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Sinopsis

Cuando Erik Hale encuentra en el ático de su nueva vecina una


pequeña caja repleta de cartas de amor, nunca se imaginó que las
misivas, escritas por Sophie Monet, estuvieran dedicadas a él.
Sin embargo Erik recuerda a Sophie como si la hubiese visto ayer;
ella era inteligente, agradable y muy hermosa. Y él, a pesar de nunca
habérselo dicho, había estado enamorado de ella. Pero las cartas no
fueron su principal atracción. Entre medio de aquellos papeles y sobres,
un pequeño cuaderno rosa resaltaba dentro de la caja: el diario de
Sophie.
Ahora Erik tiene más de veintiún años y hace más de cinco que no ve
a Sophie. Solo tiene el recuerdo de un amor que nunca pudo ser. No
obstante, la pregunta de si ella seguiría enamorada de él lo asaltó,
porque tal vez en el fondo, él seguía enamorado de ella. Podría ser una
posibilidad, pero no estaba seguro de ello, así que una vez leída las
cartas, hizo lo único que se le ocurrió: buscarla.
1 - Boston. Enero, 2003

Una de esas tardes en la que nuestra nueva vecina, la señora Green,


nos pidió a mi hermano Gabriel y a mí un poco de ayuda para llevar un
par de cajas que había decidido guardar en su ático, me encontré un
pequeño cofre perfectamente oculto en la esquina de aquella enorme y
polvorienta habitación. La señora Green no tenía idea de dónde había
salido, así que esa misma tarde, un par de horas después de haber
terminado, nos reunimos los tres en su cocina para beber limonada y
abrir el cofre misterioso que no tenía más de treinta centímetros
cuadrados y parecía haber sido hecho a mano por un carpintero no
muy idóneo.
Intentamos abrirlo con las manos pero estaba encolado, lo que
obviamente significaba que alguien no quería que descubriésemos lo
que había dentro. Siendo honesto, yo ya estaba emocionado con la idea
de que encontrásemos alguna joya o incluso una confesión de
asesinato, porque mi yo interior de escritor fracasado ya se estaba
metiendo en mis pensamientos.
Sin embargo no había nada de eso, ni joyas ni confesiones de
asesinato ni mucho menos la idea ridícula que mi hermano planteó: un
mapa del tesoro. ¿Un mapa del tesoro? Vamos, tienes que ser algo
idiota para creer que los mapas de tesoros existen. Pero estamos
hablando de Gabriel, y…sí, él tal vez sea algo estúpido.
De modo que después de nuestro intento fallido, mi hermano tomó
un cuchillo de la mesada, hizo palanca para abrirlo y ¡eureka!, logramos
destapar el cofre. Pero nada interesante se veía a la vista.
Entonces, luego de que la señora Green quitara una pequeña película
de polvo, se dejaron ver un pilón de cartas atadas con un lazo rosa.
<<Genial>>, pensé por momentos. Si alguien se había preocupado por
ocultar bien esas cartas, debían contener algo importante.
Más tarde me habría dado cuenta de sí era importante para alguien,
porque representaba sus sentimientos.
—Esperen —dijo la señora Green, de repente—, hay algo más. Miren.
Metió la mano y sacó un pequeño cuaderno, rosa como el lazo, y nos
lo enseñó.
No era un cuaderno muy grande, podría haber medido unos veinte
centímetros de alto por diez u once de ancho. La portada estaba repleta
de plumas apelmazadas de color rosa y no parecía tener más de
cincuenta o sesenta hojas.
Sin embargo no fue eso lo que me llamó la atención, sino el nombre
al que hacía referencia el cuaderno. Aquél nombre que probablemente
nunca olvidaría porque aquella era la persona de la que me había
enamorado por primera vez hacia unos siete años, y nunca había tenido
el valor de decirle.
Su nombre era Sophie Monet, y era la chica más bella que había
visto en mi vida. Era poseedora de un cabello negro y largo que siempre
llevaba suelto, una risa contagiosa, y unos ojos ámbar que podrían
haberte hipnotizado más de una vez.
Sophie Monet…, Dios, ella era perfecta.
La recordaba como si fuera la primera vez, y Gabriel también,
aunque él no tenía ni la menor idea de los sentimientos que yo tenía por
ella.
Mientras yo seguía en mi nebulosa personal, la señora Green tomó el
cuaderno y lo examinó.
— ¿Conocen a esta chica? —Preguntó.
—Sí —dijimos al unísono con mi hermano y ella sonrió. Entonces
Gabriel se explicó mejor.
—Se llamaba Sophia, ¿verdad, Erik? —Asentí, tembloroso—. Vivió en
esta casa hasta hace unos cinco años o un poco más, pero era una
chica un poco reservada en el vecindario. Al principio cuando se mudó
siempre la veíamos. Era bonita, muy bonita. Sin embargo se la fue
viendo cada vez menos y un día nuestro padre, ¿recuerdas? —Me dijo—.
Nuestro padre nos contó que su familia había decidido mudarse
nuevamente a Seattle.
—Ah, sí.
—Vaya, ¿y qué tendrán estas cartas? —Preguntó ella.
—No tengo idea, pero abrámoslas —dijo Gabriel, todo escandaloso,
como siempre.
Así que pusieron manos a la obra y abrieron una de las cartas, y
cuando la señora Green comenzó a leer, juro por Dios y todos los
santos, que me quedé helado.
La carta comenzaba con " Septiembre de 1992. Querido Erik Hale…", y
luego la señora Green se detuvo en seco y me miró de reojo.
Aquello era sumamente impensado, esa carta se dirigía a mí y estaba
fechada unos meses después de que ella llegara al vecindario de la calle
Pleasant, Boston.
—Espera —dijo mi hermano dando un grito—, ¿desde cuanto tú
salías con esa niña?
—Nunca salí con ella. Ni siquiera sabía… —alcancé a decir.
— ¿Y entonces porqué te escribía cartas seguramente perfumadas,
tonto?
Sacudí la cabeza pensando detenidamente. Esto era tan extraño.
Rayos, ella me escribía cartas, cartas de amor.
—Chicos, chicos —dijo la señora Green apaciguando nuestra
pequeña charla, entonces se dirigió a mi hermano—. Tú pareces una
novia celosa, y tú, toma asiento que veo que estás a punto de
desmayarte.
—Yo solo preguntaba —se quejó Gabriel cruzándose de brazos,
evidentemente ofendido porque lo hubieran comparado con una novia
celosa.
—A ver Gabriel… ¿acaso nunca viste Titanic? —Preguntó ella.
Gabriel asintió, rodando los ojos.
— ¿Y eso a qué viene? —Pregunté.
— ¿Recuerdan la frase: el corazón de una mujer es un mar profundo
de secretos? —Asiento—. Pues no hay nada más acertado que eso. Esta
niña pudo haber estado enamorada de ti por años, Erik, y nunca
habérselo contado a nadie. Solo las mujeres saben guardar secretos y
llevárselos a la tumba.
«Llevárselos a la tumba», no me gustaba cómo sonaba eso.
— ¿Ella te amaba? —Volvió a preguntar mi hermano. A esa altura
estaba por darle un puñetazo, pues ya me tenía un poco harto con sus
preguntas.
Sin embargo, la señora Green le respondió cordialmente que sí, que
esa podrías ser la razón de las cartas.
— ¿Y el diario?
— ¡Gabriel, basta! —Le espeté esta vez—. ¿Puedes dejar de hacer
preguntas?
—Ay, no era para que te enfadaras —dijo él.
—Pero ya, me tienes un poco casado con tus preguntas, Gabriel. Tú
casi ni la conocías, así que no tienes mucho que aportar a la causa.
Gabriel alzó una ceja y sonrió con una doble intención.
— ¿Y tú?
—Éramos compañeros de clase además de ser vecinos contiguos. Ella
estaba en algunas de mis clases.
— ¿Y hablaban? —Preguntó la señora Green regresando las cartas a
la caja y tapándola.
—Algunas veces, no muchas, pero hemos hablado. Ella era
agradable.
La señora Green suspiró y se llevó las manos al cabello para
ajustarse la cola de caballo que llevaba. Luego se levantó y me entregó
la caja. Dijo que si estas cartas eran todas para mí, debía llevármelas.
Yo no estaba seguro de qué debía hacer con ellas. Aquellas cartas eran
parte de un pasado olvidado, o casi olvidado que probablemente nunca
volvería, así que el que ella me las entregara me tomó un poco por
sorpresa, puesto que me sentía extraño respecto a ellas. Y más teniendo
a Gabriel desesperado por leerlas.
Pero lo cierto es que también me sentía curioso por conocer los
sentimientos de la chica a la que había amado en mi infancia. La
misma chica que una mañana lluviosa de octubre de 1998 salió de su
casa con sus padres y nunca más regresó al vecindario.
Creo que hasta el momento aquello fue lo más doloroso que he vivido
en mi vida después de la muerte de mi madre, a quien casi no conocí.
Incluso recuerdo a la perfección aquel día: eran alrededor de las siete de
la mañana y yo me había levantado temprano para leer una copia de El
retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, que había sido un regalo de mi
padre por mi decimoséptimo cumpleaños. Así que yo estaba
balanceándome en la hamaca mientras leía y disfrutaba del sonido de la
lluvia y la fresca brisa que el otoño nos regalaba, cuando escuché
cerrarse las puertas de la casa y del garaje de los vecinos y estiré el
cuello para ver qué pasaba. Usualmente los padres de Sophie salían
temprano para ir a trabajar, pero esta vez fue diferente, porque también
salió ella y su hermana. Y ambas llevaban maletas mientras que el
padre iba acomodando en su Ford algunas cajas y cosas que eran
evidencia clara de que se marchaban de la casa. Lo último que recuerdo
fue ver cómo el señor Monet cerraba el candado de la puerta delantera y
se metía al auto dispuesto a marcharse, llevándose a Sophie para
siempre.
Y creo que fue allí el momento en el que me di cuenta de que había
cometido un grave error. Me había enamorado de ella, pero no había
sido capaz de decírselo, y ahora que veía las cartas, me sentía como un
fracasado.
Ella me podría haberme tenido y yo podría haberla tenido a ella, sin
embargo no pudo ser…porque me había comportado como un jodido
cobarde.

Esa misma noche, luego de haber tenido una corta cena con papá y
Gabriel, me fui temprano a mi habitación. Obviamente trabé la puerta
en cuanto entré, pues mi hermano es el ser más desconsiderado y
molesto que puede existir sobre la faz de la tierra. No quiero que la
gente me malinterprete, amo a Gabriel, pero a veces no lo soporto. Él
solo se reiría de lo que podía llegar a leer en aquellas cartas. Así que lo
mejor era mantenerlas alejadas de él.
Antes de acostarme, tomé uno de los libros que siempre tenía en mi
mesa de luz y me acerqué a la ventana que daba a una de las
medianeras de la ex casa de Sophie. Recordaba que a veces la veía
parada allí, mientras la cortina recortaba su silueta, o pasando de un
lado al otro antes de ir a la escuela, pues la ventana de mi cuarto daba
a la de ella, y esa era una de las cosas que más agradecía todos los
días. Algunos podrían creerlo exagerado, pero realmente estaba
enamorado de esa chica aunque había cruzado muy pocas palabras con
ella. Es ese sentimiento que surge sin saber cómo ni porqué, que todos
los días te arrastra un poquito más, y que cuando finalmente te das
cuenta, no puedes dejar de pensar en alguien. Así me sentía yo por ella.
Así que sin más, tomé la pequeña caja y comencé a darle un vistazo
al diario, tal vez allí podría encontrar respuestas más claras a…no sé,
pero lo cierto es que sentía algo de miedo de leer las cartas. Era como si
hubiese estado hurgando en sus cosas personales, y eso no era muy
grato. Tal vez podría haber sido normal para Gabriel, pero no para mí.
De modo que tomé la primera hoja y comencé a leer un poco de lo
que estaba escrito allí, pues lo primero que vi fue una fecha. 1 de junio
de 1992. Bienvenidos a Boston.

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