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Expiatorio
Servando Clemens
La extrema
dificultad de una
muerte definitiva
Ya lo hiciste antes.
Es una mezcla de humor negro ―ese que tanto
odian y festejan los muchachos del bar― y autoestima
baja, como le dicen ahora: esa necesidad imperiosa de
saber quiénes son tus verdaderos amigos y quién te
quiere bien.
Eras un crío y vivías en el campo cuando
escuchaste la historia de un tano loco que fingía su muerte
y se presentaba, de improvisto, en su velorio para ver
quiénes habían ido a expresar su pésame. Y te pareció
una idea excelente.
La primera vez, eras joven y tus hijos estaban
recién nacidos. Te fuiste a la Capital, y el Colorado Sardás
hizo correr la voz de que no viste venir el tren; y que tu
cuerpo destrozado, en un cajón cerrado, llegaría al pueblo
en uno o dos días, ni bien resolvieran el papelerío de la
Morgue. Vos y el Colorado se rieron con ganas al ver las
caras de los tuyos cuando te apareciste en la puerta de la
Casa Velatoria. La Cristina se desmayó y no hubo alcohol
fino que la despertase hasta la mañana siguiente; la
Juliana ―vos sabés la boca que tiene la Juliana― te puteó
hasta en arameo; el Beto Ramazotti te metió un upercat
Juliana ―vos sabés la boca que tiene la Juliana― te puteó
hasta en arameo; el Beto Ramazotti te metió un upercat
directo a la jeta, que te dolió una semana y que te hizo
perder dos dientes; el Alberto te mandó un escupitajo que
te arruinó la corbata nueva que, oh paradoja, habías
comprado en la Capital.
Pero vos tomaste debida nota que la Cristina, la
Juliana, el Beto y el Aberto estaban ahí, llorándote. Y
también Amalia, y Lourdes con Juan Carlos, y Gonzalo, y
el Angelito y Loreto, también. Y tu vida se hizo más segura.
Como diez años después, te pasó lo de la Crisis que
te volteó la tienda y te instaló una paranoia galopante.
Alguno te metió la idea de que te habían pasado el cuarto,
y se habían quedado con tu guita. ¿Quién fue? ¿Cuándo?
Ya no los conocías. «Van a ver estos cretinos. Me van a
llorar en serio.», te dijiste. Y ahí fuiste, de nuevo.
Esta vez, tu cómplice fue el Doctor Valsechi, que
metió un garabato en el certificado de defunción trucho.
¿Quién iba a dudar del Doctor Valsechi, tan serio él?
Maquillado que parecías la misma muerte; te quedaste,
quietito, adentro del cajón. Respirabas cortito y cuando
nadie te miraba. El mismísimo doctor desalentó el «Me
pareció sentir un latido» que soltó tu mujer, con su mano
sobre tu pecho. «Todavía está caliente.» susurró la
Graciela, «Parece que estuviera vivo» dijo el Angelito.
Después, te sentaste y los miraste a todos, con algo de
desconfianza mal disimulada. Y esta
desconfianza mal disimulada. Y esta vez la puteada fue del
Colorado, el desmayo de la Juliana, la piña de la Cristina,
el escupitajo de la Lourdes y el llanto, desconsolado, del
Beto.
Otros veinte años. Los hijos se armaron sus familias
por otros rumbos y ya no te visitan. Es más, si no los llamás
vos, pareciese que ellos no se acuerdan que tienen un
padre. También están las secuelas de aquella vieja crisis
que pegó más fuerte de lo que parecía, y te dejó sólo un
par de amigos en el pueblo. La Lourdes y el Juan Carlos
se fueron a vivir a Barcelona, pero la mayoría están a unos
cien o doscientos kilómetros. Trescientos, el más alejado
que es el Colo. ¿Se arrimarían a tu velorio? ¿Seguirán
queriéndote? Los hijos vendrán, claro; y tendrás a la
familia junta después de ¿cuánto? La última vez fue para
la navidad de hace tres años.
Y aparte, están las ganas de joder, nomás.
Estás ahí, otra vez en el cajón; aguantando la risa y
viendo desfilar seres queridos. Vinieron todos, al final. Te
sentás de golpe, y pegás un grito, como de ultratumba:
«¡Uhaaaa!», pero nadie se sobresalta, ni se ríe. Nadie se
desmaya, ni te putea, ni te pega, ni te escupe. Es más:
nadie te escucha. Siguen las conversaciones en voz baja,
los rostros compungidos, los «Era tan bueno el finado», los
«Y bueh. Dejó de sufrir» y los «Dios lo tenga en la gloria»;
alguna risa contenida en respuesta a un chiste y el tintineo
de las cucharas en las tazas de café. La Cristina, la
de las cucharas en las tazas de café. La Cristina, la
Juliana, el Beto y el Aberto; y también Amalia, Gonzalo,
Angelito, Loreto, el Colo, tu mujer y tus hijos siguen
llorándote. Cuando querés salir del cajón, hay brazos que
te empujan y te acuestan, a pesar de tus manotazos y tus
gritos. Cierran la tapa del cajón, sentís que todo se mueve.
«Hijos de puta, me llevan al cementerio», te decís. Ya no
se sienten los llantos, de tanto golpe, y patada y alarido
que das adentro del ataúd.
«¡Che, como joda ya está bien! ¡Termínenla!»
gritás; pero nada.
Te desesperás, te querés arrancar la ropa,
rasguñás la tapa, te sangran las manos. Luego, las llamas
hacen un agujero en la madera y sentís como el fuego
empieza a consumir tus pies.
Daniel Frini
La noche que
nació el nahual
Nella Cannella
Morí al ver sus
ojos celestes
A fin de cuentas
ya sólo quedan la soledad,
el frío y el silencio.
A fin de cuentas,
sólo queda la muerte.
Michel Houellebecq
Edgar R Camacho
Muerte en
el camino
Juan Bello
Visitantes del
atardecer
***
Héctor Vargas
Yes,
Baby!
Apartamento 16
Adam Nevill