumanos esfuerzos estaba haciendo para


alejar de su mente idea tan tétrica cuando le llama-
ron la atención unos pasos muy quedos, como furti-
vos, en el corredor. ¿Sería Maruja? Se puso en pie y
fijó la vista en la puerta. Los pasos habían cesado...
pero la puerta continuaba cerrada...
No se había dado cuenta, de que no era aquella
la única; que había otra en el obscuro rincón; puerta
que fue poco a poco abriéndose hasta que apareció
en ella, y avanzó sigilosamente, entrando en el
cuarto, Pereo, el mayordomo.
Valiente y sereno como era el capitán Carroll
por temperamento y por educación, esta aparición
inesperada y maligna, esta encarnación de la idea
que dominaba y oprimía su espíritu, le dejó helado.
Ya había empuñado y casi sacado del pecho su
pistola «Perringer», pero al fijarse bien en
los rizos grises y arrugada faz del viejo, bajó la
mano, colocándola al costado. A pesar de la
rapidez con que lo hizo, Pereo, con su viva y
observante mirada de loco, vio el arma y frotóse las
manos, riendo maliciosamente.
-¡Bien! ¡bien! ¡bien! - susurró rápidamente, con
una voz extrañamente apagada-.

237
BRET HARTE

¡Puede guardarla! ¡puede guardarla! ¡Usted es


muy militar y sabe cuándo y cómo ha de hacer uso
de ella! ¡Bien esa arma, es providencial!
-Elevó al cielo sus ojos cavernosos y añadió
-¡Venga! ¡venga!
Carroll avanzó hacia él. Estaba solo, en pre-
sencia de un verdadero loco... todavía bastante
fuerte, a pesar de sus años, para temer de él la
muerte, de un loco de quien empezaba a darse
cuenta y a creer que era un asesino.
Sin embargo, puso la mano en el brazo del viejo
y viendo la calma en sus ojos, le dijo tranquilamente
:
-¿Que vaya? ¿Y &dónde, Pereo? Si acabo de lle-
gar...
-Lo sé- murmuró el viejo moviendo violenta-
mente la cabeza-. Estaba espiándole cuando usted
llegó a caballo. Por esto he abandonado la pista; pe-
ro juntos los dos, les perseguiremos... les seguire-
mos los pasos. ¡ E&, capitán, ea! ¡ Vamos ¡ ¡ vamos
!-y fue retrocediendo poco a, poco alargando la ma-
no hacia la puerta.
-¿ Seguir a quién, Pereo?- dijo Carroll li-
sonjeramente-. ¿A quién busca usted?

238
MARUJA

-¿A quién?- contestó el viejo, sobresaltado mo-


mentáneamente y pasándose la mano por la arruga-
da frente-. ¿ A quién? ¡ Ah ! ¡ Pues a doña Maruja y
su gatito negro... su doncella,... Paquita!
-¿Sí? ¿Y por qué? ¿Por qué seguirles la pista ?
-¿Por qué ?-contestó el viejo en un ímpetu sú-
bito de loca y desenfrenada pasión-. ¡Usted me pre-
gunta por qué!... Porque vuelven al lugar de las citas.
Porque van a encontrarse con él. ¿Lo entiende us-
ted?... ¡Con él!... ¡con el coyote!
Carroll sonrió dulcemente al oír estas palabras.
-Conque... ¡ el coyote!
-¡Oh! sí; ¡el coyote!- dijo el viejo en tono confi-
dencial- pero no el coyote gordo ¿comprende usted?
el coyotillo. El gardo... ¡ está muerto!... ¡muerto!...
¡muerto!... El pequeño... ¡aun vive!...
Usted debe hacer con él, lo que yo, Pereo... ¡es-
cuche!...-Y miró recelosamente alrededor de la ha-
bitación-, lo que yo, el buen viejo -Pereo, hice con el
gordo. Bien; el arma es providencial. ¡Vamos!
Entre los terribles pensamientos que cruzaron
por la mente de Carroll mientras oyó las palabras
Progresivamente fogosas y violentas de Pereo, una
de ellas, una sola impresionó terriblemente su espí-
ritu.
239
BRET HARTE

Evidentemente el tembloroso e irresponsable


desventurado que tenía delante habla planeado un
crimen... Maruja estaba en peligro...
Sin demostrar exteriormente la sospecha que ta-
les palabras le habían sugerido, rápidamente conci-
bió un plan de acción.
-El tocar la campana alarmando a los criados
Para entregar a Pereo en manos de ellos no hubiera
sido más que revelarles el plan del maniático, si te-
nía alguno. Además, o podría escaparse en medio de
su furia o hacerse nueva, mente el imbécil y visiona-
rio.
Le pareció mejor complacerle, seguirle, con-
fiando en que, en el momento oportuno, con ra-
pidez y valentía, podría evitar cualquier atrocidad.
El capitán Carroll volvió a fijar su serena mirada
en los inquietos ojos de Pereo, y dijo sin emocio-
narse
-Entonces... vamos; y corriendo. Usted sigales la
pista; pero no olvide, amigo Pereo, que lo demás
corre de mi cuenta.
Este énfasis circunstancial y de momento en sus
jactanciosas palabras que no tenían otro objeto que
disimular la sospecha que Pereo la había inspirado,
prodújole, a pesar de todo, profunda pena.
240
MARUJA

El viejo reveló un sentimiento de calurosa gra-


titud en sus ojos relampagueantes cuando dijo :
-¡Bien; sí! Cumpliré mi palabra. Haz lo que quie-
ras con el cachorro del coyote como he dicho:
¡Verdaderamente esto es providencial ¡Vamos!
El capitán Carroll, al ver que no tenía allí el ca-
pote, tomó un poncho y se lo rodeó al cuerpo suje-
tándolo con la mano. Bien hubiera querido evitar
esta especie de disfraz, pero no tuvo tiempo para
otra cosa, y uniéndose a Pereo juntos se dirigieron a
la puerta por donde el viejo entrara, y Se internaron
en un largo y obscuro Pasadizo que al Parecer se-
guía el muro exterior del edificio que franqueaba el
parque.
Siguiendo a su guía por esta profunda obs-
curidad y pensando en cualquier excitación que
provocase en aquel loco iría seguida de una lucha en
medio de las tinieblas sin esperanza de que alguien
viniese en su auxilio, llegaron, por fin, a una puerta
que, al abrirse, dio paso al aire húmedo por la lluvia
y saturado de olores campestres.
Encontrábanse en un apartado paseo, oculto a la
vista desde el extremo del jardín, por dos altos setos
que lo bordeaban. La crecida y abundante hierba,
que alfombraba el piso, y el desarreglo y abandono
241
BRET HARTE

de los setos, indicaban que se transitaba rarísima


vez por allí.
Carroll, aun permaneciendo fijo al costado de
Pereo, quedó repentinamente atónito y hasta llegó a
temblar.
-¡Mira!- dijo, señalando a una sombra que había
ante ellos a cierta distancia-. ¡Mira! ¡es Maruja, y
sola!
Con destreza y rapidez deslizó Carroll su brazo
bajo el del -viejo, por si tuviera que sujetarle, y hasta
avanzó un poco poniéndose delante como para dis-
tinguir, mejor la imprecisa figura de la sombra.
-¡Es Maruja... y sola! - dijo Pereo temblando-. ¡
Sola! ¡ Ah! ¡ Y no está aquí el coyote ¡
Y pasó la mano por sus ojos saltones, san-
guinolentos, locos.
-Sí - dijo volviéndose súbitamente a Carroll-.
¿No comprende usted? ¡Esto es un ardid! ¡Esto es
una treta de las suyas!... ¡ El coyote huye con Paqui-
ta! ... ¡Vamos! Oye; ¿pero es que tú no quieres?...
Entonces... ¡irá yo!
Con inesperada y extraordinaria violencia, naci-
da de su furiosa locura, de un tirón libróse del brazo
de Carroll y se lanzó veloz paseo abajo. La figura,
de Maruja, evidentemente alarmada al verle acercar-
242
MARUJA

se huyó al interior del jardín cruzando el seto, al


mismo tiempo que Pereo pasó rozándola, obcecado,
ciego, atento únicamente a su salvaje plan, a, su cri-
minal idea.
Sin acordarse más de su compañero ni aun de la
desgraciada Paquita, Carroll saltó la barrera del seto
para salir al paso de Maruja.
Pero en ese momento ella, cruzaba, ya por el
extremo opuesto del jardín, huyendo hacia la, entra-
da del patio exterior.
Carroll no dudó un momento y salió corriendo
tras ella.
Aunque no perdió de vista, a aquella figurita
obscura, flexible y agilísima que correteaba de un
lado a otro, ya ocultándose tras un grupo de arbus-
tos, ya perdiéndose en las duras sombras del ano-
checer, sin embargo, no pudo aproximarse a ella
hasta que casi había logrado ganar ¡ a entrada del
patio. Aquí Carroll perdió terreno, puesto que ella,
en vez de entrar hizo un rápido cambio de frente a
la derecha marchando hacia los establos.
No obstante, Carroll llegó a aproximarse lo sufi-
ciente para decirle atropelladamente :
-Un momento, señorita Saltonstall ; ya no hay
peligro. Estoy solo. Necesito hablar con usted.
243
BRET HARTE

Al parecer, la joven no se preocupó más que de


correr con mayor velocidad.
Al fin se detuvo ante la estrecha puerta oculta en
el muro y buscó la llave por el bolsillo. Entonces la
alcanzó definitivamente Carroll.
-Perdóneme, señorita Saltonstall... Maruja; ¡es
preciso que me oiga usted! ¡ Ya está usted en salvo;
pero temo que se halle en peligro su doncella Pa-
quita!
Una, risita siguió a sus palabras. Cedió a, un em-
puje la puerta, dando paso a aquella figura menudita
que se desvaneció en la sombra del pasillo, no sin
antes haber dejado ver su rostro al levantarse el chal
que lo ocultaba.
Pero la puerta estaba, ya cerrada, y echada la lla-
ve... Carroll quedó consternado.
¡Aquellos ojos alegres, aquella faz descarada y
desenvuelta, eran los ojos y la faz de Paquita!

244
MARUJA

XII

Cuando el capitán Carroll dejó la carretera y to-


mó el sendero de una hora antes, Maruja y Paquita
habían abandonado ya la casa por el mismo pasillo
secreto y la misma puerta del jardín por donde salie-
ra él con Pereo.
Las jóvenes hicieron entre si un cambio de in-
dumentaria.. Maruja vistióse con el traje de su don-
cella; Paquita con el de su señorita. Pero mientras la
doncella andaba embarazosa y torpe con las presta-
das galas, Maruja con su saya corta, y adornado cor-
piño, y con el chal de franjas de colores ocultando
su rubia cabecita, parecía infinitamente mis coque-
tona y hechicera que la legítima dueña de aquel ves-
tido.

245
BRET HARTE

Salvaron corriendo el largo paseo y al Regar al


final torcieron a la derecha hacia una puerta peque-
ña medio oculta en la espesura.
Esta puerta daba a un viejo viñedo, venerable
para la familia porque antiguamente lo trabajaron
los padres, y que ahora estaba cuidado por los peo-
nes y criados.
Sus largas aunque interrumpidas hileras de cepas
nudosas llegaban hasta el pie de una elevación po-
blada, de buckeyes que marcaba el principio de la
catada.
Aquí fue donde Maruja se separó de la doncella,
y, apretándose más el chal con que cubría su cabeza,
cruzó corriendo por entre las hileras de cepas hasta
llegar a un ruinoso edificio de adobe próximo a la
colina.
Este edificio formó parte, al principio del re-
fectorio de la antigua Misión, pero después sirvió de
albergue al viñador.
Cuando estuvo cerca, fue acortando el paso po-
co a poco hasta llegar a la puerta donde permaneció
unos momentos, vacilante, con la mano tímida-
mente puesta en la aldaba.
Por fin la abrió empujando suavemente. La
puerta cerróse apenas hubo entrado Maruja que,
246
MARUJA

dando un apagado grito, se encontró en los brazos


de Enrique Guest.
Fue un momento solamente. Separó del cuello
de Guest las manos y las colocó ante su cara como
una defensa que influyó más en el ánimo del joven
que los suplicantes ojos y la implorante boca de Ma-
ruja, muda y sin aliento.
Sentándola en la misma silla que él había dejado,
dio un paso atrás, cruzadas las manos, sin separar
de Maruja sus negros Y casi salvajes ojos, su ansiosa
y penetrante mirada.
Fácilmente podía haberla, abrazado de nuevo.
No tenía delante a aquella joven poseída de su
belleza, altiva y dominador, sino una niña, tímida y
asustada, estremeciéndose, luchando' con su prime-
ra profunda pasión de amor.
Las palabras juiciosas, hábiles y dulces que había
intentado pronunciar ; todo cuanto de útil y benefi-
cioso atesoraba su alma como fruto de su despejado
entendimiento y de su larga experiencia, para expre-
sarlo en un caso como éste, quedó muerto en sus
labios con este apasiona, do beso. Todo lo más que
pudo hacer en manifestación de su dignidad de
mujer, de su honradez y decoro, fue encoger sus
pies diminutos ocultándolos bajo la silla al preten-
247
BRET HARTE

der desesperadamente lograr el imposible de alargar


lo, faldita corta, y suplicar al joven que no la mirase.
-Me he visto obligada a cambiar el vestido con
Paquita porque nos vigilaban- dijo recostándose en
la silla y dejando caer el listado chal sobre los hom-
bros-. He salido furtivamente de la casa de mi ma-
dre, y he caminado a campo traviesa como si fuera,
una gitana. Sí, Enrique
como si únicamente fuera una gitana y no...
-Y no la heredera más rica y altiva del país
-Interrumpió Enrique con dejos de antiguo re-
sentimiento-. En verdad que me había olvidado de
esto.
-Pero si de esto yo no he dicho a usted ja, más
una palabra- dijo mirándole-. Nada le dije de esto ni
aquel día, en... en... en el invernadero, ni la primera
vez que me habló usted de... amor, ni desde que ac-
cedí a reunirme con usted en ese sitio. Fue usted,
Enriquito, quien me habló de la diferencia de nues-
tro rango ; usted el que nombré mis riquezas, trató
de mi familia, de mi posición... cuando yo hubiera
sido capaz de trocarme por Paquita, del mismo mo-
do que, he cambiado con ella el traje, si con eso hu-
biera creído hacerle a usted feliz.. .

248
MARUJA

-¡Perdóneme, amor mío!- dijo él doblando hasta


el suelo su rodilla e inclinándose sobre la helada
mano de Maruja, que había tomado con la suya, tan
profundamente que casi descansaba la cabeza en su
regazo-. ¡Perdóneme! Tiene usted amor propio y
dignidad más que suficientes para no dejarse llevar
de la pasión hasta hacer entrega de su corazón a una
persona sin poder al mismo tiempo concederle su
mano y su fortuna. Pero otros quizás no piensan de
ese modo. También yo presumo de orgulloso y al-
tivo, y jamás podrá decirse de mí que la haya con-
quistado antes de hacerme digno de que usted me
aceptase.
-Usted no tiene derecho a, ser más altivo que
yo,, señor- dijo Maruja, poniéndose en pie como
dando fuerza a sus primeras palabras, en prueba de
su anterior afirmación-. No; no... Enriquito... haga el
favor de... Enriquito... ¡apártese!
Pero no pudo resistir y cedió. Y al continuar ha-
blando, ella descansaba su cabeza en el hombro de
él.
-Este modo de vernos y hablarnos, este sigilo y
este lugar... me dan vergüenza.- Esto es demasiado
bochornoso, Enriquito. Creo que sería capaz de su-
frirlo, de soportarlo todo a su lado, pero pública-
249
BRET HARTE

mente, a la vista de todos, galanteándome y enamo-


rándome como... como... los demás. ¡Aunque le in-
sultasen! ¡Aunque murmurasen de su origen
dudoso... de su pobreza... de su triste pasado! Si le
denigraban, si le infamaban, yo le defendería y hasta
les abofetearía,; cuando dijesen que no tiene padre a
quien volver sus ojos, yo... hasta mentiría en defensa
de usted, diciendo que le tiene ; si hablasen de su
pobreza, yo les hablaría de mi riqueza, y si de sus
pasados trabajos y sufrimientos, yo me enorgullece-
ría de su valor y resisten como para soportarnos...
¡si no hacían enmudecer a, mi lengua las lágrimas de
mis ojos!
Enrique la besó entonces en los párpados.
-Pero si amenazaban a usted ¿Y si me? ¿Y arro-
jaban de casa?...
-Le... seguiría; volaría, detrás de usted- dijo es-
condiendo su cabeza en el pecho de Enrique.
-¿Y qué haría usted si le dijese: vámonos ahora
mismo?
-¡Ahora, mismo!- repitió ella, mirándole con
ojos espantados.
El rostro de Enrique se entenebreció entonces
reflejando su antiguo resentimiento.

250
MARUJA

-Oigame, Maruja- dijo, apretando las manos de


ella con las suyas-. Aunque me olvidé una vez de lo
que yo era; aunque cometí aquella, verdadera locura
en el invernadero, como expiación de mi culpa, juré,
por lo más santo y sagrado, no abusar jamás de la
bondadosa clemencia de usted, no pretender ni in-
tentarlo siquiera, que usted se olvidase de sí misma,
ni de sus amigos, ni de su familia, por mí, por este
anónimo y desgraciado vagabundo. Cuando la vi a
usted compadecida de mi, escuchando complaciente
y cariñosa mis sinceras palabras de amor... no tuve
fuerzas para, resistir, no tuve valor para renunciar al
único rayo de sol que iluminó mi desventurada
existencia. Y aun en la creencia de que yo tenía un
buen porvenir, aun con la idea de que ante mí se
había abierto, un horizonte, lleno de fundadas espe-
ranzas, no, quise entonces decirle nada, prometí en
lo íntimo de mi alma revelado a usted todo más
adelante, y juré que jamás engañaría a usted ni me
engañaría, a mí mismo aprovechándome de esas es-
peranzas para la realización de cualquier acto que
pudiera acarrearnos algún día, a usted el arrepenti-
miento, y a mí el deshonor... He obrado mal des-
pués; lo reconozco. He pedido a usted demasiado,
Maruja ... Tiene usted razón ; esta soledad... este si-
251
BRET HARTE

gilo ... esta estratagema... ¡son indignos de nosotros!


¡ Cada hora que pasa -felicísimas como son para mí-;
cada momento que transcurre- y eso que son para
mí dulcísimos momentos-, manchan la pureza de
nuestras intenciones, inutilizan la única defensa en
que podemos apoyarnos y la presentan a, usted co-
mo a una, pérfida' y a mí como a un cobarde! Esto
debe terminar aquí... ¡hoy -mismo! ¡Maruja... queri-
da... mi preciosa Maruja! Sólo Dios sabe si obten-
drán éxito mis planes. Ahora elija usted: o dejar que
me aleje de aquí para, no, volver jamás, o seguirme...
No se sobresalte, no se asuste, Maruja; óigame hasta
el final... ¿Se atreve usted a desafiar todos los peli-
gros? ¿Se atreve usted a venir conmigo esta, misma
noche a la ruinosa Misión para que el anciano Padre
nos dé la bendición y nos una con lazos que nadie
pueda romper? La Misión está a pocas millas de
aquí; podemos llevar a Paquita también para que
nos acompañe. A la vuelta nos postraremos de rodi-
llas a los pies de su madre... De no perdonarnos
tendrá que arrojarnos a los dos juntos... O podemos
hacer otra cosa: en vez de volver a. su casa, huir,
alejarnos de esta riqueza maldita, de estas tierras in-
fernales y de todas las miserias que están a estos
campos vinculadas... huir... ¡Para siempre!
252
MARUJA

Ella levantó la cabeza, poniendo sus manos so-


bre los hombros de Enrique mirándole atentamente
como queriendo leer su verdadera intención, pene-
trar en su alma, con aquellos ojos escrutadores de su
padre.
-¿Está usted loco, Enriquito? Piense bien lo que
propone. ¿Es que quiere probarme? Medítelo de
nuevo, amor mío- dijo ella deslizando la mano del
hombro y agarrándole el brazo nerviosamente.
Sucedió un silencio momentáneo, durante el cual
no separó del rostro de Enrique sus ojos anhelantes,
pasionales. Pero un fuerte golpe en la puerta cerra-
da, acompañado de un grito lastimero, interrumpió
el idilio de los jóvenes que se estremecieron. Instin-
tivamente Guest rodeó a Maruja con su brazo.
-Es Pereo- dijo ella precipitadamente en voz
baja, pero ya dueña de su anterior firmeza y de su
habitual, resolución-. ¡Es él, que viene persiguién-
dole a usted! Váyase ; huya... Ese hombre es un loco,
Enriquito; un peligroso lunático. Nos ha vigilado y
nos ha seguido hasta aquí. Sospecha de usted. Huya;
usted no debe encontrarse con él. Puede usted esca-
par por la otra puerta que da a la cañada. Si me ama
usted.... - ¡Váyase!

253
BRET HARTE

-¿Y quedar usted aquí, abandonada y expuesta a


su furor? ¿Está usted loca? No; usted es quien debe
marcharse por esa, otra puerta, cerrarla después, y
llamar a los criados. Yo abriré a ese hombre, le su-
jetaré aquí dentro y me marcharé. Yo tiemble usted
por mí. No hay peligro. Además, si no me
-equivoco- exclamó con extraordinaria energía-, ¡di-
fícilmente me acometerá!
-¡Pero si quizás habrá alarmado la casa ¿Oye?...
Primeramente se oyó un ruido continuado de lu-
cha fuera de la puerta, y luego la voz del capitán, so-
segada y tranquilizadora :
-No tenga usted cuidado, señorita Saltonstall;
está usted libre de todo riesgo. Le tengo bien sujeto;
sin embargo, no abra usted la puerta hasta que haya
llegado alguien en su auxilio.
Los dos se miraron sin hablar palabra. En los
labios de Guest se dibujé el torvo gesto de la des-
confianza y de la acusación. Maruja, que lo com-
prendió todo, levantó poco a poco sus manecitas
abrazando la erguida y retadora garganta de Guest.
-Escúchame, alma mía- díjole dulce y tran-
quilamente, como si en derredor suyo no hubiese
más que obscuridad y silencio y éstas bastasen para
su completa seguridad-. Acaba, usted de decirme
254
MARUJA

que si quiero huir con usted... si con usted quiero


casarme sin el consentimiento de mi familia... a pe-
sar de la oposición y protesta de mis amigos... ¡y al
instante! Yo he vacilado... yo he dudado, Enriquito,
porque en esos momentos estaba asustada... loca.
Pero ahora le digo que sí; que me casaré con usted
cuando quiera... donde disponga... porque... ¡te amo!
sí... Enriquito, sí; le amo, y no amo a nadie más que
a usted.
-Entonces, salgamos ahora mismo- dijo él abra-
zándola apasionadamente-. Podemos llegar por la
cañada, a lo, carretera antes de que venga el auxilio...
antes de que nos descubran.
-¡Vamos!
-Sí; y el tiempo le descubrirá a usted esta gran
verdad que ahora - dijole serenamente y con Enri-
que de mi vida orgullosamente le digo. los brazos
aún alrededor de su cuello-, a nadie amé hasta hoy
más que a usted ; no he conocido más amor que el
suyo, ni de entregar a usted mi corazón antes ni
después otro hombre puse jamás mi pensamiento!
¡Ha hecho usted lo mismo?
-Sí; lo mismo. Y ahora...

255
BRET HARTE

Y ahora,- dijo ella con soberbio gesto mi raudo


a la barrera que los separaba, de carroll ¡ABRA LA
PUERTA!

256
MARUJA

XIII

Tras una rápida mirada de admiración a Maruja,


Guest corrió a abrir la puerta. Los criados, que ha-
bían acudido inmediatamente al oír que se les nece-
sitaba con urgencia, llevábanse ya al furioso loco,
rendido y agotado de tantos esfuerzos hechos. El
capitán Carroll quedaba sólo allí, erguido e inmóvil,
ante el umbral.
A una señal de Maruja, entró en la habitación. A
la débil ráfaga de luz que penetró al abrirse la puerta
se dio cuenta de que Maruja estaba acompañada; pe-
ro no se inmutó : ni se turbaron sus ojos, ni un
músculo de su rostro se contrajo delatando sus sen-
timientos. La severa disciplina en que fue educado
durante su juventud para la vida militar le hizo un

257
BRET HARTE

gran servicio en aquellos difíciles instantes, hacién-


dole de momento dueño de la situación.
-Creo innecesario explicar mi presencia en este
lugar- dijo con perfecta sangre fría-. Al parecer, Pe-
reo intentaba asesinar a alguien, o cosa semejante.
Le seguí hasta este sitio. Suponía yo que podría
apartarle de aquí con buenas palabras y pacífica-
mente, pero temí que usted abriera inoportuna e
irreflexiblemente la puerta.
Detúvose un momento y añadió:
-Ahora me doy cuenta de cuán infundados eran
mis temores.
Fue ésta una adición fatal.
Inmediatamente, Maruja, la Maruja, que había
permanecido al lado de Guest, claramente herida,
interiormente inquieta, por el remordimiento, en
presencia del hombre a quien había engañado, y es-
perando con calma el castigo merecido, quedó
transformada ante tan inesperada manifestación
acusadora de sus propias, de sus habituales y pecu-
liarísimas tretas y coqueterías femeniles. Pero
pronto surgió la antigua Maruja, la de siempre, so-
berana, altiva, intrépida, fría e insensible, volviendo
a la lucha.

258
MARUJA

-Estaba usted equivocado, capitán- dijo en dulce


tono-; afortunadamente, el señor Guest, a quien veo
ha olvidado usted durante su ausencia, estaba con-
migo, y creo que hubiera cumplido con su deber de-
fendiéndome. Sin embargo, yo aprecio el acto de
usted como si en realidad me hubiera encontrado
sola, y hasta me atrevo a. afirmar que la envidia, por
la buena suerte de usted al venir tan galante y va-
lientemente a, protegerme no privará al señor Guest
el que aprecie en su justo valor el acto de usted. Lo
único que me causa, pena es que haya podido caer
en brazos de un loco antes de estrechar las manos
de los amigos.
Sus ojos se encontraron. Ella, vio en los de el
que la aborrecía, y esto la consoló.
-Este suceso no hubiera, sido realmente un in-
fortunio tan grande- dijo él con pasmosa calma que
contrastaba con su cada vez más centelleante mira-
da- ya que yo traía un mensaje para usted, en el cual
este loco juega un importante papel.
-¿Es cuestión de negocios? - dijo Maruja ale-
gremente, si bien denotando en el inflexible tono de
sus palabras un súbito presentimiento, una, instinti-
va y rápida visión de un inminente peligro.

259
BRET HARTE

-De negocios se trata, señorita Saltonstall pura y


simplemente de negocios- dijo secamente Carroll-
aunque sea otro el nombre bajo el cual puedan ha-
berle a usted antes presentado el asunto.
-Supongo que no tendrá usted inconveniente en
declararlo y exponerlo delante del señor Guest- dijo
Maruja inspirada por la audacia-.
Por lo misterioso que usted lo presenta debe ser
interesantísimo. Si así no fuera, el capitán Carroll,
que aborrece los negocios, no lo hubiera tomado
con mayor entusiasmo que el ordinario.
-Como los negocios interesan al señor Guest, o
señor West, o como se llame desde que tuve el gusto
de verle- dijo Carroll, lanzando por vez primera mi-
radas de fuego a su rival-, no veo razón en contra-
rio, aun exponiéndome a referir a usted lo que ya
sabe. Lo diré, pues, en breves palabras, que el señor
Prince me ha encargado que medie con usted y con
su madre para evitar un litigio con este caballero
aceptando la reclamación de sus derechos, como hi-
jo del doctor West, a lo que de sus bienes le corres-
ponde.
La tremenda, consternación, y el marcado desa-
liento impresos profundamente en el rostro de Ma-
ruja convencieron a Carroll de su fatal error.
260
MARUJA

Maruja había aceptado las proposiciones de


aquel hombre sin conocer su verdadera posición! La
burda razón con que pretendía justificar sus resen-
timientos con Maruja, es decir, que ella se había
vendido a Guest para entrar en posesión de sus bie-
nes, convertíase ahora en una manifiesta vileza para
él. ¡Había amado Maruja a Guest sin interés! Y por
su infame revelación la privaba quizás de arrojarse
en sus brazos.
Pero no conocía aún bien a Maruja. Porque ésta,
volviéndose a Guest con ardiente mirada, le dijo :
-Efectivamente ; usted es el hijo del doctor West
y...
Vacilé un momento.
-Y... puede reclamarnos la herencia. Su, ya es.
-Soy el hijo del doctor West- contesté viva-
mente-, aunque el derecho de revelárselo a usted en
tiempo oportuno y ocasión adecuada, -era exclusi-
vamente mío. Y créame que a nadie, y menos a un
instrumento de Prince, he cedido ese derecho para
que comercie con él.
-Entonces- dijo fieramente Carroll, olvidándose
de todo, hasta de lo que era, en medio de la cólera-,
¿negará usted, quizás, ante esta joven, que fue su

261
BRET HARTE

madre, según acusación de Prince, la instigadora de


Pereo en el asesinato del doctor West?
Nueva equivocación fatal del capitán. Dema-
siado claramente vio Maruja -como él mismo lo vio
también- el horror y la indignación pintados en el
rostro de Guest, para dudar siquiera de que la idea
era tan nueva como la acusación.
Olvidándose Maruja de su turbación al oír tales
revelaciones; de su orgullo herido y pisoteado; de la
torturante duda que le había sugerido quizás la falta
de confianza de Guest en ella por no haberle dicho
lo que sabía; de todo, menos de sus desenfrenados
sentimientos de amor, corrió a su lado.
-Ni una, palabra- dijo ella en alta voz, como im-
poniéndole silencio, alzando su mano diminuta ante
la tenebrosa faz de Guest-. No me insulte rechazan-
do tamaña, acusación en presencia mía.
Y volviéndose al capitán, continuó
-Capitán Carroll, recuerdo perfectamente que
usted fue presentado en la casa de mi madre como
un militar y como un caballero. Cuando vuelva us-
ted a ser lo que fue, dejando de ser un hombre de
negocios, será bien recibido. Entretanto... ¡ vaya usted
en hora buena!

262
MARUJA

Y permaneció de pie, firme, erguida e insensible,


hasta que Carroll, tras un frío saludo, retrocedió de-
sapareciendo en las sombras de la noche.
Volvióse entonces precipitadamente hacia,
Guest y exhalando un fuerte gemido dejése caer so-
bre su pecho.
-¡Ah, mi Enrique, Enriquito mío! ¿Por qué me
ha engañado usted?
-Lo creí así más prudente, vida mía- dijo él le-
vantándole a ella el rostro-. Vea usted ahora aquella
perspectiva de mi porvenir, de que le hablé... ¡la es-
peranza que me sostenía, que me alentaba! ¡Mi bo-
yante esperanza! Yo debía ganar el corazón de usted
sin hacer un llamamiento a sus sentimientos de jus-
ticia, ¡sin apelar siquiera a sus simpatías! Y lo gané.
Bien sabe Dios que, de no haber logrado mi intento,
por mi parte jamás hubiera usted sabido que existió
en el mundo un hombre que era hijo del doctor
West. Y no es esto todo; érame preciso, al conocer
que tenía derecho a los bienes de mi padre, casarme
con usted antes de que todo este asunto llegase a sus
oídos, para que nunca pudiera decirse que en la, de-
cisión de usted había influido otra fuerza que la
fuerza del amor. Esta fue la causa de mi venida hoy

263
BRET HARTE

a este lugar. Por esto me esforcé tanto en conven-


cerla a que hoy mismo huyésemos juntos.
Guest terminó de hablar. Maruja jugueteaba con
los botones del chaleco de su novio.
-Enrique mío- díjole tiernamente, ¿pensaba us-
ted en la herencia cuándo... cuando.., me dio el beso
aquel en el invernadero?
-Sólo en usted pensaba. En aquellos momentos
no había para mí más mundo que usted sola- con-
testó con gran ternura.
Maruja soltóse repentinamente de los brazos de
Guest.
-¡Y Pereo!... Mira, Riquito... cuéntame, dime
pronto... que nadie... nadie imagina, que este pobre y
viejo demente fue la causa de... que... el doctor
West... ¿Verdad que es falso todo?... Riquito... ¡ha-
bla! ¡dímelo!
Guardó silencio un instante, diciendo después
seriamente:
-En la hostería encontré aquella, noche hombres
extraños y sospechosos, y... creyóse sin duda que mi
padre llevaba dinero encima. Hasta contra mi pro-
pia vida atentaron aquella noche en La Misión por
causa de unas miserables monedas de oro que ense-
ñé imprudentemente. Me salvé solamente por la in-
264
MARUJA

tervención de un hombre. ¡Este hombre fue Pereo,


tu mayordomo!
Ella le agarró las manos y las subió hasta sus la-
bios.
-¡Gracias por estas palabras! Iremos los dos a
verle, él te reconocerá y se reirá de esas mentiras.
¿Verdad que sí, Riquito?
Guest no replicó. Tal vez porque estaba es-
cuchando atentamente un confuso murmullo de vo-
ces que se aproximaban rápidamente a la cabaña.
Juntos salieron de ella los enamorados con-
fundiéndose en las negruras de la noche. Unas
cuantas sombras se acercaban hacia ellos. Una de
ellas era, Paquita que corrió un poco para ,reunirse
con su señorita.
-¡Oh! doña Maruja, ¡ese hombre se ha escapado!
-¿Quién? ¡No será Pereo
-Sí, Pereo. Y con su caballo. Todo el día lo tuvo
ensillado en la cuadra, y con la brida puesta. Nadie
se había enterado. Iba andando como los gatos
cuando de pronto y cuando nadie lo esperaba
apartó con furia, a un lado y a, otro a los peones lo
mismo que un toro loco a las cañas del trigo.. . y...
¡míratelo! que ya, iba, volando sobre el pinto. ¡Ay!
señorita. No hay caballo que pueda seguir al pinto.
265
BRET HARTE

Haga Dios que no logre entrar en la vía del ferroca-


rril. ; que, como lo odia tanto, en su locura, pueda,
hacer alguna atrocidad.
-Mi caballo está, ahí en la espesura, del mon-
tecillo- susurró Guest al oído de Maruja-. Hace
tiempo que he medido su velocidad con la del pinto.
Una, palabra de usted y... yo traeré a ese hombre si
lo encuentro vivo.
Ella apretóle la mano diciéndole
-Sí; corra...
Y antes de que los asombrados sirvientes pu-
dieran descubrir quién era el acompañante de su se-
ñorita, Guest había marchado.
La obscuridad era completa.
Tarea, absolutamente imposible hubiera sido el
alcanzar al fugitivo para cualquier otro que no fuese
Guest, quien había hecho un estudio práctico de la
topografía de La Misión Perdida, y conocía, perfec-
tamente el habitual camino' Y acostumbrado picade-
ro del mayordomo, en sus deseos de evitar un
encuentro con él.
Sospechando fundadamente que en su estado de
locura se habría dejado llevar por la costumbre,
Guest espoleó su caballo lanzándose a lo largo de la
carretera hasta que alcanzó el sendero que conduce
266
MARUJA

al ya descrito anfiteatro cubierto de hierba, que una


vez fue su favorito lugar de ensayo y entrenamiento.
Desde entonces el anfiteatro había participado de la
terrible transformación causada en el valle por la,
vía férrea. Por el arco más bajo cruzaba la línea, pa-
ra lo cual habíase abierto una, profunda trinchera a
través de una de las herbosas colinas.
Vio Guest confirmadas sus sospechas cuando al
entrar allí apareció un fantástico jinete corriendo a
galope tendido en torno del círculo, reconociendo
en él sin dificultad a Pereo.
Como realmente no había otra salida que el sen-
dero de entrada, puesto que la otra era inaccesible a
consecuencia de la vía férrea, esperó tranquilamente
a que el loco diese dos vueltas por la, pista de arena,
no perdiéndole de vista, Y dispuesto a lanzarse ha-
cia él en cuanto disminuyese la, velocidad de su ca-
rrera.
De pronto, se dio cuenta de un extraño ejercicio
del misterioso jinete, y cuándo éste pasó velozmente
por el arco del círculo, más próximo al lugar desde
donde vigilaba, vio que iba lanzando un lazo...
Una horrible visión pasó entonces como un re-
lámpago por su mente. ¡Le pareció estar pre-

267
BRET HARTE

senciando el criminal ensayo del asesinato de su pa-


dre!
Un silbido lejano que procedía del apartado
bosque vino a calmar su nerviosa exaltación en el
mismo instante en que, al parecer, también cedía la,
velocidad del furioso jinete en sus evoluciones.
Guest confió en que el desgraciado viejo no po-
dría, escapar en. aquellos momentos.
El tren se aproximaba, y su aparición en el anfi-
teatro como terrible y gigantesca fiera de ojos de
fuego, espantaría. indudablemente a Pereo hacia la
entrada del vallecillo guardada por Guest.
Temblaba, ya la colina por la trepidación y el eco
resonante del monstruo que llegaba, cuando, horro-
rizado, vio Guest al loco avanzar velozmente hacia
la trinchera. Espoleó a su caballo y salió en su per-
secución. Pero el tren salía ya por la, estrecha senda,
seguido por el furibundo jinete que llegó a colocarse
y aun a seguir breves momentos locamente delante
de la máquina.
Guest le gritó, pero su voz perdióse entre el es-
truendo del convoy.
De la mano de Pereo vióse salir volando un ob-
jeto.
Y el tren pasó veloz...
268
MARUJA

Jinete y caballo quedaron allí, en la trinchera,


arrollados, aplastados, horriblemente deshechos,
mientras la silla vacía del asesino, atada al extremo
de un lazo continuó agarrada, y fluctuando en el ai-
re, a la chimenea de aquel elemento de progreso que
el asesinado había introducido en el país.
El crimen quedó vengado.

*
* *

El casamiento de Maruja con el hijo del difunto


doctor West fue considerado en el valle de San
Antonio como uno de los planes más admirable-
mente concebidos y diestramente madurados del
llorado genio.
Cómo sucede en casos semejantes, hubo mu-
chos que dijeron que el doctor les había confiado
este secreto hacía, lo menos diez años. Además cir-
culó como cosa corriente la especie de que la viuda,
Saltonstall fue simplemente nombrada administra-
dora de los bienes en beneficio de la joven y gentil
parejita cuya, unión estaba en aquel entonces pro-
yectada.

269
BRET HARTE

Tal vez una persona, solamente una,. se resistió


a creer en parte lo que se decía. Esta persona no era
otra que Santiago Prince, conocido por el sobre-
nombre de Aladino.
Años después, aseguróse que hizo, con tono de
verdadera, autoridad, esta, rotunda, afirmación :
«Que entre todas las combinaciones imaginables
en cuestión de negocios, solamente una era incierta:
la combinación de... el hombre y la mujer.»

FIN

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