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Los dos tiempos

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Dedicatoria.

Este primer libro al profesor Luis López de Mesa, con amistad y admiración de
siempre, Elisa Mújica.

A mamá, a Carolina
Cárdenas. E. M.

Bogotá: Editorial
IQUEIMA.

Primera edición. $3,50


Fecha: Dic. 10 de 1949.

Cra. 10, #21-22


Bogotá.

C863

M953D.

2
PRIMERA PARTE

LA CASA

Los ojos se llenan de montañas y montañas bajo el cielo. Es una tierra arrugada,
rota en partes, que unas veces se empina demasiado y otras cae bruscamente.
Los campesinos tienen que dedicársele en alma y cuerpo porque no se muestra
fácil como las campiñas planas y feroces que responden al menor intento. Pero da
tabaco y cacao, caña de azúcar y piña, y desde lejos la anuncian sus fragancias.
La vegetación húmeda, unida por bejucos que se enlazan de rama en rama, va
presentando claros y al fin apenas quedan grupos aislados de árboles, matorrales
y enredaderas de flores rojas y amarillas, a la entrada del valle. De cuando en
cuando, bañadas por el sol que hace brotar chispas del suelo, aparecen casitas
encaladas y de techo pajizo, rodeadas de corral para las gallinas o palomar,
algunas con portal y tienda para que los viajeros prueben una totuma de guarapo y
líen su cigarro. A poco no se ven tan solitarios sino que vienen muchas a darles la
mano, recordando filas de colegialas vestidas de blanco que se extendieron en
distintas direcciones.
Llevan tejas en lugar de la paja, ventanas con barrotes pintados de verde y
zaguán de frescura, y se asoman a calles empedradas, con bordes de yerba. La
mirada de Celina las recorre y parpadea ligeramente al divisar una, situada en la
parte baja y antigua de la villa y limitada a un extremo por el camellón de
Payacuá-donde el campo languidece-y al otro, por vías más céntricas que
desembocan en la Real.
-¡La casa de misiá Carmelita!-dijo. Está lo mismo aunque ha pasado tanto
tiempo. Las fachadas viejas y destartaladas de los pueblos no dan idea de lo que
guardan. Aposentos silenciosos y oscuros, con piso de estera y olorosos a pasado
y limpieza. En ellas envuelve el reposo, semejante a un manto de felpa que
acariciara de la cabeza a los pies. ¡Y los patios! Tienen cuatro tinajas de barro
cocido invadidas de lama en la que ríe el agua de los canales, y éras de
pensamientos y rosales de “bola de nieve” y un granado.
Luégo viene la huerta con papayos, naranjos y pomarrosos y la pesebrera para los
animales. Cada objeto ocupa un sitio sin estorbar y sobra espacio!
Las palabras resuenan, nostálgicas, y a su reclamo se levantan otras, las
más diáfanas en el registro de las voces:

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Capítulo I

-¿Jugamos a la gambeta, Celina?


-Nó, Julito. Estoy cansada. “Paz, concordia y dejo el juego para nunca más jugar.”
-Entonces, ¿qué haremos?
-Ven con Raúl a leer cuentos.
-Bueno. Allá vamos.
Celina se adelanta a sus amigos. El ascendiente que ejerce sobre ellos quizá se
explica por tratarse de la única mujer de la pandilla. Los chicos han oído que una
niña no puede levantar pesos ni pelear y, no obstante, la ven salir con la suya, por
lo que la consideran dueña de recursos misteriosos y la respetan. Ella aprovecha
la situación para escoger los juegos e imponer su criterio en los asuntos que se
debaten, consistentes por ejemplo en averiguar si el nombramiento de cónsul en
un país extranjero, confiere a quien lo recibe el derecho a asumir las funciones de
rey. (Celina juzga que sí). En ocasiones y a fin de aumentar su importancia, se
vale de medios poco recomendables cerca de la arquilla de latón donde coloca la
mamá el dinero menudo. No entiende que nada se oponga a sus deseos, guiada
por un confuso instinto dentro de la maraña de los siete años.
Su mamá es modista; su padre, empleado segundón del señor Gobernador.
Pero no se cree perteneciente a una familia aislada. La gente de las casas vecinas
y la que va por la calle, forma parte también de ella. Las tradiciones campesinas y
patriarcales del pasado de los habitantes, no se han perdido. Los identifican.
Aunque posean extensiones inmensas, sembradas de tabaco y las morrocotas se
amontonen en los baúles, los viejos, con sus sombreros jipas y sus machetes,
concurren al mercado y ayudan a los arrieros a cargar mulas. Los niños se crían
juntos y asisten a la misma escuela. El impulso para echar los cimientos de lo que
debe convertirse en ciudad grande, los empuja a tenderse la mano sin reparar en
castas, ansiosos por cumplir bien la tarea común.

En cambio, se hallan divididos en dos bandos. Celina escasamente saluda a


los muchachos que salen a la puerta contigua a la de misiá Carmelita, siguiendo la
costumbre de su familia con los mayores. Son de distinto partido político. Desde
que se nace se lleva allí el mote distintivo de conservador o liberal. Un vínculo
especial y secreto ata a los que se mueven en cada campo así sean pobres o
ricos, y los conduce a enfrentarse apasionadamente al adversario. Muchos
matrimonios se han roto por no ser los futuros contrayentes del mismo color
político; amistades selladas en el colegio se distancian, y hay muertos de lado y
lado que oprimen el corazón con su mano invisible. En aquel instante, la herencia
de la raza se interpone ante Celina y la obliga a proseguir el camino, tiesa y seria.

Pero nó por largo trecho. Al pasar por la esquina se pone en punta de pies,
procedimiento que usa para evitar que, al ruido, surja de las profundidades de una

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vieja mansión la señorita Flor de María, monigote grotesco de una caja de
sorpresa. Por sus manías y si vida solitaria, acompañada únicamente de una
anciana sirvienta, representa el personajes pintoresco del barrio. Tiene cuerpo
enjuto de chicuela de once años, en el que las formas apenas iniciaron la
aparición sin decidirse a terminar el trabajo. Mechones ralos y blancos, recogidos
con modosería de colegiala, enmarcan la cara de ojos saltones y todavía
brillantes, en contraste con las sombras de las mejillas y la chupada barba. Esos
ojos persiguen a las personas que transitan por la calle y quisieran atravesarlas
para arrancarles sus secretos. Siente que si llega a conocerlos, en cierta manera
serán suyos también y se arroja sobre ellos con el apetito de la urraca por los
vidrios de colores. Ningún desprevenido que logra atrapar se libra de su
interrogatorio:
-¿Qué cuenta, mi amigo? ¿Verdad que pelearon los novios? No lo dejo ir si no me
lo dice.
Carece de parientes, fuera de un hermano con quien no se trata de resultas
de una discusión ocurrida hace tanto que ya todos ignoran sus orígenes.
Desconfiada por naturaleza, rechaza a los que pretenden acercársele. Se rumora
que es riquísima, que en inmensos baúles oculta morrocotas entregadas por sus
arrendatarios y por una misteriosa clientela que le cubre réditos sobre las sumas
que le facilita. La sirvienta le guarda fidelidad de sombra. Sólo una confesión se le
escapa un día en la tienda vecina:
-Con la luna llena la señorita Flor de María se pondrá peor. Ya no me deja
dormir con sus gritos y amenazas a los santos. Anoche descolgó los cuadros de la
Virgen del Perpetuo Socorro, de San José y Santísima Rita y los puso de cara a la
pared dizque para castigarlos. ¡Ha jurado tenerlos ahí hasta que le traigan novio!
La vieja y la niña mantienen apostado un juego a las escondidas. En
ocasiones, Celina alcanza a sortear el peligro y escabullirse. Se halla lejos cuando
asoma la solterona. Burlada y furiosa, sigue el procedimiento del lobo y disfraza la
voz para atraerla:
-Venga, mi chinita. ¿Quién le hizo ese vestido tan “perchudo”? Y…cuéntame: ¿se
casarán pronto sus hermanas?
Celina se finge sorda y no vuelve la cabeza. No le interesa la señorita Flor de
María, pero registra sus peculiaridades en una placa que lleva sin saberlo. Cuando
se revele con los años, quizá descubra al personaje que ahora se recorta-
mascarón absurdo-en el cielo de su infancia.

Todavía una nueva fachada. Pintada de gris y con gran número de ventanas,
ostenta aspecto importante. En ella residen los padrinos de Celina. Sus dos hijas,
Margot y Sofy, estudian en un colegio de Bogotá y no se presentan sino durante
las vacaciones. Los restantes niños las advierten lejanas, demasiado limpias y
arregladas con sus trajes vaporosos, curioseándolo todo como si no valiera la

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pena y sólo por matar el tiempo. Si van de visita, las mamás las introducen a la
sala y les preparan onces especiales distintas del agua de panela y los
“miriñaques” de pan de cada día. No las aburre permanecer quietecitas en las
sillas y nunca olvidan dar las gracias. Los mayores se hallan convencidos de su
superioridad sobre las demás chicas. Celina también, pero respira mejor cuando
se marchan.

Por fin llega a su destino. La puerta la recibe de par en par, ancha y


hospitalaria. Antes de entrar saluda a Marcela, la vecina de enfrente, que está
pegada a la ventana, según acostumbran las señoras y señoritas a partir de las
cinco de la tarde y concluidos los quehaceres domésticos. Desde allí charlan,
cosen y principalmente escudriñan, con ojos que se clavan semejantes a las
agujas de sus costuras, cuando ocurre en la calle. Los novios se citan junto a los
barrotes hasta el momento de “pedir la entrada”, lo cual, si las cosas andan al
modo que deben, significa matrimonio a corto plazo. Celina ve que sus hermanas
también han salido al balcón. Aguardarán a sus novios--se dice encogiéndose de
hombros--. Hay mucha distancia de años entre ellas y la chiquilla, que nació un
poco inopinadamente, cuando ya la madre consideraba clausuradas sus funciones
de crianza. Dentro del hogar es una criatura sola, que observa a las hermanas con
sus ilusiones y problemas que no comparte, de la misma manera que éstas no
pueden hacerlo con los suyos. Rápidamente se dirige a un espacioso corredor de
ladrillos orillado por la humedad y verdura del patio. Ahí se instala en una silleta
baja, a la espera de sus amigos, mientras las gentes que contempló durante el
recorrido se incrustan en su imaginación, con las actitudes que tenían, como esos
muñecos eternamente con la mano levantada o prendiendo un cigarro, a la
entrada de las casitas de un pesebre…

Desde que aprendió a leer, se pasa las horas clavada delante de los libros, en
lo que la acompañan Raúl y Julito. Sacrifican los juegos al hechizo contenido en
las páginas impresas, que los traslada a paisajes tornasolados de niebla y humo,
con sombras que navegan hacia islas de monos, subterráneos repletos de
monedas o palacios submarinos. En ese universo, Pinocho simboliza el santo
tutelar, el Don Quijote de Madera. Las hadas son rostros en perpetuo proceso de
formación y huida. Salgari despliega la bandera de Sandokan, amenazado por el
tiburón, el veneno y el puñal y siempre vencedor para depositar el fruto de sus
proezas a los pies de la Perla de la Oceanía, dulce y pálida. Al terminar de leer,
los chicos experimentan la necesidad de sentir más cerca a los héroes de la obra,
recreándolos en ellos mismos. Con las matas del jardín, un pupitre arrinconado en
el corredor y algunos palos, reúnen material suficiente para improvisar los
escenarios. Cada uno asume dos o tres roles y suprimen con certero instinto los

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accesorios. Esa tarde han elegido “Genoveva de Brabante” y Celina distribuye los
papeles:

--Tú, Julito, serás el Conde Sigifredo, el carcelero y la sierva. Tú, Raúl, el


Duque, el infame Golo y Desdichado. Y yo, Genoveva de Brabante.

El corredor, enladrillado se eclipsa. Surge un palacio de mármol, una mazmorra


húmeda, un desierto ilímite. Cuando la sirvienta acude para llamarlos, casi parece
que los despertara de un sueño hipnótico:

---Niños, ya oscureció y misiá Carmelita les manda decir que vayan.


La chica queda sola. La madre está adentro, hablando con las criadas y el
padre aún no regresa. Las hermanas se encuentran con Marcela, que reúne por
las tardes la juventud del barrio a fin de que se distraiga oyendo tocar la pianola o
con juegos de charadas y adivinanzas. Celina escucha una invitación irresistible
que brota del cuarto del zaguán. Consiste éste en una pieza independiente del
resto de las habitaciones, con ventana para la calle, provista de escritorio, sillas,
una alacena empotrada en la pared y pintada de gris y un estante alto, repleto de
volúmenes de pasta roja igual que la alacena. La muchachita ha resuelto compartir
ese rincón con el padre, para disfrutar de su biblioteca y su silencio. Una vez allí,
se encierra y permanece absorta en la contemplación de los tomos,
terminantemente vedados para ella. Llamitas que se apagan y se encienden,
brillan un segundo los títulos heterogéneos: “El Mártir del Gólgota”, “Los
Miserables, “El negro que tenía el alma blanca”, “Hija, esposa y madre”, “Rimas de
Bécquer” y cien más. Desde hace días la subyuga “Un reinado de sangre”, folletón
basado en las calamidades acaecidas durante el gobierno de don Pedro el Cruel,
y que consta de cinco tomos. Se apodera del tercero y se traslada a la corte
española como antes al Palacio de Sigifredo. Las espadas entrechocan sobre un
fondo de asesinatos, intrigas y adulterios. ¡Que don Fadrique salve a doña Leonor!
---ruega, mientras devora las páginas. Muchos de sus sentimientos buenos y
malos existen en los personajes y confusamente se reconoce en éstos. Ignora por
qué le prohíben tales libros y su desobedecimiento le causa la impresión
inconsciente de culpa del perrito al que han mandado no entrar a la sala y que lo
hace.

Goza fama de precoz, lo que le parece importante y la halaga. Un día estuvo a


punto de alcanzar gran éxito. Su mamá la encontró de cabeza sobre un texto y se
enteró de que leía una obra sobre mitología. Ya se retiraba sin atreverse a ordenar
la suspensión de lo que estimaba el estudio de una ciencia recomendada por el
colegio, cuando Celina lo echó todo a perder. Complacida del efecto que producía,
decidió que la señora participara del interés de la lectura y le dijo
atropelladamente:

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--¿Sabes? Es la historia de los dioses del Olympo. Júpiter estaba casado con
Juno pero se enamoró de Leda y se disfrazó de cisne. Es lo más divertido…
¡Qué sensación terrible la de tropezar con un tabú que se ignora! Quiso
remediarlo, pero demasiado tarde. La mamá se apoderó del libro para guardarlo
bajo llave. Y los elogios con que contaba Celina se transformaron en miradas
desaprobadoras y severas, ¿Qué pasaba? Debía ser una chica mala. En lo
sucesivo obraría con cuidado. Había que burlar a los que ocupaban el territorio por
la fuerza.

Sus ocios se distraen también con un tratado de geografía ilustrada. Hay un


pequeño esquimal vestido de pieles que gatea para entrar en su choza de hielo.
¿Qué pensará? ¿Cuáles serán sus ocupaciones? Mamá le regala los números
viejos de “Pictorial Review” y “Modas y pasatiempos” y bautiza las figuritas que
recorta, con nombres tomados de los cuentos: Mariquita, Zobeida, Brudubuldura.
Las muñecas de papel corren aventuras, se casan y se mueren. Encuentra lógico
el hilo con que las maneja. Pero lo mejor consiste en que le presten las postales
de colores, cuidadosamente coleccionada en un cofre. No lo hacen sino cuando se
porta bien o cáe enferma. Significa gran compensación. Los paisajes le gustan
pero prefiere las damas con traje escotado y de cola, en el que aparecen
incrustadas pequeñas cuentecitas brillantes. Se persuade de que son especie de
reinas y las oye hablar al modo de las novelas.

Y una vez en sus incursiones a la biblioteca, tropieza con un ejemplar, tan


menudo que casi no se nota entre los restantes. Tampoco Tyltyl y Mytyl, el perro y
la gata, el agua y la luz, hablan como los demás. Instintivamente procura no
causar ningún ruido. Algo se acerca. No quiere que huya.
Desde hace rato se percibe movimiento en la casa. Una voz familiar interroga:
-¿Dónde se meterá ese diablillo?... ¿No estaba contigo, Enriqueta?
¡Celina…Celinitaa!
No contesta, pues calcula que alcanza a terminar la hoja principiada y luego no
resiste el deseo de continuar con la siguiente. Pero ahora afirman:
--Adelaida vio luz en el cuarto del zaguán, mamá. Allá debe estar.
No tiene otro remedio que acudir e irrumpe con aire inocente y procurando no
llamar la atención, en el comedor, donde se hallan reunidos el padre, la madre,
Adelaida y Enriqueta. Sin embargo, no la riñen. Son blandos con la chiquita y se
asombran de que en lugar de ir a la casa de enfrente, alegre e iluminada, se
encierre en la biblioteca. Es tan distinta a las hijas mayores—medita la señora--.
¿A quién habrá salido? La niña nota que la desconcierta. Y que éso enorgullece a
la madre.

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Capítulo II

¡Cuánto le gusta a Celina el calor de sus brazos y que la mime! En el silencio del
amanecer, apenas despierta está esperando oír resonar su voz. Entonces acude a
la cama y el cuerpecillo se pega al de la mujer, como antes. Le encanta jugar con
sus manos. Las levanta y los dedos adquieren personalidad, hacen genuflexiones,
danzan. Se mira en las pupilas verdes, pasmándose de sus puntitos dorados y de
que reflejen una cabeza morena y lisa, con la orla de la capul sobre un par de ojos
interrogados. Cada detalle de su cuerpo la sorprende. Lo inspecciona y lo conoce
desde siempre, Luégo, ella habla. Cuenta cómo era su madre a la hija y ésta
comprende por las suyas las relaciones de ambas. También relata lo que le
sucedió cuando tenía la edad de la chica. Vivía en Pamplona, ciudad arrebujada
en la niebla del páramo, refinada y de abolengos. Las familias principales
organizaban grandes fiestas por Aguinaldos. Ni a ella ni a su madre las invitaban
pues ésta cosía los vestidos de las señoras ricas. Pero les permitían atisbar por
los pasillos. ¡Qué de prodigios florecían entonces para la pequeña Cristina!
Después de tantos años, quiere que Celina comparta la admiración que le
producían:

-Era un baile de disfraz. Una señora entró con traje de española y adornada
con perlas y diamantes. Los hombres se la comían con los ojos. Había unos
vestidos de árabes, de gitanos, de caballeros templarios, y sus capas se movían
con elegancia en el baile. El mayor éxito lo alcanzó una pareja de loritos. Estaban
cubiertos de plumas verdes y encarnadas, pegadas una a una. ¡Qué trabajo y qué
paciencia hacer ese disfraz en Pamplona!

Celina lamenta no haberlo visto, escondida en el pasillo. Quizá la fantasía


también la une a la mujer. Talvez mientras los dedos de ésta vuelan conduciendo
la aguja, su mente se puebla de imágenes. La abuela decidió educarla en colegio
de monjas, igual que las señoras encopetadas, y sus clientas la ayudaron a
lograrlo. Nunca de parte de las maestras o condiscípulas hubo alusión a su
diferencia de rango con Cristina. La sencillez de las costumbres, la mezcla de los
habitantes y el contacto con la tierra, tornaban inofensivos los nostálgicos escudos
que sostenían muchas fachadas. A las matronas de mayor categoría se las
llamaba simplemente, misiá Encarnación, misiá Agripina, misiá Eulalia. No
descansaban de la mañana a la noche dirigiendo las ocupaciones en las vastas
viviendas, cuidando a los innumerables críos, despachando los encargos de la
hacienda. Extraían intuitivamente el sentido del Evangelio. Parientes pobres
residían en las casas. Las criadas se marchaban solas y regresaban con sus hijos.
Y ni misiá Encarnación, misiá Agripina o misiá Eulalia, hubieran dejado de saludar
a cualquier muchacha de la que se dijera que “vivía mal” o de llamarla
bondadosamente “hija mía”.

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Cristina era entonces una criatura fina y rosada. Usaba el pelo suelto y
ondulado y tan largo y rubio que en una ocasión se lo recortaron para confeccionar
la cabellera a Nuestra Señora de las Mercedes, lo que le complacía recordar. Las
monjas no tuvieron que enseñarle a bordar y tejer. Llevaba inoculada en la sangre
la habilidad de sus antepasados que ganaban la vida colocando golas, trocahilos y
pespuntes en los canesús corpiños y dobles faldas de los infinitos ropajes con
que se cubrían las damas de la época. Al cumplir los quince años, su madre pensó
en el matrimonio como el puerto protector de su dignidad y la solución del
problema económico. Del Pamplona de fines de siglo, se habían trasladado a
Bucaramanga, en la que despertaban el movimiento y las pretensiones
comerciales. Allí Cristina conoció a Francisco Ríos y después de un noviazgo
rápido se convirtió en su esposa. A pesar de su juventud sabía las
responsabilidades y deberes que le incumbían, ya que en aquellos tiempos las
jovencitas se deslizaban de los juegos infantiles al frente del hogar sin necesidad
de un período de transición.
El marido, alegre y buen mozo, trabajaba en la Gobernación. Se pronosticaba
que haría carrera, pues se hallaba al tanto de las ordenanzas y disposiciones de
la Asamblea y de los requisitos de la administración. Poseía un estilo epistolar a lo
Víctor Hugo, ornado de cláusulas redondas y sonoras. Leía a éste con pasión, lo
mismo que a Dumas, a Campoamor, a Núñez de Arce. En las fiestas se mostraba
ingenioso, galanteador y excelente danzarín. Trasnochaba con sus amigos,
ofrecía serenatas y a las siete en punto de la mañana se encontraba en su
escritorio, despachando solicitudes y memoriales con la seguridad del que domina
el alma de su oficio. Se envanecía de ser hijo de sus obras y no haber disfrutado
de ventajas iniciales de ningún género. Los problemas no lo ofuscaban. Los
resolvía con el sentido de decoro arraigado en el simple hombre del pueblo con las
características de la fidelidad en el can. De la escuela pública saltó a desempeñar
un oficio cualquiera y de ahí a otros más importantes hasta llegar al que ocupaba,
lo que le permitió casarse no obstante no pasar de los veintitrés años. Además la
modestia de las exigencias que no se requerían para completar el ajuar sino de
media docena de asientos de vaqueta, algunas mesas, un pequeño menaje de
comedor y cocina, ropa blanca y cama fragante al bosque vecino, tornaban fácil la
empresa. A los veinte días de la boda estalló la guerra civil y Francisco fue a
pelear por el partido legitimista, pues él, lector empecinado de la historia francesa,
admirador entusiasta de la Revolución, era conservador.

Granalote, Lebrija, Peralonso, Palonegro, nombres erguidos en las campañas y


todos dentro del marco del terruño nativo de Francisco. Con sus generales, con su
gente, marcha de un lado a otro. Va con su batallón a Bogotá, a proveerse de
armas. De soldado raso asciende grado por grado hasta el de coronel. Y de cada
sitio a donde llega como quien hace señales en la distancia para buscar un último
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contacto con la que ama, envía sus cartas a Cristina. La echa de menos, pero se
hace hombre en la guerra, estrecha los lazos de amistades fraternales, nacidas en
el peligro, se apega a su región que defiende y se familiariza con las demás de la
patria. Lo estremece la vibración que marcan en el aire los preparativos militares,
las emboscadas, el instante cuajado de presentimientos de la iniciación de los
combates. También son suyas las fatigas, la ansiedad y la duda. Es fugitivo,
desesperado y hambriento en Paralonso y La Amarilla y se enciende en odio
contra el enemigo que le ha infligido las derrotas. Desea regresar al lado de la
esposa, pero sólo después de batir a los culpables. No puede hacer otra cosa que
llorar, pensando que Bucaramanga se halla ocupada por las fuerzas contrarias y
su linda Cristina, expuesta a ultrajes. Le recomienda que no le vaya a ocultar
ninguna ofensa. El recordará los nombres de los que practiquen rondas, no
olvidará nada. Por fin, el triunfo en Palonegro. Soldado afortunado a pesar de su
arrojo apenas sufre leves arañazos. Al regreso, distinguido por la confianza de los
generales, los padecimientos se esfuman poco a poco de su mente y sólo quedan
las hazañas, las anécdotas de los compañeros, los clarines y trompetas. Ha
aprendido a mantenerse en comunión con las huestes de la Independencia—
guerrero él también—y se mezclan en su memoria el general González Valencia y
el general Córdoba, el general Carreño y el general Maza. De brazalete y
evocados por su padre, se introducen al conocimiento de la pequeña Celina, que
los ve adornados con grandes bigotes, kepis y galones, entre el humo y el
retumbar de los cañonazos.

Para las mujeres aquéllo era distinto. Junto a la casa donde conducían el
marido agonizante, podía habitar la esposa del que lo hubiera herido. Pero por
encima del encono y deseo de mirar humillados a los contrarios, cada una
adivinaba lo que ocurría en el alma de las demás y sabía que un sufrimiento igual
las hermanaba. A las que pertenecían al mismo partido, les bastaba para
entenderse un guiño o un imperceptible cambio de voz. Cuando alguna conseguía
una carga de panela o de plátano o un campesino se presentaba con carbón, lo
que era más raro, inmediatamente se oía decir:

--Hay que repartirlo con las hijas de Máximo y con misiá Barbarita, pues a los
pobres hace seis meses que no les giran un centavo de las pagas.
Los días que traían buenas noticias del campo conservador las señoras
“azules” sacaban las galas sepultadas en los armarios, se adornaban la cabeza
con cintas celestes y salían a la calle. Siempre usaban medias encarnadas para
simbolizar que pisaban el repudiado color. Idéntico procedimiento a la inversa
adoptaban los liberales, aunque se hallaban incapacitadas para mandar decir
misas de acción de gracias, lo que sí hacían las azules infiriendo a sus rivales una
ofensa imperdonable. Por dos veces entraron las tropas del general Uribe a
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Bucaramanga y se ordenó rondar las moradas conservadoras que inspiraban
sospechas de esconder fugitivos o armamentos. Al tocar el turno a la de Cristina,
la mujer recibió a los oficiales que le comunicaron:
--Señora: tenemos orden de registrar la casa.
--Pueden seguir, pero les advierto que no hay nadie, aquí. Estoy sola—
contestó.
Breve consulta entre los hombres y luégo, la respuesta:
---Muy bien. Confiamos en su palabra. Nos retiramos.
En la misma forma procedían los otros. Las cartas tomadas a los correos
apresados y dirigidas a las familias de los combatientes, alcanzaban su destino y
se procuraba que éstas no sufrieran escaseces. Todo, por la sencilla razón de que
“así eran las gentes del 87”!

Restablecida la paz, Cristina no fue una esposa feliz. Muchos hombres


colgaban los arreos militares y se adaptaban a la existencia normal, preocupados
por sus diversos intereses. Francisco, soldado en receso tenía incrustado hasta la
médula el espíritu civilista del siglo y creía que el grado de progreso obtenido por
la humanidad haría posible el entendimiento mutuo sin que fuera preciso apelar a
la fuerza. Tal convencimiento arraigado en los miembros de su generación, se
infiltró en las instituciones y llegó a formar parte del subconsciente nacional. No
importaba que, a causa de que la realidad se desentendía de los postulados, para
ganar elecciones por ejemplo, apelaran a expediente reñidos con el ideal. Este
seguía flotando semejante a un gran globo al que nadie querrá dejar de
asirse…Sin embargo, después de exponerse a la racha de la guerra resultaba
vacía la provincia. Surgía una descompensación entre lo que el joven coronel
había conocido de agitación, peligro, voces de mando y locura, y el rutinario
despachar de los papeles de oficina que se le asignaba de nuevo.

Demasiado tímido para emprender solo la conquista de horizontes mejores,


Francisco halló su desahogo en la bebida y el juego. No rehuía las obligaciones de
funcionario y jefe de hogar, pero carecía de coraje para resistir la invitación de ese
universo oscilante y confuso, donde perdía el contacto con el suelo y se cernía en
brazos del viento. Inició entonces una doble existencia: la familiar y la oculta, que
los mansos ojos de Cristina no podían penetrar. A ésta la guerra le devolvía un ser
extraño al que partió.

En las imágenes de las fotografía ha quedado la visión de las criaturas con falda
larga y ancha, talle de avispa, peinado alto y mantilla de blonda, que cumplían la
misión de esposas y madres al comenzar 1900, recluidas en el silencio de las
provincias. Pero ¿qué se sabe en realidad de ellas, de sus pensamientos íntimos?
¿Qué resonancias les despertarían un árbol, una canción, el pan, la inmensidad?
Sombras dulces y amorosas que sufrían, procreaban y rezaban, querrían en

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ocasiones escaparse del marco que las contenía, hablar con voz verdadera,
imprimir en los sucesos una huellas propia y perdurable? Igual que las que
tomaban el velo religioso a los quince, a los diez y ocho años, impulsadas por un
misticismo en que se resolvían los sobresaltos de la adolescencia, las restantes
iban al matrimonio ilusionadas por la aureola fugitiva del amor. Una simpatía
nacida al calor de la una contradanza o una mazurca o en la camaradería de un
paseo a los alrededores del río, iniciaba el romance. Luégo venían las visitas, que
la novia recibía posesionada de su papel y rígidamente guardada por los
parientes. ¡por qué cambios bruscos e incomprensibles pasaba entonces, del
éxtasis a la tristeza, de la paz al desasosiego, de la noche a la claridad! El casorio
se celebraba con rapidez. La muchacha, fajando a los hermanos o en los juegos
de muñecas, había adivinado su destino. En muchos casos la proximidad de dos
seres jóvenes y sanos significaba la ayuda mutua y la felicidad. En los demás no
ocurría lo mismo y la mujer descubría que había sido despojada a cambio de
ninguna recompensa. Las palabras pronunciadas sin encontrar eco, los gestos
ignorados de ternura, los esfuerzos de acercamiento contestados con indiferencia,
se quebraban al fin. Un silencio sobre lo que valía la pena, sobre lo que importaba
en definitiva, caía para siempre entre ambos. La esposa acogía los rumores de las
aventuras galantes de él, sus derroches y placeres, procurando devolver las
ofensas con la gama de pequeñas venganzas de los débiles, o bien, ocultando la
desgarradura bajo un manto pétreo, como si se hubiera convertido es estatua. No
se profundizaba si se justificaba permanecer junto a aquel hombre, y se aferraba a
los hijos, síntesis de todos sus afectos. La hora de la rebeldía no había sonado y
de la aceptación inalterable del destino manaba una especie de paz, que poco a
poco la reconciliaba consigo misma y le permitía sobrellevar la carga.
Tales fueron las etapas porque pasó Cristina. La bañaba la suave melancolía de
tener que amoldarse a la parte que ha tocado en suerte. Quizá amaba también su
sufrimiento y al que lo ocasionaba, voluble y distante. Junto a las cartas
apasionadas de la época de la guerra, coleccionaba las tarjetas en que él se
excusaba de ir a almorzar, a comer. Al regreso la hallaba igual y no se
preocupaba por averiguar más.
Era tan segura que no le interesaba aunque la quería. El nacimiento de Adelaida y
Enriqueta no modificó la situación. Pero Celina se encontró con padres casi viejos.
Don Francisco, defraudado por aquel girar incesante en busca de un motivo que
lo anclara retornaba al hogar. Allí o esperaban cuatro mujeres, que no tenían a
nadie sino a él. Pasaba largos ratos con la pequeña hablándole de los sucesos
remotos y de los personajes históricos y literarios de su preferencia. Una terca
semilla depositada en su espíritu se negaba a morir. En la conversación bordeaba
irresistiblemente el sendero de la poesía y reventaba los versos. Poemas
románticos, recitados en España y América por mozos que acababan de dejar el
fusil y por doncellas lágrimas y perfumadas de violetas y madreselva,
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siemprevivas y melancolía. El viejo, de vuelta de sus combates, y la niña, al pie de
los caminos, se cruzaban un instante y, lo mismo que si cambiaran un saludo
especial para reconocerse, repetían:

“Adiós para siempre, mitad de mi vida,

Una alma tan sólo teníamos los dos…”

La chica experimentaba la necesidad de destacarse ante su padre. Se hallaba


sometida a una perpetua comparación con las lindas hermanas mayores, lo que la
obligaba a buscar un campo propio donde no ser eclipsada. Obtenía las
calificaciones más altas en el colegio y las amigas de la madre le decían:
-Tienes mucha suerte, Cristina. Adelaida y Enriqueta son muy bonitas. ¡ Y
Celinita, tan inteligente!

14
Capítulo III

La escuela la dirige una maestra particular, contratada para enseñar a los niños de
una familia rica y que admite en el grupo a Celina y sus amigos. Las clases se
dictan en un pabelloncito separado de la quinta que habita la familia y lindante con
un gran jardín inculto y con las canchas de un campo de tennis. A profesora y
chiquillería pertenece esa rincón, ya que la dueña de casa generalmente
permanece enferma y recluida dentro. En las pocas oportunidades en que Celina
la ve, su dulce y pequeño rostro pálido le recuerda una de las imágenes que,
desde su alto vitral, le sonríen en la iglesia.

La maestra no hace distinción entre sus alumnos ricos y pobres. Le han


entregado cinco hijos. Debe descubrir con ellos el universo. Nunca realizó estudios
de los métodos avanzados de pedagogía pero eso no importa. Tiene la facultad de
no recordar una persona mayor. Los mangos, mararayes y corozos de la huerta
semisalvaje sirven para llevar a cabo sumas y restas. Las líneas marcadas en las
pistas de tennis, para apreciar la distancia más corta de un punto a otro. Los
juegos se adaptan perfectamente a la misión de clases de geografía. Ahora va a
iniciarse una ronda. Las manos se juntan y los pies giran, cada muchacho muy
satisfechos de haber sido designado con un nombre especial: Europa, Asia, África
y Oceanía. Sólo a la niña no le señalan papel alguno como si se prescindiera de
ella en el juego.

Inmóvil en medio del patio, Celina se pregunta por qué no se le considera igual
a los otros. La exclusión rompe su concepto innato de armonía. Siente que ni
puede pedir por favor aquello de que se la priva. Su amargura de expatriada va a
estallar en lágrimas cuando milagrosamente se explica el error. Vuelve a ser la
chiquilla con derecho a ir de la mano de sus compañeros y crecer bajo el mismo
cielo. La maestra ha comprendido y la abraza diciéndole:

--¡Habrás visto tontuela! Tenías que entrar al juego después porque te


habíamos reservado el papel de América, que estaba escondida. Ven. ¡Que se
abra la rueda!

Muchas lecciones de desarrollan en largos paseos. Cuando la maestra habla


de Jesús y sus discípulos, Celina piensa que ellos deben parecérseles. Marchan
por terrenos que luego se urbanizarán, pero que en esa época se designan con el
nombre de “Llano de don Andrés” y están constituidos por potrero, en los que a
trechos pasta algún ganado. Cantan las chicharras y el sol se funde con el
ardiente suelo, satisfecho del vestido de gala que lo cubre. Grupos de árboles—
guayabos, limoneros, mangos-forman rincones propicios donde descansan y de

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paso se apoderan de los frutos. ¡Qué delicia la frescura de las ramas y las hojas!
Sí éstas se mordisquean, el sabor que se queda entre los dientes aproxima al
árbol, lo introduce en el cuerpo. Un día, encaramada en un pomarroso, Celina se
deslumbra ante el milagro de las flores en copos de piel, lo mismo que si el árbol
fragante le entregara en su vegetal abrazo, un mensaje del misterio y la
fraternidad de la naturaleza. Cerca de la escuela existe un lago, llamado de la
“Mutualidad” porque está situado en predios de propiedad de una compañía
establecida a imitación de las sociedades de socorro mutuo y que fracasó. El lago
no supera las dimensiones de un modesto estanque, pero habla del hechizo de las
aguas, aquel que ha impulsado a creer en seres submarinos huidizos y burlones,
de cuerpo gelatinoso y larga caballera. Desde sus orillas Celina oye las
explicaciones de la maestra sobre los tres dominios de la naturaleza:

Se llaman el reino animal, el reino vegetal, el reino mineral…

¿No es tan emocionante como un cuento?

Luego, al regreso a la casa. Los chicos deben atravesar el puentecillo de madera


que comunica el “Llano de don Andrés” con la población y seguir hasta su distante
barrio. Desconocen la disciplina de las formaciones escolares y caminan sin dejar
de jugar y cantar, tan libres como las chicharras. Quizá el sol los hizo brotar de la
tierra, tostados y exuberantes, a semejanza de lo que palpita a su alrededor. ¡Y al
llegar, con qué apetito devora Celina el tazón de leche y las tajadas de yuca que le
presenta la sonriente mamá!

Aquella tarde está resuelta a merodear por la vecindad. Marcela ha pedido a las
dos hermanas que le ayuden en los preparativos de la velada que organiza para la
noche, con juegos de salón, recitaciones y piezas tocadas en la pianola. Como
ésta es de pedales, pues todavía no se lanzan al mercado las eléctricas, Celina se
encargará de manejarla, tomando así parte en la recepción. Donde Marcela, que
gasta su dinero en adquirir cuantas rarezas le ofrecen, descubre muchas
novedades qué admirar, las que después describe a sus amigos con lujo de
detalles. Por ejemplo, ¿no acaba de atisbar en el corredor una pequeña maravilla?
Se trata de un triciclo, un juguete que no posee todavía ningún niño de la ciudad.
¿A quién lo destinará la dueña, viuda y sin hijos? Claro que no a Celina. Con
seguridad irá a parar a manos de algún chicuelo consentido, hijo de cualquiera de
las señoras recién llegadas de la capital, que usan guantes y sombreo con velillo
para salir a la calles, ante la estupefacción de las demás mujeres. Pero la
muchachita abriga la esperanza de gozarlo un poco. ¡De qué modo la atrae desde
su puesto en el corredor! Se dirige a examinarlo. Toca los manubrios de niquel, el
asiento, los radios. Casi le da miedo. Se diría un diminuto salvaje, absorto delante
de un utensilio de los conquistadores. De repente es también suyo el pánico que

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éste hubiera experimentado por el atrevimiento de coger un objeto sagrado.
Marcela que la observa desde la puerta y que no tolera familiaridades con un
juguete tan fino le grita:

---Bájate enseguida que lo vas a dañar. El triciclo no es para ti.

En seguida se arrepiente de su brusquedad y le regala dulces. En el fondo no


es tan mala—piensa Celina. Pero resulta triste saber que ella no tendrá un juguete
como aquél, ¡nunca, nunca! Y no solo eso. De muchas cosas más estará privada.
Se aleja con rapidez y no confía a nadie su pesar, ni siquiera a Cristina. Intuye que
a cada cual corresponde apurar solo su porción de dolor.

Por la noche, en la fiesta, cumple su cometido, dedicada a hacer girar los rollos
de música. “Por el senderito de la serranía”, “Ojos tapatíos”, y “Cara sucia” son las
piezas de moda. Los invitados las corean o se consagran al baile, empujando a
Celina dentro de la alegría general. Aparecen allí ejemplares de la nueva
generación masculina que la provincia cosecha en 1924, sentimentales y tiernos,
preocupados por demostrar su urbanidad. Las muchachas, recogido el pelo hacia
atrás por grandes lazos de cinta que dejan libres dos guedejas a lado y lado,
espolvoreadas y que se llaman “cachacos”, y vestidas con trajes de hilo, de los
colores del arco-iris y olorosos a fruta, constituyen materia dispuesta para que el
galán escogido haga de ellas lo que quiera. Quizá ignoran por completo la
ortografía: ¡en cambio se muestran tan jóvenes y buenas! Últimas usufructuarias
de un sistema silencioso y guardado, ¿podrán entender las transformaciones que
la vida les prepara? Por lo pronto, acompañadas del piano cantan
nostálgicamente: “No hay ojos más bellos en la tierra mía…” Ensayan coqueteos.
Las mamás las vigilan mientras fingen absorberse en su labor de bordado o tejido.
Si alguna advierte un error en la actitud de su vástago, relampaguea una mirada
que significa: “Bien sabes que ese caballero no te conviene. Atiende al de tu
izquierda, un partido excelente.” Y la muchacha acepta, dócil, la solapada
indicación.

Pero se producen incidentes no previstos. Una pareja se acerca al piano, junto


a Celina. Ella, una señora joven, alta, flexible, que vive sola, pues su marido no
puede abandonar la hacienda donde trabaja. Él, un literato recibido con agrado en
las reuniones por su ingenio, a pesar de murmurarse en voz baja que, hermano
desconocido de la juventud brillante y sin cauce de la primera post-guerra,
malogra su inteligencia entre el espiritismo y la morfina. Ambos afirman a Celina
que buscan cierto vals y, ante la consternación de ésta desordenan las piezas.
Sus manos se tocan furtivamente. El propone:

---Rotulemos la música. ¿Quiere usted?

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Se entregan a la tarea. Celina se encuentra muy excitada. La maestra asegura
que tiene magnífica letra para su edad y desea lucirla, ayudándoles. ¿Por qué se
incomodan con su intervención y la dama oculta apresuradamente el papel? ¡Qué
incomprensibles resultan las personas mayores!

A las diez se despiden los invitados. Es el último convite de esa clase en una
temporada. Viene la Semana Santa con su ritual, su ayuno y sus procesiones.
Para la gente menuda representa un acontecimiento más sensacional que la
Navidad, ya que durante días la población se desborda por calles y plazas; salen
los “penitentes”, esos legionarios del misterio, a cargar las andas de las imágenes,
que al balancearse parecen adquirir vitalidad y en los hogares se transforman
horarios y costumbres, porque en cada actividad ha de marcarse la huella de lo
que se conmemora.

Desde que Celina se levanta el Domingo de Ramos, advierte la atmósfera


cargada de expectativa. Su mayor ambición consiste en ir a la iglesia parroquial a
ver alistar los “pasos” que saldrán en las procesiones. Colocados en rigurosa
formación en las naves laterales, se hallan el Apóstol San Pedro, que
inmediatamente entra a formar parte de la colección de genios amigos,
acompañado de sus llaves y su gallo: San Juan, sereno y posesionado de su
importancia; la Magdalena, conmovedora para los hombres por su belleza y para
las mujeres por su historia, y las demás Santas del Calvario, haciendo corte a la
Virgen de los Dolores. Con su corazón de plata atravesado por las espadas. Unas
delante de otras, las imágenes salen a dar gravemente la vuelta a la plaza. Se
sacuden por la brisa los arbolillos tiernos y las palmeras sugieren los gigantescos
abanicos de los cortejos hindúes. La multitud está recogida y silenciosa. Un hálito
de las representaciones medioevales, viene a través de los siglos y baña la
escena.

La ceremonia que sobresale para Celina es la del Jueves Santo, Doce niños,
escogidos de las familias principales, figuran los Apóstoles y toman puesto junto al
Señor en la mesa de la Cena. En rememoración del pan ázimo y las hierbas
prescritas, la adorna profusión de bizcochos y lechugas. Para transportarla e
requiere un despliegue inusitado de penitentes. El interés de la chica consiste en
averiguar si Julio y Raúl, distintos en sus galas de Apóstoles, comen o no las
viandas, pese al susto que les ocasiona el paseo aéreo por las calles. Pero el
recorrido se prolonga para lucir un paso tan ostentoso y no puede seguirlo. Debe
aceptar, resignada las declaraciones fanfarronas de ellos al regreso, ya repuestos
del miedo y orgullosos de su condición masculina, que les concede privilegios
fuera del alcance de su amiga.

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El viernes de incienso y dramatismo, con los ayes de los penitentes que
arrastran pesadas cadenas en la procesión de la noche, huye ante las campanas
renacidas del sábado. Caen entonces los negros ropajes y la Dolorosa ya no es
Dolorosa sino una esbelta doncella en rojo y azul. No falta nada por hacer. La
ciudad ha cumplido su obligación y se reintegra, satisfecha, a las ocupaciones
ordinarias.

Algunas amigas acompañaban a la familia en las festividades, bien porque


carecían de parientes o de los medios de celebrarlas por su propia cuenta. Así se
reunía una colección de viejitas que repartían su atención entre los sermones y las
comidas protocolariamente denominadas de ayuno. Poco decían a Celina sus
figuras, semejantes a paisajes desteñidos, pero cuando se despedían, escuchaba
a Cristina comentar sus historias con las hermanas mayores. La luz se hacía
entonces sobre los cuadros borrosos y las figuras se animaban. ¡De modo que
misiá Tránsito, esa anciana desdentada, había sido joven y bonita? Parecía
increíble, pero lo afirmaba Cristina, con el énfasis que pondría para garantizar la
realización de un milagro y encantadas del efecto que producía. Y no sólo bonita:
la pretendían muchos admiradores, pues a sus gracias acompañaba ser la hija
única y adorada de un rico español, establecido de tiempo atrás en la población.

Tránsito, mimada y caprichosa, los despreciaba. Quería a otro, al imposible, y un


día se fugó con él. Jamás quiso perdonarla el padre, que la desheredó en el lecho
de muerte. Abandonada, fue a habitar un rancho de las afueras y la fiera dignidad
del viejo retoñó en ella. Crió sola a su hijo, desdeñando el socorro de los parientes
y “sin que la faltara nada”, según decía orgullosamente. Cosía hasta el anochecer
o trabajaba en las cigarrerías, mientras otros disfrutaban de su fortuna en viajes
por Europa. Con los años se volvió intransigente, como el padre. Una vez casado
el hijo, se enemistó con la nuera y rehusó el apoyo de éste. Enferma y agotada,
las familias amigas le encomendaban pequeños trabajos a fin de suministrarle
algún dinero, pero nadie sabía exactamente de qué manera se sostenía. Parecía
una mona centenaria, con la piel apergaminada y los ojillos de cuentas de
azabache. Fumaba interminablemente tabacos, escupiendo a un lado y otro, lo
que consternaba a Enriqueta y Adelaida, y los santos y ornamentos de las fiestas
le despertaban igual deleite infantil que a Celina. Se hallaba también al tanto de
los últimos escándalos y se temía su lengua mordaz, aunque la gracia de los
dichos, salpicados de refranes casi olvidados ya, ejercía fascinación sobre las
buenas mujeres. Nunca se cuidaba de callar delante de los chicos. Aquella tarde
Celina conservaba presente una de sus historias, que la anciana no se resistió a
contar a Cristina aunque la procesión se encontraba a punto de pasar bajo las
ventanas:

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--- ¿Sabes?—comenzó. El marido de Isabel ha entrado en sospechas. Pero la
mujer cínica se vale de tretas en las que le ayuda una amiga. (Y aquí bajó la voz
sin que Celina pudiera enterarse del nombre.) La otra noche Isabel y el marido
fueron a comer a la casa de esa amiga, y ella sirvió vino blanco para enterarla que
el fulano había llegado, pues se apellida Blanco. Yo, por supuesto, no me meto,
porque “a quien Dios se lo dio…”

Si las penas no habían logrado debilitar los ímpetus de Tránsito, en cambio


sobre las sienes de Josefita, que el continuo repaso del tiempo hacía brillar, se
pintaban la serenidad y la resignación. Pero su destino era el peor. Podía decirse
que nada le pertenecía. Contaba tan poco que hasta a la muerte la aburría el
trabajo de bajar hasta ella. Tenía cerca de ochenta años.

Hija única mujer de una larga familia, desde niña tuvo que dedicarse al
cuidado de la madre, impedida a causa de sus numerosos partos. Levantarla y
vestirla por la mañana y ponerla en cama por la noche, constituían los puntos en
que se apoyaba el arco de su jornada, siempre alrededor de la enferma. Para
Josefina no existían las hermosas fiestas que organizaban las muchachas. Si se
alejaba de la silla de la lisiada, un cojín deslizado se su sitio representaba motivo
suficiente para que ésta la llamara con voz temblorosa obligándola a volver.

Con todo, tenía novio y conseguía verlo a escondidas. En la tapa de su reloj de


oro ocultaba el retrato. Pero se marchó, pues los padres habían tomado la hija
para sí y él no quiso esperar indefinidamente.

A la muerte de la madre pensó en hacerse religiosa. Tampoco pudo llevar a


cabo su propósito. Uno de los hermanos se rompió la columna vertebral en un
accidente. A ella, desprovista de otras obligaciones, le correspondía atenderlo. Era
más difícil que la madre y deseaba matarse. Para Josefina pasaron días, meses y
años, ensombrecidos por el temor de que cumpliera con su amenaza.

Una tarde se vio obligada a dejarle. El paralítico aprovechó la ocasión y un


sirviente ignorante le entregó un medicamento del que se le habían prescrito
algunas gotas. Lo ingirió íntegro. Agonizaba cuando ella regresó.

Los restantes hermanos residían en otros lugares. Josefita ya no era joven.


Nunca fue bonita y carecía de fortuna. Vivió con parientes lejanos y empezó a
convertirse en testigo extraña de los acontecimientos que los envolvían. Las
muchachas la evadían porque las regañaba a causa de sus enamorados. La casa
se llenaba de voces agudas de niños junto a las graves de los mayores y ninguno
de esos seres ni le inspiró ni pudo sentir por ella verdadero afecto.

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Conocía que apenas la toleraban. Por eso decidió desempeñar cualquier oficio
para independizarse. Fue maestra de escuela rural, ama de llaves de un hotel,
costurera en los talleres del ejército y portera de un convento. Los empleos
cesaban con extraordinaria rapidez. Siempre se encontraba una aspirante que
parecía más apta.

Se encorvaba y una joroba enorme adornaba su espalda, como si simbolizara la


carga que se hallaba obligada a arrastrar. Dos arrugas se marcaron en los
pliegues de la boca tratándole surcos hondos, pero el resto de la cara permanecía
limpio. El tiempo iba lavando también las amarguras y a prendía a sonreír
amablemente a las jovencitas. Sin embargo, en ninguna parte había sitio para ella.
La Asociación de San Vicente le negó un cuartucho, porque era sola y se prefería
a las mujeres con hijos. Por último consiguió el puesto de vigilante de los criados
de un hotel de tercera categoría. Dormía en una pieza húmeda y oscura y su único
aliciente residía en las invitaciones de Cristina u otras viejas amigas. Mantenía la
voluntad de no estorbar como lo único que le daba la conciencia de significar algo
y jamás se presentaba si no la llamaban. Tampoco se quejaba y las amigas, que
la veían arreglada y pulcra, se desentendían de ella. Nadie notaría cuando se
eclipsara por fin.

Nadie… porque la casa de Cristina se colmaba con los ruidos de un enjambre y


acaparaba la atención. Los padres se encerraban para celebrar largas
conferencias y después cambiaban miradas de ternura. Se brindó una comida
ceremoniosa en honor de los pretendientes de las hermanas, quienes las visitaban
diariamente. Luego una costurera se instaló en el cuarto del zaguán, desalojando
a Celina y don Francisco, y empezó a producir interminables juegos de ropa
blanca. Ya no constituía un secreto la noticia de que Enriqueta y Adelaida habían
sido pedidas y se casarían pronto. Ambas parejas debían emprender viaje para
radicarse en una ciudad distante, lo que exigía sinnúmero de preparativos.

Las campanas de la capillita del hospital se echaron al vuelo a la vez para dos
novias. Ligeras y palpitantes, con sus mantos, sus coronas y sus velos. Trazaban
al pasar, una estela blanca. Las caras de los invitados, los muebles y los adornos
de las habitaciones aparecían pulidos y remozados. Las guirnaldas de “bellísima”
que colgaban de puertas y ventanas producían el efecto de que éstas sonrieran.
Las recién casadas besaron a Celina y lloraron en los brazos de su madre,
mientras la chica contemplaba la escena con curiosidad, sospechando vagamente
que las lágrimas formaban parte del ritual. Cuando por fin se perdieron en la
distancia las viajeras y quedaron solos los tres, los viejos la abrazaron
estrechamente y se dio cuenta de que saltaba a una escala de mayor importancia
para ellos. Aún les pertenecía. También notó que los aposentos estaban más

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grandes y silenciosos, como si se extendieran y esforzaran por recoger el rumor
de una voces.

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Capítulo IV

No sospechó que un telón caía sobre su soleada niñez. Detrás quedaba el


encanto de los primeros hallazgos: la casa y los árboles; la gracia de la mano
maternal; las historias contenidas en los retratos de los álbumes; el interrogante de
un cuadro que representaba a un hombre y una niña, jugando cerca a plantas
deshojadas, y que se encontraba bajo marco dorado en el cuarto del piano. Entre
ellos anduvo en terreno conocido. ¿Qué la aguardaba ahora?

Después de los gastos que representó el doble mat rimonio, la


situación económica de la familia se estrechó. Como las desgracias
llegan de la mano, según afirmaba Cristina a quien hacían falta las hijas,
fue nombrado Gobernador del Departamento un abogado residente
desde hacía mucho en Bogotá. Para inicia r su administración tomó el
camino de criticar la obra de sus predecesores, anunciando grandes
reformas a fin de depurar el régimen seccional. Don Francisco
desempeñaba un empleo cualquiera, pues había desdeñado aprovechar
las oportunidades en beneficio propio y venía siendo cada vez más
arrinconado. Sin embargo, se consideró aludido por las palabras del
flamante mandatario. Su pundonor no le permitía continuar prestando
servicios y presentó renuncia, inmediatamente aceptada. Quizá no midió
lo que le esperaba o cerró los ojos. Cumplía su ley. Pero el ex – soldado
quedaba desprovisto de herramienta para suministrar el pan a su
familia. ¿A quién acudir? Unos, por apasionamiento político, se
alegraban de su caída y los restantes carecían de medios para
ayudaros. Además, ya no era sino un viejo. No quiso ofrecer el
espectáculo de su desgracia en la tierra natal y escribió a un amigo de
Bogotá, quien ocupaba una posición importante en un ministerio y
obtuvo para él un humilde nombramiento. La vida lo obligaba a
desenraizar.
Al principio los tres hablaban del viaje sin creer en su realización. ¿Qué harían
en la ciudad? Allá no tendrían casa amplia ni podrían saludar a las personas que
se encontraran en la calle porque ignorarían sus historias y hasta su nombre. Pero
a cada momento la perspectiva crecía hasta arrollarlos. Empezaron por
desembarazarse de los muebles. Cristina en persona llevó a cabo la subasta de
cuanto la acompañaba desde su casamiento o había ido comprando lentamente:
las mecedoras de mimbre de la sala; el piano en que Adelaida y Enriqueta
ensayaban los compases de la danza “Victoria” de Rozo Contreras y los primeros
tangos; la gran cama de caoba a donde Celina saltaba por las mañanas y los
libros amarillentos de cuarto del zaguán. La niña asistía, impasible, al remate, sin

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discriminar a qué clase de testigos abandonaba e interesada porque las ofertas
subieran al precio estipulado optimistamente por Cristina. Si el comprador,
después del inevitable regateo, se aproximaba al nivel deseado, por encima de su
cabeza se cruzaban triunfantes las sonrisas de ambas. La madre, al igual de la
chica, se alegraba con el cambio. Las ricas iglesias, las vitrinas que exhibían las
últimas novedades, los grandes edificios, la tentaban como a una muchacha. Por
otra parte sus reliquias más queridas—los recuerdos del bautismo de las hijas, las
cartas, las vitelas de las Santos cerca estarían a su corazón—carecían de valor
comercial y podría transportarlas consigo. Sólo el padre no presenciaba las ventas
y deambulaba, ausente, por los cuartos desnudos cuando penetraba a la casa.

Los dos seres fatigados y la chica pueblerina y asombrada que entraron un


atardecer a la capital, seguramente contrastaban con las parejas que envía a ésta
la provincia en busca de fortuna. Iniciaron la existencia de las familias sin recursos
de la clase media, en una pensión en que les servían malas comidas y debían
soportar la aglomeración con gentes de distintos hábitos. La mayoría la
componían empleados de corto sueldo, que se reunían a las horas de las comidas
y hacían chistes sobre la pésima calidad de los platos. En la tierra de Celina la
pobreza había sido más clara, tenía el rostro de muchacha campesina. Pero se
adaptaba, lo mismo que al movimiento y al tráfico de las calles, con la serena
confianza de los animales jóvenes. Cuando salía, los ojos se le enredaban de los
escaparates de las tiendas, que le ofrecían al alcance de su sed, las aguas que
no le era posible probar. Allí resplandecían las sonrisas encarnadas de los bebés
de porcelana, giraban las hélices de diminutos aeroplanos, se movilizaban los
trenes eléctricos. ¿Será verdad que otros niños poseían esos juguetes, los
acariciaban, jugaban con ellos? Le resultaba un pensamiento tan inverosímil, que
prefería imaginar que su papel consistía en permanecer tras las vidrieras,
jactanciosos e intocables, para que ella los mirara.

Los padres, desesperados por su vagancia, la matricularon en un colegio. ¡Qué


diferente de la escuelita rústica! Como tenía buen natural y sabía que, de
sobresalir en las clases, ocasionaría a Cristina y don Francisco uno de los pocos
placeres que aún les restaban, hubiera querido resistir la prueba. Pero se hallaba
cerca todavía de lo irrazonable y rechazaba por instinto aquello que no convenía a
sus necesidades.

Además, las condiscípulas se burlaban de las muchachas de provinciana y


desconocimiento de las jergas. Perdió la espontaneidad. Su mente comenzó a
trabajar alerta pensando las palabras que debía pronunciar, mientras una cadena
oprimía sus músculos y la transformaba en pequeña estatua de los rincones. Al
cabo de pocas semanas, se negó obstinadamente a volver. No confesó los
motivos de su conducta, que la humillaban, y Cristina, ahora más blanda que

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nunca, cedió pronto. La experiencia se repitió en varios establecimientos y la
educación de Celina se convertía en problema; cuando un colegio de monjas, son
su aparato litúrgico de coros en la capilla, volutas azules de incienso y calurosa
armonía, la atrajo y retuvo.

Mes de María. En la capilla cada colegiala ostenta la cinta azul de la


Congregación, rematada por una medalla de la Virgen con las palabras
simbólicas: “Ponme como un sello”. Las clases rivalizan en el arreglo del altar, a
fin de que el suyo sea el más elogiado y artístico. Un día, el ramo de las azucenas,
erectas en sus verdes tallos, se ofrenda a la Inmaculada. Al siguiente hay un
incendio de rosas y claveles rojos. Las religiosas explican el significado de los
colores: el blanco, la pureza; el rojo, el amor; el amarillo, la fe. Se transfiguran en
el templo como las madres en el hogar, pero esconden un secreto. Aunque Celina
quiere atraparlo, se le escapa lo mismo que sus formas tras las amplias ropas.
Rodean el Sagrario las esculturas de dos ángeles con la vista baja, sobrecogidos
de temor, y sus siluetas se confunden con las de las Hermanas. Flotan nubes de
incienso. Las colegialas recitan: “Hénos aquí, ante tu sublime altar…”

Celina desea ardientemente hacerse monja. Se imagina paseando bajo las


arcadas, cubierto el cuerpo con los hábitos que le confieren maravillosa dignidad.
A fin de ganar almas para el cielo, ha resuelto copiar admoniciones de piedad en
las estampas de los santos y las deja caer al descuido en la calle, con el sano
propósito de que vayan a poder de algún empedernido pecador y lo conviertan.
Debido a que estudia las lecciones y sigue arropándose en su timidez y silencio,
las maestras la proclaman alumna ejemplar. Conquista el privilegio de lucir la
Banda de Honor con los colores de la clase. Esta posición de primera línea y ser
puesta de modelo a sus compañeras, la halaga. Es una forma de resacirse de las
pullas sufridas.

No todas las educandas muestran idéntica aplicación. A muchas las inquieta la


hora de salida y, con el alboroto de la iniciación de un juego, se reúnen con los
novios en la esquina del plantel. Las Hermanas abrigan sospechas y deciden
requisar los pupitres a espaldas de las alumnas, en busca de cualquier billete o
retrato con olor a mundo, a seducciones vanas y perdición. Sus temores resultan
confirmados. El enemigo trata de introducir claros en el rebaño. Al otro día se lleva
a cabo un gran acto de fe con el material requisado. Una impalpable gasa de
tristeza nubla los semblantes de las maestras y por los corredores del convento
camina con perezosos pies de plomo, la conciencia de la culpa, el miedo de los
réprobos, turbando la placidez de las frentes infantiles.

La profesora de Celina es muy hermosa. La finura de las facciones y el brillo


verde mar de los ojos, resultan bajo la altura de la corneta. Hizo el noviciado en

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Francia, en la casa madre de Tours, y la comunidad la aprecia por su capacidad y
fervor. Designada para hablar en la Capilla a las alumnas, en reemplazo de la
Superiora que apenas chapucea el español, se la adivina oyendo sus propias
palabras impetuosas y enérgicas, complacida de su elocuencia. Desde la tarima
que domina la clase, hace dictados e imparte órdenes, y a ratos permanece
pensativa. Inspira gran admiración especialmente a las mayorcitas, en quienes se
presenta una tendencia enfermiza a no poder pasar sin las compañeras o
maestras preferidas. Celina no se ha contagiado de sus manifestaciones. Pero un
día, después de acompañar a la monja a la Biblioteca de las Hijas de María, donde
ahora lee vidas de Santos, al salir se encuentra de sopetón con una de las
internas. Esta, tras echarle una rápida ojeadas investigativa, le pregunta muy
intrigada:

---- ¿Has estado tanto tiempo sola con “ma soeur”?

Como Celina contesta afirmativamente, la interna continua, bajando la voz:

----Confiésame: ¿te besó?

Y para tranquilizarse ante el no rotundo y estupefacto de la niña.

Sin embargo, en la cabeza de Celina comienza a agitarse la pregunta ¿qué


significa un beso de “ma soeur”? Y sus ojos se velan por una sombra de inquietud
al mirar a la maestra, en lo alto de la tarima, radiante bajo la impecable toca.

Pronto averigua que la monja celebró las bodas místicas siendo aún muy joven
y despreciando la admiración mundana que despertaba su belleza. Ese rasgo de
sacrificio y renunciamiento la conmueve. ¿Fue un orgullo supremo, a imitación de
Sor Juana Inés quizá, el que la empujó a alejarse del aire contaminado del siglo
para conservarse pura y superior? ¿Una decepción amorosa? Parece diferente a
las demás, habitante de un país remoto. Pero desde la penumbra que cerca a
esas mujeres se escapan violentos vapores que las atraen ya a una compañera,
ya a una discípula que podría ser su hija. El cariño se torna tanto más interno
cuanto lo oprime la obligación de dejarlos así que los mandatos de su Regla ñas
conduzcan lejos. Muchas veces Celina, al levantar la vista de su cuaderno, nota
sobre sí el resplandor marino de las pupilas de la Hermana. Sabe que una secreta
afinidad las une y que es la preferida, aunque nada le diga. Cuando llegan las
vacaciones, la entristece abandonarla. Desea que vuelen los asuetos y la figura de
la maestra se agranda a la distancia. Se transforma en personaje de leyenda,
dama enigmática y altiva como la heroína de una novela antigua. Al abrirse el
colegio la espera una decepción “Ma soeur” no aparece. Ha sido destinada a otro
lugar.

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La nueva profesora, una buena mujer, gorda, achacada y grasosa, choca con el
temperamento de Celina. Las clases se vuelven rutinarias y sobre medidas. “Ma
soeur” las recreaba cada vez….Celina no ocupa el puesto de alumna
sobresaliente y sus composiciones de redacción pasa inadvertidas. La
repugnancia a continuar en el establecimiento le proporciona sufrimientos que
nadie supone. Sabe que, a menos que presente una razón suficientemente
poderosa, los padres no la retirarán ahora, y su desesperación trabaja febrilmente
por encontrarla. Una mañana enseña a Cristina el brazo cubierto de cardenales.
Se los ha causado ella misma, pellizcándose con unas tenazas. Cristina,
horrorizada la pregunta:

--- ¿Quién te ha hecho eso?

Y ella miente con descaro:

----La Hermana, en el colegio…porque no estudié la lección.

El plan produce efecto y se autoriza a Celina para permanecer en casa. Pero la


mamá está herida e indignada y resuelve quejarse a la Superiora. Menos mal que
no considera necesario el careo con la chica. Confía en su palabra y además ha
visto el brazo atormentado y dolorido. Imposible concebir que ella sea la
responsables. Celina ha tomado una resolución terrible: no se retractará. Por la
noche la asaltan los remordimientos. Sin duda ocasionará la ruina del colegio al
correrse la voz de los tratos que reciben las pupilas. Sufre pesadillas en la que
contempla la gran Sala de la Comunidad, severamente adornada y presidida por el
retrato de la Fundadora. Allí se congregan las hermanas para discutir el caso e
imponer castigo a la inocente maestra. Las religiosas son severas y resuelven
degradarla. No podrá acercarse a sus discípulas. Aterrada, Celina despierta por fin
y para consolarse piensa que la monja proclamará la verdad, escapándose del
castigo. Por su parte decide no verla nunca más. Pronto se convencen de que no
se presenta desbandada de alumnas y el establecimiento marcha viento en popa.
Pero echó mano a medios ilícitos. Se convirtió en un ser acorralado. ¿No es,
entonces, tan transparente? ¿Qué fuerzas aloja también, semejantes a serpientes
perseguidas?

La experiencia constituye el adiós a la vida escolar y a las inclinaciones


monásticas. En lo sucesivo toma clases particulares, pues en opinión de Cristina
debe aprender lo que denomina “materias prácticas”. Las que se traducen en
dinero. Pero por ahora cuenta con tiempo libre, que se extiende a su disposición
como una alfombra. Algunas amigas de su edad, hijas de empleados que trabajan
en el ministerio junto con don Francisco, la visitan los domingos. Hablan de
pequeños acontecimientos, del cine. Leen “El jorobado o Enrique de Lagardére” y

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enrojecen lo mismo que si dijeran inconveniencias. El valor del espadachín, su
amistad por el duque muerto e inquebrantable fidelidad a Aurora, conforman el
santo y seña de una imagen ideal que se perfila en el horizonte. En realidad, están
ya locamente enamoradas de alguien que no han visto todavía, pero que se
parece de un modo asombroso al rival afortunado del Príncipe Gonzaga.

En la pensión viven algunos estudiantes. Por las noches se reúnen con los
demás huéspedes a jugar a las cartas y tocar discos. Hay un muchacho delgado y
rubio, que mezcla en la conversación citas trascendentales con frases de los
tangos de moda, en curiosa alianza de espíritu demoledor y sentimentalismo
ramplón. Lanza miradas lánguidas a las jovencitas y Celina se ruboriza. Lo juzga
lleno de interés, aunque se halla a tanta distancia. ¡ay!, del Caballero Andante.
Pero no se inicia el romance. Ella también se ha fabricado una concha y no puede
salirse.

Hace años, una tarde, en su casa calentana, fueron a visitarla aquellas


vecinitas Margot y Sofy, tan graciosas y peripuestas y con el inevitable desdén de
capitalizar por la niña de pueblo. Según costumbre, Celina las admiraba en
silencio, cuando los ojos de Cristina las abarcaron a las tres y dejó escapar un
comentario:

---¡Pobre m’hijita!

Celina adivinó. La compadecía porque no era bonita. No dijo nada, pero se


apartó. Instintivamente comprendió que debía colocar un gran espacio entre las
visitantes y su persona. Como quien acude al remedio que le aprovecha, recordó
el libro que le esperaba en el cuarto del zaguán. Relataba las andanzas del
malaventurado Rey de Portugal que, bajo un marco de huidas y salvaciones
providenciales, guerreó en el desierto africano. Mientras lo leía, perdía pie en tierra
firme, navegaba. Corrió a él y desde entonces cada vez de hunde cada vez más
en la lectura. Su personalidad pasa a segundo plano, aspiraba por el héroe o la
heroína, y si padece con éstos privaciones y penas, en cambio comparte los
triunfos y no está jamás sola.

En esa ocupación no quiere que la interrumpan. Por acudir un día a una


llamada, de prisa y a regañadientes, se cae, pero no experimenta dolor al modo
que el alma se hubiera evadido en ronda con Jane Eyre, Oliver Twist, María
Eugenia Alonso, Juan Cristóbal. Presume de ellos, y la enorgullece que su gusto
coincida con las recomendaciones dadas por firmas de prestigio en los artículos
de los periódicos. Gasta en las librerías los centavos que recoge y ama las pastas
finas, de igual manera que agrada ver a los amigos vestidos con ropas elegantes,
que resaltan su encanto. El placer de poseerlos llega a ser también físico y

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acaricia las hojas como si se tratara de seres vivos. Ha organizado su biblioteca
en un baúl viejo y una repisa y la atormenta que las visitas se acerquen y cojan los
volúmenes. Vigila sus movimientos con la tensión del que mira expuesto un objeto
frágil en las manos torpes de alguien.

La veneración por las creaciones literarias se extiende lógicamente a los


autores. Los considera entes sobrenaturales, dotados de un poder mágico. Entre
todos prefiere a las escritoras. La nevada Lagerloff le habla con acentos de su
madre y su primera maestra. Pero en Teresa de la Parra hay notas que perturban
y atraen lo mismo que el rostro de una muchacha bonita. Si no lee, se cuenta
narraciones a sí misma y pronto resuelve escribirlas. Consisten en la continuación
de temas místicos o heroicos, sacados de los libros. Los renglones de los
cuadernos se pueblan. En aquellos momentos se considera duela del tiempo,
capaz de vivir años en una hora.

La propietaria de la pensión simpatiza con ella. De cuando en cuando le


obsequia los libros que le oye nombrar y se contagia de la alegría de la muchacha
al recibirlos. Pertenece a una familia venida a menos y cuenta alrededor de
cuarenta años. Desde hace veinte espera que su novio, un señor canoso que la
visita por las noches, cumpla su promesa de matrimonio. Bajo una nube de polvos
y sentada en un rojo sofá, al lado de una mesita donde coloca bien a la vista la
perfumera de plata que él le regaló, lo aguarda cada noche. Mientras llega, no
deja de hacer a la joven que pasea con un libro por los corredores, señas
amistosas, acaso lamentando la distancia entre los sueños y la realidad.

Pero a Celina, en aquella época en que se desliza de la adolescencia a la


juventud, la lectura le ha suavizado esa realidad. En cambio tiene un conflicto.
Parece que las puertas del jardín por las que penetran alborozadas las otras, sólo
en su caso deben permanecer cerradas y se ve obligada a aparentar que no
desea la entrada. Es torpe de movimientos. El impulso que lleva a arrancar una
flor y colocarla en el lugar preciso de los cabellos, se encuentra dormido.
Desconoce la fiebre del baile y mientras las demás se mecen al compás de la
música en los brazos de sus preferidos, ella se inclina sobre las páginas de un
tratado, que analiza concienzudamente la desdicha política que llevó al Segundo
Imperio a la disolución.

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Capítulo V

El cambio del régimen conservador al liberal sorprendió dolorosamente a don


Francisco. Cuando era joven había luchado con su espada y su fe, terminando por
amar los símbolos que decoraban la bandera azul como se ama el nombre de los
padres. La derrota le parecía una expresión de desdén general para con su
persona. Los nuevos ideales no podían abrigarlo y se le negaba el consuelo de
permanecer en el pasado, vencido por la necesidad de desempolvar el país que
experimentaban los colombianos.

Al lado del sentimiento del fracaso, otra nube, ¿Qué harían los tres si lo
despedían del empleo? Desde hace poco desempeña un cargo de mejores sueldo
y categoría y cuentan con algunas comodidades. ¿Tendrán que dejar el
departamento con balcones a la calle: la criadita que ayuda a Cristina; el proyecto
de comprar para la chica un equipo de calle completo, desde zapatos hasta
sombrero. ¡Con qué ansiedad contempla don Francisco, la mañana en que se
posesiona el recién designado Ministro, lo que le pertenece y está expuesto a
perder!

La atmósfera, empapada en esa luz que en Bogotá se tamiza por el paisaje de


musgo y eucaliptos, derrama serenidad. Por el balcón abierto alcanza a divisarse
la sabana, sin ondulaciones, desprovistos de los adornos barrocos del clima
cálido, extendida y, como la luz “Alta y delgada”. Celina aspira suavemente la
dulzura de vivir, en uno de aquellos momentos que se graban por contraste con la
escena que se desarrolla después.

Frente a la puerta, de regreso ya, gris, casi sin poder moverse, está don
Francisco. Sufrió un ataque en la oficina. El dolor estalló de repente,
incomprensible, golpe que se recibe desprevenido. Entre la esposa y la hija lo
trasladan a la alcoba. Mientras esperan al médico, Cristina dice:

--¡Qué malo estaría cuando se vino de la oficina!

El médico, al examinarlo, confirma sus palabras. Ese ataque no se presentaba sin


causa. El enemigo se revelaba después de conquistar derechos y asegurar
posiciones dentro del organismo. Don Francisco no vuelve a salir. En la larga lista
de cuánto comienza a retirarse de su alcance, la calle es lo primero. Los síntomas
del mal son interminables. A los periodos de calma siguen los accesos violentos.
La onda de dolor atrae y domina los ojos de quince años de la hija.

El dolor, interpuesto entre el mundo circundante y el cuerpo martirizado,


despoja a las cosas de su nitidez, se levanta para robar a las miradas un
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espectáculo en plenitud. Igual que una braza encendida, quema la zona enferma.
Parece que los tejidos que la rodean se deshicieran y no restara sino la parte
afectada, ardida.

Son altas horas. Se escucha el ruido de un automóvil que se desliza ziss-ziss;


lejos, golpean en una puerta tan-tan, y otra vez. Los sonidos no se contentan con
ser percibidos. Escogen el delgado canal del oído para rozar aquello, allá dentro.
El dolor va en crescendo, en un andante precipitado que circunda el cuerpo en
sudor. La lucidez no se debilita; es mayor que nunca. Pero sólo hay campo para
una sensación: esa; las demás han huido y la vida misma se estremece ante su
vencedor, ¿El vencedor? Nó. Aún no llega el tiempo. Ahora cede. El andante se
transforma en adagio, grave, acompasado. Bajo los efectos de la droga, se diría
que la zona palpitante se estrecha, hasta que el malestar entero se localiza en un
punto diminuto, microscópico en el que concentra su fuerza. Al fin, todo duerme.
¡Qué dulce se encuentra de pronto el calor de la cama, el hueco de la almohada!
Se quiere dar las gracias por disfrutar una vez más de ello y la cabeza cae, presa
del sueño hipnótico.

Cuando resulta imposible liberarse del dolor se trata de amoldarse a él, de


acostumbrarse lo mismo que a una materia extraña que hay que llevar adherida.
No sólo el sufrimiento del viejo. Porque también se agrava la situación económica.
El sueldo de don Francisco, que por gestiones de sus compañeros se le entrega
durante unas semanas, cosa definitivamente. Un médico amigo lo atiende sin
cobrar, pero faltan las drogas, caras y que éste considera inútiles. Cristina
empieza a hacer préstamos. Se ensaña con los recursos, exprimiéndolos como el
bagazo de un limón. Ante el enfermo, finge ¡Qué no sospeche la verdad! Entre los
tres se establece un convenio tácito, para consolarse mutuamente con sus
palabras. ¿Por qué, un momento de respiro, una mañana de sol, parecen a Celina
más dulces y penetrantes que nunca.

Una tarde se presenta Adelaida con el marido y los hijos. Partió llevando
coronas de flores y ahora viene a cumplir su deber. La pobre Enriqueta escribe y
envía algún dinero, pues no puede alejarse del lugar donde vive a causa de la
salud del marido, también quebrantada. Ambas sufren ante lo que se anuncia,
hachazo que cercenará el hilo con que aún se prenden a la infancia, a cuando
eran mozas y el tiempo se destejía, perfumado y frutal. Pero los intereses que se
han creado las distraen. Están al otro lado de la pared. Alrededor de la hija mayor
resuenan voces de niños como si avisaran a la intrusa que nada termina y hasta el
enfermo sonríe. No es lo mismo que para la madre y Celina.

¡Si ésta consiguiera empleo! Adelaida no obtiene éxito en las gestiones que
inicia con amigos. ¿Qué pueden ofrecer a una niña de quince años, carente de

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prácticas y conocimientos? En lugar de eso habría una colocación para la madre
que sabe coser, en la ropería de un colegio oficial.

A Cristina la educaron para el hogar. Dentro sus muros no importan las tareas
que le exijan. Pero, ¿sujetarse a extraños y dejar al viejo, cuando está indefenso
como una criatura? Lejos de los suyos se sentirá abandonada en un país
extranjero. Sin embargo, no le queda otra alternativa y acepta.

Cada mañana, antes de irse para el trabajo, prepara los remedios y los caldos
del paciente y recomienda a Adelaida y a Celina:

-No vayan a salir. Estén cerca por si las necesita. En el taller, el jefe se queja del
escaso rendimiento. La cara de Cristina se enciende. Antes, el marido recibía, el
primero, los impactos del exterior, protegiéndola a ella. Los hombres le
demostraban consideración y respeto. Pero una asalariada se calla. La quincena
siempre parece demasiado próxima.

Desde las sombra de las frazadas, un cuerpo enflaquecido cubierto por el


pijama, se agita. ¿Le han cerrado los caminos? Quizá se abre el único claro. Sabe
que Cristina trabaja para costear los gastos que él ocasiona, que no posee ningún
bien material que entregar a los seres que deja. En el pasado, cuando lo
punzaban mil anhelos y la fiebre lo inquietaba demasiado para esperar, no intuyó
ese final. ¿Tuvo acaso la culpa? ¡Que se alejen los fantasmas! A pesar de sus
intentos por compartir las preocupaciones económicas, la suerte de los suyos, se
escapa. El actor principal se encuentra embebido por su papel. No alcanza a
escuchar a los otros.

Cuando está pendiente una sentencia, los demás desean secretamente que se
ejecute sin tardanza. La expectativa mancha la atmósfera. Luego, por lo menos
pueden acariciarse las desgarraduras que causa. Las tres mujeres que rondan la
cabecera, cruzan entre si miradas interrogadoras. Según avanza la enfermedad
toma cuerpo una pregunta, al principio apenas susurrado en los rincones oscuros:

---¿Resistirá el día? ¿Será mañana?

Con el acompañamiento de sus ritos últimos, la iglesia hace acto de presencia


en la alcoba. Un coro de llorosas despedidas se levanta entre flores mustias,
incienso que exhala el olor de la muerte e imprecaciones misteriosas que semejan
quedar flotando. Los miembros ungidos por el óleo bendito, no parecen los
mismos que son familiares. Adquieren otra categoría, un carácter simbólico. El
cuadro se envuelve en niebla para defender una imagen. La madre y las hijas
sostienen las velas, contestan las letanías. Cada detalle se esculpe en la memoria.
¿En qué sitio se encontraban colocadas, quién se hallaba junto, cuánto oscilaba la

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luz? Todo eso lo recuerdan y no saben nada. El moribundo está solo. Ningún
engaño vale ahora para disimularlo.

Don Francisco, con la vista ausente, delira. Pronuncia nombres de amigos lejanos,
desde hace mucho desvinculados de la familia. La respiración se torna débil,
intermitente. Se apaga y recomienza. Celina no quita los ojos de las facciones en
las que se va imprimiendo un sello imponente. ¿La constancia de haber vivido
talvez? Durante un segundo la respiración cesa. Supone que se reanudará en
seguida, pero no es así. Ha muerto.

Los gemidos de las mujeres llenan la pieza. Arrastran suavemente el vaivén que
va y vuelve. Celina observa la muerte. ¿Qué ha ocurrido? Se interrumpió la
comunicación con su cuerpo. Es blanco, alargado, severo. Una representación en
yeso, pero le da miedo y quiere llorar. Sale al patio y mira desesperadamente al
cielo como si golpeara una puerta cerrada.

Después la obligan a acostarse. La madre procura calmarla. Se ha convertido


para ella en algo muy frágil y valioso que hay que conservar a toda costa. Ignora
cuánto permanece dormida. Al despertar ve, a través de los vidrios de la sala,
cuatro puntos luminosos que tiemblan y se agrandan. Personas congregadas
hablan en voz baja. Por los resquicios de las ventanas herméticas, se filtran
acordes de música escapados de alguna fiesta que se celebra en la vecindad. Y
cree que la silueta del ataúd se agita al compás de la música.

Los amigos buscan palabras persuasivas para brindarlas a los dolientes. Las
que emplearían con los niños. Pero al oírlas, rompen a llorar con mayor
desconsuelo porque entonces miden la angustia de haberse enfrentado a la noche
y al lobo.

El luto se inicia con la rigidez practicada por las familias antiguas. La madre y
las hijas asisten a misa al amanecer, cuando el sol no ha acabado de romper las
tinieblas. Tiritando, las tres sombras se agrupan junto a una columna. Luego viene
la visita al cementerio, a llevar flores. Por primera vez Celina usa zapatos de tacón
alto, de ante negro según exige el luto, y se cansa terriblemente.

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Capítulo VI

Reacciona apenas muerto el padre. La crueldad de la enfermedad, el soplo


helado que la rosó, ceden el sitio al toque de la varita mágica del cielo azul, de la
brisa embalsamada. De cualquier modo, el porvenir le pertenece.

Cierta mañana, por las escaleras de un despacho oficial asciende una jovencita.
Su traje, que antaño fuera color “beige”, aparece teñido de negro. El rostro medio
se oculta bajo un sombrero de paja y anchas alas. Va tensa por la preocupación
de no saber si llenas las condiciones exigidas a las empleadas. Ha obtenido por fin
un nombramiento. Aunque los futuros patrones no desconocen su impreparación,
quizá por lástima que inspira la orfandad, se resignan.

Con los cinco sentidos alerta oye las indicaciones para escribir notas, archivar,
alinear con impecable simetría los batallones de los números. La realidad ha
acabado por imponerse. Ya no podrá escapar a las nubes, dejando en la tierra su
imagen inerte. Cualquier descuido echa a perder el trabajo y, entonces, ¿qué dirán
los jefes? Se le ha clavado el miedo del que vive en dependencia. Otra en forma
rígida, automática, que la expone a cometer mayores errores, obsesionada por el
temor. Este la asalta desde que desemboca en la calle que conduce a la oficina y
ve dibujarse a lo lejos las líneas del edificio. Quisiera huir, no acercarse a la mole
que la aplastará y a la que por un poder irresistible debe dirigirse, lo mismo que el
gorrión a la serpiente que lo atrae.

Poco a poco empieza a familiarizarse con el universo de los signos taquigráficos


y las teclas de la máquina, de las órdenes autoritarias y las intrigas encubiertas.
Los compañeros, a pesar de la superioridad que a los ojos de Celina los transmite
el conocimiento del edifico, son seres humanos también, que ríen, improvisan
jugarretas y tiemblan ante el jefe, con pánico en ocasiones retorcido y que destila
odio. Las oficinas están instaladas en una vieja mansión, de propiedad de una
familia pudiente. La gran escalinata de gala, dividida en dos brazos al entrar al
vestíbulo, ostenta de fondo un vitral de colores, contra el cual se recortaron
siluetas de damas escotadas en noches de fiesta. Una residencia semejante, de
aposentos oscuros y fríos, resultaba incómoda y enojosa de sostener para los
dueños, que la alquilaron a precio ventajoso al Gobierno. Pero dejaron en las
habitaciones las pesadas alfombras, las cortinas de damasco y las arañas de
cristal, en acrónico maridaje con archivadores metálicos, utensilios y máquinas.
Estos parecen gentes modernas, ridículamente ataviadas con trajes pesados de
moda que, no obstante, les confieren encanto. El despacho de Celina se
acondicionó en lo que fuera un saloncito de música. Las paredes y cielo raso

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ostentan decoraciones de arpas y mandolinas, graciosamente entrelazadas con
palmas y coronas. Desde su nicho, vigila la mirada de una venus de Milo. Los
amplios balcones permiten al sol entrar a raudales que causan añoranza en
Celina. Su corazón es un nicho semejante al de la Venus, pero vacío de imagen e
inconscientemente anhela entronizar alguna.

La mayor parte de las horas permanece sola con el doctor Garrido. Este se ha
dedicado a enseñarle las obligaciones del cargo y demuestra paciencia y bondad.
Estima que su conducta con la huérfana constituye una buena obra que debe
agradecerle. No oculta la satisfacción que le produce pertenecer a una familia de
abolengo y contar con una figura que juzga halagadora. En su opinión, la vida se
ha inclinado ante sus merecimientos lo mismo que una hembra fácil. Su fatuidad
posee el don de conservarlo de excelente humor y la muchacha lo escucha con
curiosidad. Mientras toca el tema inagotable de sus viajes al extranjero, de las
personalidades que han deseado su amistad y de las mujeres que se pirraron por
pescarlo, vuelta el tiempo y se descansa de los monótonos quehaceres. Cuando
un recuerdo interesante lo torna más expansivo, se para frente al refugio de la
Venus y recita versos de Amado Nervo. Y ese acompañamiento resulta de
acuerdo con la Venus y las mandolinas.

Pero aquella tarde Celina no le presta atención. Consagrada a terminar un


trabajo delicado, el apresuramiento le tiñe de rojo las mejillas. De pronto, él se
arrima y le dice sonriendo:

--Tiene un tizne en la cara. Permítame limpiarlo con mi pañuelo.

Confusa, levanta la cabeza, y los labios de él rápidamente se inclinan hasta el


sitio que acaba de rozar con el pañuelo.

Garrido es casado. ¿Qué pretende? Su presencia siempre la ha repelido.


Aquello significa una ofensa, una situación inusitada que debe afrontar con sus
propios recursos. ¿Qué conviene hacer? ¿Abandonar de prisa ese sitio sin
aguardar la hora de salida? ¿Renunciar al empleo cuando está aprendiendo a
desempeñarlo? Mientras cavila, sigue escribiendo mecánicamente, seria y
encendida. Al sonar las cinco y tomar el sombrero para marcharse, no ha decidido
nada.

En la casa, vacila entre hablar o no a Cristina. Comprende la reacción de ésta, su


recelo por ella. Una faz distinta se ha iniciado en las relaciones de las dos. A
Celina le inspira piedad el sufrimiento de la anciana y no quiere aumentarlo. Pero
se encuentra sola. Su imaginación concibe un plan. Comprará claveles amarillos
que significan desprecio, según lo leído, y los colocará en el escritorio del
supuesto seductor. Sin sospecharlos, retrocede del pleno siglo XX a la penumbra

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de una época pasada, en la que las insinuaciones brotan, temblorosas, del cáliz
de una flor.

El, naturalmente, se desentiende porque no conoce el tratado sobre el lenguaje


de las flores. Pero resuelve variar la táctica. Posee un repertorio de cuadros que
sin duda subyugará a la mocosa. Apelará a su vanidad. En adelante aprovechas
las ocasiones para decirle:

--Se ve que usted no ha frecuentado la sociedad. Las mujeres de mundo saben


que un beso no compromete. En una oficina transforma el ambiente. Lo vuelve
incitante, mejor…

¿No tendrá razón después de todo? Pero no puede evitar rechazarlo cuando
repite la prueba. El experimenta temor de que hable por fin en la casa o con el
director general, y le dice:

-No hay manera de que usted entienda. Despreocúpese que no volverá a


suceder.

Cumple su palabra y tampoco busca desquitarse. Su vanidad herida se


consuela con el pensamiento de que la aventura no valía la pena. Y el recuerdo se
archiva entre los papeles de la oficina.

Porque importantes acontecimientos reclaman la atención. Acaba de estallar el


conflicto con el Perú. Los despachos gubernamentales se desperezan y principian
a tomar el ritmo atropellado que exigen las circunstancias. Se designa personal
auxiliar para atender las funciones extraordinarias y en cada escritorio,
congestionado de papeles, hierve el afán de trabajar con acierto o no, pero de
moverse y hacer algo, lo mismo que cuando enferma un ser querido. En los
empleadillos débiles y mal trajeados prende la fiebre patriótica. Sueñan con
ejecutar hazañas al frente de un batallón, allá, entre las lianas de la selva, cerca a
los campamentos sucios y comidos por los mosquitos, pero capaces de contener
anhelos de grandeza que al fin encuentran objeto. El doctor Garrido lee cada
mañana los partes de la prensa y comunica a Celina:

--Nos apoderamos de ocho cañones…Nuestra flota avanza por el Amazonas y


el general Vásquez Cobo se dispone a atacar…Los cholos no resistirán mucho.

Un día le anuncia:

----Señorita Ríos; desde mañana vendrá otra empleada a ayudarnos. Es una


señora que se ha visto obligada a trabajar por la crisis. Se llama Leonor Alba.

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El nombre cae entre los dos. Despierta vibraciones. Pero a Celina no le gusta
la noticia. Cuenta con algunas prerrogativas en su calidad de empleada única.
Puede aprovechar cualquier momento oportuno para adelantar el gran reloj de
péndulo que cuelga de la pared y apresurar la hora de la salida. Sin duda, una
compañera le traerá molestias.

A la mañana siguiente ocupa el escritorio contiguo al suyo, una mujer joven,


rubia, perfumada. Produce sensación entre los empleados que inventan pretextos
para introducirse al despacho. Tener esa colega significa un acontecimiento. En lo
sucesivo, no faltará en las charlas de sobremesa el comentario sobre cómo la
necesidad también alcanzó la flor de una casa grande, y las amigas indagarán por
el estilo de los trajes y peinados que usa Leonor Alba. Es natural que se muestre
orgullosa. Pero la muchacha que está ante la máquina de escribir comprende la
curiosidad que los impulsa a acercarse y sonríe. Al hablar con ella, reciben la
impresión de que lo han hecho muchas veces.

El atractivo que le encuentran no proviene sólo de su historia extraña. Existe otro


que palpas sin poder explicarlo.

A Celina le ocurre lo mismo. Sin embargo, aunque la recién llegada carece de


dinero, pertenece a la clase a la que alude Garrido. Se marca una distancia entre
ella y la suya. Las dos concurren a sitios distintos, tienen preocupaciones diversas,
se examinan como si ofrecieran características que mutuamente excitaran su
atención. Son mil cosas indefinibles. Y la apartan.

Para la nueva no resulta fácil adaptarse. Le ha tocado pasar de la existencia


muelle al corto sueldo medido; de las ocupaciones brillantes y ligeras a los
contratos sobre suministros de útiles y el papel carbón. Bajo su aparente
desenvoltura se nota una tensión dolorosa. Extraviada entre las atenciones
burocráticas semeja una niña tímida el primer día de escuela. Hasta las yemas de
sus dedos se rebelan a mover las teclas de la máquina. ¡La piel demasiado
delicada se irrita! Escribe con guantes de caucho a modo de protectores. A pesar
de que el doctor Garrido le habla melosamente, Celina sabe que ensayará su
férula y comprende que existe campo para ella. Puede formar una sociedad de
defensa con la compañera. Todavía la retiene un recelo. La falta de elegancia de
sus vestidos mal cortados resalta junto a los de la otra. Recuerda el patito feo,
cuando le oye decir al doctor Garrido aludiéndola:

--¡Si es apenas una niña!

¿Entonces, se da cuenta y se solidariza con ella? De golpe adivina que Leonor


también experimenta ansiedad y que ignora la forma de tratarla a fin de ganar su
simpatía. Hay, pues, algo que las une. El pacto queda sellado.

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¿Para hacer frente a Garrido? Y a lo que venga. Leonor acepta el reto de la
suerte para ver quién sale vencedor. Se halla pronta a reír, especialmente de las
propias fallas. En aquel mundo que no frecuentaba antes, lo patético consiste en
el intento por disimular. Pero no se encuentra aislada. En adelante cuanto le
ocurra pertenece y afecta a los demás. Y lo de éstos a ella. Ha ingresado a la
comunidad. En las mañanas claras o en las tardes frías se tocan sus lazos,
cuando los empleados se agrupaban en impulso espontáneo. Los pasajeros que
viajan en el mismo tren se observan y empiezan a destacarse las fisonomías. Un
par de atentos ojos azules van ahora de una a otra. Se apoderan de puntos de
referencia y notas que muchos vacíos anteriores se llenan. Talvez le hacía falta
esa medida. Todo vale la pena.

Celina la escucha hablar de cosas en que ella también había pensado aunque
sin darse cuenta de lo que representaban. Principia a aprovechar la escala de
valores. Que coincidan en un pensamiento equivale a que ésta tenga importancia.
Nunca tuvo una amiga de veras, que la enseñara mostrándose igual. La oficina se
transforma para ella. Los días mejores de la semana son de lunes a sábado
porque el domingo no conversa con Leonor. Toma nota de los libros que le oye
citar, para leerlos también. Inconscientemente desea imitarla y repite sus frases
con el resultado de que la gente la mire, estupefacta, y el doctor Garrido se refiera
a la ausencia de personalidad de algunas muchachas. Eso no le importa. Está
subyugada y feliz.

Pronto se atreve a hablarle de ella misma. ¡Oh! No tiene ideas concretas.


Golpean en su cerebro como pájaros locos. Quería realizar algo grande, escribir
por ejemplo. Leonor le contesta:

-Yo pintaré las ilustraciones para tu primer libro. Divagan. El tema les sirve de
caballo de humo para escaparse. Han aprendido a ejecutar el trabajo que les
corresponde y aunque se desprende de él la tranquilidad de la rutina, no lo aman.
¡Si ofreciera alguna utilidad como sembrar plantas o amasar pan, pintar juguetes
de colores para los niños o contarles cuentos! Pero escribir notas para avisar
recibo de otras y remitir expedientes interminables que los destinatarios se
cuidarán de no leer, les parece dar vueltas sobre el mismo punto, sin avanzar.
Leonor borda sobre las hojas del almanaque y los papeles de borrador,
decoraciones fantásticas. El doctor Garrido le lanza ojeadas desaprobadoras. Su
tiempo no le pertenece. Su tiempo no le pertenece. No debe derrocharlo. Sin
embargo, ella burla la vigilancia y ensaya dibujar. ¿No se trata de su verdadero
trabajo?

Al jefe no le ha caído en gracia la alianza de sus subalternas. Hubiera deseado


que se formara con él, excluyendo a Celina. Hace días que propuso a Leonor un

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paseo por el campo. Para conversar de igual a igual, sin menoscabo de la
disciplina-ofreció generosamente. Confía que en ña soledad abrirá la rosa de la
confidencia. Esa mujer tiene experiencias que contar. Pero el proyecto no se lleva
a efecto. Un interrogante malicioso de Celina lo obliga a explicarse:

-No fue posible. En otras ocasión, quizá. Y muestra la expresión confusa del
muchacho que se queda sin postre.

A ellas las regocija que no advierta los hilos que las mueven. Eso afirma su
alianza. En este momento en que se acerca la hora de suspender tareas, a Leonor
la preocupan dos asuntos; que la vidriera de una de las bibliotecas,
desempeñando el oficio de espejo, le permita retocar convenientemente los labios
con su lápiz “Helen Rubinstein”, y que el dinero de la quincena que le acaba de
entregar, se estire un poquito, lo suficiente para que, amén de los gastos
imprescindibles, le alcance para comprar los magníficos colores al temple que se
exhiben como novedad en el comercio, y regalar a la señora Maruja, esa
empleada delgaducha de la secretaría, la muñeca que la menor de sus hijitas le ha
pedido, según lo refirió ayer. Prefiere hablar ligeramente de lo que le importa.
Burlarse de sus impulsos. Obsequiará el juguete sacrificando los colores pero, por
favor, que el punto no se toque.

Se despide para ir a casa de sus tías a tomar el té. Después dará clase de
pintura en un establecimiento nocturno. La fatiga tampoco debe mencionarse. Le
impediría disfrutar el instante que la aguarda, junto a las cariñosas viejecitas.
Tiene la facultad de las colegialas para gozar con cualquier expansión, en el
recreo. ¿Resulta entonces tan simple? El misterio apenas ha revelado una faceta.
Sonriendo, recuerda a Wilde y exclama:

¡Verdaderamente, los placeres sencillos son el refugio de las almas


complicadas!

A ratos desconcierta a Celina, pero no puede evitar que confíe en ella. Después
de que sale, llama la atención de ésta un papelito que ha olvidado y bailotea con el
viento. Se apresura a recogerlo. Consiste en el cheque de sueldo, de antemano
distribuido por su dueña. ¡Qué extraordinaria es!

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Capitulo VII

De niña, Leonor viajó con sus padres por el viejo mundo. Entonces poseía cuánto
puede apetecerse. Contaba con increíble facilidad para los idiomas y la literatura y
se extasiaba en los museos. Amaba la forma y el color y si permanecía
embelesada ante las monjas del liceo, se debía a que los hábitos azules y blancos
le producían asociaciones armoniosas. Cuando regresó a la tierra, sufrió por la
necesidad de sujetarse a un medio más estrecho. Pero era joven. Ingresó a la
Escuela de bellas Artes y se mezcló con los artistas. Leía constantemente hasta
que alarmó a su familia. ¿Sería aconsejable--se preguntó—que una joven de su
categoría alternara con bohemios sin porvenir y se quemara las pestañas leyendo
libros inadecuados? ¡Lo peor consistía en que los profesores de esa escabrosa
Escuela de Bellas Artes, obligaban a las niñas a copiar modelos al natural! (Es
1926, en Bogotá.) Tuvo lugar un pequeño escándalo doméstico, que Leonor
venció valiéndose de ardides. Seriamente aseguró a la mamá y a las tías,
preocupadas:

-No volveré a la escuela. Voy a pintar el taller del maestro Palacios.

Y allí, escondidos como conspiradores, los artistas estudiaban anatomía.

Los trazos de Leonor se animaban. Surgía un conejo con las orejas


puntiagudas; un elefante lento y pesado; dragones sonrientes mofándose de su
propia fiereza; mujeres y niñas cogidas de la mano, desfilando, flotando. Había
mar, barcos y peces. Era un universo de seres tiernos y extraños, que se movían
al compás de una danza armoniosa.

Un día se anunció que se casaba. El novio tenía dinero, posición. No hubo en


esa época en Bogotá nadie que no los envidiara. La boda unía dos casas
principales, dos miembros de la sociedad a los que ésta admiraba sin perder de
vista, en espera de adquirir el derecho de criticarlos. ¿Estaba enamorada Leonor?
Quizá existía una prevención. Quizá un romance iniciado con alguno de sus
compañeros artistas y frustrados luego, se interponía. Pero la raíz amarga
desaparecía en tierras mientras hechizaba el espectáculo de la nueva flor. Había
recorrido hasta entonces un camino fácil. El arte, el amor, la religión, la amistad, la
rodeaban como hadas madrinas. Llegaba la hora en que debían cumplirse las
promesas y se sentía capaz de reclamarlas. Resuelta, traspuso las puertas del
matrimonio. Lo que sucedió dentro no se puso jamás.

A las pocas semanas, Leonor Alba se separó del marido y entabló demanda de
divorcio. La gente de su grupo no recordaba un caso parecido. ¿Por qué se

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rompía un vínculo contraído bajo los mejores auspicios? Resultaba familiar el
cuadro de las esposas de labios cosidos para la queja o, el contrario, de las que
extendían a los cuatro vientos la sábana de su tragedia. ¿Pero divorciarse ella,
una mujer del círculo más santafereño y severo? Como un oleaje se abalanzaba el
afán de averiguar detalles. No había conversación en la que tarde o temprano no
irrumpiera el tema, lo bastante inusitado para saltar de las clases altas a las bajas
que lo saboreaban con fruición. La responsable del escándalo permanecía en
medio de él, impasible en apariencia. Deshechas, yacían por el suelo las
promesas. ¿Para qué explicar nada? No podía entregar su alma al paladar voraz
del grueso público.

Cuando volvió a ocupar su cuarto de soltera en la casa de los padres, éstos se


hallaban en la ruina. Junto con el amor perdía las comodidades, el lujo. Aprendió a
manejar las paradojas a manera de arma con que defender su intimidad. Se lo
perdonaban, pues no pedía ni un segundo matrimonio ni los afectos con que
contaban las demás mujeres.

Enflaquecía y se relievaba la finura que siempre la había caracterizado. Una


mañana subió con Celina a la terraza del edificio donde trabajaba. El aire era
diáfano y a lo lejos se distinguían las cumbres nevadas del Tolima y del Huila.
Estaban solas y todo invitaba a la confidencia. Celina compartía el pudor de su
amiga en hablar de su secreto. Sin embargo, hubiera deseado que su confianza
se extendiera hasta allá. Bruscamente la interrogó:

---Si hubieras ido a tener un hijo, ¿te habrías divorciado también?

La pregunta cogió desprevenida a Leonor. ¡Qué salto daba su compañera, de la


ingenuidad casi infantil a un terreno accidentado en que se dificultaba conservar el
equilibrio! Pero lo eludió sonriendo, sin ofenderla. Tenía el aire entre burlón y serio
que adoptan las mujeres mayores frente al candor de las jóvenes. Por su parte, la
otra no manifestaba prisa por adelantarse y se resignaba a esperar.

Para Celina esa amistad colmaba su necesidad de comunicarse. Por las tardes,
cuando salía del trabajo, ya no miraba con nostalgia a las demás empleadas que
se reunían, gozosas, con los hombres que las aguardaban y que entornaban
suavemente los ojos para contemplarlas. Se había fabricado el mundo aparte que
forman en el colegio las condiscípulas que se entienden. Le gustaba imaginar el
cuadro de las dos en la vejez, al recordar los sucesos en que tomaran parte. Sería
recorrer los cuartos de la casa que se ha habitado siempre.

Un empleo con mejor sueldo para el que nombraron a Celina, las separó de su
contacto diario. Pero se encontraban dos o tres veces a la semana para tomar el
té y charlar, en un saloncito decorado caprichosamente con cuadros, lámparas y

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porcelanas. Igual que otro bibelot, la figura de Leonor se amoldaba a aquel
ambiente. Allí concurrían literatos y pintores y Celina hablaba de los nuevos
amigos que hacía entre los compañeros de lo oficina.

Uno de éstos era un joven abogado, al que tenían sin cuidado las leyes aunque
en cambio apasionaba la literatura. Continuamente interrumpía la tarea para
preguntar a su secretaria:

--¿Conoce estos versos?

Admiraba la trilogía compuesta por León de Greiff, Barba Jacob y Maya, y repetía
las estrofas lo mismo que si desplegara tejidos de imprevista riqueza. Recitaba un
día mientras la muchacha contemplaba el perfil, el bigote y los carnosos labios.
Hubiera querido que al terminar la besara, pero no ocurrió así.

Por la noche no reveló su deseo a Leonor. Una especie de respeto a ellas


mismas se interponía para que guardaran la reserva de sus sentimientos íntimos,
sabiendo a la vez que los entenderían. Además, otros temas estaban sobre el
tapete y Leonor comunicó a su amiga:

--¡Me dieron la beca para estudiar en Francia! Acaban de decírmelo en la


escuela y aunque los compañeros me propusieron que fuéramos a celebrar la
noticia juntos, he venido corriendo a contártela—añadió con el acento voluble con
que ocultaba su emoción.

-¿Es cierto? ¡Qué maravilla!

Habían dedicado muchos ratos a examinar las probabilidades de que Leonor


obtuviera el premio en un concurso de dibujo. El trabajo presentado consistía en
un bosquejo, en el que la gracia de las líneas apenas se insinuaba, requiriéndose
ojos expertos para apreciar el especial atractivo de la composición. Abrigaban la
seguridad de que se preferiría un estudio en apariencia más fuerte y acabado.
Pero sus prevenciones no se justificaron y el viaje a París representaba la
realización de uno de estos anhelos tan hondos, que no se nombran sin sonreír un
poco, como se hace con los sueños de los niños. Retornaría al medio con que se
familiarizó en la infancia. Los recuerdos amables, el movimiento, las
oportunidades, barrerían cualquier fantasma. Consagrada al arte, triunfaría.
Riendo, pero segura de que sucedería. Celina le preguntó:

--El año entrante expondrás en el salón de Otoño, ¿verdad?

Y Leonor, hermanada de pronto con María Bashbirtseff y con cuántas se


consumían de fiebre y de arte en el Barrio Latino, repuso:

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--Cuenta con que lo haré, sin falta.

En el gremio de artistas también se acogió la noticia con agrado. Representaba


quizá el único caso en que éstos se ponían de acuerdo durante años. Pero con
Leonor era diferente. Parecía que al fin se iba abriendo ante ella el sendero del
Príncipe en el bosque de la Bella Durmiente. El hallazgo que tendría que realizar
significaría la retribución por una deuda, y a todos alegraba la perspectiva de
cubrirla. Una racha de recepciones y despedidas la envolvió. Celina apenas podía
verla.

Abrigaba la convicción de que pronto o tarde se reunirían. ¿En ultramar? ¿En la


patria? Lo ignoraba. Mientras tanto se escribirían para que no cesara el
intercambio. Se anticipaba a concebir el tono de las cartas, semejante a largas
conversaciones en el campo, cuando no se presentan menudos quehaceres a
interrumpir las confidencias. Una semana antes del viaje se reunió con Leonor y
varios amigos que le daban una cena íntima de despedida.

Fueron a un pequeño restaurante alemán donde servían platos excelentes. De


las paredes del saloncito colgaban litografías ordinarias con escenas de casa. En
el centro de la mesa se colocó un ramo de lotos obsequiados a la invitada. La
proximidad de la partida confería a los amigos la actitud solemne a pesar del
deseo de hacerlo natural, con que se contempla desde un lugar elevado el
panorama de la ciudad que se deja. Celina llevaba su mejor vestido de seda
negro, satisfecha de armonizar con la ocasión. Se despidieron en la seguridad de
verse al otro día.

Pero por la mañana supo que Leonor se hallaba enferma, con fiebre. Se dirigió
a visitarla y unas parientes la recibieron con ojos llorosos en la puerta de la casa.
Preguntó asombrada:

¿-Qué sucede?

--Los médicos han diagnosticado neumonía. Está muy débil y no hay


esperanza—le contestaron.

Los cuartos se encontraban llenos de amigos ansiosos. Gustavo Arango, su


pinto, miraba la escena con gesto de desolación y Celina se refugió a su la do. Por
primera vez en ese sitio se creían extraños. Cerca de los dos se deslizó un
allegado de la familia, importante y voluminoso, y Arango se crispó. Había
procurado obstaculizar el viaje de Leonor por los comentarios a que se prestaría
que una mujer divorciada residiera en el extranjero. Ahora hacía acto de
presencia, debidamente dosificada su conmiseración. Gustavo y Celina hubieran

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querido huir. Experimentaban la necesidad de los niños de enterrar solos una
mariposita.

Esa muerte, al parecer por todos decretada, rebelaba a Celina. En el caso de su


padre fue distinto. Estaba corrido su plazo de existencia. ¿Pero Leonor? Debía
presentarse un síntoma favorable. La reacción del organismo sano y juvenil no
tardaría. Se desembarazarían de ese peso y sonreirían luego al recordar la
angustia sufrida. Celina iría a visitar a su amiga en la convalescencia. Se pondría
el vestido sastre gris que ella encontraba elegante, adornado con un jazmín en la
solapa. Comentarían lo ocurrido, burlándose un poco, pero aliviadas. Confiaba en
que de un momento a otro le anunciarían:

--Está mejor. Ha pasado el peligro.

En lugar de eso volaban fragmentos de conversación:

--¿No es posible hacer nada?

--Nada. En el campo de lo sobrenatural, solamente…

¿Por qué no allí, entonces? Había que ofrecer dones a la divinidad. El trueque
de siempre. ¿No se declararía satisfecha con unos años de Celina y Arango a
cambio de otros? Esperaron.

Al día siguiente, cuando Celina telefoneó para informarse, le contestaron que “se
había puesto peor” y comprendió. El fin era inevitable e inmediato.

No podía faltar al trabajo. El permiso que solicitó para ausentarse le fue negado,
pues con la enferma ni siquiera la unía el parentesco, según le manifestaron. Los
dedos volaban en la máquina, pero estaba segura de que la acompañaba. A
través de la muralla de gente arrodillada en la alcoba, ambas volvían a sonreírse
débilmente, lo mismo que a veces se hacían un guiño en la oficina. Las personas
que entraban al despacho y salían, no se lo figuraban. Sonaban las diez. Después
dijeron a Celina que a esa hora murió.

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Capítulo VIII

“De cuando en cuando los dioses envían a la tierra uno de sus alados mensajeros,
para refrescar el marchito corazón de los mortales.” Meses después Celina leyó
esa frase y reconoció a Leonor. Entonces arribaba a un estado de tristeza laxo y
dulce. Pero había deseado morir. Contemplaba la figura de su amiga
deambulando por las nubes en diálogo con otras siluetas amadas. Teresa de la
Parra acababa de morir también. ¡Qué placer estar con ellas! Las restantes
amigas no colmaban el vacío. Sus palabras nunca daban la nota exacta a que
respondía su espíritu.

En el fondo, le agradaba juzgarse incomprendida y de otra madera. Para ella


algunas cosas habían quedado marcadas. Buscaba el aroma de Leonor en los
seres amados y quería apresar entre ellos y la muerta; semejanzas fugitivas y
siempre más tenues. Era perseguir una sombra que huía, huía…

Las personas allegadas que antes fueron indiferentes, ahora adquieren valor,
pues en alguna forma estaban unidas al pasado y lo recordaban. Se establecía
comunicación cuando decían: “En ese tiempo…” o “No era propiamente bonita
aunque al verla se juraba que sí.”

Cristina, preocupada y dolorida, la vigilaba. Como sucede a los padres ancianos,


sostenidos por los hijos, se habían trocado los papeles. Consultaba cualquier
problema con la muchacha y secundaba las decisiones tomadas por ésta. Su
ternura se volvía exclusivista. Se aferraba al tallo joven y temía que se lo
arrebataran.

Poco a poco, nuevos personajes se introducían al conocimiento de Celina. Su


interés ya no se concentraba en un solo ser. Corría desbocado en direcciones
opuestas. Trabajaba bajo las órdenes de un hombre de gran talento, que
especulaba con la política. Cada fibra de su cuerpo permanecía tensa ante el
objetivo, al modo de un caballo de raza en el hipódromo. La partida, a pesar de la
destreza del jugador, no apasionaba a su subalterna. De contar con la oportunidad
de escoger ocupación, sin duda habría sido una actividad justificada por alguna
mística y un jefe al estilo de los generales chinos de la revolución. Muchas veces
soñaba con el comunismo.

Pero en lugar del fuego de las reivindicaciones sociales, se le entregaba la


misión de elaborar interminables cuadros de estadística. La inteligencia
organizadora de su jefe se consagraba por el momento a obtener que ese servicio
se prestara correctamente. Y la estadística resulta monótona. Qué sugestivo, en
cambio, colaborar en un gran plan de reformas…

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Eran anhelos semejantes a nubecillas que un golpe de viento desparrama. Los
velos que ceñían a todas las Rusias no se descorrían para ella. A su lado
pululaban jóvenes revolucionarios, agitándose y profetizando. El director del
despacho deseaba aprovechar la inteligencia de los mejores y les formulaba
halagadores ofertas. Celina hubiera querido hacer señas para que repararan en el
terreno que ofrecía y le sembraran un grano, pero los ocupaban ideas tan
demoledoras que no tenían tiempo de mirar a la joven.

No le quedaba más refugio que las conversaciones con hombres maduros y


sagaces, políticos en su mayoría que frecuentaban la oficina. A ellos les divertía
encontrar en la pequeña Secretaria, una oyente ejemplar. Así se relacionó con el
doctor Daniel X, tipo interesante de la serie. La vida era para él un espectáculo.
Para los demás, él mismo representaba un espectáculo extraordinario.

Consagraba sus charlas a pasar revista a los puntos que conocía y a las que
despojaba de aparatos, revelando con alegría maligna e infantil su lado cómico y,
en cesiones, algún imprevisto rasgo casi sublime. De ahí derivaba a los libros, el
espiritismo, la grafología, la estructura social. Sobre cada tema poseía ideas
originales y estupendas, con las que arremetía contra lo que estaba convenido
conservar en pie. Representaba uno de esos espíritus anárquicos y aislados.
Trotoskys engreídos y solitarios, pero atractivos siempre por su diferencia con los
demás. Ni la esposa ni el resto de la familia lo entendían y cuando llevó su
desenfado hasta criticar al director—lo que le acarreó la pérdida del puesto que
desempeñaba a la ligera, porque existían tantas ocupaciones maravillosas para
distraerse—todos lo criticaron. Sólo la Secretaria permaneció con él y se esforzó
en ayudarle.

Por entonces, Celina realizó una jira de vacaciones a la Costa Atlántica y


conoció el mar. El coloso le inspiró una mezcla vaga de admiración y temor y soñó
con poseer una casita cerca de la playa e invadida por el ruido de las olas, como
un caracol.

Dos años empezaron y terminaron, uniéndose el primer día con el último, lo


mismo que en un aro. Las sacudidas terminaban en un período de calma, un
rebalse de las aguas. Pero el espíritu se preparaba para los siguientes remolinos,
Cristina murmuraba:

---Tengo miedo de que nos suceda algo malo ahora que somos felices.

Un día las sorprendió la aparición de Enriqueta, la hermana segunda,


acompañada del marido, los hijos y el equipaje que contenía la ropa y los enseres
diminutos. Acudía a la madre como cuando estaba pequeña y la hacían llorar.
Durante meses había velado al esposo, víctima de desarreglos nerviosos

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ocasionados por el exceso de trabajo y la obligación de residir en climas malsano.
Inmediatamente se consultó a buenos especialistas. Al principio diagnosticaron
una neurosis, pero el caso era más serio y finalmente coincidieron en que se
trataba de demencia precoz.

Los profundos ojos negros de Enriqueta seguían con estupor los movimientos
bruscos de Agustín. Los poseía un espíritu, dueños de dimensiones ignoradas por
ella. Los esfuerzos por comunicarse chocaban contra un obstáculo más
insondable que ninguno porque, en apariencia, él continuaba igual. Sus ojos no
habían perdido la capacidad de verter lágrimas, ni los labios, la de reír. A pesar de
los razonamientos, nacía en el fondo de los que rodeaban al enfermo una confusa
irritación por esa negativa a recorrer el sendero que ellos transitaban; esa
exhibición de contar con un terreno exclusivo en el que no podían aventurarse,
aunque no fueran visibles los rótulos que prohibían la entrada. Parecía un niño
encaprichado, que se cobija en su debilidad a fin de burlar a los mayores y salir
con la suya, mientras que pestos no debían abusar de su posición para obligarlo.

La casa, con las puertas y ventanas herméticas, adquiría el aspecto de una


prisión. Ofrecía resistencia a los ruidos de fuera, que penetraban amortiguados, en
eco débil. El sol, al descender del tejado sobre sobre el patio, formaba una
mancha blanca, muerta. Los juegos de los niños se congelaban en el aire y el
interrogante del porvenir desencajaba las facciones de las mujeres. Habitar allí era
hacerlo en una isla de fantasmas. Se desvanecía lo que se tocaba. Celina, al
regreso del trabajo. Daba vueltas a la manzana antes de entrar.

Cuando los accesos del demente revistieron mayor violencia, fue preciso pensar
en separarse. La madre y Celina ultimaron los preparativos de la reclusión, para
ahorrar en lo posible a Enriqueta el dolor de ese paso. Un día subieron la
escalinata interminable del asilo y hablaron con el fraile que lo regentaba,
compasivo y solidario. Otros religiosos se deslizaban por los largos pasillos sin
causar más ruido que el de las gruesas llaves que entrechocaban, y los loqueros
de amplio tórax y sonrisa estereotipada, se aprestaban a recibir al nuevo huésped.
Para los futuros compañeros del tránsfuga, la escena carecía de originalidad.

Abandonar a Agustín en ese sitio, transmitía la sensación de arrojar una carga


en un pozo, a escondidas de la gente, de noche. Las dos mujeres evitaban
mirarse. Se sentían cómplices de una acción que se escapaba al análisis,
monstruosa. Deseaban alejarse rápidamente, ¡Qué alivio divisar las flores, los
pájaros, las cosas habituales de su universo! Del otro no formaban parte, se regía
por sus propias leyes y flotaba en una órbita extraña.

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La comida familiar de esa tarde fue triste y solemne como después de un
funeral. Cada uno de los que se sentaban a la mesa experimentaba la necesidad
de acercarse al otro y tocarlo, para persuadirse de que no había escapado
también.

Se resolvió que Enriqueta, viuda con esposo, residiría en lo sucesivo con la


madre y Celina y buscaría empleo. Le convenía encontrar motivos que la
distrajeran y precisaba también aumentar sus ingresos. Los chicos se internarían
en un colegio.

Por aquellos meses visitaba los ríos la hija de una amiga de Cristina, llamada
Graciosa. Tenía quince años y el influjo de la mutua juventud atraía a Celina hacia
ella. Durante la pubertad, los rasgos de su rostro habían sido ásperos y no
permitían prever la belleza que los afinaría luego. Una exquisita palidez hacía
resaltar los ojos verdes y la línea de la boca, carnosa y llena de vida.

Esperaba con impaciencia la edad de concurrir a fiestas. Contaba por anticipado


con el éxito. En cambio, para Celina ocurría lo contrario y la perspectiva de una
diversión de esa clase le inspiraba un sentimiento similar al pánico.

Su pobreza tampoco le facilitaba oportunidades de frecuentar la sociedad. Pero


con motivo de la celebración del cuarto centenario de la Fundación de Bogotá, se
la invitó a un baile. Compró un vestido y en su interior esperaba lucir atractiva y
elegante con él. Sin embargo, la noche de la fiesta se encontró insignificante y
opaca. Las frases oportunas y espirituales con que deseaba sorprender a sus
compañeros, se eclipsaron de su memoria y permaneció muda. Si la invitaban a
bailar, sospechaba que el interesado lo inducía la conmiseración por verla sentada
la totalidad del tiempo. Obsesionada por su escasa habilidad en ese arte, se
conducía peor que nunca. Las amigas que la acompañaban bailaban locamente y
para ella el reloj no avanzaba en su perezosa marcha. Consideraba con terror la
posibilidad de que las demás decidieron agotar los encantos de la fiesta hasta el
amanecer. Por fortuna, alguien propuso que cenaran en un café abierto aquella
hora y aceptaron.

Por una puertecilla excusada las condujeron a un salón reservado. Los hombres
que las acompañaban estaban borrachos. Un norteamericano no dejaba de beber
y brincaba entre hipos:

- For the charming ladies!

A la salida encontraron cerrad ala puertecilla. No había más remedio que


atravesar el salón principal del café, bastante concurrido según indicaba el

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alboroto que se oía. Sentadas a las mesas o arrimadas a sus hombres se veían
varias mujeres. Una señora de edad que iba con las muchachas les gritó:

- ¡Caminen de prisa y no miren!

Por la imaginación de Celina desfilaron retazos de novela. La descripción de


esas escenas despertaba curiosidad pero afrontarlas producía miedo y deseos de
correr. Otro mundo se desenvolvía tan cercano al suyo y, no obstante, con los
senderos cuidadosamente trazados para impedir que se confundieran.

No se atrevía a mirar a derecha ni izquierda. La dama anciana la empujaba


nerviosamente. De las mesas llovían insultos. En el umbral la alcanzó una voz:

- ¡Aquí no hacen falta vestidos de seda!

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Capítulo IX

Entre los médicos que atendieron al cuñado enfermo se destacaba uno que, si
bien no aportó mayores luces que los otros para el alivio de la enfermedad, se
mostró en cambio vivamente interesado por las circunstancias de la familia. Se
llamaba el doctor Felipe Conde. Alto, de negro y fino bigote, representaba unos
treinta y cinco años y, según rumores filtrados hasta Celina, gozaba fama de
mujeriego y sibarita. Su materialismo, no obstante, se hallaba revestido por una
capa de mundana y amable elegancia, y la amistad que brindaba a los Ríos en
una época desafortunada lo hacía bien recibido por éstos.

Pronto empezó a acechar las oportunidades de conversar con la muchacha.


Manejaba con facilidad los temas habituales o los políticos, inyectándolos cierta
dosis de ingenio y humorismo. Los ratos que pasaban juntos, adquirían el carácter
de juego excitante para Celina y la halagaba saber que él la prefería en lugar de
otra como Graciosa.

Un profesional establecido y de porvenir, buen mozo y que vestía


irreprochablemente, constituía un “partido” magnífico. El rumor de las aventuras
galantes, lo mismo que el del oleaje del mar, aumentaba su prestigio. Aunque él
no hablara de sus experiencias, bastaba conocer que las había realizado. Lo más
curioso consistía en que Celina se consideraba con suficiente autoridad para
disculparlo. Estaba persuadid de que sus locuras provenían de no haber contado
con la ternura y el apoyo de una verdadera mujer.

Quizá la vida se había plegado con exceso a los caprichos del doctor. Pero
éste también pulsaba cuerdas humanas y nobles. En Celina encontraba
impaciencia y una mezcla de conocimientos crecidos a la sombra de los libros e
ignorancia práctica.

Esa tarde ha llegado temprano a la casa y nadie la aguarda. De pronto llaman a


la puerta. ¡Tiene que ser él! Una serie de antenas misteriosas opera para
avisárselo. Ahora se explica la inquietud que soportó el día entero sin averiguar la
causa. Podrán disfrutar de una larga hora de soledad. Estar al lado de Felipe,
estrecharle la mano, oírlo, constituyen para ella goces cada uno de cabalidad
diferente en los que anhela profundizar.

La charla se inicia procurando cada cual guardar las formas y que no se


trasluzca la agitación interior. Ceden y toman posiciones. Parecen las figuras
preliminares de una danza. Es distinta la amistad, tan espontánea. Pero las

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palabras corrientes exhiben ahora la oculta belleza de Cenicienta la noche del
baile. Antes de hablar de su amor, prefieren considerarlo en abstracto, Felipe dice:

- Es peligroso, pero lo mejor de la vida.

Celina espera.

¿Y si, después de todo, no se decide por ella? Los días venideros le causarían
entonces el efecto de la extensión monótona que se contempla desde la ventanilla
de un tren, después de haber vislumbrado un paisaje encantador.

Se hallan muy juntos cuando él se inclina y la besa. Parece el sello de una


acta. Y Celina juzga natural y lógico lo que segundos antes no alcanzaba a
imaginarse.

Felipe habla con el acento con que pronunciaría una letanía:

- Estaremos siempre juntos, mi amor. Nada nos separará, mi amor. Seremos


uno solo, mi amor.
Y ella responde como en un “ora pro nobis” apasionado, con un sí tan
profundo que le causa dolor.

Después se queda sola. Le inspiran respeto sus mejillas, su frente, su boca.


Son reliquias que la acompañarán. Hasta la pieza llegan los ecos de una canción
de amor muy en boga. Nunca antes la había escuchado. Quisiera dar las gracias
al pequeño sofá donde se sentaron, a la mesita en que él apoyó las manos, a la
tímida luz de la tarde que se filtra por las ventanas, a Felipe por haber creído que
ella podía hacerlo feliz.

En adelante, cuando sus amigas hablen de novios ya no permanecerá muda e


inmóvil. Experimenta la alegría del analfabeta que por fin deletrea la cartilla.
Además, lo ocurrido se reproduce en la imaginación y cada vez presenta aspectos
que pasaron inadvertidos al principio. Causa más placer que vivirlo. Si nadie le
hablara y la dejaran permanecer en la oscuridad de su cuarto! Pero acaban de
entrar Cristina y Enriqueta. Las preguntas: “¿Quién estuvo aquí?”, “¿Qué dijo el
doctor?”, “¿Cuándo volverá?”, la molestan. La comida dura una eternidad. Para
colmo, llegan de visita Graciosa y su familia. Hay que atenderlos y charlar con la
chica. Sin embargo, conversan con mayor intimidad y se diría que un lazo acaba
de anudarse entre ambas. Repentinamente se dirigen a la habitación contigua,
cogidas del brazo, lo mismo que hermanas. A penas alumbra el reflejo que viene
de una bombilla de la calle. Por un impulso irresistible; Celina decide hacer su
confidente a Graciosa y murmura:

- Felipe me quiere.

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Un objeto que Graciosa conserva en la mano cae, mientras salta el cuello
de la otra. Se abrazan estrechamente en la oscuridad.

Los días tienen la fragancia de las flores mezcladas en un ramo. ¿Un ramo de
desposada? ¿Quién sabe? El porvenir no inquieta a Celina. Está segura de que el
presente se encargará de modelarlo.

En Diciembre vienen las vacaciones, con veraneo en Utica. Felipe no la


acompaña. Debe practicar en el hospital y atender sus enfermos. Resultaría
delicioso pasear juntos bajo los árboles, bañarse en el río, extenderse sobre la
yerba tierna, pero Celina acepta la disculpa. Arroja de sí cualquier duda que pueda
turbarla, como se hace con las pajas del vestido. El escenario de tierra caliente
contribuye a aumentar su confianza. Hay naranjos y enredaderas que separan una
de otras las casitas y cielo azul profundo. La circulación de la sangre se torna
rápida, Celina olvida la inquietud que en las últimas semanas le ha despertado la
salud de su madre. El clima, el amor recién abierto, la juventud, componen una
sociedad de expertos para ahorrar cualquier preocupación.

Con sus amigas forma una ronda de cinco mujeres. Todas son empleadas que
han recortado parte de sus salarios y efectuado préstamos para recibir esa dicha
de aire libre y sol. Una, Teresa, tiene novio también. Es rico y propietario de una
fábrica de textiles. Entre ellas y sus parientes lo someten a un tratamiento de
insinuaciones y evasivas a fin de precipitarlo al altar. Teresa conserva a mano
folletos y estadísticas sobre el costo de las hilazas, la importación de tejidos, las
leyes protectoras de la industria. Con la trama de algodón teje sus sueños.
Cuando se case inducirá al marido a ensanchar la fábrica, instalar talleres y llevar
lejos los productos. Comunica a las demás sus proyectos y luego se avergüenza
de haberlo hecho y finge burlarse de ellos. Posee instinto práctico. Tendrás hijos
sanos y fuertes sobre los que ejercerá lo mismo que sobre el esposo, el derecho
de posesión. Para favorecerlos no vacilará en cometer pequeñas vilezas, a
semejanza de aquella mujer dueña de tierras que figura en “Las Olas” de Virginia
Woolf. Creerá hallarse en paz con los obreros que le engordan la cuenta bancaria,
regalándoles ropa usada y cornetas de lata para los chicos en las Pascuas. Mil
cosas sólidas, positivas, de buena reputación, amontonadas sobre su inquietud,
para ahogarla. Celina siente las escamas de un pez. No hay intimidad posible
entre las dos. Hasta le agradaría que Teresa no triunfara por completo y que
como, al modo del personaje de “Las Olas”, el vaivén de éstas la arrastrara un día
a jugar cuánto hubiera juntado a cambio de una quimera, de un verdadero y loco
amor talvez…

Las otras son dos primas, Marta y María. Ambas de edad indefinible, la primera
fue protagonista de una historia triste y sentimental, mientras la segunda se

52
mantiene intacta en apariencia, al pie de las aguas que nunca la lamen. Sólo sabe
burlarse de las ilusiones de Celina, del romanticismo de Marta. Está, en plena
juventud prometedora como la cosecha del campo donde residía, fue pretendida
por dos hombres. Al uno, propietario de los alrededores, extraño y duro, lo prefería
el padre. De él se contaba que había dejado morir por falta de drogas a la mujer
de un arrendatario y que, al negar a éste el adelanto de una suma, jugaba
distraídamente con sus perros, en remota e inconsciente imitación de un duque
ruso. El otro era un muchacho oriundo de la población vecina, que pasaba
vacaciones junto a sus viejos después de terminar la carrera de derecho y al que
Marta conoció un domingo en el mercado. Desde entonces y a pesar de la
oposición del padre, la visitaba recorriendo a caballo las peligrosas vueltas del
camino. Una tarde llegó sólo el caballo. Atrás quedaba el jinete, muerto a
consecuencia de una caída. ¿Alguien provocó el accidente? Nadie supo la
respuesta. Marta se formuló a sí misma la promesa de guardarse fiel al recuerdo
del prometido y rechazó bruscamente los intentos de aproximación del propietario,
al que en el interior calificaba de asesino. Los años convirtieron en esposas a las
hermanas y amigas y ella se encontró sola. Entonces quiso reconquistar el
derecho a presidir una casa. La ocasión había pasado. Su lucha heroica para
disimular los desperfectos empeñados en asomar a la cara, no obtenía resultado.
Vagaba junto a sus hermanas, criticando los sistemas adoptados para la
educación de los sobrinos. La convicción de que en caso de ser sus hijos hubiera
obrado de manera opuesta, flotaba con nostalgia en las palabras.

El viento tibio y perfumado de naranjos acaricia las cabezas de las cinco


mujeres reunidas en una habitación del hotel. Piensan en el amor ¿Qué es el
amor? Fuera se enseñorea la noche tropical, a cuyo amparo bullen las pequeñas
bestias. Cada minuto que pasa es importante para Celina y no quiere perderlo.
Aunque también le resulta inconcebible el pensamiento de que si vida pueda
cambiar.

53
Capítulo X

Como el último pétalo de una flor, cae el 31 de diciembre. Los novios proyectan ir
a una fiesta y la muchacha quiere presentarse con un “toilette” elegante. Ha
obtenido prestado de Teresa un vestido de “georgette” azul, adornado con
pequeños lunares rojos. Una rosa de idéntico color sobre el escote resulta muy
indicada. En la peluquería urge a Monsieur. No desea que Felipe la espere. Por fin
está lista. ¡Qué gimnasia en saltos al infinito la del corazón cada vez que llaman a
la puerta! Él se retrasa inexplicablemente. Transcurren horas. El momento crucial
de la media noche se inicia. ¿Qué podrá haberle ocurrido? Tienen un brillo distinto
los ojos de Celina y el vestido azul parece ajado. Llora, y se diría que las
campanas la acompañan. Pero se trata de una pena tranquila. No ha perdido la fe.
Si su Dios no le ha concedido lo que pide, debe existir una razón que lo ha
impelido a obrar así.

Felipe no posee cultura literaria. Hasta los textos de estudio, las revistas
científicas, yacen empolvadas en un rincón de su gabinete. En sus éxitos
profesionales lo orientan mejor la intuición y buena suerte un auténtico
conocimiento. Ciego y sordo al arte, su vitalidad repite que se basta a sí misma.
Celina cierra también los libros amados. ¿Para qué los necesita si trae a cada
segundo fragmentos apasionantes de su propia historia? Pero se promete
inducirlo poco a poco a variar de criterio respecto a los escritores y artistas, a
quienes juzga débiles e incapaces de afrontar la realidad. Desempeñará a su lado
el papel de habitante de un país que sólo a algunos viajeros escogidos decide
revelar los secretos de éste. ¿Qué placer abrir ese campo a su emoción y
compartirla?

Su novio le hace confidencias. Le complace que hasta para los oscuros


incidentes del pasado, ella le demuestre comprensión, como quien se esfuerza por
señalar el rastro hermoso fijado por el artista en una obra a primera vista
inarmónica. Se ha movido en horizontes de audacia y acción. Estudió en la
Universidad de Santiago, mezclando clases y aventuras. Otros estudiantes
extranjeros, que preferían gastar el dinero de la pensión, multiplicado durante unos
días gracias a los milagros del cambio, en vino chileno y diversiones, se
convirtieron en sus inseparables. Deseaba introducirse en la alta sociedad
santiaguina a fin de casarse con una rica heredera. Su buena estampa y las
relaciones de parientes con miembros importantes de la colonia, le deparaban
oportunidades. Conoció a la hija del dueño de un “fondo” enorme, recién llegada
de Europa donde su educación y su cabello adquirieron el tinte a la moda,
sonrosada y amable como una alemana. Para conquistarla era preciso vestir

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impecablemente, trasladarse a un hotel lujoso y tomar parte en los actos
acostumbrados por los jóvenes de su categoría. Felipe inició la estrategia con la
fiebre del oficial en la primera batalla. Se imaginaba en un futuro próximo,
paseando en el yate de su propiedad, haciendo correr caballos de raza en el
hipódromo, apostando gruesas sumas en el Casino de Miramar. Pero la bolsa se
hallaba en el último límite de la consunción y los sablazos no producían resultado.
Escribió a los padres en solicitud de dinero. Les esbozaba sus planes a la manera
de negocio fabuloso, al que los admitiera en calidad de socios capitalistas.

No desechaba la posibilidad de hipotecar la casita de Bogotá. Luego la


compensaría con creces. A pesar del calor de las frases, los viejos se indignaron
porque el muchacho fantaseara en lugar de asistir al hospital y el negocio se
perdió por falta de opción.

El fracaso lo arrojó del círculo en que se disfrutaba del bienestar, al que se


ingeniaba por conseguirlo. Sus amigos lo presentaron a caballeros de industria,
contrabandistas de Valparaíso, inmigrantes italianos y alemanes que deseaban
adquirir dinero rápidamente. Fue socio de empresas increíbles. Especuló en la
Bolsa y sufrió la alta y baja marea. En los malos tiempos partía con sus
compañeros la modesta suma que los padres le continuaban girando. El bisturí y
los textos parecían definitivamente olvidados. A la par, le dificultaban el paso las
bandas adhesivas de las aventuras galantes. Para deshacerse de una, en
Valparaíso, fraguó una comedia consistente en simular un viaje a Europa. La
amiga iría a despedirse hasta el muelle. Los demás complotados debían alejarla a
la hora oportuna, a fin de permitir a Felipe, sobre cubierta, el descenso y la fuga
por vía distinta. Después le sería fácil borrarse entre la muchedumbre del puerto y
ya en Santiago no volvería a ocuparse del asunto. Pero los comprometidos no
cumplieron las instrucciones y mantuvieron a la dama al frente suyo, con la
terquedad de un perro guardián. Los desesperados ademanes que les hacía se
esterilizaban en el vacío y, antes que bajarse y soportar las consecuencias de la
estratagema, prefirió confiarse al destino. El barco zarpó. En puntas de pañuelo
agitadas a la distancia, se corporizaban los buenos augurios para la travesía.

Felipe buscó refugio en los salones de los pasajeros. Al anochecer fue localizado
e ignominiosamente puesto en manos de las autoridades, a la mañana siguiente.

De pronto decidió variar de rumbo y consagrarse a su carrera. Sin necesitar


quemarse las pestañas aprobó los cursos, protegido por su buena estrella y su
habilidad para conocer el medio. Si lo hicieran temblar en un principio los cuerpos
destrozados de los hospitales, después les dedicó la mirada deshumanizada del
coleccionista. Con calificaciones medianas obtuvo el grado y regresó a la tierra.
Aspiraba a instalar un consultorio lujoso y convertirse en médico de moda. Pero se

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trataba de una ascensión dura como cualquiera otra y lo que ganaba apenas
suplía los gastos. Sin embargo, empezaba a llamar la atención. Sus opiniones a
favor de intervenciones atrevidas y tratamientos originales, escandalizaban a los
galenos viejos. Algunos de los más jóvenes las seguían y si tenía éxito se reunían
con Felipe a celebrarlo, aunque pensaran por lo bajo que éste había errado la
profesión y que con su audacia hubiera debido dedicarse a la política.

Semejante hombre era, no obstante, adorado por los enfermos pobres del
hospital. Habitualmente pasaba distraído junto a ellos, pero en alguna oportunidad
les había brindado, como un regalo, las palabras que deseaban. Una broma a un
infeliz, en la que palpitaba cierta solidaridad inesperada, desbordaba en éste la
gratitud y le comunicaba entereza. Se apuntaban en su haber noches pasadas en
vela, cuidando a viejecitas o a chiquillos que no le reportaban ninguna ventaja y a
los que inyectaba ánimo mejor que medicamentos. Celina recordaba las páginas
de “La historia de San Michele” y mentalmente trazaba el dibujo de un vasto
apostolado. Podría aprender enfermería para ayudar a Felipe. Se encargaría de
aplicar las fórmulas. Hasta discutirían juntos lo casos. Cuando exponía tales ideas,
él se echaba a reír.

Pero la seguridad que demostraba su novio era estimulante y se le transmitía.


Estaba orgullosa de él. Y saber que en ocasiones fallaba y a ella le correspondía
sacrificarse, le confería cierta superioridad.

El globo de su sueño se mecía en una atmósfera de verano. Sin embargo, no


faltaban nubarrones. Una noche cuando ya estaban acostadas Cristina y
Enriqueta, la niña pequeña y Celina, empezó a repicar la campanilla del teléfono.
Avisaban del asilo donde se encontraba Agustín, que éste había desaparecido.

Enriqueta saltó de la cama y principió a vestirse. Sin mirar la ropa, la deslizaba a lo


largo del cuerpo con la precipitación del que arroja prendad en un saco de viaje.
Los ojos no se separaban del cuadro de la Virgen. Sentía que su fe, su amor,
cuanto poseía de elevado, refluía en oleadas ante la imagen, y que allí adquiría la
conciencia del valor de esos sentimientos, lo que la confortaba. Nadie se atrevería
a maltratarlos. Repetía:

--¡Virgen Santísima, protégelo! ¡Vuélvemelo a traer con bien!

De considerar la situación fríamente, quizá era preferible perder al demente en


definitiva. ¡Pero no así! Aplastado por un carro lo mismo que un bicho; negándole
el derecho de refrescar la mirada en los rostros de la mujer y los hijos antes de
morir; entregado a la crueldad callejera para que se cebara en los movimientos
torpes de su cuerpo sin alma! El desamparo en que se encontraba avivaba el

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deseo de protegerlo, ¿Qué hacer? ¿Aguardar hasta que amaneciera pasando las
cuentas de ansiedad de las horas? Resolvieron salir.

¡Qué extrañamente vacía la calle! Con el cuello del sobretodo subido y las manos
entre los bolsillo, Celina ensayaba defenderse del frío. Estaba segura de que a las
otras dos las arropaba la angustia.

El tranvía producía un chirrido penetrante que de día pasaba inadvertido. Cada


saca mostraba una fisonomía diferente. Se agazapaban como para ocultar un
pecado. La luz de los faroles desnudaba a las de la esquina y la mitad de la vía,
pero las restantes se mostraban cargadas de sombras, más culpables.

Cuando golpearon por fin a la puerta del sanatorio, un fraile las condujo a una
habitación espaciosa e iluminada. En un rincón sonreía la estatua de San Antonio,
con el niño en brazos y, a las plantas, las flores de papel usuales con los
conventos, tan bien imitadas que producen cierta desazón, igual que las figuras de
cera de los museos. Las imágenes se emborronaban para Celina. De pronto se
destacaba un detalle. El hermano que las había recibido relató cómo a la hora de
la comida de los locos repararon en la ausencia de Agustín, hueco recién abierto
en una muralla. A tiempo que hablaba, observaba detenidamente a las tres
mujeres. Suponiendo consolarlas, declaró:

--No se aflijan. Le he encendido una luz a San Antonio para que lo acompañe.

Pero Enriqueta no podía aguardar impasible el milagro. Propuso que fueran a


inspeccionar cada rincón del edificio, agotar las pesquisas.

Pasillos, vericuetos y galerías se entrecruzaban y perdían en la inmensa


construcción. Una vela en su palmatoria confería a las movibles siluetas de los
frailes y las mujeres, longitudes zigzagueantes, ángulos inesperados. Las celdas
de los orates estaban provistas de barras de hierro que se echaban por fuera. El
grupo avanzaba en puntas de pies. ¿No desencadenaría cualquier ademán brusco
los horrores que yacían sepultados en las cavernas del Palacio de la Noche,
descritas en “El pájaro azul”? Zonas impenetrables a la luz surgían a los lados.
Enriqueta se hundía en ellas. Llamaba a Agustín con el acento persuasivo que
usaba para que su hijita menor saliera de algún escondite y se fuera a la cama.

En la parte de atrás del sanatorio, se hallaba la sección destinada a los enfermos


sin recursos para cubrir el costo de la pensión. Los locos furiosos tenían celdas
aparte, mientras que los restantes dormían apiñados en un salón, sin la barra de
seguridad. Uno se los reclusos, apenas cubierto, recorría el patio azotado por
vientos cortantes. Cantaba:

“Yo nací en una ribera


57
del Arauca vibrador…”

Ese espíritu desviado de sus fronteras, capaz de mantener insensible al hombre


mientras el cuerpo tiraba… Esa canción como una queja… Esa voz…

Parecía confirmarse la versión de la salida de Agustín. Los corredores, los


grandes patios, habían permanecido mudos al tremendo reclamo de Enriqueta.

Madre e hijas se despidieron de los religiosos, quienes les recomendaron dar


aviso al puesto de policía más cercano, a fin de que los agentes diseminados por
la ciudad cooperaran en la búsqueda del demente.

El reloj de una iglesia vecina cantó las dos de la madrugada. Las mujeres,
acostumbradas a la claridad, vacilaban entre las acechanzas que incubaba la hora
e instintivamente se juntaban. De trecho en trecho topaban con una tienda abierta,
de la que salían sonidos destemplados. Pero aquí y allá se percibían notas
solemnes. Existía nitidez en la oscuridad. De día el hombre estaba diluído en el
paisaje y era ésta la que lo despojaba de sus defensas, exhibiéndolo con los
rasgos que poseía en realidad.

Y las eternas figuras apostadas en las esquinas, junto a las cuales se deslizan
rápidamente las mujeres honestas, sin atreverse a mirarles la cara…

Luego, el estrado del juez. Celina sólo los había visto en películas. En la pared
lisa resaltaba la cruz negra, a manera de condecoración. Bajo sus rayos, y armado
de códigos, escribientes y aparato, se hallaba un hombre joven. Su clientela
transformaba el despacho en lugar de cita para exponer a gritos el criterio que le
merecían la familia, las costumbres, etc. se mostraban tan habituados al ambiente
como los mundanos en un cocktail-party y se esforzaban por conquistar la
atención del dueño de casa. Pero la verdad consistía en que se encontraban
empeñados en una partida con el juez y cuando éste se aburriera, ordenaría que
guardaran las fichas hasta otra ocasión.

La entrada de las mujeres despertó curiosidad. Sin aviso previo se variaba el


programa del espectáculo. La expresión de los rufianes revivió la satisfacción de
comprobar que la desgracia se encontraba bien repartida. El magistrado no las
sometió a turno. Se trataba de personas de posición social superior a la de los
restantes. Su pena aparecía, por consiguiente, con vestido y calzado de mejor
calidad. Al escuchar la relación de Cristina, impartió órdenes a los agentes. La
filiación de Agustín rodó de boca en boca.

Cuando salían, un vigilante abocado a la puerta, gritó con la cara vuelta hacia
afuera:

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--¡Salen tres!

A medida que se aproximaban a las demás puertas repetían:

--¡Salen tres!

Cristina y Enriqueta llevaban la cabeza alta. Habían decidido no ver ni oír nada.
Pero Celina se abochornaba como si hubiera cometido una mala acción y la
señalaron con el dedo al escapar.

59
Capítulo XI

A la mañana siguiente despertaron de la pesadilla. Agustín fue descubierto


medio congelado, en el púlpito del oratorio del asilo donde había permanecido la
noche entera.

Desde que se produjo la desgracia de Enriqueta. Cristina desmejoraba. A raíz


de la noche de la fuga empezó a quejarse de un malestar que se acentuaba día a
día.

Los medicamentos que aconsejó Felipe, se probaron sin resultado. Luego éste
enmudeció, como hace el que ha seguido con pasión la pista de un crimen y
cuando cree asir el secreto, su peso le sella los labios. Recomendó a un colega
para que se encargara de recetarla. Celina se hallaba todavía a muchas leguas de
la verdad y esperaba lo mejor. Algún remedio obraría por fin y, con la edad de su
madre, se recobraría el ordenado ritmo hogareño, roto a consecuencia de la
enfermedad.

Cuando, al oscurecer, entraba Felipe de visita se desvanecía para ella. Hasta la


enfermedad de Cristina no la torturaba. El mundo era, de todos modos, bueno y
amigable. Una noche le dijo Felipe:

- Te han caído las desgracias juntas.


Y ella, a semejanza del que acepta arrojar por la borda del avión los fardos
más valiosos a fin de aligerarlo y preservar la vida, le contestó:

- Aún te tengo a ti.

Vagaba un enigma en la sonrisa que obtuvo en respuesta. De repente huyó


para Celina la certidumbre de que tuviera razón. Se llevaba el chasco del que, al ir
a reclamar el ofrecimiento de un amigo, comprende que éste jamás pensó hacerlo,
y no le resta sino cambiar cuanto antes el tema de la conversación. ¿Qué sendero
seguía el pensamiento de Felipe? ¿Por qué le repetía que la amaba de no ser así?
Las historias sentimentales en que había hecho de protagonista pertenecían al
pasado, se decía Celina. Él era otro hombre.

Personas allegadas tejían comentarios en torno al noviazgo. El rumor de sus


frases ascendía a la joven como si se encontrara muy lejos. En cambio, para
Cristina se transformaba en sirenas de alarma. Hubiera querido proteger a la hija,
pero, ¿en qué forma? No podía cerrar las puertas al pretendiente. La época en
que los padres disponían de los sentimientos de los hijos estaba remota. Celina se
había emancipado, ganaba el sustento de ambas. A la anciana únicamente le
60
correspondería aconsejar, dar vueltas alrededor de la muchacha. Sólo cuando el
doctor pretendió auscultarla de nuevo para formularle un calmante, se opuso ante
la estupefacción de Celina. Probablemente ignoraba los motivos de su conducta,
pero la rebelaba recibir un favor de quien consideraba enemigo en su fuero
interno.

La madre de Felipe, por su parte, deseaba conocer a Celina. Un día él le


propuso que a la tarde siguiente se reunieran los tres en casa de una amiga
común, lo que daría la apariencia de causal a la entrevista.

Felipe evadía abordar formalmente el tema del matrimonio. Sin embargo, la


sugerencia de ese encuentro constituía para Celina prueba evidente de la
seriedad de sus intenciones. Claro que someterse al examen de la buena señora,
no dejaba de ser molesto. Se parecía a entrar en un concurso, en el que
necesitara desfilar a la vista de los jueces para demostrar que era un ejemplar
aceptable. Más, ¿No pasaban por eso sus amigas? Nerviosamente preparó la
indumentaria para el acontecimiento y compró un sombrero, aunque los remedios
de Cristina hacían escasear el dinero más que de ordinario. Se había convenido
que al salir de la oficina se dirigiría al lugar de la cita. Daba las últimas manos al
tocado en el cuarto de baño –el sitio en que las empleadas recobran las
fisionomías perdidas- cuando le dijeron que Cristina la llamaba, porque se
encontraba peor. Se venía al suelo el plan cuidadosamente dispuesto y al que
asignaba tanta importancia para el porvenir. Imaginó a la enferma agonizante.
Estallaba una catástrofe de la naturaleza, a la que se enfrentaba como una
temblorosa brizna de yerba. Al llegar junto a ella comprendió que se trataba de
una falsa alarma a causa de una crisis nerviosa. Ya aliviada. Cristina echó sobre
su hija una mirada de reojo para averiguar si la enojaba la suspensión del
proyecto. Se encogía entre las frazadas convirtiéndose en un pequeño bulto. Y en
el resto de la tarde no permitió mencionar siquiera la posibilidad de que Celina se
alejara.

Ésta se preguntaba si no existía en realidad de su estado por parte de Cristina


con el objeto de impedir que se cumpliera el propósito de Felipe. Exigía de ella
una conducta más razonable y generosa. En otro tiempo, ¡Qué pegadas
anduvieron las dos! Y ahora, mientras a la una comenzaba a faltarle la tierra bajo
los pies y se agitaba en busca de su apoyo, su compañera marchaba en
persecución de un lucero errante y no podía otorgársela.

Felipe demostró contrariedad y no volvió a tocar el tema. Pero la tensión


disminuyó en los días siguientes. Celina aguardaba aún y se dedicaba a juntar
argumentos favorables, en la vaga esperanza de que acometerían los hechos y
los pulverizarían.

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Deseaba ser la esposa de Felipe. En una ocasión en que él estuvo enfermo, le
pareció que las gentes que velaban a la cabecera del lecho, la despojaban de
atribuciones que le correspondían. Los convencionalismos le vedaban mostrarse
demasiado ansiosa por el restablecimiento del novio. ¿Cuándo terminaría esa
situación? No decía nada Felipe, pero leía en sus ojos que lo había descubierto.

Una tarde el doctor no se presentó a la hora convenida. La muchacha supuso


un inconveniente cualquiera y lo esperó al otro día. Tampoco lo vio, ni en los que
siguieron.

Debía hallarse enfermo de nuevo. Telefoneó a la clínica donde trabajaba y le


dijeron que atendía las consultas, según costumbre. ¿Qué explicación, entonces?
¿No deseaba verla él? Para Celina, prescindir voluntariamente de Felipe sería
como negarse a la vida, al calor que se derramaba por sus venas, a pasear bajo
los árboles por el campo con un vestido de flores estampadas. Lo insoportable
consistía en que la respuesta que buscaba, se insinuaba demasiado tácitamente
para no oírla. Más de una vez llamaron a la puerta a la hora en que antes llegaba
Felipe. Si estaba sola corría a abrir, pero si sucedía lo contrario, fingía repentino
interés por el tema que se estuviera tratando a fin de que los otros no advirtieran
su angustia. Y siempre golpeaba alguien con una dirección equivocada, o un
vendedor ambulante.

No podía continuar en la inacción. Necesitaba luchar. El orgullo se desvanecía


en humo, carecía de significado. Por fin, el teléfono le trajo la voz de una persona
a la que causa ligera irritación no dominada completamente por la urbanidad, ser
interrumpida en sus tareas habituales, ¿Quería que conversara? –inquirió. Se
reunían a la hora que ella fijara. Celina tuvo la impresión de que él había previsto
que lo llamaría.

Pero, no obstante, los hilos del teléfono juntaron las voces durante unos
segundos. Y eso representaba algo. Se encontraron en un saloncito de té poco
concurrido. Cuando eran felices, esas paredes habían escuchado chisporrotear su
charla, semejante a las brasas del hogar. Las mesas, provistas de manteles a
cuadros y de su correspondiente vaso repleto de flores, se alineaban en un
corredor adaptado al efecto. Una judía, dueña del establecimiento, servía a los
clientes. Mientras esperaba, Celina reparó en el rostro inmóvil de la mujer, en el
que no se estampaba la huella de ninguna emoción. Sus verdaderos intereses
parecían hallarse a muchas leguas del negocio que manejaba. Algún tiempo
después, cuando se enteró de la expulsión del país de la extranjera debido a la
acusación de espionaje, fue que la muchacha comprendió la sensación de frío que
experimentó aquella tarde. Pero entonces la olvidó en seguida. Cuando la rodeaba
perdía importancia, reducía sus proporciones. Sólo ella y alguien más

62
conservaban el tamaño natural, ofrecían contornos reales. Felipe acababa de
entrar.

¡Qué precauciones tomaron para abordar el único tema que les interesaba! El
hombre, en especial, se empeñaba en alejarlo. Quizá recordaba su profesión y
que en algunas ocasiones debía distraer a los pacientes para aprovechar el
momento oportuno de practicar la intervención dolorosa. Confiaba en que obraría
la anestesia. Celina le oía pronunciar un monólogo en idioma distinto. Cierta vez
llegó a Bogotá una compañía francesa de teatro y fue a una representación,
aunque ignoraba el francés. La emoción afloraba al rostro de los actores que
discutían, se ponían tiernos. Pero los espectadores que no poseían el idioma,
debían efectuar un gran esfuerzo de concentración para adivinar qué motor
impulsaba los actos. Ahora le sucedía igual. No lograba apoderarse del hilo
conductor. De repente, él tuvo prisa por acabar, lo mismo que si le urgiera hallarse
en otra parte. En su voz se transparentaba curiosidad por medir el efecto que
producía:

- Mi viaje está resuelto. Comprenderás que no puedo perder esa


oportunidad. Y puesto que voy a marcharme talvez para siempre, juzgo lo
más conveniente para ti que no volvamos a vernos.

Alguien proyectaba hacia atrás una cinta cinematográfica y escenas pasadas


llenaban la imaginación de Celina. Siempre había hecho de lado las propias
penas, a fin de consagrar su capacidad a compartir las de él. Cómo una colmena
se llena de miel, le sabían a los labios las palabras que lo consolaban, y todo eso
era natural. ¿Por qué debía callarse, disimular? Hubiera deseado realizar
cualquier acto extemporáneo, atraer la atención de las personas congregadas en
el local a fin de obtener testigos de lo que le hacían. No se trataba de un desprecio
a ella sola. Sentía la necesidad de protestar en nombre de otros. Y apenas
repetía:

- De modo que nada era cierto y te vas… ¿Te vas?

Desde su sitio en el mostrador, los ojos de la judía no se separaban de ella. Pero


en esas pupilas no ardía un rastro de interés.

Se dirigió a la puerta y Felipe la siguió. Se mostraba tierno de nuevo y le dijo:

- ¡Qué bobita eres!... tienes que comprender mi situación. Suceda lo que


suceda, sólo te querré a ti. Debía vengarse. Pero ¿en qué forma? En los
Planes de Felipe para el futuro no figuraba ella. La había descartado por
completo. Y, no obstante, existía una manera. Estaba a su alcance robarle
el recuerdo que conservaba. Hacer despreciable lo que él consideró

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hermoso. Con eso le haría daño. Para lograrlo tendría que rebajarse ella
misma, pero no le importaba.

A medida que los pasos de ambos los conducían en direcciones opuestas, su


cólera perdía tiraje, se extinguía. Al penetrar en su habitación no le restaba sino
una gran laxitud. Se preguntaba si había entendido las palabras de Felipe. ¿No le
aseguró que la quería…? De pronto pensó que padecía un error y a ella le
correspondía ayudarlo. Volvería a llamarlo. Defendería su causa con elocuencia
para pintarle la verdad:

- No te suplico por mí. Sólo me preocupa tu felicidad. Me necesitas.

Se creía con la responsabilidad de que todo se desplomara por su torpeza.


Precisaba agotar los medios a fin de salvarlo. Después se inventariarían los
destrozos. Pero que le dejaran lo esencial. Se conformaba con un resplandor de la
antigua corona, con un pedazo de túnica. El ángel caído aún evocaba la divinidad.
Lo amaba más comprensivamente que nunca. Y su corazón se aceleraba con el
deseo de obrar.

Él le concedió una segunda entrevista. La gracia del señor a la sierva. Pero las
palabras convincentes que Celina bordaba en soledad, no brotaron de sus labios.
Bruscamente pensó que estarían fuera de sitio. Él conservaba el mismo aire de
persona a la que apremia despachar un asunto penoso. La mujer se aferró a la
esperanza de obtener una especie de conmutación de la sentencia, un hilo que la
atara al pasado. Musitó:

- Me gustaría verte algunas tardes, en el parque, antes de tu viaje. Nadie se


enteraría. Al anochecer, el parque se va quedando solo y da ganas de
llorar. Nos sentaríamos en un banco y tú hablarías de las cosas que
hubieras hecho. Yo callaría oyéndote. ¿Qué te parece?

Felipe replicó, asombrado:

- ¡Hay que ver la clase de programas que se te ocurren a ti!

La máscara de la judía no se apartaba de la de Celina. Le pareció que no podría


soportarla por más tiempo. Y huyó.

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Capítulo XII

La madre enferma sigue desde la cama los movimientos de la hija. Quizá


recuerda lo que experimentó en otro tiempo. Sin decir palabra, se solidarizan. Ya
no son sino dos hermanas que lloran.

Existe la sospecha de que Cristina tenga cáncer. Cuando el médico lo insinúa,


el nombre desciende con la inflexibilidad de la cuchilla en el Termidor. En un barrio
pobre de la ciudad se yergue una construcción en forma de cubo, blanca y
espaciosa. Si no se leyera en la fachada, en grandes letras, el nombre, sería
alegre y bonita pero las letras ponen pensativos a los transeúntes.

Dos corredores anchos, con piso de baldosa limpio y brillante, dividen el edificio.
Por ellos se deslizan enfermos que conducen camillas o portan niquelados
instrumentos de cirugía, y doctores en el blanco aséptico de sus mandiles. Hay
salas de consulta, de operaciones, de rayos X, Y, por fin, el lugar en que los
enfermos se dirigen por turno a ponerse en contacto con la extraña materia
descubierta por Mme. Curie. Algo de la reverencia y misticismo de un templo
palpita allí. Se habla en voz baja, se camina de puntillas. Los aparatos
cuidadosamente bruñidos centellean y se diría que la aguja provista del radium es
la santa reliquia que los desesperados anhelan tocar.

Uno de los oficiantes del templo, joven y de expresión bondadosa, examina a


Cristina. Le habla con el acento uniforme de quien repite preguntas formuladas
innumerables veces. En las respuestas se nota, en cambio, la tensión del reo en
un consejo de guerra. Si el juez advierte cualquier contradicción la condena es
segura.

La voz del facultativo resuena dulcemente y transmite calor. Cristina lo


agradece. En el camino de regreso hace planes para el futuro:

- Ahora podré cocerte el vestido de esa revista que te gustó tanto.

Habla persuasivamente. De cuando en cuando, al modo que si la fiera


encadenada de su temor se despertara, clava los ojos en Celina. Juzga que la
expresión de esa cara delatará lo que la espera.

En adelante se dirige al hospital cada mañana. Los demás enfermos le cuentan


sus casos y se va familiarizando con ellos. La carne hacinada en aquel sitio inspira
respeto supersticioso. Algunos de los atacados por el mal andan con muletas.
Otros llevan vendajes.

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A las mujeres se les presentan los tumores en los pechos o en la matriz. Se
doblan bajo el peso de su carga. En la casa de Cristina las conversaciones de la
familia giran alrededor del cáncer. Ella trae los relatos que oye en el hospital:

- A un militar viejo, el coronel Peña, le aplicaron el radium para un tumor que


le había salido en la lengua, y con tan buen resultado que pudo volver al
cuartel. Entre los enfermos se comenta la muerte de una señora entrada en
años. soportó la agonía lenta y penosa, suspirando:
- Expío lo mucho que gocé en la vida. A los que escuchen a Cristina les
parece verla hundir en una trampa. No pueden hablar para avisarle el
peligro. Celina siente que el miedo que hace cada vez más denso y que
pronto lo invadirá todo.

¡Si contara con Felipe! Descansaría en su ciencia, en su coraje. Él indicaría lo


que era posible conseguir. Ya sin voz los labios, aún le implora desde el fondo del
ser. Llama como una niña en un cuarto oscuro. Pero nadie se acerca para
responderle.

Sólo Cristina conserva la confianza, tiene consigo a su hija para que le ayude.
¿No es instruida, joven? Antes, al oírla cambiar opiniones con los viejos amigos de
la casa sobre temas que siempre había creído reservados a los varones, sonreía
de placer. Ella será quien la defienda.

Dentro de su cuerpo se introduce el radium. Para que libre la batalla, la mente se


adormece. Moverse cuesta Cristina dificultades inmensas. No habla. Está
silenciosa, suspendida la respiración para contemplar lo que ocurre dentro de sí
como algunas recién casadas con el amor. Ya nunca puede asomarse Celina a las
aguas verdes de las pupilas de su madre, sin que la persiga un reproche. ¿Por
qué permite que la maltraten, que experimenten con ella? Si sobra algún dinero,
se pide un taxi para que la conduzca al hospital: de lo contrario va en bus, que se
bambolea a lado y lado.

El hospital no cobra un centavo, pues prestan servicios gratuitos a los pobres.


Sin embargo, se impone acudir a los usureros y prestar sobre el sueldo no
devengado aún. Cuando lo pagan, las deudas copan el total. Lo peor consiste en
que Celina quiere vestir bien, para que Felipe la vea, y fía ropa en los almacenes.
Acaban por convertirse en prohibidas determinadas calles, por las que el riesgo de
cobros inoportunos le impide cruzar. En su cerebro danzan cifras y cifras, éstas
sufren metamorfosis sucesivas. Una partida grande va perdiendo volumen a fin de
permitir atender otros gastos, indispensables también.

Gracias a esa habilidad de prestidigitador, Cristina puede ir a tierra caliente.


Pero la plata no alcanza para costear el viaje de una persona que la acompañe.

66
Sentada en su puesto del tren, se recorta tras la ventanilla el pálido rostro. Celina
y Enriqueta se preguntan de qué manera soportará durante el trayecto las mil
molestias que padecen los viajeros. Nadie la aguardará a la llegada para guiarla al
hotel. Tendrá que dormir sola en una pieza, ella que no ha pasado una noche lejos
de los suyos en cuarenta años. ¡Qué diferente cuando la madre de alguna de las
amigas ricas de Celina decide cambiar de aire! En el confortable automóvil se
amontonan mantas, medicinas contra el mareo, lociones y golosinas. Se evitan las
transiciones de temperatura demasiado bruscas y los médicos cavilan para dar
consejos y prescripciones.

Ahora que se marcha, mira más hondamente a las hijas. La compasión por ellas
la invade como un vino tibio. Ha hecho prometer a Celina que asistirá a la fiesta
que los compañeros de trabajo preparan para el día siguiente. Supone que en esa
forma se distraerá.

La reunión se lleva a efecto en el campo. Los empleados aprovechan la ocasión


de festejar el cumpleaños de su jefe para absorber viento y sol. La decoración de
árboles y yerba fresa les devuelve una visión extraviada. Celina ha pedido que
inviten a Graciosa, ésta siempre acompaña a Cristina cuando se queda sola. Y
quiere recompensarla con un rato de expansión.

Los asistentes la reciben con gusto. Sus pupilas rehúsan separarse del
semblante encantador. Así sucede con cuantos la conocen. Nunca, cuando va con
Cristina al hospital, las someten a un tiempo demasiado largo de espera en los
fríos corredores. Sólo entonces la enferma no se fatiga de permanecer en pie
durante horas.

No obstante esos homenajes, Graciosa piensa que la vida la ha defraudado. Lo


mejor, el dinero, los objetos bellos, la existencia grata, la seguridad de disfrutarla,
pertenecen a otras. Cuando obtiene algo que desea, parece que se apodera de
una arma que le sirviera para vengarse.

Con Celina también se muestra rara. Si ésta compra un vestido, las palabras
con que lo elogia se arrastran fatigosamente por su garganta. Se diría que la
molesta la independencia económica de su amiga y que adopte aires de
suficiencia. Al mismo tiempo le ofrece pruebas conmovedoras de cariño. Es capaz
de recorrer las librerías durante horas para obsequiarle un libro que cree le
interesa. Y en recompensa frecuentemente no recibe sino un gesto displicente de
la agraciada, que prefiere escoger los libros por su propia cuenta.

Pero cuando Celina conversa con Graciosa de sus amores, le parece que se
mira en un espejo. Se sienten compañeras de cofradía, iniciadas en sus secretos.
No tienen que perder un tiempo precioso en explicar demasiado, como ocurre en

67
la amistad con los hombres. Las páginas favoritas de los libros que Celina lee a la
otra, reproducen en ésta emociones que ella experimentó. La gracia y la
petulancia de la más joven, la enorgullece. No envidia su éxito. Es el de las
hermanitas pequeñas con las visitas, que cobija también a las grandes.

Alguien conduce lentamente a Celina a la pista de baile. Un negro canta un


bolero. ¡Qué vulgar y reluciente de grasa la que se inclina sobre ella! Si Felipe la
llevara en los brazos de nuevo…

Entre los invitados se mezcla un joven compositor, amigo del agasajado. Sus
obras folklóricas son originales y vibrantes y se comenta el anuncio de una obra
más vasta, un concierto para piano. Celina pide que se lo presenten. ¿No se trata
de un artista, uno de aquellos seres privilegiados que venera desde la infancia? La
tarde ha adquirido relieve. Se abona un acontecimiento que le hará sobresalir
entre las otras.

El músico conversa con las amigas y al terminar la fiesta, resuelve


acompañarlas. Se ha hecho noche encerrada. En la frialdad del aire se destacan
las figuras y lo mismo ocurre con las sensaciones. El compositor habla de música,
de arte, de belleza. Celina lo escucha con el entusiasmo del amateur de teatro en
la sociedad de sus estrellas predilectas. El músico pone en las palabras las
sonoridades nuevas e imprevistas de las teclas de su piano. A su conjuro se
eclipsan el hospital, el abandono de Felipe. Quisiera continuar en un mundo, oír
indefinidamente al encantador.

De pronto le llama la atención la actitud de Graciosa. No es la misma de siempre.


Se ha levantado entre ambas una muralla de hielo. La fría solidez las separa,
aunque les permite observarse. Saben que persiguen el mismo objetivo. Graciosa
tiene la carnosa boca suavemente entreabierta. Los ojos le brillan. Habla de su
admiración por la música, y Celina pliega los labios con desdén. “Nunca le
gustado-piensa. Se trata de un viejo truco para atraerlo. ¡Y se atreve a usarlo
delante de otra mujer!” El tono de las palabras que se cruzan difiere del que
acostumbran cuando están solas. Se sobrepone el deseo de ganar la aprobación
de él. La antigua amistad no cuenta. Pueden herirse en lo vivo afectando el aire
más inocente. Y, sin embargo, no se odian. La competencia les causa el placer de
dedicarse a un deporte en que el contrario exhibe aptitudes iguales.

¿Adivina el músico lo que bulle en el alma de sus acompañantes? El posee su


propia versión de los hechos. Lo que se impondrá en definitiva. Se despide al
llegar a la puerta de Celina y continúa el camino con Graciosa, triunfante. La
primera los contempla un segundo, mientras se borran. Luego sube
despaciosamente las escaleras de su casa. Adentro la espera lo inexorable.

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Capítulo XIII

Pasados unos días regresó cristina. La piel amarilla que le envolvía los huesos
colgaba fláccidamente. Durante un tiempo ensayó reanudar la actividad hogareña.
Prescindía de los narcóticos para no amodorrarse y medía el pequeño
departamento a grandes pasos, con sus labios apretados para no gritar. El tumor
cumplía su ley de invadir y absorber con el empuje de una vegetación selvática. A
poco la enferma no pudo luchar más. Parecía una persona retenida contra su
voluntad. El médico no hacía nada por ella y sus fórmulas apenas alcanzaban a
llenar un renglón del papel.

Cuando le llevaron el viático y se irguió en la cama para recibirlo, fue posible


apreciar enteramente los estragos del mal. Se diría que el dolor la había marcado
de tal suerte que hasta los cabellos poseían una sensibilidad especial y habrían de
erizarse si se tocaban.

Una tarde regresó Celina del trabajo y se arrodilló a los pies de la cama. La
morfina producía su efecto y hacía dormitar a la madre, pero debió saber que la
muchacha estaba allí porque, sin abrir los ojos, dejó vagar una sonrisa por el
rostro desfigurado. Era una sonrisa que se le había perdido a Celina y la
trasladaba mucho tiempo atrás, cuando una niña jugaba sin tener que
preocuparse de nada. Esa noche murió sin recobrar el conocimiento.

En la caja, el rostro dormía tranquilo. No conservaba recuerdos terribles. Las


acciones se perfilaban, aristocráticas, aunque no había sido sino la hija de una
costurera. Celina y Enriqueta la miraban, fijas. Sentían que por la fidelidad con que
se prendiera de sus retinas esa forma menuda, la librarían de ser sombra, polvo.

Al llegar la hora, sostenida por los amigos, la caja se deslizó por la escalera y fue
introducida en su carroza de cristales. Luego se mezcló en el tráfico de la calle, en
el que as coronas ponían los punticos de verdor de las hojas en la corriente de un
río.

Regalaron a los pobres las ropas de Cristina. Parecía que no debía quedar
ningún recuerdo tangible del pasado en la nueva etapa que comenzaba para la
muchacha. Felipe le hizo visita de pésame. Era un espectador cortés pero
indiferente. Su viaje al exterior se avecinaba.

El último golpe lo constituyó la ausencia de Enriqueta. La reclamaba la familia


del marido. A su lado obtendría ventajas económicas para la educación de los
hijos, que no se hallaban en condiciones de desaprovechar. Llevaría a efecto el

69
viaje dentro de pocas semanas. Celina contemplaba la perspectiva de vivir entre
extraños en su propia ciudad, en una pensión de las llamadas “de familia”.

El viento lo arrasaba todo: casa, árboles, fuente. Cerca de ella percibía sombras
que hacían ademanes. Eran las amigas de Enriqueta. Bajas, regordetas, unas a
otras de nariz ganchuda y ojos metálicos. No entendía sus palabras. No tenía
ningún ideal al que pudiera consagrarse y que le sirviera de compañero de viaje.
Se adentraba por las fronteras de un universo desordenado, incapaz de
comunicarse con la gente. Cuando se encerraba por la noche en su habitación se
despedía de los que la acompañaban con un “Buenas noches, señor”, “Buenas
noches, señora”, lo mismo que si los viera por primera vez.

En la calle, perdida entre la multitud, palpaba lazos de solidaridad con el chico


vendedor de periódicos, el cansado conductor del tranvía, cualquier desconocido
con quien, de pronto, como el que advierte en una cara rasgos de familia que
prueben un parentesco, se sentía unida. Pero no les hablaba. ¿Qué podría
decirles? En la oficina las tareas se reducían a colocar números y números en las
tiras blancas de la máquina calculadora. Trabajaba en un pasadizo largo,
alumbrado por luz eléctrica. A lado y lado se levantaban dos ventanales, pero un
edificio y una inmensa pared le impedían distinguir el cielo. Los números se
divertían escabulléndose, de modo que las sumas nunca salían correctas. En vano
acercaba los papeles lo más posible a los ojos para apoderarse de los bromistas.
Se transformaba en su perseguidora implacable y si los pillaba exclamaba
satisfecha:

- ¡Ajá! Aquí está la partida de 24.55 que faltaba. ¡Qué lejana Leonor Alba y
los proyectos que forjaban! ¿Habría existido alguna vez Leonor Alba? Aún
en el tiempo que estuvo enamorada de Felipe no careció de inquietudes.
Sabía que aquello terminaría. Ese sentimiento no la turbó con Leonor. La
época en que la había conocido se teñía del color de lo inverosímil.

En su cuarto pasaba horas enteras frente al espejo. No pensaba en nada. Un


día se apoderó de las tijeras y se cortó un mechón de cabello. Quería hacerse un
peinado distinto. Cortaba febrilmente y al final el pelo estaba más arriba de la
oreja. El espejo reflejaba una cara asustada, en tensión. Los domingos se dirigía
al cementerio y colocaba flores en el nicho de Cristina. Se hallaba en una de las
filas más altas porque no alcanzó el dinero para comprar otro mejor situado, de los
que pueden arreglarse cuidadosamente y sentir próximos. De saberlo, Cristina se
entristecería.

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Alguien le puso en las manos, las obras de Shakespeare y se entregó con
avidez a la lectura. Allí se encontraban los personajes: Julieta, Ofelia, El rey Lear,
como si el mundo se recreara.

71
Capítulo XIV

También los compañeros de oficina parecían de una especie diferente. Su vida


se encontraba reglada y rotulada como los libros de contabilidad. Dos veces al día,
a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde, disponían de diez minutos para
subir a tomar el café a un saloncito situado en el segundo piso del edificio.
Abandonaban las tareas con la alegría de los chicos al sonar la campana del
recreo.

- Me gustan mucho las películas mexicanas –decía el señor Cordero, quién


tomaba invariablemente la palabra en la mesa en que se colocaba Celina.
¡Qué ojazos los de Mapy Cortés! No me negarán que es divina.

¿Era posible hablar allí de conciertos, de conferencias?

- ¿Qué hace fuera de la oficina? ¿nada?

Un hombre de regular estatura, de unos cuarenta años, se dirigía a Celina. Los


ojos, tras los lentes, se ocupaban de medir concienzudamente a los demás y
había un rastro de huida e ironía en la boca, como si se burlara de lo que le
rodeaba, de la oficina, de él mismo. Parecía buscar contacto con los otros y, al
mismo tiempo, mantenerse a gran distancia, sólo y extraído.

-¿Nada? –repitió. ¿Puede pasarse sin soñar? No importa que los sueños no se
realicen, pero hay que tenerlos. Se cultivan amorosamente y después… se hacen
surgir otros. Es vestir la vida con un ropaje mágico. ¿A qué acuden las mujeres
para compensar la necesidad de soñar?

Las miradas de los dos se cruzaban y se hacían amigas antes de saber nada de
ellos. Desde ese día, apenas llegaba la hora de subir al café, Celina buscaba la
silueta de Vicente Rodas, que se deslizaba procurando no llamar la atención,
vestido con pulcritud, cuidadosamente afeitado y los ojos brillantes de curiosidad a
través de las gafas. ¡Qué raro no haber reparado en él! ¿Pero acaso se fijaba en
alguno de sus compañeros? Se había habituado a considerarlos aditamentos
móviles de los escritorios. Cada uno ignoraba lo que se resolvía en el alma de su
vecino. Durante meses, una mecanógrafa trabajó al lado de Celina. Cambiaban
apenas las palabras indispensables. Semanas y semanas juntas. Un día, gran
agitación. Laura había fallecido la noche anterior. Los médicos notaron indicios
sospechosos. ¿A qué atribuir esa muerte repentina? La autopsia reveló que se
trataba de un envenenamiento. Poco a poco se divulgó la noticia. La mujer apeló a
ciertas drogas para tener un aborto. Mientras escribía en la máquina rumiaba su
tragedia. No era Laura la que se sentaba en el escritorio contiguo al de Celina. Era
72
la tragedia. Quizá, de escuchar con atención alguna de las palabras, hubiera
podido atar cabos y seguir pistas. Prestar ayuda. Pero Celina no lo hizo. Nunca la
oyó.

No los identificaba sino el endeble lazo del deseo de complacer al jefe.


Acompañaban mentalmente la jornada del reloj, ansiosos por separarse al llegar
las doce. De lo que les importaba de veras no hablaban con libertad, a la luz. Se
escondían en los pasillos oscuros a comunicarse los pensamientos en susurros.
Algunos como Vicente, apelaban a curiosas estratagemas para soportar el peso
de las horas, se refugiaban, imaginando vivir otras existencias. Mientras se
inclinaban sobre el escritorio, la fantasía volaba. Se persuadían de haber ganado
la lotería, o de que dirigían una gran revista literaria. Preparaban los editoriales y
casi los entregaban firmados, con la tinta aún húmeda, al linotipista. Distribuían el
material y escogían los nombres de los que debían encargarse de los artículos de
fondo, y los versos que publicarían. También podían ser perseguidos políticos,
sufrir grandes desgracias. Lo de menos consistía en que fuera bueno o malo lo
que aconteciera. No se trataba sino de añadir un motivo al cuadro, triste o alegre,
para que éste se animara. Andaban a la pesca de errores en el trabajo ajeno, que
señalaban con el placer del niño que repara en una palabra mal pronunciada por
los mayores. Para ellos no existían sino papeles con números, cada uno
semejante al anterior. Y la obligación de despacharlos rápidamente. Los rasgos
humanos tras las hojas, no se distinguían.

La sala de espera del director se colmaba por las tardes de aspirantes a empleo,
las caras insistentes. Una señora venida a menos se instalaba en una silla junto a
su hija. Quería un puesto para ésta. Lo necesitaba hasta el punto de que si no lo
conseguía, la vida vararía de órbita, giraría enloquecida y no al ritmo sosegado
que ella conoció antes, en la casa de los padres, o recién casada, hasta que
quedó viuda y las calamidades aumentaron. Mientras le llegaba el turno de hablar
con el jefe, charlaba, la cabeza sosteniendo el sombrero de un negro verdoso pero
con pluma y velo. Y se diría que en esa cabeza que procuraba erguirse y no
obstante se doblegaba, estaba concentrado cuanto le inculcaron los suyos para
evitar que la gente adivinara que no había comido ese día.

A ninguno le pedían en aquellas oficinas que diera lo propio a fin de superarse.


Hacían solamente el papel de trabajar y la imitación los asfixiaba.

Pero, al conocerse Lina a Vicente Rodas, se expandía alrededor de los dos el


bienestar de una chimenea que acababa de encenderse. Hablaban de los libros
recién leídos y se engarzaban en comentarios, de modo que el tiempo corría sin
que lo notaran. Él escogía lecturas claras y aladas. Entre los autores del siglo

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pasado, Stendhal lo atraía, pero repudiaba a Balzac. De las mesas vecinas los
oían con estupefacción. Esos temas los aislaban más. Vicente no se inmutaba:

-Balzac se complace en pintar la sordidez que nos rodea. Los libros deben
mostrarnos otro panorama, que nos sirva precisamente para huir de ella.
Regresaban a sus escritorios mucho después de los diez minutos permitidos y
hubieran realizado cualquier sacrificio por resultar invisible a las miradas del jefe.
Pero habían engullido con el café una porción de color y movimiento. Sobre los
papeles danzaban sombras. ¿No era una de ellas Katherine Marnsfield, con su
amor por la vida? Mitad inglesa, mitad irlandesa, morena y con los ojos negros, en
medio de las hermanas rubias y de la madre, alta y espigada. Vestía de blanco, su
color predilecto, y parecía asombrada, ¡tan asombrada! ¿Transcurriría la infancia
de Katherine en la Isla Norte o en la Isla Sur? Porque su isla surgió del mar con la
forma de un pez, con clima dorado, con árboles de navidad en verano. Vicente y
Celina se enteraron que los habitantes de la capital de Nueva Zelanda que
residían en ciertos barrios debían montar cada mañana en un vaporcito para
trasladarse al lugar de su trabajo. ¡Cuánto les gustaría eso a ambos! ¿Por qué no
podían pasar unas vacaciones en Nueva Zelanda? ¿No tendrían que vivir
realmente sin una vida, de empleados del gobierno?

¡Los viajes! Si las obligaciones de Vicente lo mantenían atado a aquel escritorio,


deseaba que por lo menos escaparan los que pudieran. ¿Por qué Celina no salía
a conquistar el mundo “ancho y ajeno”?

-Entre los países suramericanos no sé por qué, el Ecuador-continuó una


mañana. El Archipiélago de Galápagos y el Chimborazo, los indios y la colonia, se
encuentran allí. ¡Y qué fáciles! Se solicita la visa, se cambian unos cuantos pesos
por sucres, se toma el avión. Vaya a pasar las vacaciones o mejor, una temporada
más larga. Usted podría conseguir un empleo en Quito.

Era oír su cuento fantástico. ¡Irse sin conocer a nadie allá! Pero al mismo tiempo
el plan sugestionaba a Celina. Al día siguiente comunicó a su amigo:

--Pasaré mis vacaciones en Quito.

Ya tenían un proyecto de qué hablar.

El interés de Vicente por ella no pedía nada en cambio. La hacía sentirse como si
antes hubiera dado y ahora recibiera. Era una sensación nueva, preciosa. La del
muchacho que crece sin padres y que de pronto sabe que los tiene y que es
importante para ellos.

Él también había sido amigo de Leonor Alba y cuando hablaban de ella les
parecía encontrar un motivo familiar en una pieza de música. Igual nostalgia de
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ser acariciados por una brisa ligera los conmovía. Y de los recuerdos combinados
de los dos se desprendía una fuerza capaz de resucitar el pasado bueno y alegre.

La religión de Vicente consistía en el respeto a cada ser para desenvolverse.


Pero a él lo detenían raras inhibiciones. Recordaba al médico convencido de la
virtud de una droga que rehúsa aplicarse. Estaba seguro de que a Celina la
favorecerían las experiencias que recogiera en un país extranjero. Su secreta fe
prendía con rapidez en ella.

Meditaba continuamente en el viaje. Significaría una realización que no estaba al


alcance de las otras empleadas, produciría interés en su pequeño círculo. Podía
conseguir recomendaciones de personas apreciadas en el Ecuador y trasladarse a
tener fortuna allí. Por lo próximo debía escoger el Ecuador. Además, un país de
territorio reducido le inspiraba confianza. Las gentes no la herirían con su
presunción, como las de las naciones más extensas y prósperas.

Nada la retenía en Bogotá. Con la ausencia de Enriqueta se cortaba el último


lazo. Nunca había tenido una sensación tan clara de que escogía el camino por su
propia voluntad y, al mismo tiempo, de que aquello se hallaba dispuesto de tiempo
atrás, sin que se hubieran tomado el trabajo de consultárselo. Con su confianza,
Vicente la sostenía No pensaba en él y en que le agradaría conservarla a su lado.

La imagen de Felipe reaparecía intermitente, en una especie de melancólica


revisión. Mostraba aspectos interesantes y dulces que se imponían a los
negativos. Su nombre constituía un leitmotiv y aún la emocionaba encontrarlo en
los periódicos. Pero se iba apagando. A veces soñaba con la llegada de un ser
encantador. Era inteligente, de gran figura y rico. Lo fabuloso del personaje no
impedía que le gustara pensar en él.

Realiza los preparativos del viaje sin medir los riesgos. Maquinalmente. La
excitación producida por la necesidad de obrar, se imponía al miedo y lo
amortiguaba.

Por fin estuvo listo cuánto se requerís: pasaporte, pasajes, dinero. Vicente le
repitió lo que esperaba de ella. Fue a despedirse de las tumbas de Cristina, don
Francisco y Leonor. Contempló largamente el paisaje que rodeaba su casa, en las
laderas del cerro. Los pinos graves y los eucaliptus, bañados por una luz a la par
íntima y fría. Se inclinó para recoger la mirada húmeda de Boby, el perro. Los
muebles de la sala, el armario del cuarto, los estantes de libros, se dedicaban a
recordar lo sucedido en aquellos años y le hablaban suavemente de ello.

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El avión se parecía a un artefacto maravilloso de “Las mil y una noches”. Celina
avanzó detrás de los demás pasajeros. La portezuela metálica se cerró a su
espalda.

76
SEGUNDA PARTE

EL MUNDO

Capitulo XV

A ratos vuelan sobre


pequeños pueblos y
campos; a ratos los
envuelven cortinas de
vapor y se vela el
paisaje. Celina observa
la distribución del
aparato, tan liviano y tan
sólido. La impresión de
su poderío se le
transmite. Experimenta
un sentimiento especial,
una especie de orgullo
por pertenecer a esa
raza que domina los
elementos. A intervalos
lee una obra que le ha
obsequiado Vicente:
“Los Argonautas de
Cristal”, de Knut
Hansum. Comprende la
intención que lo ha
impulsado a regalarle
aquel libro. También ella sale de su rincón, ávida por llenar la retina de paisajes,
de imágenes.

Sus compañeros son en su mayoría yanquis, bien vestidos, rasurados, de caras


que no le entregan ningún mensaje. Nada los une, y sin embargo, durante horas
están sujetos a una suerte común, como en la vieja película en que viajeros que
previamente no se conocían, se dirigen sin saberlo, al remoto país donde los
hombres son felices, Shangri-La.

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Descienden en un aeródromo, una llanura extensa y desolada bajo el cielo
neblinoso. No hay conexión con el avión de Quito, y Celina debe proseguir el viaje
por tierra. Con las alas de la máquina la abandona la arrogancia. Ya no bajará de
las nubes sobre Quito, sino que deberá arrastrarse por el suelo, dar codazos,
luchar por conseguir un puesto en el bus. En cambio, se le acercará la visión de
los amigos, los ríos, las ciudades. Será un tapiz por el que ella camine. Pero no lo
sabe.

Rumichaca señala una división, obliga a repetirse atrás queda Colombia, y allá
el Ecuador, una tierra distinta. ¿Por qué distinta? No existe ninguna valla natural
que las separe. Ninguna particularidad se marca en el terreno, que continua
ondulando suavemente ambos lados.

Pero talvez sí resultan peculiaridades para los ojos que estrenan un paisaje. Al
bajarse del bus en un pueblecito minúsculo que asoma a la carretera, compuesto
por casuchas que se inclinan unas sobre otras como para aconsejarse no caer.
Celina siente una rebeldía, una protesta. En la aldea se construye una gran
basílica. La armazón de ladrillos se eleva soberbia. ¿Por qué ella, que es católica
piensa que el peso del edificio aplasta la aldea, aterida de frío, que sus habitantes
son demasiado pobres y no deberían pagar contribuciones para el templo? ¿Por
qué su obligación de obedecer sin escudriñar no le impide considerar injusto lo
que ve allá, del otro lado, no se hizo jamás una reflexión semejante?

A lo largo del camino desfilan los indios. Los descendientes de los Incas, el
pueblo conquistado. Integran el paisaje, lo mismo que los cactus y los nevados.
Cumplen el fin decorativo de las criaturas vestidas con kimonos en las estampas
japonesas. Pero son ajenos con sus trajes, sus costumbres, sus caras.

Al llegar a Quito, procura fijarse en los detalles acogedores de la arquitectura


urbana. Está en un bosque y señala puntos de referencia. Las casas, los árboles
del parque, antes que las personas. Comunicarse con ellos resulta más fácil.
Pasear bajo las alamedas del parque será grato.

Tiene en la pensión un cuarto pequeño y oscuro. Al encerrarse en él recibe la


impresión de caer en un pozo. Todo es extraño. Ni un solo semblante le sonríe en
un recuerdo. ¡Si pudiera escapar, volver a su mundo de siempre, a la piecita
desde donde divisaba por la mañana los crisantemos y las acacias y escuchaba
las mismas voces! Eran buenas, amistosas. Los retratos de Cristina y Leonor, los
libros que ha traído, la ropa, se convierten en objetos sagrados. Bebe con avidez
las cartas que recibe de Bogotá. Constituyen la certificación de que conserva su
sitio, de que en alguna parte no parece una sombra sino que posee vínculos, una
común raigambre todavía con los seres y las cosas.

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Nunca ha estado tan sola. Ahora la patria se ha ausentado también.

Pero debe preocuparse por la vida. Una compañía con accionistas de ambos
países, establecidos en Quito, acoge las cartas de recomendación que Celina
presenta y le ofrece empleo. El cambio de moneda la favorece. En la empresa se
está operando una revolución de sistemas desde que la maneja un colombiano,
don Rodrigo Tolosa. A éste no le interesa exclusivamente ganar dinero. Ha visto
en la posición de gerente un excelente medio para cumplir un programa
ambicioso. ¿No reza el lema de la firma que más que objetivos de lucro, persigue
un ideal, el de sentar las bases de la unión de los dos países y Venezuela? ¡El
sueño de la Gran Colombia! Don Rodrigo contribuirá a realizarlo. Para eso la
compañía cuenta con agentes en las tres repúblicas y un capital respetable. Se
servirá de unos y otros a fin de sembrar el campo, impulsar el conocimiento
mutuo, el intercambio cultural. Puede crear becas, concursos para los artistas,
poner de su parte a la prensa y finalmente interesar a los gobiernos. Sabe que
cualquier instrumento, hasta el de una compañía comercial, se conforma al
semblante del hombre que lo utiliza. Lo mueve una fuerza secular. En uso de
aquellos seres que experimentan la necesidad de justificarse por el hecho de vivir
y abrazan causas perdidas y nobles a modo de disculpa.

A los socios ecuatorianos y colombianos no les hace gracias que los negocios se
abandonen por lo que juzgan una utopía. Cierto que adoptaron el lema de la firma,
pero a la manera de atractiva propaganda y nada más. Los asusta que se halle
envías de cumplirse. Califican a don Rodrigo de maniático. No se atreven a
sustituirlo, sin embargo, pues goza de gran prestigio, y se contentan con intrigar
solapadamente contra él y arrojarle cáscaras en la esperanza de que resbale y
caiga. Los empleados también están a favor de los contrarios. Les molestan las
innovaciones que el gerente introduce y su terrible actividad. Suponen que la
victoria al fin de cuentas se la apuntarán los más fuertes. Y se encogen de
hombros en la seguridad de que la racha de embarazosas e insólitas tareas
pasará pronto.

Para Celina no ocurre lo mismo. En su horizonte aparecen motivos de interés a


los que nunca había prestado atención. ¡La Gran Colombia! ¿No se trata de una
de esas causas a las que vale la pena consagrarse? Necesita una ocupación que
la embargue, un objetico al cual encaminarse. Don Rodrigo tiene puntos de
contacto con la personalidad de Vicente Rodas. A cada subalterno asigna las
funciones que prefiere. En apariencia deposita su confianza indiscriminadamente
en ellos, lo que molesta a Celina. Pero él aspira a convencerlos, hace de eso una
cuestión de vanidad. Y si la muchacha ha comenzado a realizar tareas de cierta
importancia, si su soledad se puebla de planes, nombres, citas con personajes

79
influyentes, deseos de servir, se lo debe a su jefe. Sus propios problemas no la
afectan igual. Se diluyen en otros, más grandes.

Uno de los resortes que don Rodrigo anhela dilucidar es el de los gobiernos, las
cancillerías. Acude a los despachos empolvados, mientras los funcionarios no
salen de su asombro. Piensan que se trata de un loco, un visionario. ¿Por qué no
se contenta con las palabras vagas de oferta que se conceden a todos? La Gran
Colombia está muy bien como idea, ¿Para qué apresurar loa acontecimientos?
Cada cosa se hará a su hora. Además, se encuentran muy ocupados en averiguar
el número de venías y el tratamiento que merecen los ministros y embajadores. La
resistencia pasiva de los llamados a trabajar por la unión constituye un peso
muerto casi aplastante.

Entonces hay que acudir a otros sectores. Están los jóvenes intelectuales, los
obreros, los indios. Desfilan por las lujosas oficinas de la gerencia, convertidas en
foco de atracción, mientras los socios y los empleados se fruncen. Traen sus
problemas, su mano, y don Rodrigo los acepta como si alistara voluntarios para un
viaje de descubrimiento. Una mañana llama a Celina para anunciarle:

-Voy a presentarle la líder de los revolucionarios bolivarianos, que llegó a pasar


una temporada aquí.

A Celina siempre le ha parecido de mal gusto lo demasiado llamativo. Una mujer


que adopta actitudes extremas, debe hacerlo para acaparar la atención. Inspira
desconfianza. En cuanto a las teorías sociales, no la preocupan. En un tiempo
amó románticamente el comunismo. Era la última palabra para acabar con las
desigualdades entre los hombres. Pero después de frecuentar durante años a
conservadores y liberales y leer libros editados fuera de Rusia, sus conceptos se
han vuelto sanos y prácticos. Un liberalismo bien entendido irá conquistando por
etapas, como es lo razonable, algunas mejoras. Y está dispuesta a defender
agriamente su opinión contra aquella desconocida que, por fuera, ha de ser tan
distinta a ella.

A su lado se destaca la figura de una muchacha baja y un poco gruesa, sin


sombrero y con una apretada trenza alrededor de las sienes. No tiene aspecto
agresivo. Más bien sugiere una campesina, encargada de vigilar los niños, las
cosechas. Asombra oírla hablar tranquilamente de la futura Revolución.

--Resulta cruel pensar que los problemas deben solucionarse con la sangre —
alega Celina, dogmática y dueña de sí. A los congresos y los gobiernos les
corresponde rectificar los errores que se hayan cometido.

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--Pero hay que distribuir mejor la tierra—comenta pensativamente Olga
Aranguren. ¿Y lo aceptarán a las buenas los propietarios?

Celina no desea que le transformen su manera de apreciar los hechos. Obrar, sí,
pero dentro de la comprensión. Se encuentra enseñada a considerar los ataques
muy lejanos, fuera de su órbita. Dispone de muchos argumentos. ¡Le han sonado
tan bien las frases de los discursos que pronuncian los políticos! Nunca se detuvo
a analizarlas y ahora tampoco quiere hacerlo. Sospecha que ese camino la
llevaría a conclusiones y que luego no podría detenerse y tendría que asumir una
posición incómoda. Pero las formas que dibujan las palabras de la mujer también
la atraen. Debe defenderse de su seducción. Sin duda, Olga posee un espíritu
escéptico, de los que gozan con pulverizar las creencias ajenas y no reconocer
ningún acierto. Por ejemplo, ha criticado la ley adoptada en Colombia, sobre
suministro de casas a los campesinos pobres. Afirma que mientras no suban los
jornales y el panorama de éstos se ilumine, la medida no producirá resultado. Sin
embargo, ¿no demuestra buena voluntad, un principio de mejora?—interroga
Celina.

---¿Y los indios?—pregunta Olga.

---Naturalmente, es preciso ayudarles—responde la colombiana.

-El problema sigue tan indisoluble hoy como hace cien años, aquí y en el Perú y
en Bolivia, mi patria.

-Replica ella, y hay un dejo de fatalismo en la voz.

Se despidió pero regresó al día siguiente. Era muy atendida en los círculos
ecuatorianos de izquierda y aunque no pertenecía a ninguna de las naciones
cobijadas por la Gran Colombia, la entusiasmaba la idea. Poseía título
universitario y dominaba varios idiomas. Por curiosidad, Celina fue a una
asamblea estudiantil en que ella pronunciaba un discurso. La figura con falda
negra y blusa blanca, que sobresalía en mitad del estrado, parecía común y
corriente. Las palabras calan graves y lentas como la lluvia cuando empieza.

Luego se convirtieron en arrebato. Se experimentaba la frescura que produce el


cambio de voces en los coros. Celina no había escuchado intervenciones
femeninas en actos públicos, fuera de las de algunas maestras que se
contentaban con leer en un papel frases de circunstancias. Esto era diferente,
juvenil.

Un día en que las dos mujeres se encontraron solas, Olga le dijo:

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-Voy a contarle lo que sucedió en la hacienda de mis padres, siendo yo niña.
Usted debe haber leído que a los indios no se les da comida suficiente, se les
pega, se viola a sus mujeres. ¿Ha pensado en lo que representa que eso ocurra
realmente, aquí, cerca de nosotras? Pero en nuestra hacienda nunca se les
trataba mal. Mi padre había crecido junto a ellos, tenía verdadero espíritu cristiano,
los consideraba. Una noche me despertaron gritos. Era un indio que había sido
azotado en la hacienda vecina y se arrastraba a morir en nuestra casa. Envuelta
en mi larga camisa de dormir, contemplaba yo una cosa que se agitaba en el
suelo, en medio de la sangre. Quizá mi rebeldía nació desde entonces. Quizá fue
el recuerdo de esa noche el que me llevó a la lucha. Porque, aunque se ha
repetido en tantos malos discurso, ¿qué nos sostendría si no fuera una obligación
de esa clase, contraída con nosotros mismos?

Celina ya no discutía. Comprendía que Olga quería ganarla a su causa. Pero la


retenían muchas cosas. Se trataba de un paso demasiado audaz y aunque le
tendieran las manos para ayudarla a saltar, no se animaba. A veces la irritaban las
invitaciones. ¿Por qué no la dejaban en su lugar? ¿Por qué esos indios con que
tropezaba en la calle, esa extraña mujer, la perseguían y le exigían una
respuesta?

Tolosa se contentaba con oír a sus amigos revolucionarios. Concurría


semanalmente a la Iglesia y seguía con placer estético el rumor de los ruegos
litúrgicos, que se levantaban en la penumbra del altar donde un rayo de sol
comunicaba brillos raros a los oros y a los cuadros antiguos.

Pero Celina no podía limitarse a sonreír a esas gentes. Debía ser amiga o
enemiga. Nunca estaban a su alcance las transacciones y era preciso que alguna
de las fuerzas contradictorias de su espíritu acabara por imponerse.

Un anhelo innato de justicia la acercaba a los que Olga defendía. Ese


sentimiento natural la ponía de parte suya antes que el conocimiento científico y
frío de las teorías económicas, de las materias escaparan del seno del capitalismo
y que amenazaban hacerlo estallar.

Principiaba a ver de otra manera a los demás. Antes no pensaba en sus


problemas mientras no la tocaran directamente, pero ahora era capaz de
comprenderlos aunque fueran muy distintos de los suyos.

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Capitulo XVI

El celo de don Rodrigo se extendía a cuanto ofreciera manifestaciones de vida.


Estas podían ser buenas o malas, naturales o anormales, censurables o
ejemplares. En cierta ocasión se presentó entre los concurrentes a su tertulia,
cierto político, mal afamado por su carácter desleal y tristes complejos. Para don
Rodrigo representaba simplemente un ser humano. Estudiar el mecanismo de esa
naturaleza y, sobre todo señalar lo bueno que quedara en ella, resultaba
apasionante. El político acabó convirtiéndose en amigo, que le testimoniaba la
fidelidad de un can. Celina estaba persuadida de que en aquel gerente de
empresa no alentaba un hombre de negocios, ni siquiera un político. Era un
artista. A través de las fisonomías buscaba apreciar los rasgos de semblante ideal:
la patria grande, que sería su obra maestra.

En el camino de sus recientes preocupaciones, la muchacha se fue deslizando a


una segunda etapa. Soñaba con un sistema tomado del modelo Shangri-la,
¡Resultaba tan lógico que los esfuerzos de la gente tendieran a conquistarlo!

Olga la invitó a la casa donde se hospedaba. Allí se encontraban tres


compañeras más. En las reuniones de mujeres solas, Celina sabía que los temas
se circunscribían a los domésticos. Predominaba la inclinación a no ocuparse sino
de lo propio. Pero éstas demostraban el deseo de comprenderlo y asimilarlo todo.
Cualquier suceso acaecido en un lejano rincón del planeta les inspiraba
curiosidad. Hablaban de la necesidad del voto femenino en Colombia, de la
mentalidad del general Chiang Kai-Shek o de los amores de Maurice Maeterlink
con Georgette Leblanc. Cada una, sin embargo, se mostraba diferente a las
demás. Celina se hallaba a sus anchas con las cuatro, pero una corriente especial
de simpatía se estableció en seguida con dos de ellas. Lo curioso consistía en que
no se trataba de que tuvieran las mismas ideas. Ocurría tal vez, lo contrario, pero
la primera emoción ante los hechos las conmovía de idéntico modo. Las amigas
de Olga se llamaban Victoria Castro, Sylvia Donato y Magda Urbina.

Magda se iba a graduar de abogada. Parecía una muchacha francota, con la


cara limpia de polvos y colorete y el pelo liso adelante y sencillamente anudado en
la nuca. Usaba vestido sastre y zapatos de tacón bajo. Reaccionaba en contra de
cualquier adorno provocador de fragilidades y coqueterías y mezclaba en la
conversación términos demasiado enérgicos, lo que chocaba a Celina. No
obstante, no producía la sensación de marimacho. La feminidad alentaba por
dentro, un poco primitiva y basta, como el ensayo de un nuevo tipo que no ha
alcanzado a perfeccionarse. Siendo muy joven prestó su concurso al movimiento

83
obrero y organizó huelgas, lo que la expuso a que la encarcelaran. No obtuvo el
respaldo de sus compañeros que temieron comprometerse, y se abstuvo desde
entonces de participar directamente en esas actividades, sorprendida y amargada.
Vivía sola y mantenía a flor de labios expresiones de desdén para el sexo opuesto.
A Celina le estrechó la mano con fuerza, mirándola de frentes, y ésta hubiera
podido jurar que no le negaría su ayuda en cualquier momento en que se lo
pidiera.

Sylvia Donato era exactamente el reverso de la medida. Linda, frágil, arreglada


con exquisito esmero, recordaba una gatita cuyos movimientos elegantes no fuera
posible dejar de admirar. Pertenecía a una rica familia de Guayaquil y escribía
versos. Celina los conocía y los había encontrado un no sé qué aleteante y
misterioso, difícil de descifrar, igual que si a través de las estrofas parpadearon
ojos a la par burlones y atormentados. Formaba parte de un grupo de escritores
avanzados de innegable talento y últimamente se dedicaba a la poesía social. Por
su nombre, inteligencia y belleza, estaba llamada a ocupar los puestos principales
y ejercer influencia dominante. Sin embargo, se veía que algo fallaba. Celina
observó que se esforzaba en llamar la atención de las restantes acerca de sus
méritos en la causa, como si temiera que se dudara de ella.

--Seguí un curso de capacitación en Guayaquil

---Dijo. Naturalmente, mis hermanos no lo consentían y to tenía que inventar


pretextos para asistir a las reuniones. Pero no fallé. De las quince que empezamos
sólo quedábamos tres al final.

--Yo he venido a ayudarles—dijo Olga, que presentaba los argumentos concisa y


metódicamente, lo que debía provenir de su entrenamiento de varios años en los
comités. El pueblo está resuelto a librarse del régimen actual y por mi parte no
regresaré a mi país mientras me necesiten en Quito. Pero es indispensable
trabajar mucho. Yo lo hago día y noche. Las pesquisas me siguen los pasos y creo
que hasta aquí hay vigilancia.

---Nuestro papel consiste en animar a los obreros, a las mujeres—terció


Victoria, la dueña de casa. Su rostro irradiaba vigor, a pesar del pelo blanco. Sin
que ella lo pretendiera, el lugar donde se instalara atraía la atención general.
Parecía una vieja luchadora, de rasgos firmes y voluntariosos. Su voz mágica se
dulcificaba, no obstante, cuando se dirigía a Zulima, una niña pequeña que jugaba
en un rincón. Pero a sus compañeras les hablaba en tono imperioso aunque
dispuesta también a celebrar sus aciertos si juzgaba que los tenían. Lo
indispensable residía en someterse a la disciplina que imponía a la clase y eso, las
bravas muchachas, incluso la boliviana, lo conocían bien.

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Frecuentar la compañía de revolucionarias, que podían ser conducidas a la
cárcel de un momento a otro, en aquellas horas en que las calles hervían de fiebre
y se pronosticaba un golpe de estado, resultaba excitante para Celina. La
halagaba hablar de sus amigos con los empleados de la oficina, que se asustaban
por su imprudencia. Pero el principal aliciente consistía en que se le presentaba la
oportunidad de vivir en ambiente de novela y de novela rusa. En ocasiones,
cuando estaba con ellas, oía repentinamente tres golpecitos en la ventana.
Cualquiera de las mujeres se acercaba entonces con cautela a recibir un mensaje,
que le entregaba por la reja un personaje de mirada huidiza. Enseguida rogaban
sin ambages a Celina que se despidiera. Y al otro día le contaban: “Trabajamos
hasta las tres de la madrugada y estamos cansadísimas.”

Fuera de Magda, que cursaba el último año de Derecho en la Universidad


Central y concurría al despacho de un abogado amigo, para ejercitarse y ganar
algún dinero, la única obligada a cumplir tareas distintas a las políticas era
Victoria. Desempeñaba un cargo de maestra. Muchas veces Celina las sentía
alejadas de ella y de su sistema de vida, pero las admiraba con el entusiasmo del
neófito. ¿No respiraban la dicha de consagrarse a los que estimaban justo?
Advertía su fe, su abnegación, la parte envidiable de su papel, y se le escapaban
las sombras. Debían precaverse contra la mezquindad de algunos de sus mismos
compañeros, que les tendían celadas; las gentes las interpretaban mal; después
de mil esfuerzos y en su propio campo, descubrían el interés personal siempre
antepuesto al de todos. Pero ellas seguían adelante, aunque las dificultades les
entorpecieran la marcha y les doliera que se desaprovechara lo que tanto costaba
alcanzar.

85
Capítulo XVII

La Revolución del 23 de mayo deparó nuevas emociones Celina. En su tierra, la


generación a que pertenecía no conocía el golpeteo seco de las ametralladoras.
Las historias de don Francisco sobre las contiendas civiles sonaban a leyenda
lejana, casi mitológica. Existían cosas inmutables, que no se discutían.

Se contaba sencillamente con ellas. Con la brisa que acariciaba las hojas de los
árboles; los juegos de los niños; las oraciones de los domingos en la Iglesia. Nada
de eso cambiaba, ni tampoco el turno con que los presidentes se sucedían unos a
otros a su debido tiempo y de acuerdo con la voluntad expresada en las
elecciones.

Celina era un producto de esa fe. Llevaba donde quiera las características que
su patria le había impreso. El oso polar siempre recuerda los hielos y el camello, el
desierto. Amaba la legalidad, pero su corazón se hallaba comprometido con la
causa de los revolucionarios porque el Presidente que querían derrocar, Arroyo
del Río, cometía arbitrariedades y se vanagloriaba de ellas.

En la atmósfera quiteña de esos días, vibrante de mensajes, de guiños de ojos,


de consignas, resultaba imposible permanecer indiferente. Los camiones
inundados de carabineros que empuñaban las bayonetas, los rostros inexpresivos,
desfilaban por las calles, y la multitud volvía la cabeza a otro lado para que no
distinguieran la lucecita pálida encendida en los ojos. Cuando el gobierno cedió a
la presión, empezaron las manifestaciones para celebrar el triunfo. Celina no se
encontraba aislada, a pesar de su carácter de extranjera. Participaba de la
necesidad general de gritar y cantar, como si de esa manera se dieran gracias
porque todo hubiera sido sencillo y no quedaran atrás cuerpos cercenados, casas
quemadas, sangre.

Fue en Guayaquil y en otros lugares donde quedó un saldo de cadáveres. Pero


en Quito las autoridades decidieron no demostrar la terquedad y los nervios
ciudadanos, tensos tanto tiempo, se descargaron. El pueblo hervía en la Plaza de
la Independencia, alrededor del Palacio de Gobierno. Cuando Celina intentó
acercarse a preguntar por Victoria que había tomado parte directa en los sucesos,
los guardias no se lo impidieron. El apoyo popular los volvía tan fuertes que
podían ser confiados. Pero la decisión multiplicada igual que la efigie de una
moneda en los miles de semblantes, imponía. Celina no lograba evitar que un leve
escalofrío le recorriera la espalda.

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La introdujeron al fin cerca del salón donde tenían lugar las deliberaciones de los
jefes. Parecía raro que permitieran el acceso de una extranjera hasta aquel sitio,
pero el nombre de Victoria, repetido a cada centinela, constituía el “ábrete
sésamo”. Cuando estuvo al lado de su amiga, la halló exhausta, hambrienta y
pálida, pero feliz, lo mismo que una madres después del nacimiento del hijo. A su
alrededor se acentuaban la efervescencia, las idas y venidas, las consultas. En la
que fuera sal de recibo del Ministerio de Gobierno, en las sillas doradas, se
acomodaban hombre y mujeres del pueblo. Producía emoción verlos allí, en la
inmensa sala, rodeados de los signos exteriores del poder. La menor de sus
órdenes se ejecutaría en el acto por la gran masa, dócil ahora.
Conservaban la expresión de alegría casi infantil de la multitud, cuyo sordo rumor
resonaba abajo. Se creerían un poco mareados, borrachos o soñadando, con el
temor de que todo se derrumbara en un instante. La situación, no obstante, estaba
transformada. Se hablaba a voz en cuello de la inminente llegada del proscrito
Velasco Ibarra y al nombrar al expresidente fugitivo, una sonrisa de desdén se
marcaba en los labios. Habían bastado unas horas para eso.
Celina no se arriesgaba a entrar a aquel recluta únicamente por curiosidad.
Deseaba cumplir un deber. Los colombianos con quienes comentaba los
acontecimientos, coincidían en aplaudirlos por sus orígenes democráticos,
lamentando sólo que el orden establecido se rompiera una vez más. Detestaban
que el golpe echara al traste ese “baño legal”, que purificaba los hechos, de modo
que fuera posible aceptarlos sin ningún rubor. El conflicto de Celina residía en que
se compenetraba con la victoria alcanzada, y no podía perdonarle que no fuera
por completo “pura”, ¿No existiría un artículo, un inciso de cualquier ley aplicable
al caso? Cuando subió las escaleras interminables del Palacio, tuvo miedo de
llegar tarde. Esperaba que se escuchara su consejo. Sentada en un sofá de
damasco rojo, dijo a Victoria:
--Es preciso dar un giro legal a esto. Te suplico que lo intentes.
Victoria rio. Había pasado un día y una noche impartiendo órdenes, expuesta a
ser atacada por las fuerzas del gobierno, en la tremenda perplejidad de averiguar
qué debía hacerse a cada instante. Estaba cansada y sufría los efectos de la
embriaguez latente. Lo que le proponía Celina era extraño a su mentalidad. Le
contestó:
¿Te das cuenta de que me pides nada menos que hacer declarar constitucional
la Revolución?
Y Celina tuvo que resignarse.

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Capítulo XVIII

En diciembre, el régimen así entronizado parecía viejo y tan despótico como el


anterior. Los revolucionarios afirmaban que habían perdido la oportunidad de hace
la Revolución. Otros hechos que rozaban la existencia de Celina, también
comenzaban a declinar sin haber conocido la madurez. Don Rodrigo no estaba en
Quito. Sus enemigos terminaron por salirse con la suya. Le plantearon una
situación que desembocaba en la renuncia y la aceptaron con rapidez inusitada,
dejando constancia de la pérdida que sufría la empresa y demás frases de rigor.
Ese hombre había logrado más que muchos en largos años. No sólo agotó la
totalidad del repertorio de disculpas por parte de los despachos gubernamentales
de ambos países, sino que inculcó en la conciencia popular la confianza en la
Gran Colombia, lo mismo que en la noche se aguarda el advenimiento del día. Fue
entonces cuando los excelentes miembros de la firma consideraron oportuno
intervenir. Y no era que les chocara la idea de don Rodrigo. Pero éste les
incomodaba. Querían un gerente menos imaginativo, que no se apartara del papel
tradicional de vigilar la marcha de los negocios, sonreír a los clientes, asistir a los
almuerzos del Club Rotario y ofrecer recepciones a las familias principales.
Luego de dimitir, Tolosa abandonó Quito. Su inquietud lo impulsaba a viajar
constantemente. Deseaba cambiar de escenarios aunque los personajes fueran
los mismos. Quizá en el fondo había anhelado la coyuntura que le permitiera
alejarse. ¿No dejaba cumplida su misión al diseñar una hermosa imagen? Cuando
se supo la noticia del viaje, dos obreros se le aproximaron en la calle y le dijeron:
----Queremos tener la satisfacción de estrechar su mano.
¿Habían leído los escritos de don Rodrigo? ¿Alguna de sus frases representó lo
que ellos sentían, sin poder darle forma? Tal vez. Las gentes están a la espera de
alguien que lleve su signo, para seguirlo, como las mujeres a los amantes. Sólo
que en ocasiones él tiene su propia ley y no puede hacer caso.
Tanto había crecido la popularidad de Tolosa, que el gerente que se designó en
su reemplazo, también colombiano, publicó declaraciones en la prensa sobre que
no se separaría de la trayectoria del primero. Pero Celina y los demás conocían
que nada sería igual.
Llueve en Quito y la muchacha odia el frío. Insensiblemente se ha
acostumbrado a no ver a los suyos, a no conversar con ellos. A raíz de la ausencia
de don Rodrigo ha vuelto a estar sola, puede decir que se encuentra sola en el
mundo. Ha hallado, naturalmente, personas bondadosas que la atienden si
enferma y procuran hacerla disfrutar de ratos agradables. Cuenta con el afecto
que cabe en sus corazoncitos. Es de pasta más firme su unión con Victoria y las
restantes mujeres del grupo, aunque se engaña fingiendo creer que llenan
completamente su necesidad de compañía. Las admira con pasión por su trabajo
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y ningún prejuicio la aparta de su lado. Cuando están juntas, la maravilla
comprobar su cordial comprensión. Pero existen diferencias que impiden la
admitan exactamente como una de ellas. Ni la despreocupada Magda, ni la
admirable Victoria, ni la inteligente Olga, ni Sylvia, tan compleja e inquietante, a
quien conoció mejor en Guayaquil.
Porque decide pasar la Navidad en Guayaquil. Quiere huir de las fiestas
hogareñas a que la invitarán. De los árboles de Nochebuena y las cenas familiares
y las miradas cargadas de amor, más visibles en esos días, y las risas de los
niños. Victoria le ha dicho:
-Ven con nuestra “jorga” y tendremos una linda fiestita.
Pero Celina piensa que nada tiene que hacer allí, espiando los preparativos de
Victoria para sorprender a Zulima, los proyectos de las otras en que ella no toma
parte.
Nunca ha sido capaz de orientarse en una ciudad nueva, pero en Guayaquil no
se cohíbe. Le agrada vagar por las calles sin que una alma la reconozca. El sol
implacable, el movimiento, las aguas turbias e indiferentes del gran río, le
transmiten la sensación de su libertad. Los portales que unen cada casa,
formando entre ellas y la calzada un ancho pasillo acogedor, prestan a la ciudad
una fisonomía familiar. Ligera y alegre, Celina se detiene ante un edificio blanco,
moderno. En el último piso se encuentra el departamento de Sylvia.
Las demoras del ascensor le permiten divisar en cada piso un “hall” idéntico al
anterior. Las mismas paredes estucadas y lisas, la misma frialdad de los
departamentos en serie. De pronto, arriba, el ambiente se transforma. Surge una
nota amable. Un cuadro colocado con gracia, da la bienvenida. Al entrar al
departamento, otras pinturas, en las que se explota la riqueza de color de los
trajes indígenas en la abigarrada mezcla de los mercados y los paisajes
ecuatorianos, están regados por doquier. Desde su marco, una “chola” lanza
ojeadas de rencor. Para llamar, Celina saborea el lindo nombre:
--¡Sylvia!
Y ella aparece al punto, diciendo:
--Me había imaginado que llegarías intempestivamente a llamarme.
Se abrazan. Pero en seguida Sylvia hunde su mirada rápida, certera y cruel en la
figura de la muchacha y le dice:
--Tienes la piel dañadisíma.
Celina está dispuesta a reconocer que es cierto. Sabe que Sylvia la acepta en
calidad de amiga íntima, se debe en primer término a que ni la considera rival
posible en el terreno sentimental. Ante esa seguridad, su complicado sistema de
defensas, que no la abandona con otras mujeres, carece de objeto. Únicamente
después de comprobarlo una vez más, está dispuesta a mostrar a Celina lo que es
realmente: una simple y desdichada criatura.

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A los que la rodean les resulta difícil sustraerse a cierto sortilegio que se escapa
de su persona. Parece una exótica flor de refinamiento, que en ocasiones
desprendiera perfume malsano. Muchos la juzgan peligrosa. Celina trata de
explicársela. Ambas demuestran igual sensibilidad. ¿Por qué, entonces, las
distancian tanto los actos?
Desde que llegó al Ecuador la muchacha necesitó revisar sus ideas, como si al
privarse de lo que la acompañaba hasta entonces, estuviera obligada a practicar
un inventario para saber con qué contaría en adelante.
No se trataba sólo de las ideas políticas sino también de las concernientes a lo
que se entendía por moral.
Con sus hermanas o sus amigas nunca se había planteado la cuestión del sexo.
Cuando comentaban una historia escandalosa, parecían convenir tácitamente que
los personajes que figuraban eran muy diferentes a ellas. La curiosidad y acaso la
admiración que les producían, se disfrazaban con exclamaciones de sorpresa de
que tal hecho hubiera sucedido. “Pero si Fulanita estuvo en el colegio conmigo.
¡Quién se lo hubiera figurado!”—repetían---Algunas cosas debían ocultarse
celosamente, lo mismo que si se tratara de faltas cometidas por otros que pesaran
sobre su apellido. Y he aquí que las mujeres con las que ahora estaba en contacto
no compartían ese criterio. Un día fue a visitar a Victoria y encontró con ella a las
otras. Fumaban recostadas en el diván o hundidas en los sillones. Victoria les
preparaba café, para las que formaban parte de esa especie de club femenino que
se reunía en su casa, tenían derecho a ingerir cada tarde una taza, acompañada
de sendas rebanadas de pan de “La Chilena”.
--Toda mujer debería tener un hijo-exclamó Olga.
--¿Quién cree que sigue siendo sana y honrada una mujer con un hijo
ilegítimo?—arguyó Celina. ¿Y la familia? Ninguna puede decidirse fríamente a
hacer eso.
--¡Disculpas que inventamos!-exclamó Victoria con pasión y sin soltar su
cafetera. Mientras vivió mi madre, me dije que no era posible. Ahora me repito que
es tarde y en realidad tengo miedo todavía. Le he dado a mi vida la dirección que
he querido, ¡pero no puedo acariciar un hijo! Cuando estaba de meses Zulima, la
niña que me acompaña, hija de una parienta, muchas veces me quedaba sola con
ella y la criatura sentía hambre. Para engañarla le daba mi seno. ¡Cómo veía
entonces mi fracaso!
Mientras hablaba no descuidaba el café. El rostro bajo el cabello a trechos
dorado, a trechos blanco, era el de alguien acostumbrado a no inclinarlo, franco y
altivo. Celina lo buscó en ese instante, pero ella, bajo el pretexto de verter el café
en las tazas, se lo ocultó.
--Yo tengo un hijo—habló Olga. Allá en mi tierra me espera. Ya me he
acostumbrado a decir que es ilegítimo y la gente a escucharlo. ¡El no se
avergonzará de mi apellido!—añadió apasionadamente y después continuó,
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confidencial:--No estoy amargada aunque soporté lo que a ustedes las hace
temblar. Mi tragedia fue distinta. Nosotras vamos al hombre que se ama limpias
de cualquier otro contacto, ¿pero hace él lo mismo? Yo estaba enamorada de un
hombre casado. Cuando me dejaba para ir a la casa, según sus pasos: en este
momento llega, saluda a la esposa, se sienta a la mesa. Imaginaba los mil temas
que tratarían. Era igual a una niña pobre que mira las vitrinas de los almacenes
por Navidad. ¡No existía ninguna solución para mí, porque sabía que me
encontraba mejor preparada que ella para afrontar la vida y que el divorcio la
hubiera anulado!
Sylvia no había hablado aún. Cuando lo hizo no fue con el acento mixtificado de
costumbre, el que usaba para dirigirse a las mujeres como un rival afortunada y
que le valía que la odiaran. Repentinamente se veía cansada y vieja.
---He escrito canciones de cuna para un niño, pero creo que ya no vendrá—dijo.
En mis amores siempre ha faltado algo. Hay una voz que se queda sin respuesta.
Al final se produce tanto desconcierto que me detesto a mí misma. Paso meses
enteros en cama con una horrible neurosis. ¿Y qué hacer? ¿Encontraré alguna
vez eso que llamamos la verdadera unión?
-Tampoco podemos casarnos con cualquiera sólo por la maternidad—opinó
Magda. Y a nosotras no nos comprenden los hombres. Nos aprecian como
amigas, pero se casan con muchachas del antiguo tipo. Rompieron a reír. Luego
Victoria dijo a Celina:
---¿Por qué te asustan estas cosas? ¿No comprendes que es hipocresía lo que
te impide mirarlas de frente?
Esa charla vuelve a la memoria de Celina mientras contempla junto a Sylvia la
ciudad, aquella mañana en que el sol reverbera sobre el puerto. Frente a ellas,
abajo, las calles están llenas de polvo. Con el paisaje cambiante y acerado
parecen compenetrarse los transeúntes, de vestidos claros, que se agitan en la
prisa de apurar cada impresión. Ante las mujeres se mecen las palmeras, en
vaivén que despierta nostalgias de mares, de ciudades lejanas. Sylvia propone:
--¡Soñemos que esa ciudad es El Cairo!
Ha creado a su alrededor un ambiente exquisito. Los muebles modernos, de
maderas pulidas, diseñados por ella, lucen una colección de antigüedades traídas
de Cuenca: ángeles con las alas de metal característica de la escuela quiteña;
jarrones azul cobalto salpicados de oro; espejos enmarcados con rosas de cristal;
un doliente crucifijo de marfil trabajado por un místico español, que la familia
materna de Sylvia importó a la Península a fines del siglo pasado, junto con
cuadros, muebles y objetos de arte, para decorar su casa solariega de Guayaquil.
Luego se fue a parar a un desván, de donde lo rescató Sylvia e hizo reparar
amorosamente. En contraste con las delicadas herencias de los tiempos remotos,
se encuentran cuadros de Vanderheiden, el discípulo de Roualt, un artista sueco
que llegó de paso al Ecuador y se quedó indefinidamente en el país, tratando de
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aprehender en sus cuadros el dramatismo de que cada imagen parecía grávida.
En los estantes, los libros de arte, en costosas ediciones, se mezclan con la
literatura marxista, los versos de Gabrierla Mistral, que sirven para reconocerse a
las mujeres, las obras sutiles y sabias de Pierre Louys y las dulcemente
penetrantes de Rainer María Rilke, el más amado de todos.
Las amigas comen mariscos y frutas heladas. Por las mañanas desafían el sol
para subir al cerro de Santa Ana y escudriñar el alma del río, que viene de la
manigua y las arroceras y se reviste de mansa plenitud para entrar en el mar. O
recorren el Barrio Garay, a dos pasos de las elegantes residencias de El Salado,
donde se levantan en alto sobre el pantano las casuchas de los carboneros. Sylvia
recuerda entonces a Van Gogh y exclama:
---¡Esto se parece al Borinage!
Celina habla con las mujeres de los carboneros, La tisis acentúa en ellas la
flexibilidad y el ardor de las porteñas. Tocan la tela de su vestido e indagan por el
valor, pero permanecen indiferentes cuando les pide informes sobre su clase de
vida. La encuentran tan inmutable como las inundaciones del pantano. Y
contestan con monosílabos:
-¿Tienen escuela?
-No.
--¿Vienen sacerdotes a ayudarles?
--No. Exigen que nos casemos.
--¿Qué comen?
--Plátanos, arroz, a veces pescado.
--Cuando se inunda el pantano, ¿no van a otra parte?
--¿A dónde podríamos ir?
De regreso, Celina y Sylvia toman el automóvil de la última y recorren el
malecón. La brisa refresca deliciosamente el cuerpo y el espíritu. Cuando empieza
a anochecer se llenan las cafeterías instaladas a la orilla del río, con las gentes del
puerto: estibadores, marineros, pilotos. Algún barco que sale, pita en la oscuridad.
La atmósfera es caliente y pegajosa. De las cafeterías, de la gente empapada de
sudor, sube un vaho tibio como un aliento poderoso.

92
Capítulo XIX

En esos paseos Celina recoge pedazos de la historia de Sylvia, que junta para
reconstruir su infancia, adolescencia y primera juventud, hasta que se convierte en
una de las mujeres en entredicho de Guayaquil. Después de narrarles algún
episodio, su amiga la lleva en automóvil al sitio en que se desarrolló, impulsada
por el deseo de comprobar si los detalles que ha escrito son justos. “Esta era la
que yo llamaba casa celeste.” “Aquí vivía Serena.” “Por ese sitio pasaba con José,
mi amigo ciego” ---explica. Coqueta siempre, otras veces la conduce a lugares ya
pintados por ella, pero no le dice nada, y se irrita si Celina pasa inadvertida. Insiste
en sus charlas sobre el tema de la muerte, que se oye lo mismo que las notas
bajas en un concierto fúnebre. Se complace en imaginarse tendida en su lecho,
inmóvil y yerta, y experimenta morbosa compasión por el cuerpo lindo y joven que
se corromperá. Juzga que su vida está deshecha y se pregunta si contará con el
valor necesario para ponerle fin.
Las primeras imágenes que recordaba se movían en una casa de madera,
cercana al malecón. Allí residía con su madre, abuela y tíos paternos. Los rasgos
borrosos de los últimos ya se escapaban de su memoria, con excepción de uno.
Eran inmigrantes italianos que habían llegado hacía algunos años al puerto. Los
tíos tenían negocios establecidos fuera y la abuela daba clases de piano a
muchachas ricas. Sylvia acostumbraba instalarse en el pasillo para escuchar la
lección, pero no se mezclaba con las alumnas. Sabía que no podía hacerlo, por
ser hija de un inmigrante pobre. Sin embargo, por el lado de Lucrecia, su madre,
pertenecía a las familias aristocráticas de la ciudad. Esta se escapó del hogar para
contraer matrimonio con Giovani Donato y desde entonces su existencia varió por
completo.
Sylvia no miraba, como los demás niños, unidos al padre y a la madre. Giovani
iba poco a la casa y en esos momentos, Lucrecia, de negros ojos trágicos, la
abrazaba febrilmente y lloraba. Los dos hijos del matrimonio nacidos primero, se
hallaban internos en un colegio y su hermana casi nunca los veía. Pronto se dio
cuenta de la división de la familia en dos bandos: el de la abuela y tíos, que era el
más fuerte, y el de su madre. Los inmigrantes consideraban una carga el
matrimonio de Giovani con aquella mujer, delicada e inútil para el trabajo. Ni
siquiera había conseguido la ayuda de sus parientes, pues desde el matrimonio se
negaba sistemáticamente s visitarlos, mal vestida y pálida. Entre esa gente ruda y
resuelta, ella sobraba. Constituía un estorbo, el adorno anacrónico de una muñeca
en una jaula de leones. A cada instante estaba expuesta a que la pisotearan. Los
Donato, por su parte creían que los despreciaba y el marido, incapaz de resolver
la situación y arrepentido quizá de su error, prolongaba las ausencias de la casa
hasta volverlas casi definitivas, poco después del nacimiento de Sylvia.
93
A la chica le parecía que su madre no contaba sino con ella. Se acostumbró a
permanecer alerta, espiando en los rostros cualquier anuncio que pudiera herir a
la mujer sola. Para vengarse, Lucrecia echaba en cara a los otros las distancias
que los separaban. Ella era una Rocafuerte y Peñaflor, de pura cepa española. No
importaba que no tuviera un centavo. Bastaba que abandonara a los italianos para
que las mansiones de sus parientes se le abrieran. A éstas de hallaba
acostumbrada, no casa de madera por cierto, sino palacios con alfombras,
muebles preciosos, vajilla de plata y criados con la devoción de hijos de antiguos
esclavos. Sus primas usaban las telas más finas importadas de Europa y joyas
que los Donato no podrían imaginar siquiera. Iban a los saraos donde se
codeaban con lo mejor de la ciudad y Lucrecia las imitaría. De pronto, la visión se
evaporaba y sus ojos contemplaban la realidad. Entonces huía a su cuarto entre
las carcajadas de sus cuñados y la indignación impotente de Sylvia.
La sensación de que se encontraba en un universo hostil, aumentaba para ésta
con los gritos y alarma nocturnos producidos por los incendios, tan frecuentes en
el Guayaquil de esa época. Muchas noches fue arrancada violentamente del
sueño de su camita, para despertar entre llamas y humo, cercada por los lamentos
de los que ignoraban con qué contarían a la mañana siguiente.
Algunos días, sin embargo, la tempestad amainaba. La abuela acababa de
recibir buenas noticias de su tierra o la recompensa de una discípula generosa. La
Madre jugaba con la niña. Las notas del piano resonaban en la casa, mezclando
una vos grave y otra infantil que cantaban:
“Mambrú se fue a la guerra…”
Madre e hija reían. La intimidad entre las dos era mucho mayor que la que
conocían otras niñas. Ambas estaban aliadas contra poderes adversos.
Cuando se quedaban solas, Lucrecia sacaba un retrato que tenía guardado
cuidadosamente, lo cubría de lágrimas y lo besaba. Era el retrato del marido.
Hablaba de él a la niña como de una especie de dios, al que no fuera posible
hacer reproches. Nunca se quejaba. Ese sentimiento de impotencia también se
había comunicado a la chica. Adoraba de lejos al padre, pero en su presencia no
podía librarse de secreto temor.
Una mañana sorprendió un altercado entre Lucrecia y las tías. Le echaban en
cara el desamor de Giovani. Por culpa suya—decían—él llevaba mala vida, estaba
enamorado de otra mujer. Sylvis supuso una nueva burla con la que pretendían
herirlas. Iba a protestar a su modo, con la violenta reacción de un animalillo
acosado, cuando la detuvo la expresión extraña y desolada del rostro de su
madre.
Desde entonces Lucrecia se aisló más que nunca. No cruzaba una palabra con
nadie y ni siquiera parecía notar a la hija. Esta vagaba por las piezas, como si al
cesar la sociedad con su madre, ninguna función le correspondiera ya. La abuela
se compadecía y la llevaba a la Iglesia. Se juzgaba la criatura más desdichada de
94
la tierra y la complacía la penumbra del templo y rezar ante el Crucifijo, inundado
de sangre, llagas y dolor.
Una mañana Lucrecia amaneció muerta. Si existieron sospechas o certeza de
un suicidio, no se habló de ello. Sylvia siguió refugiada en la Iglesia. Para el Cristo
fueron sus primeros versos, de extraño ardor. La comunión le producía éxtasis.
Giovani abandonó definitivamente la ciudad a raíz de la muerte de su esposa, y
los parientes maternos reclamaron a la joven. Se dejó conducir a su lado con
pasividad. Eran gentes aún más distantes, con su parte de responsabilidad en la
suerte de Lucrecia, por lo que le inspiraban rencor. Pero la instalaron en una de
las residencias que había añorado su madre, “la casa celeste”, que se recortaba
cuidada y brillante, en medio de un vasto jardín. Allí se le brindó el bienestar.
Podía lucir joyas y sedas delicadas que realzaban su belleza. Concurría también a
fiestas y la halagaba observar la atención que despertaba en los jóvenes. Pero si
alguno prefería a otra muchacha, se irritaba, Tenía un afán acaparador de
homenajes y hubiera querido ser la única.
Se familiarizaba con la literatura. Especialmente encontraba muy cercana la
poesía. Unos versos que hablaran de la soledad del alma, del amor incompartido,
del deseo insatisfecho de infinito, la hacían derramar lágrimas. Independiente y
aislada, no se prestaba a que nadie dirigiera sus lecturas. Después de leer libros
como “El infierno” sentía que se hallaba al borde de un abismo que le producía
vértigos.
Más que su belleza cautivaba la luz cambiante de los ojos, los movimientos
semejantes a los de una gatita, la voluptuosidad medio italiana y medio criolla que
se desprendía de la muchacha en flor. Soñaba con una existencia deslumbrante
lejos de Guayaquil, rodeada por una corte de admiradores. Muchas veces, sin
embargo, ofrecía una expresión desesperada, que asombraba en una niña de diez
y seis años.
En una fiesta encontró a una mujer, Serena Cleves. La atrajeron desde el
principio las historias dudosas que corrían sobre ella y que encendían en el fondo
de las pupilas de los maledicientes una luz azul, desconocida y lujuriosa. Cuando
escuchaba las insinuaciones de doble sentido, Sylvia se ponía de parte de la
mujer. Seguramente se trataba de otra incomprendida, una náufrago también. A
su lado no se sentía sola. Representaba una voz cargada de problemas con quien
comunicarse. Empezó a visitarla diariamente. La subyugaba el refinamiento de
Serena, su sabiduría. Pronto le pareció que no podría pasarse sin su amiga. No se
había enamorado nunca. Recordaba el destino de Lucrecia. Temía y despreciaba
a los hombres. Pero necesitaba el amor.
No se privaba de hacer en público manifestaciones excesivas de cariño a
Serena. Era audaz y no la amedrentaba desafiar la opinión. Las murmuraciones
que se levantaban, lejos de asustarla contribuían a halagarla. Los hermanos no
se ocupaban de ella. Hacía mucho que estaba desconectada de la familia italiana
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y la restante le dejaba la rienda suelta. Vivía un clima pasional que la mantenía en
tensión y del que ya no lograba escaparse.
En el fondo tampoco se hallaba satisfecha. Cuando unos parientes lejanos de
Lucrecia la invitaron a pasar una temporada en Buenos Aires, aceptó. Se le
presentaba la oportunidad de realizar un alto en la carrera y variar de rumbo.
Serena no hizo ningún ademán de oponerse. Siempre comprendía. En Buenos
Aires, Sylvia publicó sus primeros poemas y frecuentó los círculos intelectuales y
la sociedad. La encontraron diferente y eso la hacía más atractiva. No era raro que
después de bailar con animación en una fiesta, prorrumpiera en llanto. Perseguía
los homenajes masculinos, pero nadie podía enorgullecerse de un favor especial.
Sus poemas estaban influenciados por las modas literarias, aunque les confería
giros de tierna sensualidad que recordaban el roce de las palomas. Incapaz de
separar el espíritu de la carne, su admiración por la obra de un gran poeta se
convertía en culto apasionado al hombre que la concibió. Se establecían
misteriosas comunicaciones mentales y pensaba en él como si fuera un amante.

Lo que menos entendían sus amigos consistía e que sacrificara los mejores
programas para hacer compañía a un ciego, compatriota suyo. Imaginaban que su
vanidad llegaba al extremo de querer conquistar el amor de éste. Y, no obstante,
era junto a José que se le brindaba el único reposo para su fiebre, la única
tolerancia bondadosa. La sensibilidad y sufrimientos del ciego parecían haberlo
elevado a una zona de desmaterialización. Gracias a Férrea disciplina se había
colocado por encima del bien y del mal, en busca de la armonía y la belleza
impalpables. Amaba la voz de Sylvia y le hablaba de lo que ella poseía, de los
dones que derrochaba. Se hacía describir los sitios por donde paseaban y se diría
que gozaba con los vívidos cuadros, en animosa aceptación de su destino. Tenía
dinero y contaba con servidores que le acompañaban y leían. Sus palabras
sembraban en Sylvia la nostalgia del tiempo pasado, cuando era más joven y
pura. Ese sentimiento la impulsaba a contemplar el presente con voluptuoso dolor.
Llevaba dos años en Buenos Aires. Un día recibió carta de Serena, en que le
anunciaba su llegada. Le pareció que en los meses transcurridos no había hecho
sino esperarla. Su suerte estaba echada. En Buenos Aires se renovaron los
episodios de Guayaquil. Cuando Serena le propuso que para librarse de las trabas
que e imponía su situación de dependencia emigrara con ella rumbo a Europa,
accedió. Adelantaron los preparativos con la astucia combinada de dos mujeres al
servicio de una pasión. A fin de facilitar la aventura Sylvia habló a sus parientes de
la invitación recibida de parte de una amiga de Montevideo para trasladarse allí
unas semanas. Así burlarían cualquier sospecha.
En Montevideo, Serena gestionó la consecución de un pasaporte falso con
destino Sylvia y adquirió los pasajes. Pero un ex - adorador despachado de ésta,
un bohemio y pseudo-literario a quien conoció en su círculo y animó en un
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principio, las había seguido. Pronto estuvo sobre la pista y sorprendió la verdad.
Debido a la necesidad del pasaporte, las mujeres trataban a gentes dudosas. Era
la época de la pre-guerra. Las denunció a la policía.
Soportaron dos días y dos noches de cárcel, mezcladas con prostitutas negras
de senos tatuados, degeneradas soeces y ladronas pertenecientes a pandillas,
elegantes y cínicas. Las páginas de “El Infierno” tomaban cuerpo para Sylvia. Se
creía al nivel de miseria y de degradación de las demás presas. Cuando el cónsul
de su país intervino por fin y obtuvo que las pusieran en libertad, se enteraron de
que la prensa que explotaba esos casos había publicado la historia, citando los
nombres. Los ecos del escándalo llegaban a los parientes y amigos de Buenos
Aires y corrían hasta los de Guayaquil Quizá fue entonces cuando Sylvia acarició
la idea del suicidio por primera vez.
Las dos mujeres habían decidido separarse. Pero, ¿a dónde iría la más joven?
Antes que volver a Buenos Aires prefería cualquier cosa. Sin embargo, estaba
confiada a los miembros de su familia. Debía regresar a su lado o trasladarse al
Ecuador y escogió lo último. Emprendió el viaje desde Montevideo, sola y sin más
dinero que una cantidad suministrada por Serena. En las capitales evitaba el
consulado y sus compatriotas. Al pasar por Lima, antiguos amigos le quitaron la
cara para el saludo. Sus hermanos no le contestaban los cables ni demostraban el
menor interés por verla. Comprendió lo que ocurría. La sociedad de Guayaquil que
hacía dos años criticó el comienzo de la aventura, pero tolerándola para distraer el
tedio, se estremecía ahora de horror y la consideraba una paria. En adelante,
Sylvia quedaba al margen de la vida decente y normal.

Se encontraba en la frontera y resolvió dirigirse a Quito, ciudad que no conocía.


Para no entrar a Guayaquil siguió los caminos de la manigua. Usaba nombre
supuesto y juzgaba los hechos con fría lucidez, espectadora de su tragedia. Para
el porvenir, un tiro constituía la única solución.

La rodeaban arboles inmensos, el sol, el bochorno. En muchos sitios debía


detenerse para que el guía montubio que la conducía abriera un “chaquiñán” en la
maleza. Se refugiaba por las noches en chozas de indios o colonos. Algunas
veces en las casas de un telegrafista o una maestra de escuela rural. Estos la
contemplaban con asombro interrogándose sobre lo que significaría esa aparición.
La que ya no esperaba nada transportaba consigo varios bultos de equipaje. No
había podido resignarse a abandonar los trajes de baile, los adornos que la
engalanaron en las fiestas platenses. El guía le dijo una tarde:
-Cuando se acampa por estos lugares, sale el tin-tin que deja encinta a las
mujeres.
Pero ella no soltaba la pistola para mantener a raya al tin-tin y se la enseñó al
guía. Desarrollaba un valor sombrío. Cuando estuvo en Quito buscó un
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alojamiento modesto. Ya no era la gatita mimada y caprichosa. Un círculo morado
rodeaba sus ojos. Tenía el aspecto de un bicho al que hostigan con piedras los
muchachos. Dormía con la pistola debajo de la almohada.

Se le concedió una oportunidad todavía. José, el amigo ciego, acababa de


regresar al ecuador. Habló con gente que casualmente la había encontrado
vagando por las calles de Quito y averiguó la dirección del domicilio. Allá se
presentó. ¿Qué hablaron los dos? ¿La amaba él? Quizá experimentaba una
infinita piedad por lo seres que veían…Le ofreció la casa de su madre en
Guayaquil y Sylvia accedió a vivir con ella.

Madre e hijo la sometieron a un tratamiento de aclimatación como si llegara de


otro planeta. Poco a poco reaprendía a considerarse igual. Cuánto podía lograr el
respaldo de José, su carácter y amistades, se empleó generosamente a su
servicio. La gente reparó en que la mujer no se hallaba abandonada, y modificó su
actitud. Optó por admitirla, sin olvidar. Los hermanos hicieron lo mismo. Serena
estaba en Europa. Jamás regresaría. Muchos hombres se acercaron a Sylvia. Su
historia constituía un incentivo poderoso. Ella ya no los temía. Deseaba atrapar en
el juego excitante y peligroso la verdad de su vida. Pero se encontraba siempre en
guardia. Cualquier sospecha que creyera soslayar en un interlocutor, semejaba
una valla que se interpusiera entre ambos. Uno, realmente la amó. Pensaba que
no le había hecho falta sino un poco de protección y se hallaba dispuesto a
otorgársela. Fue correspondido y, sin embargo, no se casaron. Algo dentro de
Sylvia le impedía reincorporarse con vigor a la corriente. Una puerta permanecía
cerrada ante ella.

Fuerzas externas que brotaban de su situación, del ambiente, e inasibles


poderes interiores, la retenían cuando pugnaba por abrirse paso. Quizá otra gran
pasión, un hijo, hubieran terminado por vencerlos, pero no llegaban. En las visitas,
en la calle, la miraban con curiosidad ofensiva. Demasiado orgullosa para
quejarse, se recogió en un mundo literario y artístico. Allí saboreaba placeres que
los demás ignoraban. En los instantes más suyos, componía canciones de cuna
para el hijo cada día más remoto.

El interés que le inspiraban las doctrinas del proletariado tal vez se alimentaba
también de un deseo de venganza. Era rica. Junto con sus hermanos había
heredado la fortuna de los Rocafuerte y su linaje. Pero era una excluída como los
pobres del mundo. No obstantes, cuando la encargaban de tareas políticas no
daba el rendimiento que se esperaba. Para obtenerlo hubiera sido necesario
proseguir la pelea entablada desde la infancia con las gentes de su sangre y sus
nervios estallaban.
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Parecía una planta con las raíces al aire. Del amor, de lo que deseaba, no se le
deparaban sino remedos. Oyéndola, Celina no la podía condenar. ¿De qué modo
hacerlos si la entendía tan bien?
Cuando se despidió de Sylvia para terminar las vacaciones en Playas, a la orilla
del mar, pensaba en esa historia que le hacía daño. Por el camino escuchaba aún
la dulce y profunda voz de la amiga repitiéndole:
----Sólo es malo odiar. Podemos cometer errores, pero todo lo que sea amor
representa la vida y no hay que rechazarlo.

99
Capítulo XX

En la playa resulta delicioso para Celina olvidar esas cavilaciones, tendida en la


blanca arena, mientras el sol tuesta su piel.
Conversa con pilar, una guayaquileña rica que la acompaña. Como la mayoría
de la gente pudiente del puerto, residía con su familia en Europa y regresó al país
cuando la escoba de la bruja, barriendo la producción de los cacaotales, la dejó
sin rentas. Tiene nostalgia de todos los sitios. El ski en Suiza. Únicamente quienes
lo practican desde niños llegan a dominarlo por completo. Ella se educó en un
colegio aristocrático de París, gracias a lo cual alcanzó acceso a un círculo
cerrado para la generalidad de los suramericanos: el de la vieja nobleza, orgullosa
de la tradición, con su actitud rancia hasta en la manera de vestir, para recalcar su
diferencia de los que no veneran el pasado porque nada les dice. Pilar se amoldó
a ese ambiente, a las fórmulas que revisten los actos de belleza y elegancia
espiritual. En Guayaquil está desadaptada entre tantos nuevos ricos, pedantes y
vulgares. Es hija adoptiva del Boulevard Saint German y vuelve constantemente la
mirada para buscarlo a fin de que la visión la defienda del provincialismo, el
mestizaje, los cuartelazos y los manglares.
Paseas por el camino “de las siete puntas” o van en balandro hasta Salinas.
También hablan de los asuntos palpitantes: la guerra, el problema social. Pilar se
explica éste surgido en parte de la desidia de las clases altas en cumplir los
deberes de protección que les corresponden para con los inferiores, y en parte, de
la increíble audacia de los últimos, al pretender saltar al puesto de selección
señalado por un proceso de siglos. Procura ser cortés y servicial con la gente del
lugar. Sin embargo, cuando conversa amablemente con los pescadores o con el
chofer de la camioneta, que se dedica al transporte de pasajeros desde la línea
del tren, la aíslan imperceptiblemente de ellos sus más simples ademanes; la
manera de tender la mano, de encender un cigarrillo. Cada uno proclama la
distancia.
Es enfermera de la Cruz Roja y cumple seria y concienzudamente sus
funciones. La irritan las muchachas que ingresan a ella por snobismo. Pilar
siempre se ha encontrado lista a hacer lo que se necesita, por ejemplo cuando se
presentó el éxodo hacia el interior del país de los habitantes de la provincia de El
Oro, hostilizados por los peruanos. Los hospitales, los colegios y los demás sitios
acondicionados para suministrarles albergue no bastaban y los fugitivos tenían
que dormir en plazas y calles. Se hallaban hambreados, las epidemias los
diezmaban. Pero las damas de la Cruz Roja los ayudaron por caridad cristiana y
no cosecharon sino ingratitud, según era de esperar; seguramente Celina, que
simpatiza con las ideas llamadas avanzadas, conocerá le persona que escribió en

100
un periódico de la ciudad para rechazar, en nombre de los refugiados, que se les
atendiera por caridad.
Sí, Celina la conoce. Y a otras que piensan así. ¿Se decidirá a unirse a ellas?
No puede evitar seguir de parte de los que pilar denomina, con ligero
estremecimiento de asco en el fino cuerpo, “la chusma”: los pescadores de Playas
y los carboneros de Guayaquil y los indios de Quito. Le parece que su falta de
resolución también contribuye a hacer un poco más irredenta la situación de los
unos y más espeso el egoísmo de los otros. Pero ¿podrán realizar el cambio los
que sueñan con ello? ¿No ha sido eternamente una utopía? Y Celina, ¿tendrá
fuerzas para llegar hasta el fin?

La agobia el peso de una ternura que nadie le pide y se pregunta si debe


entregarla a la Revolución. El sol inventa una figura que se sienta en la arena, a su
lado. Juntos hablan, la mano en la mano, de los proyectos y las ilusiones, y Celina
oye respuestas a todas sus preguntas. Pero la charla de Pilar desvanece la
aparición y no le queda sino un vacío doloroso. Pronto pasan los días de
descanso. Quizá no vuelva a ver nunca el pueblecito de casuchas construidas al
final de unos palos que las sostienen, lo que les da el aspecto de estar
encaramadas sobre zancos; las seis u ocho palmeras en brazos del viento, que la
llevan costas lejanas con mayor sugestión que los libros de viajes y aventuras;
Pilar, con su charla nostálgica. También se quedan allí los marineros que las
conducían en balandro, mirándolas un poco con descaro y otro poco con
curiosidad; las bandadas de pájaros inmigrantes, que volaban en perfecta
formación como los gansos de Nils Holgerson: las villas de la costa, con terrazas
sobre el mar. Le hubiera gustado ser dueña de una de ellas para invitar a sus
amigos a que respiraran el aire yodado y convirtieran a la Revolución a todo el
pueblo de Playas y se olvidaran de haberlo hecho también.

La víspera de salir contempla con su amiga el sol que se hunde en el mar. Las
rodean los perros de Pilar, que no son de raza sino cinco canes vagabundos
recogidos en las calles del pueblo y que la siguen dondequiera. Esta dice:
--En un pueblecito del Mediterráneo, los pescadores me aseguraron que si
formulaba un deseo en el instante en que parece que el sol toca las aguas, se
cumplía siempre.
Y Celina formula su deseo, mientras las aguas se tiñen del color de la sangre.

101
Capitulo XXI

De regreso a Quito, Celina encontró novedades que pesaban tristemente sobre la


vida de Victoria.
Esta se halló colocada al nacer en una situación ambigua. Por el lado del padre,
muerto a los pocos meses de matrimonio, pertenecía a una de las familias más
linajudas de la Sierra y por el de la madre, a gentes trabajadoras y humildes.
Ya mayor, Victoria habría sido fácilmente admitida en el círculo paterno, de tener
un carácter distinto. Pero que sus parientes la mantuvieron en una especie de
entredicho haría su orgullo. Si la creían menos que las damitas afectadas, con
brillantes en los dedos y sacos de piel y, por cierto, nunca tan atractivas y listas
como ella, no soportarían su presencia. Les demostraría que la parte de sangre
que consideraban de inferior calidad, era precisamente la más pura. Al fin y al
cabo se trataba de una auténtica Castro de Miranda, descendiente de los
conquistadores, y no la podían humillar porque usara un vestido pobre.
Pero si eso era lo que existía en el fondo del rompimiento de Victoria con su
familia, de ahí provinieron muchas derivaciones. Abrazaba la miseria de la familia
materna, pues no tenía nada más que ofrecerla. Sin embargo, sus privaciones
olían mejor que muchas cosas encubiertas con oro en las casa de los otros. La
habían humillado en nombre de convencionalismos que descubría se asentaban
en arena. Dejó de respetarlos. Al lado del desdén que experimentaba, florecía una
dulce ternura. Los sufrimientos de los suyos los acercaban a su corazón. Pronto
vio que ellos representaban apenas la muestra de los que agobiaban a una clase
en la ciudad y a una población inmensa en el país.

Muchas veces se había preguntado, lo mismo que una ama de casa que piensa
en su gente, si existía algún remedio práctico para modificar la situación. Tenía la
mente equilibrada, amaba el orden y que las cosas estuvieran en su lugar. Si le
hubieran aconsejado que saliera a predicar a los ricos que repartieran sus bienes,
se habría reído. La recompensa del cielo tampoco la tentaba. Era demasiado
lejana y había resuelto descartar lo sobrenatural por falta de pruebas.

Su instinto le afirmaba, no obstante, que la solución existía. Cuando se fundaron


las primeras cédulas revolucionarias, Victoria ingresó a una de ellas. No le atraía
discutir tesis, pero sus ojos advirtieron las ventajas de aplicarlas. Para asistir a las
reuniones clandestinas, decía mentiras en su casa que antes debía estudiar
cuidadosamente por su falta de habilidad en la materia. Muchas de las reuniones
se llevaban a cabo bajo la amenaza de ser disueltas a tiros por cualquiera de los
dictadores de turno. En la escandalizada Quito beatas y pergaminos, la
descendiente de los Castros de Miranda, armada como ellos de una sencilla
102
convicción, combatía con peligros más graves que las fieras y las plagas, para
corregir lo que los primeros habían contribuido a formar.
Las dificultades que debía vencer y la satisfacción de comprobar que se hallaba
bien equipada para lograrlo, le servían de abono a fin de mantener su frescura.
Compensaban también la ausencia de vida sentimental que hubiera hecho
juzgarse sola e inútil a cualquier otra mujer.
Por su espíritu ecuánime, las amigas la habían escogido de confidente. Cuando
le contaban sus cuitas, las animaba. Pero personalmente se negaba a aceptar la
dominación masculina. Parecía que su vitalidad, su integridad espiritual, se
rebelaran ante el deseo de complacer qué experimentaban las mujeres. Se creía
con la fuerza de una diosa romana y al contemplar en el espejo el brillo juvenil de
los ojos castaños y el saludable color de las mejillas, no podía ocultar una sonrisa
de superioridad.
Se le presentó un terrible conflicto cuando ella también se enamoró. Todo la
impulsaba a ceder, pero no lo hizo. Algo se rompió entonces. Orgullosamente
había renunciado a recibir protección, pero tampoco contaba con nadie a quien
dársela. Padecía lo mismo que la madre que ha perdido su hijo y la leche le sobra.
Cuando Celina la conoció de cerca y adivinó la tragedia, le preguntó:
--- ¿Por qué no fuiste capaz de romper ese último convencionalismo, y tener un
hijo?
Era entrar en una zona demasiado oscura aun para su mirada inquisitiva. Había
prescindido del amor, ¿Cómo buscar el hijo, entonces? Quizá tuvo miedo. Quizá el
prurito de ser enteramente libre, de no realizar concesiones en ningún campo, la
retuvo también.

La figurada maternidad sobre los desdichos, no bastaba. Pero su capacidad se


aprovechó. Había llegado de provincia una joven parienta suya. Aunque se
mostraba desparpajada, traslucía el desasosiego de quien no se libera de un
oculto temor. Sus respuestas sobre los motivos del viaje eran contradictorias.
Victoria, que continuaba inexperta si se trataba de mentir, no desconfiaba. Cuando
dos viejas tías escandalizadas se presentaron en la casa a persuadir a la joven
Marcela para que regresara a su tierra descubrió que se encontraba embarazada.

Marcela no satisfizo la exigencia de las viejas. Había huido y no podía regresar.


Se iría a la calle, si Victoria se lo pedía. Jamás hubiera reconocido ésta que se
debía a su piedad el apoyo que prestó a la muchacha. Era un acto natural. Los
lazos de parentesco, aunque tan lejanos, la obligaban. La situación de Marcela, la
necesidad de defenderla, hicieron surgir un sentimiento de hermandad entre
ambas, más sólido cada día.
Ante la mujer que había renunciado a los hijos, se cumplía el misterio en el
cuerpo de la otra. Parecía que por intermedio de Marcela lo compartía. Quizá
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dependiera de su celo, de su ayuda, la realización. Cada tarde reunía a sus
amigas para coser ropita de bebé. Mientras lo hacían, Magda o Sylvia leían la vida
de Isadora Duncan o los poemas de Tagore. A pesar de sus esfuerzos, las
literatas, abogadas y oficinistas producían obras de forma extravagante, y Victoria
maldecía su desaprovechamiento de las clases de costura en el colegio por el
vicio de leer novelas.
Sus experiencias les habían dejado cierto encono contra los hombres en
general. Estos nunca adivinaron lo quellas no pudieron decirles. Ese despecho se
justificaba por la conducta del seductor de marcela y las llevaba a identificarse
con las mujeres de la leyenda, las guerreras del Río de las Amazonas cuando
aguardaban un hijo. Para que la criatura les perteneciera más, deseaban que
fuera hembra y la suerte decidió complacerlas.

Al dar Marcela a luz su hija, Victoria sintió que formaba parte también de ella. Lo
que había guardado contenido y sin empleo durante tanto tiempo se desbordó
sobre la chiquilla. Experimentaba un sentimiento de plenitud que no necesitaba
para nada de la razón. Le permitía desarrollar sus facultades mejor que nunca y
éstas se ponían al servicio no sólo de la niña sino de la madre. A su influjo,
Marcela se transformaba en otra mujer. Su existencia material y la de Zulima
dependían de Victoria y la unión de las dos se acrisolaba con el nacimiento. Por
un momento pareció que el equilibrio se consolidaba y continuaría siempre.

Pero desde que el rey Salomón desató la disputa de dos mujeres por un hijo,
ésta sigue presentándose. La niña crecía y explotaba la situación en la que la
había colocado el destino. Victoria y Marcela, cada una por su lado, pretendían
ganarla a su causa. La primera entregaba lo que le pidiera por oírla decir:
--- De mis dos mamás, quiero más a mamá Toya.
Entonces lo que había sido en ella firmeza y coraje se derretía. Un concepto
nuevo de orgullo la llenaba. ¿Qué importaba que fuera una ilusión que podía
desvanecerse como palabras de niña? Era lo que justificaba su existencia.
Cuando Marcela salía, ella se quedaba con la criatura. La acunaba para que
durmiera en la noche y le despertaba para darle de comer cada mañana. Esas
cosas pequeñas pero entrañables la amarraban a Zulima. Un día que paseaba con
la chica por la calle, le preguntó una desconocida:
-¿Es suya es “guagua” tan bonita.
-Sí –contestó tranquilamente, como quien posee tanta confianza en un hecho
que no necesita derrochar energías para la afirmación enfática, lo mismo que
habla un loco de sus visiones. Ya no era posible despertarla.
Vagas sombras de rencor y de celos comenzaban a danzar entre las hermanas.
Sus temperamentos eran contrarios y las colocaban en actitud de pugna. La
gratitud y el cariño de Marcela parecían sólo un recuerdo. La enervaba que se
104
discutieran claras prerrogativas maternales. Un viaje que efectuó a la provincia de
donde había escapado, alejó por el momento el peligro. Pero allí encontró que en
cinco años fructificaban el perdón y el olvido. Luego, bastó un pretexto cualquiera
para precipitar el rompimiento, pocos días antes de que Celina regresara de
Playas.

Cuando Victoria se enteró de que Marcela emprendía definitivamente el retorno


a su punto de partida, en tal forma se habían hincado en su carne y en su sangre
la maternidad supuesta, que no alcanzó a concebir siquiera la consecuencia lógica
de que con ella se iría también Zulima. Al ver que se la arrebataban, que la ley y el
derecho natural estaban por la otra, le pareció que pretendían despojarla de lo
más íntimo y propio, de lo que posee cada ser. Herida en esa fibra, la razonadora,
la sensata, se transformó. Nada restaba de la estrecha unión. Cada mujer se
colocó frente a frente, disputándose la hija. Victoria notaba que había llevado
cuenta de hechos de la vida de Marcela que podía explotar, aunque nunca antes
sospechó ese minucioso registro de su memoria. Amenazó a la rival. No tenía
derecho a Zulima. ¡Era suya! Sin darse cuenta se remontaba a la época bíblica y
apelaba al antiguo subterfugio. Lo proclamó ante los vecinos aglomerados y
estupefactos, mientras Marcela sacaba a la puerta las maletas del viaje. La niña
asustada permanecía entre las dos.

Después, no quedó sino un cuerpo agotado y enfermo. La intensidad de los


vientos que lo sacudieron cesó, pero dejó devastados el organismo y el corazón.
De pronto Victoria advirtió que se acercaba a los cincuenta años.

Lentamente trató de recobrarse. Siempre había encontrado un motivo vital que


la impulsara. Y el único que ahora estaba a su alcance lo constituía la lucha.
La lucha a favor de los explotados, de la gente también necesitada y débil,
también pidiéndolo todo, lo mismo que un niño del que se consagrara a su causa.
Juntó los pedazos. Quizá pensaba que el sacrificio esta vez no sería estéril, para
otras mujeres vendrían y acariciarían libremente las cabecitas de sus hijos gracias
a lo que ella alcanzara.

Al principio no fue fácil reacondicionar el cansado equipo. Todo le pedía el


olvido, la paz. Pero se trazó un programa inflexible. Por la mañana, las clases del
colegio. Tenía que hablar a los niños, guiarlos, y no desde una lejanía de
nostalgia. Por la tarde, lecturas y preparación de las siguientes clases. Luego
recibía la visita de las amigas que iban a contarle sus propias batallas. Entonces
se creía formando parte de inmensa confraternidad de mujeres que ofrecían sus
lágrimas en la dolorosa gestación de otra forma de vida, aunque no conocieran el
significado de su sufrimiento. Eso le daba ánimos para dedicarse a la recolección
105
de dinero, a las campañas para extender la órbita en donde se mostrara la nueva
luz.
Parecía que había llegado a la suprema tregua. Las líneas tranquilas del rostro
no revelaban tensión. Pero un día, una vocecita infantil llegó desde la puerta:
- ¡Vengo a visitarte mamá Toya!
Entonces, como si el dique, construido se derrumbara, una emoción inexplicable
se apoderó de ella. Temblaba y enrojecía, igual que la jovencita que por primera
vez tiene cita con el novio. Y por fin abrió los brazos para fundirse con la pequeña.
Ni Celina, Olga o las demás amigas podían hacer nada por ella. En ocasiones,
enmudecían cuando entraba a la pieza. O cambiaban entre sí sonrisas de
aprobación que Victoria no entendía, si la encontraban embebida por un trabajo
intenso. Especialmente Olga lamentaba abandonarla, pues se acercaba la fecha
de su regreso a Bolivia.

106
Capítulo XXII

En el medio ecuatoriano y en el de su patria. Olga Aranguren había logrado


imponerse a pesar de la oposición que encontraba. Los políticos de su partido la
admiraban, pero se resistían a que participara en los comités directivos. El hecho
de que tuviera un hijo y una historia sobre un matrimonio roto, ondulaban sobre su
espalda como banderas. Poco a poco, sin embargo, las prevenciones cedían ante
su personalidad. Pero la obligación de estar alerta, de utilizar posiciones y
defenderse, endurecieron lo que antes fuera carne viva en ella. Solía decir a
Celina:
- Envidio tu fervor de catecúmena. Para mí se han convertido las tareas
revolucionarias en una serie de actos que cumplo burocráticamente!
Pasó la infancia en una hacienda de la provincia de Potosí. Costumbres
sencillas, contacto con la naturaleza, aire libre y sol. También, descubrimiento de
dos castas: la de los amos, la de los siervos, los blancos y los indios. Éstos
sugerían entes “entre animal y planta”, inclinados bajo los fardos, tísicos por el
trabajo de las minas o borrachos en los caminos, flacos, sucios. En medio de las
sombras de la subconciencia fosforecía el recuerdo del indio muerto a palos. La
llevó a hacer la clasificación rigurosa de los que la rodeaba. Su familia se
preocupaba por merecer la buena opinión de los vecinos y aparentaba una
situación que no tenía. La religión se contentaba con ceremonias de culto externo.
Odiaba la limitación provinciana. Como salido de una nidada de patos, padecía la
añoranza de otros aires. Pero cuando se extendía en sus críticas, debía soportar
el asombro ofendido de los que nunca habían imaginado horizontes mejores. No
obstante, su sangre era más altiva, sus alas más fuertes y quería probarlas en los
cielos altos aunque la nidada graznara con desaprobación. En el colegio de
monjas, apenas oía al capellán hablar del cielo y de Dios, el cosquilleo de una
pregunta la obligaba a levantar la vocecita impertinente:
- ¿Por qué Dios permite que sufran los buenos y triunfen los malos?
El capellán tenía que efectuar una larga argumentación y las religiosas y las
demás niñas lanzaban miradas de reconvención a la que no se mostraba dócil.
Pero el atrevimiento de discutir lo que todos aceptaban, proporcionaba a Olga un
placer.
Con el título de maestra a los diez y seis años se hizo cargo de una escuela en
Cochabamba, para ayudar a los suyos. No poseía muchos conocimientos, pero
encontraba que podía respirar a gusto en un ambiente menos estrecho, ella que
no había salido del límite de su provincia. En Cochabamba existían teatros y
periódicos y movimiento de gentes que iban a La Paz. Desde el principio se
propuso llamar la atención, probar que contaba con opiniones propias. No la

107
asustaba el aislamiento en que poco a poco la iban dejando sus colegas, extrañas
a sus hábitos de pensar y vivir.
Al llegar las vacaciones realizó su sueño de conocer La Paz. Allí había
conciertos, exposiciones de arte, conferencias. El cuadro adivinado en Potosí a
través de sus lecturas de estudiante precoz. No deseó más que enriquecerse con
el conocimiento de la vida del espíritu, escribir, mezclarse con los intelectuales,
librarse de trabas a fin de desenvolverse plenamente. Los peligros que olfateaba
en las emanaciones de la ciudad, la estimulaban para desarrollar las fuerzas que
se agitaban en ella.
Un día vistió una exposición de pintura y vertió las impresiones recogidas, en un
artículo que envió bajo pseudónimo a uno de los periódicos. Las opiniones
originales, surgidas a través de ojos que nada empañaba, llamaron la atención y el
artículo fue publicado. Algunos lo leyeron porque luego, en una reunión a la que
concurría Olga, al oírla expresar ideas semejantes, dos o tres jóvenes recién
presentados, cambiaron miradas de complicidad. ¡Habían descubierto al autor!
Esos muchachos, que acogieron a Olga como un bien oculto, se ocupaban de
escribir, siguiendo los rumbos acabados de trazar a la novela hispanoamericana
por los que mantenían el oído pegado a la tierra. Animaban las figuras que los
mestizos con la sangre del Chaco, buscaban señales conductoras en las leyendas
incásicas o bajaban a los socavones de las minas. A pesar de las sombras de los
cuadros, se deslizaban bocanadas de aire estimulante. Eran las que venían del
tiempo en embrión. Los escritores, borrachos de juventud y de potencia creadora,
se repartían entre el arte y la política. Creían en los postulados de izquierda, en el
indio, en el cholo, en los caminos hacia el futuro. Multiplicaban los signos del éxito.
¿No representaba uno más que esta mujer joven y resuelta se inflamara a sus
primeras palabras, como si fueran pronunciadas en el lenguaje que su corazón
intuía desde mucho tiempo atrás?
En sus charlas hablaban con frecuencia a la muchacha de otro compañero, de
gran talento, que yacía en una buhardilla, baldado. Se solidarizaban con la
tragedia, sintiéndose partes de un solo cuerpo, con su alegría y su dolor. Y Olga
inmediatamente quiso conocerlo.
Al encontrarse, Gabriel Meneses Prado –el hombre inmóvil, cabeza de león
aprisionada en triste cuerpo yacente- y la muchacha menuda y graciosa que se
empinaba para asomarse a los panoramas del porvenir, se celebró un pacto
secreto. ¿De qué manera podía ella abandonarlo si contaba con arrestos de sobra
para ayudar a tantos? ¿Y a él, acaso no se le ofrecía la oportunidad de realizar su
mejor obra enseñando y orientando a esa mujer para que después hablara en su
nombre y, a través suyo, experimentar el placer de la acción?
Comprendieron que marcharían juntos en adelante. Su ideal era tan bello que
los llenaba y no necesitaban mirar nada más.

108
Pero cuando se habló de matrimonio, hasta los íntimos del grupo se
estremecieron. ¡Una niña de diez y siete años y un inválido! Sin dinero, dedicados
al trabajo clandestino, solos ante el mundo frío y desdeñoso. ¿Podría vadear él los
escollos provenientes de sus condiciones físicas? Pero ninguno consiguió
disuadirlos. Se convino la boda para unos meses después, mientras Olga
regresaba a Cochabamba a arreglar su situación personal.
Allí encontró el ambiente sosegado de la escuela, los chiquillos, el arreglo
metódico de antes. Los cuadernos y los atlas la esperaban, listos para las clases.
Volvía a entrar en el orden silencioso de las horas, que traían las ocupaciones
señaladas de antemano. Era como si se le presentara de rechazo en encanto de
lo que despreciaba. Al mismo tiempo, cuánto en La Paz no había sido sino
palabras, vagos sueños, se convertía en la urgencia de actuar. Recibió la orden de
organizar una huelga de carniceros… Aunque estaba segura de su decisión y
había estudiado las palabras que pronunciaría, semejantes a redes que no
permitieran desbandadas, para usarlas existía la distancia de leer una novela a
hacerla. Lo hizo al fin, pero los recelos persistían. Más hondo se levantaba la
pregunta sobre lo que le depararía aquel destino en que iba a depender de otro
ser. Sin embargo, no era posible detenerse ya. La sangre joven derramaba por
sus arterias valor y confianza. Si como mujer se hallaba obligada a medir el
terreno que pisaba, también se elevaba en la esperanza de aprehender el
ensueño de unión y ternura. Se apoyaría en la mente desarrollada de él, en sus
conocimientos. Las vacilaciones tampoco duraron mucho, pues desde la silla de
enfermo la llamaba el apremio apasionado de Gabriel, para quien se agrandaban
en la soledad forzada los temores de perder la experiencia maravillosa que
inesperadamente se le había brindado. Un día cualquiera se hizo trasladar a
Cochabamba para obtener el cumplimiento de la promesa, y después de una
ceremonia vertiginosa regresó con su mujer a La Paz. La buhardilla que hasta
entonces compartieran él y su madre, contó con otro habitante.
Quedaba tan empinada que se creería cerca del cielo. Los que en ella se
guarecían, cuando llegaban los camaradas y se expandía el calor de las
conversaciones brillantes, o cuando leían, solos, y al contacto de sus espíritus se
hacían transparentes las teorías, también se juzgaban capaces de cambiar el
mundo. ¿Qué importaba el impedimento de Gabriel ante esa gloria? ¡Olga
transmitiría a las multitudes las consignas del esposo y éstas la aclamarían y la
considerarían su símbolo! Pero existían problemas inmediatos, que reclamaban
solución. Los mal pagados escritos de Gabriel no alcanzaban a cubrir las
modestas necesidades del hogar. Fue preciso apelar a la contribución económica
de Olga.
La caza del empleo. El imperativo de desnudar a indiferentes la situación y las
tristes condiciones del marido. Lo soportó, pero las palabras que oía eran cuchillos
dispuestos a destrozar el tejido en que envolvía su mundo mágico.
109
Debía dividir el tiempo entre el trabajo esclavizante y las tareas del partido, para
llevar su doctrina a gentes que se encogían de hombros. ¿Dónde estaban los
espejismos que le habían pintado? La amargura empezaba a filtrarse y oscurecía
su visión.
En la casa se hallaba la madre de Gabriel, herida por la intromisión de otra
mujer al lado de su hijo. Por lo desgraciado, por lo dejado como inútil, lo había
considerado sólo de ella. No perdonaba a la intrusa. Olga esperaba gratitud y no
cosechaba sino miradas enemigas. ¡Y si al menos él la respaldara y no exhibiera
la prevención del que se sabe pendiente, los celos originados en su estado, las
furiosas rebeliones que descubrían la tempestad interior! Pronto hasta esos
instantes del principio, la compenetración de ideas, estuvieron envenenados para
ambos.
Habían pasado dos años, tres… Ya Olga sabía que la hora de la victoria se
encontraba muy lejos, acaso perdida en las brumas de un futuro que no
contemplaría nunca. Los accesos de desesperación de Gabriel le daban miedo.
¿Valdría la pena malbaratar la juventud en un sacrificio opaco? ¿No se habría
extraviado de sendero?
No veía sino un medio de conservar un asomo de tranquilidad: separarse de la
madre de Gabriel. Se consideraba con derecho a exigirlo. Quizá, solos, volvieran a
encontrarse. No comprendía que la invalidez lo había entregado a la madre como
si regresara a su seno. Esta lo ponía en contacto con el exterior. Adivinaba su
deseo de hojear un libro, de que lo transportara a la ventana para mirar el
semblante del día. Parecía que cada sensación pasara primero por la vista, por el
gusto de ella. No tenía un intermediario más íntimo. No podía elegir.

Ni la buhardilla ni las dos mujeres y el pedazo de hombre que contenía eran los
de antes. El fardo que Olga calculó en el principio con criterio de gigante, la
aplastaba. Desde fuera, mil formas le hacían señales de invitación y sentía la
tentación de contestarles que la esperaba un poco, mientras terminada de
repetirse los argumentos acumulados en noches de insomnio, a fin de justificarse
por seguirlas.
Cuando huyó, fue como si lo hiciera también de la obra que había concebido, de
sus ojos claros de adolescente. Su determinación la colocó en pugna con los
antiguos amigos, que defendían la causa de Gabriel. Su familia tampoco la
admitía. Desertaba de cada bando. No le quedaba ningún sitio donde colocarse.
Pero necesitaba vivir. Junto al inválido había realizado un aprendizaje político
consciente. Representaba una unidad valiosa para el partido. Alguien contribuyó a
que se le abriera campo. Era un hombre en pleno vigor. Era, quizá, la compañía
definitiva. No obstante, se interponía la situación de ambos. Para legalizar su
unión resultaba preciso un doble divorcio.

110
Desembocaba en eso. El pasado la encerraba en una trampa. Aunque ella
obtuviera el divorcio, a él le amarraban mallas que no podía romper. Olga estaba
enamorada, muchacha y mujer a la vez. La feminidad madurada a golpes ansiaba
el desdoblamiento de un hijo. No se preguntó si hacía bien o mal, pero dejó de
estar sola para siempre. Después se dio cuenta de que nadie la ayudaría, ni él
siquiera, aterrado por las consecuencias de un acto que sus mismos compañeros
criticaban acertadamente.
La salvó su voluntad desesperada, su instinto de conservación. Obtuvo un
trabajo y leía y estudiaba por las noches. A su lado, un bebé dormía. Encontró
fácil escribir. Las voces calladas de Potosí, de Cochabamba, resurgían claras y
vibrantes. Más tarde habló en público. Había nacido para despertar imágenes
audaces que yacían encadenadas. Los miembros del partido le ofrecieron cargos
de responsabilidad e importancia. El vaivén político de Bolivia favorecía entonces
a las izquierdas y de parte del gobierno y de las embajadas extranjeras se
manifestaba interés por conocer a Olga como el alma de una causa. Las mujeres
de los países vecinos, parte de las corrientes que empezaban a regar el alma de
América, la invitaban a que las visitara en calidad de hermana mayor y
experimentada. Derramaba exuberancia y acción, lo mismo que el que ha sido
quemado por muchos soles. La vida, después de un brusco zig-zag, obraba el
prodigio.

Pero también la vida había encallecido un no sé qué en ella. A través de la


agitación de la lucha y los vislumbres del triunfo, callaba una nota. Quizá
enmudeció para siempre desde los tiempos de la buhardilla y consistía en la
pérdida de aquella, su cándida fe de adolescente.

111
Capítulo XXIII

Como si diversos elementos se hubieran citado para intervenir ante Celina en el


momento oportuno, le presentaron las hazañas de un colombiano apellidado
Calamán, de las que se enteró por entonces.

Empezó celebrando con el gobierno ecuatoriano un contrato sobre suministro de


calzado para la tropa. El gobierno perdió en el negocio y Calamán consiguió la
base para emprender otros, dudosos y audaces. Adquirió una hacienda y allí
estableció sus reales, con mano fuerte de conquistador. Hábil, inescrupuloso y
activo, pronto aumentó el rendimiento de las conchas y la extensión de la
propiedad. Su mujer trabajaba rudamente con él. Pasados algunos años pudo
desquitarse en Quito, haciendo vida de gran dama. Sabía que las indias de la
hacienda consideraban dueño y señor a su marido y comprendía el temor
supersticioso con que se le entregaban, que ella compartía. Representaba la
encarnación de un poder hostil de la naturaleza. Obligaba a los campesinos que
poseían terrenos colindantes, a vendérselos a bajo precio para aumentar sus
dominios. Con las altas botas, un látigo en la mano, un sombreo de anchas alas
infatigable en el caballo, recorría las tierras. Nada escapaba al ojo alerta. Aquí era
indispensable levantar una cerca, allí intensificar un cultivo, más allá enviar un
capataz severo. En la diaria correría también tenía tiempo de reparar en las indias.
Como resultado de su actividad, las cosechas se amontonaban en los graneros. El
trigo que inspira pensamientos de bondad, la papa que parece forma parte de la
misma tierra, las refinadas peras en cien variedades distintas, las supremas
Reinas Claudias y los redondos capulíes como brillantes y jugosas pepitas de
cristal. En las chozas se multiplicaban los hijos, lo mismo que antes los de los
conquistadores.

Hermoso se dibujaba el panorama de “La Trinitaria” con los ejércitos de peones


inclinados sobre los campos, con el viento batiendo las plantaciones, con los
productos que se recolectaban ordenadamente. Nadie permanecía ocioso. La
propiedad había crecido tanto que ya el amo no alcanzaba a vigilarla solo y tenía
que confiar a los hijos casados la administración de las zonas distantes. Hasta
uno de los nevados barbados, que cumplía la misión con sus hermanos de vigilar
el país, parecía haberse sometido también y se levantaba en medio de la finca,
semejante a un coloso encadenado. Las hijas y nueras no dejaban de suministrar
su concurso. Ellas se encargaban de la comida, del aseo. A la más joven
correspondía una tarea a la que el amo asignaba especial importancia: la de
colocar veneno en ciertos sitios estratégico. Los pájaros perjudicaban las
siembras. Eran ladrones como los indios. Quizá algún día el temor paralizara a
unos y otros.
112
Los sábados se reunían los habitantes de la hacienda, familia y servidores. El
amo cubría los jornales, suministraba instrucciones, dirimía problemas y
administraba justicia. En sus funciones se mostraba inexorable. El valor de una
herramienta perdida o rota, inmediatamente se descontaba al culpable, así fuers el
yerno sueco, casado por la atracción de los futuros millones de una de las
herederas, o el más infeliz jornalero. Si había visitantes de Quito, invitados por la
esposa o los hijos, debían presenciar esas -----de tribunal. Lo hacían perplejos,
pensando que se trasladaban a una época lejana: la de los señores de horca y
cuchillo, rodeados de sus vasallos.

También existían en el dueño de “La Trinitaria” inexplicables complejos. La


mujer y los hijos estaban persuadidos de que no amaba a nadie, excepto a los
gatos, y los campesinos veían en esa predilección la justificación de su terror
cabalístico. Tenía ejemplares de todas clases: Perezosos gatos de Angora, gatos
ordinarios, leonadas, grises, negros. A dondequiera lo seguían ronroneando o
mirándolo con impenetrables ojos fosforescentes. Cada mañana, al saltar a la silla
de montar, pronunciaba una sola palabra de invitación: ¡gratos! Estos saltaban a
su vez hasta la silla. Formaban un grupo curioso, que hacía temblar a las indias.

Era un toque trémulo de misterio en la figura pétrea del hombre. Débiles


emanaciones suyas, a su lado se movían los hijos, cada uno obsesionado por la
preocupación de que, a través de la muralla levantada por el padre, fuera el
hermano el que obtenía mayores ganancias. Ese temor los hacia vigilarse con ojos
tan amargos como la raíz de la trinitaria. Los asaltaba en medio de las temporadas
amables de Quito y los obligaba a abandonar placeres y comodidades para volver
a encerrarse en la hacienda, a proseguir su ronda de perros hambrientos. Se
sucedían escenas terribles entre ellos y la madre, por miedo a que ésta tuviera
algún favorito e influyera para beneficiarlo en secreto. El odio que dormía en sus
pupilas se derramaba por las bocas:
-Raimundo es u meloso, un hipócrita que finge ante el viejo para burlarlo mejor.
Sí no, ¿de dónde sacaría el dinero para sostener a sus queridas? ¡A la última le
acaba de regalar un automóvil como yo lo quería!
Al que hay que desenmascarar es a ese advenedizo, ese sueco que aparente
someterse a todo. El viejo lo pondera porque se queda aquí y no va a Quito. Los
tratos con los peones no le permiten alejarse. ¡Si nos descuidamos nos quitará lo
nuestro!
--¿Y qué opinan de Lola? A ella sí que no la puedo pasar. Con su cara bonita y
sus apellidos conquistó al imbécil de Alberto y nos mira como si fuera superior a
nosotros. Su familia le ayudará a meternos pleito. Pero ante el viejo disimulaban,
Por otra parte él sabía manejarlos. A veces les formulaba vanas promesas.
Parecía el domador de un circo. Al yerno sueco le ofreció determinada cantidad en
113
pago de su trabajo. Cuando llegó el momento de que le recordaran el
cumplimiento de la oferta, se rio alegremente de ella. Pero el extranjero era
vengativo y además estaba demasiado exasperado. Los cuñados no evitaban
ocasión de hacer alusiones a la conducta de su mujer en la ciudad. Se fue,
jurando que pronto regresaría para matar al viejo. La mujer se solidarizó con él en
el despecho y lo acompañaba también.
Tales eran los personajes que se movían en “La Trinitaria”, la más rica hacienda
de la provincia de Cayambe, modelo de organización y trabajo, debido a los
esfuerzos de Calamán, un colombiano. Este podía imponer los precios de sus
productos haciendo que un artículo escaseara en el mercado. La sociedad quiteña
hacía mucho que lo había aceptado y la colonia lo adulaba. Cuando Celina se
enteró de la historia, reconoció que los que lo atacaban tenían razón. En esa
actitud chocaba con muchos colombianos, quienes transformaban el paisaje en
manto protector, en especial si se utilizaba para favorecer a individuos poderosos.
Se disputaba acaloradamente la cuestión por que se acababa de acusar a
Calamán de expoliador y se le echaba encima la muerte de un indio y la invalidez
de otro. ¿No resultaba más importante salvar la reputación de un hombre de
empresa que condenarlo? Eso pensaba el superior jerárquico de Celina, quien
aderezaba sus frases con adornos literarios:
-El temor es la única fuerza que puede mover a la gente desprovista de
dignidad, como esos indios que reciben de rodillas a Calamán. Sin él, “La
Trinitaria” no sería sino una de tantas explotaciones improductivas, y ni usted ni yo
probaríamos la dulzura de superar aristocráticas y las “entrañas de almíbar de las
claudias”.
Otras veces desarrollaban los argumentos del conquistado, que admira la raza
fuerte que ha suplantado la suya, y decía:
---No hay tipo de más salvaje belleza que el del conquistador español. El se
apodera de las tierras que se le resisten. A su contacto, éstas se agitan, se
fertilizan, se incorporan a la corriente de dolor y alegría. ¡Los débiles son los tristes
obstáculos que se interponen en su obra creadora y le cabe el derecho de
aplastarlos!
Después de esas palabras encendía el centésimo cigarrillo, recordaba que tenía
pendiente una cita en el Metro y dejaba sola a Celina. Pero ella releía el
expediente levantado contra Calamán, y las hojas, amarillentas ya, le mostraban
otros cuadros. Una explotación de madera adelantada por campesinos pobres.
Era colindante de “La Trinitaria” y el amo formuló proposiciones de compra. Los
campesinos no las aceptaron. También tenían el orgullo fincado en un pedazo de
terreno y la esperanza de que el negocio prosperara. El amo se encogió de
hombros ante la negativa. No le atribuía importancia. Pero envió peones que
vigilaran y un día los campesinos encontraron muerta una de sus vacas. “Se había
entrado a pastar a la hacienda y me defiendo de los que me roban, sean bichos y
114
hombres. Lo mismo pasará a los que creen que pueden negocias con mi madera”,
dijo Calamán. Donde entonces los madereros superiores que los campos vecinos,
con las ramas de los árboles que se entrelazaban con las de los suyo, con la
pluma de agua que los sonreía, eran campos enemigos en los que una gran
amenaza se incubaba.
Quizá la mañana en que Alcides Chitito y su hijos salieron a cortar leña, tuvieron,
al mirar el bosque aledaño, el estremecimiento que causa la conciencia de la
propia debilidad, quizá el mismo milenario terror de su raza ante las armas de
fuego. Pero la mañana era franca y clara. Sol, viento y suelo se conjugaban para
crear el bienestar que brotaba de las pequeñas plantas en crecimiento y se
expandía en olores, Los hombres llevaban las hachas, estaban contentos por la
proximidad de medirse con los duros troncos. De pronto surgieron peones con
carabinas. Todo sucedió rápidamente. Alcides y su hijo se defendieron. El viejo
quedó tendido y el muchacho huyó. La naturaleza seguía tan hermosa como
antes.
Luego, en el expediente, los detalles se confundían. Los peones del amo
declararon que los Chilitos los habían atacado, pero éstos no tenían carabinas.
Uno de los peones presentaba heridas de hacha. Cuando descubrieron al
muchacho, observaron que estaba herido en la boca. No hablaría nunca más. No
sabía escribir. El miedo y el soborno continuaban las declaraciones en el legajo.

Calamán, olvidado de la ofensa y para ayudar a la viuda, le compró las tierras.


También callaban ese episodio las páginas del expediente. La última contenía un
certificado del jefe de Celina, escrito en su cuidado estilo literario sobre los
admirables antecedentes del potentado colombiano.
Celina lo copió. Era su contribución de pequeña burócrata a favor del amo. Ante
el intento de rebelión, el jefe dedujo que sus sentimientos patrióticos se habían
debilitado. Una consecuencia, claro está, de las disolventes doctrinas que
estudiaba.

115
Capítulo XXIV

Recién llegada a Quito la atrajeron las fiestas y diversiones a que se consagraban


los miembros ricos de la colonia. El ruido que producían siempre había resonado a
los lejos para ella. Gracias a Rodrigo Tolosa, quien le consiguió invitaciones, pudo
acercarse. Pero las personas a quienes fue presentada se parecían unas a otras
como los vestidos cortados en serie. Bastaba ver a la primera para reconocer a las
demás. Las mismas reacciones, los mismos comentarios expresados con
palabras sobre medidas. Estaban muy satisfechas de eso y consideraban con
despectiva tolerancia a los que se permitían expresar opiniones distintas. Celina
se cansó de que la obligaran al juego de repetir alternativamente preguntas y
respuestas aprendidas de antemano y al final no quedara más perspectiva que
recomenzar.

También existía la “Sociedad de Amigos de Todas las Bellas Artes”, y Celina


resolvió ingresar a ella. Tolosa la hizo inscribir. Entró invadida de respeto y
reconocimiento de su inferioridad, en el templo donde iba a sumarse a los
iniciados en las emociones superiores. Oyó a los poetas declamar composiciones
colombianas del siglo pasado, a las niñas “bien” tocar a Chopin y a los
pensadores efectuar disertaciones sobre temas generalmente aceptados. Al
terminar se complementaban, comían pastas y sorbían cocktails, dentro de la
mayor corrección. La “élite” intelectual había cumplido su obligación de internarse
por los grandes temas, una vez cada quince días según rezaban los estatutos. Sin
embargo, se aburría tánto que la Sociedad acabó por disolverse.
De cuando en cuando se abría una exposición o se daba un concierto. A Celina
le gustaba la pintura de la época de Leonor Alba, aunque no podía expresa de qué
nacía la emoción que le causaban ciertos cuadros. (Más tarde se consoló al leer
una opinión de Gaugin sobre que la poesía de éstos era inasible). En los
conciertos escuchaba piezas que la incitaban a soñar. Pero no comprendía la
nota, no tenía educado el oído. En el recogimiento de la sala, los acordes
arrobaban con la fuerza de las montañas o del mar.

Nunca subía hasta la Sierra una buena compañía de teatro. Lo amaba desde
pequeña, cuando don Francisco la llevaba para premiarla, a las funciones de la
compañía de María Guerrero. Por cierto que si se ponía en escena una obra
atrevida, al buen señor se le presentaba un dilema, pues no deseaba prescindir ni
de la función ni del gusto de que lo acompañara la chiquilla. Finalmente optaba por
ambas cosas. A Celina la apasionaron “Los Andrajos de la Púrpura”, de don
Jacinto, y no olvidó los tristes amores de Laura Dolenti. Después supo que habían

116
sido reales para Eleonora Duse y Gabrielle D’Annunzio. Era un momento delicioso
cuando se apagaban las luces y empezaba a levantarse lentamente el telón.
En la Iglesia la arrastraban los cantos del coro, la belleza insinuante de la
liturgia. Recordaba una capilla de pueblo, banca y azul, y las miradas humildes o
iluminadas de los devotos. Recordaba a Cristina conduciendo una niña que quería
ser monja, con la azucena en la mano, el día de la Primera Comunión. Ahora
llenaban lo largo de las naves las figuras estremecidas de los indios. El sacerdote
terminaba su imprecación y volvía a celda, mientras se extinguía el eco del cuero,
se apagaban las luces y la silenciosa y miserable muchedumbre se regaba por los
rincones de la ciudad.
No quedaban sino las gentes que combatían, los artistas y escritores
inconformes, Victoria y sus amigas. De éstos, tal vez muchos no poseían ideas
concretas ni planes de acción, pero habían descubierto en la noche algo puro y
brillante que los conducía y confortaba. Creían en la verdad de los que hablaban y
esa fe tornaba verdaderas sus palabras.
Estaban decepcionados de la Iglesia, pues se plegaba a los intereses de los
poderosos y ofrecía una moneda para pagar después de la muerte. Seguramente
amaron en un principio los emblemas santos, las cándidas figuras de vírgenes y
mancebos con corona y palma de martirio, pero, al aproximarse, vieron que se
desvanecían los blancos ropajes y se diluían el aroma de azucenas y violetas.
Entonces buscaron lo que por joven no llevaba la carga de la desilusión y atraía
por su confianza en el hombre.

Verdad que también formaban en las filas revolucionarias seres inadaptados,


desiguales a los demás, fruto de un choque que rompió el equilibrio. Los
impulsaba el deseo conmovedor de tumbar las barreras y mezclarse. Pero casi
siempre debía quedar en la mitad del camino, entre el intento y la realización,
inhibido por pesadas cadenas. En lugar de prestar ayuda creaban obstáculos.
Eran gentes sin ancla que querían agarrarse de algún apoyo porque no sabían a
Dónde las conducirían las aguas.
Otros iban al movimiento obrero de mala fe. En los pliegues de sus frentes se
marcaba el trabajo del cálculo. Pero para compensarlo todo, estaba la llama
encendida de Victoria, de Olga, las pobres caras agobiadas que de repente se
enderezaban con una luz en la pupilas, mezcla de esperanza, angustia y locura.
Se diría que habían brotado del paisaje ecuatoriano. Bajo la aparente frialdad
de los nevados se presentían corrientes dispuestas a hacer erupción en cualquier
instante para llegar a una imprevista etapa geológica. Se adivinaba su intensidad
en los grandes trajes pendientes sobre un verde valle; en la atmosfera dulce y no
obstante misteriosa, como grávida de presentimientos; aun en las viejas piedras
donde a veces se encontraba grabado un símbolo del tiempo incaico en las losas

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que convirtió en encaje la mística española unida al afán inescrutable de los
indios.
Tales imanes se apoderaban de las agujas de una pequeña brújula, que hasta
entonces habían señalado una u otra dirección a impulsos del momento. Celina se
emocionaba, lo mismo que los marineros de Colón cuando vieron perfilarse las
costas. Pero poseer las llaves del misterio es un privilegio expuesto a asechanzas.
Y ella no podía librarse de sus consecuencias.
En primer lugar estaba lo que se llamaba odio o conciencia de clase.
Inesperadamente Celina empezó a padecer sus efectos. En la calle, en la oficina,
la azogaban oleadas de rencor. Quería amar y la rechazaban. Bajo la apariencia
indiferente y pulcra de la mecanógrafa se coleccionaban, sin que lo sospechara
nadie, pensamientos de acerba censura para los menores actos. Con frecuencia
llamaban al teléfono de la oficina. Al extremo del receptor una voz decía:
---Señorita: avise al gerente que no olvide su cita a las cuatro.
Celina iba a transmitir el mensaje. El gerente, amable, elegante y desenfadado,
sonreía. Veía ante él una funcionaria acuciosa, sin advertir la voz velada de
reproche. La dama que apenas la saludaba, tenía deseos de divertirse. No se
trabajaría mucho aquella tarde, ¿Por qué se vendaban los ojos ante las faltas de
los de arriba? ¿Por qué la moral mostraba dos caras?
Si no podía evitar la asistencia a alguna fiesta, se aislaba en un rincón y
contestaba con monosílabos, despreciativamente, las preguntas que les
formulaban. Algunos invitados eran simpáticos y amables y, al observar la actitud
de Celina, la tomaban por excéntrica. Otras veces, al contrario, hablaba con
humildad exagerada, impulsada por el propósito de que los otros no dejaran de
darse cuenta de sus diferencias, de que no pertenecía al círculo elevado. Se
adjudicaba el papel de amarga testigo de sus frivolidades y debilidades. No quería
tomar nota de nada distinto. Sus rasgos de humanidad y bondad se le aparecían
falseados e hipócritas. Sus ocupaciones, vano deporte para matar el tiempo. Sus
inevitables pesares, leves castigos. La visión del mundo se tronaba dura y sombría
y eso la complacía secretamente.
Siempre había experimentado ternura por los niños. Sin embargo, al
encontrarlos ahora en las casa ricas adquirían para Celina un carácter que la
repelía. Los consideraba pequeñas larvas, destinadas a transformarse en seres
deformados y perversos. Sus manitas caprichosas destrozaban juguetes finos y
costosos, mientras en la calle sus hermanos se divertían comiendo tierra. Ella no
pertenecía a ese clan y nada la unía a los que intentaron convertirse en los amos.
Hasta los vestidos de ceremonia que caían en dulces pliegues de brocado o
satín desde los blancos hombros, tan agradables al tacto, tan radiantes a la vista,
síntesis de un mundo en que no existían el trabajo agobiador, las dificultades
asfixiantes, en que todo era “orden y belleza”, lujo, calma y voluptuosidad”,
llegaron a convertirse para ella en símbolo de dominio de una clase sobre otra.
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Se hallaba, pues, en los umbrales de dos esferas contrarias. La comprobación
de una situación descompensada, inarmoniosa, se resolvía en angustia ciega.
Encerrada entre las cuatro paredes de su rencor, se negaba a escuchar los puros
y frescos sonidos que en ocasiones resonaban fuera. Leía propaganda
revolucionaria y libros transidos como “La hija de la tierra”, en el que la
protagonista se rebela no sólo contra la explotación sino hasta contra los íntimos
instintos de su sexo, para ella causa de otro doloroso engaño. La amargura de los
antagonismos le destilaba en el corazón unas gotas de su ácido, convirtiendo las
cosas más bellas en objetos de recelo, e inhibiendo por el temor y la duda las
manos que se hubieran tendido para acariciarlas.
Le parecía que había llegado a conocer a su pueblo a través de sí misma. Pero
ese conocimiento no bastaba. Se requería aunar con los suyos los esfuerzos y
saldar así la deuda de sangre para con él.

A medida que pasaba el tiempo, menos comprendía a los que, habiendo llegado a
una conclusión no sentían el acicate de trabajar a su favor. Se refugiaban
egoístamente en sus deducciones, complacidos de poseer una verdad que los
elevaba sobre el nivel de los demás, e ignorantes del calor desprendido de una
empresa común.
Pensaba que imitarlos equivalía a una mala acción. Sin embargo aún no se
decidía. Todavía faltaba algo que la despojara de rencores de animal herido y de
sombras que le obnubilaban la visión de la vida, para amarla en su integridad.

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TERCERA PARTE
DESPUÉS DE LA SIEMBRA

Capitulo XXV

En Quito, después de correr el


Corso, se juega el Carnaval para
febrero. La ciudad toma aspecto
de fiesta, de “farra”. Hay
reminiscencia de las
expansiones que estallaban de
pronto en la tranquila vida
colonial y, también, de las
danzas nativas en las que los
indios, cubiertos el rostro con
máscaras grotescas, se mueven
lenta y acompasadamente para
simbolizar los eternos poderes en pugna del bien y del mal.
Por esa época, Celina emprende una excursión al oriente ecuatoriano. Sus
compañeros y ella forman una caravana de gente ruidosa, que se embriaga con
sus propias voces. Tienen la necesidad biológica de tostarse al viento y al sol,
cantar, realizar largas caminatas y bailar en las alegres noches hasta caer
rendidos de cansancio. Una deliciosa laxitud se apodera de las facultades y ni
siquiera se piensa en oponerle resistencia. Todo se vuelve simple. Lo único
esencial consiste en tomar un poco de ¡Pisco” y prepararse a recibir en el ágil
cuerpo la caricia del sol y de la lluvia.
La naturaleza los rodea en una exposición en la que exhibe muestrarios diversos
y soberbios. Están las tierras altas de picos nevados: el encanto de los climas
medios, representados por Ambato y la región de Baños, que viejos murallones de
roca custodian y donde la vida es “lánguida y sensual”: el río Pastasa, con el que
conversaban Mera y Montalvo, y las cascadas de nombre tintineantes igual que
campanitas de plata:
---Velo de Novia, Inés María, Agua Santa. Por fin la llanura ilimitada y monótona
por la que los turistas se internan.
¿En qué piensa Celina mientras avanza el vehículo? Tal vez en que dedicarse
de lleno a la política, aunque se justifique por una mística, no compensa lo demás.
Los que la acompañan se hallan estrechamente ligados a un punto en la tierra.
Puede ser que lo lamenten, pero ella se encuentra hecha de otra manera. Las
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emociones que se comparten se vuelven preciosas como joyas. ¿Dónde está su
facultad de lograrlo, sin guardar ninguna reserva? Si se ha atrofiado, debe
semejarse a un cuerpo muerto y las ideas altruistas por las que pretende
interesarse, a las manos que se esfuerzan por infundir a éste su calor sin
conseguirlo. Sin embargo, se siente joven y feliz. La envuelve el aire de malicia
que toma la tierra cuando la semilla depositada semanas atrás va a reventar.

Hacía mucho que sus sentidos debían estar alerta como los estambres de una
flor, porque un día su oído registró minuciosamente una conversación que en
apariencia carecía de importancia. Llegaría a la ciudad cierto jefe ecuatoriano de
izquierda ---decían en la oficina---al que sería conveniente sondear.
La simpatía de Celina rodeaba inmediatamente a los jefes del pueblo.
Consideraba pequeños errores las faltas que cometían y su admiración no se
disipaba hasta que las disculpas sobraban ante hechos protuberantes de
deslealtad a las ideas. Entonces se situaba en el otro extremo y odiaba con
pasión. Al saber, pues que la persona que se esperaba había defendido la causa
de los indios, combatiendo rudamente en la oposición, se juzgó su aliada natural y
se preparó para recibirla. En su interior le rogaba que demostrara cualidades
superiores, lo que le permitiría enorgullecerse de ellas.
No necesitó forzarse para que sus aspiraciones quedaran satisfechas, al
conocer a Esteban Figueroa. Se destacaba en medio de un grupo de hombres
ojerosos y cansados, fuertemente saturados de Agua de Lavanda. Su juventud de
alma y cuerpo, que parecía inflamarse en valor y osadía a cada palabra, resaltaba
en intenso contraste con aquellos. Cuando lo invitaron a una recepción de gala
para esa noche, su expresión se hizo risueña y juguetona, lo mismo que si se
complaciera en desconcertar a gente convencida de la virtud de ciertas fórmulas,
al responder:
---Son ustedes muy amables. ¡Pero no podré ir por la sencilla razón de que no
tengo traje de ceremonia!
Para sus interlocutores representaba una extravagancia la salida. ¡Imposible
entender—comentarían después—que alguien que pretende surgir no cuente
siquiera con frac! Pero para Celina resultaba una especie de clave preciosa con la
que un desconocido le revelaba que pertenecía a su raza, que despreciaba lo que
significaba tanto para los demás. ¿No eran así, puros, intransigentes con lo que no
fuera el ideal, los revolucionarios que pintaba Gorki en “La Madre”?
Comprendía perfectamente la reacción relatada por Genevieve Tabouis, de un
líder obrero francés que abandonó una reunión social porque le ruborizaba
permanecer bajo el mismo techo que miembros de las clases explotadoras.
También admiraba a las mujeres que habían sido capaces de prescindir de todo
lujo, toda ostentación aun en los menores detalles del vestido, al dedicarse al
trabajo revolucionario. Sin afeites, enmarcado el rostro de simples líneas por un
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peinado severo, parecían religiosas profesas de una nueva fe. La forma ofrecía en
este caso un romanticismo a la inversa, igualmente seductor.

Y Esteban se veía asombrosamente parecido al retrato que ella se ocupaba de


retocar. Su historia, de la que en aquellos días se enteró, contribuía a avivar su
amistad. Hijo de obreros, tuvo una infancia miserable, obligado desde muy
temprano a costear sus estudios con lo que ganaba en un taller de zapatería y en
una tipografía más tarde. Fue cuando reveló en el liceo sus capacidades de
alumno excepcional, que algunos profesores empezaron a ayudarle y el porvenir
se abrió ante él. Pasó largos años de estudio, seguro de alcanzar la meta que se
proponía. No obstante, al terminar la carrera descuidó las ocasiones fáciles de
éxito. Le interesaba otra empresa. Salió al encuentro de los indios y les inculcó la
confianza con sus palabras, como se entrega la sangre sana en una transfusión.
Arrastró muchos partidarios y se convirtió en el jefe de los grupos de avanzada del
sur, con quien los del norte deseaban aliarse para adelantar un plan común.
En casa de Victoria o en las de distintos amigos. Celina bebía esas
informaciones y decidió trabajar bajo las órdenes de Figueres--------- Era el puesto
de combate que había anhelado sin atreverse a dar el último paso. Sabía que por
no ser ecuatoriano le encomendarían tareas poco visibles pero que se concurso
se aceptaría. ¡Continuaban siendo un número tan reducido! Se disponía a exponer
sus intenciones a Esteban, cuando éste se le acercó y le dijo:
---Muchos me han ofrecido su colaboración y yo sólo desearía la suya.
Parecía una respuesta al propósito de Celina, un anticipo a sus palabras.
Desde entonces principió una época en que las dudas se disiparon y hasta
encontraba raro que hubieran existido, como sucede son las enfermedades
cuando el cuerpo está sano. Su misión consistía en apresurar la llegada de la
nueva era, al lado de Esteban y los suyos. Entraba en el juego, pasara lo que
pasara. Si le hubieran dicho que miraba por los ojos de Esteban, nunca lo habría
aceptado.
Pero su admiración se enfervorizaba. Él poseía una rara mezcla de pasión y
dominio de sí. Su inteligencia se mostraba clara, disciplinada. No sería el
mensajero del caos y de la ruina sino del ordenamiento y la razón. Cuando se
hablaba de los objetivos que perseguiría aquella formidable máquina del Estado
en poder de los revolucionarios, las palabras se atropellaban en sus labios y los
ojos le ardían, quemados por la fiebre de actuar. Parecía un ángel ofendido que
soñara con la espada de fuego. En la imaginación de Celina resplandecía una
imagen: la del hombre “de cerebro frío y corazón ardiente”, el caballero que
combate con los moros y sufre cárcel y destierro por conquistar para los suyos una
reliquia del Santo Brial. Pensaba que nadie la encarnaba mejor que Esteban.
Cierto que también lo criticaban algunas gentes. Lo calificaban de ambicioso y
sin escrúpulos. Celina se repetía que decididamente resultaba imposible
122
complacer todos los gustos. Por fortuna, ella contaba con la capacidad de apreciar
lo que valía, igual que cuando fue amiga de Leonor Alba.
Olga, desde lejos, y Victoria. Pretendían dirigirla. Sin embargo, para eso se
requería una corriente que saliera de ellas mismas y no fuera el reflejo de otra. El
molde no la copia. ¿Habría hallado este por fin? ¿Y por qué se hace tal pregunta,
allá en la línea del oriente ecuatoriano? El automóvil se interna más y más y ya no
se distingue Shell-Mera. La llanura se extiende, inmensa, pero ella podría
atravesarla. Ha amanecido u con luz es fácil orientarse. Y el amor es como el día.
Nadie habla de amor. Esteban no le pide sino ser la discípula, la cooperadora
para la ejecución de su tarea. Son imaginaciones de Celina.

123
Capítulo XXVI

Naturalmente, la última afirmación era hipócrita, porque Celina conocía que existía
algo más. Sólo ignoraba si madurarla o no. Las palabras que oía a Esteban le
sonaban familiares. Muchas veces las había repetido hablando sola. Los dos
reaccionaban ante las cosas con la misma indignación o con la misma ternura. La
historia del viejo latifundista Calamán despertó en él imágenes semejantes a la
que sembró para ella la lectura del expediente. Se entendían tan bien que era
posible soñar con vivir aislados, en el campo, sin que les faltara nada.
Una tarde estaba citada con Esteban para continuar su entrenamiento político,
pero éste le dijo:
--- ¿No prefieres dar un paseo por las calles?
Aceptó. Todavía de hallaba en capacidad de aprender el paisaje, pues no había
acabado de incrustarse, no formaba parte de él. Y miró lo que la rodeaba.
Se hallaba en la gradería del Palacio de gobierno y contemplaba las Plaza de la
Independencia, con los Portales y la Catedral. Parecía que ese rincón se
rezagaba en el siglo XIX. Las arcadas, las viejas piedras, el parque con sus
pequeños y recortados arbustos, recordaban sombras de mujer que, con faldas
barriendo el polvo, se encaminaban a la Iglesia, seguidas por una esclava india o
negra. En la evocación no faltaban siluetas de indios, acaso menos inclinadas de
lo que deberían mostrarse después, que cruzaban la escena para llevar a cabo
las diligencias encomendadas por el amor. El Palacio de Gobierno tampoco era
una casona muerta. Apenas se llegaba a cierta puerta, se levantaban victimarios
y reos como si estuvieran condenados a repetir eternamente su encuentro. Al
pasar frente al edifico de la Universidad, un impulso llevaba a dedicar una sonrisa
amable a sus sombras, lo mismo que si salieran a los balcones y se les saludara
de paso. El Arco de la Reina, con nombre de romance, cumplía su deber de
mostrarse enseguida y, luego, semejante a un lienzo medieval clavado en los
Andes por los Conquistadores, surgía la Plaza de San Francisco, con las dos
Iglesias y el Convento. Nadie podía permanecer impasible en aquel sitio. Había un
no sé qué del pasado y del más allá fijado para siempre en las piedras. Ni un trozo
de césped, ni una fuente, nada claro y ligero sonreía en la ancha plaza. Todo era
imponente y sombrío. Y al subir al pretil se agolpaban en la memoria las leyendas,
leyendas de la Cruz y del Diablo de acuerdo con el decorado en que nacieron.
Ahora venía la calle de la Ronda, internándose por el subsuelo. Así, como un
laberinto, con casas carcomidas de arquitectura colonial, refugio de mujercillas,
choferes, obreros y familias vergonzantes, se imaginaba Celina los suburbios de
las ciudades orientales. Cualquier acto increíble de abyección o heroísmo podía
darse allí, envuelto en esa atmósfera de superstición, miseria y aventura.

124
El Arco de Santo Domingo, puerta de la larga calle de Mama Cuchara, encerraba
con la Plaza de San Francisco, la clave de una edad. Al atravesarlo, Esteban y
Celina creían cumplir una especie de ceremonia ritual. Detrás de él surgían
portones claveteados con llamadores de bronce de extrañas formas, patios
españoles, tiendas de platería que exhibían las variedades de colores, pulseras y
anillos con dibujos incaicos. Grupos de asnos e indios, con sus grandes ponchos
rojos o anaranjados, transitaban por la calle. Los ojos de Celina y su amigo
recorrían esos cuadros, cuando tropezaron con el decorado de Navidad de las
colinas de Quito.

Ante ellas la mujer volvió a escuchar la palabra de las novelas de juventud. En


su espíritu de desarrollaba cierto sentido que permanecía alerta, tomaba nota y
establecía comparaciones, lo que no había podido ocurrir en el tiempo de Felipe
Conde. Estas favorecían por entero a Esteban. Deseaba que se le grabaran las
emociones que experimentaba, de modo que le pertenecieran definitivamente y
pudiera acudir a ellas después. Se hallaban tan compenetrados con las teorías
que profesaban, que cada uno veía al otro a su luz. Celina se transformaba en el
prototipo de la mujer nueva. El, en el compañero resuelto y comprensivo. Los
llenaba la responsabilidad de no constituir una simple pareja sino el símbolo de las
del futuro, y se obsequiaban con frases que condensaban las imágenes en que les
gustaba pensar.
Celina no se preguntaba cuánto duraría la hoguera. Le bastaba con alumbrar.

125
Capítulo XXVII

Las tareas que le empiezan a encomendar en la organización subversiva son


fáciles y sencillas. Celina puede realizarlas y cuenta además con la experiencia de
Esteban para que vaya en su ayuda. Él le indica la forma de distribuir mejor el
tiempo, le hace listas de los libros que debe consultar y le despeja cualquier
interrogante tan rápida y concisamente que, apenas llega a Celina el timbre
amado de la voz, se apresura a otorgarle la razón. Figueres es inflexible. No
admite vacilaciones después de adoptar una línea de conducta. Sí ella se fatiga a
ratos, el motivo reside sin duda en que todavía no se encuentra a su altura. Tiene
que superarse a fin de merecerlo.

Con la ansiedad del que va a enterrase de una secreto, concurre por primera vez
a la asamblea de los revolucionarios. La reunión se lleva a efecto en una pieza
grande, de trazado irregular, alumbrada por bombillas aun de día, pues sólo
cuenta con una puerta de entrada y un pequeño tragaluz. Hace poco que
recubrieron las paredes con una capa de cal, tan tenue y ligera que no alcanza a
disimular los deterioros. Los bancos de madera dispuestos simétricamente, la
tarima del orador con la pizarra al fondo y algunos mapas y oleografías confieren
al lugar el aspecto de salón de escuela de barrio pobre. Pero para Celina no es feo
y triste. El pensamiento de que un aire lo identifica más los sitios en donde se
alojaron los guerrilleros de Antonia Santos o los conjurados de Manuela
Cañizares, la lleva a recorrer los muros con respeto. Los considera el escenario de
una obra importante en la que ella actúa de protagonista y espectador.

A su lado. Mezclados con los simples miembros de base, se hallan lo


dirigentes. Algunos la miran con simpatía, aunque nota cierto escepticismo.
Quieren mantenerla en cuarentena para establecer si su actitud se debe a
snobismo o a verdadero convencimiento. No están acostumbrados a la
intervención de las mujeres en la política y las observan con el complejo de los
maridos engañados. De la clase de Celina son pocas las que participan de sus
ideas. Sin embargo, las presencias femeninas que aquí y allá aclaran el conjunto,
cumplen un papel. Gracias a ellas la reunión se tiñe del matiz familiar de una
pequeña lámpara.

Entre esas gentes de distinta condición, existe solidaridad. Aunque se formulen


ataques violentos y se dividan en dos bandos, la unidad permanece,
independiente de los actos, hilo que conduce en la misma dirección a los
soldados. Una expresión igual se marca en los semblantes. Sus almas se vuelven
afines. No hay sino una sola alma colectiva que preside la reunión.
126
En el estado en que se encuentra, Celina es capaz de descubrir en las pupilas
de cuantos la rodean los rayos de una luz interior. Mira con simpatía a sus vecinos
de banco, un estudiante y un obrero. Le encanta estar junto a ellos en idénticas
condiciones. Eso recuerda la repercusión de despertada por la primera lectura de
la “Declaración de los derechos del hombre”. El traje burdo y los rasgos toscos del
trabajador le producen remordimiento. Parecen decirle que, por algún designio
oscuro, a ella también la cobija la responsabilidad de que se halle reducido a ese
extremo. Pero reconocerlo le torna más humana, más limpia. Y agradece
mentalmente al obrero por la oportunidad que le ha dado de hacerlo.
Se oye un “chist…chist” imperioso. El orador, bajito, obeso ha tomado la
palabra. Sabe que sus compañeros se convierten muchas veces en niños
asustados que necesitan que alguien les tienda la mano y los estimule con la
promesa de un premio. De su discurso se desprende el optimismo como el vapor
de la comida. “Está cercano el día…La humanidad no se detiene en su marcha
hacia el progreso….Nos pertenece el futuro…” Quien escucha con mayor
satisfacción es naturalmente él mismo. Pero a los demás también les agradan sus
ofrecimientos, lo mismo que si los hiciera un Noel de saco roto y gafas, que
apareciera por casualidad en el lugar más inesperado.
El estudiante instalado junto a Celina, toma notas o interrumpe con preguntas al
orador. En su cerebro combaten teorías opuestas, símbolos y fórmulas
contradictorios. Tiene propensión a entablar tremendas discusiones, que revelan
la combustión interior. Quizá fue allí empujado por lo que en el primer instante tuvo
la apariencia de la aventura y el ideal. Y sólo podrá averiguarse si se depuró o
destruyó después de que haya pasado por una prueba de fuego.

Por fin la asamblea se disuelve pacíficamente. A Celina le parece que ha


contemplado un panorama a vuelo de pájaro. Todavía no aprecia los detalles del
terreno: ignora los nombres de los árboles y si la cobijará su sombra. Pero ha
establecido contacto con el guía del que antes le llegaban esos mensajes que no
alcanzan a sintonizarse bien en un aparato de radio.
No ser sólo la mujer doméstica para Esteban le abre un campo más amplio
Resulta muy halagador para la vanidad. En cambio, ¡qué cuidados le causan!
En realidad tiene que representar varios papeles juntos, como en las compañías
de cómico escasas de personal. Y cuando la transmutación de escenas se hace
demasiado pronto, no alcanza a caracterizarse por completo.

Aunque Esteban jamás de lo haya dicho, sabe que se forja una brillante imagen.
Pretende convertirla en una mujer capaz de despertar del dominio entusiasmo de
las masas, dirigir y orientar. Lo atrae el tipo de líder femenina. Pero Celina no logra
aproximársele. Nunca sus palabras desenredan adecuadamente la madeja de las
127
emociones. O se le ocurre precisamente lo contrario de lo que debe decir y la
interpretan mal. Contestar esa pregunta ante la atención de la sala enfocada en su
cara, representa un suplicio. Después de asistir a sucesivas asambleas, no pasa
de constituir en ellas una figura borrosa.

¡Y si por lo menos él la alentara! Pero no le atribuye mayor mérito a una


actuación que juzga natural. Hasta se irrita ligeramente porque se prolongan las
vacilaciones, explicables sólo en la iniciación.
Por fortuna la tensión disminuye muchas veces. Entre los obreros Celina
descubre reacciones afines. ¿No se guían ellos, más que por razones y teorías,
por la seguridad de estar en lo cierto como las mujeres? A su lado y sin que lo
adivine nadie recoge sus triunfos cuando le sonríen o le estrechan la mano con
calor los que antes no reparaban en su presencia. Y en esos gestos hay un poco
de solicitud de hermano mayor, cierta complacencia porque ella haya sido
preservada de una brega como la suya y no obstante los comprenda.

128
Capítulo XXVIII

Cada vez se aleja más de los que fueron sus amigos de la Colonia, pero que
ahora no la acompañan. Por su parte éstos le siguen los pasos con la curiosidad
que les inspiraría la marcha rodeada de obstáculos de una pequeña hormiga. ¿En
qué forma resolverá los problemas derivados de dos concepciones tan
antagónicas, la que ha adoptado y la consagrada? Con los compañeros de oficina
aparentemente las relaciones continúan iguales, aunque Celina observa el matiz
imperceptible que distancia a los judíos de los miembros de otra raza.

Colocada en contra de la opinión general, necesita sin embargo de su


aprobación y respaldo. Es feliz cuando sin traicionarse puede coincidir con ésta,
siquiera sea en la admiración por un cuadro o un sombrero. Le duele el
aislamiento y que no se conozcan sus amores. Seguramente las mujeres la
envidiarían por Esteban como cuando se lleva un vestido hermoso.

Poco a poco avanza en el conocimiento de los líderes revolucionarios. Le


parecen gentes distintas a las que ha encontrado hasta entonces. Son los
capitanes en quienes descansa la fe de la tripulación en altamar. Debe otorgarles
un margen de confianza para que se muestren resueltos, previsores y abnegados.
Trabajan dentro de la mayor armonía con Figueres, por lo que en algunas
ocasiones éste obtiene que ella concurra también a sus reuniones privadas.

Uno de los miembros del comité ejecutivo se llama Juan Evangelista Blanco.
Flaco y largo, tiene el aspecto sorprendido de un muchacho prematuramente
desarrollado. La incipiente calvicie aumenta las interrogaciones de la frente sin
servir de contrapeso para conferirle aires de seriedad. Parece que su actitud
interna coincide con la física y que nunca se ha desprendido de la fe con que el
niño espera que le ayuden. Ni los golpes recibidos en un medio hostil, ni el
ascenso que los siguió a una sólida posición política y literaria, lo endurecieron o
malearon. Sobre él circula una historia de amor y de muerte en que actuó de
protagonista. Casado con una bella mujer que trae una serie de decepciones halló
por fin su puerto en la serena lealtad de Juan, enviudó a los pocos meses de
matrimonio. Desde entonces se entregó totalmente a sus escritos y al partido, un
poco a la manera del personaje que quiso dedicarse a lo que “no se le pudiera
morir”. Persuadido de que su vida se destina a una función útil, posee la
satisfacción y la modestia de un monje medieval, junto con el interés de un
caballero del Renacimiento por cualquier tema que roce algún aspecto de la
personalidad humana.

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Siempre que pueden escaparse de sus compañeros Celina y Juan se instalan
en el Savoy a tomar café y conversar, con el placer doble que les causa estar
juntos y pensar que han faltado a clase. Si él decide poner a prueba los
conocimientos políticos de Celina las derrotas que le inflige los llenan a ambos de
buen humor. Cuando disputan lo hacen sólo por el gusto de oírse, pues saben que
en el fondo se hallan de argumento. En parte por halagarla, en parte por
admiración sincera, Juan elogia a Figueres. Sus palabras ofrecen la mezcla entre
escéptica y consoladora de sus producciones literarias y ejercen influencia
sedante sobre los nervios de su amiga.

Carlos Albarracín es otro de los jefes. Moreno, igual que los de su raza, tiene la
mirada más audaz que éstos e irizada con los puntos luminosos de sus proyectos.
Celina se ha inscrito en el curso sobre Economía Política que él dicta en la
Universidad. Cada mañana cruza las naves de la antigua casona en compañía de
muchachos apresurados. De las aulas vuelan retazos de conferencias: “Las
industrias vitales que deben fomentarse en el Ecuador…” “…El estilo de Montalvo,
nuestro gran romántico…” La vieja fuente del patio, enmarcada por cipreses
oscuros en contraste con el azul juvenil del cielo, derrama un hilillo de agua. Con
la última campanada de las ocho dada por el reloj de la compañía, entra Carlos al
claustro y con su llegada parece que éste se dejara conquistar por la esperanza.

Estudian las premisas del capitalismo sentadas por Adam Smith y Ricardo. En
la voz del profesor se percibe cierta nota de norma. Existen muchos vacíos en esa
tesis pero afortunadamente, Marx…Metódico en la exposición y regodeándose por
dentro con la precisión de las fórmulas, a Celina le resulta difícil concebirlo en la
plaza pública, encendido por la pólvora de los discursos, o encerrado en anillo de
soledad para fijar en poemas los azares de su infancia de niño pobre. Pero todo
eso puede hacerlo Albarracín.

En los bancos, los compañeros que se juzgan obligados a enterar a la nueva


alumna de lo que pasa, la rodean para explicarle:
-Es revolucionario ¿tal vez?
-No hace muchos meses habría ido a parar a la cárcel por hablar así…
-Es una hora de promesas, el primer indicio de curación después de una larga
enfermedad. Pero se palpa la urgencia de hacer mucho más, de utilizar por fin las
herramientas que se estaban preparando desde hacía tanto. Hasta Juan
Evangelista y Carlos que habitualmente son prudentes, tienen la mirada brillante.
Del lado de los trabajadores se oye el murmullo que denota la impaciencia. Y se
trazan planes y más planes: escuelas de alfabetización y granjas agrícolas para
los indios. Mejores tiempos se anuncian y Celina participa de la confianza general,
todavía tímida pero con derecho a vivir.
130
Capítulo XXIX

Los del grupo también estudian programas de acción definida. Quizás se acerca el
sueño de tener en las manos el timón del poder para esos marineros con ojos de
capitán. Entre las comisiones que se confieren, corresponde una a Celina. La
consideran unidad responsable por primera vez.

La comisión consiste en hablar con un personaje a fin de que acceda a


patrocinar una reunión a la que se atribuye especial importancia. Naturalmente,
Celina asigna a la empresa mayores proporciones de las que tiene y eso aumenta
su confusión. ¡Visitar a una persona desconocida, hablarle, inducirla a escoger
una indeterminada línea de conducta! Esteban encuentra fácil que lo haga, pero
para ella se trata de una prueba a la que se presta con la misma inquietud que si
escogiera los adornos para presentarse a la vista del amado. Sin embargo, está
resuelta a demostrar que es capaz de salir airosa.

Al llegar al lugar de la entrevista la introducen a un salón atestado de


volúmenes. Son viejos conocidos ¡Puede tranquilizarse! Y el asunto no es, al fin
de cuentas, tan dramático. El juego, por el mismo y a parte de los objetivos que
persigue, ofrece interés. También el dueño de la casa le facilita el cumplimiento de
su cometido. Se trata de un caballero a la antigua, que tiene por norma dar
siempre la razón a una dama. No obstante, evitan comprometerse. El cálculo
nunca ha sido el fuerte de Celina, pero de repente aparecía cuáles son sus
probabilidades. Se siente con las cartas en la mano, desenvuelta y mujer. En el
momento que estima oportuno se atreve a decir:
- Como afortunadamente estamos de acuerdo, señalemos la fecha de la
reunión.
- Por mi parte no hay inconveniente –le contesta él, muy fino-, pero
permítame que consulte a los otros interesados.

El anciano ni ha revelado asombro por la proposición. No quiere desairar a los


amigos, cuyos nombres pronunció Celina, ni tampoco a la ansiosa mujercita.
Transcurren algunos días. Las entrevistas se suceden y Celina principia abrigar
amistad por el caballero. Éste ha llegado a creer que se trata de un movimiento
más serio de lo que suponía y a punto de apoderarse del Poder, y como a ella le
gusta imaginarlo así, descubre una fuente de satisfacción en las citas. Le encanta
presentarse en la casa y que el criado la introduzca, visita esperada y puntual, en
el amplio despacho. Allí, entre los libros, liebre y cazadora flotan en una
atmósfera de ilusión. Igualmente persuadidos de la verdad de sus ensueños. Él es

131
un filósofo y sociólogo inteligente y generoso y su charla resulta atractiva y amena.
Siguiendo su curso se alejan cada vez más del punto de partida.

Celina ya no se preocupa por el cumplimiento de la promesa y el viejo parece


haberla olvidado por completo. Las charlas continuarían indefinidamente en el
mismo terreno, de no ser por los revolucionarios, con Esteban a la cabeza, que
urgen por una respuesta concreta. No hay más remedio que volver a insistir.
- Querido amigo: Hoy me han avisado Albarracín Blanco y Figueres que no
esperan más. Es preciso fijar la fecha.

Casi lo lamenta. El anciano señor no consigue vencer una última resistencia y


se disculpa con la falta de cooperación por parte de los de su grupo. Celina debe
apelar a otro recurso. La reunión que proyectan se disfraza bajo la apariencia
inofensiva de una conferencia científica. ¡Si lograra que Colombia le prestara
apoyo! Cuenta con algunos amigos en la embajada y no teme comprometerla,
pues sólo pretende una simple nota en la que se citen las frases de rigor sobre la
importancia de las reuniones de ese carácter, ¿Cómo proceder, sin embargo? Uno
de los colombianos que trabajan en la embajada se halla al tanto de los vínculos
que Celina ha contraído y desde hace mucho la observa burlonamente. Desea
averiguar en qué para la experiencia, aunque parece seguro por anticipado de su
fracaso. No obstante, reconoce la buena fe que ella tiene y cuando le habla,
accede a escribir la nota membreteada con el mágico nombre oficial que tan
gratamente contemplan los ojos. Al depositarla Celina, triunfante, en las manos del
caballero, desaparecen por encanto los tropiezos y la fecha se señala. Están
salvadas las apariencias. La comunicación ha cumplido su objeto psicológico y
pasa a archivarse.

Pero el amigo de la embajada ha exigido una condición. En recompensa a su


ayuda, Celina se desprenderá de algo que ama, un libro de versos obsequiado por
Sylvia y un pequeño tesoro, pues se trata de la primera edición hace mucho
agotada. Representa una pequeña prueba a la que la somete para medir el grado
de su fanatismo –según afirma y reírse de lo que califica de candidez. Y Celina le
entrega el libro para no faltar a su compromiso. El valor de ésta ha crecido para
ella, tiene la categoría de símbolo. Venció en la prueba y Esteban se muestra
satisfecho. Pero jamás lo entera de su forma de obrar. Estima preferible que
aproveche los resultados sin conocer el secreto. Quizá la humillaría, quizá no
mediría el sacrificio que implicó hacer intervenir a extraños. Mil matices los
diferencian.

132
Capítulo XXX

Inconvenientes de última hora que no estaban al alcance de los conspiradores


solucionar, impidieron que se efectuara la conferencia. Pero si un proyecto se
abandona, surgen otros. En la prisa carece del tiempo necesario para meditarlos
bien, Celina está contagiada de ese afán. Ha pasado el período de sosiego, de
calma chicha. Ahora vive mil experiencias juntas. De las reuniones políticas salta
al amor. Tiene la sensación de que Quito le entrega por fin sus secretos y ya no la
considera forastera sino dentro de su alma.

Los paseos con Esteban constituyen momentos preciosos en que imponen una
pausa a las preocupaciones para contemplarse ellos mismos. Algunas tardes
suben a la colina del Panecillo. Suave ascensión, aire transparente, paseo de
enamorados. Desde arriba, se divisan las cumbres de la nevada. Aparecen solos y
distantes, impasibles, cobijados por las nubes. ¡Qué inquietante encuentra a veces
Celina su serenidad! Abajo hierve la villa con su angustia y sus problemas, sin que
la menos inquietud turbe la elevada capa de hielo. Pero esa indiferencia junto a
Esteban no la asusta. Entre los dos la charla fluye mansamente y huyen de la vista
de los gigantes burlones para ponerse al abrigo de los árboles camaradas.
Cuando empieza a oscurecer, el descenso entre risas.
- ¿Recuerdas esta canción?

Celina no recuerda el nombre pero en su corazón resuenan demasiados


acordes, todos los que compone la armonía.
En otras ocasiones siguen el camino de Guápulo. En la atmósfera clarísima se
destaca cada brizna de yerba pintada por brillante verde. Un velo dorado circuye el
panorama, de manera que la excesiva nitidez está disimulada y no hiere la vista.
En la hondonada se yergue la iglesia con las dimensiones de una ermita de
pesebre. Es una visión de los rincones italianos, impregnados de la pureza del
Poverello. Las figuras desgreñadas de largos ponchos que deambulan aquí y allá,
parecen extrañas. ¿Qué les dice el paisaje? ¿Representa una esperanza para
ellas el cielo límpido? Existe un contraste que han olvido los pintores y novelistas
ecuatorianos. Una conmovedora desadaptación entre las sombrías criaturas y el
hermoso mundo que habitaban.

También los atraía perderse entre las luces y sombras del pasado. Releen las
leyendas de Atahualpa y del Reino de Quito y los estremece el hechizo de lo que
fue, la solemnidad que se desprende de la grandeza sojuzgada. Ve recostarse en
la cima del panecillo las siluetas hieráticas de los Incas en la ceremonia de
consagración de la chicha ritual, durante el Equinoccio de primavera. Un día
visitan el museo formado por un prepotente miembro de la aristocracia criolla, que
133
se dedica a las actividades científicas. Y cuando traspasa las puertas de la
mansión donde se halla instalado, que tiene el aspecto de casa solariega y
abandonada, toma para ellos más cuerpo el pasado, no vincula los problemas
actuales.

No hay pavos reales en el césped del parque, pero se perciben sus reflejos
eléctricos, lo mismo que, en los pequeños estanques solitarios, la visión de los
cisnes trascendentales. Hasta parece que por las escalinatas, que adornan cuatro
estatuas blancas y severas y un antiguo Dios de piedra, va a descender de pronto
al jardín a tomar un poco de sol, una muchacha delicada y frágil, heredera de ese
lujo, ese refinamiento y esa sabiduría. Se completaría así una estampa
rubendariana, tan superficial como encantadora.

Igual a piedrecitas blancas regadas para encontrar el camino en un bosque, se


muestran en el museo los cuadros, las tapicerías, las reliquias. Primero las
señales más recientes, las acabadas de colocar: los retratos de los próceres,
pendientes de la pared agujereada por las balas de un golpe de cuartel; los
recuadros de Sucre. Luego la colonia, con olor a cuarto cerrado: los arneses de
plata fina que usaba en sus caballerías el Marqués de san José; los pastores de
yeso de los nacimientos, con grandes ojos soñadores: una colección de muñecas
de cera con trajes de la época, representando a las damas de la ilustre familia
Chiriboga antes de ingresar al convento de Santa Catalina…
Desde el balcón, los visitantes contemplan un patio de palacio andaluz, con su
fuente de piedra y con yerba que asoma entre las losas de mármol.

Se trata de un mundo de ficción por el que circulan fantasmas a veces pálidos y


adorables, a veces siniestros. En oposición a la colonia misteriosa se presentan
los restos de la conquista sangrienta. El alma india, acompañada para la eternidad
por la española… vasijas, diosecillos, trípodes incaicos empleados a contar la
historia de los habitantes de la tierra antes de la fusión con los blancos. La imagen
sagrada de la raza, sello de los “shyris”, que se abraza amorosamente al barro. La
esbeltez y delicadas proporciones de los ánforas, sus delgadas azas, humanizan
a los guerreros feroces y, en prueba de que el sueño de la Gran Colombia no es
un sueño, de que don Rodrigo Tolosa y los demás que piensan lo mismo tienen
razón, están allí las vasijas quimayas, diciendo que la civilización a que
pertenecen se vertió hasta el pueblo de los Quitos: La forma de trípode,
característica de los trabajos de San Agustín… A tiempo que también las
excavaciones colombianas hablan de las influencias del sur.

Con el estremecimiento del que despierta en la noche, Celina y Esteban se


reincorporan a su momento mientras pasan de nuevo por la escalinata de las
134
estatuas, por el parque, y, finalmente, bajo el arco esculpido de la puerta,
guardiana del brumoso país que han recorrido.

Esteban descubre en lo que ve aspectos en que Celina no se ha detenido,


pero que después de señalarlos le parecen claros y la verdadera explicación.
Sigue el sendero que él traza, encantada de no tener que buscarlo por su propia
cuenta. Para la realización de la grana aventura, ardientemente emprendida, es
quizá un compañero un poco distraído, un poco amigo de poblar la imaginación de
figuras demasiado incorpóreas y con los ojos fijos. A veces éstas se asoman
raudamente en su charla y aunque Celina procura atraparlas, no le queda en las
manos sino un polvo luminoso. Pero es fuerte, puede apoyarse en él. La
admiración que despierta, la alaga, pues la justifica más. Los que la experimentan
en mayor grado son los jóvenes, las mujeres, los obreros y también Juan. El
pensamiento de los otros se resguarda, pero para la parte entusiasta y juvenil de
la agrupación, Esteban constituye el capitán que debe conducirla al cumplimiento
de su misión.

Que esta supere las fuerzas con que cuentan o que todavía no haya llegado
el instante de empujar las gentes como si se les brindara un estimulante
generoso, no lo sabe ella. Marcha con los que muestran reacciones y anhelos
semejantes a los suyos y a los que encontró sin buscarlos, cuando daba vueltas
por una selva.

No desea amar solamente al Esteban que conoce, sino también al adolescente,


al niño. Le pide historias de su infancia para que se le grabe en la memoria, lo
mismo que la de un hermano, y pueda querer a su madre en cierta forma como a
Cristina. Sufre en sus navidades sin juguetes y porque lo robaron gentes ásperas
y crueles. El encantado pasmo con que lo recibió en un principio se ha revestido
de seguridad. No importa que él no sea su marido; que se muevan en una esfera
distinta a la aceptada. Ese universo hecho de afinidades y fe, resulta para la mujer
más auténtico que el otro ¿No la atropella a cada paso lo que los aproxima?

En muchas ocasiones, al regreso de sus caminatas se demoran en alguna


“pulpería” del camino. Una ventera gorda, que ofrece para Celina la atracción de
quienes pertenecen a una órbita diferente y en el seno de cuyas existencias quiere
penetrar, los sirve “llapingachos” en viejos platos esmaltados, donde comen las
gentes del arrabal. De la humildad de la merienda, trasciende una dulzura que
ambos saborean. El habla, a ratos enardecido, a ratos impregnado de suave
melancolía:
- Platos como éstos usábamos en casa, cuando yo era pequeño. Al cogerlos,
¡Qué compañera, qué colega se hacen!
135
Recitan a Manrique, a Lope, a Bécquer. Esteban se exalta. El misterio –dice-
tiembla en las estrofas. Cada voz tiene la medida que su pueblo conoció.
“Nuestras vidas son los ríos…” ¡Para ellos la igualdad se surgía de la muerte! Y
Lope con su cándido y traspasado balbuceo: “¿Qué tengo yo que mi amistad
procuras? … “Y, Bécquer, profético: “Volverán del amor en tus oídos”

De sus escapadas salen más unidos, satisfechos de repetirse que piensan y


desean lo mismo. Los espera lo cotidiano y rutinario, pero son dos para olvidarlo.
¿Qué importa el caparazón de Piel de Asno si hay ratos en que se llevan los
vestidos color de agua y color de aire? Cada uno necesita expedirse
constantemente certificados de aprobación y repite al otro:
- ¡Contigo tengo la seguridad de no equivocarme! Esteban posee
temperamento de poeta. ¿Por qué no se consagró a su obra lejos del ruido
del modo que las abejas fabrican la miel? ¿Fue que lo tentó la ambición de
imprimir directamente su huella en los hechos? Cuando falta quien realice
los sueños, hay que suplirlo. Pero también se corre el riesgo de perderlo
todo. Celina ama al poeta y cree, como los demás, en el capitán.

136
Capítulo XXXI

Para derrocar al gobierno era indispensable contar con los sureños. El


comando directivo del movimiento acordó que Esteban realizará una jira detenida
por esas provincias. Permanecería ausente, durante una temporada. Celina no se
quejaba, pues desde hacía mucho se preparaba para el rol de cooperadora, y la
satisfacción de desempeñarlo compensaba cualquier sacrificio que éste implicara.

Él parecía alucinado, un artista ante los materiales reunidos para dar comienzo
a la obra de su vida. Juntos fueron a charlar a la Plaza de San Francisco, tan
solitaria al atardecer.

De obrar deliberadamente, Esteban nunca habría podido escoger mejor telón


de fondo para que su inspiración produjera el efecto deseado. Ante ellos se
erguía, negra y pesada, la estructura del templo con las torres cansadas de
eternidad que conferían a la entrevista una solemnidad muy a tono con sus
pensamientos. Celina se consideraba la iniciada en un culto nuevo, a la que el
gran sacerdote invitaba a un conciliábulo secreto.

Él le daba las últimas instrucciones, en el tono en que se habla a alguien


íntimamente ligado a la persona. La mujer lo veía descansar en ella y se
enorgullecía. Pero, ¡qué poco le solicitaba! Buscaba penetrarla con sus palabras
sin darse cuenta del talismán que tenía en las manos y que con eso bastaba.

Trataba de no perder una sola de las consignas:


-Tienes que permanecer alerta –oía-, mantente en contacto con los compañeros y
ponerme al corriente de lo que ocurra. Los momentos son preciosos. Estamos a
punto de dar el golpe y cualquier descuido lo haría fallar. Tú conoces cuál es mi
misión en el Sur. ¡Repíteme que se justifica mi confianza en ti¡

No había que apelar a frase elaboradas para la respuesta. El sí sencillo se


elevaba ante las murallas que los rodeaban, con tanto ímpetu como si se creyera
capaz de derribarlas. Esteban debió quedar satisfecho, pues dijo:
---Si no te dejara aquí, no me iría tranquilo. ¡Tanto depende de ti! Quisiera
inscribirlo de tal modo en tu ser que nadie fuera osado a borrarlo. Es verdad que
me consta tu firmeza, tu abnegación, pero, ¿qué quieres? A veces siento
miedo…Todavía pueden influirte tu antiguo ambiente, tus amistades de la colonia
colombiana…Es posible que corroan tu energía sin que apenas lo sepas. ¿Me
prometes defenderte? ¿Mi recuerdo será tu escudo?

137
Se alejaron tan compenetrados que la cabeza de Celina se estremecía con los
pensamientos de él. Al día siguiente hubo otra despedida, aquella en que el
hombre se sobrepuso al jefe, con luna y aromas que venían del parque a los pies
de los dos. Esteban en el pretil de la catedral---siempre Quito y sus iglesias—y no
eran sino dos enamorados nostálgicos de la terminación del éxtasis del encuentro.
Ya tomaban cuerpo los problemas que habían accedido graciosamente a
concederles unas vacaciones. Las responsabilidades los esperaban e ignoraban si
saldrían con bien de la prueba.

-¡Es triste pensar que estaremos ante paisajes distintos cuando salga otra vez la
luna!—dijo él.
Le prometió que volvería a recordarlo allí, al pretil fríamente luminoso. Por la
mañana partió, Celina quedaba sola de nuevo, pero le parecía que todo había
cambiado después de su gran experiencia.

Como al regreso de un largo viaje, los panoramas contemplados insistían en


anteponerse a su visión, trasladando a segundo plano los habituales. Vivía el
instante que acababa de sucederse y se preparaba para el que vendría cuando él
regresara. Mientras tanto requería un puente, el período de sueño de los nueve
meses de espera antes de un nacimiento. Y de la manera que la mujer
embarazada ocupa el tiempo en arreglar las pequeñas prendas a fin de que estén
listas y hermosas para cuando hayan de emplearse, Celina se esmeraba en
cumplir los encargos que Esteban le había dejado.

Es precioso ordenar los recuerdos, redistribuir las buenas acomodarse al ritmo


normal. Al actuar sola notaba que se desenvolvía más libremente. La percepción
directa no la alejaba en apariencia de la anterior, de la que se formulaba al lado de
él, pero adquirían mayor relieve las notas personales. La voz de éstas no se
atrevía a alzarse mucho cerca de la mente demasiado imperiosa y amada, o lo
aplazaba para más tarde. En ocasiones los nuevos pensamientos se
transparentaban en las cartas que escribía a Esteban y, por las respuestas,
notaba que lo desconcertaban, lo mismo que los retratos que nos envía un chico
que ha aumentado de estatura en nuestra ausencia. Las cartas ofrecían una
curiosa urdimbre de amor y política, pues ya no pedían separar ambos intereses
que la vida entremezcló para ellos.

Estaba convencida de que en la disciplina y el método residían los requisitos


esenciales para el buen éxito de la empresa. Tarde en la noche, cuando llegaba
cansada a su casa, y los domingos, se dedicaba a estudiar las obras doctrinarias
suministradas por Esteban o Juan. En éstas iba descubriendo los móviles que, sin
que lo hubiera sospechado, se hallaban detrás de sus pequeñas experiencias.
138
Pero las más de las veces aparecían condensadas en teorías insípidas y difíciles.
Para asimilarlas debía desplegar su voluntad, y aun así el cerebro se resistía a
recibir aquel alimento en que no surgía por ninguna parte la fantasía. A cada
párrafo perdía el hilo. La necesidad de adquirir conocimientos teóricos
representaba un fardo que le pesaba.

Exceptuando las oportunidades en que una espontánea ráfaga de simpatía la


aproximaba a los trabajadores que encontraba en las reuniones, éstos no se
daban por aludidos con su presencia. Los jefes, en cambio, lo trataban
deferentemente y aprovechaban que otros estuvieran cerca para llamarla
“compañera” en alta voz. Convenía hacer resaltar la clase social a que pertenecía
Celina para la moralización del grupo. Albarracín la consideraba la representante
de esteban y escrudiñaba en su semblante con la sagacidad de un viejo zorro para
descubrir pistas. Inmediatamente que la veía empezaba a quejarse:
--Llegan pocos datos. Infórmeme qué sucede. Estoy perplejo.

Celina le recordaba la situación, ya analizada detenidamente antes de la partida


de Esteban y preñada de dificultades, imposibles de modificar a corto plazo. Pero
comprendía la ansiedad de Carlos. Ambos habían colocado su fe en el ausente y
le pedían que no la defraudara.

Algunas noches, a la salida de la célula, juan Evangelista acompañaba a Celina


hasta la casa en automóvil, única prerrogativa de su posición oficial de la cual
hacía uso. Permanecían largos ratos frente a la puerta, apagadas las luces del
carro, recordando enamorados en trance de despedida. Celina, arrellenada en los
muebles cojines, le oía desarrollar igual que si hablara solo, temas alrededor de
los principios en que creían y la posición justa ante la vida. Lo atormentaban
grandes dudas. Conocía que debía ayudar a sus hermanos, ¿pero habría acertado
en el medio? Carecía de la decisión de Esteban, que jamás se formaba esa clase
de interrogaciones. Sin embargo, ¿no representaban una muestra de sinceridad,
la angustia de la criatura perseguida por ella misma? Una vez le hablo de sus
vacilaciones respecto al golpe que preparaban.
-¿Haremos bien al pretender quemar las etapas?
¿No correremos el riesgo de que el país no esté preparado ante una situación que
no ha ido forjándose lentamente, como esos chicos que saltan demasiado pronto a
la pubertad?
Luego añadió:
--No podemos equivocarnos. Sería terrible. Quizá lamentaba no poseer, como los
indios, el privilegio de entregar la vida sin hacerse preguntas. Los demás
intelectuales con los que conversaba Celina y que no se hallaban comprometidos

139
con el grupo extremista, no hablaban sino para censurar agriamente sus
actividades:

-Creer que el Ecuador será cabecera de puente para una revolución americana, es
una utopía. Hay que obrar en consecuencia con la realidad y si no poseemos más
que un pequeño terreno, nos incumbe explotarlo de modo que produzca el mejor
rendimiento. ¡Ustedes no lograrán sino perjudicar con buena voluntad al país!

Por encima de las cabezas que emitían tales opiniones, el cielo aparecía cargado
de tormenta. ¿Quiénes tenían la razón? ¿Los prácticos o los soñadores? Celina
acordaba con los últimos.

140
Capítulo XXXII

Pero ni a Juan ni a los demás comprometidos los alarmaban las consecuencias


que para ellos tendría el que el golpe fallara. Viejos luchadores, con la piel curtida
por la cárcel y el destierro, contaban siempre con la perspectiva de recomenzar.
En cuanto a Celina, creía que su manera de actuar no llamaba la atención de las
autoridades ecuatorianas. A algunos de sus jefes colombianos les interesaba
mantener contacto con los revolucionarios, que no podían obtener sino por su
conductos ya que la clase de vida que llevaba les dejaba poco tiempo para
profundizar en las corrientes subterráneas que agitaban la Nación. Así recibía en
cierta forma su permiso, que le daban sin sospechar hasta donde llegaban los
compromisos que había adquirido. Se hallaban hacia el final de la guerra y aún
vivía Roosevelt. Las gentes de este hemisferio se preguntaban cuál sería la
fisonomía de la época a punto de surgir del caos. Por si acaso estaba teñida del
color popular, resultaba prudente mirar con simpatía a los que representaban.
Quienes no tenían nada que perder se hacían de la vista gorda. Hasta dirigentes
revolucionarios conocidos, como en el caso de Juan, ocupaban posiciones
gubernamentales. La hora de la desbandada no había sonado todavía.

Cierto que Celina no dejaba de sentir miedo. Pero lo vencía rápidamente. Una
especie de segunda naturaleza, formada por la sugestión de las personas
amadas, por las emanaciones de la tierra, por la llama que en ella había prendido,
reemplazaba o por lo menos hacía olvidar la antigua. Ignoraba si se mantendría en
ese plano o sí la condición primitiva, al presentarse el estado normal, volvería a
surgir para imponer sus derechos.
Otra de las funciones a que se consagraba consistía en contribuir al alistamiento
del personal femenino. Debía concurrir a las células de los barrios apartados de
Chimbocalle y La Magdalena, en unión de Victoria y sus compañeros. Cuando se
encontraron para iniciar las correrías, las amigas de Celina se burlaron de su
impericia. Con la indumentaria que había escogido—le dijeron---desconfiarían de
ella. Además, los altos tacones constituirían un obstáculo para caminar por calles
oscuras y en las que todavía los barrancos suplían el papel de las aceras. A pesar
de sus protestas, pronto comprendió que tenía razón. Llovía a torrentes y a duras
penas alcanzaba a seguirlas. Se encontraba aterida, pues el abrigo, demasiado
delgado, la defendía apenas. Sin embargo las obreras las esperaban, y Victoria se
opuso a volver atrás.

En una casucha se encontraba un grupo de mujeres. La mayoría había concurrido


para disfrutar del calor selectivo y adormecerse al sonido de las palabras que
hablaban sobre los derechos de los desposeídos, como antaño del cielo y el
141
eterno descanso. Miraban con sorpresa a Celina. Sus vestidos y modales
representaban el sello de otra esfera.

La vieja maestra, en cambio, con el abrigo gastado a fuerza de soportar soles y


lluvias y los zapatos cubiertos de barro, aparecía radiante bajo el cabello que se
convertía lentamente en ceniza. Tenía el espíritu de un San Vicente de Paúl y no
veía mal en las pequeñas prostitutas, niño las amaba también.

No producía el mismo efecto ver a esos seres agazapados allí, que en la calle o
imponentemente aglomerados en las plazas y en las asambleas públicas. La
desnudez helada de los muros licuaba poco a poco la ligereza con que se había
presentado Celina. Las caras fofas y mudas le hacían inculcaciones de
diletantismo, que penetraban a través de su epidermis de señorita culta. Repetían
que cuanto realizaba estaba aún mandado de un río. Para poder ayudarlos, debía
ser carne de su carne. Ni el recuerdo de Esteban bastaba para devolver la
confianza a Celina. De ellos salió, pero, ¿no se hallaba ya a demasiada distancia?

El movimiento de la sala aumentaba. Las sombras se perfilaban, destacándose


diversos tipos de mujeres. Muchas se habían hecho revolucionarias para pisar el
sendero trazado por la huella de sus varones, porque pensaban que así no los
perderían, pero, al conocer la que allí se agitaba, crecía para ellas, las dominaba
más que a los hombres. Una muchacha prodigaba frases ardientes, que parecían
carbones colocados en una estufa. Respiraba el misticismo de la Revolución, de la
que quería convertirse en iluminada y sacerdotisa. ¿En qué terminaría: borracha
en una taberna, llevando el recuerdo de sus palabras hermosas?

En adelante Celina continuó asistiendo a esas citas clandestinas. En muchas


ocasiones iba sola. Se extraviaba por las callejuelas oscuras, condenada a dar
interminables rodeos, penetrar tienduchas sórdidas para obtener indicaciones y
soportar miradas y frases que la ruborizaban. ¡Qué diferencia con el confort del
otro mundo, con el aire encantado y seguro que lo circula! Muchas resistencias a
seguir esa vida se levantaban, ásperas y fuertes, dentro de ella. Pretender
sacudir--se decía—con las manos de algunos hombres exaltados, débiles mujeres
e ignorante gente del pueblo, un andamiaje asentado en los siglos, no pasaba de
ser una locura. Lejos de Esteban, la realidad le hacía guiños burlándose de ella.
Nunca le descubría a él esas inquietudes porque juzgaba que carecían de
importancia ante la necesidad de alentarlo. Comprendía que se trataba de las
dificultades de desprenderse de la antigua piel y se debatía, veces se
desconcertaba y enferma como las serpientes. Tampoco podía recobrar la que la
había cubierto hasta entonces y se preguntaba si estaría sujeta a arrastrarse en
carne viva.
142
Al llegar a su destino, las mujeres la saludaban diciéndole:
--¡Qué bueno que haya venido, señorita!
Estimaban una concepción graciosa de Celina que las llamara “compañeras”. Y
no consideraban adecuado designarla en la misma forma.
Pero un día, al terminar una sesión, se alzó desde la fila de atrás donde se
encontraba, hasta llegar a la tarima, una indígena llamada Dolores Cacuchea. (En
idioma quechua: macerada.) Era jefe de una comuna y la habían conducido varias
veces a la cárcel. Actuaba con naturalidad de un niño. Quería que sus
compañeros miraran las montañas, el cielo y el mar sin avergonzarse por ser
indios. Cuando estuvo al lado de Celina la abrazó, haciéndola desparecer casi por
entero entre los numerosos pliegues del “hanaco”, y exclamando:
-¡Aura sí que es de nosotros, compañerita!
A Celina le habían explicado que debía poner en entredicho las manifestaciones
exuberantes por parte de los indígenas. Lo normal en éstos consistía en ofrecer
semblantes huidizos y respuestas evasivas. Los que trabajaban por ellos
ignoraban lo que pensaban. ¿No constituiría Dolores Cacuchea un tipo lindante
con el desequilibrio y explotado por los demagogos? Celina sospechaba que
Esteban no le habría atribuido importancia a la efusividad de ese gesto. Pero a ella
la emocionó.

143
Capítulo XXXIII

Hacía mucho que no concurría a reuniones distintas de las políticas. En el tiempo


transcurrido había escogido una senda, hallado un compañero y soportado
pruebas que creía vencidas también. Contaba con la calma de que no está sujeto
a tantear en la oscuridad, persiguiendo un hilo que se le escapa. Cuando algunos
amigos la invitaron al taller del pintor Enrique Malta, se dijo que podía acercarse a
personalidades ricas y fuertes lo mismo que si compartiera su secreto. Además,
los que se reunían allí participaban de sus ideas. Pero han de haber sido
adversarios, ya que no lograrían desconcertarla, porque ahora sabía lo que
deseaba y por qué medios lo conseguirían.

La figura principal la constituía el mismo Malta. Era uno de los más discutidos
pintores quiteños. Encontraba que todo era “pintable” porque poseía un
significado. Para transmitirlo en sus lienzos buscaba formas de expresión nuevas,
que escandalizaban a un profesor de la Universidad de Popayán de paso por la
ciudad y que también visitaba el taller. De los muros de éste colgaban visiones
espectrales; criaturas de las que sólo quedaba el esqueleto: caras de beatas en
que la nariz y la barbilla se afilaban: cuerpos de los campos de concentración, y ,
también, cuando el artista necesitaba descansar de su universo terrible, arcadas
silenciosas de viejas casas; claros desnudos; indiecitas apretadas en haz fraternal.
Ninguno de los cuadros se vendía. Los compradores recelaban de los más
inofensivos, porque el nombre del artista les recordaba las escenas que habían
vislumbrado con terror en las exposiciones. Malta reía como un niño y exclamaba:
-Haced un mundo mejor y lo pintaré.

A Sabina Kairsen, una pintora judía con la finura y complejidad de su raza, Sylvia
Donato, quien se encontraba en la capital en una de sus apariciones periódicas, y
a Celina, los inspiraba el pintor cierta piedad maternal. Se establecía entre ellos la
camaradería asexual de las escuelas mixtas. La admiración por ese hombre las
unía, a semejanza del culto a Broswell de las tres Bronté. Pero de hallarse
presente Esteban no habría ocurrido eso.

El profesor y Malta no coincidían jamás en sus aseveraciones. Parecía que el


primero llevara la vocería del espíritu positivista del occidente, mientras a los
demás los circula una atmosfera de misticismo oriental.
Aquél indagó:
-¿Qué razones ha tenido, señor Malta, para afiliarse a un partido extremista?
Temo que la intervención en la política sea una moda superficial que ha prendido
en los artistas del Ecuador.
144
-¡Qué poco nos conoce usted!---respondió éste. Los artistas y escritores
ecuatorianos, siempre hemos defendido nuestras ideas en esa arena. Y de la
lucha extraemos la capacidad de crear. No somos de los que se desprenden de
los problemas y pretenden ver mejor desde arriba.
- Pero si el artista quiere compartir la carga de los otros, ¿no descuida su
verdadera misión?---preguntó Sabina.
-Nos corresponde una época de sacrificio—dijo Sylvia.
-¿Consiste entonces el sacrificio en abandonar nuestro propio campo?—insistió la
judía---No encuentro una respuesta clara.
-Cada uno tiene su brújula—opinó Malta. En cualquier parte puede orientarse. Lo
importante es que defienda su alma.

La marea de la charla subía y bajaba, arrastrando a Celina. Los temas se


acercaban y alejaban como barcos. Sólo cuando oyó el nombre de Esteban tocó
tierra firme. Lo acababa de pronunciar uno de los invitados.
En los momentos que vivían y debido al papel comprometedor asumido por
Figueres, su nombre representaba la piedra de toque que dividía la opinión. Ante
él resultaba preciso convertirse en amigo o enemigo. Celina contaba de antemano
con que Malta estaría de su parte. Hasta pensaba hacerlo confidente de sus
amores, lo mismo que se busca el sacerdote para obtener comunicación y sigilo.
Pero el semblante del pintor se había ensombrecido, Dijo:
-Creí en ese hombre y me traicionó. ¿Oyes, Sabina? ¿Qué nombre merece el
hermano que engaña al hermano?
Celina escuchaba la queja cuando se hallaba menos preparada para hacerlo. La
humillaba que fallara su intuición sobre la simpatía de Malta. Debilitaba recursos
que se encontraban más allá de la persona, que pertenecían a su sexo. En el caos
de sensaciones se decía que no podía perder ni una fe ni otra. Ni la antigua que
consideraba tan probada, ni la nueva que había concedido a Enrique. Para
lograrlo la única solución consistía en que existiera un error. Se aferró a ese
pensamiento con la seguridad de que unos minutos después se vería confirmado.
Oyó a Sabina responder:
-Desde ahora reniego de él.

La pasión demostrada por el pintor, junto con el prestigio de Figueres, ponía en


tensión al grupo. Los demás se hallaban, no obstante, demasiado sorprendidos
para hablar, Sylvia, al tanto de los amores de Celina. pasaba el efecto que
producía en ésta lo que acababa de escuchar, sin salir tampoco de su mutismo.
Quizá no dejaba de experimentar cierta satisfacción a pesar de su cariño hacia
ella. El peligro que atravesaba el romance hacía estallar imprevistamente un
antagonismo, que la llevaba a sonreír por dentro como si se tratara de un triunfo.

145
Malta continuaba desahogando su indignación. El creerse equivocado lo hería
también en su orgullo. Celina debía defender al ausente. Principió a decir:
-Sin duda hay un malentendido. Esteban y usted nacieron nacieron para ser
amigos. Deme un poco de tiempo y se lo demostraré.
¿Dudaba en el fondo? Le parecía que necesitaba ganar a Malta. Se hallaba
colocado inopinadamente en un plano de tabú. Su juicio disponía de mayor poder
convincente que el de un amigo antiguo. No lo había sometido todavía a ninguna
balanza y por lo tanto la impresionaba más.

Por último el pintor exclamó:


-Las palabras de redención de los humildes son adornos en los labios de Esteban.
Se vale de ellas como una coqueta de las plumas de un pájaro. A nuestra cabeza
necesitamos otros hombres. ¡el predestinado!
Para Celina poseía tanta importancia que esa aseveración fuera falsa, que por
primera vez llegó a experimentar rabia contra lo que consideraba un
desbordamiento, de pasión, intolerable aun tratándose de Malta.

La brillantez de la noche hacía rato que estaba esfumada. El profesor popayanejo


miraba extrañado a Celina. ¿Qué significaba ese nombre que la transformaba?
Por parte de ésta se agudizaba la conciencia de su obligación de poner a salvo a
Esteban de cualquier sospecha. La ofensa llegaba también a ella. Llevada por la
urgencia de transmitirle su solidaridad, le escribió apenas estuvo de regreso en la
casa. No mencionaba los incidentes ocurridos y Esteban debió sorprenderse un
tanto al leer las frases exaltadas de la carta, lo mismo que el niño al que su madre
de pronto estrecha con violencia porque se le ocurre que puede perderlo.
Nunca, en sucesivos encuentros con Malta, volvieron a aludir al tema en el cual,
no obstante, ambos continuaban pensando.

146
Capitulo XXXIV

Todo contribuía a desorientar a Celina. La angustia de la fe que se ha sentido


atacada la inducía a buscar apuntalarla. Procuraba mostrarse más que nunca
adicta a Esteban. Se mantenía a la defensiva, dispuesta a destruir cualquier
género de acusaciones que flotaran en el aire. Con la piedad, su ternura se
depuraba, adquiría la concentración de los licores viejos. Si hubiera ocurrido que
el resto de los amigos abandonara al ausente, ella habría experimentado el placer
de mostrarse firme cuando los demás fallan.
A las acometidas de Malta se juntaron de pronto las de Victoria. Le parecía que
en cierta forma era la llamada a responder por lo que sucediera a sus amigas.
Desde que le faltaba Zulima, su solicitud maternal se entendía sobre éstas como
las manos de un ciego. ¿Por qué Esteban rodeaba de misterio sus relaciones? –
preguntó Celina. ¿Por qué no le entregaba su respaldo a la vista de la gente?
- Cualquiera que sea su situación política –repetía- es tiempo de que obre
con claridad. De lo contrario me convenceré de que no hace un juego
doble.
Celina comprendía ese interés y lo agradecía, pero su amor propio y la
necesidad de estar segura de Esteban, impedían que cediera. Cuando discutía
con su amiga, la habilidad de sus argumentos demostraba que había tenido
tiempo de prepararlos, repitiéndolos muchas veces a solas.
Lo que más la desconcentraba consistía en el tono de las cartas de Esteban.
Se diría que había olvidado repentinamente la tarea que le estaba encomendada.
A cada párrafo esbozaba proyectos contradictorios. A Celina le gustaban los
sueños, pero necesitaba que se sustentaran sobre una base de realidad. No
entendía el arte abstracto. Y los puntos de apoyo que debía suministrarle Esteban
se perdía en sus cartas.

Él volaba demasiado alto. Celina ya no lamentaba la incapacidad para


alcanzarlo, sino que empezaba a sentir cierto rencor por aquel
desaprovechamiento, aquella dilapidación de fuerzas. Parecía un bello
espectáculo de fuegos pirotécnicos. Pero, ¿de qué servía su vana luz? ¿O era que
él había encontrado tropiezos que no podía vencer y buscaba consolarse en esa
forma? ¿Y si tenían razón Malta y Victoria?
A los demás revolucionarios los desmoralizaba que lo que habían esperado
se demorara tanto en traducirse en hechos. Soportaban el estado de ánimo de los
aventureros españoles después de navegar meses y meses. No resistían más.
Ahora Celina contemplaba la situación cara a cara. Y compartía con los otros la
ansiedad de expedicionario que ha abandonado la patria para seguir a un capitán.

147
Albarracín y hasta el mismo Juan, ya no disimulaban el pesimismo. Por último,
decidieron hablar. Era inútil continuar engañándose. El gobierno se fortalecía cada
día y la contrarrevolución asomaba los colmillos. Dar el golpe en esas condiciones,
sería temerario y sin posibilidad de triunfo. No tenían otra perspectiva de
agazaparse de nuevo. Las manos nerviosas que se creían llamadas a remodelar
la fisonomía del país, debían cruzarse otra vez.

Lo peor consistía en que los miembros del gobierno estaban en posesión de


claves de lo que se había intentado. El adversario quedaba a su merced y
resolvieron aprovechar la ocasión a fin de destrozarlo. Eran partidarios del orden,
aunque en el pasado patrocinaron cuartelazos. Pero éstos no transformaban nada.
En cambio, lo que se pretendió resultaba irritante…

Fue el tiempo en que se abrieron las cárceles; la mayoría de los jefes


comprometidos tuvo que salir del país u ocultarse, y se abolió la Constitución
recién elaborada y de la que se aguardaban tantos avances.
Poseidón repetía su burla a los marineros de Ulises. No les concedía la
oportunidad de arribar a la patria. Para muchos de los revolucionarios se convertía
lo pasado en el recuerdo de un delirio absurdo. Querían conducirse de manera
que nadie sospechara que los poseyó alguna vez. Ya no se miraban
desprevenidamente. En los labios antes confidentes se empezaba a sospechar el
delator. La realidad alumbraba a los discípulos en la noche del Huerto y los
encontraba con las manos vacías. Se oía por todas partes el “¡sálvese quien
pueda!”. Los que habían pasado tantas horas juntos para cultivar sus proyectos
como las rosas que se piensa enviar a un concurso, olvidaban la emoción que
entonces los identificó.
Albarracín resolvió huir para escaparse de la cárcel. Pero antes de su partida
quiso reunirse con los exconjurados.
Debían apelar a grandes precauciones para llegar al lugar convenido.
Marchaban por las calles próximas, tratando de recordar la actitud de los
paseantes inocente a fin de copiaría, como aguas revueltas que reflejan la
tranquilidad de los sauces. Pero la tensión les producía también placer.
Aumentaba la conciencia de su importancia por atreverse a un acto del que no
esperaban retribución.
Cuando estuvieron más o menos seguros en el local enseguida empezaron a
hablar al mismo tiempo. Los reproches, frases de aliento, invocaciones al porvenir,
se mezclaban lo mismo que las hojas que el viento desparrama. Necesitaban
convencerse de que las cosas no estaban perdidas por completo y soplaban la
chispa del hogar para recalentar las viejas cenizas. Albarracín lo sabía y
procuraba avivarla con sus palabras. Lo circuía el vestigio del capitán que hace
frente a la adversidad y procura animar en la retirada a las diezmadas treguas.
148
Aun los que se dedicaban a protestar, no experimentaban en el fondo más deseos
que el de que lo consiguiera.
Al efectuar el análisis de los acontecimientos, se mostró generoso con
Esteban. A ellos correspondía también su parte de culpa. Habían adoptado la
línea más cómoda. Quedarse en casa mientras otro ejecutaba el trabajo.
Mostraban propensión a eso. Que uno solo llevara la carga a nombre de todos.
- Estoy seguro –terminó- de que Figueres explicará lo sucedido y nada
tendremos contra él.
La fe de un amigo era cuanto restaba a éste. Su conducta se hallaba en tela de
juicio por lo menos hasta que regresara. Muchos, por la necesidad física de
encontrar un responsable, se cebaban en su persona. Pero para Celina ocurría lo
contrario. La desgracia ahogaba cualquier duda que se hubiera deslizado contra
él.
Su actitud difería de la que provocaron las críticas de Malta. Abrigaba la
seguridad de que a la vuelta de Esteban se desvanecerían las malas
interpretaciones, pero ahora aceptaba la derrota y se preocupaba solamente por
suavizarla. Cuando estuviera a su lado le repetiría las frases que a él le gustaba
oír, a fin de ofrecerle el testimonio que le haría falta. Para recomenzar se sumaría
al grupo de fieles, siempre escaso en la hora de nona. Revisarían los errores
cometidos y ella contaría con delicadeza suficiente para no herir la susceptibilidad
de su amigo. Esa tarea le agradaba quizá más que la otra, la de compartir el
triunfo, que en un momento creyó le reservaba el destino. ¿Por qué, entonces, la
escocía algo, parecido al sentimiento de la inutilidad?

149
Capítulo XXXV

No transcurrió mucho tiempo sin que se presentaran cambios en sus relaciones


con los que le rodeaban. Los jefes de la oficina, que antes miraban con buenos
ojos sus actividades y que inclusive llegaron a adelantar conceptos sobre lo
promisorio de la época que se avecinaba, torcían el gusto y se rasgaban las
vestiduras al imaginarse el abismo a cuyo borde se detuvieron. Naturalmente,
manifestaron a Celina la inconveniencia de que permaneciera asociada a
revoltosos de esa laya. El fracaso era una cruz que se adhería a su carne. Con
frecuencia, al entrar a una habitación, se daba cuenta de que interrumpía
conversaciones que no se querían pronunciar en su presencia. Después de haber
sido halagada y adquirir cierta importancia como mujer progresista, la empezaban
a tolerar en calidad de testigo incómodo. Su cara les recordaba un bochorno
pasado en que tuviera el mal gusto de insistir.
A la agitación de la atmósfera anterior se impedían los días en que nada había
que hacer, ninguna gestión que adelantar, nadie con quien elaborar los
acariciados planes de las escuelas en medio de jardines, con los niños indios
parecidos a flores más oscuras, del pan y la sal en abundancia. Los encuentros
con los antiguos compañeros eran fortuitos y éstos se veían huidizos y recelosos
como sombras. Tampoco concurría ya a los barrios de extramuros en boca de las
mujeres proletarias y cuando tropezaba con alguna la invadía una sensación
semejante a la de la vergüenza. ¡Les había formulado tantas promesas en buena
ley y contando con la seguridad de cumplirlas! Poco a poco llegaron a considerarla
la exploradora de un país a cuyas puertas se hallaran. Así ganó su adhesión y se
resolvieron a seguirla. ¡De qué manera explicarles ahora que la ciudad prometida
apenas surgía en un horizonte de penumbra, desdibujadas sus cúpulas por la
tremenda distancia? Sentía el rubor de haberse equivocado. Exactamente lo que
le ocurriría si hubiera excitado a un chiquillo a realizar acciones extraordinarias
para obtener un premio y luego se viera en la imposibilidad de entregárselo.
A Victoria la habían destituido de su cargo y ya no vigilaba su banda de pupilos.
Se afirmaba que los espías rondaban la casa. Para ampararse mutuamente la
acompañaba Magda Urbina, graduada por fin de abogada, sin que eso
representara ingreso monetario. Después, Juan Evangelista Blanco, a su vez sin
empleo y perseguido, y Malta, a quien se juzgaba comprometido también, se
alojaron allí.
Las trabas que se ponían a Celina la privaban de visitar con frecuencia a sus
amigos. Pero algunas veces lo hacía. Cada golpe trémulo que daba en la puerta
de entrada repercutía en su corazón. Esta se empezaba a abrir con cuidado, al
modo de un párpado enfermo que no puede levantarse del todo. Sólo al
reconocerla resplandecía al fondo la ancha sonrisa de Victoria.
150
En los cuartos, entre mil objetos heterogéneos, rápidamente acondicionados en
un simulacro de comodidad, estaban refugiados. La maestra presentía que el
desorden que se entronizaba en sus habitaciones persistiría en el futuro, no
alcanzaría nunca a borrarlo por completo, pues cada vez existirían ocupaciones
más urgentes a qué consagrar el tiempo. Pero se mostraba orgullosa de la
oportunidad que se le brindaba para demostrar que su cabeza se conservaba
firme. Suministraba la comida, sin saber a punto de dónde salía. Las dificultades
no le importaban. Alejaban el recuerdo de Zulima.
Magda resultaba indispensable para sus compañeros. La especie de anarquía
espiritual que Celina notó en ella la primera vez que la vio junto con Olga y Sylvia,
en la misma casa de Victoria a que ahora regresaba, se advertía superada. Lo que
la oprimía había huido, dejaba en libertad sus miembros. Parecía que salir a la
superficie la energía que llevaba escondida. Se esforzaba por animar a los demás,
contribuir a que no zozobrara la nave. Victoria la miraba con el asombro y la
gratitud que le inspiraría una hija enclenque, vigorizada de pronto. Cuando ella
faltara no se interrumpiría la tarea. Contaba con sucesora.

Escribían a Celina con el entusiasmo de los chicos internos en un colegio el día


de visita. Que continuara perteneciendo a su sociedad en los instantes de peligro,
tejía fibras indestructibles entre ellos. Las preguntas se multiplicaban. ¿Qué se
decía afuera? ¿Era cierto que Albarracín habían concedido declaraciones en el
extranjero, a donde llegó sano y salvo? ¿No se tambaleaba el ministro de
gobierno, responsable de las represalias? Aprovechaban la ocasión de
descargarse un poco de lo que se acumulaba en las horas de ansiedad. Celina
representaba una corriente de aire fresco sobre el enrarecido de un interior, una
voz con registros diferentes que completaba la instrumentación.
Mientras la oía. Malta recorría nerviosamente la pieza, haciendo comentarios
cáusticos. Su exceso de actitud le pesaba dolorosamente en el encierro. Pero
aludía con encono a Esteban. Predominaba la sensación de haber sido víctimas
de un engaño colectivo y cada uno miraba al otro con la piedad del que ha pasado
por lo mismo. Celina tenía pocas noticias de Figueres, aunque sabía que había
podido escapar de la cárcel y se hallaba en seguridad.
Juan era quien más lejano y vencido parecía. ¿Acaso se formulaba cargos? En
una época se creyó desde la situación, modelador suyo como si fuera su padre. Y
la oportunidad escapó de sus dedos. ¿No se le depararía otra? ¿O tendría que
asistir eternamente a la representación desde la fila de butacas, cuando no se
consideraba con el derecho de intervenir en escena?
Magda preguntó a la visitante:
- ¿Traes cartas?
Celina entregó dos, que habían pasado la alambrada. Las firmaban Olga y
Sylvia. Con ellas se diría que volvían a reunirse las cinco mujeres. Sylvia escribía
151
desde Guayaquil, ahora más unida que nunca a sus amigos. Olga averiguaba
detalles de la situación. Estaba expatriada de Bolivia. En todas partes perseguían
a los que tenían esas ideas. Los indicios de la llegada del buen tiempo se
trastocaban y deformaban por obra de un prestidigitador burlón. No les quedaba
siquiera la satisfacción de pensar que los compañeros de los países hermanos
eran felices, como los pobres se consuelan con la creencia de que sus seres
queridos no sufren escaseces en la otra vida.
Cada palabra contenida en los mansajes alegraba sin embargo a los recluidos.
Por manera de pensar, algunos habían tenido que romper con sus propias
familias, pero los punzaba incurablemente la nostalgia de esas relaciones. Ahora
recibían la compensación. Muchos compartían sus doctrinas. Pertenecían a una
sola gran familia y sus miembros regados por los rincones del planeta, hacían acto
de presencia en la tribulación.
De aquellas entrevistas salía Celina con recobrado fervor. Sus amigos
continuaban en posesión de la clave misteriosa. Con ella estampaban en el aire
tratos luminosos, que llevaban un sábado o una advertencia a sus hermanos. Aquí
y allá, débil o rotundamente, se percibían esas señales. Eran los guías en la
marcha emprendida cientos de años atrás, la marcha que no tenía fin.
Por entre las sombras, cerca de ella, avanzaban vario indios. Estaban bebidos
y se tambaleaban. Pensó que no había hecho nada en su ayuda. Intentó pasar de
largo para no verlos. Pero se interpretó el recuerdo de los que acababa de dejar. Y
valientemente hundió la mirada en los guiñapos.

152
Capítulo XXXVI

Con el tiempo los conspiradores pudieron volver a la luz. Pero no se les abrieron
las puertas. Lo ocurrido representaba el aviso de que la lucha, unas veces sorda y
otras declarada, entre el pasado y el porvenir, no tendría ya tregua. La paz, que
fue recibida por el pueblo ecuatoriano glacialmente, lo mismo que si los
sufrimientos hubieran afinado su facultado de descubrir el sentido oculto de las
cosas, mostró el fruto raquítico y de cenizas que llevaba en su seno.
En las filas rebeldes las deserciones aumentaban. Muchos de los que habían
sido revolucionarios se amoldaron a la situación y renegaron del crudo primitivo,
hojas de plantas cambiantes de color si no reciben los rayos del sol. Y hasta los
que conservaban la firmeza, daban golpes de ciego, sin coordinar su labor. La
maldición de Ulises los perseguía en un mar de vientos contradictorios.
Era el tiempo de espera, el que sigue a la siembra, cuando no se sabe si la
simiente fructificará en medio del vendaval. El drama de los sembradores consistía
en que ignoraban si sus brazos conservarían las fuerzas cuando llegara el
momento de la recolección. No se les concedía la oportunidad de actuar, de poner
en práctica lo que había meditado para ver si cumplía los fines perseguidos o
necesitaba reformas. Se parecían al inventor que no cuenta con material suficiente
para llevar a cabo su idea.
Ahora Celina recibía cartas de Esteban, despachadas desde distintos puntos.
No aparentaba tomar en cuenta la responsabilidad que le atribuían. Celina se
preguntaba si obraba en esa forma para evitar defenderse de los cargos o porque
se paseaba entre ellos como un sonámbulo, ausente el alma en la visión de vastos
panoramas que se escapaban a los demás.
El desencanto que se había ido infiltrando casi sin que se diera cuenta, no era
sólo de Esteban. Esta no representaba únicamente un ser, sino que envolvía
muchos más, todo un estilo de vida. Con él terminaba la lectura de un libro de
caballerías. Lo hojeó durante tanto tiempo que olvidó que se trataba de un ficción.
Y al cerrarlo la mordía la nostalgia de que la historia hubiera terminado.
Como en la leyenda de “El pájaro azul”, el diamante acababa de darse vuelta y
enmudecían las voces con que le hablaron las cosas. Pero los pequeños
leñadores aprendieron que si aguzaban el oído, éstas podían distinguirse aún.
Quizá ella se apoderara del secreto. Tenía los requisitos para lograrlo, pues había
realizado la experiencia maravillosa.
Esteban le anunciaba que muy pronto llegaría a Quito. Experimentaba en
deseo de seguir la línea de menor resistencia y esperarlo sin reproches. Pero a la
vez sabía que se había encontrado ella misma y que no necesitaba hacer
concesiones en el futuro.

153
Una mañana al entrar en la oficina, le entregaron una nota con el membrete de
la Dirección General. Le comunicaba la destitución del empleo. Comprometida con
los revolucionarios, le sería difícil conseguir otro, y sus amigos no se hallaban en
condiciones de ayudarla.
Debía regresar a su patria. Los acontecimientos sucedidos eran la campanada
que la llamaba. Si Esteban no acudía rápidamente, no lo aguardaría. Comprendía
su obligación de volver, a entregar su aporte cualquiera de fuera en la lucha
“contra la amargura y el sufrimiento de los demás”. Sólo ahora que se sentía fuerte
y humilde, se hallaba en capacidad de entender su propia tierra y ser útil.
No tenía muchos objetos que transportar con ella. Juan, Victoria y Magda
salieron a despedirla al aeropuerto. Celina pensaba en la llegada a Quito había
dos años de una viajera solitaria. Pero encontró amigos, lo mismo que si en cada
parte hubiera gente siempre esperando. Le dolía abandonarlos. En el campo, los
cuatro se escrutaban las fisonomías, porque no querían alejarse por completo.
El ciclo aparecía despojado de sus velos de niebla. El sol equinoccial caía
verticalmente sobre los cuerpos. Y al fondo se perfilaban las casonas de la villa de
los guerreros incas, de los encomenderos y señores, de la Marquesa de Solanda y
Manuelita Sáenz, de las nuevas concepciones que pugnaban por reemplazar las
consagradas. Todo se mezclaba en un mensaje impregnado de voces diversas
que al fin se fundirían en una sola.

FIN

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Presentación

Por: Eduardo Carranza.

Esta novela de Elisa Mújica—tan bellamente escrita, tan rumorosa de almas y


sueños, tan henchida de pasión americana y anhelos de humana fraternidad—
significa, ella sí, un “nuevo estremecimiento” en la literatura femenina de
Colombia. Un alma deseosa, un corazón que late por la justicia y la verdad, una
sensibilidad casi dolorosa del tiempo y del mundo, han hallado su cabal expresión
en este relato de Celina Ríos, fluidez y transparencia del idioma, destellos súbitos
de poesía y de dramático sentir, finos esbozos de paisaje serrano, caracteres-
algunos nítidamente dibujados, otros lejanos y esfumantes—hacen de “Los dos
tiempos” una fuerte y delicada estampa de época y, mejor aún, la estampa de un
alma pura en patética relación con su tiempo y con su mundo. Pese a la técnica, a
trechos balbuciente, Elisa Mújica es novelista. Cruzan por su obra ráfagas
pasionales. Y la estructura costumbrista de su libros se idealiza de pronto entre
una especie de vaho poético. Sabe la joven escritora obtener admirablemente la
fusión entre sus criaturas y su ambientes. En trazo impresionista, casi siempre
certero y rápido, nos da la definición del contorno en que se mueve su relato.
Podría decirse que cada uno de sus personajes lleva en torno su trozo de paisaje
vivaz e intensamente dibujado. Nadie más lejos que ella de las abstracciones de la
naturaleza y de los ambientes estilizados. Veracidad y emoción triunfan en su
novela. Y esta alianza de los valores psicológicos y ópticos y los matices poéticos,
comunica al relato de Celina Ríos una irrefutable autenticidad, una emocionante
atmósfera de vida vivida y sufrida y un respirable aroma de belleza escrita. Sin
omitir la honda y segura palpitación de humanidad, la cálida circulación sanguínea
que animan y vivifican todas estas páginas inolvidables.

Eduardo Carranza.

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