En esta esquina del continente suramericano llamada Colombia, donde
confluyen los encuentros del Norte y del Sur, de Oriente y Occidente, y donde las múltiples expresiones culturales que surcan el territorio llenan de posibilidades el pensamiento y la acción, se genera una constante contraposición de ideas, modos de vida, anhelos y frustraciones. Somos un crisol irresuelto de realidades que intentan reivindicar sus identidades, pero que no logran, al momento de racionalizar la realidad, encontrar los fundamentos precisos que provean coherencia. Recurrimos a mil argucias argumentativas, pasionales y filosóficas que nos den la confianza para seguir construyendo sobre los vacíos abismales de nuestra historia; nos invade un obligado subjetivismo que se ciñe a lo tradicional en aras de la estabilidad mental.
Los procesos históricos en Colombia, si bien comparten similitud con los de
naciones con desarrollos análogos, no tienen el desenvolvimiento que un observador externo podría vaticinar. Es nuestra singularidad: hacer todo a nuestra manera sin saber porqué. En política, arte, economía, o cualquier aspecto de nuestra conformación cultural, adoptamos, ávidos, las novedades, para dotarlas luego de un pintoresco y genético influjo, del que, luego, las consecuencias inesperadas son objeto de veneración o ataque.
Es este el realismo mágico del que hablan nuestros críticos literarios.
Manifestación de una exaltada experimentación llena de afectación que nos lleva de la dicha a la aflicción sin la causalidad lógica que normalmente define los modelos. Es el resultado de que de un baldío inmotivado surjan los magníficos oasis que sin previo aviso, pero regularmente, llenan nuestras almas de pasión y contraste.
Las preguntas saltan y caen, aparecen y desaparecen al son de los
acontecimientos. Sin embargo, una actitud rigurosa, filosófica, siempre quiere una razón íntima, que sosiegue la inquietud del ser. ¿Cómo pensamos en Colombia? ¿Hemos, tal vez, renunciado a la pretensión por definirnos, ante la fatiga crónica de nuestros desencuentros? No podríamos asegurar la renuncia, pero puede haberse enquistado una actitud pragmática y de confrontación que actúa como alternativa a la impaciencia que nace de no vernos concisamente determinados y que es la razón por la cual estamos constantemente fuera de nosotros, proyectados en una fantasía edénica que esperamos algún día se haga realidad.
Pero aquellos individuos que se cuestionan e indagan sin parar, aunque
permanezcan relegados y despreciados, siempre están presentes intentando formulaciones que aprehendan lo que somos. El insaciable amor por la verdad, fundamento y legado de la democracia griega, está inscrito en la herencia occidental de nuestro pensamiento; fruto de lo que Edgar Morin enuncia como el “torbellino cultural europeo” que se convierte en civilización a partir de su expansión por el mundo, y que define la autorregularización desde el conflicto y la pesquisa constante. Se convierte, de esta manera, el método en fin; que produce sus frutos espontáneamente descubriendo las intuiciones que fortalecen la idea de sí.
En Colombia también pensamos. Podemos contraponer, por ejemplo, las ideas
de pensadores excepcionales de comienzos del siglo XX confluidos por la accidentada historia de nuestro siglo XIX y que intentaban la síntesis entre tradición y modernidad. Fernando González y Nicolás Gómez Dávila pueden ser expresiones divergentes en muchos de los postulados que invocaban en sus distintas facetas filosóficas, pero que hacen patente el rigor, el amor por el saber y el deseo intrínseco por ofrecer al país el beneficio del filosofar. Nicolás Gómez Dávila fue un crítico radical de la modernidad. Hijo de las clases privilegiadas de la sociedad, extraordinariamente erudito e intelectual de tiempo completo; expresó sus ideas desde el estudio y la vivencia del pensamiento. Su ferviente creencia en Dios y en la religiosidad son el fundamento de un efervescencia de la razón moral, que expresó en ideas de aparente radicalidad. Algunas de sus sentencias aforísticas podrían dar una idea de su pensamiento, pero ha de verse en contexto para no subestimar la compleja raíz de su juicio. Podemos escucharle decir, en concordancia con su reputada conversación, que la “Burguesía es todo conjunto de individuos inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son”. De un primer acercamiento, y ante la impaciencia que nace de la fatiga de nuestra irresolución -ya enunciada como elemento de la psicología colectiva de nuestra sociedad-, podemos asestar juicios de valor, resultado de nuestras creencias; pero, si algo debe implantarse como pilar en la dinámica del pensamiento, debe ser esa condición que Deleuze deduce de la personalidad filosófica y que consiste en la aversión a la discusión por parte de los filósofos. Porque discutir enjaula la razón, la conmina a mantener una posición que defender y las opiniones son infructuosas en lo que a la búsqueda de verdades indiscutibles concierne. Cada filósofo construye su propio plano de generación conceptual, y una crítica en este ámbito debe constatar la desaparición de lo pensado en otro plano antes que establecer luchas retóricas o consuetudinarias.
Continuando con nuestro pensamiento nacional, Gómez Dávila también nos
puede decir que “ Los marxistas definen económicamente a la burguesía para ocultarnos que pertenecen a ella”, o “El amor al pueblo es vocación del aristócrata. El demócrata no lo ama sino en período electoral”. Nos acerca, pensamos, a una intuición de lo que debe ser la filosofía cuando nos dice “El filósofo no es vocero de su época, sino ángel cautivo en el tiempo”.
Expresa, de esta manera, las posibilidades que un plano personal, adquirido
bajo la solidez que la elucubración constante puede concebir, sin la vulgar transposición ideológica de la que usualmente somos víctimas por la descrita impaciencia de no saber quién somos. Son muchas las vertientes a observar en un pensamiento, pero todas ellas son resultado del pensamiento mismo, no tienen porque representar un fenómeno de la realidad. El filósofo debe ejercer una tarea subterránea que establezca cimientos, pero que no lo obligue o condicione a edificar el asiento material de la manifestación cotidiana y pública. Por eso nos dice Gómez Dávila que “Ni pensar prepara a vivir, ni vivir prepara a pensar”.
Otro pensador nacional, contrastante en su versión conceptual devenida del
establecimiento de su propio plano esencial es Fernando González. Las características de su personalidad lo pudieron llevar a no relacionarse armónicamente con las ideas religiosas o políticas que él creía apresaban el alma y la libertad de pensamiento y acción. No es función del análisis filosófico, como ya lo dijimos, prejuzgar por lo accidental de la configuración específica de un individuo; lo que sí podemos valorar en justo término es la idea de rigor y profundidad que el pensador estableció para dar origen a sus ideas, no como fruto de posturas temporales, tradicionales o de grupo, sino como un amor real al conocimiento y a la búsqueda de la verdad. Por esto, no podemos descalificar lo que se explicita como concepto, pues, es de reconocer el legado y la importancia que personajes como los recordados ejercieron y ejercen en la historia del pensamiento nacional.
Fernando González ejerció por medio de su literatura la comunicación de su
pensamiento. De cierta manera, también ejerce una crítica a la modernidad que aliena el sujeto y lo desconecta de su relación con la naturaleza y el hombre. El espíritu poético que inunda sus obras es una invaluable muestra de personalidad y estilo que deben crear conciencia acerca de la multiplicidad de las posibilidades humanas para, por medio de intuiciones diversas, atisbar sobre lo esencial de la existencia.
Enunciamos acá un fragmento de lo escrito por González acerca de las reglas
que dice encontró al separarse de los dogmas religiosos que le impedían el desarrollo de su ser, y que expone a los jóvenes como faro de autorrealización: “Primera. El objeto de la vida es que el individuo se auto-exprese. La tierra es teatro para la expresión humana; el hombre es cómico; la vida es representación”. En la tercera afirma: “El ladrón y el honrado, el santo y el diablo, son igualmente buenos para el metafísico, pues ambos se auto-expresan”. Aquí observamos que los conceptos no tienen que estar condicionados por un tipo de moral. La ética es un ejercicio de vida que concebimos a partir de lo que íntimamente es fundamental para la relación y el respeto entre seres, pero no obliga a imponer de manera uniforme una idea trascendente a una convicción. En otro apartado de las normas, el correspondiente a la sexta, nos habla del valor pedagógico: “La pedagogía consiste en la práctica de los modos para ayudar a otros a encontrarse; el pedagogo es partero. No lo es el que enseña, función vulgar, sino el que conduce a los otros por sus respectivos caminos hacia sus originales fuentes. Nadie puede enseñar; el hombre llega a la sabiduría por el sendero de su propio dolor, o sea, consumiéndose.”
Hemos oteado a la distancia el amplio espacio que se puede intuir en los
pensamientos de un filósofo. Acercarse a sus reconocimientos más profundos es una tarea que requiere de esfuerzo y pasión. Quizá la recomendación más preponderante, si podemos hacer alguna, es la de liberarnos de los obstáculos sociales y existenciales que nos obligan a superponer lo artificioso por encima de lo que nos constituye como seres humanos. Veamos que aun con las condiciones innegables que pudieron tener los autores anteriormente expuestos, nuestro país mostró graves deficiencias para deslindar lo que corresponde a lo ideológico y al pensamiento puro. Las ideas de estos filósofos tuvieron más relevancia fuera de nuestras fronteras, pues, la sociedad colombiana, al igual que lo hizo y hace con artistas, pensadores, etc., no reconoce más allá de su propia y parcial proyección acerca de lo que, en el momento, cree verdadero. La ausencia de conciencia profunda sobre el valor, no le permite retirar los velos históricos de un subdesarrollo educativo. Sin embargo, queramos o no, nuestra esencia diversa y otras razones, continúan proveyendo a esta tierra de los acicates que, aceptémoslo o no, nos hacen crecer como país. Bibliografía
GONZÁLEZ, Fernando (1995) Los Negroides: Ensayo sobre la Gran Colombia.
Medellín: Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.
GÓMEZ, Nicolás (2001) Escolios a un texto implícito. Bogotá: Villegas Editores.
MORIN, Edgar (1998) Pensar Europa: Las metamorfosis de Europa. Madrid:
Gedisa.
DELEUZE, Gilles, y GUATTARI, Pierre (1997) ¿Qué es la filosofía? Barcelona: