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Dedicatoria.
Este primer libro al profesor Luis López de Mesa, con amistad y admiración de
siempre, Elisa Mújica.
A mamá, a Carolina
Cárdenas. E. M.
Bogotá: Editorial
IQUEIMA.
C863
M953D.
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PRIMERA PARTE
LA CASA
Los ojos se llenan de montañas y montañas bajo el cielo. Es una tierra arrugada,
rota en partes, que unas veces se empina demasiado y otras cae bruscamente.
Los campesinos tienen que dedicársele en alma y cuerpo porque no se muestra
fácil como las campiñas planas y feroces que responden al menor intento. Pero da
tabaco y cacao, caña de azúcar y piña, y desde lejos la anuncian sus fragancias.
La vegetación húmeda, unida por bejucos que se enlazan de rama en rama, va
presentando claros y al fin apenas quedan grupos aislados de árboles, matorrales
y enredaderas de flores rojas y amarillas, a la entrada del valle. De cuando en
cuando, bañadas por el sol que hace brotar chispas del suelo, aparecen casitas
encaladas y de techo pajizo, rodeadas de corral para las gallinas o palomar,
algunas con portal y tienda para que los viajeros prueben una totuma de guarapo y
líen su cigarro. A poco no se ven tan solitarios sino que vienen muchas a darles la
mano, recordando filas de colegialas vestidas de blanco que se extendieron en
distintas direcciones.
Llevan tejas en lugar de la paja, ventanas con barrotes pintados de verde y
zaguán de frescura, y se asoman a calles empedradas, con bordes de yerba. La
mirada de Celina las recorre y parpadea ligeramente al divisar una, situada en la
parte baja y antigua de la villa y limitada a un extremo por el camellón de
Payacuá-donde el campo languidece-y al otro, por vías más céntricas que
desembocan en la Real.
-¡La casa de misiá Carmelita!-dijo. Está lo mismo aunque ha pasado tanto
tiempo. Las fachadas viejas y destartaladas de los pueblos no dan idea de lo que
guardan. Aposentos silenciosos y oscuros, con piso de estera y olorosos a pasado
y limpieza. En ellas envuelve el reposo, semejante a un manto de felpa que
acariciara de la cabeza a los pies. ¡Y los patios! Tienen cuatro tinajas de barro
cocido invadidas de lama en la que ríe el agua de los canales, y éras de
pensamientos y rosales de “bola de nieve” y un granado.
Luégo viene la huerta con papayos, naranjos y pomarrosos y la pesebrera para los
animales. Cada objeto ocupa un sitio sin estorbar y sobra espacio!
Las palabras resuenan, nostálgicas, y a su reclamo se levantan otras, las
más diáfanas en el registro de las voces:
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Capítulo I
Pero nó por largo trecho. Al pasar por la esquina se pone en punta de pies,
procedimiento que usa para evitar que, al ruido, surja de las profundidades de una
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vieja mansión la señorita Flor de María, monigote grotesco de una caja de
sorpresa. Por sus manías y si vida solitaria, acompañada únicamente de una
anciana sirvienta, representa el personajes pintoresco del barrio. Tiene cuerpo
enjuto de chicuela de once años, en el que las formas apenas iniciaron la
aparición sin decidirse a terminar el trabajo. Mechones ralos y blancos, recogidos
con modosería de colegiala, enmarcan la cara de ojos saltones y todavía
brillantes, en contraste con las sombras de las mejillas y la chupada barba. Esos
ojos persiguen a las personas que transitan por la calle y quisieran atravesarlas
para arrancarles sus secretos. Siente que si llega a conocerlos, en cierta manera
serán suyos también y se arroja sobre ellos con el apetito de la urraca por los
vidrios de colores. Ningún desprevenido que logra atrapar se libra de su
interrogatorio:
-¿Qué cuenta, mi amigo? ¿Verdad que pelearon los novios? No lo dejo ir si no me
lo dice.
Carece de parientes, fuera de un hermano con quien no se trata de resultas
de una discusión ocurrida hace tanto que ya todos ignoran sus orígenes.
Desconfiada por naturaleza, rechaza a los que pretenden acercársele. Se rumora
que es riquísima, que en inmensos baúles oculta morrocotas entregadas por sus
arrendatarios y por una misteriosa clientela que le cubre réditos sobre las sumas
que le facilita. La sirvienta le guarda fidelidad de sombra. Sólo una confesión se le
escapa un día en la tienda vecina:
-Con la luna llena la señorita Flor de María se pondrá peor. Ya no me deja
dormir con sus gritos y amenazas a los santos. Anoche descolgó los cuadros de la
Virgen del Perpetuo Socorro, de San José y Santísima Rita y los puso de cara a la
pared dizque para castigarlos. ¡Ha jurado tenerlos ahí hasta que le traigan novio!
La vieja y la niña mantienen apostado un juego a las escondidas. En
ocasiones, Celina alcanza a sortear el peligro y escabullirse. Se halla lejos cuando
asoma la solterona. Burlada y furiosa, sigue el procedimiento del lobo y disfraza la
voz para atraerla:
-Venga, mi chinita. ¿Quién le hizo ese vestido tan “perchudo”? Y…cuéntame: ¿se
casarán pronto sus hermanas?
Celina se finge sorda y no vuelve la cabeza. No le interesa la señorita Flor de
María, pero registra sus peculiaridades en una placa que lleva sin saberlo. Cuando
se revele con los años, quizá descubra al personaje que ahora se recorta-
mascarón absurdo-en el cielo de su infancia.
Todavía una nueva fachada. Pintada de gris y con gran número de ventanas,
ostenta aspecto importante. En ella residen los padrinos de Celina. Sus dos hijas,
Margot y Sofy, estudian en un colegio de Bogotá y no se presentan sino durante
las vacaciones. Los restantes niños las advierten lejanas, demasiado limpias y
arregladas con sus trajes vaporosos, curioseándolo todo como si no valiera la
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pena y sólo por matar el tiempo. Si van de visita, las mamás las introducen a la
sala y les preparan onces especiales distintas del agua de panela y los
“miriñaques” de pan de cada día. No las aburre permanecer quietecitas en las
sillas y nunca olvidan dar las gracias. Los mayores se hallan convencidos de su
superioridad sobre las demás chicas. Celina también, pero respira mejor cuando
se marchan.
Desde que aprendió a leer, se pasa las horas clavada delante de los libros, en
lo que la acompañan Raúl y Julito. Sacrifican los juegos al hechizo contenido en
las páginas impresas, que los traslada a paisajes tornasolados de niebla y humo,
con sombras que navegan hacia islas de monos, subterráneos repletos de
monedas o palacios submarinos. En ese universo, Pinocho simboliza el santo
tutelar, el Don Quijote de Madera. Las hadas son rostros en perpetuo proceso de
formación y huida. Salgari despliega la bandera de Sandokan, amenazado por el
tiburón, el veneno y el puñal y siempre vencedor para depositar el fruto de sus
proezas a los pies de la Perla de la Oceanía, dulce y pálida. Al terminar de leer,
los chicos experimentan la necesidad de sentir más cerca a los héroes de la obra,
recreándolos en ellos mismos. Con las matas del jardín, un pupitre arrinconado en
el corredor y algunos palos, reúnen material suficiente para improvisar los
escenarios. Cada uno asume dos o tres roles y suprimen con certero instinto los
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accesorios. Esa tarde han elegido “Genoveva de Brabante” y Celina distribuye los
papeles:
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--¿Sabes? Es la historia de los dioses del Olympo. Júpiter estaba casado con
Juno pero se enamoró de Leda y se disfrazó de cisne. Es lo más divertido…
¡Qué sensación terrible la de tropezar con un tabú que se ignora! Quiso
remediarlo, pero demasiado tarde. La mamá se apoderó del libro para guardarlo
bajo llave. Y los elogios con que contaba Celina se transformaron en miradas
desaprobadoras y severas, ¿Qué pasaba? Debía ser una chica mala. En lo
sucesivo obraría con cuidado. Había que burlar a los que ocupaban el territorio por
la fuerza.
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Capítulo II
¡Cuánto le gusta a Celina el calor de sus brazos y que la mime! En el silencio del
amanecer, apenas despierta está esperando oír resonar su voz. Entonces acude a
la cama y el cuerpecillo se pega al de la mujer, como antes. Le encanta jugar con
sus manos. Las levanta y los dedos adquieren personalidad, hacen genuflexiones,
danzan. Se mira en las pupilas verdes, pasmándose de sus puntitos dorados y de
que reflejen una cabeza morena y lisa, con la orla de la capul sobre un par de ojos
interrogados. Cada detalle de su cuerpo la sorprende. Lo inspecciona y lo conoce
desde siempre, Luégo, ella habla. Cuenta cómo era su madre a la hija y ésta
comprende por las suyas las relaciones de ambas. También relata lo que le
sucedió cuando tenía la edad de la chica. Vivía en Pamplona, ciudad arrebujada
en la niebla del páramo, refinada y de abolengos. Las familias principales
organizaban grandes fiestas por Aguinaldos. Ni a ella ni a su madre las invitaban
pues ésta cosía los vestidos de las señoras ricas. Pero les permitían atisbar por
los pasillos. ¡Qué de prodigios florecían entonces para la pequeña Cristina!
Después de tantos años, quiere que Celina comparta la admiración que le
producían:
-Era un baile de disfraz. Una señora entró con traje de española y adornada
con perlas y diamantes. Los hombres se la comían con los ojos. Había unos
vestidos de árabes, de gitanos, de caballeros templarios, y sus capas se movían
con elegancia en el baile. El mayor éxito lo alcanzó una pareja de loritos. Estaban
cubiertos de plumas verdes y encarnadas, pegadas una a una. ¡Qué trabajo y qué
paciencia hacer ese disfraz en Pamplona!
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Cristina era entonces una criatura fina y rosada. Usaba el pelo suelto y
ondulado y tan largo y rubio que en una ocasión se lo recortaron para confeccionar
la cabellera a Nuestra Señora de las Mercedes, lo que le complacía recordar. Las
monjas no tuvieron que enseñarle a bordar y tejer. Llevaba inoculada en la sangre
la habilidad de sus antepasados que ganaban la vida colocando golas, trocahilos y
pespuntes en los canesús corpiños y dobles faldas de los infinitos ropajes con
que se cubrían las damas de la época. Al cumplir los quince años, su madre pensó
en el matrimonio como el puerto protector de su dignidad y la solución del
problema económico. Del Pamplona de fines de siglo, se habían trasladado a
Bucaramanga, en la que despertaban el movimiento y las pretensiones
comerciales. Allí Cristina conoció a Francisco Ríos y después de un noviazgo
rápido se convirtió en su esposa. A pesar de su juventud sabía las
responsabilidades y deberes que le incumbían, ya que en aquellos tiempos las
jovencitas se deslizaban de los juegos infantiles al frente del hogar sin necesidad
de un período de transición.
El marido, alegre y buen mozo, trabajaba en la Gobernación. Se pronosticaba
que haría carrera, pues se hallaba al tanto de las ordenanzas y disposiciones de
la Asamblea y de los requisitos de la administración. Poseía un estilo epistolar a lo
Víctor Hugo, ornado de cláusulas redondas y sonoras. Leía a éste con pasión, lo
mismo que a Dumas, a Campoamor, a Núñez de Arce. En las fiestas se mostraba
ingenioso, galanteador y excelente danzarín. Trasnochaba con sus amigos,
ofrecía serenatas y a las siete en punto de la mañana se encontraba en su
escritorio, despachando solicitudes y memoriales con la seguridad del que domina
el alma de su oficio. Se envanecía de ser hijo de sus obras y no haber disfrutado
de ventajas iniciales de ningún género. Los problemas no lo ofuscaban. Los
resolvía con el sentido de decoro arraigado en el simple hombre del pueblo con las
características de la fidelidad en el can. De la escuela pública saltó a desempeñar
un oficio cualquiera y de ahí a otros más importantes hasta llegar al que ocupaba,
lo que le permitió casarse no obstante no pasar de los veintitrés años. Además la
modestia de las exigencias que no se requerían para completar el ajuar sino de
media docena de asientos de vaqueta, algunas mesas, un pequeño menaje de
comedor y cocina, ropa blanca y cama fragante al bosque vecino, tornaban fácil la
empresa. A los veinte días de la boda estalló la guerra civil y Francisco fue a
pelear por el partido legitimista, pues él, lector empecinado de la historia francesa,
admirador entusiasta de la Revolución, era conservador.
Para las mujeres aquéllo era distinto. Junto a la casa donde conducían el
marido agonizante, podía habitar la esposa del que lo hubiera herido. Pero por
encima del encono y deseo de mirar humillados a los contrarios, cada una
adivinaba lo que ocurría en el alma de las demás y sabía que un sufrimiento igual
las hermanaba. A las que pertenecían al mismo partido, les bastaba para
entenderse un guiño o un imperceptible cambio de voz. Cuando alguna conseguía
una carga de panela o de plátano o un campesino se presentaba con carbón, lo
que era más raro, inmediatamente se oía decir:
--Hay que repartirlo con las hijas de Máximo y con misiá Barbarita, pues a los
pobres hace seis meses que no les giran un centavo de las pagas.
Los días que traían buenas noticias del campo conservador las señoras
“azules” sacaban las galas sepultadas en los armarios, se adornaban la cabeza
con cintas celestes y salían a la calle. Siempre usaban medias encarnadas para
simbolizar que pisaban el repudiado color. Idéntico procedimiento a la inversa
adoptaban los liberales, aunque se hallaban incapacitadas para mandar decir
misas de acción de gracias, lo que sí hacían las azules infiriendo a sus rivales una
ofensa imperdonable. Por dos veces entraron las tropas del general Uribe a
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Bucaramanga y se ordenó rondar las moradas conservadoras que inspiraban
sospechas de esconder fugitivos o armamentos. Al tocar el turno a la de Cristina,
la mujer recibió a los oficiales que le comunicaron:
--Señora: tenemos orden de registrar la casa.
--Pueden seguir, pero les advierto que no hay nadie, aquí. Estoy sola—
contestó.
Breve consulta entre los hombres y luégo, la respuesta:
---Muy bien. Confiamos en su palabra. Nos retiramos.
En la misma forma procedían los otros. Las cartas tomadas a los correos
apresados y dirigidas a las familias de los combatientes, alcanzaban su destino y
se procuraba que éstas no sufrieran escaseces. Todo, por la sencilla razón de que
“así eran las gentes del 87”!
En las imágenes de las fotografía ha quedado la visión de las criaturas con falda
larga y ancha, talle de avispa, peinado alto y mantilla de blonda, que cumplían la
misión de esposas y madres al comenzar 1900, recluidas en el silencio de las
provincias. Pero ¿qué se sabe en realidad de ellas, de sus pensamientos íntimos?
¿Qué resonancias les despertarían un árbol, una canción, el pan, la inmensidad?
Sombras dulces y amorosas que sufrían, procreaban y rezaban, querrían en
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ocasiones escaparse del marco que las contenía, hablar con voz verdadera,
imprimir en los sucesos una huellas propia y perdurable? Igual que las que
tomaban el velo religioso a los quince, a los diez y ocho años, impulsadas por un
misticismo en que se resolvían los sobresaltos de la adolescencia, las restantes
iban al matrimonio ilusionadas por la aureola fugitiva del amor. Una simpatía
nacida al calor de la una contradanza o una mazurca o en la camaradería de un
paseo a los alrededores del río, iniciaba el romance. Luégo venían las visitas, que
la novia recibía posesionada de su papel y rígidamente guardada por los
parientes. ¡por qué cambios bruscos e incomprensibles pasaba entonces, del
éxtasis a la tristeza, de la paz al desasosiego, de la noche a la claridad! El casorio
se celebraba con rapidez. La muchacha, fajando a los hermanos o en los juegos
de muñecas, había adivinado su destino. En muchos casos la proximidad de dos
seres jóvenes y sanos significaba la ayuda mutua y la felicidad. En los demás no
ocurría lo mismo y la mujer descubría que había sido despojada a cambio de
ninguna recompensa. Las palabras pronunciadas sin encontrar eco, los gestos
ignorados de ternura, los esfuerzos de acercamiento contestados con indiferencia,
se quebraban al fin. Un silencio sobre lo que valía la pena, sobre lo que importaba
en definitiva, caía para siempre entre ambos. La esposa acogía los rumores de las
aventuras galantes de él, sus derroches y placeres, procurando devolver las
ofensas con la gama de pequeñas venganzas de los débiles, o bien, ocultando la
desgarradura bajo un manto pétreo, como si se hubiera convertido es estatua. No
se profundizaba si se justificaba permanecer junto a aquel hombre, y se aferraba a
los hijos, síntesis de todos sus afectos. La hora de la rebeldía no había sonado y
de la aceptación inalterable del destino manaba una especie de paz, que poco a
poco la reconciliaba consigo misma y le permitía sobrellevar la carga.
Tales fueron las etapas porque pasó Cristina. La bañaba la suave melancolía de
tener que amoldarse a la parte que ha tocado en suerte. Quizá amaba también su
sufrimiento y al que lo ocasionaba, voluble y distante. Junto a las cartas
apasionadas de la época de la guerra, coleccionaba las tarjetas en que él se
excusaba de ir a almorzar, a comer. Al regreso la hallaba igual y no se
preocupaba por averiguar más.
Era tan segura que no le interesaba aunque la quería. El nacimiento de Adelaida y
Enriqueta no modificó la situación. Pero Celina se encontró con padres casi viejos.
Don Francisco, defraudado por aquel girar incesante en busca de un motivo que
lo anclara retornaba al hogar. Allí o esperaban cuatro mujeres, que no tenían a
nadie sino a él. Pasaba largos ratos con la pequeña hablándole de los sucesos
remotos y de los personajes históricos y literarios de su preferencia. Una terca
semilla depositada en su espíritu se negaba a morir. En la conversación bordeaba
irresistiblemente el sendero de la poesía y reventaba los versos. Poemas
románticos, recitados en España y América por mozos que acababan de dejar el
fusil y por doncellas lágrimas y perfumadas de violetas y madreselva,
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siemprevivas y melancolía. El viejo, de vuelta de sus combates, y la niña, al pie de
los caminos, se cruzaban un instante y, lo mismo que si cambiaran un saludo
especial para reconocerse, repetían:
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Capítulo III
La escuela la dirige una maestra particular, contratada para enseñar a los niños de
una familia rica y que admite en el grupo a Celina y sus amigos. Las clases se
dictan en un pabelloncito separado de la quinta que habita la familia y lindante con
un gran jardín inculto y con las canchas de un campo de tennis. A profesora y
chiquillería pertenece esa rincón, ya que la dueña de casa generalmente
permanece enferma y recluida dentro. En las pocas oportunidades en que Celina
la ve, su dulce y pequeño rostro pálido le recuerda una de las imágenes que,
desde su alto vitral, le sonríen en la iglesia.
Inmóvil en medio del patio, Celina se pregunta por qué no se le considera igual
a los otros. La exclusión rompe su concepto innato de armonía. Siente que ni
puede pedir por favor aquello de que se la priva. Su amargura de expatriada va a
estallar en lágrimas cuando milagrosamente se explica el error. Vuelve a ser la
chiquilla con derecho a ir de la mano de sus compañeros y crecer bajo el mismo
cielo. La maestra ha comprendido y la abraza diciéndole:
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paso se apoderan de los frutos. ¡Qué delicia la frescura de las ramas y las hojas!
Sí éstas se mordisquean, el sabor que se queda entre los dientes aproxima al
árbol, lo introduce en el cuerpo. Un día, encaramada en un pomarroso, Celina se
deslumbra ante el milagro de las flores en copos de piel, lo mismo que si el árbol
fragante le entregara en su vegetal abrazo, un mensaje del misterio y la
fraternidad de la naturaleza. Cerca de la escuela existe un lago, llamado de la
“Mutualidad” porque está situado en predios de propiedad de una compañía
establecida a imitación de las sociedades de socorro mutuo y que fracasó. El lago
no supera las dimensiones de un modesto estanque, pero habla del hechizo de las
aguas, aquel que ha impulsado a creer en seres submarinos huidizos y burlones,
de cuerpo gelatinoso y larga caballera. Desde sus orillas Celina oye las
explicaciones de la maestra sobre los tres dominios de la naturaleza:
Aquella tarde está resuelta a merodear por la vecindad. Marcela ha pedido a las
dos hermanas que le ayuden en los preparativos de la velada que organiza para la
noche, con juegos de salón, recitaciones y piezas tocadas en la pianola. Como
ésta es de pedales, pues todavía no se lanzan al mercado las eléctricas, Celina se
encargará de manejarla, tomando así parte en la recepción. Donde Marcela, que
gasta su dinero en adquirir cuantas rarezas le ofrecen, descubre muchas
novedades qué admirar, las que después describe a sus amigos con lujo de
detalles. Por ejemplo, ¿no acaba de atisbar en el corredor una pequeña maravilla?
Se trata de un triciclo, un juguete que no posee todavía ningún niño de la ciudad.
¿A quién lo destinará la dueña, viuda y sin hijos? Claro que no a Celina. Con
seguridad irá a parar a manos de algún chicuelo consentido, hijo de cualquiera de
las señoras recién llegadas de la capital, que usan guantes y sombreo con velillo
para salir a la calles, ante la estupefacción de las demás mujeres. Pero la
muchachita abriga la esperanza de gozarlo un poco. ¡De qué modo la atrae desde
su puesto en el corredor! Se dirige a examinarlo. Toca los manubrios de niquel, el
asiento, los radios. Casi le da miedo. Se diría un diminuto salvaje, absorto delante
de un utensilio de los conquistadores. De repente es también suyo el pánico que
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éste hubiera experimentado por el atrevimiento de coger un objeto sagrado.
Marcela que la observa desde la puerta y que no tolera familiaridades con un
juguete tan fino le grita:
Por la noche, en la fiesta, cumple su cometido, dedicada a hacer girar los rollos
de música. “Por el senderito de la serranía”, “Ojos tapatíos”, y “Cara sucia” son las
piezas de moda. Los invitados las corean o se consagran al baile, empujando a
Celina dentro de la alegría general. Aparecen allí ejemplares de la nueva
generación masculina que la provincia cosecha en 1924, sentimentales y tiernos,
preocupados por demostrar su urbanidad. Las muchachas, recogido el pelo hacia
atrás por grandes lazos de cinta que dejan libres dos guedejas a lado y lado,
espolvoreadas y que se llaman “cachacos”, y vestidas con trajes de hilo, de los
colores del arco-iris y olorosos a fruta, constituyen materia dispuesta para que el
galán escogido haga de ellas lo que quiera. Quizá ignoran por completo la
ortografía: ¡en cambio se muestran tan jóvenes y buenas! Últimas usufructuarias
de un sistema silencioso y guardado, ¿podrán entender las transformaciones que
la vida les prepara? Por lo pronto, acompañadas del piano cantan
nostálgicamente: “No hay ojos más bellos en la tierra mía…” Ensayan coqueteos.
Las mamás las vigilan mientras fingen absorberse en su labor de bordado o tejido.
Si alguna advierte un error en la actitud de su vástago, relampaguea una mirada
que significa: “Bien sabes que ese caballero no te conviene. Atiende al de tu
izquierda, un partido excelente.” Y la muchacha acepta, dócil, la solapada
indicación.
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Se entregan a la tarea. Celina se encuentra muy excitada. La maestra asegura
que tiene magnífica letra para su edad y desea lucirla, ayudándoles. ¿Por qué se
incomodan con su intervención y la dama oculta apresuradamente el papel? ¡Qué
incomprensibles resultan las personas mayores!
A las diez se despiden los invitados. Es el último convite de esa clase en una
temporada. Viene la Semana Santa con su ritual, su ayuno y sus procesiones.
Para la gente menuda representa un acontecimiento más sensacional que la
Navidad, ya que durante días la población se desborda por calles y plazas; salen
los “penitentes”, esos legionarios del misterio, a cargar las andas de las imágenes,
que al balancearse parecen adquirir vitalidad y en los hogares se transforman
horarios y costumbres, porque en cada actividad ha de marcarse la huella de lo
que se conmemora.
La ceremonia que sobresale para Celina es la del Jueves Santo, Doce niños,
escogidos de las familias principales, figuran los Apóstoles y toman puesto junto al
Señor en la mesa de la Cena. En rememoración del pan ázimo y las hierbas
prescritas, la adorna profusión de bizcochos y lechugas. Para transportarla e
requiere un despliegue inusitado de penitentes. El interés de la chica consiste en
averiguar si Julio y Raúl, distintos en sus galas de Apóstoles, comen o no las
viandas, pese al susto que les ocasiona el paseo aéreo por las calles. Pero el
recorrido se prolonga para lucir un paso tan ostentoso y no puede seguirlo. Debe
aceptar, resignada las declaraciones fanfarronas de ellos al regreso, ya repuestos
del miedo y orgullosos de su condición masculina, que les concede privilegios
fuera del alcance de su amiga.
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El viernes de incienso y dramatismo, con los ayes de los penitentes que
arrastran pesadas cadenas en la procesión de la noche, huye ante las campanas
renacidas del sábado. Caen entonces los negros ropajes y la Dolorosa ya no es
Dolorosa sino una esbelta doncella en rojo y azul. No falta nada por hacer. La
ciudad ha cumplido su obligación y se reintegra, satisfecha, a las ocupaciones
ordinarias.
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--- ¿Sabes?—comenzó. El marido de Isabel ha entrado en sospechas. Pero la
mujer cínica se vale de tretas en las que le ayuda una amiga. (Y aquí bajó la voz
sin que Celina pudiera enterarse del nombre.) La otra noche Isabel y el marido
fueron a comer a la casa de esa amiga, y ella sirvió vino blanco para enterarla que
el fulano había llegado, pues se apellida Blanco. Yo, por supuesto, no me meto,
porque “a quien Dios se lo dio…”
Hija única mujer de una larga familia, desde niña tuvo que dedicarse al
cuidado de la madre, impedida a causa de sus numerosos partos. Levantarla y
vestirla por la mañana y ponerla en cama por la noche, constituían los puntos en
que se apoyaba el arco de su jornada, siempre alrededor de la enferma. Para
Josefina no existían las hermosas fiestas que organizaban las muchachas. Si se
alejaba de la silla de la lisiada, un cojín deslizado se su sitio representaba motivo
suficiente para que ésta la llamara con voz temblorosa obligándola a volver.
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Conocía que apenas la toleraban. Por eso decidió desempeñar cualquier oficio
para independizarse. Fue maestra de escuela rural, ama de llaves de un hotel,
costurera en los talleres del ejército y portera de un convento. Los empleos
cesaban con extraordinaria rapidez. Siempre se encontraba una aspirante que
parecía más apta.
Las campanas de la capillita del hospital se echaron al vuelo a la vez para dos
novias. Ligeras y palpitantes, con sus mantos, sus coronas y sus velos. Trazaban
al pasar, una estela blanca. Las caras de los invitados, los muebles y los adornos
de las habitaciones aparecían pulidos y remozados. Las guirnaldas de “bellísima”
que colgaban de puertas y ventanas producían el efecto de que éstas sonrieran.
Las recién casadas besaron a Celina y lloraron en los brazos de su madre,
mientras la chica contemplaba la escena con curiosidad, sospechando vagamente
que las lágrimas formaban parte del ritual. Cuando por fin se perdieron en la
distancia las viajeras y quedaron solos los tres, los viejos la abrazaron
estrechamente y se dio cuenta de que saltaba a una escala de mayor importancia
para ellos. Aún les pertenecía. También notó que los aposentos estaban más
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grandes y silenciosos, como si se extendieran y esforzaran por recoger el rumor
de una voces.
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Capítulo IV
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discriminar a qué clase de testigos abandonaba e interesada porque las ofertas
subieran al precio estipulado optimistamente por Cristina. Si el comprador,
después del inevitable regateo, se aproximaba al nivel deseado, por encima de su
cabeza se cruzaban triunfantes las sonrisas de ambas. La madre, al igual de la
chica, se alegraba con el cambio. Las ricas iglesias, las vitrinas que exhibían las
últimas novedades, los grandes edificios, la tentaban como a una muchacha. Por
otra parte sus reliquias más queridas—los recuerdos del bautismo de las hijas, las
cartas, las vitelas de las Santos cerca estarían a su corazón—carecían de valor
comercial y podría transportarlas consigo. Sólo el padre no presenciaba las ventas
y deambulaba, ausente, por los cuartos desnudos cuando penetraba a la casa.
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nunca, cedió pronto. La experiencia se repitió en varios establecimientos y la
educación de Celina se convertía en problema; cuando un colegio de monjas, son
su aparato litúrgico de coros en la capilla, volutas azules de incienso y calurosa
armonía, la atrajo y retuvo.
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Francia, en la casa madre de Tours, y la comunidad la aprecia por su capacidad y
fervor. Designada para hablar en la Capilla a las alumnas, en reemplazo de la
Superiora que apenas chapucea el español, se la adivina oyendo sus propias
palabras impetuosas y enérgicas, complacida de su elocuencia. Desde la tarima
que domina la clase, hace dictados e imparte órdenes, y a ratos permanece
pensativa. Inspira gran admiración especialmente a las mayorcitas, en quienes se
presenta una tendencia enfermiza a no poder pasar sin las compañeras o
maestras preferidas. Celina no se ha contagiado de sus manifestaciones. Pero un
día, después de acompañar a la monja a la Biblioteca de las Hijas de María, donde
ahora lee vidas de Santos, al salir se encuentra de sopetón con una de las
internas. Esta, tras echarle una rápida ojeadas investigativa, le pregunta muy
intrigada:
Pronto averigua que la monja celebró las bodas místicas siendo aún muy joven
y despreciando la admiración mundana que despertaba su belleza. Ese rasgo de
sacrificio y renunciamiento la conmueve. ¿Fue un orgullo supremo, a imitación de
Sor Juana Inés quizá, el que la empujó a alejarse del aire contaminado del siglo
para conservarse pura y superior? ¿Una decepción amorosa? Parece diferente a
las demás, habitante de un país remoto. Pero desde la penumbra que cerca a
esas mujeres se escapan violentos vapores que las atraen ya a una compañera,
ya a una discípula que podría ser su hija. El cariño se torna tanto más interno
cuanto lo oprime la obligación de dejarlos así que los mandatos de su Regla ñas
conduzcan lejos. Muchas veces Celina, al levantar la vista de su cuaderno, nota
sobre sí el resplandor marino de las pupilas de la Hermana. Sabe que una secreta
afinidad las une y que es la preferida, aunque nada le diga. Cuando llegan las
vacaciones, la entristece abandonarla. Desea que vuelen los asuetos y la figura de
la maestra se agranda a la distancia. Se transforma en personaje de leyenda,
dama enigmática y altiva como la heroína de una novela antigua. Al abrirse el
colegio la espera una decepción “Ma soeur” no aparece. Ha sido destinada a otro
lugar.
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La nueva profesora, una buena mujer, gorda, achacada y grasosa, choca con el
temperamento de Celina. Las clases se vuelven rutinarias y sobre medidas. “Ma
soeur” las recreaba cada vez….Celina no ocupa el puesto de alumna
sobresaliente y sus composiciones de redacción pasa inadvertidas. La
repugnancia a continuar en el establecimiento le proporciona sufrimientos que
nadie supone. Sabe que, a menos que presente una razón suficientemente
poderosa, los padres no la retirarán ahora, y su desesperación trabaja febrilmente
por encontrarla. Una mañana enseña a Cristina el brazo cubierto de cardenales.
Se los ha causado ella misma, pellizcándose con unas tenazas. Cristina,
horrorizada la pregunta:
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enrojecen lo mismo que si dijeran inconveniencias. El valor del espadachín, su
amistad por el duque muerto e inquebrantable fidelidad a Aurora, conforman el
santo y seña de una imagen ideal que se perfila en el horizonte. En realidad, están
ya locamente enamoradas de alguien que no han visto todavía, pero que se
parece de un modo asombroso al rival afortunado del Príncipe Gonzaga.
En la pensión viven algunos estudiantes. Por las noches se reúnen con los
demás huéspedes a jugar a las cartas y tocar discos. Hay un muchacho delgado y
rubio, que mezcla en la conversación citas trascendentales con frases de los
tangos de moda, en curiosa alianza de espíritu demoledor y sentimentalismo
ramplón. Lanza miradas lánguidas a las jovencitas y Celina se ruboriza. Lo juzga
lleno de interés, aunque se halla a tanta distancia. ¡ay!, del Caballero Andante.
Pero no se inicia el romance. Ella también se ha fabricado una concha y no puede
salirse.
---¡Pobre m’hijita!
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acaricia las hojas como si se tratara de seres vivos. Ha organizado su biblioteca
en un baúl viejo y una repisa y la atormenta que las visitas se acerquen y cojan los
volúmenes. Vigila sus movimientos con la tensión del que mira expuesto un objeto
frágil en las manos torpes de alguien.
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Capítulo V
Al lado del sentimiento del fracaso, otra nube, ¿Qué harían los tres si lo
despedían del empleo? Desde hace poco desempeña un cargo de mejores sueldo
y categoría y cuentan con algunas comodidades. ¿Tendrán que dejar el
departamento con balcones a la calle: la criadita que ayuda a Cristina; el proyecto
de comprar para la chica un equipo de calle completo, desde zapatos hasta
sombrero. ¡Con qué ansiedad contempla don Francisco, la mañana en que se
posesiona el recién designado Ministro, lo que le pertenece y está expuesto a
perder!
Frente a la puerta, de regreso ya, gris, casi sin poder moverse, está don
Francisco. Sufrió un ataque en la oficina. El dolor estalló de repente,
incomprensible, golpe que se recibe desprevenido. Entre la esposa y la hija lo
trasladan a la alcoba. Mientras esperan al médico, Cristina dice:
Una tarde se presenta Adelaida con el marido y los hijos. Partió llevando
coronas de flores y ahora viene a cumplir su deber. La pobre Enriqueta escribe y
envía algún dinero, pues no puede alejarse del lugar donde vive a causa de la
salud del marido, también quebrantada. Ambas sufren ante lo que se anuncia,
hachazo que cercenará el hilo con que aún se prenden a la infancia, a cuando
eran mozas y el tiempo se destejía, perfumado y frutal. Pero los intereses que se
han creado las distraen. Están al otro lado de la pared. Alrededor de la hija mayor
resuenan voces de niños como si avisaran a la intrusa que nada termina y hasta el
enfermo sonríe. No es lo mismo que para la madre y Celina.
¡Si ésta consiguiera empleo! Adelaida no obtiene éxito en las gestiones que
inicia con amigos. ¿Qué pueden ofrecer a una niña de quince años, carente de
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prácticas y conocimientos? En lugar de eso habría una colocación para la madre
que sabe coser, en la ropería de un colegio oficial.
A Cristina la educaron para el hogar. Dentro sus muros no importan las tareas
que le exijan. Pero, ¿sujetarse a extraños y dejar al viejo, cuando está indefenso
como una criatura? Lejos de los suyos se sentirá abandonada en un país
extranjero. Sin embargo, no le queda otra alternativa y acepta.
Cada mañana, antes de irse para el trabajo, prepara los remedios y los caldos
del paciente y recomienda a Adelaida y a Celina:
-No vayan a salir. Estén cerca por si las necesita. En el taller, el jefe se queja del
escaso rendimiento. La cara de Cristina se enciende. Antes, el marido recibía, el
primero, los impactos del exterior, protegiéndola a ella. Los hombres le
demostraban consideración y respeto. Pero una asalariada se calla. La quincena
siempre parece demasiado próxima.
Cuando está pendiente una sentencia, los demás desean secretamente que se
ejecute sin tardanza. La expectativa mancha la atmósfera. Luego, por lo menos
pueden acariciarse las desgarraduras que causa. Las tres mujeres que rondan la
cabecera, cruzan entre si miradas interrogadoras. Según avanza la enfermedad
toma cuerpo una pregunta, al principio apenas susurrado en los rincones oscuros:
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luz? Todo eso lo recuerdan y no saben nada. El moribundo está solo. Ningún
engaño vale ahora para disimularlo.
Don Francisco, con la vista ausente, delira. Pronuncia nombres de amigos lejanos,
desde hace mucho desvinculados de la familia. La respiración se torna débil,
intermitente. Se apaga y recomienza. Celina no quita los ojos de las facciones en
las que se va imprimiendo un sello imponente. ¿La constancia de haber vivido
talvez? Durante un segundo la respiración cesa. Supone que se reanudará en
seguida, pero no es así. Ha muerto.
Los gemidos de las mujeres llenan la pieza. Arrastran suavemente el vaivén que
va y vuelve. Celina observa la muerte. ¿Qué ha ocurrido? Se interrumpió la
comunicación con su cuerpo. Es blanco, alargado, severo. Una representación en
yeso, pero le da miedo y quiere llorar. Sale al patio y mira desesperadamente al
cielo como si golpeara una puerta cerrada.
Los amigos buscan palabras persuasivas para brindarlas a los dolientes. Las
que emplearían con los niños. Pero al oírlas, rompen a llorar con mayor
desconsuelo porque entonces miden la angustia de haberse enfrentado a la noche
y al lobo.
El luto se inicia con la rigidez practicada por las familias antiguas. La madre y
las hijas asisten a misa al amanecer, cuando el sol no ha acabado de romper las
tinieblas. Tiritando, las tres sombras se agrupan junto a una columna. Luego viene
la visita al cementerio, a llevar flores. Por primera vez Celina usa zapatos de tacón
alto, de ante negro según exige el luto, y se cansa terriblemente.
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Capítulo VI
Cierta mañana, por las escaleras de un despacho oficial asciende una jovencita.
Su traje, que antaño fuera color “beige”, aparece teñido de negro. El rostro medio
se oculta bajo un sombrero de paja y anchas alas. Va tensa por la preocupación
de no saber si llenas las condiciones exigidas a las empleadas. Ha obtenido por fin
un nombramiento. Aunque los futuros patrones no desconocen su impreparación,
quizá por lástima que inspira la orfandad, se resignan.
Con los cinco sentidos alerta oye las indicaciones para escribir notas, archivar,
alinear con impecable simetría los batallones de los números. La realidad ha
acabado por imponerse. Ya no podrá escapar a las nubes, dejando en la tierra su
imagen inerte. Cualquier descuido echa a perder el trabajo y, entonces, ¿qué dirán
los jefes? Se le ha clavado el miedo del que vive en dependencia. Otra en forma
rígida, automática, que la expone a cometer mayores errores, obsesionada por el
temor. Este la asalta desde que desemboca en la calle que conduce a la oficina y
ve dibujarse a lo lejos las líneas del edificio. Quisiera huir, no acercarse a la mole
que la aplastará y a la que por un poder irresistible debe dirigirse, lo mismo que el
gorrión a la serpiente que lo atrae.
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ostentan decoraciones de arpas y mandolinas, graciosamente entrelazadas con
palmas y coronas. Desde su nicho, vigila la mirada de una venus de Milo. Los
amplios balcones permiten al sol entrar a raudales que causan añoranza en
Celina. Su corazón es un nicho semejante al de la Venus, pero vacío de imagen e
inconscientemente anhela entronizar alguna.
La mayor parte de las horas permanece sola con el doctor Garrido. Este se ha
dedicado a enseñarle las obligaciones del cargo y demuestra paciencia y bondad.
Estima que su conducta con la huérfana constituye una buena obra que debe
agradecerle. No oculta la satisfacción que le produce pertenecer a una familia de
abolengo y contar con una figura que juzga halagadora. En su opinión, la vida se
ha inclinado ante sus merecimientos lo mismo que una hembra fácil. Su fatuidad
posee el don de conservarlo de excelente humor y la muchacha lo escucha con
curiosidad. Mientras toca el tema inagotable de sus viajes al extranjero, de las
personalidades que han deseado su amistad y de las mujeres que se pirraron por
pescarlo, vuelta el tiempo y se descansa de los monótonos quehaceres. Cuando
un recuerdo interesante lo torna más expansivo, se para frente al refugio de la
Venus y recita versos de Amado Nervo. Y ese acompañamiento resulta de
acuerdo con la Venus y las mandolinas.
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de una época pasada, en la que las insinuaciones brotan, temblorosas, del cáliz
de una flor.
¿No tendrá razón después de todo? Pero no puede evitar rechazarlo cuando
repite la prueba. El experimenta temor de que hable por fin en la casa o con el
director general, y le dice:
Un día le anuncia:
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El nombre cae entre los dos. Despierta vibraciones. Pero a Celina no le gusta
la noticia. Cuenta con algunas prerrogativas en su calidad de empleada única.
Puede aprovechar cualquier momento oportuno para adelantar el gran reloj de
péndulo que cuelga de la pared y apresurar la hora de la salida. Sin duda, una
compañera le traerá molestias.
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¿Para hacer frente a Garrido? Y a lo que venga. Leonor acepta el reto de la
suerte para ver quién sale vencedor. Se halla pronta a reír, especialmente de las
propias fallas. En aquel mundo que no frecuentaba antes, lo patético consiste en
el intento por disimular. Pero no se encuentra aislada. En adelante cuanto le
ocurra pertenece y afecta a los demás. Y lo de éstos a ella. Ha ingresado a la
comunidad. En las mañanas claras o en las tardes frías se tocan sus lazos,
cuando los empleados se agrupaban en impulso espontáneo. Los pasajeros que
viajan en el mismo tren se observan y empiezan a destacarse las fisonomías. Un
par de atentos ojos azules van ahora de una a otra. Se apoderan de puntos de
referencia y notas que muchos vacíos anteriores se llenan. Talvez le hacía falta
esa medida. Todo vale la pena.
Celina la escucha hablar de cosas en que ella también había pensado aunque
sin darse cuenta de lo que representaban. Principia a aprovechar la escala de
valores. Que coincidan en un pensamiento equivale a que ésta tenga importancia.
Nunca tuvo una amiga de veras, que la enseñara mostrándose igual. La oficina se
transforma para ella. Los días mejores de la semana son de lunes a sábado
porque el domingo no conversa con Leonor. Toma nota de los libros que le oye
citar, para leerlos también. Inconscientemente desea imitarla y repite sus frases
con el resultado de que la gente la mire, estupefacta, y el doctor Garrido se refiera
a la ausencia de personalidad de algunas muchachas. Eso no le importa. Está
subyugada y feliz.
-Yo pintaré las ilustraciones para tu primer libro. Divagan. El tema les sirve de
caballo de humo para escaparse. Han aprendido a ejecutar el trabajo que les
corresponde y aunque se desprende de él la tranquilidad de la rutina, no lo aman.
¡Si ofreciera alguna utilidad como sembrar plantas o amasar pan, pintar juguetes
de colores para los niños o contarles cuentos! Pero escribir notas para avisar
recibo de otras y remitir expedientes interminables que los destinatarios se
cuidarán de no leer, les parece dar vueltas sobre el mismo punto, sin avanzar.
Leonor borda sobre las hojas del almanaque y los papeles de borrador,
decoraciones fantásticas. El doctor Garrido le lanza ojeadas desaprobadoras. Su
tiempo no le pertenece. Su tiempo no le pertenece. No debe derrocharlo. Sin
embargo, ella burla la vigilancia y ensaya dibujar. ¿No se trata de su verdadero
trabajo?
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paseo por el campo. Para conversar de igual a igual, sin menoscabo de la
disciplina-ofreció generosamente. Confía que en ña soledad abrirá la rosa de la
confidencia. Esa mujer tiene experiencias que contar. Pero el proyecto no se lleva
a efecto. Un interrogante malicioso de Celina lo obliga a explicarse:
-No fue posible. En otras ocasión, quizá. Y muestra la expresión confusa del
muchacho que se queda sin postre.
A ellas las regocija que no advierta los hilos que las mueven. Eso afirma su
alianza. En este momento en que se acerca la hora de suspender tareas, a Leonor
la preocupan dos asuntos; que la vidriera de una de las bibliotecas,
desempeñando el oficio de espejo, le permita retocar convenientemente los labios
con su lápiz “Helen Rubinstein”, y que el dinero de la quincena que le acaba de
entregar, se estire un poquito, lo suficiente para que, amén de los gastos
imprescindibles, le alcance para comprar los magníficos colores al temple que se
exhiben como novedad en el comercio, y regalar a la señora Maruja, esa
empleada delgaducha de la secretaría, la muñeca que la menor de sus hijitas le ha
pedido, según lo refirió ayer. Prefiere hablar ligeramente de lo que le importa.
Burlarse de sus impulsos. Obsequiará el juguete sacrificando los colores pero, por
favor, que el punto no se toque.
Se despide para ir a casa de sus tías a tomar el té. Después dará clase de
pintura en un establecimiento nocturno. La fatiga tampoco debe mencionarse. Le
impediría disfrutar el instante que la aguarda, junto a las cariñosas viejecitas.
Tiene la facultad de las colegialas para gozar con cualquier expansión, en el
recreo. ¿Resulta entonces tan simple? El misterio apenas ha revelado una faceta.
Sonriendo, recuerda a Wilde y exclama:
A ratos desconcierta a Celina, pero no puede evitar que confíe en ella. Después
de que sale, llama la atención de ésta un papelito que ha olvidado y bailotea con el
viento. Se apresura a recogerlo. Consiste en el cheque de sueldo, de antemano
distribuido por su dueña. ¡Qué extraordinaria es!
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Capitulo VII
De niña, Leonor viajó con sus padres por el viejo mundo. Entonces poseía cuánto
puede apetecerse. Contaba con increíble facilidad para los idiomas y la literatura y
se extasiaba en los museos. Amaba la forma y el color y si permanecía
embelesada ante las monjas del liceo, se debía a que los hábitos azules y blancos
le producían asociaciones armoniosas. Cuando regresó a la tierra, sufrió por la
necesidad de sujetarse a un medio más estrecho. Pero era joven. Ingresó a la
Escuela de bellas Artes y se mezcló con los artistas. Leía constantemente hasta
que alarmó a su familia. ¿Sería aconsejable--se preguntó—que una joven de su
categoría alternara con bohemios sin porvenir y se quemara las pestañas leyendo
libros inadecuados? ¡Lo peor consistía en que los profesores de esa escabrosa
Escuela de Bellas Artes, obligaban a las niñas a copiar modelos al natural! (Es
1926, en Bogotá.) Tuvo lugar un pequeño escándalo doméstico, que Leonor
venció valiéndose de ardides. Seriamente aseguró a la mamá y a las tías,
preocupadas:
A las pocas semanas, Leonor Alba se separó del marido y entabló demanda de
divorcio. La gente de su grupo no recordaba un caso parecido. ¿Por qué se
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rompía un vínculo contraído bajo los mejores auspicios? Resultaba familiar el
cuadro de las esposas de labios cosidos para la queja o, el contrario, de las que
extendían a los cuatro vientos la sábana de su tragedia. ¿Pero divorciarse ella,
una mujer del círculo más santafereño y severo? Como un oleaje se abalanzaba el
afán de averiguar detalles. No había conversación en la que tarde o temprano no
irrumpiera el tema, lo bastante inusitado para saltar de las clases altas a las bajas
que lo saboreaban con fruición. La responsable del escándalo permanecía en
medio de él, impasible en apariencia. Deshechas, yacían por el suelo las
promesas. ¿Para qué explicar nada? No podía entregar su alma al paladar voraz
del grueso público.
Para Celina esa amistad colmaba su necesidad de comunicarse. Por las tardes,
cuando salía del trabajo, ya no miraba con nostalgia a las demás empleadas que
se reunían, gozosas, con los hombres que las aguardaban y que entornaban
suavemente los ojos para contemplarlas. Se había fabricado el mundo aparte que
forman en el colegio las condiscípulas que se entienden. Le gustaba imaginar el
cuadro de las dos en la vejez, al recordar los sucesos en que tomaran parte. Sería
recorrer los cuartos de la casa que se ha habitado siempre.
Un empleo con mejor sueldo para el que nombraron a Celina, las separó de su
contacto diario. Pero se encontraban dos o tres veces a la semana para tomar el
té y charlar, en un saloncito decorado caprichosamente con cuadros, lámparas y
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porcelanas. Igual que otro bibelot, la figura de Leonor se amoldaba a aquel
ambiente. Allí concurrían literatos y pintores y Celina hablaba de los nuevos
amigos que hacía entre los compañeros de lo oficina.
Uno de éstos era un joven abogado, al que tenían sin cuidado las leyes aunque
en cambio apasionaba la literatura. Continuamente interrumpía la tarea para
preguntar a su secretaria:
Admiraba la trilogía compuesta por León de Greiff, Barba Jacob y Maya, y repetía
las estrofas lo mismo que si desplegara tejidos de imprevista riqueza. Recitaba un
día mientras la muchacha contemplaba el perfil, el bigote y los carnosos labios.
Hubiera querido que al terminar la besara, pero no ocurrió así.
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--Cuenta con que lo haré, sin falta.
Pero por la mañana supo que Leonor se hallaba enferma, con fiebre. Se dirigió
a visitarla y unas parientes la recibieron con ojos llorosos en la puerta de la casa.
Preguntó asombrada:
¿-Qué sucede?
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querido huir. Experimentaban la necesidad de los niños de enterrar solos una
mariposita.
¿Por qué no allí, entonces? Había que ofrecer dones a la divinidad. El trueque
de siempre. ¿No se declararía satisfecha con unos años de Celina y Arango a
cambio de otros? Esperaron.
Al día siguiente, cuando Celina telefoneó para informarse, le contestaron que “se
había puesto peor” y comprendió. El fin era inevitable e inmediato.
No podía faltar al trabajo. El permiso que solicitó para ausentarse le fue negado,
pues con la enferma ni siquiera la unía el parentesco, según le manifestaron. Los
dedos volaban en la máquina, pero estaba segura de que la acompañaba. A
través de la muralla de gente arrodillada en la alcoba, ambas volvían a sonreírse
débilmente, lo mismo que a veces se hacían un guiño en la oficina. Las personas
que entraban al despacho y salían, no se lo figuraban. Sonaban las diez. Después
dijeron a Celina que a esa hora murió.
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Capítulo VIII
“De cuando en cuando los dioses envían a la tierra uno de sus alados mensajeros,
para refrescar el marchito corazón de los mortales.” Meses después Celina leyó
esa frase y reconoció a Leonor. Entonces arribaba a un estado de tristeza laxo y
dulce. Pero había deseado morir. Contemplaba la figura de su amiga
deambulando por las nubes en diálogo con otras siluetas amadas. Teresa de la
Parra acababa de morir también. ¡Qué placer estar con ellas! Las restantes
amigas no colmaban el vacío. Sus palabras nunca daban la nota exacta a que
respondía su espíritu.
Las personas allegadas que antes fueron indiferentes, ahora adquieren valor,
pues en alguna forma estaban unidas al pasado y lo recordaban. Se establecía
comunicación cuando decían: “En ese tiempo…” o “No era propiamente bonita
aunque al verla se juraba que sí.”
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Eran anhelos semejantes a nubecillas que un golpe de viento desparrama. Los
velos que ceñían a todas las Rusias no se descorrían para ella. A su lado
pululaban jóvenes revolucionarios, agitándose y profetizando. El director del
despacho deseaba aprovechar la inteligencia de los mejores y les formulaba
halagadores ofertas. Celina hubiera querido hacer señas para que repararan en el
terreno que ofrecía y le sembraran un grano, pero los ocupaban ideas tan
demoledoras que no tenían tiempo de mirar a la joven.
Consagraba sus charlas a pasar revista a los puntos que conocía y a las que
despojaba de aparatos, revelando con alegría maligna e infantil su lado cómico y,
en cesiones, algún imprevisto rasgo casi sublime. De ahí derivaba a los libros, el
espiritismo, la grafología, la estructura social. Sobre cada tema poseía ideas
originales y estupendas, con las que arremetía contra lo que estaba convenido
conservar en pie. Representaba uno de esos espíritus anárquicos y aislados.
Trotoskys engreídos y solitarios, pero atractivos siempre por su diferencia con los
demás. Ni la esposa ni el resto de la familia lo entendían y cuando llevó su
desenfado hasta criticar al director—lo que le acarreó la pérdida del puesto que
desempeñaba a la ligera, porque existían tantas ocupaciones maravillosas para
distraerse—todos lo criticaron. Sólo la Secretaria permaneció con él y se esforzó
en ayudarle.
---Tengo miedo de que nos suceda algo malo ahora que somos felices.
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ocasionados por el exceso de trabajo y la obligación de residir en climas malsano.
Inmediatamente se consultó a buenos especialistas. Al principio diagnosticaron
una neurosis, pero el caso era más serio y finalmente coincidieron en que se
trataba de demencia precoz.
Los profundos ojos negros de Enriqueta seguían con estupor los movimientos
bruscos de Agustín. Los poseía un espíritu, dueños de dimensiones ignoradas por
ella. Los esfuerzos por comunicarse chocaban contra un obstáculo más
insondable que ninguno porque, en apariencia, él continuaba igual. Sus ojos no
habían perdido la capacidad de verter lágrimas, ni los labios, la de reír. A pesar de
los razonamientos, nacía en el fondo de los que rodeaban al enfermo una confusa
irritación por esa negativa a recorrer el sendero que ellos transitaban; esa
exhibición de contar con un terreno exclusivo en el que no podían aventurarse,
aunque no fueran visibles los rótulos que prohibían la entrada. Parecía un niño
encaprichado, que se cobija en su debilidad a fin de burlar a los mayores y salir
con la suya, mientras que pestos no debían abusar de su posición para obligarlo.
Cuando los accesos del demente revistieron mayor violencia, fue preciso pensar
en separarse. La madre y Celina ultimaron los preparativos de la reclusión, para
ahorrar en lo posible a Enriqueta el dolor de ese paso. Un día subieron la
escalinata interminable del asilo y hablaron con el fraile que lo regentaba,
compasivo y solidario. Otros religiosos se deslizaban por los largos pasillos sin
causar más ruido que el de las gruesas llaves que entrechocaban, y los loqueros
de amplio tórax y sonrisa estereotipada, se aprestaban a recibir al nuevo huésped.
Para los futuros compañeros del tránsfuga, la escena carecía de originalidad.
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La comida familiar de esa tarde fue triste y solemne como después de un
funeral. Cada uno de los que se sentaban a la mesa experimentaba la necesidad
de acercarse al otro y tocarlo, para persuadirse de que no había escapado
también.
Por aquellos meses visitaba los ríos la hija de una amiga de Cristina, llamada
Graciosa. Tenía quince años y el influjo de la mutua juventud atraía a Celina hacia
ella. Durante la pubertad, los rasgos de su rostro habían sido ásperos y no
permitían prever la belleza que los afinaría luego. Una exquisita palidez hacía
resaltar los ojos verdes y la línea de la boca, carnosa y llena de vida.
Por una puertecilla excusada las condujeron a un salón reservado. Los hombres
que las acompañaban estaban borrachos. Un norteamericano no dejaba de beber
y brincaba entre hipos:
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alboroto que se oía. Sentadas a las mesas o arrimadas a sus hombres se veían
varias mujeres. Una señora de edad que iba con las muchachas les gritó:
49
Capítulo IX
Entre los médicos que atendieron al cuñado enfermo se destacaba uno que, si
bien no aportó mayores luces que los otros para el alivio de la enfermedad, se
mostró en cambio vivamente interesado por las circunstancias de la familia. Se
llamaba el doctor Felipe Conde. Alto, de negro y fino bigote, representaba unos
treinta y cinco años y, según rumores filtrados hasta Celina, gozaba fama de
mujeriego y sibarita. Su materialismo, no obstante, se hallaba revestido por una
capa de mundana y amable elegancia, y la amistad que brindaba a los Ríos en
una época desafortunada lo hacía bien recibido por éstos.
Quizá la vida se había plegado con exceso a los caprichos del doctor. Pero
éste también pulsaba cuerdas humanas y nobles. En Celina encontraba
impaciencia y una mezcla de conocimientos crecidos a la sombra de los libros e
ignorancia práctica.
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palabras corrientes exhiben ahora la oculta belleza de Cenicienta la noche del
baile. Antes de hablar de su amor, prefieren considerarlo en abstracto, Felipe dice:
Celina espera.
¿Y si, después de todo, no se decide por ella? Los días venideros le causarían
entonces el efecto de la extensión monótona que se contempla desde la ventanilla
de un tren, después de haber vislumbrado un paisaje encantador.
- Felipe me quiere.
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Un objeto que Graciosa conserva en la mano cae, mientras salta el cuello
de la otra. Se abrazan estrechamente en la oscuridad.
Los días tienen la fragancia de las flores mezcladas en un ramo. ¿Un ramo de
desposada? ¿Quién sabe? El porvenir no inquieta a Celina. Está segura de que el
presente se encargará de modelarlo.
Con sus amigas forma una ronda de cinco mujeres. Todas son empleadas que
han recortado parte de sus salarios y efectuado préstamos para recibir esa dicha
de aire libre y sol. Una, Teresa, tiene novio también. Es rico y propietario de una
fábrica de textiles. Entre ellas y sus parientes lo someten a un tratamiento de
insinuaciones y evasivas a fin de precipitarlo al altar. Teresa conserva a mano
folletos y estadísticas sobre el costo de las hilazas, la importación de tejidos, las
leyes protectoras de la industria. Con la trama de algodón teje sus sueños.
Cuando se case inducirá al marido a ensanchar la fábrica, instalar talleres y llevar
lejos los productos. Comunica a las demás sus proyectos y luego se avergüenza
de haberlo hecho y finge burlarse de ellos. Posee instinto práctico. Tendrás hijos
sanos y fuertes sobre los que ejercerá lo mismo que sobre el esposo, el derecho
de posesión. Para favorecerlos no vacilará en cometer pequeñas vilezas, a
semejanza de aquella mujer dueña de tierras que figura en “Las Olas” de Virginia
Woolf. Creerá hallarse en paz con los obreros que le engordan la cuenta bancaria,
regalándoles ropa usada y cornetas de lata para los chicos en las Pascuas. Mil
cosas sólidas, positivas, de buena reputación, amontonadas sobre su inquietud,
para ahogarla. Celina siente las escamas de un pez. No hay intimidad posible
entre las dos. Hasta le agradaría que Teresa no triunfara por completo y que
como, al modo del personaje de “Las Olas”, el vaivén de éstas la arrastrara un día
a jugar cuánto hubiera juntado a cambio de una quimera, de un verdadero y loco
amor talvez…
Las otras son dos primas, Marta y María. Ambas de edad indefinible, la primera
fue protagonista de una historia triste y sentimental, mientras la segunda se
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mantiene intacta en apariencia, al pie de las aguas que nunca la lamen. Sólo sabe
burlarse de las ilusiones de Celina, del romanticismo de Marta. Está, en plena
juventud prometedora como la cosecha del campo donde residía, fue pretendida
por dos hombres. Al uno, propietario de los alrededores, extraño y duro, lo prefería
el padre. De él se contaba que había dejado morir por falta de drogas a la mujer
de un arrendatario y que, al negar a éste el adelanto de una suma, jugaba
distraídamente con sus perros, en remota e inconsciente imitación de un duque
ruso. El otro era un muchacho oriundo de la población vecina, que pasaba
vacaciones junto a sus viejos después de terminar la carrera de derecho y al que
Marta conoció un domingo en el mercado. Desde entonces y a pesar de la
oposición del padre, la visitaba recorriendo a caballo las peligrosas vueltas del
camino. Una tarde llegó sólo el caballo. Atrás quedaba el jinete, muerto a
consecuencia de una caída. ¿Alguien provocó el accidente? Nadie supo la
respuesta. Marta se formuló a sí misma la promesa de guardarse fiel al recuerdo
del prometido y rechazó bruscamente los intentos de aproximación del propietario,
al que en el interior calificaba de asesino. Los años convirtieron en esposas a las
hermanas y amigas y ella se encontró sola. Entonces quiso reconquistar el
derecho a presidir una casa. La ocasión había pasado. Su lucha heroica para
disimular los desperfectos empeñados en asomar a la cara, no obtenía resultado.
Vagaba junto a sus hermanas, criticando los sistemas adoptados para la
educación de los sobrinos. La convicción de que en caso de ser sus hijos hubiera
obrado de manera opuesta, flotaba con nostalgia en las palabras.
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Capítulo X
Como el último pétalo de una flor, cae el 31 de diciembre. Los novios proyectan ir
a una fiesta y la muchacha quiere presentarse con un “toilette” elegante. Ha
obtenido prestado de Teresa un vestido de “georgette” azul, adornado con
pequeños lunares rojos. Una rosa de idéntico color sobre el escote resulta muy
indicada. En la peluquería urge a Monsieur. No desea que Felipe la espere. Por fin
está lista. ¡Qué gimnasia en saltos al infinito la del corazón cada vez que llaman a
la puerta! Él se retrasa inexplicablemente. Transcurren horas. El momento crucial
de la media noche se inicia. ¿Qué podrá haberle ocurrido? Tienen un brillo distinto
los ojos de Celina y el vestido azul parece ajado. Llora, y se diría que las
campanas la acompañan. Pero se trata de una pena tranquila. No ha perdido la fe.
Si su Dios no le ha concedido lo que pide, debe existir una razón que lo ha
impelido a obrar así.
Felipe no posee cultura literaria. Hasta los textos de estudio, las revistas
científicas, yacen empolvadas en un rincón de su gabinete. En sus éxitos
profesionales lo orientan mejor la intuición y buena suerte un auténtico
conocimiento. Ciego y sordo al arte, su vitalidad repite que se basta a sí misma.
Celina cierra también los libros amados. ¿Para qué los necesita si trae a cada
segundo fragmentos apasionantes de su propia historia? Pero se promete
inducirlo poco a poco a variar de criterio respecto a los escritores y artistas, a
quienes juzga débiles e incapaces de afrontar la realidad. Desempeñará a su lado
el papel de habitante de un país que sólo a algunos viajeros escogidos decide
revelar los secretos de éste. ¿Qué placer abrir ese campo a su emoción y
compartirla?
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impecablemente, trasladarse a un hotel lujoso y tomar parte en los actos
acostumbrados por los jóvenes de su categoría. Felipe inició la estrategia con la
fiebre del oficial en la primera batalla. Se imaginaba en un futuro próximo,
paseando en el yate de su propiedad, haciendo correr caballos de raza en el
hipódromo, apostando gruesas sumas en el Casino de Miramar. Pero la bolsa se
hallaba en el último límite de la consunción y los sablazos no producían resultado.
Escribió a los padres en solicitud de dinero. Les esbozaba sus planes a la manera
de negocio fabuloso, al que los admitiera en calidad de socios capitalistas.
Felipe buscó refugio en los salones de los pasajeros. Al anochecer fue localizado
e ignominiosamente puesto en manos de las autoridades, a la mañana siguiente.
55
trataba de una ascensión dura como cualquiera otra y lo que ganaba apenas
suplía los gastos. Sin embargo, empezaba a llamar la atención. Sus opiniones a
favor de intervenciones atrevidas y tratamientos originales, escandalizaban a los
galenos viejos. Algunos de los más jóvenes las seguían y si tenía éxito se reunían
con Felipe a celebrarlo, aunque pensaran por lo bajo que éste había errado la
profesión y que con su audacia hubiera debido dedicarse a la política.
Semejante hombre era, no obstante, adorado por los enfermos pobres del
hospital. Habitualmente pasaba distraído junto a ellos, pero en alguna oportunidad
les había brindado, como un regalo, las palabras que deseaban. Una broma a un
infeliz, en la que palpitaba cierta solidaridad inesperada, desbordaba en éste la
gratitud y le comunicaba entereza. Se apuntaban en su haber noches pasadas en
vela, cuidando a viejecitas o a chiquillos que no le reportaban ninguna ventaja y a
los que inyectaba ánimo mejor que medicamentos. Celina recordaba las páginas
de “La historia de San Michele” y mentalmente trazaba el dibujo de un vasto
apostolado. Podría aprender enfermería para ayudar a Felipe. Se encargaría de
aplicar las fórmulas. Hasta discutirían juntos lo casos. Cuando exponía tales ideas,
él se echaba a reír.
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deseo de protegerlo, ¿Qué hacer? ¿Aguardar hasta que amaneciera pasando las
cuentas de ansiedad de las horas? Resolvieron salir.
¡Qué extrañamente vacía la calle! Con el cuello del sobretodo subido y las manos
entre los bolsillo, Celina ensayaba defenderse del frío. Estaba segura de que a las
otras dos las arropaba la angustia.
Cuando golpearon por fin a la puerta del sanatorio, un fraile las condujo a una
habitación espaciosa e iluminada. En un rincón sonreía la estatua de San Antonio,
con el niño en brazos y, a las plantas, las flores de papel usuales con los
conventos, tan bien imitadas que producen cierta desazón, igual que las figuras de
cera de los museos. Las imágenes se emborronaban para Celina. De pronto se
destacaba un detalle. El hermano que las había recibido relató cómo a la hora de
la comida de los locos repararon en la ausencia de Agustín, hueco recién abierto
en una muralla. A tiempo que hablaba, observaba detenidamente a las tres
mujeres. Suponiendo consolarlas, declaró:
--No se aflijan. Le he encendido una luz a San Antonio para que lo acompañe.
El reloj de una iglesia vecina cantó las dos de la madrugada. Las mujeres,
acostumbradas a la claridad, vacilaban entre las acechanzas que incubaba la hora
e instintivamente se juntaban. De trecho en trecho topaban con una tienda abierta,
de la que salían sonidos destemplados. Pero aquí y allá se percibían notas
solemnes. Existía nitidez en la oscuridad. De día el hombre estaba diluído en el
paisaje y era ésta la que lo despojaba de sus defensas, exhibiéndolo con los
rasgos que poseía en realidad.
Y las eternas figuras apostadas en las esquinas, junto a las cuales se deslizan
rápidamente las mujeres honestas, sin atreverse a mirarles la cara…
Luego, el estrado del juez. Celina sólo los había visto en películas. En la pared
lisa resaltaba la cruz negra, a manera de condecoración. Bajo sus rayos, y armado
de códigos, escribientes y aparato, se hallaba un hombre joven. Su clientela
transformaba el despacho en lugar de cita para exponer a gritos el criterio que le
merecían la familia, las costumbres, etc. se mostraban tan habituados al ambiente
como los mundanos en un cocktail-party y se esforzaban por conquistar la
atención del dueño de casa. Pero la verdad consistía en que se encontraban
empeñados en una partida con el juez y cuando éste se aburriera, ordenaría que
guardaran las fichas hasta otra ocasión.
Cuando salían, un vigilante abocado a la puerta, gritó con la cara vuelta hacia
afuera:
58
--¡Salen tres!
--¡Salen tres!
Cristina y Enriqueta llevaban la cabeza alta. Habían decidido no ver ni oír nada.
Pero Celina se abochornaba como si hubiera cometido una mala acción y la
señalaron con el dedo al escapar.
59
Capítulo XI
Los medicamentos que aconsejó Felipe, se probaron sin resultado. Luego éste
enmudeció, como hace el que ha seguido con pasión la pista de un crimen y
cuando cree asir el secreto, su peso le sella los labios. Recomendó a un colega
para que se encargara de recetarla. Celina se hallaba todavía a muchas leguas de
la verdad y esperaba lo mejor. Algún remedio obraría por fin y, con la edad de su
madre, se recobraría el ordenado ritmo hogareño, roto a consecuencia de la
enfermedad.
61
Deseaba ser la esposa de Felipe. En una ocasión en que él estuvo enfermo, le
pareció que las gentes que velaban a la cabecera del lecho, la despojaban de
atribuciones que le correspondían. Los convencionalismos le vedaban mostrarse
demasiado ansiosa por el restablecimiento del novio. ¿Cuándo terminaría esa
situación? No decía nada Felipe, pero leía en sus ojos que lo había descubierto.
Pero, no obstante, los hilos del teléfono juntaron las voces durante unos
segundos. Y eso representaba algo. Se encontraron en un saloncito de té poco
concurrido. Cuando eran felices, esas paredes habían escuchado chisporrotear su
charla, semejante a las brasas del hogar. Las mesas, provistas de manteles a
cuadros y de su correspondiente vaso repleto de flores, se alineaban en un
corredor adaptado al efecto. Una judía, dueña del establecimiento, servía a los
clientes. Mientras esperaba, Celina reparó en el rostro inmóvil de la mujer, en el
que no se estampaba la huella de ninguna emoción. Sus verdaderos intereses
parecían hallarse a muchas leguas del negocio que manejaba. Algún tiempo
después, cuando se enteró de la expulsión del país de la extranjera debido a la
acusación de espionaje, fue que la muchacha comprendió la sensación de frío que
experimentó aquella tarde. Pero entonces la olvidó en seguida. Cuando la rodeaba
perdía importancia, reducía sus proporciones. Sólo ella y alguien más
62
conservaban el tamaño natural, ofrecían contornos reales. Felipe acababa de
entrar.
¡Qué precauciones tomaron para abordar el único tema que les interesaba! El
hombre, en especial, se empeñaba en alejarlo. Quizá recordaba su profesión y
que en algunas ocasiones debía distraer a los pacientes para aprovechar el
momento oportuno de practicar la intervención dolorosa. Confiaba en que obraría
la anestesia. Celina le oía pronunciar un monólogo en idioma distinto. Cierta vez
llegó a Bogotá una compañía francesa de teatro y fue a una representación,
aunque ignoraba el francés. La emoción afloraba al rostro de los actores que
discutían, se ponían tiernos. Pero los espectadores que no poseían el idioma,
debían efectuar un gran esfuerzo de concentración para adivinar qué motor
impulsaba los actos. Ahora le sucedía igual. No lograba apoderarse del hilo
conductor. De repente, él tuvo prisa por acabar, lo mismo que si le urgiera hallarse
en otra parte. En su voz se transparentaba curiosidad por medir el efecto que
producía:
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hermoso. Con eso le haría daño. Para lograrlo tendría que rebajarse ella
misma, pero no le importaba.
Él le concedió una segunda entrevista. La gracia del señor a la sierva. Pero las
palabras convincentes que Celina bordaba en soledad, no brotaron de sus labios.
Bruscamente pensó que estarían fuera de sitio. Él conservaba el mismo aire de
persona a la que apremia despachar un asunto penoso. La mujer se aferró a la
esperanza de obtener una especie de conmutación de la sentencia, un hilo que la
atara al pasado. Musitó:
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Capítulo XII
Dos corredores anchos, con piso de baldosa limpio y brillante, dividen el edificio.
Por ellos se deslizan enfermos que conducen camillas o portan niquelados
instrumentos de cirugía, y doctores en el blanco aséptico de sus mandiles. Hay
salas de consulta, de operaciones, de rayos X, Y, por fin, el lugar en que los
enfermos se dirigen por turno a ponerse en contacto con la extraña materia
descubierta por Mme. Curie. Algo de la reverencia y misticismo de un templo
palpita allí. Se habla en voz baja, se camina de puntillas. Los aparatos
cuidadosamente bruñidos centellean y se diría que la aguja provista del radium es
la santa reliquia que los desesperados anhelan tocar.
65
A las mujeres se les presentan los tumores en los pechos o en la matriz. Se
doblan bajo el peso de su carga. En la casa de Cristina las conversaciones de la
familia giran alrededor del cáncer. Ella trae los relatos que oye en el hospital:
Sólo Cristina conserva la confianza, tiene consigo a su hija para que le ayude.
¿No es instruida, joven? Antes, al oírla cambiar opiniones con los viejos amigos de
la casa sobre temas que siempre había creído reservados a los varones, sonreía
de placer. Ella será quien la defienda.
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Sentada en su puesto del tren, se recorta tras la ventanilla el pálido rostro. Celina
y Enriqueta se preguntan de qué manera soportará durante el trayecto las mil
molestias que padecen los viajeros. Nadie la aguardará a la llegada para guiarla al
hotel. Tendrá que dormir sola en una pieza, ella que no ha pasado una noche lejos
de los suyos en cuarenta años. ¡Qué diferente cuando la madre de alguna de las
amigas ricas de Celina decide cambiar de aire! En el confortable automóvil se
amontonan mantas, medicinas contra el mareo, lociones y golosinas. Se evitan las
transiciones de temperatura demasiado bruscas y los médicos cavilan para dar
consejos y prescripciones.
Ahora que se marcha, mira más hondamente a las hijas. La compasión por ellas
la invade como un vino tibio. Ha hecho prometer a Celina que asistirá a la fiesta
que los compañeros de trabajo preparan para el día siguiente. Supone que en esa
forma se distraerá.
Los asistentes la reciben con gusto. Sus pupilas rehúsan separarse del
semblante encantador. Así sucede con cuantos la conocen. Nunca, cuando va con
Cristina al hospital, las someten a un tiempo demasiado largo de espera en los
fríos corredores. Sólo entonces la enferma no se fatiga de permanecer en pie
durante horas.
Con Celina también se muestra rara. Si ésta compra un vestido, las palabras
con que lo elogia se arrastran fatigosamente por su garganta. Se diría que la
molesta la independencia económica de su amiga y que adopte aires de
suficiencia. Al mismo tiempo le ofrece pruebas conmovedoras de cariño. Es capaz
de recorrer las librerías durante horas para obsequiarle un libro que cree le
interesa. Y en recompensa frecuentemente no recibe sino un gesto displicente de
la agraciada, que prefiere escoger los libros por su propia cuenta.
Pero cuando Celina conversa con Graciosa de sus amores, le parece que se
mira en un espejo. Se sienten compañeras de cofradía, iniciadas en sus secretos.
No tienen que perder un tiempo precioso en explicar demasiado, como ocurre en
67
la amistad con los hombres. Las páginas favoritas de los libros que Celina lee a la
otra, reproducen en ésta emociones que ella experimentó. La gracia y la
petulancia de la más joven, la enorgullece. No envidia su éxito. Es el de las
hermanitas pequeñas con las visitas, que cobija también a las grandes.
Entre los invitados se mezcla un joven compositor, amigo del agasajado. Sus
obras folklóricas son originales y vibrantes y se comenta el anuncio de una obra
más vasta, un concierto para piano. Celina pide que se lo presenten. ¿No se trata
de un artista, uno de aquellos seres privilegiados que venera desde la infancia? La
tarde ha adquirido relieve. Se abona un acontecimiento que le hará sobresalir
entre las otras.
68
Capítulo XIII
Pasados unos días regresó cristina. La piel amarilla que le envolvía los huesos
colgaba fláccidamente. Durante un tiempo ensayó reanudar la actividad hogareña.
Prescindía de los narcóticos para no amodorrarse y medía el pequeño
departamento a grandes pasos, con sus labios apretados para no gritar. El tumor
cumplía su ley de invadir y absorber con el empuje de una vegetación selvática. A
poco la enferma no pudo luchar más. Parecía una persona retenida contra su
voluntad. El médico no hacía nada por ella y sus fórmulas apenas alcanzaban a
llenar un renglón del papel.
Una tarde regresó Celina del trabajo y se arrodilló a los pies de la cama. La
morfina producía su efecto y hacía dormitar a la madre, pero debió saber que la
muchacha estaba allí porque, sin abrir los ojos, dejó vagar una sonrisa por el
rostro desfigurado. Era una sonrisa que se le había perdido a Celina y la
trasladaba mucho tiempo atrás, cuando una niña jugaba sin tener que
preocuparse de nada. Esa noche murió sin recobrar el conocimiento.
Al llegar la hora, sostenida por los amigos, la caja se deslizó por la escalera y fue
introducida en su carroza de cristales. Luego se mezcló en el tráfico de la calle, en
el que as coronas ponían los punticos de verdor de las hojas en la corriente de un
río.
Regalaron a los pobres las ropas de Cristina. Parecía que no debía quedar
ningún recuerdo tangible del pasado en la nueva etapa que comenzaba para la
muchacha. Felipe le hizo visita de pésame. Era un espectador cortés pero
indiferente. Su viaje al exterior se avecinaba.
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viaje dentro de pocas semanas. Celina contemplaba la perspectiva de vivir entre
extraños en su propia ciudad, en una pensión de las llamadas “de familia”.
El viento lo arrasaba todo: casa, árboles, fuente. Cerca de ella percibía sombras
que hacían ademanes. Eran las amigas de Enriqueta. Bajas, regordetas, unas a
otras de nariz ganchuda y ojos metálicos. No entendía sus palabras. No tenía
ningún ideal al que pudiera consagrarse y que le sirviera de compañero de viaje.
Se adentraba por las fronteras de un universo desordenado, incapaz de
comunicarse con la gente. Cuando se encerraba por la noche en su habitación se
despedía de los que la acompañaban con un “Buenas noches, señor”, “Buenas
noches, señora”, lo mismo que si los viera por primera vez.
- ¡Ajá! Aquí está la partida de 24.55 que faltaba. ¡Qué lejana Leonor Alba y
los proyectos que forjaban! ¿Habría existido alguna vez Leonor Alba? Aún
en el tiempo que estuvo enamorada de Felipe no careció de inquietudes.
Sabía que aquello terminaría. Ese sentimiento no la turbó con Leonor. La
época en que la había conocido se teñía del color de lo inverosímil.
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Alguien le puso en las manos, las obras de Shakespeare y se entregó con
avidez a la lectura. Allí se encontraban los personajes: Julieta, Ofelia, El rey Lear,
como si el mundo se recreara.
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Capítulo XIV
-¿Nada? –repitió. ¿Puede pasarse sin soñar? No importa que los sueños no se
realicen, pero hay que tenerlos. Se cultivan amorosamente y después… se hacen
surgir otros. Es vestir la vida con un ropaje mágico. ¿A qué acuden las mujeres
para compensar la necesidad de soñar?
Las miradas de los dos se cruzaban y se hacían amigas antes de saber nada de
ellos. Desde ese día, apenas llegaba la hora de subir al café, Celina buscaba la
silueta de Vicente Rodas, que se deslizaba procurando no llamar la atención,
vestido con pulcritud, cuidadosamente afeitado y los ojos brillantes de curiosidad a
través de las gafas. ¡Qué raro no haber reparado en él! ¿Pero acaso se fijaba en
alguno de sus compañeros? Se había habituado a considerarlos aditamentos
móviles de los escritorios. Cada uno ignoraba lo que se resolvía en el alma de su
vecino. Durante meses, una mecanógrafa trabajó al lado de Celina. Cambiaban
apenas las palabras indispensables. Semanas y semanas juntas. Un día, gran
agitación. Laura había fallecido la noche anterior. Los médicos notaron indicios
sospechosos. ¿A qué atribuir esa muerte repentina? La autopsia reveló que se
trataba de un envenenamiento. Poco a poco se divulgó la noticia. La mujer apeló a
ciertas drogas para tener un aborto. Mientras escribía en la máquina rumiaba su
tragedia. No era Laura la que se sentaba en el escritorio contiguo al de Celina. Era
72
la tragedia. Quizá, de escuchar con atención alguna de las palabras, hubiera
podido atar cabos y seguir pistas. Prestar ayuda. Pero Celina no lo hizo. Nunca la
oyó.
La sala de espera del director se colmaba por las tardes de aspirantes a empleo,
las caras insistentes. Una señora venida a menos se instalaba en una silla junto a
su hija. Quería un puesto para ésta. Lo necesitaba hasta el punto de que si no lo
conseguía, la vida vararía de órbita, giraría enloquecida y no al ritmo sosegado
que ella conoció antes, en la casa de los padres, o recién casada, hasta que
quedó viuda y las calamidades aumentaron. Mientras le llegaba el turno de hablar
con el jefe, charlaba, la cabeza sosteniendo el sombrero de un negro verdoso pero
con pluma y velo. Y se diría que en esa cabeza que procuraba erguirse y no
obstante se doblegaba, estaba concentrado cuanto le inculcaron los suyos para
evitar que la gente adivinara que no había comido ese día.
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pasado, Stendhal lo atraía, pero repudiaba a Balzac. De las mesas vecinas los
oían con estupefacción. Esos temas los aislaban más. Vicente no se inmutaba:
-Balzac se complace en pintar la sordidez que nos rodea. Los libros deben
mostrarnos otro panorama, que nos sirva precisamente para huir de ella.
Regresaban a sus escritorios mucho después de los diez minutos permitidos y
hubieran realizado cualquier sacrificio por resultar invisible a las miradas del jefe.
Pero habían engullido con el café una porción de color y movimiento. Sobre los
papeles danzaban sombras. ¿No era una de ellas Katherine Marnsfield, con su
amor por la vida? Mitad inglesa, mitad irlandesa, morena y con los ojos negros, en
medio de las hermanas rubias y de la madre, alta y espigada. Vestía de blanco, su
color predilecto, y parecía asombrada, ¡tan asombrada! ¿Transcurriría la infancia
de Katherine en la Isla Norte o en la Isla Sur? Porque su isla surgió del mar con la
forma de un pez, con clima dorado, con árboles de navidad en verano. Vicente y
Celina se enteraron que los habitantes de la capital de Nueva Zelanda que
residían en ciertos barrios debían montar cada mañana en un vaporcito para
trasladarse al lugar de su trabajo. ¡Cuánto les gustaría eso a ambos! ¿Por qué no
podían pasar unas vacaciones en Nueva Zelanda? ¿No tendrían que vivir
realmente sin una vida, de empleados del gobierno?
Era oír su cuento fantástico. ¡Irse sin conocer a nadie allá! Pero al mismo tiempo
el plan sugestionaba a Celina. Al día siguiente comunicó a su amigo:
El interés de Vicente por ella no pedía nada en cambio. La hacía sentirse como si
antes hubiera dado y ahora recibiera. Era una sensación nueva, preciosa. La del
muchacho que crece sin padres y que de pronto sabe que los tiene y que es
importante para ellos.
Él también había sido amigo de Leonor Alba y cuando hablaban de ella les
parecía encontrar un motivo familiar en una pieza de música. Igual nostalgia de
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ser acariciados por una brisa ligera los conmovía. Y de los recuerdos combinados
de los dos se desprendía una fuerza capaz de resucitar el pasado bueno y alegre.
Realiza los preparativos del viaje sin medir los riesgos. Maquinalmente. La
excitación producida por la necesidad de obrar, se imponía al miedo y lo
amortiguaba.
Por fin estuvo listo cuánto se requerís: pasaporte, pasajes, dinero. Vicente le
repitió lo que esperaba de ella. Fue a despedirse de las tumbas de Cristina, don
Francisco y Leonor. Contempló largamente el paisaje que rodeaba su casa, en las
laderas del cerro. Los pinos graves y los eucaliptus, bañados por una luz a la par
íntima y fría. Se inclinó para recoger la mirada húmeda de Boby, el perro. Los
muebles de la sala, el armario del cuarto, los estantes de libros, se dedicaban a
recordar lo sucedido en aquellos años y le hablaban suavemente de ello.
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El avión se parecía a un artefacto maravilloso de “Las mil y una noches”. Celina
avanzó detrás de los demás pasajeros. La portezuela metálica se cerró a su
espalda.
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SEGUNDA PARTE
EL MUNDO
Capitulo XV
77
Descienden en un aeródromo, una llanura extensa y desolada bajo el cielo
neblinoso. No hay conexión con el avión de Quito, y Celina debe proseguir el viaje
por tierra. Con las alas de la máquina la abandona la arrogancia. Ya no bajará de
las nubes sobre Quito, sino que deberá arrastrarse por el suelo, dar codazos,
luchar por conseguir un puesto en el bus. En cambio, se le acercará la visión de
los amigos, los ríos, las ciudades. Será un tapiz por el que ella camine. Pero no lo
sabe.
Rumichaca señala una división, obliga a repetirse atrás queda Colombia, y allá
el Ecuador, una tierra distinta. ¿Por qué distinta? No existe ninguna valla natural
que las separe. Ninguna particularidad se marca en el terreno, que continua
ondulando suavemente ambos lados.
Pero talvez sí resultan peculiaridades para los ojos que estrenan un paisaje. Al
bajarse del bus en un pueblecito minúsculo que asoma a la carretera, compuesto
por casuchas que se inclinan unas sobre otras como para aconsejarse no caer.
Celina siente una rebeldía, una protesta. En la aldea se construye una gran
basílica. La armazón de ladrillos se eleva soberbia. ¿Por qué ella, que es católica
piensa que el peso del edificio aplasta la aldea, aterida de frío, que sus habitantes
son demasiado pobres y no deberían pagar contribuciones para el templo? ¿Por
qué su obligación de obedecer sin escudriñar no le impide considerar injusto lo
que ve allá, del otro lado, no se hizo jamás una reflexión semejante?
A lo largo del camino desfilan los indios. Los descendientes de los Incas, el
pueblo conquistado. Integran el paisaje, lo mismo que los cactus y los nevados.
Cumplen el fin decorativo de las criaturas vestidas con kimonos en las estampas
japonesas. Pero son ajenos con sus trajes, sus costumbres, sus caras.
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Nunca ha estado tan sola. Ahora la patria se ha ausentado también.
Pero debe preocuparse por la vida. Una compañía con accionistas de ambos
países, establecidos en Quito, acoge las cartas de recomendación que Celina
presenta y le ofrece empleo. El cambio de moneda la favorece. En la empresa se
está operando una revolución de sistemas desde que la maneja un colombiano,
don Rodrigo Tolosa. A éste no le interesa exclusivamente ganar dinero. Ha visto
en la posición de gerente un excelente medio para cumplir un programa
ambicioso. ¿No reza el lema de la firma que más que objetivos de lucro, persigue
un ideal, el de sentar las bases de la unión de los dos países y Venezuela? ¡El
sueño de la Gran Colombia! Don Rodrigo contribuirá a realizarlo. Para eso la
compañía cuenta con agentes en las tres repúblicas y un capital respetable. Se
servirá de unos y otros a fin de sembrar el campo, impulsar el conocimiento
mutuo, el intercambio cultural. Puede crear becas, concursos para los artistas,
poner de su parte a la prensa y finalmente interesar a los gobiernos. Sabe que
cualquier instrumento, hasta el de una compañía comercial, se conforma al
semblante del hombre que lo utiliza. Lo mueve una fuerza secular. En uso de
aquellos seres que experimentan la necesidad de justificarse por el hecho de vivir
y abrazan causas perdidas y nobles a modo de disculpa.
A los socios ecuatorianos y colombianos no les hace gracias que los negocios se
abandonen por lo que juzgan una utopía. Cierto que adoptaron el lema de la firma,
pero a la manera de atractiva propaganda y nada más. Los asusta que se halle
envías de cumplirse. Califican a don Rodrigo de maniático. No se atreven a
sustituirlo, sin embargo, pues goza de gran prestigio, y se contentan con intrigar
solapadamente contra él y arrojarle cáscaras en la esperanza de que resbale y
caiga. Los empleados también están a favor de los contrarios. Les molestan las
innovaciones que el gerente introduce y su terrible actividad. Suponen que la
victoria al fin de cuentas se la apuntarán los más fuertes. Y se encogen de
hombros en la seguridad de que la racha de embarazosas e insólitas tareas
pasará pronto.
79
influyentes, deseos de servir, se lo debe a su jefe. Sus propios problemas no la
afectan igual. Se diluyen en otros, más grandes.
Uno de los resortes que don Rodrigo anhela dilucidar es el de los gobiernos, las
cancillerías. Acude a los despachos empolvados, mientras los funcionarios no
salen de su asombro. Piensan que se trata de un loco, un visionario. ¿Por qué no
se contenta con las palabras vagas de oferta que se conceden a todos? La Gran
Colombia está muy bien como idea, ¿Para qué apresurar loa acontecimientos?
Cada cosa se hará a su hora. Además, se encuentran muy ocupados en averiguar
el número de venías y el tratamiento que merecen los ministros y embajadores. La
resistencia pasiva de los llamados a trabajar por la unión constituye un peso
muerto casi aplastante.
Entonces hay que acudir a otros sectores. Están los jóvenes intelectuales, los
obreros, los indios. Desfilan por las lujosas oficinas de la gerencia, convertidas en
foco de atracción, mientras los socios y los empleados se fruncen. Traen sus
problemas, su mano, y don Rodrigo los acepta como si alistara voluntarios para un
viaje de descubrimiento. Una mañana llama a Celina para anunciarle:
--Resulta cruel pensar que los problemas deben solucionarse con la sangre —
alega Celina, dogmática y dueña de sí. A los congresos y los gobiernos les
corresponde rectificar los errores que se hayan cometido.
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--Pero hay que distribuir mejor la tierra—comenta pensativamente Olga
Aranguren. ¿Y lo aceptarán a las buenas los propietarios?
Celina no desea que le transformen su manera de apreciar los hechos. Obrar, sí,
pero dentro de la comprensión. Se encuentra enseñada a considerar los ataques
muy lejanos, fuera de su órbita. Dispone de muchos argumentos. ¡Le han sonado
tan bien las frases de los discursos que pronuncian los políticos! Nunca se detuvo
a analizarlas y ahora tampoco quiere hacerlo. Sospecha que ese camino la
llevaría a conclusiones y que luego no podría detenerse y tendría que asumir una
posición incómoda. Pero las formas que dibujan las palabras de la mujer también
la atraen. Debe defenderse de su seducción. Sin duda, Olga posee un espíritu
escéptico, de los que gozan con pulverizar las creencias ajenas y no reconocer
ningún acierto. Por ejemplo, ha criticado la ley adoptada en Colombia, sobre
suministro de casas a los campesinos pobres. Afirma que mientras no suban los
jornales y el panorama de éstos se ilumine, la medida no producirá resultado. Sin
embargo, ¿no demuestra buena voluntad, un principio de mejora?—interroga
Celina.
-El problema sigue tan indisoluble hoy como hace cien años, aquí y en el Perú y
en Bolivia, mi patria.
Se despidió pero regresó al día siguiente. Era muy atendida en los círculos
ecuatorianos de izquierda y aunque no pertenecía a ninguna de las naciones
cobijadas por la Gran Colombia, la entusiasmaba la idea. Poseía título
universitario y dominaba varios idiomas. Por curiosidad, Celina fue a una
asamblea estudiantil en que ella pronunciaba un discurso. La figura con falda
negra y blusa blanca, que sobresalía en mitad del estrado, parecía común y
corriente. Las palabras calan graves y lentas como la lluvia cuando empieza.
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-Voy a contarle lo que sucedió en la hacienda de mis padres, siendo yo niña.
Usted debe haber leído que a los indios no se les da comida suficiente, se les
pega, se viola a sus mujeres. ¿Ha pensado en lo que representa que eso ocurra
realmente, aquí, cerca de nosotras? Pero en nuestra hacienda nunca se les
trataba mal. Mi padre había crecido junto a ellos, tenía verdadero espíritu cristiano,
los consideraba. Una noche me despertaron gritos. Era un indio que había sido
azotado en la hacienda vecina y se arrastraba a morir en nuestra casa. Envuelta
en mi larga camisa de dormir, contemplaba yo una cosa que se agitaba en el
suelo, en medio de la sangre. Quizá mi rebeldía nació desde entonces. Quizá fue
el recuerdo de esa noche el que me llevó a la lucha. Porque, aunque se ha
repetido en tantos malos discurso, ¿qué nos sostendría si no fuera una obligación
de esa clase, contraída con nosotros mismos?
Pero Celina no podía limitarse a sonreír a esas gentes. Debía ser amiga o
enemiga. Nunca estaban a su alcance las transacciones y era preciso que alguna
de las fuerzas contradictorias de su espíritu acabara por imponerse.
82
Capitulo XVI
83
obrero y organizó huelgas, lo que la expuso a que la encarcelaran. No obtuvo el
respaldo de sus compañeros que temieron comprometerse, y se abstuvo desde
entonces de participar directamente en esas actividades, sorprendida y amargada.
Vivía sola y mantenía a flor de labios expresiones de desdén para el sexo opuesto.
A Celina le estrechó la mano con fuerza, mirándola de frentes, y ésta hubiera
podido jurar que no le negaría su ayuda en cualquier momento en que se lo
pidiera.
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Frecuentar la compañía de revolucionarias, que podían ser conducidas a la
cárcel de un momento a otro, en aquellas horas en que las calles hervían de fiebre
y se pronosticaba un golpe de estado, resultaba excitante para Celina. La
halagaba hablar de sus amigos con los empleados de la oficina, que se asustaban
por su imprudencia. Pero el principal aliciente consistía en que se le presentaba la
oportunidad de vivir en ambiente de novela y de novela rusa. En ocasiones,
cuando estaba con ellas, oía repentinamente tres golpecitos en la ventana.
Cualquiera de las mujeres se acercaba entonces con cautela a recibir un mensaje,
que le entregaba por la reja un personaje de mirada huidiza. Enseguida rogaban
sin ambages a Celina que se despidiera. Y al otro día le contaban: “Trabajamos
hasta las tres de la madrugada y estamos cansadísimas.”
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Capítulo XVII
Se contaba sencillamente con ellas. Con la brisa que acariciaba las hojas de los
árboles; los juegos de los niños; las oraciones de los domingos en la Iglesia. Nada
de eso cambiaba, ni tampoco el turno con que los presidentes se sucedían unos a
otros a su debido tiempo y de acuerdo con la voluntad expresada en las
elecciones.
Celina era un producto de esa fe. Llevaba donde quiera las características que
su patria le había impreso. El oso polar siempre recuerda los hielos y el camello, el
desierto. Amaba la legalidad, pero su corazón se hallaba comprometido con la
causa de los revolucionarios porque el Presidente que querían derrocar, Arroyo
del Río, cometía arbitrariedades y se vanagloriaba de ellas.
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La introdujeron al fin cerca del salón donde tenían lugar las deliberaciones de los
jefes. Parecía raro que permitieran el acceso de una extranjera hasta aquel sitio,
pero el nombre de Victoria, repetido a cada centinela, constituía el “ábrete
sésamo”. Cuando estuvo al lado de su amiga, la halló exhausta, hambrienta y
pálida, pero feliz, lo mismo que una madres después del nacimiento del hijo. A su
alrededor se acentuaban la efervescencia, las idas y venidas, las consultas. En la
que fuera sal de recibo del Ministerio de Gobierno, en las sillas doradas, se
acomodaban hombre y mujeres del pueblo. Producía emoción verlos allí, en la
inmensa sala, rodeados de los signos exteriores del poder. La menor de sus
órdenes se ejecutaría en el acto por la gran masa, dócil ahora.
Conservaban la expresión de alegría casi infantil de la multitud, cuyo sordo rumor
resonaba abajo. Se creerían un poco mareados, borrachos o soñadando, con el
temor de que todo se derrumbara en un instante. La situación, no obstante, estaba
transformada. Se hablaba a voz en cuello de la inminente llegada del proscrito
Velasco Ibarra y al nombrar al expresidente fugitivo, una sonrisa de desdén se
marcaba en los labios. Habían bastado unas horas para eso.
Celina no se arriesgaba a entrar a aquel recluta únicamente por curiosidad.
Deseaba cumplir un deber. Los colombianos con quienes comentaba los
acontecimientos, coincidían en aplaudirlos por sus orígenes democráticos,
lamentando sólo que el orden establecido se rompiera una vez más. Detestaban
que el golpe echara al traste ese “baño legal”, que purificaba los hechos, de modo
que fuera posible aceptarlos sin ningún rubor. El conflicto de Celina residía en que
se compenetraba con la victoria alcanzada, y no podía perdonarle que no fuera
por completo “pura”, ¿No existiría un artículo, un inciso de cualquier ley aplicable
al caso? Cuando subió las escaleras interminables del Palacio, tuvo miedo de
llegar tarde. Esperaba que se escuchara su consejo. Sentada en un sofá de
damasco rojo, dijo a Victoria:
--Es preciso dar un giro legal a esto. Te suplico que lo intentes.
Victoria rio. Había pasado un día y una noche impartiendo órdenes, expuesta a
ser atacada por las fuerzas del gobierno, en la tremenda perplejidad de averiguar
qué debía hacerse a cada instante. Estaba cansada y sufría los efectos de la
embriaguez latente. Lo que le proponía Celina era extraño a su mentalidad. Le
contestó:
¿Te das cuenta de que me pides nada menos que hacer declarar constitucional
la Revolución?
Y Celina tuvo que resignarse.
87
Capítulo XVIII
89
A los que la rodean les resulta difícil sustraerse a cierto sortilegio que se escapa
de su persona. Parece una exótica flor de refinamiento, que en ocasiones
desprendiera perfume malsano. Muchos la juzgan peligrosa. Celina trata de
explicársela. Ambas demuestran igual sensibilidad. ¿Por qué, entonces, las
distancian tanto los actos?
Desde que llegó al Ecuador la muchacha necesitó revisar sus ideas, como si al
privarse de lo que la acompañaba hasta entonces, estuviera obligada a practicar
un inventario para saber con qué contaría en adelante.
No se trataba sólo de las ideas políticas sino también de las concernientes a lo
que se entendía por moral.
Con sus hermanas o sus amigas nunca se había planteado la cuestión del sexo.
Cuando comentaban una historia escandalosa, parecían convenir tácitamente que
los personajes que figuraban eran muy diferentes a ellas. La curiosidad y acaso la
admiración que les producían, se disfrazaban con exclamaciones de sorpresa de
que tal hecho hubiera sucedido. “Pero si Fulanita estuvo en el colegio conmigo.
¡Quién se lo hubiera figurado!”—repetían---Algunas cosas debían ocultarse
celosamente, lo mismo que si se tratara de faltas cometidas por otros que pesaran
sobre su apellido. Y he aquí que las mujeres con las que ahora estaba en contacto
no compartían ese criterio. Un día fue a visitar a Victoria y encontró con ella a las
otras. Fumaban recostadas en el diván o hundidas en los sillones. Victoria les
preparaba café, para las que formaban parte de esa especie de club femenino que
se reunía en su casa, tenían derecho a ingerir cada tarde una taza, acompañada
de sendas rebanadas de pan de “La Chilena”.
--Toda mujer debería tener un hijo-exclamó Olga.
--¿Quién cree que sigue siendo sana y honrada una mujer con un hijo
ilegítimo?—arguyó Celina. ¿Y la familia? Ninguna puede decidirse fríamente a
hacer eso.
--¡Disculpas que inventamos!-exclamó Victoria con pasión y sin soltar su
cafetera. Mientras vivió mi madre, me dije que no era posible. Ahora me repito que
es tarde y en realidad tengo miedo todavía. Le he dado a mi vida la dirección que
he querido, ¡pero no puedo acariciar un hijo! Cuando estaba de meses Zulima, la
niña que me acompaña, hija de una parienta, muchas veces me quedaba sola con
ella y la criatura sentía hambre. Para engañarla le daba mi seno. ¡Cómo veía
entonces mi fracaso!
Mientras hablaba no descuidaba el café. El rostro bajo el cabello a trechos
dorado, a trechos blanco, era el de alguien acostumbrado a no inclinarlo, franco y
altivo. Celina lo buscó en ese instante, pero ella, bajo el pretexto de verter el café
en las tazas, se lo ocultó.
--Yo tengo un hijo—habló Olga. Allá en mi tierra me espera. Ya me he
acostumbrado a decir que es ilegítimo y la gente a escucharlo. ¡El no se
avergonzará de mi apellido!—añadió apasionadamente y después continuó,
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confidencial:--No estoy amargada aunque soporté lo que a ustedes las hace
temblar. Mi tragedia fue distinta. Nosotras vamos al hombre que se ama limpias
de cualquier otro contacto, ¿pero hace él lo mismo? Yo estaba enamorada de un
hombre casado. Cuando me dejaba para ir a la casa, según sus pasos: en este
momento llega, saluda a la esposa, se sienta a la mesa. Imaginaba los mil temas
que tratarían. Era igual a una niña pobre que mira las vitrinas de los almacenes
por Navidad. ¡No existía ninguna solución para mí, porque sabía que me
encontraba mejor preparada que ella para afrontar la vida y que el divorcio la
hubiera anulado!
Sylvia no había hablado aún. Cuando lo hizo no fue con el acento mixtificado de
costumbre, el que usaba para dirigirse a las mujeres como un rival afortunada y
que le valía que la odiaran. Repentinamente se veía cansada y vieja.
---He escrito canciones de cuna para un niño, pero creo que ya no vendrá—dijo.
En mis amores siempre ha faltado algo. Hay una voz que se queda sin respuesta.
Al final se produce tanto desconcierto que me detesto a mí misma. Paso meses
enteros en cama con una horrible neurosis. ¿Y qué hacer? ¿Encontraré alguna
vez eso que llamamos la verdadera unión?
-Tampoco podemos casarnos con cualquiera sólo por la maternidad—opinó
Magda. Y a nosotras no nos comprenden los hombres. Nos aprecian como
amigas, pero se casan con muchachas del antiguo tipo. Rompieron a reír. Luego
Victoria dijo a Celina:
---¿Por qué te asustan estas cosas? ¿No comprendes que es hipocresía lo que
te impide mirarlas de frente?
Esa charla vuelve a la memoria de Celina mientras contempla junto a Sylvia la
ciudad, aquella mañana en que el sol reverbera sobre el puerto. Frente a ellas,
abajo, las calles están llenas de polvo. Con el paisaje cambiante y acerado
parecen compenetrarse los transeúntes, de vestidos claros, que se agitan en la
prisa de apurar cada impresión. Ante las mujeres se mecen las palmeras, en
vaivén que despierta nostalgias de mares, de ciudades lejanas. Sylvia propone:
--¡Soñemos que esa ciudad es El Cairo!
Ha creado a su alrededor un ambiente exquisito. Los muebles modernos, de
maderas pulidas, diseñados por ella, lucen una colección de antigüedades traídas
de Cuenca: ángeles con las alas de metal característica de la escuela quiteña;
jarrones azul cobalto salpicados de oro; espejos enmarcados con rosas de cristal;
un doliente crucifijo de marfil trabajado por un místico español, que la familia
materna de Sylvia importó a la Península a fines del siglo pasado, junto con
cuadros, muebles y objetos de arte, para decorar su casa solariega de Guayaquil.
Luego se fue a parar a un desván, de donde lo rescató Sylvia e hizo reparar
amorosamente. En contraste con las delicadas herencias de los tiempos remotos,
se encuentran cuadros de Vanderheiden, el discípulo de Roualt, un artista sueco
que llegó de paso al Ecuador y se quedó indefinidamente en el país, tratando de
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aprehender en sus cuadros el dramatismo de que cada imagen parecía grávida.
En los estantes, los libros de arte, en costosas ediciones, se mezclan con la
literatura marxista, los versos de Gabrierla Mistral, que sirven para reconocerse a
las mujeres, las obras sutiles y sabias de Pierre Louys y las dulcemente
penetrantes de Rainer María Rilke, el más amado de todos.
Las amigas comen mariscos y frutas heladas. Por las mañanas desafían el sol
para subir al cerro de Santa Ana y escudriñar el alma del río, que viene de la
manigua y las arroceras y se reviste de mansa plenitud para entrar en el mar. O
recorren el Barrio Garay, a dos pasos de las elegantes residencias de El Salado,
donde se levantan en alto sobre el pantano las casuchas de los carboneros. Sylvia
recuerda entonces a Van Gogh y exclama:
---¡Esto se parece al Borinage!
Celina habla con las mujeres de los carboneros, La tisis acentúa en ellas la
flexibilidad y el ardor de las porteñas. Tocan la tela de su vestido e indagan por el
valor, pero permanecen indiferentes cuando les pide informes sobre su clase de
vida. La encuentran tan inmutable como las inundaciones del pantano. Y
contestan con monosílabos:
-¿Tienen escuela?
-No.
--¿Vienen sacerdotes a ayudarles?
--No. Exigen que nos casemos.
--¿Qué comen?
--Plátanos, arroz, a veces pescado.
--Cuando se inunda el pantano, ¿no van a otra parte?
--¿A dónde podríamos ir?
De regreso, Celina y Sylvia toman el automóvil de la última y recorren el
malecón. La brisa refresca deliciosamente el cuerpo y el espíritu. Cuando empieza
a anochecer se llenan las cafeterías instaladas a la orilla del río, con las gentes del
puerto: estibadores, marineros, pilotos. Algún barco que sale, pita en la oscuridad.
La atmósfera es caliente y pegajosa. De las cafeterías, de la gente empapada de
sudor, sube un vaho tibio como un aliento poderoso.
92
Capítulo XIX
En esos paseos Celina recoge pedazos de la historia de Sylvia, que junta para
reconstruir su infancia, adolescencia y primera juventud, hasta que se convierte en
una de las mujeres en entredicho de Guayaquil. Después de narrarles algún
episodio, su amiga la lleva en automóvil al sitio en que se desarrolló, impulsada
por el deseo de comprobar si los detalles que ha escrito son justos. “Esta era la
que yo llamaba casa celeste.” “Aquí vivía Serena.” “Por ese sitio pasaba con José,
mi amigo ciego” ---explica. Coqueta siempre, otras veces la conduce a lugares ya
pintados por ella, pero no le dice nada, y se irrita si Celina pasa inadvertida. Insiste
en sus charlas sobre el tema de la muerte, que se oye lo mismo que las notas
bajas en un concierto fúnebre. Se complace en imaginarse tendida en su lecho,
inmóvil y yerta, y experimenta morbosa compasión por el cuerpo lindo y joven que
se corromperá. Juzga que su vida está deshecha y se pregunta si contará con el
valor necesario para ponerle fin.
Las primeras imágenes que recordaba se movían en una casa de madera,
cercana al malecón. Allí residía con su madre, abuela y tíos paternos. Los rasgos
borrosos de los últimos ya se escapaban de su memoria, con excepción de uno.
Eran inmigrantes italianos que habían llegado hacía algunos años al puerto. Los
tíos tenían negocios establecidos fuera y la abuela daba clases de piano a
muchachas ricas. Sylvia acostumbraba instalarse en el pasillo para escuchar la
lección, pero no se mezclaba con las alumnas. Sabía que no podía hacerlo, por
ser hija de un inmigrante pobre. Sin embargo, por el lado de Lucrecia, su madre,
pertenecía a las familias aristocráticas de la ciudad. Esta se escapó del hogar para
contraer matrimonio con Giovani Donato y desde entonces su existencia varió por
completo.
Sylvia no miraba, como los demás niños, unidos al padre y a la madre. Giovani
iba poco a la casa y en esos momentos, Lucrecia, de negros ojos trágicos, la
abrazaba febrilmente y lloraba. Los dos hijos del matrimonio nacidos primero, se
hallaban internos en un colegio y su hermana casi nunca los veía. Pronto se dio
cuenta de la división de la familia en dos bandos: el de la abuela y tíos, que era el
más fuerte, y el de su madre. Los inmigrantes consideraban una carga el
matrimonio de Giovani con aquella mujer, delicada e inútil para el trabajo. Ni
siquiera había conseguido la ayuda de sus parientes, pues desde el matrimonio se
negaba sistemáticamente s visitarlos, mal vestida y pálida. Entre esa gente ruda y
resuelta, ella sobraba. Constituía un estorbo, el adorno anacrónico de una muñeca
en una jaula de leones. A cada instante estaba expuesta a que la pisotearan. Los
Donato, por su parte creían que los despreciaba y el marido, incapaz de resolver
la situación y arrepentido quizá de su error, prolongaba las ausencias de la casa
hasta volverlas casi definitivas, poco después del nacimiento de Sylvia.
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A la chica le parecía que su madre no contaba sino con ella. Se acostumbró a
permanecer alerta, espiando en los rostros cualquier anuncio que pudiera herir a
la mujer sola. Para vengarse, Lucrecia echaba en cara a los otros las distancias
que los separaban. Ella era una Rocafuerte y Peñaflor, de pura cepa española. No
importaba que no tuviera un centavo. Bastaba que abandonara a los italianos para
que las mansiones de sus parientes se le abrieran. A éstas de hallaba
acostumbrada, no casa de madera por cierto, sino palacios con alfombras,
muebles preciosos, vajilla de plata y criados con la devoción de hijos de antiguos
esclavos. Sus primas usaban las telas más finas importadas de Europa y joyas
que los Donato no podrían imaginar siquiera. Iban a los saraos donde se
codeaban con lo mejor de la ciudad y Lucrecia las imitaría. De pronto, la visión se
evaporaba y sus ojos contemplaban la realidad. Entonces huía a su cuarto entre
las carcajadas de sus cuñados y la indignación impotente de Sylvia.
La sensación de que se encontraba en un universo hostil, aumentaba para ésta
con los gritos y alarma nocturnos producidos por los incendios, tan frecuentes en
el Guayaquil de esa época. Muchas noches fue arrancada violentamente del
sueño de su camita, para despertar entre llamas y humo, cercada por los lamentos
de los que ignoraban con qué contarían a la mañana siguiente.
Algunos días, sin embargo, la tempestad amainaba. La abuela acababa de
recibir buenas noticias de su tierra o la recompensa de una discípula generosa. La
Madre jugaba con la niña. Las notas del piano resonaban en la casa, mezclando
una vos grave y otra infantil que cantaban:
“Mambrú se fue a la guerra…”
Madre e hija reían. La intimidad entre las dos era mucho mayor que la que
conocían otras niñas. Ambas estaban aliadas contra poderes adversos.
Cuando se quedaban solas, Lucrecia sacaba un retrato que tenía guardado
cuidadosamente, lo cubría de lágrimas y lo besaba. Era el retrato del marido.
Hablaba de él a la niña como de una especie de dios, al que no fuera posible
hacer reproches. Nunca se quejaba. Ese sentimiento de impotencia también se
había comunicado a la chica. Adoraba de lejos al padre, pero en su presencia no
podía librarse de secreto temor.
Una mañana sorprendió un altercado entre Lucrecia y las tías. Le echaban en
cara el desamor de Giovani. Por culpa suya—decían—él llevaba mala vida, estaba
enamorado de otra mujer. Sylvis supuso una nueva burla con la que pretendían
herirlas. Iba a protestar a su modo, con la violenta reacción de un animalillo
acosado, cuando la detuvo la expresión extraña y desolada del rostro de su
madre.
Desde entonces Lucrecia se aisló más que nunca. No cruzaba una palabra con
nadie y ni siquiera parecía notar a la hija. Esta vagaba por las piezas, como si al
cesar la sociedad con su madre, ninguna función le correspondiera ya. La abuela
se compadecía y la llevaba a la Iglesia. Se juzgaba la criatura más desdichada de
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la tierra y la complacía la penumbra del templo y rezar ante el Crucifijo, inundado
de sangre, llagas y dolor.
Una mañana Lucrecia amaneció muerta. Si existieron sospechas o certeza de
un suicidio, no se habló de ello. Sylvia siguió refugiada en la Iglesia. Para el Cristo
fueron sus primeros versos, de extraño ardor. La comunión le producía éxtasis.
Giovani abandonó definitivamente la ciudad a raíz de la muerte de su esposa, y
los parientes maternos reclamaron a la joven. Se dejó conducir a su lado con
pasividad. Eran gentes aún más distantes, con su parte de responsabilidad en la
suerte de Lucrecia, por lo que le inspiraban rencor. Pero la instalaron en una de
las residencias que había añorado su madre, “la casa celeste”, que se recortaba
cuidada y brillante, en medio de un vasto jardín. Allí se le brindó el bienestar.
Podía lucir joyas y sedas delicadas que realzaban su belleza. Concurría también a
fiestas y la halagaba observar la atención que despertaba en los jóvenes. Pero si
alguno prefería a otra muchacha, se irritaba, Tenía un afán acaparador de
homenajes y hubiera querido ser la única.
Se familiarizaba con la literatura. Especialmente encontraba muy cercana la
poesía. Unos versos que hablaran de la soledad del alma, del amor incompartido,
del deseo insatisfecho de infinito, la hacían derramar lágrimas. Independiente y
aislada, no se prestaba a que nadie dirigiera sus lecturas. Después de leer libros
como “El infierno” sentía que se hallaba al borde de un abismo que le producía
vértigos.
Más que su belleza cautivaba la luz cambiante de los ojos, los movimientos
semejantes a los de una gatita, la voluptuosidad medio italiana y medio criolla que
se desprendía de la muchacha en flor. Soñaba con una existencia deslumbrante
lejos de Guayaquil, rodeada por una corte de admiradores. Muchas veces, sin
embargo, ofrecía una expresión desesperada, que asombraba en una niña de diez
y seis años.
En una fiesta encontró a una mujer, Serena Cleves. La atrajeron desde el
principio las historias dudosas que corrían sobre ella y que encendían en el fondo
de las pupilas de los maledicientes una luz azul, desconocida y lujuriosa. Cuando
escuchaba las insinuaciones de doble sentido, Sylvia se ponía de parte de la
mujer. Seguramente se trataba de otra incomprendida, una náufrago también. A
su lado no se sentía sola. Representaba una voz cargada de problemas con quien
comunicarse. Empezó a visitarla diariamente. La subyugaba el refinamiento de
Serena, su sabiduría. Pronto le pareció que no podría pasarse sin su amiga. No se
había enamorado nunca. Recordaba el destino de Lucrecia. Temía y despreciaba
a los hombres. Pero necesitaba el amor.
No se privaba de hacer en público manifestaciones excesivas de cariño a
Serena. Era audaz y no la amedrentaba desafiar la opinión. Las murmuraciones
que se levantaban, lejos de asustarla contribuían a halagarla. Los hermanos no
se ocupaban de ella. Hacía mucho que estaba desconectada de la familia italiana
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y la restante le dejaba la rienda suelta. Vivía un clima pasional que la mantenía en
tensión y del que ya no lograba escaparse.
En el fondo tampoco se hallaba satisfecha. Cuando unos parientes lejanos de
Lucrecia la invitaron a pasar una temporada en Buenos Aires, aceptó. Se le
presentaba la oportunidad de realizar un alto en la carrera y variar de rumbo.
Serena no hizo ningún ademán de oponerse. Siempre comprendía. En Buenos
Aires, Sylvia publicó sus primeros poemas y frecuentó los círculos intelectuales y
la sociedad. La encontraron diferente y eso la hacía más atractiva. No era raro que
después de bailar con animación en una fiesta, prorrumpiera en llanto. Perseguía
los homenajes masculinos, pero nadie podía enorgullecerse de un favor especial.
Sus poemas estaban influenciados por las modas literarias, aunque les confería
giros de tierna sensualidad que recordaban el roce de las palomas. Incapaz de
separar el espíritu de la carne, su admiración por la obra de un gran poeta se
convertía en culto apasionado al hombre que la concibió. Se establecían
misteriosas comunicaciones mentales y pensaba en él como si fuera un amante.
Lo que menos entendían sus amigos consistía e que sacrificara los mejores
programas para hacer compañía a un ciego, compatriota suyo. Imaginaban que su
vanidad llegaba al extremo de querer conquistar el amor de éste. Y, no obstante,
era junto a José que se le brindaba el único reposo para su fiebre, la única
tolerancia bondadosa. La sensibilidad y sufrimientos del ciego parecían haberlo
elevado a una zona de desmaterialización. Gracias a Férrea disciplina se había
colocado por encima del bien y del mal, en busca de la armonía y la belleza
impalpables. Amaba la voz de Sylvia y le hablaba de lo que ella poseía, de los
dones que derrochaba. Se hacía describir los sitios por donde paseaban y se diría
que gozaba con los vívidos cuadros, en animosa aceptación de su destino. Tenía
dinero y contaba con servidores que le acompañaban y leían. Sus palabras
sembraban en Sylvia la nostalgia del tiempo pasado, cuando era más joven y
pura. Ese sentimiento la impulsaba a contemplar el presente con voluptuoso dolor.
Llevaba dos años en Buenos Aires. Un día recibió carta de Serena, en que le
anunciaba su llegada. Le pareció que en los meses transcurridos no había hecho
sino esperarla. Su suerte estaba echada. En Buenos Aires se renovaron los
episodios de Guayaquil. Cuando Serena le propuso que para librarse de las trabas
que e imponía su situación de dependencia emigrara con ella rumbo a Europa,
accedió. Adelantaron los preparativos con la astucia combinada de dos mujeres al
servicio de una pasión. A fin de facilitar la aventura Sylvia habló a sus parientes de
la invitación recibida de parte de una amiga de Montevideo para trasladarse allí
unas semanas. Así burlarían cualquier sospecha.
En Montevideo, Serena gestionó la consecución de un pasaporte falso con
destino Sylvia y adquirió los pasajes. Pero un ex - adorador despachado de ésta,
un bohemio y pseudo-literario a quien conoció en su círculo y animó en un
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principio, las había seguido. Pronto estuvo sobre la pista y sorprendió la verdad.
Debido a la necesidad del pasaporte, las mujeres trataban a gentes dudosas. Era
la época de la pre-guerra. Las denunció a la policía.
Soportaron dos días y dos noches de cárcel, mezcladas con prostitutas negras
de senos tatuados, degeneradas soeces y ladronas pertenecientes a pandillas,
elegantes y cínicas. Las páginas de “El Infierno” tomaban cuerpo para Sylvia. Se
creía al nivel de miseria y de degradación de las demás presas. Cuando el cónsul
de su país intervino por fin y obtuvo que las pusieran en libertad, se enteraron de
que la prensa que explotaba esos casos había publicado la historia, citando los
nombres. Los ecos del escándalo llegaban a los parientes y amigos de Buenos
Aires y corrían hasta los de Guayaquil Quizá fue entonces cuando Sylvia acarició
la idea del suicidio por primera vez.
Las dos mujeres habían decidido separarse. Pero, ¿a dónde iría la más joven?
Antes que volver a Buenos Aires prefería cualquier cosa. Sin embargo, estaba
confiada a los miembros de su familia. Debía regresar a su lado o trasladarse al
Ecuador y escogió lo último. Emprendió el viaje desde Montevideo, sola y sin más
dinero que una cantidad suministrada por Serena. En las capitales evitaba el
consulado y sus compatriotas. Al pasar por Lima, antiguos amigos le quitaron la
cara para el saludo. Sus hermanos no le contestaban los cables ni demostraban el
menor interés por verla. Comprendió lo que ocurría. La sociedad de Guayaquil que
hacía dos años criticó el comienzo de la aventura, pero tolerándola para distraer el
tedio, se estremecía ahora de horror y la consideraba una paria. En adelante,
Sylvia quedaba al margen de la vida decente y normal.
El interés que le inspiraban las doctrinas del proletariado tal vez se alimentaba
también de un deseo de venganza. Era rica. Junto con sus hermanos había
heredado la fortuna de los Rocafuerte y su linaje. Pero era una excluída como los
pobres del mundo. No obstantes, cuando la encargaban de tareas políticas no
daba el rendimiento que se esperaba. Para obtenerlo hubiera sido necesario
proseguir la pelea entablada desde la infancia con las gentes de su sangre y sus
nervios estallaban.
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Parecía una planta con las raíces al aire. Del amor, de lo que deseaba, no se le
deparaban sino remedos. Oyéndola, Celina no la podía condenar. ¿De qué modo
hacerlos si la entendía tan bien?
Cuando se despidió de Sylvia para terminar las vacaciones en Playas, a la orilla
del mar, pensaba en esa historia que le hacía daño. Por el camino escuchaba aún
la dulce y profunda voz de la amiga repitiéndole:
----Sólo es malo odiar. Podemos cometer errores, pero todo lo que sea amor
representa la vida y no hay que rechazarlo.
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Capítulo XX
100
un periódico de la ciudad para rechazar, en nombre de los refugiados, que se les
atendiera por caridad.
Sí, Celina la conoce. Y a otras que piensan así. ¿Se decidirá a unirse a ellas?
No puede evitar seguir de parte de los que pilar denomina, con ligero
estremecimiento de asco en el fino cuerpo, “la chusma”: los pescadores de Playas
y los carboneros de Guayaquil y los indios de Quito. Le parece que su falta de
resolución también contribuye a hacer un poco más irredenta la situación de los
unos y más espeso el egoísmo de los otros. Pero ¿podrán realizar el cambio los
que sueñan con ello? ¿No ha sido eternamente una utopía? Y Celina, ¿tendrá
fuerzas para llegar hasta el fin?
La víspera de salir contempla con su amiga el sol que se hunde en el mar. Las
rodean los perros de Pilar, que no son de raza sino cinco canes vagabundos
recogidos en las calles del pueblo y que la siguen dondequiera. Esta dice:
--En un pueblecito del Mediterráneo, los pescadores me aseguraron que si
formulaba un deseo en el instante en que parece que el sol toca las aguas, se
cumplía siempre.
Y Celina formula su deseo, mientras las aguas se tiñen del color de la sangre.
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Capitulo XXI
Muchas veces se había preguntado, lo mismo que una ama de casa que piensa
en su gente, si existía algún remedio práctico para modificar la situación. Tenía la
mente equilibrada, amaba el orden y que las cosas estuvieran en su lugar. Si le
hubieran aconsejado que saliera a predicar a los ricos que repartieran sus bienes,
se habría reído. La recompensa del cielo tampoco la tentaba. Era demasiado
lejana y había resuelto descartar lo sobrenatural por falta de pruebas.
Al dar Marcela a luz su hija, Victoria sintió que formaba parte también de ella. Lo
que había guardado contenido y sin empleo durante tanto tiempo se desbordó
sobre la chiquilla. Experimentaba un sentimiento de plenitud que no necesitaba
para nada de la razón. Le permitía desarrollar sus facultades mejor que nunca y
éstas se ponían al servicio no sólo de la niña sino de la madre. A su influjo,
Marcela se transformaba en otra mujer. Su existencia material y la de Zulima
dependían de Victoria y la unión de las dos se acrisolaba con el nacimiento. Por
un momento pareció que el equilibrio se consolidaba y continuaría siempre.
Pero desde que el rey Salomón desató la disputa de dos mujeres por un hijo,
ésta sigue presentándose. La niña crecía y explotaba la situación en la que la
había colocado el destino. Victoria y Marcela, cada una por su lado, pretendían
ganarla a su causa. La primera entregaba lo que le pidiera por oírla decir:
--- De mis dos mamás, quiero más a mamá Toya.
Entonces lo que había sido en ella firmeza y coraje se derretía. Un concepto
nuevo de orgullo la llenaba. ¿Qué importaba que fuera una ilusión que podía
desvanecerse como palabras de niña? Era lo que justificaba su existencia.
Cuando Marcela salía, ella se quedaba con la criatura. La acunaba para que
durmiera en la noche y le despertaba para darle de comer cada mañana. Esas
cosas pequeñas pero entrañables la amarraban a Zulima. Un día que paseaba con
la chica por la calle, le preguntó una desconocida:
-¿Es suya es “guagua” tan bonita.
-Sí –contestó tranquilamente, como quien posee tanta confianza en un hecho
que no necesita derrochar energías para la afirmación enfática, lo mismo que
habla un loco de sus visiones. Ya no era posible despertarla.
Vagas sombras de rencor y de celos comenzaban a danzar entre las hermanas.
Sus temperamentos eran contrarios y las colocaban en actitud de pugna. La
gratitud y el cariño de Marcela parecían sólo un recuerdo. La enervaba que se
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discutieran claras prerrogativas maternales. Un viaje que efectuó a la provincia de
donde había escapado, alejó por el momento el peligro. Pero allí encontró que en
cinco años fructificaban el perdón y el olvido. Luego, bastó un pretexto cualquiera
para precipitar el rompimiento, pocos días antes de que Celina regresara de
Playas.
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Capítulo XXII
107
asustaba el aislamiento en que poco a poco la iban dejando sus colegas, extrañas
a sus hábitos de pensar y vivir.
Al llegar las vacaciones realizó su sueño de conocer La Paz. Allí había
conciertos, exposiciones de arte, conferencias. El cuadro adivinado en Potosí a
través de sus lecturas de estudiante precoz. No deseó más que enriquecerse con
el conocimiento de la vida del espíritu, escribir, mezclarse con los intelectuales,
librarse de trabas a fin de desenvolverse plenamente. Los peligros que olfateaba
en las emanaciones de la ciudad, la estimulaban para desarrollar las fuerzas que
se agitaban en ella.
Un día vistió una exposición de pintura y vertió las impresiones recogidas, en un
artículo que envió bajo pseudónimo a uno de los periódicos. Las opiniones
originales, surgidas a través de ojos que nada empañaba, llamaron la atención y el
artículo fue publicado. Algunos lo leyeron porque luego, en una reunión a la que
concurría Olga, al oírla expresar ideas semejantes, dos o tres jóvenes recién
presentados, cambiaron miradas de complicidad. ¡Habían descubierto al autor!
Esos muchachos, que acogieron a Olga como un bien oculto, se ocupaban de
escribir, siguiendo los rumbos acabados de trazar a la novela hispanoamericana
por los que mantenían el oído pegado a la tierra. Animaban las figuras que los
mestizos con la sangre del Chaco, buscaban señales conductoras en las leyendas
incásicas o bajaban a los socavones de las minas. A pesar de las sombras de los
cuadros, se deslizaban bocanadas de aire estimulante. Eran las que venían del
tiempo en embrión. Los escritores, borrachos de juventud y de potencia creadora,
se repartían entre el arte y la política. Creían en los postulados de izquierda, en el
indio, en el cholo, en los caminos hacia el futuro. Multiplicaban los signos del éxito.
¿No representaba uno más que esta mujer joven y resuelta se inflamara a sus
primeras palabras, como si fueran pronunciadas en el lenguaje que su corazón
intuía desde mucho tiempo atrás?
En sus charlas hablaban con frecuencia a la muchacha de otro compañero, de
gran talento, que yacía en una buhardilla, baldado. Se solidarizaban con la
tragedia, sintiéndose partes de un solo cuerpo, con su alegría y su dolor. Y Olga
inmediatamente quiso conocerlo.
Al encontrarse, Gabriel Meneses Prado –el hombre inmóvil, cabeza de león
aprisionada en triste cuerpo yacente- y la muchacha menuda y graciosa que se
empinaba para asomarse a los panoramas del porvenir, se celebró un pacto
secreto. ¿De qué manera podía ella abandonarlo si contaba con arrestos de sobra
para ayudar a tantos? ¿Y a él, acaso no se le ofrecía la oportunidad de realizar su
mejor obra enseñando y orientando a esa mujer para que después hablara en su
nombre y, a través suyo, experimentar el placer de la acción?
Comprendieron que marcharían juntos en adelante. Su ideal era tan bello que
los llenaba y no necesitaban mirar nada más.
108
Pero cuando se habló de matrimonio, hasta los íntimos del grupo se
estremecieron. ¡Una niña de diez y siete años y un inválido! Sin dinero, dedicados
al trabajo clandestino, solos ante el mundo frío y desdeñoso. ¿Podría vadear él los
escollos provenientes de sus condiciones físicas? Pero ninguno consiguió
disuadirlos. Se convino la boda para unos meses después, mientras Olga
regresaba a Cochabamba a arreglar su situación personal.
Allí encontró el ambiente sosegado de la escuela, los chiquillos, el arreglo
metódico de antes. Los cuadernos y los atlas la esperaban, listos para las clases.
Volvía a entrar en el orden silencioso de las horas, que traían las ocupaciones
señaladas de antemano. Era como si se le presentara de rechazo en encanto de
lo que despreciaba. Al mismo tiempo, cuánto en La Paz no había sido sino
palabras, vagos sueños, se convertía en la urgencia de actuar. Recibió la orden de
organizar una huelga de carniceros… Aunque estaba segura de su decisión y
había estudiado las palabras que pronunciaría, semejantes a redes que no
permitieran desbandadas, para usarlas existía la distancia de leer una novela a
hacerla. Lo hizo al fin, pero los recelos persistían. Más hondo se levantaba la
pregunta sobre lo que le depararía aquel destino en que iba a depender de otro
ser. Sin embargo, no era posible detenerse ya. La sangre joven derramaba por
sus arterias valor y confianza. Si como mujer se hallaba obligada a medir el
terreno que pisaba, también se elevaba en la esperanza de aprehender el
ensueño de unión y ternura. Se apoyaría en la mente desarrollada de él, en sus
conocimientos. Las vacilaciones tampoco duraron mucho, pues desde la silla de
enfermo la llamaba el apremio apasionado de Gabriel, para quien se agrandaban
en la soledad forzada los temores de perder la experiencia maravillosa que
inesperadamente se le había brindado. Un día cualquiera se hizo trasladar a
Cochabamba para obtener el cumplimiento de la promesa, y después de una
ceremonia vertiginosa regresó con su mujer a La Paz. La buhardilla que hasta
entonces compartieran él y su madre, contó con otro habitante.
Quedaba tan empinada que se creería cerca del cielo. Los que en ella se
guarecían, cuando llegaban los camaradas y se expandía el calor de las
conversaciones brillantes, o cuando leían, solos, y al contacto de sus espíritus se
hacían transparentes las teorías, también se juzgaban capaces de cambiar el
mundo. ¿Qué importaba el impedimento de Gabriel ante esa gloria? ¡Olga
transmitiría a las multitudes las consignas del esposo y éstas la aclamarían y la
considerarían su símbolo! Pero existían problemas inmediatos, que reclamaban
solución. Los mal pagados escritos de Gabriel no alcanzaban a cubrir las
modestas necesidades del hogar. Fue preciso apelar a la contribución económica
de Olga.
La caza del empleo. El imperativo de desnudar a indiferentes la situación y las
tristes condiciones del marido. Lo soportó, pero las palabras que oía eran cuchillos
dispuestos a destrozar el tejido en que envolvía su mundo mágico.
109
Debía dividir el tiempo entre el trabajo esclavizante y las tareas del partido, para
llevar su doctrina a gentes que se encogían de hombros. ¿Dónde estaban los
espejismos que le habían pintado? La amargura empezaba a filtrarse y oscurecía
su visión.
En la casa se hallaba la madre de Gabriel, herida por la intromisión de otra
mujer al lado de su hijo. Por lo desgraciado, por lo dejado como inútil, lo había
considerado sólo de ella. No perdonaba a la intrusa. Olga esperaba gratitud y no
cosechaba sino miradas enemigas. ¡Y si al menos él la respaldara y no exhibiera
la prevención del que se sabe pendiente, los celos originados en su estado, las
furiosas rebeliones que descubrían la tempestad interior! Pronto hasta esos
instantes del principio, la compenetración de ideas, estuvieron envenenados para
ambos.
Habían pasado dos años, tres… Ya Olga sabía que la hora de la victoria se
encontraba muy lejos, acaso perdida en las brumas de un futuro que no
contemplaría nunca. Los accesos de desesperación de Gabriel le daban miedo.
¿Valdría la pena malbaratar la juventud en un sacrificio opaco? ¿No se habría
extraviado de sendero?
No veía sino un medio de conservar un asomo de tranquilidad: separarse de la
madre de Gabriel. Se consideraba con derecho a exigirlo. Quizá, solos, volvieran a
encontrarse. No comprendía que la invalidez lo había entregado a la madre como
si regresara a su seno. Esta lo ponía en contacto con el exterior. Adivinaba su
deseo de hojear un libro, de que lo transportara a la ventana para mirar el
semblante del día. Parecía que cada sensación pasara primero por la vista, por el
gusto de ella. No tenía un intermediario más íntimo. No podía elegir.
Ni la buhardilla ni las dos mujeres y el pedazo de hombre que contenía eran los
de antes. El fardo que Olga calculó en el principio con criterio de gigante, la
aplastaba. Desde fuera, mil formas le hacían señales de invitación y sentía la
tentación de contestarles que la esperaba un poco, mientras terminada de
repetirse los argumentos acumulados en noches de insomnio, a fin de justificarse
por seguirlas.
Cuando huyó, fue como si lo hiciera también de la obra que había concebido, de
sus ojos claros de adolescente. Su determinación la colocó en pugna con los
antiguos amigos, que defendían la causa de Gabriel. Su familia tampoco la
admitía. Desertaba de cada bando. No le quedaba ningún sitio donde colocarse.
Pero necesitaba vivir. Junto al inválido había realizado un aprendizaje político
consciente. Representaba una unidad valiosa para el partido. Alguien contribuyó a
que se le abriera campo. Era un hombre en pleno vigor. Era, quizá, la compañía
definitiva. No obstante, se interponía la situación de ambos. Para legalizar su
unión resultaba preciso un doble divorcio.
110
Desembocaba en eso. El pasado la encerraba en una trampa. Aunque ella
obtuviera el divorcio, a él le amarraban mallas que no podía romper. Olga estaba
enamorada, muchacha y mujer a la vez. La feminidad madurada a golpes ansiaba
el desdoblamiento de un hijo. No se preguntó si hacía bien o mal, pero dejó de
estar sola para siempre. Después se dio cuenta de que nadie la ayudaría, ni él
siquiera, aterrado por las consecuencias de un acto que sus mismos compañeros
criticaban acertadamente.
La salvó su voluntad desesperada, su instinto de conservación. Obtuvo un
trabajo y leía y estudiaba por las noches. A su lado, un bebé dormía. Encontró
fácil escribir. Las voces calladas de Potosí, de Cochabamba, resurgían claras y
vibrantes. Más tarde habló en público. Había nacido para despertar imágenes
audaces que yacían encadenadas. Los miembros del partido le ofrecieron cargos
de responsabilidad e importancia. El vaivén político de Bolivia favorecía entonces
a las izquierdas y de parte del gobierno y de las embajadas extranjeras se
manifestaba interés por conocer a Olga como el alma de una causa. Las mujeres
de los países vecinos, parte de las corrientes que empezaban a regar el alma de
América, la invitaban a que las visitara en calidad de hermana mayor y
experimentada. Derramaba exuberancia y acción, lo mismo que el que ha sido
quemado por muchos soles. La vida, después de un brusco zig-zag, obraba el
prodigio.
111
Capítulo XXIII
115
Capítulo XXIV
Nunca subía hasta la Sierra una buena compañía de teatro. Lo amaba desde
pequeña, cuando don Francisco la llevaba para premiarla, a las funciones de la
compañía de María Guerrero. Por cierto que si se ponía en escena una obra
atrevida, al buen señor se le presentaba un dilema, pues no deseaba prescindir ni
de la función ni del gusto de que lo acompañara la chiquilla. Finalmente optaba por
ambas cosas. A Celina la apasionaron “Los Andrajos de la Púrpura”, de don
Jacinto, y no olvidó los tristes amores de Laura Dolenti. Después supo que habían
116
sido reales para Eleonora Duse y Gabrielle D’Annunzio. Era un momento delicioso
cuando se apagaban las luces y empezaba a levantarse lentamente el telón.
En la Iglesia la arrastraban los cantos del coro, la belleza insinuante de la
liturgia. Recordaba una capilla de pueblo, banca y azul, y las miradas humildes o
iluminadas de los devotos. Recordaba a Cristina conduciendo una niña que quería
ser monja, con la azucena en la mano, el día de la Primera Comunión. Ahora
llenaban lo largo de las naves las figuras estremecidas de los indios. El sacerdote
terminaba su imprecación y volvía a celda, mientras se extinguía el eco del cuero,
se apagaban las luces y la silenciosa y miserable muchedumbre se regaba por los
rincones de la ciudad.
No quedaban sino las gentes que combatían, los artistas y escritores
inconformes, Victoria y sus amigas. De éstos, tal vez muchos no poseían ideas
concretas ni planes de acción, pero habían descubierto en la noche algo puro y
brillante que los conducía y confortaba. Creían en la verdad de los que hablaban y
esa fe tornaba verdaderas sus palabras.
Estaban decepcionados de la Iglesia, pues se plegaba a los intereses de los
poderosos y ofrecía una moneda para pagar después de la muerte. Seguramente
amaron en un principio los emblemas santos, las cándidas figuras de vírgenes y
mancebos con corona y palma de martirio, pero, al aproximarse, vieron que se
desvanecían los blancos ropajes y se diluían el aroma de azucenas y violetas.
Entonces buscaron lo que por joven no llevaba la carga de la desilusión y atraía
por su confianza en el hombre.
117
que convirtió en encaje la mística española unida al afán inescrutable de los
indios.
Tales imanes se apoderaban de las agujas de una pequeña brújula, que hasta
entonces habían señalado una u otra dirección a impulsos del momento. Celina se
emocionaba, lo mismo que los marineros de Colón cuando vieron perfilarse las
costas. Pero poseer las llaves del misterio es un privilegio expuesto a asechanzas.
Y ella no podía librarse de sus consecuencias.
En primer lugar estaba lo que se llamaba odio o conciencia de clase.
Inesperadamente Celina empezó a padecer sus efectos. En la calle, en la oficina,
la azogaban oleadas de rencor. Quería amar y la rechazaban. Bajo la apariencia
indiferente y pulcra de la mecanógrafa se coleccionaban, sin que lo sospechara
nadie, pensamientos de acerba censura para los menores actos. Con frecuencia
llamaban al teléfono de la oficina. Al extremo del receptor una voz decía:
---Señorita: avise al gerente que no olvide su cita a las cuatro.
Celina iba a transmitir el mensaje. El gerente, amable, elegante y desenfadado,
sonreía. Veía ante él una funcionaria acuciosa, sin advertir la voz velada de
reproche. La dama que apenas la saludaba, tenía deseos de divertirse. No se
trabajaría mucho aquella tarde, ¿Por qué se vendaban los ojos ante las faltas de
los de arriba? ¿Por qué la moral mostraba dos caras?
Si no podía evitar la asistencia a alguna fiesta, se aislaba en un rincón y
contestaba con monosílabos, despreciativamente, las preguntas que les
formulaban. Algunos invitados eran simpáticos y amables y, al observar la actitud
de Celina, la tomaban por excéntrica. Otras veces, al contrario, hablaba con
humildad exagerada, impulsada por el propósito de que los otros no dejaran de
darse cuenta de sus diferencias, de que no pertenecía al círculo elevado. Se
adjudicaba el papel de amarga testigo de sus frivolidades y debilidades. No quería
tomar nota de nada distinto. Sus rasgos de humanidad y bondad se le aparecían
falseados e hipócritas. Sus ocupaciones, vano deporte para matar el tiempo. Sus
inevitables pesares, leves castigos. La visión del mundo se tronaba dura y sombría
y eso la complacía secretamente.
Siempre había experimentado ternura por los niños. Sin embargo, al
encontrarlos ahora en las casa ricas adquirían para Celina un carácter que la
repelía. Los consideraba pequeñas larvas, destinadas a transformarse en seres
deformados y perversos. Sus manitas caprichosas destrozaban juguetes finos y
costosos, mientras en la calle sus hermanos se divertían comiendo tierra. Ella no
pertenecía a ese clan y nada la unía a los que intentaron convertirse en los amos.
Hasta los vestidos de ceremonia que caían en dulces pliegues de brocado o
satín desde los blancos hombros, tan agradables al tacto, tan radiantes a la vista,
síntesis de un mundo en que no existían el trabajo agobiador, las dificultades
asfixiantes, en que todo era “orden y belleza”, lujo, calma y voluptuosidad”,
llegaron a convertirse para ella en símbolo de dominio de una clase sobre otra.
118
Se hallaba, pues, en los umbrales de dos esferas contrarias. La comprobación
de una situación descompensada, inarmoniosa, se resolvía en angustia ciega.
Encerrada entre las cuatro paredes de su rencor, se negaba a escuchar los puros
y frescos sonidos que en ocasiones resonaban fuera. Leía propaganda
revolucionaria y libros transidos como “La hija de la tierra”, en el que la
protagonista se rebela no sólo contra la explotación sino hasta contra los íntimos
instintos de su sexo, para ella causa de otro doloroso engaño. La amargura de los
antagonismos le destilaba en el corazón unas gotas de su ácido, convirtiendo las
cosas más bellas en objetos de recelo, e inhibiendo por el temor y la duda las
manos que se hubieran tendido para acariciarlas.
Le parecía que había llegado a conocer a su pueblo a través de sí misma. Pero
ese conocimiento no bastaba. Se requería aunar con los suyos los esfuerzos y
saldar así la deuda de sangre para con él.
A medida que pasaba el tiempo, menos comprendía a los que, habiendo llegado a
una conclusión no sentían el acicate de trabajar a su favor. Se refugiaban
egoístamente en sus deducciones, complacidos de poseer una verdad que los
elevaba sobre el nivel de los demás, e ignorantes del calor desprendido de una
empresa común.
Pensaba que imitarlos equivalía a una mala acción. Sin embargo aún no se
decidía. Todavía faltaba algo que la despojara de rencores de animal herido y de
sombras que le obnubilaban la visión de la vida, para amarla en su integridad.
119
TERCERA PARTE
DESPUÉS DE LA SIEMBRA
Capitulo XXV
Hacía mucho que sus sentidos debían estar alerta como los estambres de una
flor, porque un día su oído registró minuciosamente una conversación que en
apariencia carecía de importancia. Llegaría a la ciudad cierto jefe ecuatoriano de
izquierda ---decían en la oficina---al que sería conveniente sondear.
La simpatía de Celina rodeaba inmediatamente a los jefes del pueblo.
Consideraba pequeños errores las faltas que cometían y su admiración no se
disipaba hasta que las disculpas sobraban ante hechos protuberantes de
deslealtad a las ideas. Entonces se situaba en el otro extremo y odiaba con
pasión. Al saber, pues que la persona que se esperaba había defendido la causa
de los indios, combatiendo rudamente en la oposición, se juzgó su aliada natural y
se preparó para recibirla. En su interior le rogaba que demostrara cualidades
superiores, lo que le permitiría enorgullecerse de ellas.
No necesitó forzarse para que sus aspiraciones quedaran satisfechas, al
conocer a Esteban Figueroa. Se destacaba en medio de un grupo de hombres
ojerosos y cansados, fuertemente saturados de Agua de Lavanda. Su juventud de
alma y cuerpo, que parecía inflamarse en valor y osadía a cada palabra, resaltaba
en intenso contraste con aquellos. Cuando lo invitaron a una recepción de gala
para esa noche, su expresión se hizo risueña y juguetona, lo mismo que si se
complaciera en desconcertar a gente convencida de la virtud de ciertas fórmulas,
al responder:
---Son ustedes muy amables. ¡Pero no podré ir por la sencilla razón de que no
tengo traje de ceremonia!
Para sus interlocutores representaba una extravagancia la salida. ¡Imposible
entender—comentarían después—que alguien que pretende surgir no cuente
siquiera con frac! Pero para Celina resultaba una especie de clave preciosa con la
que un desconocido le revelaba que pertenecía a su raza, que despreciaba lo que
significaba tanto para los demás. ¿No eran así, puros, intransigentes con lo que no
fuera el ideal, los revolucionarios que pintaba Gorki en “La Madre”?
Comprendía perfectamente la reacción relatada por Genevieve Tabouis, de un
líder obrero francés que abandonó una reunión social porque le ruborizaba
permanecer bajo el mismo techo que miembros de las clases explotadoras.
También admiraba a las mujeres que habían sido capaces de prescindir de todo
lujo, toda ostentación aun en los menores detalles del vestido, al dedicarse al
trabajo revolucionario. Sin afeites, enmarcado el rostro de simples líneas por un
121
peinado severo, parecían religiosas profesas de una nueva fe. La forma ofrecía en
este caso un romanticismo a la inversa, igualmente seductor.
123
Capítulo XXVI
Naturalmente, la última afirmación era hipócrita, porque Celina conocía que existía
algo más. Sólo ignoraba si madurarla o no. Las palabras que oía a Esteban le
sonaban familiares. Muchas veces las había repetido hablando sola. Los dos
reaccionaban ante las cosas con la misma indignación o con la misma ternura. La
historia del viejo latifundista Calamán despertó en él imágenes semejantes a la
que sembró para ella la lectura del expediente. Se entendían tan bien que era
posible soñar con vivir aislados, en el campo, sin que les faltara nada.
Una tarde estaba citada con Esteban para continuar su entrenamiento político,
pero éste le dijo:
--- ¿No prefieres dar un paseo por las calles?
Aceptó. Todavía de hallaba en capacidad de aprender el paisaje, pues no había
acabado de incrustarse, no formaba parte de él. Y miró lo que la rodeaba.
Se hallaba en la gradería del Palacio de gobierno y contemplaba las Plaza de la
Independencia, con los Portales y la Catedral. Parecía que ese rincón se
rezagaba en el siglo XIX. Las arcadas, las viejas piedras, el parque con sus
pequeños y recortados arbustos, recordaban sombras de mujer que, con faldas
barriendo el polvo, se encaminaban a la Iglesia, seguidas por una esclava india o
negra. En la evocación no faltaban siluetas de indios, acaso menos inclinadas de
lo que deberían mostrarse después, que cruzaban la escena para llevar a cabo
las diligencias encomendadas por el amor. El Palacio de Gobierno tampoco era
una casona muerta. Apenas se llegaba a cierta puerta, se levantaban victimarios
y reos como si estuvieran condenados a repetir eternamente su encuentro. Al
pasar frente al edifico de la Universidad, un impulso llevaba a dedicar una sonrisa
amable a sus sombras, lo mismo que si salieran a los balcones y se les saludara
de paso. El Arco de la Reina, con nombre de romance, cumplía su deber de
mostrarse enseguida y, luego, semejante a un lienzo medieval clavado en los
Andes por los Conquistadores, surgía la Plaza de San Francisco, con las dos
Iglesias y el Convento. Nadie podía permanecer impasible en aquel sitio. Había un
no sé qué del pasado y del más allá fijado para siempre en las piedras. Ni un trozo
de césped, ni una fuente, nada claro y ligero sonreía en la ancha plaza. Todo era
imponente y sombrío. Y al subir al pretil se agolpaban en la memoria las leyendas,
leyendas de la Cruz y del Diablo de acuerdo con el decorado en que nacieron.
Ahora venía la calle de la Ronda, internándose por el subsuelo. Así, como un
laberinto, con casas carcomidas de arquitectura colonial, refugio de mujercillas,
choferes, obreros y familias vergonzantes, se imaginaba Celina los suburbios de
las ciudades orientales. Cualquier acto increíble de abyección o heroísmo podía
darse allí, envuelto en esa atmósfera de superstición, miseria y aventura.
124
El Arco de Santo Domingo, puerta de la larga calle de Mama Cuchara, encerraba
con la Plaza de San Francisco, la clave de una edad. Al atravesarlo, Esteban y
Celina creían cumplir una especie de ceremonia ritual. Detrás de él surgían
portones claveteados con llamadores de bronce de extrañas formas, patios
españoles, tiendas de platería que exhibían las variedades de colores, pulseras y
anillos con dibujos incaicos. Grupos de asnos e indios, con sus grandes ponchos
rojos o anaranjados, transitaban por la calle. Los ojos de Celina y su amigo
recorrían esos cuadros, cuando tropezaron con el decorado de Navidad de las
colinas de Quito.
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Capítulo XXVII
Con la ansiedad del que va a enterrase de una secreto, concurre por primera vez
a la asamblea de los revolucionarios. La reunión se lleva a efecto en una pieza
grande, de trazado irregular, alumbrada por bombillas aun de día, pues sólo
cuenta con una puerta de entrada y un pequeño tragaluz. Hace poco que
recubrieron las paredes con una capa de cal, tan tenue y ligera que no alcanza a
disimular los deterioros. Los bancos de madera dispuestos simétricamente, la
tarima del orador con la pizarra al fondo y algunos mapas y oleografías confieren
al lugar el aspecto de salón de escuela de barrio pobre. Pero para Celina no es feo
y triste. El pensamiento de que un aire lo identifica más los sitios en donde se
alojaron los guerrilleros de Antonia Santos o los conjurados de Manuela
Cañizares, la lleva a recorrer los muros con respeto. Los considera el escenario de
una obra importante en la que ella actúa de protagonista y espectador.
Aunque Esteban jamás de lo haya dicho, sabe que se forja una brillante imagen.
Pretende convertirla en una mujer capaz de despertar del dominio entusiasmo de
las masas, dirigir y orientar. Lo atrae el tipo de líder femenina. Pero Celina no logra
aproximársele. Nunca sus palabras desenredan adecuadamente la madeja de las
127
emociones. O se le ocurre precisamente lo contrario de lo que debe decir y la
interpretan mal. Contestar esa pregunta ante la atención de la sala enfocada en su
cara, representa un suplicio. Después de asistir a sucesivas asambleas, no pasa
de constituir en ellas una figura borrosa.
128
Capítulo XXVIII
Cada vez se aleja más de los que fueron sus amigos de la Colonia, pero que
ahora no la acompañan. Por su parte éstos le siguen los pasos con la curiosidad
que les inspiraría la marcha rodeada de obstáculos de una pequeña hormiga. ¿En
qué forma resolverá los problemas derivados de dos concepciones tan
antagónicas, la que ha adoptado y la consagrada? Con los compañeros de oficina
aparentemente las relaciones continúan iguales, aunque Celina observa el matiz
imperceptible que distancia a los judíos de los miembros de otra raza.
Uno de los miembros del comité ejecutivo se llama Juan Evangelista Blanco.
Flaco y largo, tiene el aspecto sorprendido de un muchacho prematuramente
desarrollado. La incipiente calvicie aumenta las interrogaciones de la frente sin
servir de contrapeso para conferirle aires de seriedad. Parece que su actitud
interna coincide con la física y que nunca se ha desprendido de la fe con que el
niño espera que le ayuden. Ni los golpes recibidos en un medio hostil, ni el
ascenso que los siguió a una sólida posición política y literaria, lo endurecieron o
malearon. Sobre él circula una historia de amor y de muerte en que actuó de
protagonista. Casado con una bella mujer que trae una serie de decepciones halló
por fin su puerto en la serena lealtad de Juan, enviudó a los pocos meses de
matrimonio. Desde entonces se entregó totalmente a sus escritos y al partido, un
poco a la manera del personaje que quiso dedicarse a lo que “no se le pudiera
morir”. Persuadido de que su vida se destina a una función útil, posee la
satisfacción y la modestia de un monje medieval, junto con el interés de un
caballero del Renacimiento por cualquier tema que roce algún aspecto de la
personalidad humana.
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Siempre que pueden escaparse de sus compañeros Celina y Juan se instalan
en el Savoy a tomar café y conversar, con el placer doble que les causa estar
juntos y pensar que han faltado a clase. Si él decide poner a prueba los
conocimientos políticos de Celina las derrotas que le inflige los llenan a ambos de
buen humor. Cuando disputan lo hacen sólo por el gusto de oírse, pues saben que
en el fondo se hallan de argumento. En parte por halagarla, en parte por
admiración sincera, Juan elogia a Figueres. Sus palabras ofrecen la mezcla entre
escéptica y consoladora de sus producciones literarias y ejercen influencia
sedante sobre los nervios de su amiga.
Carlos Albarracín es otro de los jefes. Moreno, igual que los de su raza, tiene la
mirada más audaz que éstos e irizada con los puntos luminosos de sus proyectos.
Celina se ha inscrito en el curso sobre Economía Política que él dicta en la
Universidad. Cada mañana cruza las naves de la antigua casona en compañía de
muchachos apresurados. De las aulas vuelan retazos de conferencias: “Las
industrias vitales que deben fomentarse en el Ecuador…” “…El estilo de Montalvo,
nuestro gran romántico…” La vieja fuente del patio, enmarcada por cipreses
oscuros en contraste con el azul juvenil del cielo, derrama un hilillo de agua. Con
la última campanada de las ocho dada por el reloj de la compañía, entra Carlos al
claustro y con su llegada parece que éste se dejara conquistar por la esperanza.
Estudian las premisas del capitalismo sentadas por Adam Smith y Ricardo. En
la voz del profesor se percibe cierta nota de norma. Existen muchos vacíos en esa
tesis pero afortunadamente, Marx…Metódico en la exposición y regodeándose por
dentro con la precisión de las fórmulas, a Celina le resulta difícil concebirlo en la
plaza pública, encendido por la pólvora de los discursos, o encerrado en anillo de
soledad para fijar en poemas los azares de su infancia de niño pobre. Pero todo
eso puede hacerlo Albarracín.
Los del grupo también estudian programas de acción definida. Quizás se acerca el
sueño de tener en las manos el timón del poder para esos marineros con ojos de
capitán. Entre las comisiones que se confieren, corresponde una a Celina. La
consideran unidad responsable por primera vez.
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un filósofo y sociólogo inteligente y generoso y su charla resulta atractiva y amena.
Siguiendo su curso se alejan cada vez más del punto de partida.
132
Capítulo XXX
Los paseos con Esteban constituyen momentos preciosos en que imponen una
pausa a las preocupaciones para contemplarse ellos mismos. Algunas tardes
suben a la colina del Panecillo. Suave ascensión, aire transparente, paseo de
enamorados. Desde arriba, se divisan las cumbres de la nevada. Aparecen solos y
distantes, impasibles, cobijados por las nubes. ¡Qué inquietante encuentra a veces
Celina su serenidad! Abajo hierve la villa con su angustia y sus problemas, sin que
la menos inquietud turbe la elevada capa de hielo. Pero esa indiferencia junto a
Esteban no la asusta. Entre los dos la charla fluye mansamente y huyen de la vista
de los gigantes burlones para ponerse al abrigo de los árboles camaradas.
Cuando empieza a oscurecer, el descenso entre risas.
- ¿Recuerdas esta canción?
También los atraía perderse entre las luces y sombras del pasado. Releen las
leyendas de Atahualpa y del Reino de Quito y los estremece el hechizo de lo que
fue, la solemnidad que se desprende de la grandeza sojuzgada. Ve recostarse en
la cima del panecillo las siluetas hieráticas de los Incas en la ceremonia de
consagración de la chicha ritual, durante el Equinoccio de primavera. Un día
visitan el museo formado por un prepotente miembro de la aristocracia criolla, que
133
se dedica a las actividades científicas. Y cuando traspasa las puertas de la
mansión donde se halla instalado, que tiene el aspecto de casa solariega y
abandonada, toma para ellos más cuerpo el pasado, no vincula los problemas
actuales.
No hay pavos reales en el césped del parque, pero se perciben sus reflejos
eléctricos, lo mismo que, en los pequeños estanques solitarios, la visión de los
cisnes trascendentales. Hasta parece que por las escalinatas, que adornan cuatro
estatuas blancas y severas y un antiguo Dios de piedra, va a descender de pronto
al jardín a tomar un poco de sol, una muchacha delicada y frágil, heredera de ese
lujo, ese refinamiento y esa sabiduría. Se completaría así una estampa
rubendariana, tan superficial como encantadora.
Que esta supere las fuerzas con que cuentan o que todavía no haya llegado
el instante de empujar las gentes como si se les brindara un estimulante
generoso, no lo sabe ella. Marcha con los que muestran reacciones y anhelos
semejantes a los suyos y a los que encontró sin buscarlos, cuando daba vueltas
por una selva.
136
Capítulo XXXI
Él parecía alucinado, un artista ante los materiales reunidos para dar comienzo
a la obra de su vida. Juntos fueron a charlar a la Plaza de San Francisco, tan
solitaria al atardecer.
137
Se alejaron tan compenetrados que la cabeza de Celina se estremecía con los
pensamientos de él. Al día siguiente hubo otra despedida, aquella en que el
hombre se sobrepuso al jefe, con luna y aromas que venían del parque a los pies
de los dos. Esteban en el pretil de la catedral---siempre Quito y sus iglesias—y no
eran sino dos enamorados nostálgicos de la terminación del éxtasis del encuentro.
Ya tomaban cuerpo los problemas que habían accedido graciosamente a
concederles unas vacaciones. Las responsabilidades los esperaban e ignoraban si
saldrían con bien de la prueba.
-¡Es triste pensar que estaremos ante paisajes distintos cuando salga otra vez la
luna!—dijo él.
Le prometió que volvería a recordarlo allí, al pretil fríamente luminoso. Por la
mañana partió, Celina quedaba sola de nuevo, pero le parecía que todo había
cambiado después de su gran experiencia.
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con el grupo extremista, no hablaban sino para censurar agriamente sus
actividades:
-Creer que el Ecuador será cabecera de puente para una revolución americana, es
una utopía. Hay que obrar en consecuencia con la realidad y si no poseemos más
que un pequeño terreno, nos incumbe explotarlo de modo que produzca el mejor
rendimiento. ¡Ustedes no lograrán sino perjudicar con buena voluntad al país!
Por encima de las cabezas que emitían tales opiniones, el cielo aparecía cargado
de tormenta. ¿Quiénes tenían la razón? ¿Los prácticos o los soñadores? Celina
acordaba con los últimos.
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Capítulo XXXII
Cierto que Celina no dejaba de sentir miedo. Pero lo vencía rápidamente. Una
especie de segunda naturaleza, formada por la sugestión de las personas
amadas, por las emanaciones de la tierra, por la llama que en ella había prendido,
reemplazaba o por lo menos hacía olvidar la antigua. Ignoraba si se mantendría en
ese plano o sí la condición primitiva, al presentarse el estado normal, volvería a
surgir para imponer sus derechos.
Otra de las funciones a que se consagraba consistía en contribuir al alistamiento
del personal femenino. Debía concurrir a las células de los barrios apartados de
Chimbocalle y La Magdalena, en unión de Victoria y sus compañeros. Cuando se
encontraron para iniciar las correrías, las amigas de Celina se burlaron de su
impericia. Con la indumentaria que había escogido—le dijeron---desconfiarían de
ella. Además, los altos tacones constituirían un obstáculo para caminar por calles
oscuras y en las que todavía los barrancos suplían el papel de las aceras. A pesar
de sus protestas, pronto comprendió que tenía razón. Llovía a torrentes y a duras
penas alcanzaba a seguirlas. Se encontraba aterida, pues el abrigo, demasiado
delgado, la defendía apenas. Sin embargo las obreras las esperaban, y Victoria se
opuso a volver atrás.
No producía el mismo efecto ver a esos seres agazapados allí, que en la calle o
imponentemente aglomerados en las plazas y en las asambleas públicas. La
desnudez helada de los muros licuaba poco a poco la ligereza con que se había
presentado Celina. Las caras fofas y mudas le hacían inculcaciones de
diletantismo, que penetraban a través de su epidermis de señorita culta. Repetían
que cuanto realizaba estaba aún mandado de un río. Para poder ayudarlos, debía
ser carne de su carne. Ni el recuerdo de Esteban bastaba para devolver la
confianza a Celina. De ellos salió, pero, ¿no se hallaba ya a demasiada distancia?
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Capítulo XXXIII
La figura principal la constituía el mismo Malta. Era uno de los más discutidos
pintores quiteños. Encontraba que todo era “pintable” porque poseía un
significado. Para transmitirlo en sus lienzos buscaba formas de expresión nuevas,
que escandalizaban a un profesor de la Universidad de Popayán de paso por la
ciudad y que también visitaba el taller. De los muros de éste colgaban visiones
espectrales; criaturas de las que sólo quedaba el esqueleto: caras de beatas en
que la nariz y la barbilla se afilaban: cuerpos de los campos de concentración, y ,
también, cuando el artista necesitaba descansar de su universo terrible, arcadas
silenciosas de viejas casas; claros desnudos; indiecitas apretadas en haz fraternal.
Ninguno de los cuadros se vendía. Los compradores recelaban de los más
inofensivos, porque el nombre del artista les recordaba las escenas que habían
vislumbrado con terror en las exposiciones. Malta reía como un niño y exclamaba:
-Haced un mundo mejor y lo pintaré.
A Sabina Kairsen, una pintora judía con la finura y complejidad de su raza, Sylvia
Donato, quien se encontraba en la capital en una de sus apariciones periódicas, y
a Celina, los inspiraba el pintor cierta piedad maternal. Se establecía entre ellos la
camaradería asexual de las escuelas mixtas. La admiración por ese hombre las
unía, a semejanza del culto a Broswell de las tres Bronté. Pero de hallarse
presente Esteban no habría ocurrido eso.
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Malta continuaba desahogando su indignación. El creerse equivocado lo hería
también en su orgullo. Celina debía defender al ausente. Principió a decir:
-Sin duda hay un malentendido. Esteban y usted nacieron nacieron para ser
amigos. Deme un poco de tiempo y se lo demostraré.
¿Dudaba en el fondo? Le parecía que necesitaba ganar a Malta. Se hallaba
colocado inopinadamente en un plano de tabú. Su juicio disponía de mayor poder
convincente que el de un amigo antiguo. No lo había sometido todavía a ninguna
balanza y por lo tanto la impresionaba más.
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Capitulo XXXIV
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Albarracín y hasta el mismo Juan, ya no disimulaban el pesimismo. Por último,
decidieron hablar. Era inútil continuar engañándose. El gobierno se fortalecía cada
día y la contrarrevolución asomaba los colmillos. Dar el golpe en esas condiciones,
sería temerario y sin posibilidad de triunfo. No tenían otra perspectiva de
agazaparse de nuevo. Las manos nerviosas que se creían llamadas a remodelar
la fisonomía del país, debían cruzarse otra vez.
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Capítulo XXXV
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Capítulo XXXVI
Con el tiempo los conspiradores pudieron volver a la luz. Pero no se les abrieron
las puertas. Lo ocurrido representaba el aviso de que la lucha, unas veces sorda y
otras declarada, entre el pasado y el porvenir, no tendría ya tregua. La paz, que
fue recibida por el pueblo ecuatoriano glacialmente, lo mismo que si los
sufrimientos hubieran afinado su facultado de descubrir el sentido oculto de las
cosas, mostró el fruto raquítico y de cenizas que llevaba en su seno.
En las filas rebeldes las deserciones aumentaban. Muchos de los que habían
sido revolucionarios se amoldaron a la situación y renegaron del crudo primitivo,
hojas de plantas cambiantes de color si no reciben los rayos del sol. Y hasta los
que conservaban la firmeza, daban golpes de ciego, sin coordinar su labor. La
maldición de Ulises los perseguía en un mar de vientos contradictorios.
Era el tiempo de espera, el que sigue a la siembra, cuando no se sabe si la
simiente fructificará en medio del vendaval. El drama de los sembradores consistía
en que ignoraban si sus brazos conservarían las fuerzas cuando llegara el
momento de la recolección. No se les concedía la oportunidad de actuar, de poner
en práctica lo que había meditado para ver si cumplía los fines perseguidos o
necesitaba reformas. Se parecían al inventor que no cuenta con material suficiente
para llevar a cabo su idea.
Ahora Celina recibía cartas de Esteban, despachadas desde distintos puntos.
No aparentaba tomar en cuenta la responsabilidad que le atribuían. Celina se
preguntaba si obraba en esa forma para evitar defenderse de los cargos o porque
se paseaba entre ellos como un sonámbulo, ausente el alma en la visión de vastos
panoramas que se escapaban a los demás.
El desencanto que se había ido infiltrando casi sin que se diera cuenta, no era
sólo de Esteban. Esta no representaba únicamente un ser, sino que envolvía
muchos más, todo un estilo de vida. Con él terminaba la lectura de un libro de
caballerías. Lo hojeó durante tanto tiempo que olvidó que se trataba de un ficción.
Y al cerrarlo la mordía la nostalgia de que la historia hubiera terminado.
Como en la leyenda de “El pájaro azul”, el diamante acababa de darse vuelta y
enmudecían las voces con que le hablaron las cosas. Pero los pequeños
leñadores aprendieron que si aguzaban el oído, éstas podían distinguirse aún.
Quizá ella se apoderara del secreto. Tenía los requisitos para lograrlo, pues había
realizado la experiencia maravillosa.
Esteban le anunciaba que muy pronto llegaría a Quito. Experimentaba en
deseo de seguir la línea de menor resistencia y esperarlo sin reproches. Pero a la
vez sabía que se había encontrado ella misma y que no necesitaba hacer
concesiones en el futuro.
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Una mañana al entrar en la oficina, le entregaron una nota con el membrete de
la Dirección General. Le comunicaba la destitución del empleo. Comprometida con
los revolucionarios, le sería difícil conseguir otro, y sus amigos no se hallaban en
condiciones de ayudarla.
Debía regresar a su patria. Los acontecimientos sucedidos eran la campanada
que la llamaba. Si Esteban no acudía rápidamente, no lo aguardaría. Comprendía
su obligación de volver, a entregar su aporte cualquiera de fuera en la lucha
“contra la amargura y el sufrimiento de los demás”. Sólo ahora que se sentía fuerte
y humilde, se hallaba en capacidad de entender su propia tierra y ser útil.
No tenía muchos objetos que transportar con ella. Juan, Victoria y Magda
salieron a despedirla al aeropuerto. Celina pensaba en la llegada a Quito había
dos años de una viajera solitaria. Pero encontró amigos, lo mismo que si en cada
parte hubiera gente siempre esperando. Le dolía abandonarlos. En el campo, los
cuatro se escrutaban las fisonomías, porque no querían alejarse por completo.
El ciclo aparecía despojado de sus velos de niebla. El sol equinoccial caía
verticalmente sobre los cuerpos. Y al fondo se perfilaban las casonas de la villa de
los guerreros incas, de los encomenderos y señores, de la Marquesa de Solanda y
Manuelita Sáenz, de las nuevas concepciones que pugnaban por reemplazar las
consagradas. Todo se mezclaba en un mensaje impregnado de voces diversas
que al fin se fundirían en una sola.
FIN
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Presentación
Eduardo Carranza.
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