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Ilustración MARÍA ELIZAGARAY ESTRADA
Ángela Torres se hizo un peinado afro: algunxs la criticaron por apropiación cultural, otrxs
sugirieron que en Argentina no hay negros. La presencia en el país es histórica y
contemporánea, pero recién en los últimos años el antiguo presupuesto de la nación
“blanca” volvió a ser cuestionado. Las manifestaciones culturales que fueron
despreciadas por décadas hoy forman parte de la cultura juvenil urbana y se despliegan
en los barrios de Buenos Aires y otras ciudades. Alejandro Frigerio se pregunta sobre los
riesgos de la apropiación irreflexiva de los símbolos de esta identidad.
Los debates sobre temas que involucran la “raza” son cada vez más notorios en nuestra sociedad.
Acusaciones de “apropiación cultural” y advertencias contra la práctica del blackface (la
personificación paródica de “negros” por parte de “blancos”, o la costumbre de pintar la cara de los
niños el 25 de mayo) se viralizaron en redes sociales y llegaron a los medios de comunicación. La
reacción social mayoritaria ante estos reclamos por derechos y contra el racismo parece afirmar que
los críticos (mayormente afrodescendientes) exageran, que Argentina no es EEUU o que acá no
hay negros salvo los inmigrantes africanos recientes. Estas reacciones, más que resultar extrañas,
confirman el antiguo presupuesto de que somos un país “blanco” en el cual el tema racial “no es un
problema” y evidencian el éxito de un proceso de invisibilización étnico-racial de más de un siglo, a
pesar de los esfuerzos por desmontarlo que hicieron en los últimos años los militantes
afrodescendientes (y también los académicos).
Sobre la “raza”
1- Las “razas” humanas no existen como una realidad biológica pero sí tienen una presencia
concreta como una construcción social, como categorías sociales mediante las cuales interactuamos
con otras personas y les atribuimos ciertas características y determinado valor. Esta atribución de
estima o desprecio basada en el fenotipo afecta -positiva o negativamente- a todos los miembros de
una sociedad. Es la base de la discriminación hacia la gente de piel oscura y del privilegio social de
quienes tenemos la piel blanca o clara. Estas valoraciones se realizan de acuerdo a parámetros
diferentes en las distintas sociedades, pero existen en todas.
4- La nuestra es una sociedad racista, como cualquier otra -aunque con un tipo de racismo que le
es específico, como sucede en casi todas-.
5- La idea de que en nuestro país la clase se impone a la “raza” como factor de segregación social
no es del todo cierta. La valoración negativa de determinados fenotipos “insuficientemente blancos”
afecta en gran medida las posibilidades de acceso al mercado laboral (como mostró una
investigación reciente de Pablo de Grande y Agustín Salvia). El obvio ejemplo local de la incidencia
racial son nuestros “negros cabeza” -que no son nunca sólo “negros de alma”, aún cuando lo
repitamos hasta el cansancio para justificar el uso de estos términos peyorativos-. La mayor parte de
ellos tienen la piel oscura y sus rasgos no revelan el grado de euro-ascendencia “adecuado” para -y
exigido de- los “ciudadanos” argentinos. No sólo se les adjudican credenciales sociales y culturales
insuficientes, sino que también son deficitarias, a los ojos de la sociedad mayor, sus cualidades
fenotípicas.
La “desaparición” de los negros argentinos siempre fue, más bien, una invisibilización. Casi una
conjura social que buscó ocultar una presencia no deseada en el país blanco. La narrativa
dominante de la nación argentina los borró tan temprano como a fines del siglo XIX, cuando el censo
de 1895 dictaminó que:
La cuestión de las razas, tan importante en los Estados Unidos, no existe pues en la República
Argentina, donde no tardará en quedar su población unificada por completo formando una nueva y
hermosa raza blanca producto de todas las naciones europeas fecundadas en el suelo americano
Como vestigio de esa presencia quedó apenas, sacrificado y difunto, el heroico Falucho, cuya
historia fue propuesta en un inicio por Mitre y quedó inmortalizada en la estatua que hasta hoy está
emplazada en Palermo (pero que originalmente estaba en plaza San Martín).
Pero la población afro local, a fines del siglo XIX, todavía existía. Contra lo que se suele pensar
sobrevivió a las guerras internas y la epidemia de fiebre amarilla, tal como argumenta el libro pionero
de George Reid Andrews “Los Afro-argentinos de Buenos Aires” y lo sostienen estudios posteriores.
Sí disminuyó de forma notoria, con el masivo ingreso de inmigrantes europeos, el porcentaje que
representaba dentro de la población total de la ciudad. Y también, con los casamientos interraciales
que llevaron a que un número mayor de personas fueran reconocidas como pardas, y quizás,
eventualmente como “blancas”. Esta progresiva invisibilización adquirió una fuerte
impronta espacial cuando la creciente gentrificación de la ciudad llevó a que las familias negras de
los conventillos céntricos se desplazaran a otros conventillos en barrios capitalinos más alejados y,
finalmente, al conurbano bonaerense. Allí residen en la actualidad algunas de las familias
afrodescendientes argentinas más conocidas. Para los propios afroargentinos, sin embargo, más
importante que el color era su pertenencia a un tronco familiar afro: antes de que la palabra
“afrodescendencia” comenzara a circular, ya tenían una conciencia de lo relevante del linaje.
Con la creciente inmigración interna durante la década de 1950, otras personas con fenotipos ni tan
blancos ni tan “europeos”, porque descendían de pueblos originarios, porque eran afrodescendientes
o por su ascendencia mixta, pasaron a ser estigmatizados como “cabecitas negras” o como “negros”.
Esta nueva población reemplazó a los antiguos negros (“negros mota”, “negros negros”) como el
nuevo sector subalterno y despreciado de la sociedad. Las valoraciones negativas que los afectaron
estuvieron calcadas sobre las del grupo previo (es claro que, además, los afrodescendientes más
claros también pasaron a ser considerados “negros cabeza”). Como la categoría fue siempre
expresada como una valoración social o cultural pero no racial(aunque también lo era), la “raza” y los
individuos racializados fueron vistos en términos sociales como cada vez más irrelevantes: los
“negros cabeza” preocupaban más que los “negros mota”, que se creía eran pocos. Si los
afroargentinos fueron invisibilizados como colectivo social, el racismo siguió vigente -un racismo sin
raza o sin identificaciones raciales, dirigido de manera general a todos aquellos cuya piel era más
oscura que la esperada de un “digno” “ciudadano” argentino.
Un desarrollo paralelo y poco considerado es el de las religiones de origen afrobrasileño, que a partir
de la década de 1960 se expandieron por todo el conurbano porteño, la capital y ciudades de otras
provincias. Si bien las practican en mayor medida devotos “blancos”, sus creencias y prácticas de
indudable origen afro (tambores, danzas, trances, sacrificios de animales) resultan poco
comprensibles y “primitivas” desde un modelo religioso católico secularizado -aunque su oferta
mágico-religiosa resuene fuertemente con la religiosidad popular y ayude a explicar su éxito local-.
En los 80s, los practicantes de estas religiones estuvieron entre los primeros que criticaron la
narrativa dominante de la nación blanca, reivindicaron el pasado afroargentino y establecieron una
continuidad entre éste y su práctica religiosa actual.
Ya entrado el siglo XXI llegaron nuevos inmigrantes negros, ahora desde África, mayormente
Senegal. Por sus escasos recursos económicos y sus dificultades lingüísticas debieron recurrir a la
venta ambulante como medio de subsistencia, lo que los puso en una situación de alta exposición,
riesgo y abuso por sectores racistas de la sociedad y de la policía.
En los últimos años del siglo XX se inició un ciclo de movilización y de reclamos por los derechos de
los/as afrodescendientes. Este movimiento integrado por afroargentinas/os, inmigrantes
afrolatinoamericanos/as y luego también por africanos tuvo un comienzo dificultoso, pero
progresivamente consiguió la atención de distintos funcionarios y oficinas del Estado argentino -de
manera más contundente, a partir de 2011, el Año Internacional de los Afrodescendientes-. Aunque
queda un largo camino por recorrer, se lograron algunos avances de cierta relevancia. El más
trascendente es la inclusión de la pregunta sobre afrodescendencia en el censo nacional, porque
quiebra la centenaria política nacional de invisibilización en el país. Algunos defectos de la pregunta,
que fue realizada en base a una muestra censual, no aplicada en todos los casos y con un
insuficiente trabajo de concientización respecto de qué significaría ser “afrodescendiente”, deberán
corregirse en el próximo censo.
La segunda medida en importancia, tal vez, sea la constitución del 8 de noviembre como el Día
Nacional del Afroargentino/a y de la Cultura Afro, en homenaje a María Remedios del Valle. El
reconocimiento estatal a una mujer negra que luchó durante las guerras de la independencia, y que
suele ser denominada como la Madre de la Patria, dio origen a un importante símbolo reivindicativo.
En esa apropiación, incluso, participan grupos culturales y políticos que no están relacionados con el
movimiento afrodescendiente pero que simpatizan con narrativas alternativas de la historia nacional
y toman con alegría la aparición de un ícono feminista no blanco (subalterno).
Otra acción importante del Estado fue facilitar viajes de activistas afro hacia ciudades de las
provincias donde se estaban gestando más grupos de reivindicación. Lo que en principio fue una
demanda principalmente porteña (aunque no hay que olvidar el pionero trabajo de Lucía Molina y
Mario López en la Casa de la Cultura Indo-Afro-Americana en la ciudad de Santa Fe a fines de los
80s) se transformó en un reclamo de dimensiones nacionales. Pese a estos logros, todavía no
existen políticas sociales concretas dirigidas a lxs afrodescendientes y las acciones estatales contra
el racismo son limitadas y en mayor medida discursivas.
El “negro bufón” fue una figura constante en el imaginario argentino, desde los que entretenían a
Rosas, pasando por el famoso negro Raúl de las primeras décadas del siglo XX, el afrobrasilero que
hacía de contrapunto cómico en el programa de Tato Bores o, más cerca en el tiempo, los varios
bufones negros de Tinelli, por lo general brasileros o africanos.
En este contexto de burla extendida y socialmente aceptada (“pero che, no seas amargo, es sólo
una joda!”), no llama la atención que las personificaciones paródicas de negros hechas por blancos
resulten muy molestas para los afrodescendientes actuales. Ellos tienen a su alcance más medios
de protesta que sus ancestros: ahora hay leyes y organismos antidiscriminatorios a los que recurrir y
un contexto social algo más -aunque no del todo- consciente de los derechos de las minorías. Estas
caracterizaciones pueden estar disfrazadas de “homenajes”, pero siempre resultan caricaturizantes,
estereotípicas, peyorativas y denotan la asimetría racial de poder: quién puede vestirse
de, apropiarse de, burlarse de, denominar a estos actos de la manera que más le conviene
(“homenaje”, “chiste inofensivo”, etc.), y hasta indignarse si otros señalan su falta de tacto o racismo.
Incluso las caritas infantiles pintadas de corcho, que hace bastantes años atrás podían hasta
considerarse una forma de mantener algún tipo de memoria negra viva, ya no son necesarias: hay
decenas o centenas de afroargentinos/as o afrodescendientes que están muy dispuestos a ir a las
escuelas a explicar su historia, su situación social y sus contribuciones a la sociedad.
Si durante buena parte del siglo XX los afroargentinos/as efectuaron una especie de repliegue
estratégico de sus principales rasgos identificatorios étnicos para minimizar las burlas y desprecios
sociales, sus descendientes en el siglo XXI, en un contexto ampliado de derechos, quieren gritar
que son negros/as y que están orgullosos/as de serlo. Orgullosos de sus rasgos físicos, de sus
cabellos, de su cultura y de sus variadas condiciones de género. Por ello también les resulta irritante
que blancas/os se apropien de modo irreflexivo de algunos de sus más preciados símbolos de esta
orgullosa identidad como los turbantes, las trenzas y otros peinados étnicos.
Solo alguien ajeno a toda la historia de lucha por la libertad y contra la discriminación -de la cual, es
necesario repetirlo, la Argentina no fue una excepción- puede creer que estos peinados sean algo
banal al alcance de cualquiera. En realidad, constituyen poderosos símbolos de afirmación identitaria
individual y colectiva que reflejan la capacidad de producir cultura en las condiciones más extremas
de degradación (antes) o de pobreza (ahora). Hay que comprender que estos peinados reivindican
rasgos fenotípicos, determinadas texturas de cabellos y pautas culturales despreciadas por siglos:
su exhibición orgullosa tiene por detrás una larga y costosa lucha por los derechos sociales y la
autoafirmación. No deben ser trivializados como una “moda”, algo que la actriz Ángela Torres parece
haber comprendido tarde, luego de que sus trenzas fueran objeto del repudio afrodescendiente en
las redes sociales.
Los afrodescendientes están cansados, muy cansados, de que las pautas culturales desarrolladas
en medio de durísimas condiciones de vida les fueran arrebatadas y banalizadas, y de que se
ignoraran muchas de sus contribuciones al patrimonio cultural de la humanidad, al mismo
tiempo que sus culturas fueran menospreciadas por bárbaras y primitivas. También lo están porque
los creadores y maestros de muchas de estas formas de arte murieron desconocidos y en la
pobreza, mientras sus apropiadores lograron fama y dinero.
Hoy, sin embargo, la cuestión de la apropiación se complejiza. Como dije antes, hay formas de la
cultura negra que ya son parte de la cultura juvenil urbana. Y existen varios miles de practicantes de
religiones de origen afro en los barrios del conurbano, en la CABA y en el país. Todas esas personas
le dedicaron décadas al estudio y práctica de alguna forma de la cultura negra, y la han reivindicado
a diario frente a las estigmatizaciones. No se trata ya de un mero consumo, sino de una práctica
consciente y en algunos casos productiva que se prolongó en el tiempo. Sus identidades personales
pasan por esta cultura: se ven a sí mismos principalmente como candomberos/as, bailarinas/es afro,
capoeiristas o como “hijos” de tal o cual orixá -que ocupa manifiestamente su cuerpo durante las
ceremonias religiosas. En buena medida, gracias a la acción pedagógica de sus maestros originales
(afros) tienen consciencia del valor y de la historia negra de América latina y están entre los primeros
en reivindicarla. Algunos llevan su arte (negro) para integrarlo a protestas por las más variadas
causas sociales, pero siempre en defensa de los oprimidos – porque creen que la historia de sus
artes así lo justifica y demanda.
Y están, claro, los que siguen una moda, los que creen que es “divertido” o que es cool.
En 2007, cuando tuve el honor de que el Movimiento Afro Cultural me convidara a exponer en una
de sus celebraciones del Día de la Conciencia Negra, me pregunté cuál podía ser la conciencia
negra (del número cada vez mayor) de los practicantes blancos de artes de origen afro, y me
respondí:
“Cuando alguien empieza a practicar alguna forma de cultura negra, lo quiera o no, lo sepa o no,
está participando de un proceso de más de cuatrocientos años de esclavización, opresión y despojo
cultural de una raza por otra. Si uno participa con respeto y ayuda a ubicar a la cultura negra con sus
características específicas y sin olvidar sus orígenes en el lugar que se merece en el patrimonio
cultural de la humanidad, está ayudando mínimamente a reparar cientos de años de injusticia.
Pero si se lo toma a la ligera, como la práctica de algo que sólo es “divertido”, “primitivo”, “para
relajarse”, está colaborando con el actual proceso de estereotipación, de banalización y de
mercantilización de la cultura negra -las nuevas formas de la opresión cultural. Sigue siendo parte
del problema, no de la solución”.
La disyuntiva sigue vigente en el 2019, pero ahora con la expansión social del debate, afecta a un
público mayor: ¿seguiremos alegremente con las parodias, las apropiaciones, las indignaciones
fáciles ante las acusaciones de racismo y seremos parte del problema, o intentaremos serlo de la
solución?
Agrupación Xango
DIAFAR
Entre Afros
(GEALA) Grupo de Estudios Afrolatinoamericanos del Instituto Ravignani
Grupo Matamba
Misibamba
Teatro en Sepia