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Armesto - Arquitectura Contra Natura PDF
Armesto - Arquitectura Contra Natura PDF
Creo que es necesario que los arquitectos nos hagamos algunas preguntas periódicamente. Hay una
especialmente importante: la pregunta por la utilidad de la arquitectura. Nos cuesta muchísimo responder cuando
alguien, un vecino, un pariente o incluso un estudiante de arquitectura, que no se conforman con lo obvio, nos
pregunta a bocajarro: «...pero vosotros, los arquitectos, ¿para qué servís en realidad, qué hacéis que no puedan
hacer los ingenieros o los decoradores?». He podido comprobar mediante discretas encuestas informales
dirigidas a compañeros, profesores o estudiantes, que la respuesta a esta pregunta arroja casi siempre un
resultado más bien vago e impreciso, cuando no confuso o enrevesado.
No sé si yo mismo podré hacer alguna aportación en este sentido pero me interesa intentarlo. Para ello me voy a
servir de algunos ejemplos negativos que me permitan analizar, por contraste, algunas cuestiones sobre las que
he reflexionado y sobre las que he alcanzado a tener algún grado de convicción que puedo transmitir.
La palabra naturaleza tiene, por lo menos, dos acepciones inmediatas. Una la significa como «aquello que nos ha
sido dado», aquello con lo que el humano se encuentra. Incluso él mismo forma parte de esa naturaleza, es un
dato más sobre la tierra. Los arquitectos, cuando hablamos de los materiales, de la materia, de la materialidad,
nos referimos a la naturaleza o a algún aspecto de ella, pero no parece que seamos del todo conscientes.
Hablamos de la vida, del sitio y de los materiales naturales con los que vamos a construir y, al hacerlo, nos refe‐
rimos, en realidad, al aspecto más físico y sensitivo, porque la naturaleza está constituida de formalidad, como
demuestran las ciencias que se ocupan de su estudio. Pero nosotros insistimos en ver la naturaleza como materia,
y este es un punto de vista equívoco que saldrá de manera tangencial en el transcurso de la charla. Podemos estar
de acuerdo, por lo tanto, en que una de las acepciones designa lo que nos ha sido dado, el mundo como dato.
Pero también se utiliza la palabra naturaleza para hablar «de lo que algo es», «de lo que son las cosas», sean
estas materiales o no: la naturaleza de los hombres, la naturaleza de la enseñanza, la naturaleza de la ciudad, la
naturaleza de las cosas...
Esta segunda acepción se corresponde aproximadamente con lo que los griegos antiguos llamaban êthos y que
Aristóteles definió como el modo de ser de algo, su modo genuino de ser. Al utilizar esta acepción, no queremos
hablar de «la esencia», 80 sino de algo mucho más asequible a la experiencia; de aquello en base a lo cual, y de
un modo convencional, todos tenemos clara conciencia de qué son las cosas. El êthos de algo sería su modo de ser
genuino, su carácter. Podemos, según esto, hablar del êthos de la Arquitectura, es decir, de la naturaleza de la
Arquitectura, y también del êthos de la Naturaleza, es decir, de la naturaleza de la Naturaleza, sin que esta última
expresión constituya un pleonasmo.
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El título de la charla, entonces, encierra una duplicidad. Por un lado, los ejemplos que voy a criticar considero que
son una modalidad de arquitectura que va en contra de su propia naturaleza, es decir, contra su êthos, contra su
genuina utilidad. Y de algún modo, si de éfhos deriva la palabra castellana ética, a través de una mediación (ethikós),
estos ejemplos serían no éticos o an‐éticos, porque se desvían del modo de ser genuino de la arquitectura. Y, por
otro lado, también esas arquitecturas van contra la Naturaleza como algo dado, porque la mixtifican, la
confunden y, por lo tanto, oscurecen el êthos propio de la naturaleza. En resumen, dejan de ser genuinamente,
de obedecer a su êthos propio y, además, al mismo tiempo, oscurecen y confunden el êthos de la naturaleza.
Los ejemplos que voy a comentar plantean, además, una llamativa paradoja, porque los autores de esos proyectos
manifiestan, como si fueran devotos de lo que dicen, que se ponen de parte de la naturaleza, o sea, de parte de
la vida, de parte del sitio. De parte también de la técnica, a la que ellos llaman tecnología, (aunque creo que son
dos conceptos no del todo coincidentes). Dicen que «se inspiran» en la naturaleza, que la imitan, que la crean, que
la recrean, y al final, mostraré un ejemplo de una corriente que sostiene que la arquitectura se puede criar: Un
teórico de la Columbia University de New York llega a decir que los arquitectos podemos criar edificios como quién
cría perros o caballos de carreras.
Hablar del tema de fondo, es decir, del modo de ser genuino de la arquitectura supone hacerse la pregunta con la
que empezábamos la charla: la pregunta por su utilidad. Apoyándome en el examen de algunos de esos
proyectos, que consideraremos negativos porque van contra la genuina utilidad de la arquitectura, intentaré
reflexionar sobre qué cosa sea la arquitectura, en qué consista. Porque sólo yendo a ese principio y partiendo de él
se puede ser analítico, se puede ser teórico, o se puede ser crítico y por tanto afrontar la tarea de proyectar con
una cierta conciencia.
Para empezar a contestar esa pregunta se puede partir de un postulado basado en la experiencia común. Los
arquitectos, cuando hacemos arquitectura, debemos confrontarnos, de un modo obligado, con los tres niveles de
lo real, que ya habíamos adelantado. Estos son: la vida, que los arquitectos de un modo convenido llamamos el uso,
el programa, las funciones. La vida debe instalarse en un orden espacial y nos demandan que nosotros demos
respuesta a eso. En segundo lugar, nos tenemos que confrontar con el sitio; el sitio como geografía, relieve,
topografía, clima, y también como territorio donde algunas costumbres y tradiciones se instalan, pues los sitios
poseen un cierto carácter. Y también nos tenemos que confrontar con la técnica. Pero esa confrontación con estos
tres niveles debe producirse no de modo correlativo sino a la vez, simultáneamente.
A esos tres niveles de lo real: vida, sitio y técnica, en otros ámbitos los nombran de otra manera, aunque
bastante equivalente: en su libro Estudio sobre cultura tectónica, Kenneth Frampton habla de typos, topos y
tectónica como los tres vectores que convergen en la determinación de la forma arquitectónica. Con typos se
alude a la vida en cuanto a los modos de organización, topos hace referencia al sitio, y tectónica, a la técnica,
aunque no estoy de acuerdo con esta última correlación, pues la tectónica, contemplada desde la arquitectura,
resulta ser un concepto más complejo que relaciona la construcción con el orden visual y con el estilo. Por otro
lado, he leído que en algunas universidades norteamericanas designan estos niveles como Culture, Context,
Construction y se refieren a ellos abreviadamente como «las tres C». Y aún, de un modo que resulta ya un poco
coloquial, estos estratos son identificados como Program, Site and Materiality. En una de las conferencias del
Foro del año pasado un crítico utilizaba también, a su modo, estas tres categorías. Así que creo que sobre esta
cuestión de identificar los niveles de lo real que incumben al proyecto, hay un acuerdo bastante general. Pero no
sucede lo mismo cuando se plantea el modo de esa relación.
La cuestión que me interesa transmitir, compleja y difícil, es que el arquitecto, respecto a la vida, el sitio y la
técnica, responde como en un diálogo del teatro del absurdo. Responde con cosas, con elementos, que no
pertenecen propiamente a ninguno de esos órdenes: responde con delimitaciones espaciales. Y, entonces, esos
tres niveles de la realidad no rechistan, se avienen, se instalan en esa espacialidad, a veces mejor, a veces peor y
adquieren un estatuto arquitectónico.
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Por lo tanto, la experiencia dice que hay una correspondencia, una posibilidad de acuerdo, entre vida‐sitio‐
técnica, que representan los requisitos de lo real, y el objeto cultural llamado arquitectura. Pero hay quien cree —
estos ejemplos negativos que voy a mostrar son una pequeña prueba‐, que estos niveles de lo real y la
arquitectura se avienen entre sí porque la arquitectura es una entidad transformista capaz de travestirse en un
objeto con caracteres vitalistas, topográficos o tecnológicos, es decir, naturalistas, hasta casi confundirse con
ellos.
Aquí vamos a postular justamente lo contrario: el acuerdo se establece porque por debajo de la vida, del sitio y de
la técnica existe un sustrato común que llamaremos formalidad. Ese sustrato de formalidad es lo que hace que la
arquitectura pueda responder a la realidad, ayude a su construcción y acabe formando parte de ella y la
represente. Porque la arquitectura es pura formalidad y es autónoma respecto a la materia. La arquitectura no
necesita de la materia para ser concebida. Y aunque ya, hace cinco siglos, lo señalaba León Bautista Alberti en su
célebre tratado, esta afirmación resulta ahora altamente polémica: existe un discurso muy establecido en las
escuelas de arquitectura, en los escritos que se publican cotidianamente, o que surge durante las
conversaciones entre colegas, que defiende con pasión la materialidad de la arquitectura. Este asunto funciona
como un dogma puritano y contradecirlo en público suele suscitar una reacción de escándalo. Ya que la vida, el
sitio y la técnica están muy cerca de la naturaleza los arquitectos tendemos a ver o sentir estos niveles tan sólo
como hechos naturales y, en consecuencia, tal como decíamos al principio, como sinónimos de la materia y a ésta
como un fenómeno que pertenece al orden de lo sentimental.
Sin embargo los arquitectos no necesitamos tocar ni un ladrillo, por así decir —o no es esencial que lo hagamos— y
cuando trabajamos en lo nuestro no somos conscientes de lo que es la materia. Cuando hablamos de los
materiales, para referirnos a su consistencia deberíamos describir y utilizar su composición físico‐química, una serie
de propiedades intrínsecas, pero no lo hacemos. Sólo en los Pliegos de Condiciones Técnicas se habla de esas
propiedades, que curiosamente son de orden formal, formulables científicamente, y que, al pertenecer a la
intimidad invisible de la materia, no pueden constituir, por ellas mismas, valores para el proyecto.
Resumiendo, los arquitectos hacemos un acercamiento animista y sentimental a los materiales y a la materia, sin
tener en cuenta que casi nada se utiliza según se extrae de la naturaleza, y que todos los elementos con los que
erigimos los límites son en realidad productos manufacturados, es decir, impregnados de formalidad (barras,
láminas y bloques). La base conceptual que permite ese idilio tan hermoso entre vida‐sitio‐técnica y arquitectura,
cuando sucede, es que todos esos niveles y la arquitectura comparten un mundo de formalidad.
En las ocasiones en que trato de aclarar algo este tema de la formalidad suelo preguntar al público si sabe qué
es un tafetán, por ejemplo. Esta pregunta la podría formular aquí, en esta sala. Normalmente lo que se oye como
respuesta, entre los que saben que un tafetán es un tejido, es lo siguiente: algunos hacen un gesto con la mano
frotando la yema del dedo pulgar sobre las de los otros dedos y dicen algo así como «un tafetán es un tejido suave,
es un tejido de seda». Les contesto que un tafetán se puede hacer con cuerdas de barco" o con cualquier otra
cosa. Los sacos, las arpilleras son tafetanes. Porque el tafetán es la forma del tejido, es el tipo de ligamento: un
hilo de trama pasa, alternativamente, por encima y por debajo de los hilos de la urdimbre. Un tafetán es un tipo
de tejido como el que vemos en la imagen que hay en la pantalla y en esa imagen no se especifica el material. El
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tejido más elemental es un tafetán y no importa de qué materia sean los hilos. Para definir cualquier tejido es
necesario hablar de su formalidad esencial, constitutiva: una sarga se distingue de un tafetán por el tipo de ligamento o
combinación entre la trama y la urdimbre, estén confeccionados con hilos de lana, de lino, de seda, o de «lo que sea».
Los hilos de urdimbre lo son por la posición relativa que ocupan en el telar, por su función o rol estructural. Los hilos de
urdimbre se tienden primero y se tensan, los de trama vienen después. No se puede tejer si primero no se ha urdido.
Urdir lleva mucho tiempo, porque hay que planear unas estrategias que resultarán determinantes para el resto de la
tarea (urdir se utiliza a veces como sinónimo de planear algo). Sarga y tafetán son nombres que designan formas de
tejidos y que no hacen referencia a su materialidad. El trabajo del tejedor consiste en coordinar con movimientos
diestros la operación, estrictamente formal, de entrelazar los hilos de la trama con los de la urdimbre. Si filmáramos la
escena y luego pudiéramos borrar todo lo que no fuera al propio tejedor en acción, contemplaríamos a alguien
moviendo pies y manos, en el espacio, de un modo coordinado, de un modo no muy distinto a como lo hace el que
dirige un pequeño conjunto que ejecuta una pieza musical. El mismo tipo de formalidad rige estos modos de hacer. Los
gestos del tejedor, que son secuencias eurítmicas temporales se depositan en la pieza de tejido y se sincronizan en un
objeto que tiene una presentación espacial (y aquí, algunos dirían material). La ejecución es anterior al objeto ejecutado
y éste, al final, posee color, textura, contrastes, motivos, que son esenciales para el modo en que es percibido por los
sentidos. La pieza musical se percibe al mismo tiempo que se ejecuta pero queda en la memoria del que la oye como una
experiencia espacial. En este caso, como no hay propiamente objeto es más difícil que alguien encuentre materialidad
en la experiencia, y sin embargo en el leguaje musical se utilizan palabras como color, textura, contraste o motivos.
Estas palabras designan valores (formales) pero no designan materiales.
Es fácil darse cuenta, aunque no es obvio, que el sistema de notación musical que se consolidó a partir de un cierto
momento, el pentagrama con las notas, es análogo a un tejido, ya que las cinco líneas, que son el eje temporal de la
composición, permiten la inserción de las notas de un modo semejante a como la urdimbre permite la inserción de la
trama. En consecuencia, sería pensable tomar un tapiz o un tejido como si fuera una partitura e interpretarlo con
instrumentos musicales, o a la recíproca, convertir una pieza musical en un tapiz. También quienes estudian la
consistencia del lenguaje humano lo describen como un hecho cuya sustancia es puramente formal. E incluso Ferdinand
de Saussure cuando habla de los dos ejes del lenguaje: el sintagmático o eje de la combinación y de la contigüidad y el
paradigmático o eje de la semejanza y de la asociación, utiliza una analogía que aproxima el lenguaje al tejido, lo textual
a lo textil. También el sistema de trazado de ciudades de los etruscos, luego heredado por Roma, se rige por esas leyes:
los decumani son hilos virtualmente infinitos y los cardo, que se entrelazan con los primeros, tan sólo van del primero al
último de los decumani como los hilos de la trama. Otra vez, la ciudad sería como un tapiz sobre el territorio. En un
tejado, las tejas se disponen según dos lógicas complementarias: en el sentido de la pendiente y a lo ancho del plano; en
un caso se dibujan las canales o surcos y en el otro se alinean las juntas producidas por el solape: o sea que también el
tejado es como un tejido.
Podríamos decir, por lo tanto, que un tejado, una ciudad, un tejido, una canción, un cuento narrado, un texto escrito y
un campo arado son análogos. Esta serie de correspondencias o analogías entre realidades de apariencia y escala tan
distintas son sólo posibles en el plano de la estructura, de la formalidad, mientras que son insostenibles en el nivel
de «su materialidad» y nada evidentes en el plano de su figura. Ahí son diferentes, porque cada uno obedece a su
propio êthos.
Pues bien, con el mismo sentido que hemos encontrado en los ejemplos anteriores, la formalidad se halla
presente también en la arquitectura. Y esta formalidad es la base de su autonomía. Y aquí entro en el
subtítulo de esta conferencia para defender y clarificar el concepto de autonomía referido a la arquitectura. Es
un concepto que en los años sesenta emergió con fuerza y luego fue mal interpretado, criticado, aplacado y
desprestigiado, hasta desaparecer del mapa con unas consecuencias desastrosas.
Decir que algo posee autonomía no es lo mismo que decir que es independiente, que puede separarse de todo lo
demás y situarse en un mundo aparte, autárquico. La idea de autonomía la tenemos todos, pero no somos
completamente conscientes de sus implicaciones. Autonomía quiere decir, sencillamente, que algo «se arregla», es
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decir, que algo posee elementos y reglas que le son propios y se rige por ellos. Defiendo, por lo tanto, que la
arquitectura posee autonomía: se arregla, tiene reglas y elementos que le son propios y que forman parte de su
êthos, de su modo de ser útil. Y defiendo que el arquitecto debe tener conciencia de la autonomía de la
arquitectura para evitar algunas consecuencias que vamos a comentar al tratar de los ejemplos negativos
escogidos. La condición necesaria para que la arquitectura sea útil, realice su genuina utilidad, es que tenga
conciencia de su autonomía y no lo contrario. Igual que sucede entre personas: sólo si una persona es autónoma
puede ayudar a otra que no lo sea a causa de la edad (niño, anciano) o a causa de su específica condición de
incapacidad.
Los ejemplos que voy a mostrar y que voy a criticar, no son autónomos, sino lo contrario, son heterónomos. Todos
hacen un discurso bastante esperpéntico sobre la vida, sobre el sitio o sobre la técnica. Y toman como rasgos que
van a constituir el proyecto ciertos aspectos de la vida, del sitio y de la técnica, pero no de la arquitectura. No son
conscientes de los elementos, reglas y formas propias de la arquitectura. Y no lo son porque están pendientes de
eso que los historiadores han llamado el Zeitgeist, el espíritu de la época, lo que se lleva, lo que hay que hacer para
demostrar que se es contemporáneo. Dado el estado de la civilización, están tan atentos a cómo parecen ser la
vida, el sitio y la técnica en la actualidad, que se desplazan a ese otro territorio y toman prestados aspectos, ras‐
gos, que no pertenecen al êthos de la vida, del sitio y de la técnica, sino que son envolturas superficiales,
normalmente figurativas y muy contingentes. Y esos rasgos los convierten, los traen al campo del proyecto y
fundamentan el proyecto sobre ellos. Recordemos que vida, sitio y técnica pertenecen a la naturaleza, la vida y el
sitio de un modo directo; o proceden de ella (la técnica transforma la naturaleza), y por eso se cargan de
connotaciones de materialidad. Portento las arquitecturas que vamos a comentar estarán contaminadas de ese
naturalismo.
Pero, por otro lado, al mismo tiempo que tienen que ver con la naturaleza, los tres niveles poseen una dimensión
cultural que los vincula al cambio histórico y por ello podemos decir que progresan. Pero la arquitectura no
progresa del mismo modo. La arquitectura se ajusta al cambio histórico a través del estilo, concepto que se refiere
al orden espacial y visual que alcanza a tener en cada ciclo de civilización. El estilo en arquitectura sí que toma de
la vida, del sitio y de la técnica algunos caracteres, pero lo hace por analogía, en el plano profundo de la formalidad
y no en el plano superficial de la figura o en el sentimental de la materialidad. La formalidad de la vida, del sitio y
de la técnica en un ciclo histórico determinado, puede pasar a la arquitectura por un proceso complejo, pero a
través de los cambios en el tiempo, que se hacen visibles a través de los estilos, la arquitectura no pierde su
propio carácter, no se desvirtúa, no se hace irreconocible.
U N A S N O T A S S O B R E E L CONCEPTO DE UTIL IDAD
Antes de pasar a los ejemplos negativos y después de esta larga introducción creo que ha llegado el momento
de adelantar alguna definición de la utilidad de la arquitectura, a la que nos podamos referir en adelante.
Cuando nos preguntamos coloquialmente por la utilidad de la arquitectura, la respuesta más frecuente va en el
sentido de que la arquitectura nos cobija, nos protege, nos guarda del clima, es decir, nos conserva. Es bien
cierto; podríamos decir que esa utilidad coincide con la función homeostática que la arquitectura realiza,
ayudando al equilibrio biológico de los seres humanos con su medio ambiente. Eso parece claro, resulta obvio,
o sea, al mismo tiempo oscuro porque de esta definición de la utilidad de la arquitectura no se deriva casi nunca
claridad sobre sus formas propias, sobre su êthos. Y ello es así porque hay muchos otros medios para conseguir o
preservar el equilibrio homeostático, como son el vestido, el alimento, incluso las armas (para cazar y alimentarse,
para protegerse de los ataques) y la arquitectura no se acaba de mostrar como imprescindible.
Hay otra definición de la utilidad de la arquitectura, que es complementaria de la primera, pero que sí nos da
muchas pistas sobre el êthos, la naturaleza propia de la arquitectura, su carácter, su modo de ser. Pero no es tan
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obvia. La utilidad genuina de la arquitectura reside en la capacidad que tiene ésta para construir un lugar. Por
definición, un lugar es un espacio antropológico, no es un sitio no visitado. Un sitio visitado, sobre el cual alguien
se ha demorado, sobre el que se han tenido una serie de experiencias humanas, etc. El concepto de lugar, tal
como ha sido definido por la antropología, es un sitio atravesado por un tiempo‐memoria. Un sitio al que los
humanos se refieren. Se van de él y regresan a él, recuerdan experiencias asociadas a él, etc.
Por lo tanto, la arquitectura no sirve sólo y principalmente para protegernos de la inclemencia física, de la
intemperie, sino que sobre todo, asilo creo, la arquitectura al instaurar un lugar, lo que consigue es resguardarnos de
la intemperie moral. ¿Qué es la intemperie moral? La desorientación. ¿Y qué es la desorientación? No saber dónde
estamos, en qué momento estamos, en qué sitio estamos. No saber dónde "«nos encontramos» es lo mismo que
«estar perdidos» o estar dispersos, disgregados. Si alguien tiene padres en edad avanzada, o ha visto a gente que ha
perdido la orientación por algún motivo, habrá podido percibir el dramatismo que la expresión «intemperie
moral» conlleva pues equivale a alienación y a pérdida de autonomía.
Cuando uno piensa que la arquitectura sirve para proporcionar orientación —además de cumplir aquella función
homeostática, que está fuera de duda—, entonces empieza a darse cuenta de cuáles son sus formas propias, sus
elementos, sus reglas, aquello que le otorga autonomía.
Así, estos ejemplos negativos, en su heteronomía, toman prestados los elementos para confeccionar el proyecto
directamente de la vida, del sitio o de la técnica, realizando una doble falsificación: porque ni siquiera toman lo
esencial de esas tres categorías, y además y sobre todo, porque el proyecto no parte de las propias formas de la
arquitectura, sino que navega en una situación intermedia, confusa, o híbrida según una palabra que está de
moda entre los arquitectos. Lo notable es que todo esto tiene un gran éxito de público y crítica, de modo que no
deja de ser dramático contemplado desde la cultura arquitectónica.
Voy a examinar ahora unos cuantos casos que son ejemplos bastante conocidos ya que han sido muy publicados e
incluso algunos han sido objeto de lujosas monografías.
El primero de los ejemplos es el proyecto que se hizo en Barcelona entre 1985 y 1992 para construir un nuevo
frente marítimo con motivo de la celebración de los Juegos Olímpicos. Esta fachada de la ciudad es tan marítima que
se construyó literalmente sobre el mar y por delante de la fachada neoclásica de la ciudad, la que se asomaba al
Mediterráneo hasta bien entrado el siglo XX. En este ejemplo queda ilustrado el modo en que la exacerbación
vitalista de lo mercantil, del consumo, contagia a algunos proyectos de arquitectura, incluso de gran alcance
urbano.
Es un proyecto en el que ha participado mucha gente, hay muchos arquitectos, políticos, gestores,
comprometidos en esta transformación. Pero hay una coherencia extraordinaria que se descubre al coleccionar
y examinar una serie de elementos de esta fachada, que van presentándose, todos, como determinados, como si
hubiera un encantamiento que hiciera que todo aquél que trabajara en estos años, construyendo este nuevo
frente de la ciudad, esta fachada para el siglo XXI, se viera inducido a ilustrar una especie de paradigma que, en
un escrito publicado justo antes del cambio de siglo y de milenio, denominaba como «obsesión por lo gástrico»,
una gastronoia, caracterizada por las funciones vitales de deglutir, digerir y exc‐92 retar que se hacen allí
presentes a través de la arquitectura y de la relación de los espacios libres con el sitio. Unas características que
son también propias del mercado, que pertenecen al êthos de lo mercantil.
Para hablar de este ejemplo he escogido un dibujo, muy bien hecho, que es una caricatura. Pero no es una
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caricatura sarcástica, pues no intenta burlarse de nada, sino más bien festiva. El autor puede que sea un
descendiente de Ricard Opisso, un gran dibujante barcelonés, experto en captar escenas urbanas, casi siempre
con muchísima gente en actitudes cotidianas. El dibujo muestra la efigie de la Barcelona surgida de las
Olimpiadas de 1992 y se ha editado en forma de tarjeta postal para turistas y visitantes. Esta postal resume
bastante bien lo que a mí me parece criticable de esta fachada marítima actual de Barcelona, que se
extiende más allá del encuadre del dibujo.
El bello dibujo de Más y Vila describe lo que parece ser una ciudad ideal portuaria rodeada de poderosas
fortificaciones pero, en realidad, de lo que se trata es de una ciudad industrial amurallada y vigilada. En el interior
de su recinto empieza a haber numerosas fábricas, y también un tipo de miseria específica relacionada con la
congestión del espacio y la falta de higiene, con las epidemias, etc. Ildefonso Cerda relata y evalúa estas
condiciones en su Teoría general de la urbanización. Pero lo que interesa de esta imagen es que insiste sobre esta
dimensión de la ciudad como obra de arte, en armonía con el sitio geográfico. Por ejemplo, la montaña de
Montjuïc, el llano, este cabo arenoso que conforma el fondeadero frente a la Plaza de Palacio, la costa que se
extiende hacia Francia... Desde la Plaza de Palacio, que es el Foro en este momento de la historia se ve la montaña
de Montjuïc y, a través de las Puertas y las Aduanas, y desde el paseo sobre la muralla se divisa el mar. Falta
muy poco para que aparezca el primer ferrocarril.
En un extremo del Paseo que discurre por encima de la muralla, ya convertido en el Paseo de Colón, y en su
intersección con el final de La Rambla, se erige en 1888 la columna con la efigie del descubridor señalando
hacia las Indias Orientales. Desde la Plaza Palacio se ve esta figura y se contempla la silueta de Montjuïc, que es
como una sección transversal de la montaña. Y también, y esto es muy importante, a lo largo de la línea de costa se
ve la silueta de esta montaña tan identificada con la ciudad y tan definitoria de su geografía.
En un grabado fechado en 1856, realizado desde un globo cautivo por el francés Alfred Guesdon, se ve la ciudad de
Más i Vila a vista de pájaro, algo más tarde, cuando el ferrocarril ya se ha instaurado. Muchos de los barcos
mercantes y de guerra son veleros pero otros funcionan a vapor, como las fábricas que delatan su presencia por
sus chimeneas humeantes. Y se ve también el llano despejado ya que durante ciento treinta años estuvo
prohibido construir en él.
En este otro dibujo —que parece inspirado en el grabado que hemos visto hace poco— realizado por Le Corbusier
hacia 1932 para el Plà Macià, se propone ya reformar la ciudad industrial del siglo XX y ordenar sus partes, sus
funciones. Le Corbusier, dibuja la sierra de Collcerola, Montjuïc, la ciudad desde el mar. El marco geográfico es
nítido, y eso es lo importante: la ciudad recorta su figura sobre este fondo geográfico y se compone con él. Esta es
una ciudad sin murallas, abierta, higiénica, ordenada: es la ciudad funcional, pero sobre todo, está contemplada
en sintonía con su geografía.
Entre los años treinta y 1985, fecha en que se inicia la transformación actual de la fachada marítima, el llano se
satura y la edificación desborda sus límites. Esta Barcelona, así formada, no tiene más relación con el mar que la que
tenía la vieja ciudad del XIX. El ferrocarril trazado a lo largo de la costa a mediados del XIX sería el causante principal de que la
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ciudad, ahora extendida hasta el río Besos, perdiera ese contacto con la línea del litoral y con su significado.
Con motivo de las Olimpiadas de 1992 parecía que Barcelona iba a poder restaurar esa relación a través de su
nueva y prolongada fachada marítima. Esta es una vista de las obras casi acabadas, donde se ve la ribera de
levante en la que, antes de la transformación, había toneladas y toneladas de escombros, millones de metros
cúbicos de basura. Recuerdo todavía esta ciudad y la imposibilidad de aproximarse al mar. Si uno se empeñaba
en ello, pisando detritus más o menos inmundos se llegaba a una altura de más de dos pisos respecto al agua; el
mar resultaba inaccesible y ajeno. Hacia 1985 aparece la posibilidad de que con las reformas para los Juegos
Olímpicos la ciudad se asome al mar e incorpore la costa hasta llegar prácticamente al río Besos. Esta operación de
abrir la ciudad al mar y realizar ciertas infraestructuras imprescindibles, resulta ser un gran éxito en términos de
gestión, un éxito indiscutible. Pero se haría de un modo culturalmente cuestionable.
Remedando el aforismo «mi casa es también todo lo que puedo ver desde ella», la ciudad sería todo lo que el que
la habita puede ver desde al menos los espacios forales, desde los espacios públicos. Y esa dimensión, que es sobre
todo cualitativa, es lo que esta operación de gran éxito, ha frustrado en gran medida: la reforma realizada ha
propiciado la oclusión de la relación de la ciudad con su sitio.
Como es sabido en esos años no sólo se reforma la fachada urbana sino que se construyen también las rondas
para el tráfico, y sobre todo se pone al día el sistema de alcantarillado. Antes se inundaba toda esta zona
industrial al este de la ciudad que en origen era un área de marismas y lagunas. Se acomete, pues, esa
infraestructura: los desagües, las cloacas, el sistema excretor de la ciudad. Sea como fuere, la actualización del sis‐
tema excretor, por donde los detritos fecales, los residuos de la digestión de una población de cerca de un
millón y medio de habitantes se vierten y se eliminan, sumado a la sugestión marinera, conduce a que lo
que se haga en estos años vaya a producirse bajo el signo de ese paradigma que, en otra ocasión, hemos
bautizado como paranoico‐gastronómico o gastronoico. Este complejo relaciona las actividades
complementarias de la deglución y la evacuación que se van a extender por todo el espacio disponible. Desde
ese momento, ya nada escapará a este paradigma.
Si empezamos a observar en el área próxima a la desembocadura de las Ramblas, donde está la estatua de Colón,
veremos que, sobre todo delante de la fachada neoclásica que antes daba al mar, se realizan una serie de obras,
de edificios comerciales y otros elementos. Y si todos pueden ser leídos gracias a la comparación banal que
vamos a hacer, que no llega a ser una metáfora, es porque la realidad así creada es banal, y porque no cuesta casi
ningún esfuerzo encontrar las semejanzas.
La Estación Marítima, que se ve a la izquierda, sería el primer elemento a comentar. La he ido a visitar y puedo
atestiguar que resulta muy trabajoso llegar a ver el mar desde ella. Es como una cazuela. Una cazuela dispuesta
para el guiso. La abundancia de figuras de pescados y de crustáceos, que aparecen por aquí es asombrosa. De tal
modo que, en un escrito publicado el año 2000, se me ocurrió bautizar esta fachada como una ZPM, usando una
nomenclatura urbanística. En este lenguaje podría querer decir Zona Portuaria y Marítima. Pues no, aquí quiere
decir Zarzuela de Pescado y Marisco. Porque no sólo está la cazuela ya preparada, sino que cuando se tiene la idea
feliz (?) de prolongar el discurrir de las Ramblas para poder acceder a un centro comercial en medio del agua, se
insiste en la silueta de los peces, o de los pescados, que no es lo mismo. Antes de esto y anunciando lo que iba a
ocurrir, un diseñador gráfico había colocado una cigala gigantesca frente a la fachada histórica. Este
«monumento» ha sido conservado después de que, recientemente, se haya reformado de nuevo el Port Vell.
El centro comercial cuyo nombre, Maremágnum, le hace justicia, en el que acaban ahora las Ramblas de
Barcelona, posee una panza azulada, como los atunes. Algo más allá, un cine temático, parece un taco de
mantequilla. También hay un acuario que permite pasear entre los animales marinos sin mojarse, de modo
que aquí la comparación se invierte pues es el público el que se propone como alimento para los peces.
Más allá aparece el pez que proyectó Frank Gehry, un bonito umbráculo.
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Al otro lado de la calle Marina se construye un puerto deportivo que se ha llenado hasta la saturación absoluta
del espacio con una tiendas o carpas (incluso la palabra carpa designa una especie de pescado) con restaurantes
donde se cocinan sardinas y gambas a la plancha las veinticuatro horas del día, y cuyo humo grasicnto sale de sus
cocinas por los fustes de estas lámparas impregnando toda la atmósfera de ese olor intenso, que al principio es
aperitivo, y luego disuade, no sólo de ir a comer, sino de acercarse a este mar donde todo está ya cocinado. Estas
lámparas, rezuman grasa por las rejillas de ventilación. Yo me preguntaba en aquel escrito publicado en el año
2000, más bien sarcástico, si no vendría de aquí la palabra lamparón. Resulta que esto son chimeneas de grasa
que además dan luz. Desde este sitio tan público, el pez de Gehry oculta la silueta de la montaña de Montjuïc que
no es sólo un hito o referencia visual sino un elemento primario de la estructura geográfica y espacial de la
ciudad. Si uno quiere mirar el mar desde este paseo público no encuentra el agua, ocupada por los cascos y los
mástiles de las embarcaciones que nos recuerdan una vez más, a unos mariscos o crustáceos. La zarzuela de
pescado y marisco, que es el modelo ejemplar de este ambiente, es un guiso muy celebrado, pero a mí siempre
me ha llamado la atención porque se parte de unas tajadas de mucho prestigio, buen pescado y marisco, y luego
se reduce el agua con el fuego y queda un caldo absolutamente denso y excesivamente sabroso. Y quedan allí
los restos del pescado, como náufragos. Cuando uno se asoma a este sitio no consigue ver el mar. Sólo 98 se
puede ver el mar entrando en el rompeolas que abriga el puerto deportivo. Pero ese sitio es considerado un
punto peligroso y se cierra siguiendo un horario. Es el único espacio público nuevo que se ha construido en el año
92 en la fachada de Barcelona al mar, pero tiene un horario, y es peligroso.
Para colmo, en la Avenida de Icaria que unía la ciudad histórica con el Cementerio del Este, un paseo paralelo al mar,
cuyo eje daba directamente sobre Montjuïc, aparecen unas construcciones abigarradas que sugieren las espinas
de un banquete de gigantes que clausuran absolutamente la visión de la montaña desde el Paseo. Esta oclusión
del nexo visual entre la ribera y la montaña se ha culminado de modo definitivo con la construcción del edificio
para la Cía. del Gas.
No puedo extenderme más, pero cuando uno se sitúa en este marco, ni puede ver el mar abierto, ni
experimentarlo, ni puede ver Montjuïc, ni puede ver la Sierra de Collcerola. Incluso la Villa Olímpica está separada del
mar por una falsa trinchera, porque la Ronda del Litoral se ha hecho arrimando tierras, es decir, terraplenando y no
desmontando. Las calles, que bajan desde la montaña de Collcerola, a través de un llano que se va suavizando hacia
el mar, al legar allí suben un poco debido al terraplén que proporciona un horizonte de asfalto, de calles, que le
impide ver el horizonte genuino que es el del mar. Para colmo, cuando uno se asoma al balcón de su casa, en las
calles que van hacia el mar, no ve tampoco el horizonte porque en el plan urbanístico de la Villa Olímpica se
permitió que los edificios cabalgaran las calles, como ocurre en algunas ciudades medievales.
En resumen, se ha conseguido ocluir la relación espacial con su geografía de esa parte tan importante de ciudad.
Este hecho produce desorientación, es decir, abotargamiento, disminución de la conciencia, estupor.
A esta dependencia de la arquitectura respecto a los fenómenos vitalistas le llamábamos antes heteronomía.
Deglutir, defecar. Para muchos es insoportable un espacio público que no esté desbordante de «vida» y saturado
de ruido y actividad. Aquí entramos en debate contra eso. La ciudad necesita espacios que, por así decir, no tengan
vida. Espacios vacíos, intervalos significativos. Pausas. Lugares en que el ciudadano vaya a pasear. Gratuitos. Donde
no se haga nada. Donde no se coma nada. Donde no se intercambie nada. Lugares de orientación desde los que
se pueda reconocer la forma de la ciudad y el sitio donde se asienta y se perciba el paso del tiempo. Como
sucede en los cementerios. Aristóteles lo decía en su Política: «La plaza pública no será nunca ensuciada con
mercancías... y se prohibirá el ingreso a los artesanos. Alejada y bien separada de ella estará la que se destine al
mercado...».
9
I 17
EJEMPLOS DE HETERONOMÍA RESPECTO AL SITIO
El segundo ejemplo es el caso de La Ciudad de la Cultura en Santiago de Compostela, que sirve para ilustrar cómo,
tomar prestadas las figuras de la topografía o de la geografía, coincide con una pérdida de autonomía de la
arquitectura, con resultados equivalentes a los del ejemplo anterior. A esta figura le llamábamos toponoia, o
paranoia topográfica.
El casco histórico de Santiago tiene una silueta marcada por una ronda que lo delimita respecto a los ensanches
posteriores. Y se ve en esta planta de la ciudad, un plano de la ciudad histórica realizado cortando por las plantas
bajas, que esto es arquitectura, esta ciudad está hecha de arquitectura. Las casas, los edificios públicos y la
ciudad entera están hechos de lo mismo. Luego, al final, mostraré de qué están hechos, porque es tan obvio
que lo obviamos, es decir, es tan conocido, que no lo reconocemos.
Se convoca un concurso en 1999 para construir en este monte no muy alto, el Monte das Gaias, la llamada
Ciudad de la Cultura de Galicia, a base de una gran cantidad de equipamientos. El casco histórico de la ciudad está
aquí, hay unos episodios espaciales extraordinarios: una serie de calles medievales casi paralelas van, algunas de
ellas, a desembocar en un sistema de plazas que rodean a la catedral. Se aprecia el tamaño notable de los
monumentos. Está la Catedral con su claustro, el Hostal de los Reyes Católicos, antiguo hospital de peregrinos, San
Martín Pinario, una serie de iglesias de las órdenes religiosas, el Ayuntamiento neoclásico. Hay aquí una especie
de vacío concatenado de espacios ferales, exclusivamente torales.
Peter Eisenman gana el concurso seduciendo al jurado con un proyecto que consiste en rebanar la coronación del
monte, es decir, en desmontarlo literalmente, para aplanar su cima. Y luego, con la arquitectura propone
reconstruir la figura del monte. Esa es la gran operación que luego el arquitecto va a legitimar diciendo que él
utiliza un método científico de proyecto. La silueta de su proyecto se parece a la silueta que él escoge para
definir el casco histórico. La sugestión geográfico‐topográfica de la maqueta presentada es muy fuerte. Este
aspecto unitario se debe a que el proyecto es sintético, porque todos los edificios obedecen a la silueta
pseudogeográfica. Cada uno es un fragmento de ese monte ahora artificial, si bien introduce lo que él llama unas
estrías y deja un espacio que articula estas estrías transversales.
En esta imagen se puede comprobar que, tanto este espacio principal, como las llamadas estrías, no miran a la
ciudad. Es decir, desde estas «calles» no se puede ver la ciudad histórica. Y tampoco, en el otro sentido se puede
ver un monte que hay a unos kilómetros, El Pico Sacro. Es un monte muy singular porque es el único de esta
región que tiene un pico agudo formado por una pena, por tanto no hay vegetación. Y es un monte que ha servido
tradicionalmente a los peregrinos para saber que habían llegado al final del Camino, que estaban a punto de llegar a la
tumba del Apóstol. Tampoco esta calle, esta especie de plaza o espacio no edificado se pone en relación con ningún
elemento significativo del territorio o de la ciudad.
Es decir que, después de desmontar literalmente el monte, la arquitectura se supedita, adopta una actitud servil. Los
edificios son comparsas de una farsa geográfica. Se someten a la voluntad de dar figura a algo y renuncian a su êthos
propio. Los equipamientos son de gran entidad: un gran Museo de la Comunicación, el Museo de Galicia, la Biblioteca de
Galicia, los Archivos de Galicia, el Auditorio de Galicia, la Opera de Galicia, un edificio multiuso, supongo que para rellenar, y
uno dedicado al sonido y la imagen, que es el futuro. Uno se pregunta, ¿realmente en la tradición de las formas de la
arquitectura, un museo, un auditorio, una opera, una biblioteca, pueden todas adoptar la misma figura? ¿Tienen
vocación de tener una figura semejante: una figura semejante a la silueta de un monte?
Ya en los planos del concurso de ideas, se percibe que los edificios se sirven de una parodia de la planta libre de
Le Corbusier: en realidad se colocan abundantes pilares que puedan dar apoyo a cualquier forjado, y a cualquier
cubierta, es decir que pueden sujetar la línea de una silueta que no es otra que la de la figura del monte reconstruido
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I 17
artificialmente. Lo que causa asombro es que en el proyecto que se está ejecutando no ha cambiado casi nada. No ha
habido una elaboración arquitectónica. La sección era y es muy esquemática, y uno se pregunta qué tendrá que ver
toda esta topografía del tejado con las necesidades espaciales de estos edificios, con su carácter.
El arquitecto autor, para legitimar científicamente esta respuesta que da al encargo dice unas cosas bien curiosas. Según
él, el proyecto nace obedeciendo al espíritu de la época. Lo que hace, entonces, y así lo cuenta en la memoria
justificativa, es literalmente una fecundación in vitro de la concha peregrina por el casco histórico. Eso lo dice él, lo voy a
leer. Hay una gran astucia retórica porque intenta capturar las dos condiciones del lugar: el espacio y el tiempo. El espacio
es el casco histórico, el tiempo es el mito del Camino de Santiago representado por el emblema de la concha de vieira que
los peregrinos llevaban colgadas de cuello y que les servían para beber en las fuentes o como cuchara, como utensilio.
Pero también es el emblema de la Shell Oil Company. Es un signo arbitrario.
Eisenman pretende legitimar su proyecto con una memoria basada en un símil sexual, un símil de fecundación. Dice:
Nuestra propuesta para la ciudad de la Cultura en Santiago representa una respuesta táctil a una nueva lógica social,
la de la codificación genética [o sea, va a tener lugar una fecundación]. Las fuentes genéticas de nuestro proyecto son
la concha de vieira, símbolo de Santiago, y el plano del centro histórico. Más que ver el proyecto como una serie de
edificios discretos [se refiere a su propio proyecto], la forma tradicional del urbanismo de figura y fondo, los edificios
de nuestro centro están literalmente tallados en el terreno, [cosa no cierta pues ese terreno ha sido previamente
eliminado] para configurar un urbanismo de figura sobre figura, en la que los edificios y la topografía se funden en
figura. Contracción e implosión entremezcladas en la superficie doblada y alabeada de la concha, activan el plano de
la ciudad [es decir, la concha excita la libido del casco] y producen un nuevo tipo de centro, en el que el código del
pasado medieval de Santiago aparece, no como una forma de nostalgia de representación, sino como un presente
activo, encontrado en una nueva forma táctil, pulsante, una concha fluida [es decir, excitada sexualmente].
Este texto me produjo hilaridad cuando lo leí por primera vez. Decía en el escrito del año 2000, que la insistencia
del autor en la dimensión táctil, y sintética, nos hace pensar que el proyecto fue concebido con la luz apagada o
con los ojos cerrados, que es como mejor se aprecia la figura, la silueta, la superficie, las dobleces, los alabeos, lo
pulsante y lo fluido. La conocida afición de Eisenman, en otros tiempos, por la gramática generativa de Chomsky,
donde lo generativo era allí todavía una alusión a la deducción lógica, pero en extremo formalista, aquí se ha
convertido en genético, es decir, en algo vital, naturalista.
La consistencia de este proyecto es absolutamente sintética. No es analítica. No resulta de un trabajo de
composición. Primero aparece una figura, se prefigura el resultado final (aquello que Mies negaba), y luego se
la dota de distribución, de espacialidad, de estructura portante.
El autor quiere hacernos creer que se funda en la historia, en los mitos, en la geografía. Él mismo confiesa que
del casco coge la silueta, la que le conviene, unas cuantas líneas que representan las calles, que transforma a su
antojo con un programa de ordenador, y luego mezcla esos rasgos gráficos con la concha, convertida también en
una criatura gráfica, topográfica. Con esa operación nada esencial se recoge ni de la historia, ni de la morfología,
ni de la espacialidad, ni del significado del sitio. Porque todo es arbitrario, inventado. Todo es una pura
construcción lingüística. Y los edificios, como decíamos antes, son personajes. Son gigantes vestidos con un
ropaje extraño, no arquitectónico, que se subordinan a ese papel que les toca representar. Es una farsa
arquitectónica y es una farsa geográfica. Este tipo de proyecto heterónomo tiene esa doble virtud, dicho
irónicamente: traiciona de un solo golpe a la arquitectura y a la geografía.
En aquel escrito me preguntaba, en ese nivel del anteproyecto, donde todo estaba aún insuficientemente definido,
si la metáfora naturalista se conservaría literalmente al convertirse en un proyecto para ser ejecutado. Si lo hiciera,
entonces Eisenman querría convertir las cubiertas en prados de verde hierba. Parece inmediato. Además se
puede hacer, y en Galicia no digamos. Pero no lo hizo así. Otra posibilidad sería construirla con chapa metálica o
con piedra. Yo pensaba entonces, hace ocho años, si opta por alguna de estas respuestas, desde la ciudad o desde
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donde se vea este sitio, el conjunto de edificios parecerá un montón, ya que antes el sitio era un monte, y al seguir
teniendo figura de monte sin serlo ya, parecerá un montón de chapa o un montón de piedra, porque no hay
articulación arquitectónica. No hay fachadas, no hay decorum, no hay orden. Pero si lo hubiera ejecutado cubriendo
de hierba los tejados, la curiosidad hacía que me preguntara si las autoridades gubernativas y culturales
permitirían dejar pisar esos prados, dejar pasar a la gente para pasear sobre ese neomonte y dejar pacer a las vacas
gallegas, lo cual tendría su lógica: la vaca amarela autóctona, la vaca de Galicia paciendo sobre la Ciudad de la
Cultura de Galicia, cerca del bosque de Galicia. Hasta aquí la coherencia local y antropológica sería muy alta. Pero
entonces se podría dar una situación culturalmente bien cosmopolita: que la vaca gallega orinara en el momento
preciso en que una soprano japonesa daba el do de pecho, y en la vertical sobre su cabeza y sobre su boca. Sería
una síntesis fabulosa entre lo local y lo global.
Pero no, por lo que ha empezado a aparecer en la obra que se construye, lo que habrá allí será un elegante montón
de piedras gallegas. Unas fotos recientes de las obras lo muestran: unos andamios sostienen el perfil de una línea
directriz o silueta. Esa silueta dibuja la figura y luego todo corre detrás persiguiendo construir esa figura.
Otro ejemplo de orden topono/co es la propuesta presentada por Jean Nouvel para el Museo de la Evolución Humana
en Burgos. En el año 2000 se convoca un concurso para un solar que no está lejos de la catedral gótica, en el casco
monumental, pero al otro lado del río. Este mapa muestra la posición del yacimiento paleontológico de Atapuerca,
parece ser que importante para indagar sobre el êthos de la humanidad. Se trata de tematizar el asunto para divulgarlo
al gran público y de paso hacer negocio con la cultura, hacer negocio con lo foral, con el conocimiento y atraer el turismo
de masas.
El concurso, afortunadamente, lo ganó un arquitecto que aún confía en la autonomía de la arquitectura. Pero voy a
mostrar el proyecto de Jean Nouvel. La genial idea de esta propuesta consiste en producir un monte donde no lo había,
pues el sitio es un solar casi llano y al nivel de la ciudad, para poder hacer en él una cueva. Sobre ese monte se instalan
unos andamios que son una puesta en escena de las excavaciones. La cueva tiene una boca que mira sobre la catedral,
porque así se pretende que el tiempo prehistórico que no está ni siguiera formalizado aún, se relacione con el
momento presente. El autor lo dice entusiasmado, en la memoria: «yo consigo unir los dos tiempos». La desorientación
que este proyecto hubiera fomentado, de haberse construido, sería doble: la derivada de la falsificación topográfica y la
relativa a la confusión temporal, ambas proyectadas sobre la mirada ingenua del gran público.
EJEMPLOS DE HETERONOMÍA RESPECTO A LA TÉCNICA
Por último, comentaré el caso del Museo del Agua dulce y Salada en Holanda. Dos equipos de arquitectos se
ocuparon de proyectar este edificio y se lo repartieron: NOX Arkitekten y Oosterhuis Associates. La figura resultante evoca
una lombriz de tierra o una holoturia gigantesca que está saliendo de la arena y saca su cabeza hacia el mar.
Esta construcción se hace de un modo bastante sencillo, con unos pórticos o marcos poligonales que conservan el
mismo número de lados pero varían en la longitud de las barras que los forman. Estos marcos se colocan de tal modo que
son como secciones de la figura de la lombriz y se unen entre sí con otras barras o vigas. Finalmente estas superficies
regladas y alabeadas se recubren con una chapa flexible.
Resulta muy significativo conocer cómo sus autores describen lo que ocurre en su interior. El equipamiento tecnológico
del que se dota al edificio se convierte en lo principal, es su condición primera. Los arquitectos explican que ya que es un
museo, ha de ejercer una función didáctica: el visitante entra por un sitio y sale por otro distinto. Pero no sale
transformado por lo que ha aprendido sobre el asunto o por un aumento de conciencia sobre el agua dulce y el agua
salada. Los autores se proponen otra cosa bien distinta y nos lo cuentan:
El pabellón del agua dulce no contiene una exposición en el sentido clásico del término, como en un museo en el que
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los pies y los ojos se encuentran separados. En lugar de esto, las imágenes y los sonidos que emergen dependen de las
actividades de los visitantes, y estas dependen de las imágenes y de los sonidos, que siempre son diferentes. En un
edificio en el que el suelo se mezcla con las paredes, y la pared con el techo, donde nada es horizontal, y donde nadie
es capaz de aferrarse al horizonte porque no hay ventanas, andar se convierte en una acción vinculada al caer.
Debemos, pues, convertirnos en parte del agua para pasar a través del edificio.
Eso es lo que dicen en la memoria del proyecto. Dentro de la lombriz hay unos proyectores y unos sensores y otras
instalaciones. Mediante unos barridos luminosos, consiguen que la falta de referencias espaciales sea total, de
modo que cuando una persona se apoya en el suelo o en una pared, activa un sensor que modifica la percepción
del espacio, así que la gente anda por allí literalmente dando tumbos. Lo que quieren es licuar al espectador,
porque nuestro mundo se ha vuelto líquido, según manifiestan. Los autores parecen reconocer que cuando los
pies y los ojos se juntan, cuando el suelo se mezcla con la pared, y la pared con el techo, nada es horizontal, y
además no se ve el horizonte, la respuesta natural del cuerpo pueda ser el mareo, la alucinación y el vómito. Y
como el vómito es casi todo él líquido... Pero luego además añaden, en un tono visionario, porque este proyecto
acaba convertido en un manifiesto general:
Estamos experimentando una licuación extrema del mundo, de nuestro lenguaje, de nuestro género, de nuestros
cuerpos una situación en que todo deviene mediático, en que toda la materia y todo el espacio se fusionan con
sus representaciones mediáticas, donde todas las formas quedan fusionadas con la información.
El líquido en arquitectura no solamente significa generar la geometría de lo fluido y lo turbulento, sino que
también significa la disolución de todo lo que es sólido y cristalino en arquitectura. La fusión fluida de acción y
forma, que se denomina interacción, porque el punto de acción se encuentra entre el objeto y el sujeto,
comienza con el abandono de la base ortogonal de la percepción, basada en la horizontalidad del suelo y la
verticalidad de las paredes. Al fusionar suelo y pared, suelo y pantalla, superficie e interficie, abandonaremos
la percepción mecanicista del cuerpo, por una visión más plástica, líquida y táctil, donde se sinteticen acción
y visión.
Otra vez la dimensión táctil de lo sintético se convierte en paradigma para la arquitectura. O sea, ellos quieren,
con su edificio, cambiar la formalidad de la vida hasta disolverla en la sensación. No quieren hacer un sistema
espacial para orientar sino para desorientar.
El otro equipo, los autores del pabellón del agua salada, confirma esto diciendo:
Vemos la masa artificial que nosotros, los humanos hemos creado como una extensión de naturaleza ecológica.
Ya no pensamos en natural y artificial como términos antitéticos. Consideramos el mundo artificial
omnipresente. El sistema sintético global, como un inmenso organismo complejo. Ciudades, edificios, coches,
motores, ordenadores, todos participan del organismo global. Pequeños organismos unicelulares que
contribuyen a la vida y al futuro desarrollo de esta inmensa estructura global.
Estos jóvenes arquitectos han creído a pies juntillas lo que dicen ciertos ideólogos neoliberales, y lo predican y lo
practican. Es extraordinario que las ocurrencias más retorcidas, tengan, sin embargo, tanta eficacia.
El papel de las personas en esta estructura artificial es muy interesante. Son los enzimas, los portadores y los
engendradores de la información.
O sea, ya no se trata de reconocer que entre la humanidad y el mundo, hay una relación compleja, riquísima y
contrastada. No, nosotros ahora estamos integrados, somos los enzimas de un organismo global, donde se
mezclan las montañas con los coches, los edificios y las aspiradoras.
Afirman: Hemos eliminado la dominación de los volúmenes platónicos, etc. Estos arquitectos ideólogos luchan
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contra algo, parecen empeñados en una batalla contra el ángulo recto, contra lo vertical, etc.; es decir, contra esas
vulgaridades que han gobernado nuestro sentido de la orientación durante milenios. No nos queda ninguna duda,
lo que proponen estos pabellones es librarnos de la aburrida experiencia cognoscitiva que significaría entrar en un
museo convencional sobre el agua dulce y salada para enterarnos de la composición físico‐química, de los
problemas de su administración, de su escasez, del uso artístico del agua... Podemos preguntarnos si después de
ser engullidos y excretados por este bicho, la experiencia de licuefacción que hemos tenido imprime carácter y nos
sentimos ya, para siempre, formando parte de ese organismo global, o bien si nos podemos restaurar y
reconstruirnos como individuos vulgares y corrientes, convencionales.
Las personas que vemos dentro del museo en estas fotos, mientras no interactúa, parece gente corriente en una
actitud corriente. Pero a la que den un paso, estas proyecciones, estos sensores, les cambiarán la vertical y la
horizontal, tendrán que apoyarse creyendo que la pared es el suelo y viceversa y antes de poder remediarlo,
habrán caído. Es decir, que a los autores no sólo no les importa que el edificio desoriente, sino que este es su
programa, su objetivo principal.
Esto que voy a decir puede sonar muy moralista. En el mundo la falta absoluta, o la escasez de agua, constituyen
un problema gravísimo, de vida o muerte. El problema de su abastecimiento determina la conducta individual
cotidiana para un número enorme de personas, y las esclaviza. Pronto determinará, quizá en otros sentidos, la
de aquellos que vivimos en la parte desarrollada del mundo. Sólo los estados vanidosamente orgullosos de su
progreso tecnológico y capitalista pueden pensar que ahora toca licuarse. La paranoia tecnológica o tecnonoia
puede crear estos escenarios de la desorientación, verdaderas barracas de feria puestas al día, que son el síntoma
de una suerte de superstición por la cual la técnica que, hasta hace poco, constituía un tesoro de saber
morfológico útil para toda la humanidad, se va convirtiendo en tecnología exclusiva para algunos y luego en
tecnolatría y derroche.
Otro ejemplo de este orden de cosas, lo constituye la Kunsthaus de Graz. Cuando los de mi generación
estudiábamos la carrera, estaba de moda el grupo Archigram. El autor de este edificio es Peter Cook, uno de los
que predicaban sobre las ciudades del futuro, con edificios que podían trasladarse por sus propios medios. Cook
ha podido erigir este edificio cultural en una ciudad convencional austríaca, una ciudad tradicional, con tejaditos de
teja. En las publicaciones Cook llama mi querido alienígena a la criatura que ha proyectado. Y tiene una doble piel.
¿Cómo va a tener una piel un edificio?, bueno, pues este la tiene doble. Y entre las dos pieles hay unas luces que se
activan con unos ordenadores, de modo que el edificio expresa sus emociones al público, y éste sabe por esas
señales cual es el humor del alienígena, si está contento o triste, si va a haber una fiesta o una exposición, etc.
La exacerbación, casi absoluta, de esta tendencia en que lo tecnológico mixtifica la vida en su constitución,
incluso genética, biológica, ha desembocado en las llamadas arquitecturas genéticas, cuyos autores consiguen
criaturas similares a los ácaros del polvo pero ampliados un millón de veces. Uno de los edificios de la Ciudad de las
Ciencias en Valencia tiene este aspecto.
Este asunto de la arquitectura genética está incluso teorizado. Se hacen cursos de doctorado y en muchas áreas es
hegemónico gracias a la propaganda cultural y comercial y a la industria de las revistas de arquitectura.
Encontré la transcripción de una conferencia dada por un profesor que hace de teórico en la Columbia de New York. Dice
Manuel De Landa, este profesor:
Los edificios son, de alguna manera, entidades vivas, en el sentido de que las columnas que están soportando el
edificio están siempre inyectadas con energía gravitacional. Cuando las fracturas empiezan a propagarse por la
estructura, matan al edificio. Son parte de lo que es la lucha de la vida y la muerte, por decirlo así, en la
arquitectura.
Y entonces, dado que es así, propugna que nos acerquemos a la naturaleza. El diseño, que es puramente cultural
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—reconoce—tiene que ser complementado con este encuentro con la materia. Dice de Landa que el filósofo
contemporáneo que más ha pensado sobre este reencanto de la materia es Giles Deleuze. Existen programas de
ordenador, que son exactamente los mismos que utilizan la factoría Spielberg para producir «‐realidad virtual», efectos
especiales y dibujos animados, que les permiten pensar estas cosas:
Para mí, quizás el ejemplo más claro de un uso insustituible de los ordenadores, que no se puede hacer en otro lugar,
se llama el algoritmo genético. El algoritmo genético es simplemente un programa, que en lugar de construir una
forma, una escultura o una casa, le permite a uno criar esa forma.
Criar como uno cría perros o caballos de carrera. Uno empieza con una población de formas dentro del ordenador,
mezclando sus materiales genéticos como si fueran entidades vivas, y uno puede acelerar la evolución de muchas
generaciones, empezando a sacar, poco a poco, formas a una forma original con la que empezó. Esto es un arte. Igual
que el arte de criar animales con ciertos estilos y ciertas características.
Aquí se reconoce la genealogía de las ideas y métodos que Eisenman aplicaba para fecundar la concha peregrina con el
casco histórico de Santiago de Compostela.
Las figuras que salen son sintéticas, como toda figura. La palabra «sintética» se parece mucho a la expresión sin ética. Es
interesante esta resonancia que no sé si tiene algún fundamento filológico o etimológico. Probablemente no, pero el
lenguaje es analítico y descubre cosas escondidas. Es decir que lo que tiene una figura sintética, prefigurada, es dudoso
que proceda de un êthos, que tenga un modo genuino de ser. De hecho, la publicidad, las ideologías, se sirven siempre de
lo sintético, de las figuras. Nunca de los elementos y sus relaciones. Nunca nos revelan cómo están hechas las
cosas que desean vendernos. Nos brindan un resultado, figurativo, apetitoso o excitante y nos invitan a fundirnos
en una síntesis con el objeto, con el producto.
Los ejemplos que he mostrado los he escogido para poder negarlos y así afirmar de manera contrastada cuales
son los elementos que constituyen el êthos de la arquitectura. Pero no puedo extenderme más, así que quedará
esta cuestión un poco en suspenso, en suspense. Pero vamos a ver, si por una simpatía antigua entre todos
nosotros, con estas pocas cosas que puedo decir, se hace transmisible. La arquitectura es una de las artes de la
composición. La arquitectura se hace juntando cosas. Y en ese «juntar cosas» lo que se busca es delimitar el
espacio. La arquitectura es el arte de la delimitación, ni siquiera es el arte de la construcción. Por lo tanto no
tiene que ver mucho con la materialidad. Yo diría, postularía, que sólo es ética la arquitectura que reconoce su
autonomía, su êthos propio, sus elementos, sus reglas, su modo de ser genuino, sus formas propias. ¿Cuáles son
estos elementos o formas propias? Resulta que no son de un solo orden sino de dos órdenes.
Aquí a la izquierda muestro este grabado famosísimo, la cabaña primitiva del abate Laugier, que según
empiezo a pensar es el precedente de estos ejemplos que incurren en heteronomía, en burdos naturalismos.
No afirmo que el pensamiento ilustrado tenga la culpa, pero sí que la Ilustración, al mismo tiempo que aporta
las bases de la racionalidad que funda el mundo en que vivimos, también contribuye a crear una especie de
extraordinaria confianza en la ciencia, en la técnica, en la transformación de la naturaleza. Y es lo que hace decir a
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114 estos arquitectos que prolongar la naturaleza con los objetos culturales es como criarlos. De hecho la
cabaña de Laugier habría que regarla, abonarla y podarla de vez en cuando.
Dentro de poco, según los que sustentan la ideología naturalista, ya no será necesario hacer un proyecto y una
dirección de obra, sino que se podrá ir con el ordenador al sitio y allí el constructor, en lugar de grúas y camiones,
tendrá un aparato de prototipado rápido, como los que ya existen para hacer maquetas, y con un magma fluido,
que en contacto con el aire polimeriza y se solidifica, accionando el ordenador, la máquina fabricará una criatura
de éstas, con oquedades y con varios sistemas integrados como el circulatorio, el respiratorio, el nervioso, etc. Los
habitantes podrán entonces enchufar sus propios sistemas fisiológicos y esta criatura estará viva y controlará
nuestro sudor, nuestra respiración, tendrá en su memoria nuestras preferencias y cuidará de nuestra salud
poniéndonos en equilibrio homeostático excelente con el medio —yo me pregunto, ¿con qué medio?, porque el
medio será también una cosa mixta.
En la cabaña de Laugier unos árboles, de una manera tortuosa y forzada, acaban adoptando la figura de un templo
griego, con su frontón y sus columnas, o la del atrium tetrástilo. El prestigio de la naturaleza como modelo ejemplar,
en este caso hace que la cabaña primitiva, además, esté viva, o sea este mito de origen es un objeto cultural y
natural a la vez. Yo creo que aquí, como hacían los del GATCPAC en su revista AC, sería didáctico trazar sobre el
dibujo un aspa en rojo y decir «esto no muchachos... vamos a volver a pensar». Cada generación debería volver a
repensar los principios.
Debo decir que me he puesto a esa tarea desde hace años y he caído en la cuenta de que hay dos orígenes de la
arquitectura. Uno está constituido por aquellas formas que derivan de conservar la vida en el tiempo, incluso más
allá de la muerte, en la memoria. La arquitectura toma prestadas estas formas; ¿hay un pecado de heteronomía
original? Sólo aparentemente. La arquitectura toma prestadas de la forma cultural agricultura, de sus utensilios,
no de la naturaleza, unas formas, que van a ser las formas monumentales. Esas formas son: las vasijas, los
graneros y las tumbas. Y hay otra familia de formas, que vienen de arreglar el espacio en confines. Por eso aquí, al
lado de la cabaña de Laugier, está la cabaña caribeña de Semper. De arreglar el espacio en sus confines, salen unos
elementos lógicos primitivos: el basamento, como arreglo del suelo para el asentamiento, el recinto, y el techo.
De la composición, de la combinación sintáctica de esos elementos en infinidad de modos, sale toda la
arquitectura posible.
Pero dijimos al principio que la utilidad de la arquitectura también era doble. Por un lado, debía servir al
equilibrio homeostático con el medio, conservar la vida en el tiempo. Veremos que las formas que mejor
conservan la vida son los graneros, los silos, los secaderos y las tumbas —porque las tumbas conservan la vida
después de la muerte, en la memoria. Y que la otra utilidad consistía en proporcionar orientación en el espacio y
en el tiempo. Resulta que estas que toma prestadas de la agricultura, son las formas del tiempo, las for‐mas‐
monumento, las formas que guardan la vida en el tiempo. Y estas otras son las que arreglan el espacio en
confines. De una relación dialógica, y a veces dialéctica, entre las dos familias de formas, salen las formas
propias de la arquitectura.
Pasaré unas imágenes.
Vasijas. En el neolítico es muy frecuente encontrar casas que son vasijas, casas que contienen vasijas. En el Foro
Romano se descubrió una vasija que contiene casitas, casitas que son urnas, que contienen cenizas humanas.
Una vasija enorme, una olla panzuda o un gran cesto, apoyados en una mesa o basamento y cubiertos con una
tapadera cónica. Este utensilio es un recipiente, en los tres ejemplos, levantado del suelo y cubierto. Aparecen
aquí los tres órdenes de la arquitectura. Estos son elementos y relaciones que corresponden al êthos, al carácter
genuino de la arquitectura. Esta es mi cabaña primitiva, la que yo propongo. Os la presento esta tarde. Es
semejante a la escogida por Semper o la de Semper es muy parecida a esta. Las dos tienen unas cualidades: son
concretas y universales. No son inventadas, no son mitológicas. Son necesarias y no arbitrarias. No están tomadas
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de la naturaleza y ni siquiera abstraídas.
Hórreos en Portugal y Galicia: estos graneros son en todo semejantes a las tumbas, y son también como templos.
Son sus modelos ejemplares o paradigmas.
Silos industriales y elevadores de grano. Cuando los arquitectos modernos —léase Gropius, Le Corbusier,
Ginzburg, Mendelsohn,...— desfilan todos por la región de los grandes lagos en el entorno de Chicago, o por la
desembocadura del Río de la Plata, descubren, emocionados, estos edificios. Son los graneros en el momento en
que se convierten en elevadores de grano industriales. Es el momento álgido en el que el neolítico, que no terminó
en el año 4000 a.J., como dicen los libros, va a dar paso a la era industrial. Y dicen: «¡Ah!, ¡aquí están las formas
objetivas!. ¡Éstos son los verdaderos monumentos!». Si vemos las fábricas de Poelzig, de Behrens, de Gropius, nos
daremos cuenta de cómo la fábrica pasa a ser el monumento en la era industrial —como el silo, el granero, lo
fueron antes— y entronca en todo con sus significados y los hereda.
Gorfas en Túnez. Esto son graneros. Nichos en Andalucía. Esto son tumbas. Entre los graneros y las tumbas hay una
identidad estricta. Una analogía que desde fuera resulta insospechada, y que desde dentro, dibuja una filología
extraordinaria y común entre la agricultura y la arquitectura.
Un dibujo esquemático. Y por otro lado están los elementos lógico‐primitivos (los anteriores eran analógicos, eran
formas tomadas de la agricultura), de arreglar el espacio en confines. Sólo hay tres maneras de guardar el espacio en
confines; tres principales e irreductibles: el aula, el recinto y el techo.
El aula se descompone, lógicamente, formalmente, en recinto y techo. Se separan analíticamente. Y éstos se convierten
en elementos que tienen su autonomía. Esta operación de descomposición lógica es reversible, se puede volver a com‐
poner. Este juego lo ha hecho la humanidad desde el principio y lo sigue haciendo. Estas formas definen «la otra mitad»
del êthos, del modo de ser de la arquitectura.
Una niña jugando a Rayuela, en el momento en que está suspendida en el aire. No me puedo extender más. En resumen,
esta niña, fijaros que no toca el suelo y que parece libre y feliz. Estoy seguro de que es feliz en ese momento. Está
concentrada, no tiene sueño, no tiene hambre, no tiene ninguna otra necesidad fisiológica perentoria. O inhibe la
satisfacción de esas necesidades homeostáticas porque ahora está jugando y eso es más importante y más humano. Su
comportamiento es formal. Y su relación con estas rayas en el suelo, juego que existe en todas partes con distintos
nombres, la somete a un movimiento tridimensional. Explora, salta, se desplaza lateralmente y avanza. Este
comportamiento espacial que la arquitectura presta a la vida, en un sitio y con una técnica, yo creo que es lo que
ilustra de una manera —iba a decir «sintética», pero esa palabra me la ha prohibido el médico—, de una manera
analítica, el êthos de la arquitectura, lo más digno de la arquitectura, lo que creo que hay que seguir persiguiendo con
obstinación.
Gracias por vuestra paciencia y por vuestra atención.
ANTONIO ARMESTO arquitecto
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