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“FRANCISCO DE ASÍS”

RETIRO

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Retiro: Francisco de Asís, Talleres de Oración y Vida

SEGUNDO DÍA
2.1
Hermanos y hermanas, sean todos bienvenidos a este segundo día del
Retiro Francisco de Asís.

Iniciaremos con la Charla de este segundo día que lleva el título:

Sube el sol
En esta charla focalizaremos nuestra atención en los acontecimientos más
marcantes del comienzo de la conversión del Hermano de Asís.

Después de la experiencia de Dios vivida en Espoleto, parecía que el joven


Francisco acababa de regresar de un viaje largo, muy largo.

Había visto que el mundo estaba lleno de piedad, que los montes destilaban
misericordia, y la paz cubría la tierra entera. El mundo no podía ser más
bonito de lo que era. La vida es un privilegio.

Había aprendido que la fuente de la paz consiste en dejar que las cosas
sean. Respetar las cosas pequeñas. Las grandes se hacen respetar por sí
mismas.

Durante los tres años que siguieron a su retorno a Asís, el hijo de doña Pica
fue tomando insensiblemente una nueva fisonomía.

La Presencia fue revistiéndolo poco a poco con la madurez de un trigal


dorado. La transformación fue lenta como el brotar de una primavera.

Todo sucedió tan lentamente, tan silenciosamente, tan sorpresivamente…

Esto mismo sucedió a Francisco. A lo largo de tres años fue cubriéndose

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insensiblemente, nadie supo cómo, con la vestidura de la paz, nacida sin


duda de las profundidades de la libertad interior.

Para Francisco nada estaba claro, pero todo estaba decidido.

No había que precipitarse. El Señor mismo, en su piedad infinita, abriría las


puertas e indicaría las rutas.

Reanudó su vida normal. Volvió a ocuparse de los negocios de su padre y a


tomar parte de la vida de los jóvenes de la ciudad. Atendió el pedido de los
jóvenes, quienes, de nuevo, lo proclamaron rey de las fiestas. Sin embargo,
sin proponérselo y sin poder evitarlo, iba sintiéndose, cada vez más, como
un extraño en medio de ellos.

¡Su corazón estaba en otra parte!

El corazón que ha sido “visitado de noche” por Dios, todo lo encuentra


insustancial, todo le parece tiempo perdido, siente unas ganas locas de
buscar cualquier tiempo y cualquier lugar para estar a solas con Dios.

Esa es la pedagogía que el Señor utiliza con sus profetas.

Con una seducción irresistible los arrastra primero a la soledad. Allá los
alimenta con su miel, los sacia con su dulzura, los purifica con su fuego, los
golpea con su cayado, y los moldea con su yunque de acero.

Y cuando los profetas han tomado la figura de Dios, y están completamente


inmunizados contra cualquier virus, el Señor los devuelve al medio del
pueblo innumerable.

Francisco ya no se sentía bien en medio de aquellas fiestas y decidió acabar


con todo.

Preparó, pues, una cena de gala, y su intención era que fuera un banquete
de despedida. Acabada la cena, animados por el vino, se lanzaron los

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muchachos calle abajo por la silenciosa ciudad, gritando y cantando.


Francisco como de costumbre portaba el bastón de capitán de la fiesta. Pero
su alma se sentía terriblemente mal. Y en este contexto de fiesta y orgía, su
desconcertante Dios lo esperaba con otra inesperada “visitación".

En el corto espacio de un mes, tal vez menos, El Señor visitó a Francisco por
segunda vez con una gracia infusa extraordinaria.

Un corazón que ha sido visitado vive por largos días bajo el efecto de aquella
visita. Y es más que probable que, en medio de aquel frenesí de fiestas y
bebidas, el pensamiento de Francisco estuviera, en mayor o menor grado,
con su Señor.

Así, en esta noche, paulatina y disimuladamente sin llamar la atención,


Francisco fue rezagándose de sus amigos para “estar” con su Señor.

Y en uno de aquellos románticos vericuetos de la ciudad, la Presencia cayó


de nuevo sobre Francisco con todo el peso infinito de su dulzura. Nuestro
capitán de fiesta quedó clavado ahí mismo, enajenado.

La Presencia tomó posesión instantánea y total de toda la esfera personal


de Francisco.

No hay en el mundo experiencia humana que le llegue, ni de lejos, en


embriaguez y plenitud, a una de estas “visitaciones”.

Fue cosa de segundos, tal vez uno o dos minutos. De pronto, los
compañeros se dieron cuenta que el capitán de fiesta se había quedado
rezagado. Se fueron a buscarlo y lo encontraron paralizado.

Naturalmente comenzaron a burlarse de él y a sacudirlo con el fin de sacarlo


de aquel éxtasis. En su vida, posiblemente Francisco nunca se sintió tan mal
como en este momento. Aquel despertar fue peor que un corto circuito.

Los muchachos comenzaron con sus chanzas:

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—“¿Qué es eso, Francisco? ¿Pensando en la novia?”

Algo tenía que responder para disfrazar lo ocurrido y respondió en el mismo


tono de la pregunta:

—“Naturalmente, y os aseguro que se trata de la novia más rica, noble y


hermosa que jamás hayan visto”.

Si algo concreto quiso decir Francisco con aquella respuesta, era esto: no
hay en el mundo esposa o tesoro que pueda dar tanta felicidad como el
Señor, a quien “encontré”.

A partir de ahí se abrió una distancia infranqueable entre ellos y Francisco,


distancia que luego los separaría definitivamente.

A partir de este momento aparece en Francisco una inclinación impetuosa


que le acompañaría hasta la muerte: la sed de soledad.

Nunca nadie hubiese imaginado que aquel joven atolondrado, amigo de


fiestas, callejero y extrovertido, hubiera de transformarse en un anacoreta.
Entre los contrastes de su personalidad, encontramos éste: fue
alternadamente un anacoreta y un peregrino.

Las visitaciones extraordinarias que había recibido despertaron en


Francisco un ardiente deseo de “estar” a solas con su Señor.

Sus ojos eran pozos de nostalgia y su alma era un abismo insaciable llamado
sed de Dios.

Cuentan los biógrafos que, después de esto, Francisco comenzó a


frecuentar diariamente las soledades que rodean a Asís, para orar.

Cuando encontraba una hondonada a resguardo seguro de toda mirada


humana, se sentaba sobre una piedra, a veces se arrodillaba, y derramaba
su corazón en la Presencia. Otras veces, cerraba los ojos y sentía que su

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Amigo llenaba sus arterias y entrañas.

Como era principiante en los caminos de la oración, fácilmente se desataba


en lágrimas, y se expresaba con voces ardientes.

Después, subía por las empinadas calles de la ciudad, y volvía a su casa


bañado en profunda paz.

Ni sus amigos, ni sus familiares, —salvo, quizá, doña Pica— eran capaces de
descifrar lo que sucedía en su interior.

De acuerdo con los biógrafos, comienza a operarse en él como una


transfiguración, aparece vestido de serenidad y de una extraña alegría.

Al mismo tiempo, las consolaciones de Dios despertaron en él una


sensibilidad fuera de lo común para con todos los dolientes.

Le nació una ternura, simpatía o atracción (todo junto) por todo lo que fuera
pobre, insignificante o inválido. Sobre todo, un río de compasión para con
los mendigos y los pordioseros. El Señor sacó a Francisco de sí mismo y lo
lanzó hasta el fin de sus días, al mundo de los olvidados.

Impresiona fuertemente la frecuencia y la tranquilidad con que se afirma


hoy que Francisco llegó a Dios mediante los hombres, los pobres.

¡No hay nada más contrario a eso!

Si analizamos cuidadosamente los textos de todos los biógrafos


contemporáneos, veremos con claridad que la sensibilidad extraordinaria
de Francisco para con los pobres provino a raíz del cultivo del trato personal
con el Señor.

En los últimos días de su vida, al hacer en su Testamento una recordación


agradecida de los años de su conversión, dirá: “El Señor me llevó entre los
leprosos y usé misericordia con ellos”.

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Así pues, primero encontró al Señor y fue el Señor quién lo llevó de la mano
entre los leprosos, y no a la inversa.

En ese tiempo, no se sabe por cual motivo, Francisco fue a Roma. Ingresó
en la Basílica de San Pedro y oró largo rato.

Y al salir fervoroso desde la nave central, se encontró en el atrio con un


enjambre de pordioseros.

Entonces sucedió un hecho sumamente insólito.

Francisco posó sus ojos en el más desarrapado de ellos, lo llamó aparte. Lo


condujo a un rincón y con tono suplicante le propuso el trueque de vestidos,
porque el elegante muchacho quería probar el papel de pordiosero por
unas horas. Allí mismo se trocaron de vestimenta.

Y Francisco, cubierto de harapos, se mezcló entre los mendigos y comenzó


a pedir limosna a los peregrinos; después comió con ellos de la misma
comida. Y eso le causó una gran alegría.

Ahora, siendo Francisco como era, una persona muy sensible, la mugre de
los harapos, el hedor pestilente ambiental, las sobras de comida solo podían
causarle asco y ganas de vomitar. Y si en lugar de eso, todo le causó alegría
y gran satisfacción, como dicen los biógrafos, significa que allá en su
interior, en ese momento, estaba funcionando en alto voltaje, aquel motor
poderoso que transforma lo repugnante en agradable.

Francisco estaba pensando vivamente en su Señor Jesús. Más aún, estaba


“sustituyendo” y viviendo “a” Jesús.

¿Qué significó para Francisco este episodio?

¿Una victoria sobre sí mismo?


¿Sueños de grandeza?
¿Vislumbrar los horizontes de libertad de la pobreza?

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No lo sabremos con certeza, pero sea como fuere, con esa aventura,
Francisco de Asís hizo un descenso vertical en los mares de la gratuidad
donde vivirá gozosamente sumergido gran parte de su vida: ¡todo es Gracia!

Como en este día, transformado en mendigo, recibió gratuitamente la


limosna y la comida, así pasará la vida entera recibiendo todo de las manos
del Gran Limosnero.

Fue también la primera experiencia en la desapropiación total de sí mismo


para sumergirse en las raíces de la pobreza evangélica: se expropió de sus
vestidos, de su personaje de gran burgués, se despojó del hijo mimado de
familia rica. En una palabra, volvió a repetir la misma historia que trece
siglos antes había vivido Jesús: siendo rico, se hizo pobre entre nosotros.

2.2

Oración de San Francisco delante del Cristo bizantino

¡Glorioso y gran Dios, mi Señor Jesucristo!


Tú que eres la luz del mundo, pon claridad,
te suplico, en los abismos oscuros de mi espíritu.
Dame tres regalos:
la fe firme como una espada;
la esperanza, ancha como el mundo;
el amor, profundo como el mar.
Además, mi querido Señor, te pido un favor más:
que todas las mañanas, al rayar el alba,
amanezca como un sol ante mi vista
tu santísima voluntad para que yo
camine siempre en su luz.
Y ten piedad de mí, Jesús.

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2.3
Continuamos la Charla “Sube el sol”

Cuando Francisco volvió a su casa, tenía otra estatura en el espíritu.

La sed de Dios henchía todos sus vacíos y, al menor tiempo libre, se iba a
sus anheladas soledades. Muchas veces subía por el barranco del Subasio
hasta una altura adecuada y ahí pasaba el día con el Señor.

Su comunicación con Dios iba siendo cada vez más serena y profunda. Ya
no derramaba lágrimas. Pronunciaba cada vez menos palabras y el silencio
iba sustituyendo a la voz.

La crónica de los “Tres compañeros” nos dice que desde este momento
“solo con Dios” Francisco derramaba su corazón, consultaba y se consolaba.
Algunas pocas y raras veces lo hacía con el Obispo Guido.

Francisco es como un meteoro que se va alejando progresivamente,


perdiéndose en el fondo de la soledad más completa. Poco a poco va
entrando en un estado de profunda sumisión y docilidad.

El biógrafo nos dice que, por este tiempo solo la idea del leproso le causaba
tan viva impresión que “al divisar a lo lejos, a unas millas de camino, las
casetas de los leprosos, se tapaba las narices con las manos”.

Francisco sentía que no podía continuar así. ¿No eran aquellas tristes
sombras la figura doliente de su Amado Crucificado? Sentía que su
cobardía, en el mejor de los casos, era pura ingratitud.

Un día, estando Francisco sumergido en el mar profundo de la consolación,


depositó en las manos de su Señor un juramento: tomaría en sus brazos al
primer leproso que se topara en el camino.

Para él, eso era como arrojarse desnudo en una hoguera. Pero su palabra
ya estaba dada. Lo demás era cuestión de honor. Una mañana, cabalgando

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en dirección a Foligno, se topó de repente con un leproso que le extendía


su brazo carcomido.

Todos sus instintos de repulsa se levantaron. El primer impulso fue apretar


espuelas y desaparecer a galope, pero recordó las palabas de Jesús cuando
oraba en la gruta en un momento en que lo dominaba la obsesión: “Querido
Francisco: si quieres descubrir mi voluntad has de despreciar todo lo que
has amado hasta ahora y amar lo que has despreciado”. Y en “cuanto hayas
comenzado a hacer lo que te desagrada para hacer mi Voluntad, verás cómo
las cosas amargas se tornan dulces como la miel, y las que te agradaban
hasta hoy te parecerán insípidas y desagradables”.

“Francisco, lo repugnante se te tornará en dulzura”.

Y pensó que cuanto más rápidamente ejecutara lo que tenía que hacer,
mucho mejor.

Inmediatamente saltó del caballo, depositó una limosna en la mano del


leproso, le tomó de sus brazos, aproximó sus labios a la mejilla
descompuesta de su “hermano cristiano” y lo besó con fuerza una y otra
vez.

Luego estampó rápidos y sonoros besos en sus dos manos y con un “Dios
sea contigo”, lo dejó. Montó de nuevo a caballo y se alejó velozmente.

La prueba de fuego había sido superada, ¡bendito sea Dios!

Habiendo cabalgado unos metros… ¿Qué sucedió? Nunca había sentido


semejante sensación.

Desde las profundidades de sí mismo comenzaron a subir sucesivas ondas


de dulzura. Sus venas y arterias eran ríos de miel. Todo su ser estaba
envuelto en un mar de ternura.
¿Cómo se llamaba aquello que estaba sintiendo? ¿Éxtasis? ¿Paraíso?
¿Beatitud?

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En su lecho de agonía, refiriéndose a este momento, Francisco dirá que


experimentó “la mayor dulcedumbre del alma y del cuerpo”.

Fue un acontecimiento tan marcante, que él lo considera en su Testamento


como el hito más alto en el proceso de su conversión.

A partir de ese momento los “hermanos cristianos” serán los favoritos de


su alma, y hasta su muerte será para ellos el ángel de misericordia.

Un día bajaba el Hermano por un camino de piedras, cuando se encontró


con una humilde capilla recostada en una loma.

Hacía tiempo que él venía frecuentando todas las capillas diseminadas por
las colinas y el valle. Pero nunca había pasado por aquí.

La ermita estaba dedicada a San Damián, y en sus muros se veían varias


hendiduras que amenazaban la estabilidad de la iglesia.

Francisco entró en el recinto sombrío, y luego que sus ojos se habituaron a


la oscuridad, se arrodilló ante el altar y fijó su mirada en el crucifijo
bizantino. Lo miró largo rato.

Una extraña combinación de dulzura y majestad envolvía toda la figura


causando confianza y devoción al que la contemplaba.

Seducido por aquella expresión de calma y paz, Francisco permaneció


inmóvil, nadie sabe por cuánto tiempo.

Se concretiza aquí, en este momento, la tercera “visitación” o experiencia


infusa.

Esta vez el Amor tenía un nombre concreto, una figura determinada y una
historia apasionante: Jesucristo en la cruz, entregando la vida por sus
amigos. La imagen penetró en el alma del Hermano como una centella, y

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grabó a fuego en la sustancia de su espíritu, una herida que el tiempo nunca


consiguió cauterizar.

De rodillas, Francisco oraba meditando en el abismo sin fondo del Misterio


del Amor Eterno.

Y en ese momento, sin que nadie pudiese decir cómo y por dónde salió, se
oyó claramente una voz que al parecer procedía del Cristo:

“Francisco, ¿no ves que mi casa amenaza ruina? Corre y trata de repararla”.

¡El Señor lo había llamado por su propio nombre! Era la prueba mayor de
predilección.

Igual que en los tiempos bíblicos, a los grandes encuentros, siguen siempre
las grandes salidas. A cada intimidad sucede una misión. Y la respuesta de
Francisco fue: “Con mucho gusto lo haré, mi Señor. No había tiempo que
perder. ¡Era la hora de la acción!

Para reconstruir la ermita, Francisco vendió, en ausencia de su padre,


muchas piezas de telas vistosas y caras. Con ese dinero se fue a ver al
sacerdote de San Damián para entregárselo, pero el sacerdote se negó a
recibirlo para evitar una querella con Pedro Bernardone.

Francisco entonces arrojó la bolsa de dinero y así se despidió para siempre


del dinero. Nunca más en su vida tocó siquiera el apetecido metal. El dinero
fue la única cosa que Francisco despreció desde ese momento y para
siempre. Aquí comienza el culto del Hermano a Nuestra Señora Pobreza.

Al ver que el sacerdote rehusaba el dinero, se arrodilló delante de él y le


suplicó que, por lo menos, le permitiera morar en su compañía. Aquella
noche durmió en la ermita.

Al parecer, Francisco nunca más volvió a su casa. Solo volvió cuando su


padre Pedro Bernardone lo encerró en el sótano de su casa, como castigo

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por huir de casa, por la venta de las telas y por la frustración que le causaba
el extraño comportamiento de su hijo.

Después de pasar algún tiempo confinado, y en ausencia de su padre, fue


liberado por su madre, la cual se había contagiado de la libertad gloriosa de
Francisco. Y volvió Francisco a San Damián.

Celano nos cuenta que tantas aflicciones acabaron por dar al Hermano una
solidez definitiva. Ya nunca el miedo golpearía a su puerta, salvo en alguno
que otro momento de excepción.

Al volver (Pedro Bernardone) de su viaje y al ser informado que doña Pica


había soltado a Francisco, ciego de cólera la emprendió contra ella con
insultos y amenazas.

Doña Pica recibió aquella tempestad con el escudo de los fuertes que es la
paciencia. Ni pestañeó.

Bernardone no aceptó aquella situación y viendo que no podía recuperar a


su hijo, pensó al menos en recuperar el valor de los bienes que Francisco
había repartido entre los pobres. Y resolvió instaurar una demanda judicial
contra su hijo.

Informado de que ya Francisco pertenecía a la iglesia, y que solo un tribunal


eclesiástico podía juzgarlo, sin titubear se fue al instante al obispado y
depositó en manos del señor Guido la querella contra su hijo. El obispo
aceptó arbitrar en aquel litigio.

A la hora señalada para el juzgamiento, la plaza estaba atestada de gente.


Don Guido estaba sonriente, Pietro tenso y Francisco tranquilo.

Entre otras cosas, en este momento, Don Guido dijo a Francisco: “Hijo mío,
devuelve a tu padre lo que es de tu padre… Con esto se calmará su ira y
vendrá la paz... Deposita tus preocupaciones en Dios, ten tus ojos fijos en

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Él… No temas y verás cómo cada mañana, junto a cada ermita en ruinas, te
encontrarás con un montón de ladrillos y piedras. Será obra del Señor”.
Francisco dio unos pasos al frente y dijo: “Mi Señor, cumpliré todo lo que
me pides, y más de lo que me pides”.

Hizo una pequeña reverencia y se retiró, desapareciendo en el interior de


la casa episcopal. En menos de un minuto, estaba de vuelta completamente
desnudo salvo con una camisa de crin a modo de cilicio.

Y volviéndose hacia el pueblo que acompañaba esta escena, dio un


pequeño discurso que terminó con estas palabras: “Desde que nací llamé
padre a Pedro Bernardone, aquí presente. Le amaba y le daba besos. Me
amaba y lo amaba”. Y terminó con estas palabras: Pero, “El Señor me llamó
y yo decidí irme con Él. Ahora tengo otro Padre. Por eso aquí dejo a los pies
de Pedro Bernardone los bienes que de él recibí: vestidos, el comercio, la
herencia y hasta el apellido. De ahora en adelante a nadie llamaré Padre
mío sino a Aquel que está en los cielos. Desnudo vine a este mundo, y
desnudo retornaré a los brazos de mi Padre”.

Aquí muere el hijo de Bernardone y nace Francisco de Asís.

***

Ninguna atadura lo vinculaba a nada. Era el hombre más libre del mundo.
Nada podía perder porque nada tenía. Al que nada tiene y nada quiere
tener, ¿qué le puede turbar?

El pobre de Asís, por no tener nada, no tenía proyectos ni ideas claras sobre
su futuro, ni siquiera ideales. Aquí está la grandeza y el drama del profeta:
El profeta es un hombre, lanzado por una fuerza superior, a un camino que
nadie ha recorrido todavía, sin tener la seguridad del éxito final y sin saber
nada de nada del futuro…

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Retiro: Francisco de Asís, Talleres de Oración y Vida

Por no tener nada, tampoco sabe de qué manera ser fiel a Dios al día
siguiente. Le basta con ser fiel minuto a minuto. Abrir un camino, paso a
paso, golpe a golpe, sin saber cuál será el paso siguiente por dar.

¡Cuando no se tiene nada Dios se transforma en todo!

***

Ahora, te invitamos a que medites la charla de este día por unos minutos.
Extrae las enseñanzas y los criterios de vida que sean más significativos para
ti. Anota todo esto en tu cuaderno espiritual.

El Señor te bendiga y te guarde. Te esperamos mañana.

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