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El patrimonio inmaterial al servicio del desarrollo

Mónica Lacarrieu
Marian Moya

“En África, cuando un anciano muere, es como si una


biblioteca se quemara”. Amaoudou Hampaté Bá1

En los últimos años conjuntamente con la relevancia dada a la cultura como ventaja para
el desarrollo, el patrimonio cultural se ha observado como un recurso al servicio del
desarrollo. Sin embargo, esta nueva concepción fue vista como posible en la medida en
que dejó de verse a la cultura como un obstáculo, es decir en que comenzó a
observársela en su perspectiva ampliada, es decir antropológica. Esta nueva mirada
superadora de la restringida “cultura como trascendencia” o de la noción de “excelencia
cultural”, atributo fundamental en la definición moderna y nacional del patrimonio, dio
lugar a una revisión de la noción de patrimonio constituida en la modernidad. Desde
esta perspectiva, la visión asociada a la idea de que “todos tienen cultura” –frase con la
que García Canclini tituló su ponencia expuesta en 2005 en un Seminario sobre Cultura
y Desarrollo-, puede reinventarse y replicarse en la de “todos tienen patrimonio”.

El discurso sobre el África con que abrimos este texto, expresado en el capítulo de
UNESCO que anuncia una nueva óptica sobre el patrimonio cultural y su vínculo con el
desarrollo, apunta a esa necesidad de empezar a mirar, no solo la integralidad del
patrimonio, sino también la totalidad de manifestaciones patrimonializables. No
obstante que el disparador de esta argumentación sea un enunciado sobre el África no es
azaroso: UNESCO fue, durante parte del siglo XX, un actor protagónico que contribuyó
a la exaltación de ciertas obras monumentales ligadas al mundo desarrollado y desde
allí, a la omisión y/o relegación de expresiones de menor valía (según su criterio)
implantadas en lugares subdesarrollados. Al día de hoy, el África es el continente
paradigmático de la inclusión e integración de manifestaciones antes descalificadas.
Pero como reflexiona García Canclini en el mismo título ya citado, la conciencia acerca
de que “todos tenemos cultura-patrimonio” no da espacio aún para preguntarse acerca
de quienes pueden desarrollarlo –recuperar la oración casi dramática de un autor
africano en la que se asimila la muerte de un sujeto, anciano, por ende, visualizable
como portador de conocimientos, saberes y prácticas ancestrales, aparentemente
ignoradas por los jóvenes del mismo lugar, con cualquier biblioteca del mundo
occidental, se supone que horizontaliza lo trascendente con lo popular y neutraliza las
relaciones históricas de poder-.

En el mismo capítulo se asume la relevancia que se ha dado al patrimonio construido,


histórico y monumental en tanto riqueza cultural que desde el pasado hemos heredado,
al mismo tiempo en que se acepta que “en el mundo industrializado, una gran parte de
esas formas de patrimonio intangible desapareció hace décadas…” y se justifica su
sobrevivencia en otros lugares del planeta debido a que “no constituyen una simple
evidencia de un pasado que se valora…[sino] que se trata de fuerzas que penetran de
hecho las prácticas vivas: míticas, espirituales, rituales” (1997:119). En este extenso

1
Citado en: “El patrimonio cultural al servicio del desarrollo” en: Nuestra Diversidad Creativa. Informe de la
Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo, Ediciones UNESCO, Fundación Santa María, Madrid, 1997, pp. 119.
párrafo, Unesco no solo juega con la glorificación que se ha atribuido al pasado,
agregaríamos que lejano en el tiempo, y la devaluación que se ha dado al presente, sino
que además pone en escena la necesidad de “rescatar” todas las manifestaciones
culturales que aún viven en continentes y países alejados del occidente (incluso aún
dentro de occidente), antes de que sus portadores mueran –efectivamente ha sido
Candau (2002) quien hiciera referencia a la estrecha relación entre el patrimonio y la
muerte y basta con mirar contextos específicos como los pueblos de indios guaraníes en
la zona de las Misiones Jesuíticas de la Provincia de Misiones en Argentina (Patrimonio
de la Humanidad) o el Patrimonio Arqueológico de Tiawanaku en Bolivia (también
Patrimonio de la Humanidad) y su distancia respecto de las poblaciones aymaras
contemporáneas, para dar cuenta de esa glorificación del pasado y del desinterés puesto
en el presente. No obstante ello, de cualquier modo, la “cultura del rescate” y la
potencial patrimonialización de expresiones “vivas” conduce casi inevitablemente hacia
la misma idea de “muerte” que ha prevalecido en el concepto moderno del patrimonio-.

Hannerz (1996), hace ya un tiempo, se preguntaba: ¿porque valdría más una “reserva
viva” que una cultura organizada y gestionada a través de documentos, archivos, bases
de datos, relevamientos, registros, inventarios y hasta declaratorias patrimoniales? Esta
pregunta no se responde sin dar cuenta de la paradoja en que se constituye el patrimonio
inmaterial: se requiere de los sujetos y sus prácticas culturales “en vivo” pero al mismo
tiempo se precisa organizar, clasificar, orientar y establecer parámetros de ordenamiento
que desde los organismos internacionales y/o desde los estados permitan abstraer a los
sujetos y sus manifestaciones de su contexto, y con ello regular y controlar no solo
culturalmente sino y sobre todo social, económica y políticamente. Y es sobre esta
cuestión que nos interesa extendernos en el próximo acápite.

Otro subtítulo

Hay dos asuntos que debemos considerar a la hora de reflexionar críticamente sobre el
lugar de preeminencia que recientemente el patrimonio cultural adquiere respecto del
desarrollo: en primer término, que su relevancia solo es entendible en el marco de
valorización de la diversidad cultural, en segundo lugar, que es a partir de entender la
diversidad como un “activo global” (Stephen Marglin 1990), en que no es el patrimonio
en su integralidad, sino particularmente el patrimonio inmaterial el que toma un rol de
protagonismo aparente. Así es que diversidad y patrimonio inmaterial se reúnen bajo
una misma premisa: la celebración y compromiso con la diversidad cultural, toda vez en
que se observa como un valor amenazado por la globalización (si bien desde esta
perspectiva se omite que es este el contexto que favorece mayores flujos migratorios
con sus consecuentes conflictos ligados a esa diversidad observada como atributo
positivo); y el patrimonio inmaterial visualizado como un medio para pensar y repensar
la relevancia dada a la “diversidad antigua en declive”, si bien se trata de “una nueva
diversidad generada por el ecúneme global” (Hannerz 1996:107).

Así, en un contexto global de crisis de las naciones, de reivindicaciones culturales


“minoritarias”, y de concientización por parte de los organismos y gobiernos de los
fracasos a que llevaron un sinnúmero de proyectos de desarrollo que desconocieron las
complejidades ligadas a las diferencias culturales; se promueve la defensa de la
diversidad, si bien como ha señalado Appadurai (2001), haciendo de ella “un asunto de
cultura (en el sentido de estilo de vida) más que de política” y en este sentido, ubicando
al patrimonio inmaterial como el recurso por excelencia para el reconocimiento de otros
estilos de desarrollo bajo la premisa de que la modernización de Occidente no tiene que
servir de modelo para todas las sociedades. Es justamente en este nicho en que se ubica
la relevancia adquirida por este tipo de patrimonio, del mismo modo en que es desde allí
en que es posible revisar críticamente esa valorización.

Los modelos “normales y normalizados” del desarrollo han sido el resultado de la


invención de un discurso, obviamente occidental, con consecuencias sobre la recreación
de otro sobre los continentes vistos en su contracara, el subdesarrollo, tales como el
África, el Asia y hasta América Latina. Una retórica que una vez implementada en
proyectos de diverso tipo ha servido para ordenar y organizar el mundo a través de la
lupa de Occidente2. La negación de la diferencia (si bien por la vía del reconocimiento
de las diferencias3), aunada a la idea de determinismo cultural –algunas sociedades que
responden al modelo occidental mostrarían mayores predisposiciones al desarrollo,
mientras que “otras culturas” vistas en su carácter de otredad respecto de occidente,
estarían incapacitadas o serían discapacitadas en relación a un estándar de crecimiento-,
ambas cuestiones ligadas a la visión economicista del desarrollo y a la relevancia dada a
la clase social y la ocupación; fueron cruciales en la “invención” moderna del
desarrollo. “Invención” que contribuyó a naturalizar la negación de los procesos
históricos.

El desarrollo en su versión primigenia implicó modernizarse dejando atrás la diversidad


–la cultura fue residual desde esta perspectiva-. En la actualidad, la tolerancia y el
respeto a la diversidad cultural, no solo conducen a la visión de un mundo compuesto de
mosaicos culturales, sino también a la integración de lo cultural y lo identitario en la
visión del desarrollo. No obstante ello, no parece modificarse el sentido dado en su
origen. Continúa imperando el motor del cambio en un sentido, el occidental. Por un
lado, se impone un código de “ética global” (Wright 1998), es decir la valorización de la
diversidad se inspira en la aceptación de múltiples puntos de vista, al mismo tiempo en
que exige la impostación de valores y normas absolutas desde las cuales quienes ejercen
el poder –ubicados en el mundo “desarrollado y occidental”- deciden que es “lo justo, lo
bueno y lo verdadero” (UNESCO 1997). Por el otro, el valor dado a la cultura y las
identidades acaba reproduciendo antiguas dicotomías –el Occidente sigue estableciendo
qué diversidad tolerar y en qué sentido desarrollar a quienes portan dicha diversidad, sin
embargo y en forma paradójica, colocando a los diferentes en situación de menor
desarrollo-. Asimismo, este nuevo modelo impone la idea del desarrollo como
condición para mejorar la calidad de vida, solo que ahora con eje en la elección de un
estilo de vida particular que, sin embargo, no permite relativizar hasta donde ciertos
grupos sociales escogerían “su cultura” como forma de vida. Desde esta perspectiva,
tampoco hay espacio para el derecho a no desarrollarse, así como ya mencionamos
previamente para interrogarse acerca de quienes pueden desarrollarse en un contexto de
expansión del pluralismo cultural.

Es en este breve estado del arte en que se inserta la problemática del patrimonio
inmaterial. La expansión de la noción solo es entendible en el contexto planteado. Sin
embargo, dicha ampliación encubre asuntos controversiales peculiares a la definición

2
“….`desarrollo`es el término que describe no solo un valor, sino también un marco interpretativo o problemático a
través del cual conocemos las regiones empobrecidas del mundo” (Ferguson 1990:xiii, citado en Escobar 2000:13). A
través de ese marco interpretativo se elaboraron representaciones occidentales sobre los no europeos.
3
Como señala Escobar: “…el desarrollo conlleva simultáneamente el reconocimiento y la negación de la diferencia;
mientras que a los habitantes del Tercer Mundo se les considera diferentes, el desarrollo es precisamente el
mecanismo a través del cual esta diferencia debe ser eliminada” (2000).
del patrimonio inmaterial. Tradición y autenticidad, sumados al carácter originario, son
aspectos cruciales en la definición y activación de expresiones culturales consideradas
inmateriales. A contrapelo de la asociación construida entre el patrimonio inmaterial y
el rescate de las “culturas vivas”, la definición contribuye en la acotación intencionada
de ciertas manifestaciones y por ende, de quienes se consideran sus portadores. Los
componentes cruciales de esta concepción apuntan a reproducir el sentido clásico del
desarrollo en el que la cultura/patrimonio son vinculados al pasado por oposición a la
idea de futuro que connota el cambio impulsado por el desarrollo –el ejemplo con el que
comenzamos este artículo resulta interesante para entender esta cuestión: el anciano a
punto de morir es necesariamente objeto de rescate y su saber es privilegiado frente al
que posea cualquier otro integrante de su grupo social, sobre todo ante los jóvenes que
introducen transformaciones a la cultura ancestral-. La tradición y la autenticidad
remiten a expresiones inmutables y esencializadoras de la cultura en cuestión.
Asimismo, imponen continuidad en el tiempo sin posibilidad de cambio. Y son estos
atributos los que autorizan a hablar del peso de la diversidad cultural en tanto “modo de
vida/estilo de vida”. En este sentido, la amplitud dada a la noción, paradójicamente
resulta restrictiva: con la misma se delimita una matriz selectiva de culturas que se
incluyen por su tradicionalismo, autenticidad y por desarrollarse en sus lugares y
culturas originarias. Esta operación restrictiva produce a su vez un acotamiento de la
diversidad: solo aquellas culturas construidas en la máxima distancia cultural y
constituidas como “minorías” marcadas particularmente por su condición étnica,
resultan potencialmente patrimonializables en relación a sus “productos” culturales. La
UNESCO ha observado a la etnicidad como un factor determinante en el mundo de hoy
y es desde este lugar que ha promovido negociar privilegios basados en identidades
étnicas (aunque también religiosas)4. Es así que cuando uno observa que expresiones de
la diversidad suelen asociarse al patrimonio inmaterial encuentra cierta “exclusividad de
lo étnico”5 –aunque obviamente no cualquier etnía- en la medida de su potencialidad de
exotización.

Esta selectividad promueve la formalización de un mapa patrimonial en el cual se


reflejan diversas concepciones del mundo de hoy y con efectos sobre asuntos socio-
económicos y políticos. Basta con observar las 90 expresiones declaradas por Unesco
como parte de la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial para entender
no solo la circunscripción patrimonial de este tipo de manifestaciones, sino también las
razones por las cuales se enfatizan en dicha delimitación ciertos aspectos, ciertos grupos
y determinados continentes, países y poblados.

Una primera aproximación a la territorialización en términos geográficos ofrece datos


de relevancia: de las 90 declaratorias, aproximadamente 29 han sido realizadas en el
continente asiático que en función de Unesco se vincula también al Pacífico, 21 en el
continente africano, 15 en América Latina y Centroamérica, 13 en lo que podríamos
denominar Europa del Este (hay que considerar que esta denominación es propia), 8 en
Europa Central (es de destacar que todas ellas en poblados, regiones pequeñas). En esta
discriminación no desagregamos la cifra que Unesco atribuye a la región denominada
Países Árabes, en la que se encuentran insertos países africanos, asiáticos y europeos. Si

4
“Nuestra Diversidad Creativa”. Informe de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo. Versión resumida, París,
Setiembre de 1996, pp20.
5
En el mismo informe se refiere a la necesidad de superar esa exclusividad en la medida en que UNESCO está
promoviendo los valores pluralistas en toda su amplitud. No obstante, queremos remarcar que esta declaración no es
observable en las selecciones y activaciones ligadas al patrimonio inmaterial.
bien quienes nos dedicamos al patrimonio cultural sabemos que estas declaratorias son
el resultado de candidaturas postuladas desde los gobiernos nacionales –algunas veces
con aportes provinciales, regionales y/o locales-, no deja de llamar la atención que una
vez arribados a la UNESCO la selección recae prioritariamente sobre continentes y
países empobrecidos, o concebidos como menos desarrollados, también dentro de los
mismos, sobre pueblos pequeños, ruralizados, minorías indígenas o afrodescendientes,
evidentemente condiciones ligadas a la tradicionalidad difícilmente hallables en
continentes y países desarrollados (Europa por ejemplo y aún más destacable el caso de
América del Norte donde no se visualizan declaratorias). Es de destacar que, en
términos de estas declaratorias, algunas zonas o países son fuertemente visibilizados
dentro del continente al cual pertenecen: por ejemplo, en América Latina el Amazonas,
así como Brasil y Colombia y el área andina (Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia)
tienen mayor presencia, por contraste los países con mayores índices de bienestar (de
acuerdo a los cánones internacionales y de los continentes y países desarrollados), o
bien caracterizados como afines al ideal civilizatorio, están ausentes del mapa (es el
caso de Argentina, Chile, Uruguay), México resulta un caso bien interesante ya que
siendo un país como numerosas declaratorias en lo que refiere al patrimonio material,
solo tiene una en el ámbito del patrimonio inmaterial y Venezuela resulta paradigmático
en la medida en que ha realizado un censo de patrimonio cultural, en el que el inmaterial
tiene un amplio lugar, sin embargo, es otra ausencia en el mapa unesquiano. Y como
veremos este destaque no responde a cuestiones de orden geográfico, sino a asuntos
culturales, sociales, económicos y políticos.

A la cartografía geográfica podemos agregar la configuración de la misma en base al


tipo de expresión6 y a las justificaciones por las cuales tales manifestaciones son
patrimonializadas. Estos elementos son insoslayables a la hora de fundamentar nuestra
argumentación. Como hemos observado más arriba, la mayoría de las manifestaciones
culturales inmateriales reconocidas por UNESCO son adjetivadas como tradicionales,
condición que en cierta forma no solo caracteriza el tipo de expresión declarada, sino
que sobre todo determina su necesidad de declaratoria. Lo tradicional presume
ancestralidad, esencialidad, inmutabilidad, hasta ocasionalmente oralidad y al mismo
tiempo garantiza la sobrevivencia y reproducción de una diversidad cultural antigua,
exótica y periférica. Es decir que aún las pocas expresiones características de lugares
aislados pero próximos de las capitales europeas que han sido declaradas patrimonio,
deben contar con este atributo y aquellos que hablan del carácter originario y la
autenticidad. Como hemos dicho en otros trabajos, la manifestación cultural
seleccionada garantiza la presencia de “supervivencias culturales” en la
contemporaneidad, supervivencias reversibles en “reservas” en cuyo seno los sujetos
participantes son obviados o bien convertidos en “otros objetivados”
adheridos/apegados a “su” cultura, nunca en “productores culturales”. Las
manifestaciones tipo declaradas lo son en tanto “productos atractivos” que persiguen un
guión fijado desde la mirada occidental globalizada: la estandarización de un tipo de
manifestación (más allá de que se trate de músicas o rituales) vuelve equivalentes y
válidas a aquellas culturas apegadas a lo antiguo, que demuestran certificación de
autenticidad, con capacidades para exponerse bajo criterios estéticos y exotizables, en
suma, casi desdiferenciados bajo el formato y los parámetros de un modelo de
diversidad patrimonial. Las expresiones declaradas garantizan posesión de cultura,

6
Se han declarado bienes y/o expresiones culturales consideradas inmateriales como músicas, fiestas, rituales,
danzas, expresiones narrativas, etc. y ocasionalmente espacios culturales (los casos de Palenque San Basilio en
Colombia o la Plaza de Marruecos, son dos ejemplos en este sentido).
diversidad/identidad y patrimonio en relación a las comunidades, pueblos y grupos
asociados –en pocas ocasiones se ha declarado alguna manifestación despojada de estas
atribuciones y cuando esto sucedió (podríamos aventurar que el espacio cultural de
Palenque San Basilio en Colombia es un ejemplo de ello, respecto del cual el propio
organismo re-construyó y re-inventó el pueblo y su comunidad en base a la recopilación
de prácticas y expresiones de distinto tipo); la activación patrimonial institucionalizada
contribuye a generar un producto ligado al guión prefijado, negociado en los ámbitos de
poder en relación a una imagen “permitida y autorizada” en clave de patrimonio-. Esta
forma de patrimonialización contribuye en el rescate de comunidades envueltas en
relaciones solidarias y de confianza, componentes cruciales a la hora de pensar
iniciativas de desarrollo cultural.

En este sentido, la selección realizada en relación a las manifestaciones culturales


apunta a una visibilización de grupos, comunidades, pueblos poseedores de rentabilidad
cultural/patrimonial –una condensación simbólica ligada al patrimonio inmaterial que se
espera beneficie simbólica/culturalmente a quienes son objeto de dichas declaratorias-
(Bourdieu 1992, citado en Delgado 2001). Pero no son ellos quienes establecen los
parámetros ligados a dicha rentabilidad, sino el propio organismo el que acaba
consolidando un “umbral de la cultura/patrimonio”, una especie de vara a partir de la
cual medir cuanti/cualitativamente las expresiones potencialmente patrimonializables,
decidiendo y asumiendo quienes tienen o no patrimonio, quienes poseen más o menos
patrimonio, en suma quienes pueden desarrollarlo.

Una observación sobre las justificaciones acerca de las declaratorias permite dar cuenta
de la recurrencia sobre al menos dos razones de peso para su selección y activación. En
primer término, la mayoría son expresiones “en riesgo de desaparición”, atributo
estrechamente asociado a la tradicionalización y la cuestión de la diversidad cultural. En
segundo lugar, los cambios económicos (creciente comercialización) y/o deterioro
económico, así como las transformaciones producto de urbanizaciones y/o
industrializaciones, el impacto mediático o del turismo, o bien la proximidad con
influencias de grandes capitales o ciudades, son razones recurrentes. Ambos asuntos,
visualizados como problemáticos, permiten entrever que el mapa del patrimonio
inmaterial se constituye entre delimitaciones y jerarquías. Lejos de los centros de poder,
se fortalecen las periferias, al mismo tiempo en que se profundizan las brechas respecto
de esos centros. En el mismo sentido, se apela al carácter “folk” de sociedades
legitimadas en tanto portadoras de saberes y prácticas “tradicionales”, al mismo tiempo
en que el mundo desarrollado y urbano se vuelve amenazante –solo que esta oposición,
que encierra en el adentro la periferia y deja afuera el centro, es el resultado de una
construcción solo admisible respecto del patrimonio inmaterial y de su utilidad para la
regulación de otros problemas-. Como señala Romero Ceballos “lo rural (y
agregaríamos las comunidades “minoritarias”) …[es] lo único genuinamente
representativo de una cultura, pues lo urbano moderno no se ha ganado aún el derecho
de ser un objeto “preservable”. Y agrega a partir del caso de la música “chicha” en Perú,
devaluada en su contexto nacional por su “incultura”, “¿hay expresiones culturales de
mayor valor y de valor menor? ¿algunas merecen preservarse y otras no? ¿Quién decide
qué debe preservarse y qué no merece conservarse?” (2005:48).

¿Hasta donde esta forma de identificación y reconocimiento contribuye en la imposición


de una cartografía del “mosaico” –a cada cultura un cúmulo de expresiones ligadas a lo
inmaterial-, al mismo tiempo que induce a la idea de un mapa desigual –no todas las
culturas poseen manifestaciones de este tipo, es decir, las expresiones tradicionales
aparecen vinculadas a ciertos continentes y países, particularmente a las “minorías
culturales” (indígenas, campesinos, afrodescendientes, etc.) y desvinculadas de
continentes y países occidentales ligados al primer mundo y donde se espera que estas
“tradiciones” hayan desaparecido por efecto del progreso y la llegada al mundo
civilizado, moderno y urbano, por ende, que las mismas (incluso las “supervivencias”)
hayan sido sustituidas por industrias asociadas al mercado cultural-?

Efectivamente, el patrimonio inmaterial se ha convertido en un recurso para la


configuración de mapas geopolíticos del poder. La salvaguarda de la diversidad cultural
es uno de los asuntos conflictivos en el mundo de hoy y en ese sentido, las declaratorias
de patrimonio inmaterial profundizan un mapa plano cubierto de casilleros culturales –
es de destacar que algunas comunidades consienten esta opción, de hecho el testimonio
de una boliviana en Buenos Aires da cuenta de ello: “No podemos contar cuánta
riqueza cultural argentina o boliviana tenemos.... pero sí podemos establecer un
diálogo de la relatividad de las culturas...-. Desde esta perspectiva, el mundo
occidental precisa de ese mapa para compensar por un lado, la industrialización cultural
y la rentabilidad que de la misma se desprende que obviamente tiene lugar en los países
y continentes “desarrollados”, por el otro, para controlar y regular las migraciones
masivas en busca de mejora de calidad de vida en las grandes ciudades de aquellos. Y
esto acontece incluso respecto del campo del patrimonio: los continentes, países,
comunidades que parecen simetrizarse o volverse equivalentes respecto de su lugar en el
mundo y por efecto de la expansión de la noción de patrimonio, no obstante ello, es
consecuencia de este panorama la consolidación de ese “umbral de patrimonialización”:
lo más significativo y selecto acaba declarándose en los países del primer mundo (nos
referimos a las ruinas, monumentos, cascos históricos), mientras que lo curioso, aquello
atravesado por el asombro, lo exotizable es observable y además debe ser congelado en
las culturas “tradicionales” en general ancladas en países no desarrollados o en vías de
desarrollo. Dichas curiosidades en tanto reconocidas, son “monumentalizadas” en su
sitio, en su origen, y necesarias en su “atraso cultural”, éste es el contexto de
oportunidad para que dichas comunidades sean incluidas en la cartografía del desarrollo
occidental.

Algunos autores han señalado que Unesco con la incorporación del patrimonio
inmaterial, a pesar de haber contribuido a la inclusión de otros pueblos, otras culturas y
sus expresiones, al mismo tiempo y aunque parezca contradictorio, ha ayudado en la
cristalización de los países menos desarrollados, menos industrializados, en otras
palabras como dijera Tulio Hernández (2001), a consolidar la perspectiva monumental:
como si su ausencia en ciertas sociedades, ubicara a estas en una etapa civilizatoria
inferior. En el mismo sentido y por relación al Registro Brasilero, Barros Laraia
(2004:15, n/traducción) hace un tiempo se preguntó “¿Y como evitar que el Registro
venga a constituir un instrumento de “segunda clase”, destinado a las culturas
materialmente “pobres” porque sus testimonios no reconocen el estatus de
monumento?”. Consideraciones que se refuerzan desde las propias comunidades
involucradas. Hace ya unos años un representante boliviano resaltaba ante sus colegas
argentinos y brasileros que “nosotros somos ágrafos….” –mirado desde la perspectiva
del desarrollo occidental-, no obstante, recalcaba que la declaratoria del Carnaval de
Oruro como patrimonio inmaterial de la humanidad permitía competir con las industrias
culturales más poderosas de los países del primer mundo.
Pero al mismo tiempo, la inclusión de lo inmaterial fortaleció la legitimidad de lo lejano
y la profundización de la distancia no solo cultural, sino también socio-económica,
respecto del otro. El enraizamiento en lo étnico, en lo comunitario y en lo rural es fijado
al pasado, y aunque recurso para el desarrollo de estas mismas sociedades, ellas no son
vistas o construidas desde el presente y entre las transformaciones sufridas por efecto de
la dinámica social. Esta cualificación acaba subsumiendo a comunidades enteras en sus
enclaves y en su pobreza socio-económica. Su “riqueza cultural” es parte de esa
configuración, sin embargo, no alcanza para reconocer los derechos de autoría sobre
estas expresiones: músicas, danzas, fiestas, narrativas, creencias, son expropiadas aún
en un contexto de extrema re-apropiación, y es desde este escenario en que los
patrimonios inmateriales en cierto momento se escapan de sus lugares, circulando sin
sujetos y sobre todo con sujetos desprovistos de derechos (el patrimonio inmaterial es
un recurso potencial de profundización de los “derechos sin autor”).

Este nuevo contexto contribuye no solo en la cristalización de “productos”


patrimoniales. También aporta en su desproblematización. Desgajar a los sujetos de sus
expresiones, y activarlas como patrimonio, clasificarlas, re-nominarlas y presentarlas
según la visión occidental, lleva inevitablemente a una mirada armoniosa carente de
asuntos cruciales: las mezclas, los conflictos y la necesaria politización de la cultura.
Algunos especialistas en consonancia con esta perspectiva, asumen que asociar cultura a
política le hace perder eficacia y que el ámbito de lo político compete a otros campos
como el de lo social, lo económicos, los derechos humanos, entre otros. Sin embargo, si
se mira con detenimiento los aconteceres de expresiones latinoamericanas ya declaradas
patrimonio inmaterial de la humanidad, es probable que emerjan esos asuntos que las
declaratorias tienden a evitar. Por caso, el Carnaval de Barranquilla en Colombia parece
una fiesta popular integradora y que exuda alegría y goce, en consecuencia mostrable y
difundida como momento de paz, sin muertes, ni guerra. Y si bien es probable que sus
actores olviden por un rato que son ex guerrilleros, o “desplazados”, por solo poner un
ejemplo, Barranquilla está atravesada por la fiesta y por el conflicto (no solo los
carnavaleros son participantes, sino también la comunidad gay o el Comando de la
Policía del Atlántico con carteles de oficiales secuestrados). En la misma Colombia, el
espacio cultural de Palenque San Basilio es el resultado del interés de UNESCO de
participar en la regulación del conflicto armado –en este caso el organismo incluso
justifica la declaratoria desde este lugar-.

El patrimonio inmaterial ha surgido como un recurso de excelencia para producir un


aparente “reajuste cultural” entre el mundo desarrollado occidental y ese otro mundo
periférico y relegado. Las “culturas tradicionales” y su cristalización como tales parecen
revertir el significado dado por años a la “carencia”, ahora ésta es reelaborada en
función de cierta riqueza cultural que se supone mengua los efectos de la pobreza.
Como instrumento de segundo orden, se espera que el patrimonio inmaterial ajuste
problemas inherentes a interculturalidad, los flujos migratorios, la pobreza socio-
económica, en suma los conflictos ligados al poder. Según nuestra perspectiva, se
espera que el patrimonio inmaterial garantice ciertos controles y regulaciones,
reforzando “culturas tradicionales” para excluir “ciudadanos parciales” (Appadurai
2001) de las grandes ciudades. En suma, el patrimonio inmaterial construido en torno de
un modelo cultural asociado a los “modos de vida”, no parece horizontalizar o igualar,
sino más bien contribuir a la reproducción de mapas desiguales del poder.
BIBLIOGRAFÍA CITADA

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