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La vara frente al bastón

Cabildo y cabildantes en Buenos Aires


(1690-1726)
La vara frente al bastón
Cabildo y cabildantes en Buenos Aires
(1690-1726)

Carlos María Birocco

Rosario, 2017
Carlos María Birocco
La vara frente al bastón
Cabildo y cabildantes en Buenos Aires (1690-1726)
1a ed. - Rosario: Prohistoria Ediciones, 2017.
246 p.; 23x16 cm. - (Historia Argentina / Darío G. Barriera; 33)

ISBN 978-987-3864-72-8

1. Historia Argentina. I. Título.


CDD 982.023

colección Historia Argentina - 33


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Edición: Prohistoria Ediciones
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HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY 11723

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en el mes de septiembre de 2017.
Impreso en la Argentina

ISBN 978-987-3864-72-8
ÍNDICE

Siglas más utilizadas ...................................................................................... 9

AGRADECIMIENTOS ................................................................................. 11

CAPÍTULO I
La dirigencia concejil. Algunas precisiones sobre su composición
y origen .......................................................................................................... 13

CAPÍTULO II
La vara frente al bastón. Un relato de la historia política ............................ 29

CAPÍTULO III
La composición de la planta del cabildo ....................................................... 71

CAPÍTULO IV
La actividad del cabildo de Buenos Aires ...................................................... 91

CAPÍTULO V
La agenda de los asuntos tratados................................................................. 109

CAPÍTULO VI
La explotación del ganado cimarrón y la política de beneficencia
del cabildo...................................................................................................... 151

CAPÍTULO VII
Los cabildantes frente al parentesco y el matrimonio: un enfoque
prosopográfico ............................................................................................... 175

CAPÍTULO VIII
El perfil ocupacional: ¿una corporación de comerciantes? .......................... 199

CAPÍTULO IX
El perfil ocupacional: la participación en la actividad agroganadera ......... 221
SIGLAS MÁS UTILIZADAS

AGN Archivo General de la Nación, Buenos Aires


AGI Archivo General de Indias, Sevilla
AECBA Acuerdos del Extinto Cabildo de Buenos Aires
AGRADECIMIENTOS

L
os libros tienen también su historia. La de este podría remontarse a me-
diados de la década de los años noventa del siglo pasado, cuando dediqué
mi tesis de licenciatura a estudiar la sociedad y la política en Buenos Aires
durante la Guerra de Sucesión Española. Esa tesis nunca fue publicada: sería más
preciso decir que fue desguazado. Sus capítulos se dispersaron, convirtiéndose
en artículos de revistas o de libros. Aunque en los años que siguieron me dediqué
a investigar la problemática de la propiedad de la tierra, ocasionalmente retomé
mis indagaciones sobre el período borbónico temprano, y entre 1999 y 2001 pude
resolver algunos aspectos que habían quedado pendientes en aquella tesis gracias a
una beca de investigación que gané en la Universidad Nacional de Luján. Después
me alejé del tema durante casi una década. No fue hasta el 2010, al presentar mi
proyecto de doctorado en la Universidad Nacional de La Plata, en que me propuse
repensar la transición entre la administración de los Habsburgo y la de los Borbo-
nes en el Río de la Plata. De ello resultó una tesis que fue defendida en agosto de
2015, y de cuya adecuación nació el este libro.

Tengo una deuda que podrá parecer remota, pero que nunca olvido, con
Eduardo Azcuy Ameghino y su grupo de investigación, con el cual me formé
cuando tenía poco más de veinte años. De ellos adquirí una manera de pensar las
sociedades coloniales rioplatenses que todavía marca hondamente mi percepción
de las oligarquías urbanas y de sus sistemas de dominación. A Juan Carlos Gara-
vaglia le debo esos imprevisibles encuentros en la sala de referencias del Archivo
General de la Nación, donde alguna vez me regañó por haber estirado tanto la pre-
sentación de mi tesis y de los que siempre salía con el impulso de querer acelerar
una investigación que parecía no terminar nunca. A fines de la década del 2000 me
vinculé con Darío Barriera y Griselda Tarragó: gracias a ellos conocí el enfoque
jurisdiccionalista, que no cabe duda que hizo mella en la escritura de este libro.
A mi director de tesis, Emir Reitano, le debo un especial reconocimiento por
la solvencia académica y la paciencia con que supo guiarme, y por haber hecho
todo lo posible para facilitarme una tarea que no contó con tiempos rentados. Tam-
bién quiero expresar mi gratitud a mis colegas de la Universidad de la Plata, que
dieron abrigo a mis investigaciones posteriores al doctorado en el Centro de His-
toria Argentina y Americana de la Facultad de Humanidades de la UNLP. Siempre
agradeceré la mano amiga que he recibido de Julián Carrera, Guillermo Banzato y
Fernanda Barcos, entre otros muchos.
12 La vara frente al bastón

Quiero dedicar este libro a la memoria de mi abuelo Juan Birocco, a quien


perdí cuando todavía era un chico. A él le debo uno de los recuerdos más lindos
de mi infancia. Un día en que yo jugaba con herramientas, cables y tacos de ma-
dera en su taller de electricista, se acercó a mí para contarme que Napoleón había
dominado el mundo por un solo día. Su relato (¡ay de quien escandalice a los ni-
ños!) me llenó de perplejidad y de fascinación. Con el pasar de los años nunca se
borró de mi mente, pero preferí pensar que se trataba de una interpretación errónea
escuchada a alguna maestra de pueblo. Hasta que un día leí a un poeta que se pre-
guntaba, al ver que una luz se apagaba en medio de la noche, si se trataba de una
luciérnaga o del inevitable fin de un imperio: allí entendí que las palabras de mi
abuelo era una síntesis tan acabada como esa. Hoy entiendo que él puso la primera
piedra de un camino que termina aquí.

Ramos Mejía, agosto de 2017.


CAPÍTULO I

La dirigencia concejil
Algunas precisiones sobre su composición y origen

Trenzaron su cordaje fundador y cartógrafos


y se tiende, delante de nuestros ojos geógrafos,
el desierto de un lado y del otro las aguas
Manuel Mujica Láinez, Canto a Buenos Aires

E
l desierto de un lado y del otro las aguas. Este verso de Mujica Láinez pare-
ciera ser la más prolija síntesis del lugar que ocupaba la ciudad de Buenos
Aires en el imaginario de los porteños a comienzos del siglo XVIII. Las
aguas eran las del río de la Plata, que tras haber estado durante un siglo bajo el
dominio indisputado de la corona de Castilla se veían ahora obligados a compartir
con los portugueses de la Colonia do Sacramento, ese diminuto enclave que el
monarca español estaba dispuesto a tolerar a cambio de mantener a raya a Portugal
en otros ámbitos. Desde su posición en el estuario, el puerto de Buenos Aires ya
ejercía por entonces su indiscutido señorío sobre el área litoraleña, pues el flujo
de mercancías llegadas desde el otro lado del Atlántico y saldadas con los metales
preciosos del Alto Perú le había permitido encaramarse –en el plano económico
y en el simbólico también– por sobre las demás ciudades que se erguían en torno
al Paraná-Plata.
Y del otro lado, el desierto. Prescindimos aquí de las connotaciones que más
tarde habría de tener esta palabra: en este caso adquiere un significado distinto. La
campaña, que se extendía desde los bordes de la ciudad hasta la frontera con la
jurisdicción santafecina al norte y los límites imprecisos del pago de la Magdalena
al sur, era aún una entidad difusa, que para la cultura política de aquel entonces
carecía de personalidad propia. Estaba casi despoblada, ya que las modalidades
productivas imperantes –por un lado, las puramente extractivas, como las vaque-
rías; por otro, las que requerían de inversión y mano de obra relativamente cali-
ficada, como lo era la cría de mulas– habían dado escasos incentivos al despegue
demográfico. El concepto de vecindad, por su parte, aún era netamente urbano,
más allá de que muchos de quienes la componían eran propietarios de vastos pre-
dios rurales. Pero nos hallamos en los umbrales del cambio. No pasarían más de
un par de décadas para que esos enormes espacios semivacíos estuvieran poblados
de una multitud de familias de labradores y pequeños pastores y se irguieran en
14 La vara frente al bastón

ellos parroquias y poblados, cuyas comunidades reclamarían para sí la condición


de vecindades.1
Ubicada en los márgenes del vastísimo imperio español, Buenos Aires no
dejaba de ser una ciudad como cualquier otra, equipada con todos los dispositivos
necesarios para gobernarse y ejercer su dominio sobre su jurisdicción territorial.
Sabido es que en los territorios de la Monarquía hispánica las ciudades fueron
reconocidas como formaciones político-administrativas dotadas de amplias capa-
cidades de decisión. Los ayuntamientos que las gobernaban eran cuerpos políticos
autónomos que, aunque se hallasen obligados a obedecer las órdenes del soberano,
estaban en condiciones de imponerlas siguiendo su criterio propio. Para enfatizar
la autonomía de que gozaban, se acuñó una expresión que refleja bien esas liber-
tades: se las llamó repúblicas ciudadanas.2 Comúnmente utilizado por los juristas
y por la administración imperial para designar a las corporaciones municipales, el
término “República” emparentaba los principios rectores del gobierno comunal
con las concepciones políticas de la Antigüedad clásica. Evocaba tanto a los pen-
sadores griegos, para quienes la política era el arte de gobernar la ciudad, como
a los juristas romanos, que interpretaban la res publica como la gestión de la so-
ciedad civil. Las ciudades se transformaron de esa manera en el nivel básico de
agrupación política, al punto de que algunos han visto a dicha Monarquía como
una suerte de federación de repúblicas urbanas.3
A semejanza de otras corporaciones, los ayuntamientos contaban con capaci-
dades de autorregulación y autogobierno. Estaban además dotados de iurisdictio,
es decir, de la potestad de decir el derecho y resolver pleitos imponiendo solu-
ciones de equidad. En palabras de Antonio Hespanha, ello significaba que el po-
der político y el derecho común emanaban directamente de su potestad autónoma
como cuerpos. En semejante contexto un cabildante, como podían serlo un alcalde
ordinario o un regidor, tenía la función (officium) de resolver los conflictos según
las normas que la comunidad se había dado a sí misma, y no era un mero delegado
del poder superior del monarca.4 La vara exhibida por estos magistrados represen-
taba esa función, con la que emulaban a escala minúscula el poder de administrar

1 El lugar central ocupado por la ciudad se verá sometido a un lento proceso de deterioro, cuyas
consecuencias ya serían visibles hacia finales de aquel siglo, entre 1720 y 1780. Darío Barriera,
“Instantánea de una pausa. Estudiando a los agentes que producen fronteras en el largo siglo XVIII
rioplatense”, en Darío Barriera y Raúl Fradkin –coordinadores– Gobierno, justicias y milicias. La
frontera entre Buenos Aires y Santa Fe 1720-1830, Universidad Nacional de La Plata, 2014, p. 11.
2 Francisco José Aranda Pérez, “Repúblicas ciudadanas. Un entramado político oligárquico para las
ciudades castellanas en los siglos XVI y XVII”, en Estudis: Revista de historia moderna, Univer-
sidad de Valencia, Nº 32, 2006, pp. 7-48.
3 Jean-Pierre Dedieu y Christian Windler, “La familia: ¿una clave para entender la historia política?:
El ejemplo de la España moderna”, en Studia histórica, Universidad de Salamanca, Nº 18, 1998,
pp. 201-236.
4 Antonio Hespanha, La gracia del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna, Centro
de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, pp. 43-44.
Carlos María Birocco 15

justicia que detentaba el soberano. Castillo de Bobadilla afirmaría en su Política


para Corregidores que esa vara era “simulacro y efigie del cetro real”.5
¿Cómo era el desempeño de esas atribuciones en una pequeña urbe situada
en los confines del imperio español, como lo era Buenos Aires? Es la pregunta que
nos guio mientras escribíamos estas páginas. No hay duda de que el ayuntamiento
brindó a la élite local la posibilidad de expresar sus intereses de grupo, siendo
como era la plataforma institucional desde donde controlaba recursos como el
aprovechamiento del ganado cimarrón y las ventas de cueros a los capitanes de los
navíos. Ello nos llevó a responder otras preguntas: cuál fue su dinámica de funcio-
namiento, qué peso tuvieron los distintos oficiales concejiles –alcaldes, regidores
y otros magistrados venales y electivos– en la toma de decisiones y cuál fue la
agenda de labor que manejó esta corporación. Pero también nos decidimos a estu-
diar a los cabildantes, optando por hacerlo desde una perspectiva prosopográfica.
Hubo que determinar si hubo una rotación entre las familias que ocupaban escaños
en el ayuntamiento y dilucidar si los patrones de reclutamiento y las chances de
ascenso fueron distintos a los del Buenos Aires virreinal. E intentar reconocer, a
partir del origen familiar de dichos oficiales y de sus alianzas matrimoniales, sus
estrategias de inserción y promoción. La reconstrucción de sus actividades como
comerciantes o como productores rurales, por último, nos permitió echar luz sobre
su perfil socioprofesional.
En vista a esos objetivos, la primera tarea fue la de precisar los “bordes”
del grupo que nos proponíamos estudiar. ¿Debíamos incluir en él a todos los que
habían recibido un nombramiento de manos de la corporación municipal o limi-
tarnos a aquellos que tenían derecho a participar de las deliberaciones? En las
definiciones en la época, algo imprecisas, la condición de “oficiales” aludía sólo
a aquellos que ejercían cargos en el gobierno municipal.6 Pero utilizarlas para
delimitar nuestro grupo lo hubiera reducido a su mínima expresión, ya que podría
interpretarse que esa condición sólo la compartían los que tenían voz y voto en
las sesiones –los alcaldes ordinarios, los regidores y algún que otro oficial venal–.
El mismo se ampliaba si se incluía a todos aquellos que ocuparon puestos en la
corporación municipal a través de una ceremonia de posesión o “recibimiento”,
independientemente de si se trataba o no de empleos con capacidad deliberativa.
Lo que realmente distinguía a quienes habían de desempeñar un oficio era su in-

5 Jerónimo Castillo de Bovadilla, Política para corregidores y señores de vasallos en tiempo de paz
y de guerra, Madrid, Imprenta Real de la Gazeta, 1775 [original de 1597] Libro I, p. 522. Para el
simbolismo encarnado por la vara en las ciudades, véase: Darío Barriera, Abrir puertas a la tierra.
Microanálisis de la construcción de un espacio político. Santa Fe, 1573-1640, Museo Histórico
Provincial de Santa Fe, 2013, pp. 139-141.
6 Al referirse a los oficiales del cabildo, el “Diccionario de Autoridades” explica que “en la Repu-
blica son los que tienen cargo del gobierno de ella, como Alcaldes, Regidores, &c.”. Diccionario
de la Lengua Castellana... dedicado al Rey Nuestro Señor Don Phelipe V, Madrid, Imprenta de la
Real Academia Española, 1737, Tomo IV.
16 La vara frente al bastón

vestidura, pues ésta los autorizaba a ejercerlo desde el momento mismo de la jura
del cargo y los identificaba material y simbólicamente como “servidores del rey”.
Por tal razón decidimos adherir a ese criterio de inclusión, en función al cual pu-
dieron ser agregados al conjunto funcionarios menores como los mayordomos del
cabildo y los alcaldes de la Santa Hermandad.7
El grupo a estudiar constituyó lo que hemos dado en llamar dirigencia conce-
jil, compuesta por quienes ejercían diversas funciones vinculadas al gobierno de
la ciudad en todo el territorio que se hallaba bajo la jurisdicción de ésta. Teniendo
en cuenta que los requisitos básicos de admisión impuestos a sus miembros eran
su pertenencia a la vecindad y el disfrute de una cierta holgura económica, puede
aceptarse que todos ellos formaban parte de la oligarquía local, aunque ello no su-
pusiese una homogeneidad de rangos ni la misma disponibilidad de recursos mate-
riales y relacionales. No cabe duda de que esa dirigencia concejil era un segmento
–pero sólo un segmento– de una élite de poder que, por tratarse de una ciudad que
era cabecera de una gobernación, abarcaba también a la cúpula eclesiástica y a
otros funcionarios de la monarquía, como lo eran los oficiales de la Real Hacienda
y los cuadros superiores de la oficialidad de la guarnición local. Asimismo tuvie-
ron cabida en ella los miembros de las camarillas de los gobernadores, un sector
de configuración más informal que carecía de un encuadre institucional pero no
de influencia.
El período de nuestro análisis quedó acotado entre los años de 1690 y 1726,
esto es, entre el ascenso del último gobernador designado por los Habsburgo para
el Río de la Plata y la fundación de la ciudad de Montevideo. Estuvo signado, a
escala de la Monarquía, por el recambio dinástico que se produjo a causa de la
extinción de la rama peninsular de los Habsburgo y llevó a la entronización de
los Borbones. A escala local se caracterizó por los avances de los portugueses en
la Banda Oriental, que dispusieron allí de un asentamiento permanente desde la
fundación de la Colonia do Sacramento en 1680. Esto motivaría el frecuente envío
de remesas de soldados a Buenos Aires, donde se llegó a contar a finales del siglo
XVII con un destacamento de unos 800 efectivos. Por las mismas razones se des-
tinó a esta plaza a gobernadores con demostrada experiencia militar, casi siempre
adquirida en los campos de batalla de Flandes, y se les confirió una amplia libertad
en la toma de decisiones, algo explicable por la imposibilidad de someterlas con
agilidad a la consulta de sus superiores inmediatos –los virreyes del Perú– de los
que los separaban enormes distancias. El escaso empeño que pondría la corona en
moderar ese poder discrecional serviría a esos gobernadores para avanzar sobre

7 No hay duda de que los alcaldes de la Hermandad y los mayordomos del cabildo, que eran objeto
de elección por parte del cuerpo y de una ceremonia solemne de recepción, ejercían un officium,
es decir, un servicio al monarca. No sucedió lo mismo con los administradores del Hospital de San
Martín o los porteros del cabildo, que eran meros empleados del ayuntamiento, cuyo nombramien-
to carecía de requerimientos ceremoniales.
Luciano Literas 17

las facultades del cabildo y despojarlo del control de uno de los pocos recursos
con que contaba: el monopolio de la venta de cueros en el puerto. Así comenzó un
prolongado enfrentamiento en que el monarca no mediaría sino tardíamente: con-
frontación que vista desde el plano simbólico tuvo de un lado al Bastón, empuñado
por los gobernadores como emblema de su poderío militar, y del otro a la Vara,
detentada por los magistrados del cabildo.

La conformación de la élite porteña al compás de la economía portuaria


Como en tantas otras ciudades del vastísimo imperio español, la oligarquía de
Buenos Aires hundía sus orígenes en la conquista del territorio. Para quienes par-
ticiparon en el acto de su fundación, este hito creaba una memoria poderosa pero a
la vez distorsiva, que cargaba tintas sobre su pertenencia a la hueste conquistadora
pero desdibujaba su procedencia, a menudo mestiza. Gracias a ese acto, como
observó Darío Barriera, la ciudad había pasado de ser una avanzada de las milicias
conquistadoras a erigirse en un nuevo centro de administración. Pero para que los
soldados se convirtieran en vecinos era necesario adjudicarles recursos para po-
blarse, asignándoles solares en la planta urbana para que levantaran sus moradas y
más tarde tierras de chacra y de estancia para que pudieran sustentar a sus familias.
El avecindamiento de quienes participaron de la conquista y el reconocimiento
de la jurisdicción territorial de la ciudad –cuyo epicentro era la picota o rollo de
justicia que se erigía en la Plaza Mayor– eran los requisitos para que ésta iniciara
su transformación en un cuerpo político.8
Así ocurrió en Buenos Aires, cuyos “primeros pobladores” –los que bajaron
con Juan de Garay desde Asunción a fundar la ciudad en 1580 y los que se les
agregaron en 1583, acompañando a Alonso de Vera y Aragón “el Tupí”– no de-
jaron de advertir las escasas posibilidades de enriquecimiento que les ofrecía la
región y en parte la abandonaron para probar suerte en otras partes.9 El dominio
sobre el extenso territorio que la circundaba, insuficientemente controlado y esca-
so en recursos, se impuso con lentitud. El proceso de apropiación se inició a dos
años de la fundación, cuando Garay procedió a repartir entre los vecinos suertes de
chacra y de estancia, dispuestas sobre una estrecha franja costera que se prolonga-
ba desde la bahía de Samborombón al Paraná de las Palmas. Planificó, asimismo,
el reparto de indios en encomienda, pero con pocos resultados concretos. El some-
timiento de las parcialidades indígenas –querandíes al sur y etnias guaranitizadas
al norte– no se iniciaría hasta la segunda década del siglo XVII, en que comenzó
a instrumentarse una política de sedentarización que condujo a su asentamiento en

8 Darío Barriera, Abrir puertas a la tierra…, pp. 61 y 112-113.


9 La real cédula por la que se otorgó estatus de “primeros pobladores” a los que llegaron con Vera
y Aragón, más el listado de estos, se hallará en: Jorge Lima González Bonorino y Hernán Lux-
Würm, Colección de documentos sobre los conquistadores y pobladores del Río de La Plata,
Dunken, Buenos Aires, 2001.
18 La vara frente al bastón

poblados.10 A medida que éstas eran reducidas, el proceso de ocupación del suelo
se intensificó. En las décadas de 1630 y 1640 se entregaron a los vecinos mercedes
de tierras en los pagos de Luján, Areco, Arrecifes y Magdalena, que no habían sido
hasta entonces lo suficientemente seguros para que pudieran establecer en ellos
nuevas fincas ganaderas.
Los “vecinos conquistadores” se convirtieron así en modestos propietarios de
rodeos de ganados vacuno y equino. Un puñado de ellos recibió, además, grupos
muy reducidos de indios en encomienda, pero por pertenecer a etnias cazadoras o
recientemente neolitizadas estos no eran aptos para brindar excedentes. La inci-
piente vecindad se resignó a subsistir en el marco de una economía rudimentaria
usufructuando los escasos recursos que se les habían repartido: tierras en propie-
dad y unos pocos aborígenes que estaban mal preparados para el trabajo que quería
imponérseles. En las chacras que bordeaban la ciudad se desarrolló una agricultura
que arrojaba algunos sobrantes y que les permitió un modestísimo intercambio con
las ciudades vecinas. Pero en sus primeras dos décadas de existencia, en aquella
pequeña aldea escasearon los productos locales comercializables. Eso habría re-
ducido a los vecinos conquistadores y a sus familias a una verdadera economía
natural.11
En los años inmediatos a la fundación, la composición del cabildo reflejó la
paridad de rangos propia de la empresa conquistadora. Hasta la primera década del
siglo XVII, la totalidad de los cargos concejiles fueron electivos, ya que la corona
no había ordenado aún la venta de oficios. Se trató de una solución provisoria
que se adecuaba a la precariedad del poblado recién fundado, en el que todavía
ninguno de los pobladores sobresalía por su fortuna ni por su preeminencia. En
Buenos Aires, el testimonio más antiguo de una elección en el cabildo es del 24 de
junio de 1589, ocasión en la que se respetaron las normas impuestas por Juan de
Garay, quien había dispuesto que todos los años se nombraran alcaldes ordinarios
y regidores, que por esa razón fueron llamados “cadañeros”, y ordenado que no
pudieran ser reelegidos en los empleos. Los vecinos opusieron cierta resistencia
frente a esta prohibición, pero quizás fue a causa de ella que no se conocieron aquí,
a diferencia de Santa Fe, ni sublevaciones ni violentos reclamos originados en el
acceso desigual a cargos y mercedes.
En la segunda década del siglo XVII, la situación de esta humilde aldea ri-
bereña estaba destinada a cambiar. Se estableció en Buenos Aires un poderoso
grupo de mercaderes contrabandistas que serían conocidos como “confederados”

10 Carlos M. Birocco, “Los indígenas de Buenos Aires a comienzos del siglo XVIII: los Reales Pue-
blos de Indios y la declinación de la encomienda”, en Revista de Indias, Universidad Complutense
de Madrid, 2009, Vol. LXIX, N° 247, pp. 83-104.
11 Jorge Gelman, “Economía natural-Economía monetaria. Los grupos dirigentes de Buenos Aires a
principios del siglo XVII”, en Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, 1987, N° XLIV, pp. 89-
107.
Carlos María Birocco 19

y dinamizarían la vida económica de la ciudad a través del tráfico ilegal con el


Brasil, el África portuguesa y la Europa atlántica. Entre ellos se destacaron Juan
de Vergara y Mateo Leal de Ayala, bajados de Potosí, y el portugués Diego de
Vega. Sus maniobras fraudulentas son bien conocidas porque los enfrentaron con
la facción de los “beneméritos” (designación que se le dio a los linajes fundadores)
y con el gobernador Hernandarias. Este ordenó en 1619 secuestrar los bienes de
Vega, Vergara y sus secuaces y los mandó enjuiciar. Los cabecillas, sin embargo,
lograron escapar al Tucumán, donde recibieron la protección de los vecinos de esa
provincia, interesados en que el tráfico ilícito no se interrumpiera.
Desde que en 1580 Felipe II agregara Portugal al conglomerado dinástico
ibérico, habían pasado a sus manos los dominios coloniales de este reino: sus fac-
torías en la India, la costa del Brasil y los enclaves africanos de El Mina, Angola
y Cabo Verde. Estos se convertirían en piezas fundamentales en la primitiva vida
económica de Buenos Aires. En un principio se permitió a los porteños comerciar
libremente con los puertos brasileños, y en 1591 se dio licencia a los portugueses
para que vendieran en este puerto esclavos procedentes de Angola. Pero el mo-
narca no tardó en advertir que la ciudad se había transformado en una brecha por
donde se fugaba la plata potosina y tres años más tarde emitió una real cédula que
prohibía a sus habitantes la navegación con otros puertos. Al comenzar el siglo
XVII, los porteños presentaron sus reclamos ante su sucesor, Felipe III, y lograron
que éste les diera licencia para vender cueros y sebo en el Brasil y el África portu-
guesa y más tarde les franqueó el envío de dos barcos de 100 toneladas a Sevilla.
Pero a partir de 1619, esos permisos caducaron y los porteños debieron limitarse a
aguardar la llegada de navíos de registro desde la península.
Estas restricciones no alteraron el funcionamiento de los circuitos comercia-
les ya existentes, sino que se limitaron a colocarlos en un plano de cuasi-legalidad.
El sector de comerciantes nucleado en torno a la facción de los confederados recu-
peró su posición ni bien Hernandarias dejó el gobierno. La plata bajada de Potosí
se encargaría de dinamizar el tráfico con el Brasil y el África portuguesa: siendo
los esclavos el principal rubro de importación (más de 12 mil “piezas” fueron in-
gresadas en el puerto entre 1606 y 1640, casi todas ellas por fuera de los circuitos
permitidos) y los cueros el de exportación, resultó apreciable una enorme despro-
porción entre entradas y salidas que sólo pudo ser sido saldada en metálico. La
acumulación de riquezas posibilitó a los comerciantes exportadores la diversifica-
ción de sus inversiones. Se convirtieron en propietarios de chacras y estancias que
compraron a las familias fundadoras o recibieron en merced de los gobernadores
y las hicieron servir por planteles de esclavos o por indios que alquilaron a los
encomenderos. Lejos de limitarse a jugar el rol de negociantes-contrabandistas,
recurrieron al uso de esa mano de obra forzada para sostener distintos emprendi-
20 La vara frente al bastón

mientos productivos como la siembra y molienda de trigo, la carpintería de carre-


tas y la fabricación de cecina y de harinas.12
La dinamización de la economía local promovió, de esa forma, la rotación
de los grupos dirigentes, colocando a la facción de los confederados en el con-
trol de la actividad comercial e impulsándolos a desplazar del poder local a los
descendientes de los conquistadores. De acuerdo con las apreciaciones de Gel-
man, durante un primer período que se extendió de 1580 a 1620, el gobierno de
la ciudad todavía se mantuvo en manos de los beneméritos, hijos y nietos de los
“vecinos conquistadores”, pero en una segunda etapa, entre 1620 y 1640, estos
serían desplazados por los confederados. Los pobladores originarios intentaron
impedir su ingreso en el cabildo y consiguieron que en 1604 Felipe III prohibiera
a los portugueses adquirir regidurías, alguacilazgos y otros oficios vendibles en
Buenos Aires, quedando los empleos concejiles reservados a los descendientes de
los conquistadores, pero esa disposición terminó por no ser acatada.
La venalidad de los cargos se implantó en 1607, año en que se vendió el em-
pleo de alguacil mayor. Una década más tarde fueron sacados a subasta seis cargos
de regidor y todos fueron comprados por uno de los líderes del bando confedera-
do, Juan de Vergara. Este adquirió uno para sí y otorgó el resto a sus parientes y
aliados: su suegro Diego de Trigueros, sus concuñados Juan de Barragán y Tomás
Rosendo, el portugués Francisco de Melo, que era su socio en los negocios, y su
ahijado Juan Bautista Ángel.13 El interés que demostró esta camarilla por apropiar-
se de los oficios concejiles se debió a que la corporación administraba las licencias
para la captura de ganado cimarrón y el reparto de solares en el ejido de la ciudad,
privilegios que habían estado reservados hasta entonces a las familias fundadoras,
y a que podía conceder cartas de vecindad a los portugueses y otros foráneos, per-
mitiéndoles dar un marco de legalidad a sus negocios en la región.
Las relaciones entre este sector de la oligarquía local y los gobernadores os-
cilaron entre la cooperación y el enfrentamiento. Aunque Hernandarias combatió a
Vega y a Vergara, su éxito fue relativo, ya que sólo consiguió alejarlos de Buenos
Aires durante un corto período. Retornarían a la ciudad bajo su sucesor Diego de
Góngora, quien se sumaría al comercio ilegal y recurriría a los agentes de Diego de
Vega en Lisboa para hacerse remitir a Buenos Aires tres embarcaciones cuya carga
había sido valuada en 300.000 ducados, pero éstas fueron detenidas en Bahía por

12 Jorge Gelman, “Economía natural y economía monetaria: los grupos dirigentes de Buenos Aires a
principios del siglo XVIII”, en Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, 1987, Tomo XLIV, Nº 1.
13 Jorge Gelman, “Cabildo y élite local. El caso de Buenos Aires en el siglo XVII”, en HISLA Revista
Latinoamericana de Historia económica y social, Nº 6, 1985, pp. 3-20. Esta periodización ha sido
objetada por: Macarena Perusset Veras, “Élite y comercio en el temprano siglo XVII rioplatense”,
en Fronteras de la Historia, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, N° 10, 2005, pp.
285-304. Otra visión del problema en: Eduardo Saguier, “Political impact of immigration and
commercial penetration on intracolonial struggles: Buenos Aires in the early seventeenth century”,
en Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, Köln, Böhlau Verlag, 1985, N°22, pp. 43-166.
Carlos María Birocco 21

orden del Consejo de Indias.14 Juan de Vergara sería perseguido por quien sucedió
a Góngora, Francisco de Céspedes, debido a que compitió con éste en introducir
esclavos de contrabando. En 1627 fue encarcelado, pero el obispo de Buenos Ai-
res, Pedro de Carranza, reclamó que se le devolviera su libertad, alegando que Ver-
gara era tesorero de la Santa Cruzada y gozaba de fuero eclesiástico. Una multitud
compuesta por cabildantes, frailes, vecinos y esclavos y encabezada por el mismo
obispo derribó la puerta de la cárcel y lo liberó, para luego conducirlo al palacio
episcopal, donde recibió asilo.15
A lo largo de una década, la camarilla que rodeaba a Juan de Vergara había
conseguido monopolizar la mayor parte de los empleos venales y electivos en el
cabildo, llegando a sumar 73 escaños anuales.16 Pero esa impresionante acumu-
lación de cargos tuvo corta duración, ya que una sucesión de adversidades los
desestabilizó como facción y les impidió legar sus empleos a sus descendientes.
En 1629, el gobernador Céspedes sometió al ayuntamiento a una purga: expulsó
del cabildo a Juan Bautista Ángel, pretextando que una real provisión prohibía que
fuesen admitidos en los oficios las personas que tuviesen deudas con la Real Ha-
cienda, e hizo encarcelar a Juan de Vergara y a otros cuatro oficiales venales, po-
niéndolos a disposición de la Real Audiencia de Chuquisaca.17 Tan sólo dos de los
seis regidores investidos en 1619 continuaron en sus cargos: Gutiérrez Barragán y
Vergara. Pero este último se vio sometido a las vejaciones de tres gobernadores y
se lo obligó a abandonar la ciudad en varias oportunidades, la última de las cuales
acaeció en 1648, cuando fue desterrado a Mendoza por Jacinto de Laris.
Pese a las persecuciones políticas, la facción confederada ejerció un decidido
influjo sobre el conjunto de la vecindad. Las antiguas familias fundadoras y los
mercaderes recientemente afincados se habían entreverado gracias a los frecuentes
matrimonios. Entre estos se hallaba un cierto número de portugueses, casados casi
todos ellos con nietas de los “vecinos conquistadores”. Cuando en 1643, a raíz de
la sublevación del Duque de Braganza en Lisboa, el gobernador Jerónimo Luis de
Cabrera se dispuso a cumplir con la orden de Felipe IV de expulsar a los portugue-
ses de Buenos Aires, los magistrados y vecinos principales se le opusieron, argu-
mentando que no debían ser deportados a causa de su laboriosidad y su probada
lealtad a la corona. Los vínculos de parentesco que unían a los portugueses con los

14 Alice Pfiffer de Canabrava, O comercio português no Rio da Prata (1580-1640), Facultad de


Filosofía, Ciencias y Letras de la Universidad de Sao Paulo, 1944, pp. 102-108.
15 José Torre Revello, “Los gobernadores de Buenos Aires (1617-1777)”, en Ricardo Levene –com-
pilador– Historia de la Nación Argentina, El Ateneo, Buenos Aires, 1961, Vol. III, pp. 300-302.
16 Jorge Gelman “Cabildo y élite local…”, pp. 11-12.
17 Archivo del Extinto Cabildo de Buenos Aires (en adelante AECBA) Serie I, Tomo VII, pp. 7 y ss.
y 35
22 La vara frente al bastón

linajes locales y la integración entre ambos grupos a través de los negocios habían
permitido a la vecindad porteña actuar como un único bloque.18
Esa cohesión entre las principales parentelas de vecinos también se compro-
bó cuando se redactaron las ordenanzas del cabildo, un corpus de normas que regía
el funcionamiento del gobierno municipal y delimitaba sus incumbencias.19 Hasta
entonces, la corporación había regulado su actividad adoptando las ordenanzas
que había dictado el virrey Francisco de Toledo en 1572 para la ciudad de Cuzco.
Pero en febrero de 1642, a raíz de un incidente –el extravío del único ejemplar
que poseía de ellas, que se guardaba en el arcón de la sala capitular– dedicó dos
sesiones a redactar diecinueve artículos y presentarlo al gobernador para que los
aceptara como nueva carta estatutaria.20
Una revisión de los mismos permite apreciar la escasa importancia que le
otorgó a las reglas de carácter protocolar. Sólo uno de ellos intentaba regular la
etiqueta concejil: el que disponía que el cabildo se reuniera todos los lunes y se
multara a los alcaldes y regidores que faltasen sin justificación. El resto apuntaba
a estrechar la vigilancia sobre los sectores subalternos y la actividad mercantil.
Cinco de los artículos procuraban precaver los desórdenes y los escándalos en la
ciudad: se perseguirían el juego y las borracheras en la población negra e india,
se prohibiría a los soldados circular armados de noche para evitar pendencias, se
castigarían los “pecados públicos” y se desterraría a las mujeres de mala vida a los
arrabales. Otros dos recogían disposiciones de justicia rural contra los cuatreros,
los vagabundos y los peones que no estuviesen bajo concierto. También se otorga-
ba al ayuntamiento el poder de fiscalizar la actividad de los regatones (pequeños
comerciantes independientes) y de los herreros, zapateros y pequeños artesanos,
recurriendo a la imposición de aranceles, la inspección de pesas y medida y el
control sobre las ventas. A los grandes negociantes sólo se les prohibió que en-
viaran fuera de la ciudad cargamentos de hierro, acero o municiones, bienes que
por entonces eran escasos debido a la desarticulación de los circuitos mercantiles
originada en la independencia de Portugal, acaecida en 1640.
Esa desarticulación significó para Buenos Aires un desmoronamiento mo-
mentáneo del comercio atlántico, a la vez que el tráfico con el Brasil quedaba

18 Rodolfo González Lebrero, La pequeña aldea. Sociedad y economía en Buenos Aires (1580-1640),
Biblos, Buenos Aires, 2002, pp. 88-90; Oscar Trujillo, “Facciones, parentesco y poder: la élite de
Buenos Aires y la rebelión de Portugal de 1640”, en Bartolomé Yun Casalilla –compilador– Las
redes del imperio. Élites sociales en la articulación de la monarquía hispánica, 1492-1714, Uni-
versidad Pablo de Olavide-Marcial Pons, Madrid, 2009, pp. 341-358.
19 Sobre la ordenanzas en la América española: Francisco Domínguez Compañy, Ordenanzas mu-
nicipales hispanoamericanas, Asociación Venezolana de Cooperación Intermunicipal, Madrid-
Caracas, 1982; M. Barrero García “Las relaciones textuales de las ordenanzas de los cabildos
americanos”, en XIII Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. Actas
y Estudios, Asamblea Legislativa de Puerto Rico, 2000, Tomo I, pp. 157-197.
20 AECBA, Serie I, Tomo IX, pp. 255-262.
Carlos María Birocco 23

considerablemente obstaculizado. Como respuesta a la crisis, durante un lustro los


comerciantes porteños se volcaron a la producción pecuaria y a la conducción de
ganado en pie hacia el interior del virreinato. Habría que aguardar hasta 1645 para
que se percibiera cierta recuperación en las actividades navales del puerto.21 Pero
la secesión lusitana traería consigo un cambio de interlocutor en el comercio di-
recto con Europa. Desde que Felipe IV reconociera en Westfalia a los Países Bajos
como república soberana, dando fin a la guerra que había iniciado su abuelo Felipe
II, las relaciones entre ambas naciones pasaron a ser cordiales, y entre 1648 y 1667
se produjo la llegada masiva de buques holandeses a Buenos Aires. Aunque tenían
prohibido el comercio con los puertos de la América española, un artículo del tra-
tado de paz permitía a las embarcaciones neerlandesas ingresar a ellos por causas
accidentales, reconociéndoles el derecho de arribada forzosa cuando se trataba de
reparar un desperfecto o de abastecerse para continuar viaje. La ambigüedad de
esta cláusula, sumada a la complicidad del aparato burocrático-militar local, les
franqueó la entrada a este puerto y la posibilidad de negociar con su carga de ma-
nufacturas; falsos comisos o remates fingidos sirvieron para encubrir las ventas.
Zacarías Moutoukias calculó que a lo largo de esos años, más de medio centenar
de naves holandesas ingresaron al estuario.22 Pero los portugueses nunca desapare-
cerían del todo del horizonte mercantil de Buenos Aires, y entre 1648 y 1663, ocho
buques de esa bandera arribaron desde Angola para desembarcar clandestinamente
su cargamento de esclavos.23 A partir del comercio directo con ambas potencias,
el movimiento portuario experimentó un momento de intensa actividad entre 1648
y 1687, en que se introdujeron poco menos de 9000 esclavos y fueron exportados
más de 1.330.000 cueros.24
A mediados del siglo XVII, la enemistad sostenida con los portugueses y la
posibilidad de que estos avanzaran hacia el Río de la Plata modificó la política de
la corona, que reevaluó su vínculo con la oligarquía mercantil porteña. La pérdida
del tráfico que ésta había sostenido con Brasil y el África portuguesa fue compen-
sada con una ampliación en su radio de influencia dentro del virreinato del Perú.
Durante el reinado de Felipe III, los comerciantes de Lima habían denunciado a
los porteños por introducir mercaderías que competían con las que ingresaban por
el sistema de flotas y galeones y lograron que en 1623 ese rey colocara una aduana

21 Martín Wasserman, Más allá de las redes: deudas y contratos en Buenos Aires durante el tempra-
no siglo XVII, Tesis de Maestría en Investigación Histórica, Universidad de San Andrés, 2012, pp.
50 y ss.
22 Zacarías Moutoukias, Contrabando y control colonial en el siglo XVII, Centro Editor de América
Latina, Buenos Aires, 1988, pp. 98 y ss.
23 Rafael Valladares Ramírez, “El Brasil y las Indias españolas durante la sublevación de Portugal
(1640-1668)”, en Cuadernos de Historia Moderna, Universidad Complutense de Madrid, 1993,
N° 14, pp. 162-164.
24 Zacarías Moutoukias, “Comercio y producción”, en Nueva Historia de la Nación Argentina, Aca-
demia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 1999, Tomo III, pp. 79-80.
24 La vara frente al bastón

seca en Córdoba, con el fin de entorpecer su conexión con el Tucumán y el Alto


Perú. Pero a partir de 1661 Felipe IV, aunque no eliminó esta aduana, permitió a
los mercaderes porteños comerciar libremente con las ciudades del Tucumán y el
Paraguay.
Esta apertura comercial hacia las regiones meridionales del virreinato no
debe verse como una disposición aislada, sino que formó parte de una batería de
medidas dirigidas a recategorizar a la ciudad de Buenos Aires en reconocimiento a
su significación geopolítica. En abril de ese mismo año, Felipe IV decidió separar
a las gobernaciones del Río de la Plata, Tucumán y Paraguay de la jurisdicción de
la Real Audiencia de Chuquisaca y crear un nuevo distrito judicial con cabecera
en Buenos Aires. El cumplimiento de esta disposición se retrasó por un par de
años, pero finalmente se estableció una Real Audiencia en esta ciudad, presidida
por el gobernador Joseph Martínez de Salazar y conformada por cuatro oidores
y un fiscal. Entre sus primeras medidas, el alto tribunal ordenó que se designara
un corregidor para que supervisara los actos del cabildo porteño y representara
en él los intereses del monarca. El ayuntamiento reaccionó redactando una nue-
va carta estatutaria desde la cual pretendió posicionarse frente a las autoridades
recién instauradas. La tarea fue confiada al regidor Juan Fernández Guillén y al
escribano Juan de Reluz y Huerta. A finales de 1668 estos presentaron al cabildo
las nuevas ordenanzas, que unos meses más tarde serían validadas por la Real
Audiencia local.25 El texto original, que se componía de 46 artículos, posiblemente
fue sometido a las correcciones de uno de los oidores, el jurista Alonso de Solór-
zano Velasco, a quien en ocasiones se identificó erróneamente como su autor.26 El
último requisito necesario para su aprobación –la presentación ante el Consejo de
Indias– se demoró durante dieciocho años. Pero esa dilación no significó que no
fueran juradas y obedecidas desde 1669 por los sucesivos staff del cabildo.
A diferencia de las ordenanzas de 1642, las de 1668 tenían escasa proyección
externa. Ya no se daba preferencia al ordenamiento social ni a la fiscalización de la
actividad mercantil. Un solo artículo regulaba el comercio: el que disponía que el
cabildo pusiera precio al trigo y a otros bienes de abasto. La impartición de justicia
ocupaba un lugar algo más relevante: en siete artículos reglamentaba, entre otros
aspectos, el horario de atención de los alcaldes ordinarios y el manejo de la cárcel.

25 AECBA, Serie I, Tomo XIII, p. 139 y ss.


26 Las transcripciones que hoy se conservan del texto original de las Ordenanzas identifican con toda
claridad a Reluz y Huerta y a Fernández Guillén como sus autores. Pero en más de una ocasión, el
cabildo hizo referencia a las ordenanzas de Solórzano y Velasco. Todavía a fines del siglo XVII, los
cabildantes juraban “las ordenanzas que hay en este Cabildo […] en lo que toca a la administración
de Justicia, Política Cortesana y demás que contienen […] hechas por el Dr. Alonso de Solórzano
y Velasco, Oidor de la Real Audiencia que residió en este Puerto, su fecha en esta Ciudad en trece
de noviembre del año pasado de Sesenta y Ocho y aprobadas por los Señores Presidente y Oidores
de ella”, AECBA, Serie I, Tomo XVII, p. 325. Por la fecha en que fueron redactadas, se trata de las
mismas ordenanzas y no de piezas distintas.
Carlos María Birocco 25

Pero la problemática priorizada fueron las reglas de protocolo. Con el propósito


de evitar las rencillas entre los cabildantes, nada se dejó librado al azar: veintiún
artículos abordaron problemas de etiqueta concejil. No estaba permitido a los ca-
bildantes el intercambio de opiniones en una discusión, sino que se les fijó un es-
tricto orden de intervención para que pudieran expresarse sobre cualquier asunto.
El alcalde de primer voto sería el primero en hablar y luego lo harían los regidores
de acuerdo a su orden y antigüedad. Si uno de ellos se adelantaba o interrumpía a
los demás, no se lo tendría en cuenta y su voto sería considerado nulo.
La exhibición material y simbólica de las jerarquías también estaba rígida-
mente regulada. Dos artículos se ocupaban del orden estipulado para ocupar los
asientos. El primero de ellos disponía que los regidores se sentaran en orden a
su antigüedad en un escaño de madera, colocado bajo el escudo de armas de la
ciudad; los alcaldes lo harían en dos escaños más pequeños, situados a los lados,
y el corregidor o el teniente de gobernador en un silla en el medio, ocupando la
cabecera. El segundo precavía los disgustos que podían suscitarse cuando alguno
abandonaba su lugar, por lo que se les ordenaba que lo hicieran sin hacer demos-
tración alguna, so pena de ser multados. Quedaba asimismo contemplado el día y
horario de las sesiones y a quienes les correspondía suplir a los que se ausentaran,
siguiendo un riguroso orden de rango: si uno de los alcaldes ordinarios abando-
nase la ciudad, ejercería su oficio el alférez real, y si no el regidor más antiguo.
La etiqueta capitular se observaría también durante el ceremonial religioso, al
que las ordenanzas de 1668 dieron generosa cabida: catorce artículos hacían refe-
rencia al lugar que ocuparían los miembros del cabildo en la misa, las procesiones
y los festejos de Corpus Christi. Al igual que en la sala de sesiones del cabildo,
cada uno de ellos tenía reservado su asiento en la capilla mayor de la iglesia cate-
dral: el primer escaño era ocupado por el teniente de gobernador y los siguientes
por los alcaldes ordinarios y los regidores, de acuerdo a su orden y antigüedad.
Ninguno tenía permitido sentarse fuera de los lugares asignados ni ceder sus asien-
tos. En las procesiones, los capitulares también se desplazarían en cuerpo, detrás
del pendón real y a continuación de los miembros del cabildo eclesiástico.
El contraste entre las ordenanzas de 1642 y las de 1668 resulta evidente.
Cuando las primeras se pusieron en ejecución, el cabildo estaba aún en manos de
la facción aportuguesada que había mostrado su cohesión al resistir la expulsión de
los lusitanos de la ciudad. Esa uniformidad hacía innecesario reglar la convivencia
en el seno del cabildo; en cambio, se apuntó a subordinar a los estratos subalternos
y a los pequeños mercaderes que podían convertirse en competidores molestos. Se
dejaba entrever, en suma, la existencia de una élite con escasas contradicciones
internas, pero consciente de que su posición en la cima de la pirámide estamental
distaba aún de hallarse consolidada. Las ordenanzas de 1668, en cambio, respon-
dieron a propósitos distintos. Desde 1663, la presencia de nuevos funcionarios en
la ciudad, como el corregidor y los oidores de la Real Audiencia local, presuponía
26 La vara frente al bastón

que la corona redoblaba su vigilancia sobre las actividades del cabildo. Ya no era
prioritario, como en 1642, asegurar el orden exterior, quizá porque se contaba con
otras herramientas para hacerlo. Ahora se trataba de que sus integrantes respetaran
una rigurosa etiqueta, dándole así exclusividad al ordenamiento interno. Con el
objeto de reconocer los privilegios y prerrogativas de sus miembros, el cabildo se
aseguró de que cada uno de ellos ocupara el lugar que le correspondía en la sala
capitular y en las ceremonias públicas, evitando conflictos de protocolo, a fin de
poder concentrar sus energías en enfrentar la intromisión de otros agentes de la
corona en asuntos de su competencia.
En la década de 1670, ya bajo el reinado de Carlos II, la política de la Monar-
quía en relación con el Río de la Plata cambió. La experiencia de la Real Audiencia
local resultó efímera: en 1672 ésta fue disuelta y el territorio meridional del Virrei-
nato del Perú se reintegró a la jurisdicción de la Real Audiencia de Chuquisaca.
Ya no se trató de realzar la categoría de Buenos Aires convirtiéndola en sede de un
alto tribunal de justicia, sino de reforzar su carácter de bastión militar. Cuatro años
antes, España había firmado la paz con Portugal y reconocido su independencia,
lo que facilitó un nuevo acercamiento entre los comerciantes porteños y sus pares
del Brasil. Los intercambios se acrecentaron a partir de 1680, cuando una escuadra
proveniente de Río de Janeiro ocupó la orilla oriental del estuario y fundó Colonia
do Sacramento. La aparición de esta avanzadilla portuguesa conduciría a la corona
española a reforzar la guarnición de Buenos Aires y a reorganizarla. Entre 1669
y 1699, cinco navíos de registro arribaron desde Andalucía trasportando soldados
y armamento. El Presidio de Buenos Aires llegó a concentrar la mayor cantidad
de efectivos conocida hasta entonces, que alcanzó en 1680 las 900 plazas, aun-
que la misma descendería levemente en la década siguiente. El mantenimiento
de la guarnición acantonada en el fuerte dependía del sistema del Real Situado,
que consistía en la transferencia del pagamento de las tropas desde el centro más
inmediato de acuñación de moneda –en este caso Potosí– a la plaza militar.27 De
ese modo, la presencia de un número relativamente abultado de efectivos fue sus-
tentada gracias a la plata potosina, lo que contribuyó a monetarizar la economía
porteña, aunque la paga de las tropas distó de efectuarse con puntualidad.
Una real cédula de Carlos II puso al mando de la guarnición a un comisario
militar, el “Cabo y Gobernador de la Caballería del Presidio”, que asumiría la
defensa de la ciudad en caso de que el gobernador se ausentase o muriese. El nú-
mero de oficiales que le estaban subordinados era una parte sustancial de la tropa:

27 Carlos Marichal y Matilde Souto Mantecón, “Silver and Situados: New Spain and the financing of
the Spanish Empire in the Caribbean in the eighteenth century”, en Hispanic American Historical
Review, Duke University, 1994, N° 74:4, pp. 587-613; Rafael Reichert, “El situado novohispano
para la manutención de los presidios españoles en la región del Golfo de México y el Caribe du-
rante el siglo XVII”, en Estudios de historia novohispana, Instituto de Investigaciones Históricas
de la UNAM, 2012, N° 46, pp. 556-631.
Carlos María Birocco 27

alrededor del 25% de las plazas existentes. Estos sargentos mayores y capitanes
procuraron mantener un estilo de vida acorde a su rango, pero como sus sueldos
llegaban con retraso se vieron obligados a incursionar en el comercio al menu-
deo, abriendo pulperías y tiendas. Unos pocos llegaron a tener participación en
el tráfico de largo alcance y despacharon tropas de carretas cargadas de esclavos
y textiles europeos a las provincias arribeñas.28 Estos militares de graduación in-
corporarían sangre nueva a la élite urbana. Su posición al mando de la guarnición
los colocaba en la cima de la jerarquía social, permitiéndoles gozar de poder, de
prestigio y de la lealtad de quienes les estaban subordinados, y eso fue valorado
por las principales parentelas locales, que les ofrecieron sus hijas en matrimonio y
los integraron a sus redes relacionales.29
A lo largo del siglo XVII, en suma, la élite porteña evidenció una alta recep-
tividad selectiva al efectuar sus alianzas. Si se revisan detalladamente las genealo-
gías de las familias prominentes de las primeras décadas del siglo XVIII, se hallará
que buena parte de ellas descendía por línea paterna de los comerciantes portugue-
ses afincados durante la primera mitad de la centuria anterior o de los militares de
la guarnición arribados más recientemente, pero entroncaba por línea femenina
con los linajes más antiguos de la ciudad. Por medio de una política matrimonial
que ya llevaba varias décadas, los peninsulares que se fueron afincando en Buenos
Aires a lo largo del siglo XVII habían logrado que los escasos beneficios que ori-
ginariamente estaban reservados a los descendientes de los fundadores (como las
encomiendas de indios, la propiedad sobre el ganado cimarrón y las mercedes de
tierras de chacra y estancia) circularan en un espacio social más amplio.
¿Qué motivos inclinaron a la élite local a aceptar la incorporación de penin-
sulares en sus filas? Las familias que fundaron la ciudad, tempranamente empo-
brecidas por la falta de recursos, se habían visto forzadas a compartir su lugar en
el cabildo con los grandes comerciantes, parte de ellos portugueses, por ser estos
los únicos que estuvieron en condiciones de subastar los cargos venales. Pero ha
de reconocerse que faltaban motivaciones para que dichas familias mantuvieran
su cohesión por medio de una rigurosa endogamia: no eran propietarias de mayo-
razgos ni de dignidades nobiliarias que les aseguraran renta y honra, ni tampoco
monopolizaban los títulos de propiedad sobre el ganado cimarrón (o “acciones
para vaquear”) que a través de compras o de dotes habían escapado de sus manos
y se habían dispersado entre un gran número de vecinos. Privadas de un sólido
basamento económico que defender y transmitir a las nuevas generaciones, era
esperable que aceptaran desposar a sus hijas con aquellos negociantes opulentos o

28 Carlos M. Birocco, “El Presidio de Buenos Aires entre los Habsburgo y los Borbones: el ejército
regular en la frontera sur del imperio español (1690-1726)”, en Emir Reitano y Paulo Possamai
–coordinadores– Hombres, poder y conflicto. Estudios sobre la frontera colonial sudamericana y
su crisis FaHCE-Universidad Nacional de La Plata, 2015.
29 Carlos M. Birocco, “El Presidio de Buenos Aires…”, pp. 195-197.
28 La vara frente al bastón

con los oficiales de la guarnición, quienes a su vez deseaban prestigiarse uniéndo-


se a los linajes más distinguidos de la ciudad. A resultas de ello, a comienzos del
siglo XVIII las principales parentelas de Buenos Aires se caracterizaban por una
memoria genealógica poco profunda y una pródiga red de conexiones horizonta-
les, donde la profusa extensión de los lazos de colateralidad y alianza compensaba
la ausencia de linajes poderosos de antiguo arraigo.
A falta de barreras efectivas que impidieran su acceso a los cargos municipa-
les, esos sectores emergentes pudieron ejercer presión e introducirse en la dirigen-
cia concejil, previa obtención de su carta de vecindad gracias a su unión con las
hijas de otros vecinos. Lo que queda claro es que el creciente flujo de migrantes
desde la península colocó a las élites criollas en una posición de constante reaco-
modamiento. No se trató de una migración de caracteres homogéneos.30 Hubo
quienes fueron enviados por la corona a cubrir cargos vacantes o ejercer relevos:
se destacaron entre ellos los funcionarios de la Real Hacienda y los militares de
graduación. Dentro de esa minoría selecta debemos también incluir a los carga-
dores de las embarcaciones procedentes de Sevilla y Cádiz que terminaron por
radicarse en forma permanente en la ciudad. Las parentelas locales se mostraron
permeables a aliarse con ellos por medio del matrimonio, ya que aportaban ri-
quezas y una red de vínculos al otro lado del Atlántico, aunque no faltaron casos
en que acabaron por transformarse en competidores en los planos económico y
político. Pero el grueso de los migrantes lo constituían criados, soldados y mari-
neros, que al asentarse en una ciudad en que lograron promocionarse socialmente,
a la larga quedaron habilitados para competir en esos mismos planos. No faltarían
entre ellos los que se convertirían en cabildantes. Podría decirse que se trató de un
verdadero “asedio desde abajo”: en la última década del siglo XVII y las primeras
del XVIII, Buenos Aires ofrecería numerosos ejemplos de ello.

30 Para los procesos migratorios tempranos, véase: Isabelo Macías Domínguez, La llamada del Nue-
vo Mundo. La emigración española a América (1701-1750), Universidad de Sevilla, 1999. Para
una etapa más tardía: Nadia De Cristoforis, Proa al Plata: las migraciones de gallegos y astu-
rianos a Buenos Aires (fines del siglo XVIII y comienzos del XIX), Madrid, Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, 2009.

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