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La sonrisa trocada

José Zuleta Ortiz


Las sonrisas trocadas – José Zuleta

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

La sonrisa trocada

El 24 de junio de 1935 también fue mi último día. Esa mañana luminosa

tenía una cita con Fernando González en la Librería Dante, para recoger los

Ensayos de Montaigne, que habíamos pedido a la editorial Garnier Hermanos

de París.

Cuando llegué, Fernando estaba ojeando uno de los tomos. Al verme, y a

modo de saludo, me leyó: “nosotros no vamos, somos llevados como las

cosas que flotan, dulce o violentamente, por aguas serenas o

enloquecidas”.

—Al fin llega a esta ciudad un poco de sabiduría —dijo, abrazando el libro

contra el pecho y riendo con malicia.

Reclamé mis ejemplares y salimos de la librería. Subimos por la carrera

Palacé hacia el barrio Prado. Hablamos sobre la intención que tenían

algunos comerciantes de convertirse en jueces, y de otras ocurrencias de

los ricos de Medellín. Cuando llegamos a la altura del Seminario nos

despedimos; Fernando tenía que ir a ayunar, y yo a almorzar. Cruzó la calle

con su cuerpo ágil, y me miró desde el otro lado, con esa mirada de pícaro y

santo, casi eterna. Fue la última vez que lo vi.

Almorcé temprano en casa de Paulina Velásquez; recogí las maletas, los

encargos y mandamos a buscar un carro para que me llevara al aeródromo.

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Subí las maletas y tomamos la vía de la Playa, hacia el campo de aviación de

Guayabal.

Cuando estábamos llegando vi mucha gente que se dirigía hacia el

aeródromo; pregunté al chofer qué pasaba.

—Es que Gardel va a hacer una escala en Medellín... él estuvo aquí hace

tres días, y fue una sensación...

El carro me dejó enfrente del casino de Scadta, pude ver que en el campo

venía el avión con sus tres motores encendidos carreteando hacia el casino.

Bajé las maletas y entré en el cobertizo. Entregué el equipaje y me dirigí a la

barra. Ofrecieron cerveza negra alemana, Oí el ruido de otro avión que

aterrizaba; la gente comenzó a correr hacia la baranda que protege la pista,

el avión se detuvo frente al casino de la Saco, que estaba a unos 100 metros

del nuestro.

Se abrió la portezuela y comenzaron a bajar los pasajeros, sonrientes, En

la portezuela del avión apareció Carlos Gardel. Se quitó el sombrero gris

claro con cinta azul oscura y saludó al público que aplaudía; llevaba un traje

negro, una corbata menta, y en el bolsillo de la chaqueta un pañuelo blanco

de seda. Se dirigió al interior del casino; las gentes gritaban vivas y querían

saludarlo, pero Gardel desapareció dentro del recinto.

—Buenas tardes --me dice con el extraño acento gutural de los alemanes,

el copiloto Harman Furst, con quien había conversado en otros vuelos.

—¿Cómo están hoy las cosas? —le pregunto.

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—Muy molestos con el dueño de la Saco; ha publicado un aviso en el

periódico para humillarnos a Thom y a mí, por habernos quitado a Gardel.

Recordé que durante el último mes las disputas habían sido bastante

agresivas y que en Bogotá, el día que venía para Medellín, los dos pilotos se

insultaron, y se prometieron venganzas que no logré comprender. Pensé que

peleaban por nosotros los pasajeros, pero no estoy seguro. Gardel salió del

cobertizo y levantó un vaso para saludar a los admiradores que continuaban

lanzándole vivas. Tenía el sombrero puesto, apoyada la mano en el hombro

de un amigo. Don Jorge Moreno se me acercó y dijo:

—¡Que envidia! Ah bueno ganarse la vida cantando por el mundo, rodeado

de admiradoras y amigos, y vivir en una sola fiesta como ése.

Vino Hartmann y nos invitó a subir al avión. Al salir del cobertizo había

mucho viento. Subí a la nave y me senté en el puesto detrás del mando, para

ver las maniobras de los pilotos. El asiento es de mimbre, no muy cómodo,

pero “no transmite la vibración de los motores”, me explicó Hartmann una

vez. Don Guillermo Escobar y don Jorge Moreno se sentaron frente a mí; un

míster que no conozco subió con ellos; debe ser otro alemán, se están

adueñando de todo. Vi por la ventana, que el avión de Gardel, también

estaba listo para salir y alcancé a distinguir al jefe de tráfico colgado de la

portezuela diciendo algo a gritos.

Thom y Hartmann aceleran los motores y el avión hace tal estruendo que,

parece, se va a desintegrar; yo no me preocupé, pues Hartmann me dijo que

cada avión tiene decenas de miles de tornillos. La nave se mueve hacia la

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pista unos pocos metros y luego se detiene. Thom y Hartmann hablan en

alemán, o mejor, gritan para poder oírse. Pensé que ese idioma es muy

apropiado para gritar. Mueven clavijas, botones y esperan. Don Guillermo

está rezando en silencio, no quiere que se note que tiene miedo. El cabinero

nos ofrece algodón para los oídos. El avión que conduce a Gardel llega a la

cabecera de la pista y gira hacia la recta. Quiere pasar rasante sobre

nosotros y hacernos dar un susto. Veo venir el avión volando a baja altura y

confío en que pueda elevarse. Thom y Hartmann miran paralizados y

entonces el avión se incrusta en el nuestro. Envueltas en llamas, abrazadas

por la furia insensata de la competencia, las dos naves fueron una. Dentro de

los estuches, crepitaban las guitarras. Con el primer estruendo, salió de la

caja donde se guardaban los perfumes y la gomina de Gardel, un agradable

olor a lavanda. Los sombreros de fieltro ingleses, con sus cintas de seda

china, se encendieron; las cartas y los contratos, que Gardel tenía en un

portafolio de cuero verde, se encogieron sobre sí, y las letras perdieron su

forma y su sentido antes de ser ceniza La caja de discos y la copia de El día

que me quieras, que iban en la bodega con el equipaje, se convirtieron en

serpentinas de fuego amarillas y azules. Su voz se apagó en las llamas y

toda la pulcritud y la elegancia estaba calcinada.

Yo también morí esa tarde.

Todo era confusión: nuestros cuerpos quedaron desparramados por la

pista. Un doctor Montoya trató de hacer las necropsias pero nadie podía

reconocernos, había humo de todos los colores; buscaron las argollas para

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saber quién era quién, pero el calor había fundido el oro; ahora éramos

espectros de carbón. Buscaron entre los rostros carbonizados la sonrisa de

Gardel y encontraron la mía. Comenzaron a tratarme de forma muy especial;

la Paramount mandó una caja metálica para mí. Empezó mi último

peregrinaje; me llevaron por montes, ríos, valles y selvas hasta el puerto de

Buenaventura, de allí en barco a Nueva York y luego a Buenos Aires en la

Argentina.

Ahora estoy aquí en el cementerio de la Chacarita. Me visitan miles de

seres desconocidos. Estoy rodeado de placas y mármoles conmemorativos.

Me llaman con cariño Morocho, Mudo, Zorzal. Entristece mortalmente saber

que hace años, allá en Medellín, mi esposa Margarita le lleva flores, le reza, y

le encomienda nuestros hijos, a ese señor que, a decir de todos los que me

visitan, cada día canta mejor.

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Un perrito color té claro

Adolfo tiene 4 años. Es domingo y sus padres se han levantado con

deseos de salir al parque. El niño duerme aún, la madre no quiere

despertarlo, pues es día de fiesta. El padre lee los diarios, hay silencio y paz

en la suave mañana. La luz entra en diagonales por la ventana del niño, un

rayo de sol toca el fino cabello, un movimiento bajo las mantas y dos ojos

claros se abren, traen al niño de su sueño y lo dejan en la mañana del

domingo.

El desayuno en la cocina avanza; frutas solferinas dispuestas en cascos

sobre platos azules, fragantes tazas de café, la leche cuajada Martona de la

estancia de los abuelos, hojaldres dulces, quesos amarillos, zumo de

pomelo... el niño ríe. Vestidos para el domingo salen de la casa.

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En el parque hay un festival. Los padres se preguntan si habrá algo que

agrade al niño, algo que le haga feliz para verlo reír, para gozar con su gozo.

Avanzan por los jardines mirando las ventas de confites; mentas de colores,

chocolates con forma de animales, de monedas y bastones de azúcar.

Luego, cerca de la fuente, en la glorieta, están las diversiones: la calesita, los

juegos de destreza, el tiro al blanco.

El padre del niño ensaya a lanzar los aros dentro de las botellas; cinco

aros; si pasa uno por el cuello de una botella se la gana. No hay suerte,

tampoco mucho tino... es la verdad. Más allá están los animales domésticos:

gazapos, palomas, gatitos... los cachorros. El niño ve los gazapos, sigue sin

reparar en la jaula de las aves, duda ante los gatos y se precipita al lugar de

los cachorros.

El vendedor de mascotas se complace con la emoción del niño, los padres

le dejan acariciar uno, el niño mira suplicante a su madre, ella mueve la

cabeza, entonces mira a su padre, el padre alza las cejas y mira a la madre.

Marta, la madre, se inclina, toma al perrito color té claro y lo devuelve al

vendedor de mascotas. El niño llora mientras mira el perrito, el cachorro

mira al niño y mueve la cabeza hacia un lado, parpadea, emite un sonido de

cachorra solidaridad y le sigue mirando. Los claros ojos de los cuatro años

de Adolfo están llenos de lágrimas. El padre lo toma y lo eleva por el aire

para consolarlo. Acaballa al niño en sus hombros y se alejan del prado de

los cachorros.

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En una banca del parque, Marta ofrece, a modo de consuelo, un animalito

de chocolate; el niño lo rechaza con enfado. Suspiros como atascos del alma

salen del fondo de su niñez. La mañana sigue su ascenso por el cielo

despejado, en los juegos del parque el niño olvida por momentos al perrito.

Un paseo en coche tirado por caballos.

El olor de los caballos mitiga la congoja del niño. Marta y Adolfito suben a

la carreta; Adolfo —el padre— los despide con un movimiento de coger de la

mano. El ruido de los cascos sobre el asfalto borra la tristeza, el movimiento

de la carreta es una danza que sigue la música de los cuatro cascos.

Calmada la amargura por el perrito, el día caluroso parece culminar su

ascenso. La carreta se detiene a un lado del jardín de los cachorros. Antes

de descender, Adolfito ve entre el tumulto de alegría de los perritos, al de

color té claro.

No dice nada. Sólo un suspiro resignado, y silencio. Al descender el

cochero le entrega al padre, que recibe al niño, una boleta para la rifa de una

mascota. La boleta no tiene costo, es una cortesía. El padre pregunta:

—¿Cómo juega?

—Hay un numerito al respaldo, 023.

La madre se aproxima para escuchar.

—¿Qué ocurre?

—Nada, que nos han obsequiado una boleta para una rifa.

El cochero pregunta el nombre del niño.

—Adolfo Bioy Casares.

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El cochero lo apunta en la contraseña. La familia se aleja hacia los

puestos de comida. Un helado de chocolate con chispas de menta, una

cerveza helada con maní, un zumo de naranja y panecillos. El día se inclina

hacia la tarde, tendidos sobre la grama, una leve siesta cruza el sosiego del

domingo.

El ruido de un megáfono disipa la ensoñación vespertina. Es la hora de la

rifa.

—Los niños que posean boleta para la rifa, por favor acercarse: en unos

momentos se hará el sorteo.

El padre se incorpora, y sin mirar a la madre, toma al niño de la mano y se

dirige hacia el origen del bullicio, del llamado. La madre protesta.

—Pero Adolfo, ¿qué hacés?

Sin contestar, sin mirar atrás, Adolfo se mete entre la gente que está

agolpándose frente a una tarima. El niño pide que lo carguen para poder ver.

Desde la altura de los hombros de su padre y sobre la grama dorada por el

sol azafrán de la tarde, ve los cachorros que juegan, que simulan ataques, se

tumban, y ríen, tocados por la luz enrojecida parecen más hermosos... casi

como recuerdos. Los ojos del niño buscan al perrito. Lo encuentran

distraído del amor, del impulso, de la hermandad de las criaturas que los

une. Otro atasco del alma florece en la altura del padre. Viene el sorteo.

Marta, la madre trata de apartar a sus hombres del lugar, pero nada

consigue. El hombre de las mascotas llama a una niña para que saque de

una bolsa de paño verde el número ganador. La niña pasa de brazo en brazo,

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volando por la tarde. La luz vibra. Sobre la tarima, la mano pequeña busca en

el fondo un papelito, saca varios, le piden que lo vuelva a hacer. Vuelve la

mano a la bolsa y sale de ella con un papelito pegado en los dedos. El

hombre de las mascotas lo toma y lee.

—023... el niño Adolfo Bioy Casares ha ganado un cachorro.

Felicitaciones, puede acercarse y escogerlo.

Los padres se miran un instante y en esa mirada hay un diálogo tenso. El

hombre de las mascotas vuelve a llamar.

—Si se encuentra presente el niño Adolfo Bioy Casares, por favor

acercarse con uno de sus padres.

El niño pregunta: —¿Qué pasa, por qué me llaman?

—Hijo, te has ganado un cachorro.

El padre se abre paso con el niño izado en la altura de sus brazos y lo

aterriza en el prado de los cachorros, el perrito color té claro viene corriendo

hacia el niño. El padre entrega la contraseña al hombre de las mascotas,

Marta observa entre complacida y confusa. Las dos infancias se entregan

una a la otra; son felices en la sagrada verdad de su causa, la de festejar la

vida, la de celebrar florecer. El niño siente el dulce aliento del cachorro, el

perrito siente los aromas del niño. La suave fragancia de la infancia sella el

vínculo y el ánima de los juegos los posee. Los padres que querían gozar

viendo gozar a su hijo, miran, se confunden. El día llega hasta el frente de la

noche y se enciende antes de extinguirse.

Es hora de volver a casa.

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Abrazados padre, niño y cachorro abandonan el parque, la madre los

sigue. En casa un poco de leche tibia para el nuevo habitante de la casa y

una papilla para Adolfito. En la habitación, sobre las mantas sin tender de la

mañana, fundidos en el placer de su hermandad, las dos criaturas son

vencidas por el sueño. Los padres cenan en la cocina, una amarga discusión

borra de un golpe el hermoso día; Adolfo el padre dice:

—Si hacés eso, el niño va a entender que todo es absurdo.

Marta, sin responder, se retira con determinación hacia su alcoba. Al

despertar en la mañana, el niño mira a su alrededor buscando su cachorro.

No lo ve en la habitación, se levanta y va a buscarlo por la casa. Nada. Entra

en la cocina, el padre lee los diarios. Pregunta por su perrito.

—Habla con tu madre.

Adolfito busca a su madre y la encuentra frente al tocador de tres espejos

peinándose. El niño la mira a través de una de las lunas del espejo, le

pregunta si ha visto a su cachorro. Desde otra luna, su madre lo mira y le

dice que debe contarle algo: que no hay ningún cachorro.

—Has dormido mucho y mientras dormías soñabas. Soñabas que íbamos

al parque, que era domingo, que había un festival, que comías un helado de

chocolate con chispas de menta, que había un señor con muchos cachorros.

Soñaste que dabas un paseo en la carreta de los caballos, que por la tarde

rifaban un perrito y soñaste que te habías ganado uno color té claro.

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El niño se apartó de la luna en que hablaba la madre. Y buscó al padre en

la cocina. Mirando el salpicado de la leche dejado por el cachorro en el

suelo. Dijo:

—Hola papá, anoche soñé que íbamos al parque y que me dormía sobre la

hierba y allí soñé otro sueño que si era verdad…

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La doctora Azul

Claudia entró primero. A los nueve meses de estar en análisis me dijo que

el doctor Gasca pensaba que yo también debía psicoanalizarme. Al principio

me resistí, me pareció un atrevimiento, aconsejarme un análisis si no me

conocía. Ella insistió, propuso que ensayara algunos meses, que me

ayudaría a pagarlo. Creí que el tratamiento sería con el doctor Gasca, pero

me explicó que “por ética profesional, un terapeuta no toma jamás una

pareja en análisis”; y agregó, ”eso sólo lo hacen los sicólogos”. Esa

pulcritud de los psicoanalistas mitigó mis dudas y acepté.

Me recomendaron a la doctora Luz, que en el grupo de psicoanalistas era

llamada “doctora Azul” (es una especie de club cuyos socios se envían

pacientes unos a otros, estudian y”controlan” los casos. y se llaman por

seudónimos). La doctora Azul tiene unos 37 años. No es bonita pero hay

algo atractivo en ella. Su voz sugiere permisividad. Su figura tiene algo de

yegua, un aire equino hace pensar más en una hembra que en una terapeuta.

Al comienzo me sentí incómodo: no es fácil hablarle a una mujer de cosas

íntimas; pero cuando me pidió que le contara mis sueños y mis fantasías,

cuando me explicó qué era la asociación libre: —que dijera lo primero que se

me ocurriera respecto a una palabra, o a un nombre, o una imagen—, me

pareció divertido. Sus manifestaciones de complacencia con lo que yo le

contaba me hicieron sentir finalmente cómodo.

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El tema del análisis era mi relación con Claudia, pero la doctora me leyó:

”el psicoanálisis explora los cimientos del ser y sus estructuras y busca

comprender al sujeto en una dimensión más completa; se trataba de

reconstruir la vida, la relación con los padres y los hermanos, los traumas

infantiles…”. Durante las sesiones conté mi vida, empezando por los

recuerdos de infancia. Hablé de los diciembres, cuando elevábamos globos

con mis hermanos y mi padre, de lo que sentía viendo ascender, en la

oscuridad del cielo, el globo de papelillos de colores y el mechero

encendido, envenenado con corchos o trozos de parafina, soltando gotitas

de fuego como visiones instantáneas de joyas perdidas, o fugaces

iluminaciones. Ella parecía divertirse con mis historias pero decía muy poco,

casi nada.

Una noche Claudia me preguntó cuánto tiempo duraban mis sesiones, y

yo le respondí que media hora. “Qué raro, la mías son de 15 minutos, de 20

las más largas”, dijo. Pensé que eran metodologías diferentes, o que tal vez

por estar empezando, mis sesiones eran más largas. Un jueves llegué al

consultorio temprano y me puse a observar la gente que esperaba y salía de

consulta. Los pacientes parecían encarnar dolores profundos. Sentí miedo

de terminar como ellos, me propuse no caer en ese abismo, no entregarme.

La secretaria interrumpió mis pensamientos: “Puede pasar”. La doctora Azul

estaba al lado de la puerta, me saludó con una cortesía prolongada, me

indicó el diván para que me recostara y se sentó en su poltrona. Percibí un

aroma, una fragancia que había conocido en otra mujer, y me dije que una

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terapeuta no debería usar perfumes. Quise decírselo pero no me atreví.

Guardé silencio, traté de comenzar con algo, pero no se me ocurría nada.

Entonces le pregunté que si uno no quería decir nada, qué pasaba. “No pasa

nada”, contestó,”el silencio también es material de análisis”. A los 15

minutos dijo: ”Por hoy, dejemos aquí”.

Me levanté contrariado, pero al despedirme ella sonrió de una manera

dulce y cómplice. Había algo tranquilizador en su “nos vemos el martes”.

Esa noche soñé que estaba en una playa de Tumaco. Tenía 17 años. Era el

fin de la tarde, y al frente de la cabaña donde me alojaba encendían una

hoguera. Me acerqué y vi a una muchacha que salía del agua. Tenía el

cabello cogido en cola de caballo, resplandecía su cuerpo mojado con los

brillos del fuego, era altiva y dueña de sí. De pronto vino caminando, pasó a

mi lado y siguió de largo; fue a sentarse a mis espaldas en un peldaño de la

escala de mi cabaña. Yo sufría porque no podía mirarla; sólo percibía la

fragancia de su perfume, y aunque su aroma y su presencia estaban tan

próximas, no podía mirarla. Sentí que ella estaba allí detrás para mostrarme

algo. Cuando al fin pude mirar atrás, no estaba. Sólo su fragancia. El jueves

le conté el sueño a la doctora Azul. Escribía mientras yo hablaba. “¿Qué

asocia con cola de caballo?”, preguntó. “La cola de una potranca“. “¿Y qué

se le ocurre con detrás de mí?”. “Algo que deseo pero que no alcanzo, algo

que me van a dar y no me han dado”. “¿Qué más?”, insistió. ”Algo húmedo y

fragante en la oscuridad”. “¿Qué se le ocurre con perfume?”. “Que las

terapeutas no deberían usar perfumes”. “Dejemos aquí”. Me levanté, la miré

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extrañado. Ella sonrió suavemente y me ofreció su mano como felicitándome

y despidiéndose. No entendí nada. Además fue la sesión más corta de todas:

14 minutos.

Comenté a Claudia el asunto, pero ella me dijo que mejor no habláramos

de nuestros análisis porque podría resultar perjudicial para la relación o para

la transferencia. El martes siguiente la doctora Azul me saludó con especial

simpatía, me indicó el diván y se sentó en su poltrona detrás de mí. Me pidió

que hablara un poco más de la mujer de mi sueño. Le dije que era una

muchacha por la que había sentido un deseo muy intenso durante un paseo

a Tumaco, y que la había visto en las tardes, cuando volvía del mar, bañarse

con agua de lluvia. La primera vez estaba en traje de baño, y cuando advirtió

que la miraba se desnudó y se puso a lavar su traje; luego con una vasija

grande, sacaba agua de la tina que estaba debajo del alero, a un lado de la

cabaña, y levantando los brazos dejaba caer un una cascada sobre su

cuerpo. El agua brillaba con la luz de la tarde y su desnudez era una ofrenda

fresca para el muchacho testigo de ese privilegio: vi las caderas, el vientre;

los senos eran cántaros erguidos rematados en pezones rosados, duros y

pequeños, como borradores de lápiz; vi su espalda hendida en el centro

mostrando la huella de la especie que se ha erguido; y la senda vertebral,

esa escala espinal, bajaba y se perdía entre las nalgas aglutinadas y firmes,

como las puertas de un templo. Fui feliz en esos instantes. No reparé en su

rostro. Había visto muchos rostros, pero un cuerpo, un cuerpo desnudo y

fresco como un sueño, no había visto. “Dejemos aquí”, dijo

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interrumpiéndome. Me levanté, sorprendido por la interrupción. La doctora

Azul estaba enrojecida. Me miró con intensidad, ofreció su mano cálida y

dijo: ”Nos vemos el jueves”.

El jueves no fui. Sentí una alarma, una leve señal que me decía que algo

malo podía pasarme. El martes regresé. Me senté en la salita y vi otra vez los

rostros de los pacientes, su angustia; quise huir, pero algo como un hábito,

una atadura, me seducía. Entré con temor. Me deslicé en el diván y guardé

silencio. “¿Por qué no viniste el jueves?”, preguntó. “No sé, no me siento

bien. No sé si vuelva”. Entonces de un libro leyó: “La inteligencia de los

seres humanos se mide por la capacidad que tengan para ser felices. La

frustración se produce por falta de valor para hacer lo que deseamos hacer,

ponemos una gran muralla entre nuestras fantasías y nuestros actos.

Debemos liberarnos de la culpa y de los prejuicios que nos imponen

nuestros roles sociales, y decir sí a lo que deseamos decir o hacer”.

Pregunté: “¿Pero está bien hacer cualquier cosa, simplemente porque es un

deseo o una fantasía?”. “Siempre y cuando lo que hagas no cause daño

físico.”. “¿y el daño psicológico?”. “Para eso estamos los terapeutas”,

respondió.

No podía creer lo que estaba oyendo. Le dije que decir eso era muy fácil

pero que ya quería ver una muestra de esa teoría. Entonces dijo: “dejemos

aquí”.

Los días siguientes estuve angustiado, pensé que me estaba convirtiendo

en uno de esos seres atormentados que veía en la sala de espera. La

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siguiente sesión empezó como si nada hubiera pasado. Me pidió que

volviéramos sobre “el sueño de Tumaco”, que describiera otra vez a la

muchacha echándose agua con la vasija. Le aclaré que no era un sueño sino

un recuerdo, algo que había sucedido cuando tenía 17 años. Dijo: ”Háblame

del cuerpo de la muchacha, de los pezones como borradores de lápiz... y del

centro de su espalda como una escala que desciende hacia el templo

aglutinado de las nalgas. El templo donde quieres entrar”. Su voz se había

transformado; un tono grave resonaba en ella. Sentí miedo. Estuve a punto

de levantarme del diván pero no me atreví. Guardé silencio. Oí su respiración

y sentí la fragancia de su perfume. Suspiró detrás de mí y me dijo: “Dejemos

aquí”.

Ese día decidí no volver. No comenté nada a Claudia para evitar

confrontaciones. Pasaron tres semanas y comencé a sentirme libre, como

cuando al despertar de una pesadilla comprobamos con alegría que era sólo

un sueño. La vida volvió a su cauce. Claudia no parecía saber que yo había

abandonado el tratamiento.

Un día ocurrió algo macabro. Estábamos con Claudia en un paseo,

almorzamos tarde sobre el césped cerca de un arroyo, había un guadual y

unos caballos libres pastando en un llano. Habíamos tomado vino y Claudia

estaba contenta. En algún momento, los amigos con quienes paseábamos se

alejaron por un sendero que bordeaba el arroyo. Claudia y yo nos pusimos a

contemplar la tarde recostados en la grama. Luego ella se incorporó y me

invitó a entrar en el guadual. La seguí, llevaba un recipiente plástico en la

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mano. Entró en el guadual y se aproximó a la orilla del arroyo. Comenzó a

desnudarse, diciéndome que quería que la observara; me senté en una

piedra a mirarla mientras ella, desnuda y blanca, se echaba agua con la

vasija plástica. Mientras vertía el agua sobre su cuerpo, oí que balbuceaba

algo. Me acerqué en silencio para escucharla. “Tócame, mira mis pezones

como borradores de lápiz, mira mis caderas, son tu templo; entra en mi

templo, entra en mi templo…”. Los vinos se disiparon, retrocedí aterrado.

¿Cómo podía Claudia decir algo que yo había contado sólo a mi

sicoanalista? Una sombra se instaló en mí, huí del guadual y regresé al

apartamento.

Una hora más tarde llegó Claudia. “¿Qué pasó, por qué te viniste sin decir

nada?”. “No, dime tú, ¿de dónde sacaste eso de entra a mi templo? ¿Quién

te lo dijo?”. Ella me miró sin sorprenderse. ”Es lo que has dicho de esa

primera muchacha, la de los pezones como borradores de lápiz, de su

espalda, de la escala que desciende al templo donde quieres entrar”. Estaba

ebria, me miraba con una risa ebria y cínica. Agregó: ¿”No sabes que yo

también soy terapeuta? ¿No sabes que después de un tiempo de análisis,

podemos empezar a llevar casos? No te lo había dicho, pero hace tres

meses llevo dos casos que me cedió Gasca, y lo hago en su consultorio

durante las horas en que va a clases de tenis. Ahora soy parte del grupo, fui

invitada a las reuniones de control. En ellas se exponen los casos, se habló

de ti… esa que llaman doctora Azul, tu analista”. “¡Qué analista ni qué nada!

grité. Ella continuaba sonriendo, y le increpé: “Conque ahora eres analista.

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¿Y ya superaste lo del apego por mí, la dependencia y todas esas cosas?”.

Suspiró y respondió: “Sí, ya. Gracias a Gasca soy distinta. No dependo de ti

porque ya no te deseo, ahora sólo me deseo a mí misma. Y ya no hacemos

análisis, ahora él me pinta, porque también es pintor, yo soy su modelo. De

esa manera redescubro mi cuerpo y lo siento hermoso. Es parte del proceso

de autodeseo, de la búsqueda de mi liberación. Ya nunca dependeré de

nadie para obtener placer, podré sentirlo con cualquiera, incluso con

personas de mi propio sexo”.

La imaginé desnuda en el diván. Me levanté y la increpé: ¿”Qué clase de

terapeuta es ese Gasca? ¿Tenista, pintor, y usa el diván para desnudar a sus

pacientes?”. Se sirvió un vaso de vino y dijo: “Acaso el diván no es para

desnudar el alma? Si en un diván entregamos la verdad de lo que somos,

¿por qué no podemos entregar el cuerpo?”. “¿Esas cosas te las ha dicho

Gasca?”. “Me las ha dicho él, y yo las he interiorizado, o sea que ahora las

digo yo”. Entonces pronuncié lo que quería fueran mis últimas palabras:

Hasta aquí llegamos. No quiero enloquecer”.

Pensé que debía hablar con la doctora Azul, antes de darle un portazo a

todo. El martes, en la sala de espera, vi otra vez los rostros angustiados de

los analizados y supe que yo, ahora, era uno de ellos. En pocos meses me

había transformado en un penitente, y la serena jovialidad de otros días se

había disipado. Iba a decir lo que tenía que decir, y a salir para siempre de

esa pesadilla. ”Puede seguir“, dijo la secretaria. La doctora Azul, con su

porte equino, se mantuvo al lado de la puerta mientras yo entraba, sus

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palabras, al cerrar, sonaron como una insinuación: “Sabía que vendrías…

recuéstate, ponte cómodo”. “No, ya no volveré a recostarme en ese diván.

Lo que le voy a decir se lo quiero decir mirándola a los ojos”. “No hay

problema. Entonces siéntate aquí”, y me indicó una silla. “¿Por qué estás tan

exaltado, qué te pasa?”. “Pues me pasa que lo más sagrado de mis

recuerdos, lo más íntimo de mi vida, se anda contando por ahí. ¿Cómo se

enteró Claudia del recuerdo de la muchacha de Tumaco? Le advierto que

usted es la única persona a quien se lo he confiado”. “Bueno, tengo que

decirte que no sé cómo pudo ella saber de ese recuerdo”, dijo mirándome a

los ojos, “sólo se lo conté a mi esposo, pues me pareció un recuerdo muy

bello”. “¿Su esposo?”. “Sí, mi esposo también es psicoanalista. Tal vez él lo

mencionó en las sesiones de control de casos, y Claudia lo oyó, tenía

dificultades para pagar el análisis, y el doctor Gasca le cedió algunos casos

para que ella pudiera continuar”. “Según eso, si uno no tiene con que pagar

las clases de aviación, lo mejor es que lo nombren instructor de vuelo,

Claudia dijo que ella había escuchado mi recuerdo en una reunión de control

de casos, que usted lo había contado allí”. Indignada exclamó: “¡No sé cómo

se les ocurre invitar a una principiante a las reuniones de control!”.

Tomó un lápiz, hizo apuntes en una libreta, y enseguida volvió a hablar,

ahora en un tono tranquilizador. “Veo que no apruebas lo que ha pasado

entre Claudia y su psicoanalista, pero es muy frecuente que en el proceso de

la transferencia, el paciente se enamore del analista: yo fui paciente del

doctor Gasca y ahora soy su compañera”. Me miró de manera extraña y

23
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

siguió diciendo: “Me duele lo que estás viviendo. Desde que me hablaste de

los globos que elevaban cuando niños, supe lo que eras. Cuando me

contaste de la muchacha de la cola de caballo, y de su fragancia que estaba

detrás de ti, y luego hablaste de mi perfume, y de algo que te iban a dar,

comprendí que me deseabas. Que yo era ese algo detrás, esa fragancia…”.

Se levantó del asiento, me tomó de la mano y me condujo al diván. ”Yo

voy a ser tu yegua, mi niño”, y alzó su falda y me enseñó sus carnes

equinas, su alta grupa, sus hijares. “Yo quiero ser tu sueño. Ven, entra en mi

templo, entra en mi templo…”. Tomó mi cabeza y la llevó a su pecho

mientras decía: ”Borra tus miedos, borra tu angustia en mis pechos. Abrió

su blusa y brotaron sus senos color melón, con pezones rosados duros y

pequeños, como borradores de lápiz. Se deshizo de la falda, y me invitó a

entrar en su templo. Una lucha, una convulsión telúrica se apoderó de

nosotros, un frenesí atávico nos consumía, un gozo esencial onírico

retrospectivo, una felicidad, una falicidad épica nos gobernaba y terminó con

nuestros cuerpos exhaustos y desnudos, fantaseados sobre el diván. Siguió

un momento de desconcierto, de serenidad sísmica. Algo como la paz que

sigue a las devastaciones. Entonces dijo: ”Por hoy dejemos aquí”.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

La oración de Manuel

Manuel vive en Jericó, su madre está enferma y su padre lo lleva a misa

por un claro camino que desciende de una montaña. Desde la altura del

sendero se ve el pueblo; su plaza cuadrada, sus calles rectas, la cúpula de la

iglesia. El trayecto es largo, deben caminar una hora desde la casa de las

palmas, donde viven, hasta el centro del poblado.

Por el camino oyen el badajo golpeando las campanas y aprietan el paso

para no llegar tarde. Manuel va mirando los cámbulos, las acacias florecidas,

su padre debe tomarlo de la mano para que no se retrase. Más adelante el

padre siente el sudor de Manuel, y le suelta para que no se fatigue; Manuel

se distrae mirando azulejos, silgas, toches, pomarrosas. Oyen un chillido

muy agudo en la altura; buscan en el cielo y ven un águila suspendida en el

aire mirando hacia la tierra. Aletea inmóvil, ulula, emite un hilo de sonido que

lastima; de pronto, el ave rapaz se vuelve flecha y desciende en picada,

parece que se fuera a estrellar contra la tierra. A un metro del suelo frena en

el aire y, con elegancia, como recogiendo algo olvidado, toma de la hierba

una serpiente y la eleva hacia el cielo. La serpiente lucha por soltarse de las

garras del águila; arrancada del suelo y arrastrada hacia el fondo del aire,

muerde al águila luchando por volver a la extensa superficie de la tierra; el

águila vuela mientras golpea con su garfio rapaz la espina dorsal de la

serpiente. Manuel siente terror de lo que ve, se prende a su padre y observa

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

la lucha de las criaturas en el cielo; el padre siente el pánico del niño, lo

abraza y le dice:

—En el ala del ave muere el vuelo.

El niño no entiende, esconde su rostro entre las ropas de su padre,

mientras la lucha se va con volando por el cielo. Los caminantes siguen su

senda hacia la catedral de Jericó. El pueblo está vestido con el esplendor

dominical. Los vecinos y campesinos acostumbrados a verse en trajes de

faena, no se reconocen a causa de su fugaz elegancia: las altas flores sobre

los cabellos recogidos de las damas, las primeras sombras en los ojos de

las muchachas, los bien planchados sacos de los hombres, hacen que por

unas pocas horas, todas las mañanas del domingo, sea ocasión para jugar a

ser otros, para soñar con una belleza que sus vidas no tienen. Entran en la

plaza y las familias se reúnen esperando los últimos toques de campana;

Manuel se detiene ante la ruleta donde unos hombres juegan.

—León, mariposa, indio, águila, palmera, mujer, diamante, príncipe,

serpiente: ¡hagan sus apuestas señores!

La rueda gira y las figuras se deforman en el vértigo de la suerte. Los

campesinos se acercan a una tela de hule, donde están pintadas dentro de

unos rectángulos las imágenes de la rueda.

—Serpiente, princesa, diamante... ¡hagan sus apuestas! El padre de

Manuel observa con escepticismo; Manuel mira las imágenes de la rueda

que comienzan a detenerse y a recuperar sus formas.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—¡Señores no va más…! —dice el dueño de la ruleta y pone sobre la tela

de las apuestas una vara de naranjo.

La rueda se va a detener en el águila pero un impulso final,

incomprensible, la hace seguir hasta la serpiente. Algunos campesinos

protestan y el ruidoso señor de la ruleta recoge el dinero, paga a un

muchacho que había apostado una moneda a la serpiente. Suenan las

campanas de la iglesia, los feligreses abandonan la plaza y se dirigen al

recinto del templo.

Manuel y su padre se sientan, la gente se acomoda en las largas bancas

de cedro, huele a agua de florida de Murray y Lanman, que usan los señores,

y a Pachulí, el perfume que gusta a las señoras. Manuel mira los ires y

venires del sacerdote, el diácono y los monaguillos; observa sus atuendos

impecables, los solemnes movimientos, mira entre las filas del frente y juega

a ver, fila por fila, a todos. Cuando termina de mirar a las personas de las

filas del frente sigue con las de atrás; de pronto, entre la galería de rostros

aparece el de una muchacha, como una fruta fresca olvidada, una dádiva, y

la luz de esos ojos nuevos y la piel pomarrosa lo hacen sentir algo naciente

que jamás había sentido, algo igual a la emoción de un columpio de vuelo, al

susto y al placer de un milagro; los ojos nuevos bajo las pobladas cejas, la

sonrisa reciente, la tersa ingenuidad de dos asombros.

--Manuel, no mire para atrás… es mala educación.

La iglesia era silencio, sólo se oía a lo lejos el murmullo del sermón.

Pensó en su madre enferma, en la lucha del águila y la serpiente, recordó la

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

rueda de la ruleta girando, el rostro nuevo de la niña como un esplendor

entre las sombras. Y comenzó su oración:

—Señor del cielo y de las cometas, del aire y de las luces, señor de los

peces del río, de los nidos, señor de los juegos de todos los hermanos, y de

la rueda que hace sufrir a los que apuestan, señor de las naranjas y de los

caballos, señor, haga que la mamá se alivie y que el águila suelte a la

serpiente, señor de la lluvia quiero que la rueda de la suerte nunca pare, para

que nunca pase nada malo… señor, que nadie gane ni pierda y que mi padre

se duerma en esta misa para seguir mirando esa muchacha.

En el púlpito, el sacerdote dice:

—Señor... ayudadnos a no temerle, nos has enseñado que morir es toldar

en tierra amiga...

Manuel mira a su padre y nota que esta adormilado, o tal vez orando

suave, elevado y profundo. Buscó atrás a la muchacha, la pomita de las

cejas felices... Ya no estaba... Manuel miró al altísimo techo de la catedral y a

sus ojos regresa una imagen pintada sobre la mampostería de la bóveda:

son dos manos que, se acaban de soltar, o se buscan para tomarse.

Pensó si será verdad que Dios existe, y siente miedo de haber pensado si

será verdad que Dios existe; pensó si la suerte es Dios, o si la suerte es la

suerte, si sus oraciones serán oídas por alguien, o si será él el único que las

oye, y se promete orar para que no sea así, orar para que Dios exista. Se

pregunta si será que la muerte es sólo silencio, y si en vez de morir, no sería

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

mejor que algo nos apagara las voces y ser silencio, y seguir mirando la

belleza.

El padre de Manuel abre sus ojos y se incorpora, toma a su hijo del brazo,

comienzan a caminar por el gran corredor central de la iglesia; salen del

templo. Manuel busca entre el tumulto el rostro, el esplendor de esa

muchacha, pero nada.

Después de ir a la farmacia, retoman el camino de la montaña para volver

a casa. Suben por el sendero, el sol radiaba la mañana. En silencio, padre e

hijo, con el espíritu sosegado, caminan bajo los árboles. Llegan al lado de

una quebrada que murmura y se detienen para descansar; El niño toma un

poco de agua con la mano; está fresca, siente deseos de buscar guayabas y

se aleja un poco del sendero; de pronto ve algo sobre la hojarasca, siente un

agónico movimiento entre el matorral y se asusta. De un grito llama a su

padre.

Viene el padre presuroso para ver qué ha ocurrido; sobre las hojas del

bosque están el águila y la serpiente, ya no del aire una, ni de la tierra otra, si

no de la muerte ambas. Asida la serpiente por la garra y anudada en las

plumas de las alas.

El padre alza al niño y lo aleja de la escena.

Ya en el camino, Manuel pregunta: —Papá, ¿qué pasó?...

—Ninguna quiso ceder, ninguna se dio por vencida. Prefirieron morir,

antes que ceder.

—Papá, tengo miedo.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

En silencio siguieron caminando y ya no volvieron a hablar. Al llegar al

portillo de la finca, aromas de leña, sobre el tejado de la casa humo azul. Una

dicha veloz como de suerte apaciguó las almas de Manuel y de su padre.

Manuel corrió a ver a su madre, entró a la gran cocina y allí estaba, sonriente

de ver la felicidad que producía en su hijo la sola noticia de su presencia.

Después de un abrazo salvador, Manuel preguntó:

—Mamá, ¿Dios existe?

Luego de unos instantes la madre respondió susurrando:

—Sí, hijo, si existe, sólo que ya no alcanza para todos. Existe a veces,

cada vez menos. No lo digas a nadie, es nuestro secreto.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

e–mails de Cielo

Hola todos.

Al fin aquí, en la tierra que tanto he soñado, el vuelo fue bueno, pero sentí

pánico; sobre todo al despegar, y en las turbulencias: Me siento frágil,

pienso que volar para nosotros los humanos es algo tan ajeno. No hay nada

de que nos haya dotado la naturaleza que sugiera que podemos volar, tal vez

por ello fuimos compensados con la imaginación y con los sueños, pero en

nuestros cuerpos no hay nada diseñado para volar. Entonces durante el

vuelo pensé que si la naturaleza nos dijo, al construirnos así, que no éramos

para el aire y que el aire estaba destinado a las aves y a los insectos, volar

siempre será peligroso para nosotros.

Bueno, este lugar es vertiginoso, hay un frenesí, una suma infinita de

aceleradores hay algo atractivo en esa voluntad suprema que hace la

música, el estruendo de la energía humana marchando hacia sus ansias, me

siento un poco minúscula en medio de tantas y tan extrañas personas, pero

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

así lleve sólo unas horas aquí, puedo decirles que Nueva York está entrando

en mí.

Holas,

Hoy conocí la ciudad desde arriba, fui a las Torres Gemelas, al fin pude

mirar hacia abajo, aquí todo el tiempo he mirado hacia arriba. Cuando estuve

en la terraza ¡que vértigo! y que belleza: pude ver el mar, el río Hudson, el

gran bosque de edificios de la isla de Manhatan, oí el rumor sordo de la

inconmensurable actividad y el frenesí de la gente que vive en esta ciudad.

Aviones, barcos y mínimas bacterias de colores moviéndose allá abajo; los

automóviles. Este es el faro del mundo, cuando existan viajes

interplanetarios y los viajeros siderales se aproximen a la tierra, habrá aquí

una luz para que los capitanes sepan que están llegando, que pueden

aproximarse al mejor puerto de su travesía. Como decía mi abuelo:”la vista

desde aquí es formidable”.

Holas y vientos,

Les tengo una noticia mala y otra peor, la mala es que reprobé la admisión

para estudiar literatura que era lo que yo quería, y la peor es que para

quedarme y no perder la visa de estudiante entré a la escuela de auxiliares

de vuelo, nada que ver lo uno con lo otro, pero así fueron las cosas. El

próximo semestre aplicaré otra vez a literatura. Es irónico que para

quedarme vaya a estudiar para volar, si sólo he volado una vez, y sentí

mucho miedo; sobre todo al despegar, al dejar la tierra, y sentir cómo ese

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

edificio acostado se elevaba rugiendo, recuerdo que durante el vuelo pensé

que ser azafata sería lo último que haría, me parecían tan bonitas, tan

elegantes y bien peinadas, pensé que yo no podría hacer ese trabajo, pues el

miedo no me permitiría pensar, ni servir, ni mantener esa elegante calma que

las hace parecer distantes y seguras. Bueno, ahora voy camino de esa gentil

manera de ser enigmática.

Queridos todos:

Mañana me presento a examen en ”American”. Espero que mis miedos no

sean detectados por el examen de aptitud. Yo sigo pensando que la

naturaleza, la evolución nos diseñó terrestres y que sólo volamos cuando

soñamos o cuando imaginamos. Sigo diciéndome que si es una máquina la

que vuela, eso tarde o temprano se dañará; y si se daña en el aire, a tierra

con todos. Sé que las estadísticas dicen que es el medio de transporte más

seguro, pero no es lo mismo vararse en la carretera que vararse en el cielo.

Hola Famili.

Fui admitida como auxiliar en tierra. No sé si las psicólogas detectaron mi

miedo a volar; al presentarme había vacantes en tierra y aire, y el examen era

el mismo. Cuando supe que no iba a volar, en vez de alegrarme me sentí

deprimida; pensé que había ganado un premio de consolación, que había

perdido:”labores de embarque y apoyo a pasajeros en conexiones”, dice mi

contrato temporal de trabajo. El mundo en que estoy es un mundo de

técnicos, personas acostumbradas a un riguroso entrenamiento, donde la

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

cordialidad y el afecto también son parte del entrenamiento, aquí las

sonrisas obedecen a guiones preestablecidos, todo debe parecer preciso y

perfectamente coordinado; una respuesta para cualquier pregunta, nada al

azar, ninguna duda sin resolver. Pocas y cordiales palabras, ninguna

conversación y menos aún, relaciones con pasajeros. ”Cordialidad y

distancia, cortesía y sobriedad, interés con seriedad”, máximas del manual

de interacción con los clientes. Todo para alentar a volar sin temor, para

crear una atmósfera de tranquilidad y confianza entre los clientes. La fría y

lacónica comunicación que establecemos los tripulantes con los pasajeros,

obedece a una calculada forma de ”construir un ambiente de seguridad”.

Queridos y extrañados:

Conocí un muchacho muy atractivo, es alto, tiene cejas pobladas como las

que le gustan a mamá, creo que es turco o algo así. Hablamos en inglés

porque él ni pío de español, y yo ni pío de eso que habla: árabe. Me dijo que

está estudiando aviación y que presiente que será feliz volando. Tiene una

mirada blanda y buena, y me habla como susurrando, como cuando uno le

dice a alguien que lo quiere. Me parece tierno, un poco ingenuo pero se ve

que es una buena persona. Sólo hemos salido dos veces y me siento

cómoda con él, aunque a veces es muy trascendental. Lo que más me gusta

son sus ojos árabes y que es peludito como un osito. Es muy respetuoso y

muy formal, tal vez demasiado para mi gusto. Ahora que vivo entre tanto

protocolo a veces me hace falta un poco de informalidad. Ah! se me olvidaba

se llama Al Maijil. Bueno, vamos a ver que pasa.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Queridos míos.

Por acá todo bien. Ayer me enteré de que seré enviada a entrenamiento

para auxiliar de vuelo; o sea que voy a ser azafata. Son tres semanas de

entrenamiento en un simulador; tengo que aprender a abrir y cerrar las

puertas, a manejar el equipo de comunicación, a manipular y “usar en caso

de emergencia” los equipos de seguridad del avión, a operar la cocina y su

dotación, debo memorizar varias instrucciones que hay que decir a los

pasajeros antes y durante los vuelos; en fin, vamos a ver; si apruebo el

curso, me asignarán a un avión de una ruta nacional. ¿Será que me veré así

de linda y de distante, como yo las veía cuando venía para acá?

Queridos–idas

¡Voy a volar¡ Aprobé el curso, me trasladan a Boston, porque allí será

nuestra base. El turco se puso más feliz que yo cuando le conté, parecía

niño saltando de la dicha. ¿Será que está enamorado? Yo no, todavía.

Bueno, ahora tengo que empacar para el trasteo, me da guayabo dejar a

Nueva York, es tan verdadera, tiene tanta personalidad; de Nueva York si sé

que estoy enamorada, y ahora tengo que dejarla. Desde ahora será amor de

lejos, pero no perderé oportunidad para venir a verla. Y cuando vengan a

visitarme prometo que se las presentaré.

Mis Amadisisisiiimos

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

¡Ya estoy volando! Me siento feliz, es mucho trabajo pero volar ya no me

asusta, estoy pensando que lo de la naturaleza y el diseño del hombre, no

son más que intentos de justificación a mi miedo a volar. La ruta es Boston

Los Ángeles; atravesamos el país, de costa a costa. Ser azafata es

fascinante; es sentirse un ser de las alturas, ser parte de esa poderosa forma

de ir y de venir, de traficar la vida y la belleza, esa premura del mundo que

son los aviones y los aeropuertos, me fascina, cuando nuestra nave está en

el aire es como un barco de velas acostadas, somos los gigantes creadores

del viento, como dice mi “novio”. ¡Ah!, se me olvidaba decirles que el

turquito me pidió el cuadre, “con intenciones serias”. Yo le dije que nos

conociéramos más, todavía no conozco casi nada sobre él. Lo único que sé

es que es religioso, de esa religión de los árabes y que entre los libros de

aviación siempre lleva el Corán.

Holas y nubes.

Estoy bien, quiero contarles un poco de mi trabajo: Todo es muy aprisa; la

tripulación del avión es como una familia que atiende una casa que vuela;

somos muchachas y mujeres diligentes que en la penumbra de la

madrugada sabemos maquillarnos a ciegas, en el camino a los aeropuertos,

porque no hay otro tiempo para hacerlo. El turco me escribió; les

traduzco:”Tripulantes del aire, sus selectas bellezas, sus cuellos desnudos,

altos, tranquilizadores, el porte y la elegancia de sus uniformes, su diligente

movimiento por los corredores, ofreciendo almohaditas y mantas de dulce

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

abrigo para el sueño de los pasajeros, ¿cuando una almohadita para mi

sueño?”. Será que le digo que sí? Creo que si me dice algo más lindo caeré.

Trabajo jornadas de doce horas, apenas si tenemos tiempo para dormir y ya

estamos otra vez volando; ahora volar me parece de lo más natural. Me

fascina pero a veces extraño la quietud de la tierra. La semana pasada

estuve haciendo reemplazos en otras rutas y era extraño despertar y no

saber en qué lugar, ni con qué destino, y tener que preguntar a la

compañera: ¿hoy para dónde vamos?. Los hoteles quedan cerca de los

aeropuertos, se oye el rumor de los aviones que llegan y salen, y las noches

se arrullan con el estruendo lejano de las naves. Los capitanes vestidos de

luto y oro coquetean y nos miran; saben que somos imposibles, que

nuestros sueños no son sus sueños. A veces durante el trabajo debemos

entrar en las cabinas de mando; entonces aprovecho para ver el mundo

desde las alturas; es como ver una pintura; las costas coronadas de

espuma, ríos como líneas de plata, valles y llanuras donde la vida se

amontona en esquinas cuadriculadas y desde donde faros celestes señalan

la noticia de una ciudad. Hay una distancia formidable que permite ver el mar

como un sueño verde–azul surcado por mínimas estelas trasatlánticas, esa

fugaz y única manera de ver la tierra como la ven los dioses es lo mejor de

este oficio. A veces, en medio de la tormenta del cielo todo es confusión:

rayos, vientos y lluvias horizontales mueven la nave, en ocasiones se pierde

contacto con la tierra y entramos en un suspenso terrible hasta que, se oye

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

al fin, una feliz, una cálida voz humana que nos confirma donde estamos y

nos vuelve a la vida en medio de la oscuridad y la tormenta.

Hola preciosos,

Ya regresé a Boston, el turco me pide que le acompañe a Nueva York en

mi día de descanso. Estoy loca de ganas de decirle que sí, pero es que no

sé, él tiene algo como extraño que no logro desentrañar. Tal vez el viaje sirva

para saber algo, para develar su misterio. Espero que en la temporada baja

que empieza en septiembre me puedan visitar. Vayan haciéndose a la idea.

Hola Mamá

Creo que ahora sí sé lo que es volar; siento que estoy enamorada, Al Maijil

me ha mostrado todo lo que soy para él. Me escribió algo tan bonito:

“Princesa del aire, suave presencia de la altura, vecina del sol, de las

estrellas, el Dios de todos los amores me lleva. Conduce tu fragancia hasta

él y que delicadas manos de nube aten con hilos invisibles el amor que nos

consume. Ofrendaremos este aliento mayor cuando en las magníficas alas

ardan por siempre las antorchas de la victoria. Serás en el Islam una flor en

el cielo y yo, tu guardián ardiendo”. Como puedes ver, es piloto y poeta,

aunque seamos tan distintos el amor nos hace parecernos, me habla de

matrimonio, es muy educado, siempre me toma de la mano con mucha

dulzura y me explica que el espíritu es superior al cuerpo y que por ello sólo

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

seré suya ante Dios. Yo quisiera que fuera antes porque está rebueno mi

osito. Mami ya hablé lo de la reserva, las tarifas más bajas son en septiembre

y octubre. La segunda semana de septiembre hay una promoción ya te

avisaré.

Holas y aires

Ayer hicimos las reservas: viajan el 12 de septiembre, el 11 hago la ruta

Boston los Ángeles, El turco es terco y quiere volar conmigo, dice que no va

a desperdiciar ni un minuto de mis horas libres, cada vez se pone más

trascendental. A veces habla como si el mundo se fuera a acabar. Hoy

durante la comida me dijo que la prueba de que el espíritu es más poderoso

que la materia es que ”es el aire el que hace al fuego. Y recuerda que es el

aire, quien sostiene las naves en el cielo”. Según él, el aire es como el

espíritu. “Vivimos presurizados en aires ajenos, cuando podamos respirar

nuestro propio aire, seremos libres, viviremos a nuestro aire”. Todo lo que

dice es tan bonito, yo a veces no entiendo pero creo que tiene razón.

Bueno Papitos, ya está todo listo: no se me enreden, ni se me vayan a

perder. Mis compañeras de la aerolínea les van a ayudar. El turco

trascendental les manda a decir que soy “la novia del aire que Dios estará

con y en nosotros con ustedes”. Los quiero mucho. Nos vemos en las

torres, espero que las encuentren; sólo tienen que mirar hacia el cielo.

Señores Padres de Cielo Torres:

Los mártires están bajo el ala de Alá, vuestra hija os ama, Alá, os ama,

Osama os ama.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Una sopa para Marilyn

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Desde la altura de crucero que nos lleva de Bogotá hasta Buenos Aires

las ciudades y las aldeas dan la sensación de ser lugares apacibles;

ignorar sus nombres hace creer que esas luces anónimas son la

confirmación del progreso y la buena ventura de los habitantes de esta

geografía.

A mi lado viaja una enóloga chilena asesora de una compañía de

ultramarinos que pretende exportar vinos a Colombia.

Se inclina sobre mí para poder mirar por la ventanilla, y pregunta:

: —¿ esa ciudad , cómo se llama?

—Es Cali, la tercera ciudad más poblada del país. La fundó hace 470

años don Sebastián de Belalcázar quién fue condenado a muerte por sus

crímenes durante la conquista. Cuentan que antes de que lo ejecutaran se

murió de rabia. Está recostada a los Farallones, unas montañas de cuatro

mil metros de altura. Desde allí se extiende hasta el río Cauca, y en ella

viven todas las razas colombianas y sus posibles combinaciones; siempre

ha sido una ciudad de inmigrantes y desplazados. Es la ciudad más

violenta del mundo.

Pero en ella también hay árboles mágicos, que al ser tocados por la luz

de la tarde producen fulgores, frescas ondulaciones y alivios; el viento

hace que se agiten los ramales, las faldas y los espíritus; hay un

estremecimiento de dicha, todo parece una fiesta, una entrega suave, libre,

un sereno desparpajo gobierna las tardes y las noches, y nos hace sentir

que es mejor no pensar. Entonces llevados por el clima, la gente prefiere

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

bailar, o salir a los parques, o al frente de sus casas, para sentir esa

embriaguez, esa desobligada sensación de ser felices sin serlo. Tal vez allí

está el secreto: Hay ciudades donde uno vive por lo que pasa en ellas, o

por la gente y las cosas que hacen quienes en ellas viven, pero en Cali uno

vive porque es fácil, porque ella es, a pesar de ella, cálida y fresca, negra y

blanca, de todos y de nadie.

El avión continúa penetrando la noche. Desde la altura Cali rebrilla en

tonos amarillos y naranjas, a leguas siento su aroma. La chilena me mira

con incredulidad. Entonces digo:

—Como dicen las mujeres que venden chontaduro en sus calles:

“Dejemos así, porque si le digo la verdad le miento”.

—Y usted, ¿a qué va a Chile? —pregunta la mujer.

—No voy a Chile, voy a Buenos Aires a pedir un certificado para a un

cuadro del maestro Andy Warhol.

—¿ Es galerista?

--No, soy avaluador de obras de arte, y tengo bajo mi responsabilidad el

avalúo de obras de arte confiscadas. Es un oficio complejo porque a los

mafiosos les vendieron muchas obras falsas, y muchas originales. Hay que

determinar la originalidad para poder extinguir el dominio y luego

venderlas. ¿Se imagina el Estado vendiendo obras de arte falsificadas?

—¿Y por qué va a Buenos Aires a certificar la autenticidad de ese

cuadro, si el autor es norteamericano?

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Porque el comerciante que compró el cuadro, lo adquirió en una

galería de Buenos Aires; debo hablar con ellos sobre las condiciones y la

fecha de ese negocio, establecer los tipos de certificación que usan y si es

posible obtener una. Las pinturas tienen un pasado, como las personas, a

veces insólito. Mi trabajo es conocer la historia de esas obras de arte. La

historia de este cuadro es una de las más extrañas con que me haya

topado. Todo comenzó en Nueva York en 1960: Andy Warhol, un publicista

de revistas de moda, hacía un experimento desde el diseño publicitario

hacia el arte, buscando reconocimiento y sobretodo dinero; trataba de ser

un artista. Se impuso el reto de volver arte lo que no era arte. La idea era

hacer de los ídolos de los consumidores, íconos, símbolos de la sociedad,

construir nuevos dioses, y darles una dimensión universal. Fue entonces

cuando empezó a usar fotografías de las estrellas del cine y de la música y

realizó con esas fotografías abstracciones a base de colores planos y

vistosos. El resultado de esa experimentación fueron los famosos cuadros

Las dos Marilyns y Elvis triple. En 1964 trabajó en una serigrafía sobre

lienzo de 1 metro por 1 metro a la que llamó Marilyn. La obra tuvo mucho

éxito, fue adquirida por un coleccionista de Zurich. El aparente suicidio de

Marilyn Monroe disparó la fama de esas serigrafías y también su precio. La

gente comenzó a imaginar que el trabajo de Andy decía cosas, hacía ver de

otra manera lo que era sólo una fotografía intervenida con color. El mito y

los sentimientos hacia Marilyn, hacían sentir a la gente, y suponían que

esos sentimientos eran logro de la obra de Warhol. El comprador de esa

43
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

serigrafía le pidió al artista que le escribiera una nota al respaldo, para que

fuera única. Warhol, escribió: “Comprar es más americano que pensar”.

Luego ese cuadro desapareció. Parece ser que un coleccionista de Buenos

Aires lo adquirió: era un nazi que se refugió en Argentina, y cuando

comenzó la persecución a los nazis en ese país, lo puso en venta con la

condición de que el negocio fuera en efectivo y la galería no diera el

nombre de su propietario. Pero vender obras de arte en esas condiciones,

es muy difícil; parece que la obra estuvo en el catálogo de venta de la

galería mucho tiempo. Nadie quería comprar un cuadro sin pasado y en

efectivo. Entonces apareció un comerciante de arte de Cali, de apellido

Mínguez. Dijo que tenía un cliente para comprar originales y que lo único

que pedía era que no se conociera su nombre, que sólo compraría si le

aceptaban efectivo en billetes de baja denominación. El galerista no podía

creer que el comprador pusiera las mismas condiciones que el vendedor

había puesto para vender la Marilyn. Entonces el cuadro fue a parar a Cali,

sin remite, ni destinatario, sin historia, sin pasado; una obra de arte

fantasma.

—¿Qué les sirvo? —preguntó la azafata.

—Carne blanca y agua —respondió la enóloga.

Yo pedí carne roja y vino tinto. Pregunté porqué no pedía vino y me dijo

que lo que daban en los aviones no se le podía llamar vino.

—Llevo muchos años educando mi paladar para hacerle pasar malos

ratos. Pero siga con su historia, es muy interesante.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Bueno, el señor Mínguez adquirió el cuadro y le pidió al galerista que

le expidiera un documento de venta por una litografía sobre lienzo, con un

valor comercial de 40 dólares. Parece ser que temía que no se lo dejaran

sacar del país. O que al ingresar a Colombia, se lo confiscara la aduana.

Sabemos que el 27 de julio del 1987 el señor Mínguez entra a Colombia

procedente de Buenos Aires y suponemos que con él llegó la Marilyn de

Warhol. Siete años después, en un allanamiento de la policía judicial a un

abogado defensor de testaferros, encontramos una colección de arte y un

cuadernito verde donde aparecían los nombres de las obras, su valor y su

dueño. Pudimos establecer la autenticidad de algunas de esas obras, pero

no el nombre de sus propietarios, pues todos aparecían con seudónimos:

Cachaza, Cólico, Besoe´negra, Moñosucio, Tonelada. Había una lista de

procedencia de las obras y también allí los nombres eran seudónimos: la

Marilyn de Andy Warhol tenía como propietario a Mataburro y como

proveedor, o vendedor, a El Enmaletado. Cuando leí ese apodo recordé la

historia de un personaje de la ciudad que vive de vender obras de artistas,

serigrafías y litografías y que es un bohemio, un habitante de la noche.

Sabía que deambulaba por el café de Los turcos, un lugar donde se reúnen

los sobrevivientes de una generación de intelectuales y bohemios

decadentes de la ciudad. Le dicen El Enmaletado porque en alguna

oportunidad el periódico publicó una noticia escabrosa: habían encontrado

en un autobús de servicio nacional, una maleta con un hombre

despedazado adentro. Habían establecido su identidad y el sujeto se

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

llamaba Jorge Azcárate. Los allegados al personaje se lamentaron del

hecho y se preguntaban porqué su amigo habría tenido ese destino. En

nuestro país tenemos la tendencia a justificar todos los crímenes y además

a resolverlos a favor de los criminales; vivimos en una cultura de la

purificación del crimen. Los mismos amigos empezaron a decir: “si lo

mataron, algo debía”, “andaba en cosas raras”, y todo tipo de razones que

justificaban su muerte. Un buen día, tres meses después, apareció el señor

Azcárate por el café de Los Turcos sonriente, resucitado, sus miembros

reagrupados y en perfecto estado de salud. Aquellos que ya habían

aceptado los trágicos hechos, y que habían absuelto a los asesinos, se

levantaron de las mesas aterrados y lo abrazaron. Desde ese día lo llaman

El Enmaletado. Azcárate es un hombre de baja estatura; una mezcla de

ternura y rudeza, de fragilidad y determinación definen su aspecto. Imita la

forma de hablar de los malevos para tratar de protegerse, de ser respetado,

y cómo vive en cualquier lugar, a veces en la calle, usa su leyenda para

apartar a los malandros. Pero cuando está con los artistas se vuelve digno

y no acepta que se hable de El Enmaletado, se convierte en un ser risueño

de ojos pacíficos y humor acidulce. Lo busqué varias semanas pero no lo

encontraba. Al café de Los turcos no iba desde hacía dos meses y sus

contertulios decían que estaba en Bogotá. Finalmente alguien me dijo que

lo habían visto por Bellas Tardes, es el sobrenombre de Bellas Artes, el

conservatorio de música. “Venga a la hora del viento”, me dijo uno de los

poetas en un café frente al Conversatorio de bellas tardes. La verdad es

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

que en Cali las cosas suceden por la tarde: la gente vive en un plácido

duermevela. Son tan distraídos que cualquiera que desee hacer algo, lo

consigue sin mayor esfuerzo. Un día a alguien se le ocurre decir que es

pintor y ya es pintor, o se le antoja decir que es psicoanalista y empieza a

ejercer el psicoanálisis; otro declara que es director de cine, y es director

de cine, publicista, alcalde, medio ambientalista o escritor. Tan distraídos

y adormilados viven que cuando los roban, lo único que atinan a decir es

“se perdió esa plata”. Cómo es tan fácil tener éxito, Cali se ha llenado de

alimañas, de rebuscadores, y de impostores. Si alguien es vanidoso y

necesita aplauso fácil, lo mejor es que se vaya para Cali. La vida comienza

por la tarde cuando el calor cede y la brisa fresca y fragante baja de los

Farallones. Entonces se despabilan y se animan a salir. Una de esas tardes

caminaba por el norte y en una esquina, al otro lado de la calle lo vi. Iba a

pasos cortos, resignados, un poco inclinado hacia el tubo en el que llevaba

las litografías, el escaso cabello atado en una apretada colita de caballo. Lo

seguí, lo alcancé en la cuadra siguiente y cuando le saludé, me dijo:

—No es sano para mi reputación que me vean con la autoridad.

Yo me reí. Él, sin detenerse, dijo:

—Si quiere hablar conmigo veámonos en San Nicolás, mañana a las dos,

en el restaurante de Lalo. Y cruzó la calle para no darme tiempo a replicar.

Al día siguiente a las dos entré al restaurante, un lugar que sirve comida

casera a los obreros de las más de cien litografías que funcionan en el

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

vecindario. Azcárate estaba en el fondo, de cara a la puerta, terminando de

almorzar.

—Llegó a la mejor hora, la de la cuenta —dijo.

Había pocas personas en el recinto.

—Como decía Frank Sinatra: ¿de qué se trata? —preguntó.

—Quiero que me cuente la historia de la Marilyn de Andy Warhol.

—¿Y qué puedo ganar contando esa historia…? ¿Tal vez una muerte

prematura? –Hicimos un trato: yo le entregaría un par de obras sin valor,

de las que se queman porque son falsificadas y él me contaría la historia.

—¿Puedo retirar? —preguntó una azafata de sonrisa rubia—. ¿Les dejó

café?

—¿Dónde vamos?

—Sobrevolamos Perú.

El avión se desliza en el aire, se ven mullidas y silenciosas nubes. Abajo

entre gasas blancas duermen los Andes.

—¿Y que pasó?

—La historia es la siguiente: según lo que narraron el Enmaletado, un

carpintero y un galerista, pude saber que Mínguez entregó su encargo a un

pintoresco hombre, dedicado a la exportación de pulpa de frutas, un tal

Toche. Este señor lo llevó a la casa de su madre que vive en el barrio

Bretaña y le encargó que enmarcara en la carpintería de un vecino. La

madre del Toche así lo hizo, y el primer lugar donde estuvo la Marilyn de

Warhol expuesta, fue en esa carpintería. Ocurrió que al tal Toche le

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

cortaron las alas y fue a parar a una pequeña jaula de La Florida, en

Estados Unidos. Su captura produjo conmoción en la familia y olvidaron a

la Marilyn. El carpintero fue muchas veces hasta la casa de la mamá del

Toche, para entregar la obra enmarcada, pero ella siempre estaba rezando.

Hasta que un día le dijo: “Quédese con ese cuadro y páguese con él la

enmarcación. Ahora aquí no hay ni un peso, todo lo que quedó es para los

abogados”. El carpintero dijo que él no quería encartarse con ese cuadro

tan malo, que no tenía ninguna utilidad y que además en la carpintería

había un afiche de Marilyn, pero un afiche de verdad, donde ella se veía tal

como era, no ese matachín de colores que le habían llevado. La señora

lloró y contó las penurias que vivía y el carpintero se regresó con la Marilyn

de Warhol y la dejó en el suelo, recostada en un rincón de la carpintería, la

imagen contra la pared para no verla, para no sentirse estafado. Pasaron

muchos meses y un día decidió sacar algunas cosas; encargos olvidados o

reparaciones no pagadas, para la venta. Las exhibió al frente del taller: eran

una mecedora, una mesa de noche, un estante para libros, un cofre de

cedro, un pedestal para la Biblia y la Marilyn Todos los objetos tenían un

rótulo que decía “Se vende”, y el precio. A la Marilyn le puso el precio que

había cobrado por la enmarcación: $40.000, unos 15 dólares de la época;

quería mostrarle a la familia del Toche, que sólo pretendía recuperar lo que

le correspondía por su trabajo. En una semana se vendieron todos los

objetos, menos el pedestal para la Biblia y la Marilyn A la semana siguiente

se vendió el pedestal. Cuando la Marilyn se quedó sola en el andén frente

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

al taller, los niños se arrimaban a decirle al carpintero que ese cuadro lo

podían pintar ellos mucho mejor. Lo más triste para el carpintero era que

en cuatro semanas que había estado expuesta, nadie había preguntado, ni

había ofrecido nada. Una noche el carpintero cerró tarde y olvidó entrar a

Marilyn; al día siguiente cuando llegó para abrir, se encontró con que

estaba afuera en el mismo lugar donde la había dejado. Ni siquiera los

ladrones, los recicladores, los indigentes, habían querido llevársela. Don

Octavio, así se llama el carpintero, perdió la esperanza, y la dejó ahí. Una

madrugada Azcárate andaba de farra con unos amigos, un actor de teatro,

un poeta y una muchacha volada de la casa. Pasaron por la calle de la

carpintería a dejar al teatrero y se bajaron del carro para despedirse, como

se despiden los borrachos: abrazos, declaraciones de amor, babas, más

abrazos, besos. En esas estaban cuando a Azcárate le dieron ganas de

orinar, se apartó unos metros de los amigos. Estaba orinando en un

arbolito, levantó los ojos y vio un cuadro grande, y lo que parecía ser una

foto de Marilyn, pero era borrosa. Azcárate se limpiaba los ojos tratando de

ver mejor, pero no mejoraba lo que veía. “Estoy borracho”, se dijo. Luego

regresó donde sus amigos. Lo llevaron a su hotel, un lugar de los que

denominan residencias y donde alquilan piezas por horas, a las prostitutas,

los trasvestis y los drogadictos de la zona de tolerancia. Se llama

Residencias Borinquen. El lugar es un caserón antiguo del barrio San

Nicolás y tiene unas 15 habitaciones, algunas de ellas sacadas a los viejos

corredores: las paredes son tablas de cartón aglomerado de segunda,

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

clavadas torpemente y pintadas sólo en el lado que da al interior del

cubículo. Adentro una cama sencilla, una silla metálica, un interruptor para

la luz y una toalla pequeña. Allí lo dejaron. Al día siguiente, entre el sopor

del mediodía y el guayabo, Azcárate despertó. Pensó que había soñado lo

del cuadro; que había visto un cuadro de Marilyn en lo más penumbroso de

la noche. Esa tarde entró a la Librería Nacional de la Plaza de Caicedo y se

dispuso mirar libros de arte. No ha comprado un libro en su vida, pero le

gusta ir a mirar los de arte. Se hace el loco para quitarles la película

plástica con que los protegen para que la gente no los vea. Y cuando algún

dependiente se acerca para reprenderle, con aire de dignidad responde:

“como voy a comprar un libro de arte sin mirar el arte que trae”. Estaba

mirando una colección de libros de Taschen y tomó en sus manos uno de

Andy Warhol. Abrió cualquier página y encontró la Marilyn que había visto

o soñado en la madrugada; contempló detenidamente y algo, como una

iluminación, asaltó su conciencia. Leyó lo que decía el libro sobre esa obra,

observó detenidamente la caligrafía de la firma de Andy Warhol y la letra

manuscrita de las ilustraciones de los diseños publicitarios. Volvió a mirar

la Marilyn y recordó con nitidez lo que había visto en la madrugada,

mientras orinaba borracho bajo el árbol en el barrio. Sabía que no tenía

más que lo de la comida. Pensó robarse el libro pero sentía que lo

vigilaban. Salió de la librería y empezó a caminar hacia el barrio Bretaña.

Cuando llegó a la carpintería, don Octavio estaba cerrando. Azcárate

miraba con ansiedad buscando el cuadro, pero no lo veía. Por un momento

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

sintió que había soñado lo de Marilyn, o que era una alucinación producida

por el alcohol. Don Octavio le preguntó en qué podía ayudarle y Azcárate

no fue capaz de decirle a lo que había ido.

—No, gracias, ya me voy —lanzó una última mirada al interior de la

carpintería y vio recostado a una pared un cuadro de espaldas. Se volvió

hacia el carpintero y le dijo: —¿Podría ver el cuadro que está allá?

—Ya vamos a cerrar, venga mañana.

—Por favor, déjeme verlo un minuto.

El tono trascendental con que pidió verlo le pareció sospechoso a don

Octavio.

—Es un cuadro sin importancia, un matachín que dejó un cliente.

—No importa, necesito verlo.

El carpintero dijo:

—Entre, pero no se demore, estoy cerrando.

Azcárate entró con sus pasitos cortos y se inclinó sobre el cuadro, pudo

ver la frase manuscrita en inglés en el reverso del cuadro, “comprar es más

americano que pensar”, y la firma. Se quedó paralizado: era un original.

Estaba allí ante la Marilyn de Andy Warhol. No podía creerlo. “Al fin voy a

salir de esta olla”, pensó. Se volvió hacia el carpintero y le preguntó:

—¿Cuánto pide por él?

Don Octavio lo miró de arriba abajo y le dijo:

—Pero si no lo ha visto.

—Sí, lo vi ayer en la noche, estaba afuera.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Ah... entiendo... Vale $40.000.

Azcárate se tocó los bolsillos, sacó la billetera y contó: $5.700 pesos.

—Hoy no tengo, guárdemelo, mañana vengo por él.

Don Octavio no respondió y siguió cerrando el taller. Azcárate preguntó

que sí conseguía el dinero, a dónde lo podía buscar más tarde.

—No hay afán, el cuadro no se va a ir de aquí —contestó don Octavio

pasando el primer candado a la puerta.

Azcárate se fue a Bellas tardes a buscar a sus amigos para pedirles

prestado el dinero. Sólo encontró a un abogado que estaba borracho y le

dijo que ya le había prestado muchas veces y que no veía porqué debía

seguir haciéndolo. Fue donde un galerista de apellido Venegas y le contó la

historia.

—No creo ni una palabra de lo que dices. Aquí nunca ha habido un

original de Andy Warhol; yo ya lo sabría.

Al día siguiente Azcárate insistió.

—Vamos a verlo, le garantizo que no le va a pesar.

—¿Quien lo tiene?

—Un carpintero en Bretaña, en la carrera 27.

—Me muero de la risa, debe ser una litografía.

—Aunque no lo crea, es original —dijo Azcárate, entre furioso y

resignado, y se fue con la dignidad de la verdad en sus pasos.

Venegas no había creído nada, pero la actitud de Azcárate, esa

seguridad fiera lo comenzó a inquietar. La idea de un golpe de suerte, de

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

una ganancia fácil perturbó su día. Al final de la tarde, Venegas decidió ir a

dar una vuelta por el barrio Bretaña. No hay muchas carpinterías en la

carrera 27. Cuando la vio sintió la emoción del negocio. Se apeó de su

Willis 54, con el cual posaba de coleccionista de autos antiguos, y entró en

la carpintería. Sin saludar dijo:

—Me dicen que vende una litografía de Andy Warhol.

Don Octavio se quedó mirándolo y le dijo:

—No sé de que me habla.

—Alguien ha dicho que usted vende un cuadro.

—No señor, aquí no se venden cuadros, si no se ha dado cuenta, esto es

una carpintería. Discúlpeme tengo mucho que hacer —y se concentró en

una prensa que apretaba dos tablas.

Venegas dio un vistazo al lugar y cuando se disponía a abandonar el

taller vio el cuadro recostado a la pared del fondo. Sin pedir permiso se

encaminó hacia él,

don Octavio se interpuso.

—Ya le dije que no tengo lo que busca —afirmó, poniendo su cuerpo

fibroso en medio del pasillo.

Venegas chilló:

—Sólo déjeme ver ese cuadro —y atropellando a don Octavio llegó hasta

la pintura y la movió cómo quien pasa una página. Alcanzó a ver por un par

de segundos. Don Octavio tomó con su poderosa mano el brazo del

galerista, mientras le decía:

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—¡Salga de aquí inmediatamente!

—¿Cuánto vale ? Se lo compro ya.

—Ya está encargado, ya lo vendí.

—Le doy el doble de lo que le ofrecieron.

—No, ya comprometí mi palabra.

—Le doy cien mil pesos.

—Ya le dije que está vendido.

—¿Cuánto le ofrecieron?

—Eso no importa,

Don Octavio tomó una lesna en sus manos y gritó:

—¡Salga de aquí!

Venegas retrocedió y se fue caminando hacia atrás mientras decía cifras

progresivas como en una subasta imaginaria: 200.000, 400.000, 800.000,

hasta que se montó al Willis.

—Otro loco peor que el de ayer.

Azcarate consiguió prestados los 35.000, y se fue caminando tan rápido

como pudo hasta la carpintería. Don Octavio estaba cepillando un

barandal.

—Buenas tardes, vengo por el cuadro,

--Siga y lo saca.

Azcárate juntó los 5.000 pesos que lo tenían muerto del hambre con lo

del préstamo, y entregó los $40.000. El carpintero comenzó a escribir un

documento.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Jorge Azcárate, cédula 14.747.223 de Buga, Valle. Vivo en el barrio San

Nicolás, en Residencias Borinquen.

Don Octavio tomó el dinero y pidió a Azcárate que firmara el documento.

—Es por si las moscas.

Antes de salir, Azcarate pidió al carpintero que le forrara el cuadro en

plástico, para que no se mojara. Así lo hicieron, pidió un poco de agua y

luego se marchó con la emoción del que ha resuelto su vida.

Caminó por la zona de los bazuqueros, comenzó a lloviznar, puso el

cuadro sobre su cabeza para protegerse, atravesó la calle de las

prostitutas, y entró con su tesoro a la habitación Nº 14 de Residencias

Borinquen. Tenía hambre pero la emoción se la hacía olvidar, retiró el

plástico, descubrió el cuadro y lo colgó en la pared frente al catre; se

tendió sobre el colchón sin sábanas a mirarlo. Recordó con placer que

siendo adolescente había extasiado su soledad mirando a Marilyn, que la

había amado, y que cuando supo que la habían matado para ocultar su

relación con el presidente de Estados Unidos, odió profundamente a ese

hombre. Y recordó también que cuando mataron a Kennedy, sintió que se

había hecho justicia por el crimen. Nunca pensó que terminaría siendo el

dueño del cuadro más famoso, del más famoso artista contemporáneo y

menos que fuera su dorada, secreta amante, la querida Marilyn. Se durmió

y soñó que lo habían llamado para hacer una película, en la que sería el

actor protagónico: El poder de las mentiras y las mentiras del poder. Era

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

una historia sobre la muerte de Marilyn, donde él era el investigador que

descubriría la verdad detrás del supuesto suicidio de su protegida. En la

fila para el castíng estaba Venegas, que también aspiraba al papel. Carlos,

un ex famoso director, pasó mirándolos por la fila y cuando vio a Azcárate

lo llamó.

—Venga usted, parece que tenemos un Bogart criollo.

Venegas gritaba: “él no, él consume drogas”. El director le dijo: “a mí lo

único que me importa es que la droga sea buena”. Azcárate despertó

asustado pensando que le habían robado el cuadro, miró la pared y vio que

Marilyn velaba su sueño, volvió a dormirse y siguió soñando. Soñó que

tenía mucha hambre, que entraba al restaurante de Lalo, y que pedía una

sopa. Le trajeron una lata de sopa Campbells y le dijeron que para él no

había, que esa era una sopa para Marilyn, que allí sabían que ella sólo

tomaba sopas de tomate Campbells. Se alegró de oír eso porque

significaba que Marilyn estaba viva… Lo despertaron unos golpes en la

puerta; era la señora del aseo.

—Hay un señor que lo está buscando. ¿Qué le digo?

—Dígale que no estoy, que me deje la razón.

La señora volvió a decirle que era el señor Venegas y que le había

dejado una nota. Leyó la nota: “Tengo el cliente para la Marilyn. Mi teléfono

es 6615757. Venegas”.

Se levantó: olía a marihuana. Una pareja del cuarto de al lado se trababa

antes de hacer el amor. Se dispuso para ir al restaurante, y cuando salió, lo

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

asaltó el temor de que le robaran el cuadro. Regresó y descolgó a Marilyn.

La tapó con uno de los plásticos y se fue al restaurante. Buscó una mesa

en el fondo del local, se sentó como siempre; mirando a la puerta, recostó

el cuadro a la pared, vino don Lalo para atenderlo y antes de saludar le

dijo:

—No le puedo fiar más.

—No se preocupe, sólo estoy ilíquido, aquí donde me ve…

—Ya he oído muchas historias. Si quiere comer aquí, debe pagar lo que

debe, o abonar algo a la cuenta.

Azcárate, con aire de dignidad, indicó al cuadro que estaba recostado a

la pared:

—Eso que tengo aquí vale más que este restaurante.

Don Lalo se rió con ironía e incredulidad.

—Usted y sus cuentos. Si quiere comer, déjeme eso que trae ahí como

garantía y cuando consiga lo que me debe yo se lo devuelvo.

—Cómo se le ocurre —contestó Azcárate, mientras tomaba el cuadro y

se retiraba indignado del lugar.

Regresó al hotel y colgó a la Marilyn, recordó, mientras la miraba,

cuando en la adolescencia jugaba con su prima a que ella era Marilyn,

ponían un ventilador en el piso para que le levantara la falda, y ella se la

cogía con las dos manos en la misma actitud de la foto de una película que

guardaba en la billetera. Recordó el deseo que le producía ver esa falda

llena de aire y las magníficas piernas que sostenían el más hermoso ser del

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

universo. Por la tarde se fue a buscar a un abogado que compra obras de

arte. Le dijeron que el abogado no estaba. Buscó a Venegas y lo encontró

limpiando el Willis amarillo. Venegas se iluminó de felicidad cuando lo vio.

—Que bueno verte —dijo con tono meloso.

—No puedo decir lo mismo. Vengo para que me diga cuánto vale un

original de Andy Warhol,

—Depende de los certificados que posea.

—Y sin certificados cuánto vale.

—Nada, no vale nada. Vale un poco más que una litografía. ¿Me está

hablando de la Marilyn de Warhol?

—Si —dijo Azcárate entristecido.

—Lo único que se puede hacer es vendérsela a un coleccionista que

sepa, y al que no le importe gastarse un dinero rastreando el origen y

consiguiendo las certificaciones. Venga, lo invito a almorzar y le propongo

un negocio.

Mientras comía, Azcárate escuchaba a Venegas hablar de lo que harían.

”Primero”, comenzó hablando en plural,” llevamos el cuadro a Miguelito

para que nos oriente. Luego buscamos el coleccionista y entonces yo se

lo vendo”. Ese ”vendo” en singular sonó muy mal a los oídos de Azcárate.

Pero siguió escuchando mientras terminaba de almorzar.

—No se preocupe vamos a partir todo de por mitad —dijo Venegas

pretendiendo cerrar el trato.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—No me interesa su negocio, ¿acaso se olvidó que el cuadro es mío? No

necesito la mitad, es mío todo.

Se levantó de la mesa y se alejó con la arrogancia de un propietario que

estima lo que posee. De pronto se detuvo, giró hacia atrás, y dijo: “gracias

por el almuerzo”. Venegas sintió despistado y torpe, como los gatos

cuando pierden la presa.

Azcárate siguió las instrucciones; llevó el cuadro donde Miguelito, un

experto en arte moderno, curador del un museo y conocedor de la obra de

Andy Warhol. Miguelito ya sabía que Mínguez había comprado ese cuadro

en Buenos Aires para un personaje que estaba preso en Estados Unidos. Y

se había preguntado dónde estaría. Pensó que Azcárate se lo estaba

ayudando a vender al tal Toche, y que presumía cuando decía que era

suyo.

—Mijito, lo que debes hacer es buscar a alguien que pueda conseguir

una certificación. Me gustaría verlo, ¿por qué no lo traes mañana y comes

aquí con nosotros?

Al día siguiente apareció Azcárate con la Marilyn. Miguelito había

invitado a dos artistas: un fotógrafo con un peinado parecido al de Andy, y

un pintor de apellido Núñez. Cuando Azcárate retiró la tela de plástico con

que cubría la obra, todos se quedaron mudos. En la mesa de centro de la

sala estaba el libro de Taschen sobre Warhol, abierto en la página 15. Allí

decía: “Marilyn, 1964, serigrafía sobre lienzo, 101.6 x 101.6 cm. Con la

amable autorización de Thomas Ammann, Zúrich”. Miguel tomó el cuadro y

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

le echó una mirada a la parte de atrás. Leyó con cuidado la frase

manuscrita: ”comprar es más americano que pensar”, y la firma de Andy

Warhol.

—Es original —exclamó—, es el mismo que compró Mínguez, en Buenos

Aires. Bienvenida seas Marilyn a esta casa.

Miguel hablaba con emoción. Sirvió un vodka a Azcárate, le brindaron

una tabla de quesos, aceitunas, panecillos con paté y otros manjares que

jamás había probado. Los artistas se enfrascaron en una discusión sobre

el arte y la publicidad. Decían que ”si bien la publicidad, lo que llaman arte

comercial, es cálculo, rutina, simulación, copia, mecanización, y ante todo

falsedad y estridencia, la obra de Warhol, había logrado darle una

dimensión artística, utilizando los personajes populares con una visión

antropológica sobre los nuevos dioses y los nuevos credos, los ídolos y

las marcas. Y los ídolos como marcas, y que esa era una mirada que luego

habían seguido Jeff Koons y otros”. Azcárate se aburrió. Comió, bebió y

finalmente se levantó para retirarse. Miguelito le dijo que, si quería, podía

dejar el cuadro en su apartamento para que no se le fuera a perder.

—Te lo dejo —dijo—, en los únicos que confío es en los maricas. Mañana

volveré por ella.

Al día siguiente fue a la hora del almuerzo a recoger a Marilyn. Miguel

estaba preparándose un emparedado con pan árabe, ofreció uno a

Azcárate y mientras almorzaban, Miguelito dio algunos consejos sobre la

manera de vender el cuadro:

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—No se lo sueltes a nadie, tienes una joya entre manos. Busca un

coleccionista que pueda esperar e invertir en los certificados. Yo no te

puedo ayudar en el museo, por el origen del cuadro, pero sé que aquí hay

quien desee tener en su colección a la Marilyn, así sea sin certificados.

Estaban terminando de tomarse el café cuando sonó el timbre de la

puerta. Miguelito fue a abrir. Apareció un hombre fornido y calvo, con

sonrisa de vendedor de programas exequiales, era nada más y nada menos

que Mínguez. Sin más, dijo:

—Sé que tienes la Marilyn de Warhol que yo encontré en Buenos Aires.

Te advierto que es de un cliente y que debo recuperarla, para que no pase

nada malo.

Miguelito le dijo que no sabía de qué le estaba hablando y que lo único

que sabía era que el señor Azcárate tenía un conocido que la estaba

vendiendo.

—¿Y quién es esa persona?

—Alguien a quien su cliente le pagó una deuda con ese cuadro. Vaya

hable con él para que se entere, y no se las venga a picar aquí de vivo, que

de vivos está lleno el cementerio.

—Por favor, tratémonos con respeto —dijo Mínguez.

—Usted es el que no respeta; no ha saludado y ya nos amenazó —

respondió Azcárate.

Mínguez se disculpó, esgrimió su falsa sonrisa exsequial y salió del

apartamento.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Le debo una Miguelito —dijo Azcárate—, es mejor que me lleve la

Marilyn, no sea que lo meta en problemas.

—No te preocupes ya sabemos cómo compraste la obra y a quién se la

compraste. No va a pasar nada, Mínguez quiere meter miedo para quedarse

con ella.

De regreso al hotel, Azcárate pasó por la oficina de un abogado, de

apellido Quintana que asesoraba penalmente a varios “señores” de la

ciudad, y que podía ayudarlo a vender la Marilyn. Estos abogados no tienen

escrúpulos, viven esperando que a sus clientes los maten, o los extraditen,

para quedarse con lo que les dan en custodia. Se aprovechan y viven de

ellos como rémoras, chupando de donde pueden. El tal Quintana que tenía

una colección ajena en su oficina y en su casa, había convencido a los

pobres mafiosos de que compraran cuadros para ayudarles a lavar dinero.

Quintana le dijo a Azcárate que le daba 200 dólares mientras tanto, y que

iba a hacer unas llamadas, pero que no se preocupara, que la Marilyn lo

sacaría de pobre.

Azcárate recibió sus doscientos dólares fue a cambiarlos y pagó su

deuda en el restaurante de Lalo, unos días más de hotel, y todavía le quedó

dinero para unas semanas de cerveza. Lo cierto es que Azcárate comenzó

a visitar al abogado para saber de sus gestiones. Quintana siempre le daba

para comer y para unas cervezas y lo embolataba diciendo que todo lo de

la Marilyn iba divinamente, pero supimos que Quintana estaba

intermediando en unas deudas entre mafiosos. Un día recibió un dinero

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

para pagar una de esas deudas y en vez de pagar, convenció al dueño de la

deuda para que recibiera la Marilyn de Warhol por los quinientos mil

dólares que le debían, con el argumento de que así se evitaba el trabajo de

legalizar ese dinero, y que la mejor manera de tenerlo invertido era en

obras de arte, igual a como lo hacían los banqueros japoneses. El bruto del

mafioso aceptó y sólo le pidió una foto del cuadro. Otro abogado allegado a

Quintana que sabía que tenía el medio millón de dólares en la oficina, lo

denunció con la policía para ganarse una recompensa. Y allí fue donde

encontramos la Marilyn de Andy Warhol y el librito verde con los nombres

de Mataburro y el Enmaletado.

Mataburro es el apodo del propio Quintana. En lunfardo mataburro

significa diccionario; es al que se consulta lo que no se sabe.

—¿Y el señor Azcárate?

Se presentó a la fiscalía con don Octavio, el documento de compra, y

con Miguelito, para reclamar el cuadro. Hemos llamado a Mínguez y a la

madre de Toche para establecer la verdad...

—Señoras y señores estamos próximos a aterrizar en el aeropuerto

Internacional de Santiago de Chile, por favor ajusten sus cinturones…

—Y que va a pasar con la Marilyn —preguntó la enóloga.

—Voy a Buenos Aires a exigir el certificado con que la adquirió el

coleccionista nazi. Mínguez asegura que el galerista lo tenía, luego

entregaré el cuadro a su verdadero dueño: el señor Azcárate. En cuanto a

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

su valor es muy inferior a lo que todos suponían, pero alcanzará para que

su dueño viva unos años sin tener que fiar la sopa del almuerzo.

—Que tenga un feliz viaje. —Me gustó lo que dijeron los artistas sobre la

publicidad.

—¿Por qué?

—Mi ex marido es publicista.

Volamos en contravía de los Andes. Desde el cielo del norte hacia el sur

vemos una gran cordillera abierta que viene desde la Tierra del Fuego y la

Patagonia, formando la trenza magnífica donde vivimos. El primer sol del

día toca con sus cobres la blanca altura de los nevados chilenos. El avión

aterriza, todos nos levantamos, salimos al pasillo del avión, en los

preparativos para desembarcar, la enóloga y yo quedamos extrañamente

próximos. Veo sus ojos de uva y me sorprende no haber reparado en su

belleza. Siento su aliento afrutado, los tonos de roble en que vienen sus

palabras. Me siento embriagado.

—Tienes ojos de vendimia —le digo.

—Brindo por sus palabras, que tenga suerte… esta noche elevaré una

plegaria por Azcárate y Marilyn… eleve usted otra por Cali.

—Adiós.

65
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Agua lluvia

Raúl era un muchacho de Mulatos que sobresalía por su capacidad para

trabajar la madera y hacer trampas para peces y atrapar camarones de río

en las noches cuando en fila avanzan para fecundar. Aunque muy joven era

respetado por ser carácter claro y sereno. Además era muy atractivo; el

cabello largo, un poco arriba de los hombros, tenía facciones finas, la

mandíbula subrayada y la cintura estrecha. El trabajo de la madera mantenía

sus formas y la pesca alimentaba su belleza. Siempre andaban por allí cerca

del pequeño astillero, las mujeres, llevando fresco, o alguna fruta para su

sed. Raúl todavía no había caído en las trampas del amor aunque tenía 19

años, y a esa edad, en esas lejuras, ya se es padre, o se ha migrado a las

ciudades. No parecía interesado ni en el amor, ni en buscar la vida lejos de

sus cedros, de sus abarcos, de sus redes y calándros. Isaura, su madre,

sabía que él era especial, distinto a los otros muchachos y a sus otros hijos,

66
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

sabía que algo grande sería para su hijo y lo trataba también de manera

diferente.

Un día llegó a Mulatos el capitán Diego García, piloto de aviones Caleño,

que pretendía construir un barco de madera y que había estado por el litoral

preguntando por los carpinteros navales de esas costas. Luis Reina, viejo

constructor de barcos de rivera, recomendó a Raúl y puso como condición

que fuera con él a escoger las maderas y que fuera en Mulatos donde se

construyera la nave. Se realizó el acuerdo, de palabra, porque en esa región

no hay con que escribir; apenas un lápiz rojo para trazar cortes. Don Luis

apuntó con números infantiles el monto acordado para él, que era maestro

armador, y para Raúl que era primer oficial.

Se embarcaron en una pequeña canoa impulsada por un motor Evinrrude

y cruzaron el gran estero buscando las desembocaduras de los ríos.

remontaron las aguas del río Satínga, buscando los aserríos; tomaban

aserrín de las sierras circulares, lo olfateaban, luego contemplaban las

trozas apiladas, las acariciaban como si el contacto con ellas les rebelara su

calidad, luego olían la superficie húmeda de la madera y con una tiza de

color azul, marcaban la troza escogida luego continuaban la selección de las

piezas.

La noche entró en el río, la penumbra y sus cantos conquistaron el

estuario. Una llovizna tenue, habitual y calma se deslizó por el aire sin

molestar a nadie. Natural como un soplo de brisa, no perturbó la marcha

lenta de las horas de los pobladores del aserrío. Dos días más estuvieron

67
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

como sabuesos olisqueando maderas por los ríos, y la llovizna no cesó en

ningún momento.

Completa la tarea se dispusieron a transportar las trozas amarradas en

forma de balsas por el río hasta el estero y de allí con marea bajando en

jornadas de seis horas hasta que la marea baje y la balsa avance hacia el

mar. Estas maniobras pueden tomar varios días durante los cuales hay que

vivir sobre la balsa, pescar, cocinar, dormir, hacer fogón de hierbas para

espantar jejenes y otros bichos picantes los manglares. Raúl fue encargado

del transporte y de reunir lo necesario: la madera y los tornillos galvanizados

y roscados de un metro de largo y las doscientas treinta libras de tuercas, y

los ángulos y platinas, y los soportes, las puntillas, las garlopillas, las limas

de serrucho, la estopa de calafate, el alquitrán, el cebo, las prensas, los

pegantes, las sogas, cadenas y poleas para subir y bajar las piezas y los

ensambles, bastidores de Chanúl para los andamios, el billamarquín, los

niveles, el metro, la piedra de corindón para afilar las cuchillas de los

cepillos, los cáñamos para los hilos, el punzón, lápices rojos y lápices

azules, una guaya y un cable de acero de cuarenta metros, resina para sellar,

las escuadras y las mariposas, el juego de escoplos, la azuela de desbastar,

el hombresolo… una lista de mercado que tomaría semanas completar. Raúl

no se sentía muy seguro de poder hacer esas compras y sabía que don Luis

no se iba a mover de su astillero de palma, y que tampoco se fiaría del

capitán García para que le trajera lo que no era.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Una cosa mal comprada puede parar el trabajo un mes y dañarnos el

ritmo —había sentenciado don Luís.

Después de bajar por los ríos, de la paciente balsa de vaciante, y de

remolcar las trozas y disponerlas para su secamiento en la gran enramada

de mangle que sería el lugar de los armadores y la primera casa del barco,

Raúl se dispuso para ir en busca de las mil y una cosas de su magnífica

lista.

Esperó a que Isaura le terminara dos camisas y se reunió con don Luis y

el Capi para saber las prioridades y el orden de las compras, los almacenes

que debía visitar y los nombres de las calles y sus números.

—Lo mejor es que se quede en mi casa, allá podrá guardar todo lo que

vaya comprando, y tendrá alojamiento y alimentación gratis —dijo el Capi.

El capi García era un hombre de unos 45 años, su tez más rosácea que

blanca, su peinado impecable, las gafas raiban pilot, y una seguridad que lo

sobrevolaba, producían la impresión de hombre exitoso. Tenía una voz

gruesa y severa, se vestía con ropa extranjera, y siempre estaba pulcro y

recién bañado.

—Si es del caso yo lo puedo acompañar a hacer algunas de las compras.

Raúl miró a don Luis Reina pidiendo su opinión, o su autorización. Don

Luis guardó silencio, dejando ver que algo le preocupaba.

—Bueno puede quedarse en su casa pero no puede distraerse de lo que

va a hacer.

Cuando se quedaron solos don Luis le dijo a Raúl:

69
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—En esa casa hay juguetes que usted no se imagina, no quiero que se

olvide de su responsabilidad, usted es el primer oficial de este astillero. No

lo olvide.

Raúl no entendió, dijo que lo tendría presente.

El domingo a las 7 de la noche bajó el Melisa rumbo a Buenaventura,

desde la orilla del poblado de La Vigía. unas linternas hicieron señas para

que se detuviera y en un potrillo arrimaron a la nave para abordarla. La

embarcación venía preñada de madera, cocos y chontaduro. Raúl y el

Capitán se acomodaron en el segundo piso en un camarote estrecho y

caluroso. La travesía fue lenta, el barco crujía, la tensión de la estructura

producía sonidos de madera aguantando, una trepidación rítmica, un pujo

monocorde y tranquilo de fuerzas encontradas. el ronroneo del motor Volvo

diesel, arrulló el sueño y a las seis de la mañana entraron en la bahía de

Buenaventura.

Grandes naves de banderas asiáticas, europeas, y americanas,

aguardaban ancladas su turno para descargar contenedores de todos los

colores. Raúl miró el calado impresionante de esos buques y por un

momento le pareció que su misión era mucho menos importante de lo que se

había figurado. El capi García salió del camarote perfectamente peinado con

sus gafas de sol puestas y su vozarrón pacífico.

—Ahí estás, fermento del firmamento, que raro que no esté lloviendo.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Mirando el puerto sonrió como quien mira un ser querido que está

enfermo. El Melisa rodeó la isla de Cascajal y atracó a un costado del puente

del Piñal en el muelle de los Lizcano.

—Estás en el continente —dijo el capi a Raúl—. Lo primero que vamos a

hacer es desayunar y luego nos vamos para Cali.

En la galería, donde Vicenta, comieron encocado de muchillá y caldo de

tres cabezas.

—Esto es bueno para la potencia -dijo el Capi- aunque no creo que usted

lo necesite.

Raúl hablaba poco, aunque no era tímido. Sabía que estaba aprendiendo,

que era mejor escuchar y observar, y que el silencio es el mejor recinto para

aprender. El Capi trajo su camioneta Ford y comenzaron a atravesar la

cordillera occidental. Avanzaron por la serpiente de asfalto, cinco veces

entraron al interior de la montaña por unos huecos enormes, “son los

túneles”, explicó, pasaron por los cultivos de piña y el olor de la fruta

produjo un bienestar extraño a Raúl. Entonces pensó que era un anuncio de

buena suerte: algo grande, acidulce había para él.

Miró los piñales y le asombraron esas grandes flores rugosas y cobrizas

que parecían tener el cabello cogido en una moña alta y puntiaguda.

—Estamos en Dagua —dijo el Capi.

Raúl sintió un frío nuevo, el frío seco de la altura, se le taparon los oídos y

no dijo nada pero se sintió preocupado. Mas adelante la carretera se perdió

entre la niebla; Raúl no había visto y sentido antes tantas cosas nuevas en

71
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

tan poco tiempo. La camioneta avanzaba a ciegas entre lo que parecían

nubes y de pronto empezó a descender, los oídos se le destaparon, la niebla

se disipó y algo hermoso, extenso y verde se divisó a lo lejos.

—Es el Valle —dijo el Capitán.

Raúl vio una luz limpia, desempañada, que mostraba lo visible con

generosidad, donde los ojos se hacían más poderosos, capaces de ver en la

propia luz colores, aromas que la impregnan, lo que veía era nítido como un

regalo recién desempacado. Entonces sintió una emoción profunda, y

recordó el día que Dévora, una gringa, le regaló su careta en la isla de

Gorgona y vio por primera vez el fondo del mar y los peces, con una claridad

mayor que aquella con la que veía los pájaros en los árboles y los rostros de

sus hermanos.

El barrio San Fernando está al sur de la ciudad, en el piedemonte de los

Farallones. La casa del capitán está empotrada en lo alto de una pequeña

colina; el terreno sobre la cual fue construida tiene 33 metros de frente por

setenta y nueve de fondo, la casa es en dos plantas, encalada, con ventanas

azules y un amplio corredor de baldosas color salmón la rodea. Tiene un

gran solar que llega hasta la calle de atrás. En la primera parte del solar, una

piscina y un jardín, después un árbol de mango, una ramada que sirve de

carpintería o bodega, y una huerta de hortalizas y hierbas aromáticas.

Entraron, Raúl sintió un estremecimiento, una dicha involuntaria, absurda lo

alcanzó en el momento en que pisó las frescas baldosas color salmón. Se

abrió la puerta principal y una mujer pelirroja descendió por la escalera;

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

tenía un vestido claro y volátil y una risa de encuentro y de sorpresa. Tenía

un poco menos de cuarenta años pero alegría de niña y la belleza intacta.

—Hola corazón —saludó el capitán.

—Hola —respondió prestando la mejilla para un beso protocolario,

mientras miraba el extraño invitado.

—Te presento a Raúl, el menor de doña Isaura,

—Mucho gusto soy Ivett —y apretó con firmeza la mano de Raúl.

—Raúl Reina, para servirla.

La casa era luminosa y alta. Ivett llamó a Laura, una mulata que el capitán

había traído de San Antonio, arriba del río Guapi, porque tenía gracia y sobre

todo sazón. La joven acudió sonriendo.

—¿Diga?

—Lleve a Raúl a la habitación del taller, y que se instale.

—Sí, señora.

Laura tomó el maletín de Raúl y dijo:

—Venga yo le enseño.

Raúl sentía que estaba cerca de su espléndido destino, de eso a lo que

aludía su madre y que él no podía entender. Atravesaron el salón, salieron

por una cocina grande a un corredor amplio donde había una sala, pasaron

por la piscina, llegaron al solar. Raúl miró los árboles de mango y sus frutos

como atardeceres pendientes. Entraron en el taller, al fondo frente a la

huerta estaba la habitación. Un lugar claro, alto y ventilado.

—¿Y usted a que viene?

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Vengo a… probar de qué soy capaz.

Laura no entendió, sonrió con los ojos y le dijo:

—Aquí son un poco raros, pero hay libertá. No se si eso sea bueno, pero a

mi me gusta aquí.

Raúl tampoco entendió, pero una intriga oscilante se sumaba a los

sentimientos de expectativa que le habitaban.

—Porque no se endulza, el agua de este barrio es la mejor de Colombia,

eso dice la señora Ivett. Ahí está el baño. La ropa sucia me la lleva ahora.

—Gracias… ¿Que es lo que huele?

—Son las hierbas aromáticas de la huerta, la señora las cultiva y se hace

baños con ellas.

Raúl se tendió en la cama y descansó unos breves minutos; la fragancia

de la huerta le apaciguó, sintió como si esa casa fuera su casa, su lugar. Una

desobligada, dulce pereza se gestaba en su ser, se sentía fresco y acogido,

durmió una siesta plácida y en el sueño se deslizó por la tarde. Al notar su

ausencia el Capi fue a buscarlo, atravesó el solar y llegó hasta la puerta de la

habitación. Cuando lo vio tendido, con el rostro hacia el cielo y un gesto de

placer en su sueño reciente, sintió una satisfacción bondadosa por el leve

sosiego de Raúl.

Al despertar, el viento mecía las hojas de los árboles y sombras oblicuas

danzaban en el piso de la habitación; oleadas de nuevos olores llegaban

desde la huerta; la luz era limpia y estaba impregnada de oros; una frescura

alegre venía en el viento.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Laura entró en silencio y cuando estaba al borde de la prolongada siesta

dijo:

—Ya es tarde, ha dormido tanto que se le pasó la hora del almuerzo, pero

no se preocupe que al que le van a dar le guardan.

Raúl se bañó, el agua fría y abundante le concedió un ánimo saludable,

Recordó, mientras se vestía, cuando al final de la jornada, llegaba del mar y

se endulzaba con agua de lluvia y se sentía nuevo y limpio. Laura lo esperó

en el corredor que da al solar, y lo condujo a una mesa de hierro y vidrio, al

lado de la piscina. Le sirvieron sopa de patacón, sobrebarriga al horno con

papas al vapor y ensalada. Lo que comía era nuevo, pero le agradó mucho;

comió despacio para aprenderse los sabores que iba sintiendo, el aroma de

los cilantros que ascendía en el vapor de la sopa le recordaron a su madre.

Al final un jugo de lulo con hielo.

El capitán se sentó con él cuando comenzaba a comerse una breva en

almíbar.

—Esa es de la huerta, del brevo que está allá al lado de su habitación.

—Don Capi, gracias por todo… ¿cuando vamos a empezar a hacer las

compras?

—No tenemos afán, mañana podemos hacer una parte, por ahora

descansa y acomódate, estás en tu casa.

Una golondrina pasó rasante para beber del agua quieta de la piscina. La

tarde ya madura resplandecía cuando la señora Ivett cruzó con el cabello

75
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

mojado hacia el tendedero de las toallas. Tenía otro vestido claro de

algodones aéreos.

Laura se acercó para invitarlo al supermercado.

—¿Adónde?

—A Carulla —explicó.

Salieron por la puerta del solar a la calle de atrás, bajaron por un andén

que olía a cadmias, entre las sombras y el viento de las acacias y los

guayacanes. Caminaron unos doscientos metros hasta otra calle más ancha,

la cruzaron y entraron a un gran almacén. Raúl jamás imaginó que algo así

existiera. Se quedó sereno pero maravillado de tanta abundancia, de tantas

cosas que no había visto y de los colores de los productos aparados en las

góndolas; se detuvo en la sección de alimento para animales y se quedó

mirando las fotos de los gatos y los perros en los empaques. Nunca había

visto perros tan hermosos y gatos que parecían irreales de lo esponjosos y

mullidos.

Luego vagó por entre las verduras y las frutas, la mayoría de las cuales no

conocía; más allá, vio centenares de botellas distintas, algunas acostadas,

otras de pie con etiquetas en las que había diablos, barcos, mujeres, campos

sembrados, molinos, gatos negros, gajos de uvas, parejas bailando.

—¿No me diga que a usted le gusta el vino? —preguntó Laura,

sorprendiendo a Raúl.

—No sé, nunca lo he probado.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—A la señora Ivett sí que le gusta. Ya vámonos que tengo que ir a preparar

la comida.

La luz estaba irisada, las hojas rodaban por la calle sopladas por la brisa,

mujeres hermosas conducían autos nuevos, el día parecía detenido en su

mejor momento. Entraron al gran solar y al fondo, en la mesa, al lado de la

piscina, el Capi y doña Ivett, se tomaban un whisky y un vino blanco.

—Ven siéntate con nosotros —dijo la señora Ivett, señalando uno de los

asientos libres de la mesa.

Raúl se sentó en silencio, Laura le trajo una cerveza.

—Cómo te sientes —preguntó el Capi.

—No sé, siento como si ya hubiera estado en esta casa.

—Pero si es la primera vez que vienes a Cali.

—Sí, es raro, me siento a gusto.

Raúl no sirvió la cerveza en el vaso, la tomó directamente de la botella.

—A mí tampoco me gusta tomar cerveza en vaso —dijo el Capi—, es

insulsa y se calienta muy rápido, en el vaso es bonita pero no sabe igual.

La señora Ivett estaba descalza, sus pies eran finos, parecían suaves y un

poco infantiles. Había en ella una belleza progresiva; cada vez que Raúl la

miraba, encontraba nuevos motivos de placer para sus ojos. Cuando se

levantó de la mesa para ir a la cocina, las últimas luces del día tocaron su

espalda desnuda salpicada de pecas, su cuello alto giró haciendo mecer una

candonga. Un murciélago grande sobrevoló la piscina. El día ya no estaba en

la casa pero se veía aún el sol subiendo los altos Farallones.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—¿Tu eres el hijo menor de Isaura? —preguntó Ivett cuando regresó.

—Sí, el menor.

— ¿Y tienes 18?

—Ya entré a los 19.

Sonó el teléfono.

—Conteste, Laura —dijo el Capi.

El teléfono siguió sonando. Doña Ivett se levantó y fue a contestar.

—Es para ti —gritó dulce desde lo profundo de la casa.

El Capi se levantó sin prisa, con serenidad entró a la casa. Ivett volvió

luego de unos minutos y preguntó a Raúl, como en secreto:

— ¿Cuantos años tiene tu mamá?

—Entró a los 53, creo.

La cerveza produjo un bienestar amoroso, se atrevió a mirar a doña Ivett a

los ojos, y encontró en ellos destellos de risa, luces preguntando y placer de

lo visible. Ella sonrió y fue a poner música, sonó una canción bellísima, casi

no tenía letra, y no la necesitaba; lo único que decía era ”sofrito na´má” y

una flauta cantaba mejor que todos los pájaros. Laura trajo otra cerveza,

otro vino y otro whisky, El Capi no regresaba de atender la llamada; cuando

la canción estaba terminando llegó el Capitán y se sentó. Algo sombrío en su

rostro hizo que ella preguntara:

—¿Pasó algo?

Él, ensimismado, no respondió. Ella volvió a preguntar:

— ¿Qué pasa?

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—No te preocupes —dijo su voz mansa y ronca.

Laura vino a ver si querían comer.

—Yo no, todavía, almorcé muy tarde —respondió Raúl.

El Capi mecía el vaso para tintinear los hielos dentro del whisky, y miraba

al fondo del solar sumido en profundas evocaciones. Una leve grata

desolación se expresaba en su rostro. Miró a Raúl con amorosa tristeza. A

sus ojos llegó una brizna marina y, un poco avergonzado, dijo:

—Debo irme —su mano revolvió un momento la cabeza de Raúl, y apretó

la mano de Ivett. Ella acabó el vino que tenía servido, se despidió y subió a

las habitaciones.

El viento movía el solar. Laura salió y se sentó con Raúl. Esta vez no

preguntó si quería: le sirvió y se puso a comer a su lado. Al día siguiente

Laura contó a Raúl que los patrones no estaban y que el capitán se había

ido de viaje. Dos días después regresó doña Ivett, sola. Dijo que el capitán se

iba a ausentar por tres semanas, y que le había mandado la razón de que lo

esperara.

— ¿Y las compras del barco?

—Yo te acompañaré a hacerlas.

La señora manejaba la camioneta con una destreza impresionante. Le

gustaba la velocidad y adelantar carros zigzagueando mientras hacía rugir el

motor. Raúl se quedaba mirándola asombrado y feliz; compraron algunas

cosas pero otras hubo que encargarlas y se demorarían en entregarlas. La

ciudad era muy dispareja; había lugares muy agradables pero otros eran

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

espantosos, sobre todo donde estaban las ferreterías, La señora Ivett lo

acompañó hasta cuando terminaron de encargar el último tornillo de la lista;

después ella se dedicó a su trabajo. Era voluntaria en una organización -“Paz

Animal”- que el Capitán llamaba: ”campos de paz animal”, porque eran más

los animalitos que ayudaban a morir que los que ayudaban a vivir. Una tarde

la señora invitó a unos amigos a la casa. Entre ellos había una publicista

medio filósofa y un tipo que decía ser ambientalista. Ivett les presentó a Raúl

y le pidió que los acompañara en la mesa y que se tomara unas cervezas con

ellos. Raúl aceptó y, en silencio, como siempre, se sentó a escuchar. Ivett

amaba a los animales de verdad, tanto que prefería que murieran a que

sufrieran: en medio de los vinos se armó una discusión. La publi–filósofa

dijo que si de eso se trataba todos deberíamos estar muertos. Ivett contestó

que sí, que la muerte era mejor que el sufrimiento, y que la sobrepoblación

del mundo era responsabilidad de la ciencia y de las religiones, que

impedían que la gente se muriera cómo y cuando les tocaba morirse. Otra

invitada sostuvo que las guerras y el terrorismo no eran malas, pues era una

forma de autorregulación que poseía la especie humana, y “lástima que

murieran más hombres que mujeres, pues las mujeres son las que

engendran”.

Los días en que la señora estuvo fuera de casa, Laura contó a Raúl

algunas intimidades de la familia y sus costumbres: que la señora no había

podido tener hijos, que una vez en una fiesta estaban haciendo mucho

alboroto y cuando salió a ver qué era lo que pasaba, la señora y los amigos,

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

dos mujeres y un hombre estaban bañándose desnudos en la piscina. Que el

señor estaba enfermo y no se sabía de qué. A cada rato se iba de la casa a

viajar y a veces volvía al otro día, y otras veces se demoraba hasta un mes.

Que la señora y el capitán no peleaban, pero tampoco parecían un

matrimonio. Que ella le contaba a él todo lo de las fiestas con sus amigos

cuando volvía de sus viajes, y él se reía con las historias, pero que las

fiestas eran cuando él no estaba.

Raúl seguía tomándose a pico de botella su segunda cerveza, los amigos

de la señora estaban muy alegres pero no entendía lo que hablaban y se

aburría un poco. Fue a la cocina y comió con Laura, luego salió sin ser

notado hacia el fondo del solar, entró a su habitación y se tendió en la cama.

Por la puerta podía ver la luz de la piscina iluminando la casa, una luz ebria

danzaba sobre las altas paredes, en tonos ámbar se reflejaban las

ondulaciones del agua, oía a lo lejos las voces de los visitantes y la risa de la

señora Ivett. Desde la huerta venían los aromas de las hierbas, del brevo y el

azahar del limonero florecido.

Recordó las palabras de don Luis Reina, “en esa casa hay juguetes que

usted no se imagina”. La fiesta se extinguía, el solar navegaba en el viento

de la noche. Al sosiego de la casa siguieron unos pies descalzos avanzando

por el jardín. Miró hacia la piscina y vio venir a la señora con su etéreo

vestido navegando en el aire. En el umbral, a contra luz, el cuerpo de la

señora emergía del algodón revelando su precisa silueta.

—¿Estás despierto?

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Sí.

—Ven, vamos a la huerta.

—¡Para qué?

—Ven.

Raúl la siguió. En el centro de la huerta se detuvo.

—Ven te muestro algo.

Raúl se aproximó para ver, y la señora le mostró una planta de uchuvas;

tomó un capullo cubierto por fibras trasparentes y se lo puso en la mano.

—Mira bien; el fruto está detrás del vestido que lo cubre, retira el vestido y

prueba la fruta.

Raúl obedeció la instrucción y dejó la pequeña esfera naranja desnuda.

—Ahora, cómela —ordenó dulcemente la señora.

Él comió.

—Es dulce y luego ácida —dijo.

—Así es.

—Ahora quiero que hagas lo mismo, retira mi vestido.

Raúl obedeció asustado. Debajo del leve vestido estaba el magnífico

cuerpo desnudo de la señora. Los pechos erguidos constelados de pecas,

vía láctea a los pezones intactos; el vientre, milagro de una geometría dócil

y ombligada; las piernas ascendían salpicadas de bellos iridiscentes, y en el

centro la ardida espiga de sorgo irresistible.

A la mañana siguiente Laura le contó a la señora que unos animales

habían revolcado toda la huerta. Pasaron varios días, la señora estaba casi

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

siempre fuera de casa. A veces por las tardes llamaba a Raúl y le decía que

si esa noche quería comer uchuvas. Entonces Raúl asentía y la esperaba en

la huerta.

Una mañana, era domingo, al otro lado del alto muro que separaba el solar

de la calle se escuchó un ruido de camiones, resoplidos de frenos de aire, un

motor de tracto–mula rugiendo y los chiflidos y gritos de un hombre

ayudando a cuadrar. Cuando el bullicio cesó, tocaron a la puerta del solar.

Raúl se incorporó, Laura pasó de prisa a abrir la puerta. Raúl no podía creer

lo que veía: don Luis en persona estaba entrando a la casa.

Vino directamente hacia él, le pidió a Laura que llamara a la señora, y le

dijo:

—Lo que ha pasado es una locura. El Capitán quiere que hagamos el

barco aquí, ha ordenado embarcar toda la madera que teníamos secando y la

hemos traído. Está afuera detrás de ese muro, debemos bajarla. Yo renuncié

a hacer el barco, pero me pidió que viniera a hablar con usted, quiere que le

entregue los planos y los dibujos, quiere que se haga aquí en este solar.

—Y el Capitán, ¿dónde está?

—Estuvo en Mulatos hace ocho días, se quedó a dormir donde Isaura. Al

otro día me dijo todo esto y se fue en una lancha a tomar un avión en Guapi.

Algo le pasa, no es el mismo Capi de siempre.

La señora vino, don Luis explicó lo que ocurría y ella como si ya lo supiera

mostró un lugar en el solar para que bajaran la madera. Mientras unos

negros fuertísimos bajaban las treinta y cinco toneladas de madera, don Luis

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

se sentó a mirar los planos con Raúl en la mesa de la piscina. Doña Ivett

parecía feliz, se veía entrar y salir, y como a Laura le tocaba descanso, ella

misma estaba haciendo el almuerzo. Un par de veces salió a comprar cosas

a Carulla, les sirvió jugos a los estibadores, al chofer y al ayudante, a don

Luis y a Raúl. Almorzaron muchacho sudado con tajadas maduras, arroz

amarillo y una ensalada de tomates rojos y lechugas decorada con uchuvas.

—Veo que ya no vale la pena advertirte sobre los peligros de ciertos

juguetes, tendrás que aprender a jugar sin saber nada sobre ese juego —

refunfuñó don Luís a Raúl cuando se despidió.

Los hombres se fueron y a un costado del solar quedó apilada, según los

cortes y las calidades, toda la madera del barco. Esa tarde Raúl preguntó a

doña Ivett que cuando vendría el capitán, pues debía hablar con él.

—¿Como de qué tienes que hablar con él?

—Del barco, aquí no hay sierras, ni ayudantes, ni nada para trabajar.

Además no se puede construir a la intemperie, hay que levantar un sombrío.

—No sé cuando, pero de alguna forma hablará contigo.

Pasó una semana y Raúl comenzó a construir una ramada en el extremo

opuesto de la huerta, contra el muro del vecino, para no ocupar demasiado

espacio del solar. Una noche después de descapullar uchuvas, la señora le

dijo que debía salir del país, y que no sabía cuando podía regresar, que tenía

confianza en él, que le apreciaba mucho y que esperaba que pudiera

comenzar con lo que tenía, que esa semana le llevarían dos sierras

eléctricas; una manual y una fija. Que era muy lindo lo que habían vivido.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Mi más hermoso secreto. Un beso largo de brevas confitadas, una grata

presión de la espiga de sorgo sobre su muslo y el adiós ácido y dulce de la

fruta perdida.

Raúl se quedó solo con Laura en la gran casa. Ella, aprovechando la

ausencia de la señora, comenzó a hacerse todas las noches baños de

hierbas con agua de lluvia. Llegaron las sierras y los encargos de la lista,

llegaron dos ayudantes que trabajaban en el día y se iban en la tarde. Un

domingo se oyeron los resoplidos de frenos de aire y los rugidos del motor,

tocaron a la puerta: traían la quilla. Una quilla de 21 metros con una nota de

don Luis explicando que ”viendo el solar y las calles por donde debían sacar

el barco había calculado que máximo podía tener 23 metros”. Con la quilla,

que es el cimiento de una nave, Raúl comenzó a trabajar, volvió a acariciar y

a oler las maderas en un ritual de reconocimiento, repintó con tizas de

colores los extremos de las piezas según su calidad y la parte de la nave a

la que estaban destinadas. Con un billamarquín penetraba hasta el centro de

las trozas para comprobar si las virutas que extraía estaban secas, cuando

encontraba alguna húmeda, la separaba y la ponía de pie. Trabajó cinco

semanas sin descasar, armó los costillares y la nave tomó forma; parecía el

esqueleto de un saurio, una ruina reciente, la evocación del naufragio

original. Lamentó que el Capi no pudiera ver ese momento de la estructura

en el cual emerge la forma y se predice el barco antes de ser, y donde,

mucho antes del vaivén de las aguas, ya se pueden soñar travesías.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

No había noticias de los dueños de casa. Una noche hacía calor y Raúl

salió a la huerta para sentir la fresca, iba a comer una uchuva, cuando oyó

chapuzones en la piscina. Subió al esqueleto del barco por el costillar de

proa y vio a Laura bañándose desnuda. Entonces sintió que se mecía la

nave, que todo zozobraba, una fuerza morena, un poder superior radiaba de

ese cuerpo desnudo que emergía brillando del agua, las caderas inauditas

estremecían todo el solar, los mangos se caían, las uchuvas reventaban los

capullos, el carambolo producía destellos como estrellas anaranjadas, los

pájaros cantaron en la mitad de la noche y un cometa que cruzaba el espacio

sideral de Cali se detuvo a mirar. Raúl pasó en vela y al día siguiente se

sintió enfermo.

—Aprendí a hacerme los baños de hierbas dulces que la señora Ivett se

hacía. Lo único es que yo no sé para qué sirven —dijo Laura, mientras

desayunaban.

Raúl casi no puede trabajar. Por la noche llamó doña Ivett, habló primero

con Laura y luego con Raúl,

—El Capitán está grave, quiere que veas una carpeta que tiene en el taller,

en el cajón de la mesa de trabajo; como no hay llaves, debes violentarlo. Ya

no me esperes, eres el bichito más dulce que he probado, la madera más fina

que han tocado mis manos, no sé si volvamos a vernos, te recomiendo que

no dejes de cuidar la huerta. Raúl no dijo nada, colgó el teléfono y en medio

del desconcierto se fue al taller. Abrió el cajón de la mesa de trabajo y tomó

la carpeta. Primero vio las fotos: fotos de los manglares, mirándolas recordó

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

el silencio oscilante del estero, las músicas cíclicas de su interior

enigmático, recordó los caminos cambiantes del agua, los caprichos y

azares del manglar, el sonido de la piángua en marea baja, las historias del

atarrayador con las que lo asustaba su madre si decía mentiras. Recordó las

noches en que pescaban camarones con linterna, y la hilera de ojitos

fosforescentes que avanzaba y que ensartaban en tridentes de teca. Miró las

fotos de una mujer bella, tendiendo ropa en el solar al lado de la piscina.

Miró otra foto donde esa mujer regaba la huerta de las hierbas aromáticas, y

otra, donde mostraba orgullosa a un bebé recién bañado en agua de lluvia.

Luego tomó unos papeles en donde leyó algo escrito con letra grande:

“Dejas el suave valle que soñaron tus ojos, asciendes los Farallones

destrenzando montañas, alcanzas la niebla y te vas deslizando por la rampa

pacífica. Atrás Chicoral, el río Dagua, Loboguerrero, los túneles, cruzas la

puerta magnífica de piedra y de musgo; sin verlo ya le sientes, se pega, te

abraza, el aire humedecido anuncia su extensión inaudita. Su sal aérea

condimenta un sabor nuevo. Al lado de la carretera tejen chinchorros, labran

canaletes, reparan potrillos, secan maderas, llueve, escampa, llueve, aunque

no le ves, todo lo predice su salobre presencia inunda la sangre. Al fin,

desde el piedemonte la había: encendidos entre la selva los barcos

trasatlánticos. Hombres miran el mar, atisban la señal de una linterna. En el

caney y el bulevar, marineros rojos bailan con negras de colores. En los

muelles del Piñal el aroma dulce de las maderas y el sonoro dominó de los

estibadores aguardan los buques y la selva aserrada. Por las calles llovidas,

87
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

sartales de peces en las manos, el whisky escocés en las aceras, la tarde

escampada en el malecón del parque. Sobre las largas mesas del mercado

los encocados, las cazuelas. El gusto del océano en la crema de jaiba deja

marismas en tu boca: es el mar quien te saborea y sabe feliz que ya

llegaste…”. Raúl cerró la carpeta y salió a la calle, cuando estaba en El

Parque del Perro no supo cómo había llegado a ese círculo verde. Vislumbró

entre las confusas mareas que lo llevaban un orden, un sedal que ataba los

actos y esclarecía la deriva de los acontecimientos de su vida, y de aguas

convulsas emergía una brújula que mostraba la ruta que los había

encallado.

Regresó a la casa y volvió a la carpeta. Vio fotografías de pesca, vio a un

niño de 4 años montado en la cabina de una avioneta aterrizada en la playa,

al mando de la nave. En otra fotografía había un niño en un caballo de

madera que reía, y una más, en la que remaba en un potrillo por el estero de

Mulatos. Leyó otro manuscrito: “Encallados náufragos del estero… Isaura

Reina arregla lisas y sierras. El aguamanil brilla sobre la esterilla de chonta.

En la cocina se haba de maremotos, de marimbas, de hijos embarcados; se

pide a los niños que se endulcen en agua de lluvia antes de la comida.

Raquel Estupiñán saca del caldero monedas doradas… les brizna sal…Don

Pío cruza la tiniebla azul, toma de la mesa un patacón lo muerde, sorbe

café… con una concha de piangua don Santiago ralla coco para hacer

arroz…ella hamaca un hombre ciego espanta jejenes con su gorra mientras

respira los aromas y adivina el menú… el viento empuja al día en la noche.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

En aceite hirviente el coletazo final de las lisas … el arroz encocado, la

limonada en la jarra… con la última luz comen y cantan.

Sentada en el borde de la noche Isaura Reina”.

Raúl comprendió que esa carpeta era el archivo secreto de una vida

imposible. Desde la mesa de trabajo del Capi miró el armazón del barco y

sintió la dádiva: La construcción de esa nave era la reconstrucción de su

origen, Sintió una urgencia corporal de hablar con el Capi. Pero no fue

posible. Entonces comprendió que lo único que podía hacer era terminar el

barco y marcharse.

Laura intuía que algo trascendente le ocurría a Raúl y que debía ayudarle.

“La mejor manera de mantener a un hombre sereno es ser serena”, le

enseñó doña Ivett, y le reveló que en la huerta había una despensa de

placeres y alivios. Los vecinos estaban aloqueciendo por la percusión de

los martillos en la calafateada de la estopa. Varias veces fue la policía a ver

que ocurría y a preguntar por los dueños de la casa. Llegaron citaciones de

la comisaría. Laura les dijo que nadie iba a ir porque en esa casa ya no había

dueños y que ella lo único que estaba esperando era que terminaran el barco

para embarcarse. Cuando el casco estuvo listo parecía el arca de los hijos de

Dios, construida para preservar la creación, para acoger la vida, para

regresar luego de las soledades y el diluvio perpetuo al origen de todo; la

nave averiada de los mayores que los perdió en la más desnuda de las

intemperies y que cambió el destino de sus tripulantes era reconstruida por

el elegido en una colina de Cali a más de mil metros de altura sobre el nivel

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

del mar. Luego de terminado el casco comenzaron las silenciosas caricias

azules de las brochas sobre la madera pacífica. Una mañana Raúl caminaba

hacia la cocina en busca de chocolate y al lado de la piscina, tendida sobre

la hierva vio a Laura, desnuda toda, con los ojos cerrados, serena y feliz,

dueña de su cuerpo y tachonada de estrellas naranjas; láminas de

carambolos que formaban una constelación sobre la noche fresca de su piel,

Raúl comprendió la ofrenda, y mirando el aparente desorden de esas

estrellas terrenas, encontró la verdad de un deseo que emergía de aguas

convulsas, que agitaron su origen y trazaron su ruta.

Cerraron la calle, tumbaron el muro y las puertas del solar.

Desramaron un cámbulo, una cadmia y un guayacán, invadieron y

destrozaron el antejardín de los vecinos, fracturaron un poste de energía,

espantaron todos los pájaros, agotaron el día y al fin sacaron el casco de la

nave y en medio de atascos y desvíos llegaron a la portada al mar y el barco

remontó la montaña.

Un año después, frente al timón de mando, Raúl Reina, fondeó al

Isaura frente a costa de Mulatos. En el camarote Laura amamantaba a su

hijo, y desde la playa Isaura y don Luis, miraban las bellas dimensiones de la

nave. Ya en casa, Raúl contó a su madre que el capitán había muerto, Que la

señora había vendido la casa y que ahora vivía en Nueva York, donde

trabajaba para la Sociedad Protectora de Animales.

—¿Y la huerta? —preguntó Isaura.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

—Aquí traigo las semillas de todas las plantas, la señora Ivett se las

mandó a regalar.

--¿A regalar?, si esa huerta la sembré yo, cuando trabajaba para los que

fueron tus abuelos. Y todo fue gracias a la huerta y al agua de lluvia.

Raúl dijo con serenidad:

–No me expliques mamá, ya el Capitán, sin decir nada, me lo ha contado

todo.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Detrás del cristal

El Caleño dio la noticia con un titular que decía: Juez se condena a

muerte.

Un hombre se lanzó desde el piso 17 por la ventana de su oficina. Tenía 55

años y nada, en su ordenada vida, podía sugerir un final tan vertiginoso.

Lo había conocido en la universidad, estimaba su claridad, apreciaba su

carácter y pedí que me asignaran a la investigación.

Después de hablar con la esposa y los hijos, de establecer las rutinas,

indagar su vida privada, la situación económica, y comprobar que no había

nada para justificar semejante decisión, quise saber si en alguno de los

casos que llevaba, podría hallar luces sobre aquel extraño salto al vacío.

Ordené una copia de todos los expedientes y me dispuse a la letárgica tarea

de leer los extensos folios. Comencé por los casos que había fallado

recientemente y seguí con los que estaban en proceso. Además de los

expedientes me llevé un cuaderno color azul, en el que vi unas anotaciones

extrañas, algo que parecían versos, y dibujos que realizaba durante las

audiencias. Leí procesos que tenían que ver con crímenes involuntarios; un

secuestro de una niñera que un jardinero enamorado había raptado, y una

fuga de presas, que sedujeron a unas guardias lesbianas de la cárcel de

Palmira durante la celebración del día de la Virgen del Carmen.

En la casa del juez encontré otro grupo de casos: el proceso por la muerte

de un sastre, el homicidio de un profesor de algebra, y otro sobre la

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

desaparición de un mago. Estos casos me llamaron la atención porque no

habían sido resueltos y el juez los guardaba en un lugar secreto de su

estudio. En el cuaderno azul encontré anotaciones sobre esos crímenes sin

resolver, en las que sugería que los fiscales que investigaron los casos no

habían visto hacia donde había que mirar. Hablé otra vez con los colegas del

juez Cruz, para preguntarles si sabían algo sobre unos casos sin resolver

que parecía estar investigando por su cuenta. Nadie dijo nada útil, sólo unas

palabras de un amigo del Juez en el club de ajedrez que me dejaron más

desconcertado de lo que estaba: “El asunto está en la poesía” dijo, recordé

lo que parecían versos en el cuaderno azul y los volví a leer tratando de

encontrar un camino. El primero decía:

Ajenos

Desolados ante el esplendor de las vitrinas los muchachos avanzan…

condenados a la contemplación, del placer desterrados, comprenden desde

niños la lógica macabra, el truculento orden, bajan de los suburbios a la

ciudad espléndida a mirar, a mirar los magníficos sueños, la majestad de los

supermercados, los deslumbrantes autos, descapotadas rubias, heladerías,

cervezas de oros líquidos y coronas de espuma en la sed de los bares. Todo

es tras los cristales, nada brilla más que lo ajeno. Embriagados por la belleza

imposible de la ciudad y sus tesoros, se enajenan: una fuerza corsaria

emerge en la sangre, dispuestos a morir, deben tener para sentirse, para ser

alfil sueño. Entonces, traspasan la línea y se dan a la furia de las aves

rapaces, ofrendan sus vidas a la causa fugaz de unos días felices. Se

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

inmolan en la huída, o coronan; lucen rubias recientes, estridencias…

guardianes de lo ajeno les vigilan, no importa; ya han jugado su juego: la

vida por un instante de paraíso, y al final el espléndido fogonazo de la

pólvora.

Aunque el texto era sugestivo no me decía nada. Seguí internándome

en el cuaderno azul. Lo que leía revelaba la inusual y oculta sensibilidad del

juez: aunque en su vida pública y profesional no fue considerado un juez

blando, sabía que se encerraba en su estudio a oír música y a leer. Su

esposa en alguna ocasión comentó que lo sentía alterado y le había

sorprendido llorando a escondidas, pero que no había querido decir por qué

lloraba. Leí otro de los poemas del cuaderno.

Sueño del injusto

Les he visto abatidos bajo la sábana de una buena vecina, ocultos ya los

actos del silencio, libres de los designios del cielo, la huída sin pausa

concluida. La veloz furia sosegada. Los tatuajes y las cicatrices medallerías

de la breve carrera, serenos, al fin plácidos, cubiertos por el sudario del

silencio he visto a los muchachos en la paz del pavimento.

Seguí leyendo el cuaderno y nada decía sobre qué le condujo a su

voluntaria muerte. Volví a leer los expedientes de los casos no resueltos,

atento a la más mínima señal.

Me preguntaba porqué los tenía escondidos y porqué guardaba sobre

ellos un hermetismo y un interés tan enigmáticos. Terminé de releer los

expedientes, pero los crímenes no tenían nada que los conectara; las

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

víctimas eran personas completamente ajenas, unas de otras, y los hechos

parecían fortuitos; tan accidentales que no era verosímil una conexión entre

ellos. Volví al cuaderno azul esperando un milagro. Observé los dibujos,

algunos representaban hombres abatidos sobre calles llovidas, otros

parecían la secuencia de una historieta en la que aparecían personajes en

distintas situaciones; Seguí mirando el cuaderno y hallé números de

teléfonos: eran de un médico amigo y de un melómano que le conseguía

novedades musicales. Abandoné el cuaderno entristecido por la falta de

indicios. Volví a la oficina para hablar con su secretaria. Había sido

empleada del Juez durante nueve años. Dijo no saber nada sobre el suicidio,

pero en dos ocasiones mencionó los expedientes:

–Estaba obsesionado con algo que había descubierto, pero no se lo dijo a

nadie, eran unos expedientes que tenía en otra parte, tal vez en la casa, --

explicó.

Le pregunté si en la oficina no se había quedado alguna carpeta o algo del

doctor.

-- El hacía crucigramas, en un cajón hay recortes de periódicos; es todo lo

que queda de él. Si quiere verlos, ya se los traigo.

Puso sobre mis manos un sobre grande de Manila.

–Puede llevárselo, --dijo.

Tomé el sobre y salí a la calle. Me dirigí a la academia de ajedrez, me senté

en una de las mesas de juego y, sobre los escaques pintados vacié el

contenido del sobre: recortes de prensa, crucigramas, y un dibujo que

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

parecía el retrato hablado de un hombre calvo de ojos malignos. Observé

largo rato el dibujo, no había ninguna anotación o nombre que pudiera

indicar de quien se trataba, la expresión de ese rostro sugería desdén,

frialdad y cinismo. Entre los recortes de prensa me llamaron la atención

unos titulares de noticias de crímenes; el primero decía: Cosen Sastre a

Puñaladas. El segundo, Desaparecen Mago, otro más, Rajaron al Profe.

Sentí la felicidad de la inteligencia vibrar, irrumpir; una revelación acudía a

mi conciencia, iluminando con un relámpago lo que estaba en penumbras:

supe que había una relación entre los casos de los expedientes y aquellos

titulares. Separé los titulares, el retrato hablado, y me dispuse a revisar los

casos y a investigarlos.

Releí el caso del mago que había desaparecido. En un lugar del sur de la

ciudad habían citado al mago para una función privada; eso dijo a su madre

antes de salir y jamás se volvió a saber de él. La madre explicó:

--Toda su vida desapareciendo palomas, conejos, pañuelos de colores, y

vea, ahora, él mismo ha desaparecido.

Otro, aún más enigmático; era el de un conocido sastre del barrio San

Nicolás, estaba cosiendo una mañana en su apacible taller, cuando entró un

joven y sin mediar palabra lo atacó a puñaladas. Su esposa fue enfática al

afirmar que no existía ninguna razón para que algo así hubiera ocurrido. El

último fue el del profesor de algebra que estaba próximo a jubilarse, y a

quien asestaron un hachazo en la cabeza mientras corregía trabajos de sus

alumnos. Su hermano no se explica que pudo producir semejante desenlace.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Al final de la tercera relectura de los crímenes, una corazonada me llevó a la

hemeroteca de la Biblioteca Departamental: en el silencio del recinto

comprobé que esos crímenes sólo habían sido registrados por el diario El

Caleño. Durante muchos años este periódico ha publicado noticias de

sangre, ocupando la primera página con una foto del cadáver y un titular

llamativo. Pero la cantidad de crímenes y la aparición de otros diarios

similares, llevaron a El Caleño a una crisis económica que lo tenían al borde

del cierre.

Busqué al jugador de ajedrez y le invité a cenar. Aceptó a regañadientes,

más por hambre que por deseos de hablar conmigo. Fuimos a La Cazuela un

restaurante de comida marinera. Víctor es un hombre alto, pálido y delgado;

detrás de su timidez se ocultan una inteligencia vanidosa y un desinterés

general, producido por la erudición. Pidió cazuela de mariscos y cerveza.

Esperó a que yo iniciara la charla, siempre midiendo, calculando las

palabras.

–por qué dijo que el secreto estaba en la poesía, -- pregunté, yendo al

grano.

—No dije el secreto, dije el asunto.

–Bueno, ¿a que asunto se refería?.

–Al que usted le interesaba.

– ¿El suicidio del Juez?

– ¿Está seguro de que es un suicidio?

-- ¿Qué sabe usted, para afirmar que el asunto está en la poesía?

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

–Que sin poesía nada vale la pena.

–A qué se refiere?

–A todo.

–No me ayuda lo que dice.

–No tengo por que ayudarle.

–Tiene alguna hipótesis sobre lo que pasó al Juez?

–No es mi asunto, para eso están los investigadores, dijo con un tono de

ironía en la acentuación de la palabra investigadores.

Ofrecí más cerveza para ver si se le soltaba la lengua, aceptó la cerveza.

Le pedí que me hablara de su amistad con el juez.

–No era una amistad, sólo jugábamos. Él siempre perdía pero no le

molestaba.

Un vez me sacó tablas con un jaque perpetuo y se sintió muy feliz, estaba

tan contento que hasta yo me alegré.

--¿le habló de literatura?

—Hablamos de literatura y ajedrez, de Gambito de Caballo, de Faulkner, de

cómo el ajedrez ayuda a desarrollar el pensamiento lógico, y la conciencia

de que un instante de incertidumbre puede desencadenar una tragedia.

–¿Cree que el alma del doctor Cruz tenía alguna pena oculta?

--Que pregunta tan estúpida; en primer lugar no creo en el alma.

–¿Qué lo pudo llevar al suicidio?

--Nada, no creo que llegue a ninguna parte por esa vía.

–Se refiere a la investigación que él estaba haciendo?

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

--No, me refiero a la investigación sobre el suicidio, que en últimas, es la

misma.

Se levantó de la mesa dio las gracias por la cena y se retiró del

restaurante. Me quedé desconcertado ante la grosería del hombre. Sentí que

algo me había dicho, pero no atinaba a comprenderlo. Repasé las últimas

palabras de Víctor: La investigación sobre el suicidio que, en últimas, es la

misma.

Al día siguiente entré al diario El Caleño, con el pretexto de averiguar por

las tarifas de los clasificados. Son unas oficinas pintadas de anaranjado con

cuatro cubículos para periodistas, dos secretarias peliteñidas, dos motos

para salir disparados a la escena del crimen. “Allí donde quiera que la

muerte sea, estará El Caleño”. En el centro de una alta bodega, se encuentra

la maquina rotativa, vieja y tumultuosa. Su estrépito oscilante imita los

estertores de las miles de víctimas que han pasado por sus mantas y rodillos

en un vertiginoso frenesí de papel y tinta roja. Hay dos periodistas: uno de

planta y otro de “campo”, y en una garita de cristal, que sugiere el panóptico

de una prisión, despacha el dueño. Estuve mirando por ahí, tratando de leer

el lugar, de penetrar su esencia confusa y estridente. Nadie me atendía.

Media hora después de mi llegada apareció una de las secretarias a

preguntarme:

-- ¿En que se le puede Servir?

--Quisiera saber sobre los clasificados.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

– ¿Y como qué piensa anunciar? –preguntó, mientras me conducía a un

cubículo donde sólo había una silla, un teléfono y un desorden apabullante.

Del centro de un caos de papeles sacó una lista de precios plastificada, me

la enseñó y dijo:

--Son las del año pasado, pero están vigentes, el señor Mejía no ha

querido subir este año, es por lo de la competencia, nos está tocando muy

duro. Lo que más se anuncia aquí, son centros médicos para interrupciones

de embarazo, salas de masaje, y damas y caballeros de compañía. Por

ejemplo, este pequeño vale $25.000 y más grandecito, como este del

Profesor Numar, vale $35.000. ¿Qué desea anunciar?

–No, todavía no. Sólo deseo saber lo que cuesta, voy a hacer un

presupuesto... Quisiera saber otra cosa…¿quién hace los titulares?.

--El señor Mejía dice que un verdadero periodista es aquel que es capaz de

producir la noticia, él hace los titulares que más venden.

La dama peliteñida me acompañó hasta la puerta y se despidió con un,

“por aquí a la orden, lo que necesite”. Fui a la oficina del doctor Cruz; la

secretaria no se encontraba, la puerta estaba apenas ajustada. Entré y me

asomé a la ventana desde la cual se lanzó el juez. Abajo la gente minúscula y

anónima caminaba sobre la plaza de cemento. Sentí vértigo, noté que la

ventana era muy baja, que un empujón bastaría para volar por los aires hacia

la paz del pavimento.

-- ¿Qué hace aquí? --preguntó sorprendida, la secretaria.

--Nada, quería preguntarle por el día del suicidio.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

–Yo no vine a trabajar esa tarde, estaba en una cita odontológica.

--Aquí no controlan la entrada, acabo de subir sin ser notado, y estaba

adentro de la oficina cuando usted llegó. ¿Por qué no le pregunta al portero

si alguien vino a buscarla?

–Si, tiene razón, a estos edificios del centro viene tanta gente que los

porteros no saben quién es quién.

Fui a la academia de ajedrez. Víctor estaba dando una clase a unos

jóvenes. No repararon en mi presencia y me dispuse a escuchar.

--El Ajedrez es un lugar a donde uno siempre quiere volver, sus caminos

pierden al que transita por ellos, el jugador elige a donde ir, a qué

arriesgarse, de qué desprenderse, si desea un viaje largo, o uno corto. Por

eso es tan peligroso, su belleza lo puede atrapar a uno para siempre. Yo les

recomiendo que cambien de afición, que aprendan algo que no produzca

adicción, y que sea útil. El ajedrez es una sucesión infinita de batallas

inútiles.

--¿Quë es táctica profesor? --preguntó un muchacho con timidez.

--La táctica es el arte de la desesperación, es la capacidad de hacer cosas

insospechadas o arriesgadas para lograr un propósito. Les daré un ejemplo:

un delincuente actúa de manera táctica, un controlador aéreo de manera

estratégica. Botvinnik decía que estrategia es la capacidad de hacer algo,

cuando es posible planear hacer algo, y táctica, la capacidad de hacer algo

cuando ya no hay nada que hacer...

Cuando terminó la clase me aproximé a Víctor.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

–Qué extraña manera de conservar los alumnos: decirles que cambien de

afición es una invitación poco estratégica, al menos desde el punto de vista

de su interés.

–No crea, a ellos ya les picó el bicho del ajedrez y es mi deber advertirles

sobre sus peligros y consecuencias. ¿Qué hay de nuevo en el caso del

doctor Cruz?

--Nada aún, pero estoy avanzando. Hablar con usted, me esclarece el

entendimiento: quería preguntarle sobre la poesía y su amigo, sobre su

afirmación de que el asunto está en la poesía.. –Ya le dije que no éramos

amigos, que teníamos una relación de jugadores, me dolió su muerte y más

me duele la miopía de quienes la investigan, y me dolió que saliera en ese

pasquín de sangre, que vende el dolor ajeno a los carroñeros de esta ciudad.

Comprendo que todo es una mercancía, que la sangre vende y es un gran

negocio mostrarla, que la muerte ajena reconforta a los vivos y otros más

vivos hacen lo que sea para vender esa sangre. Pero lo más increíble, es que

para la sed de la gente no es suficiente la sangre derramada: la foto no les

basta, hay que poner algo que sea llamativo, algo ingenioso que resuma y

explique. Entonces hay que acompañar la imagen con un texto siniestro y

poético: Director de cine rueda al abismo, Cosen sastre a puñaladas,

Desaparecen mago, Rajaron al profe, o Juez se condena a muerte,

–¿Usted cree posible, que los titulares de El Caleño sean la salida táctica a

la irrupción de un competidor en el negocio de la prensa amarilla?

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

–Veo que comprendió la diferencia entre estrategia y táctica –dijo,

sonriendo.

Regresé a las oficinas de El Caleño. Desde el pasillo vi la garita panóptica

donde trabaja el dueño. Un hombre de baja estatura, calvo y vestido con

camisa guayabera me observaba detrás del cristal. Miré sus ojos y recordé

haberlos visto en algún lugar. Como un destello, la memoria me regaló el

sitio: era el retrato hablado en el sobre de los crucigramas y los titulares.

Volví a mirarle y sentí frialdad y cinismo en esos ojos.

Salí atemorizado del periódico, busqué a Víctor para contarle lo que había

descubierto.

--No es tan absurdo. El criminal usa para su beneficio lo inaudito, lo

importante es ser capaz de comprender la lógica de sus actos: Imaginar

titulares para arrasar a sus competidores; “el verdadero periodista es aquel

que es capaz de producir la noticia”: Juez se condena a muerte.

Tres meses más tarde después de los careos, los testimonios, de tener

que liberar al señor Mejía, por falta de pruebas, y por lo que la defensa

consideró “elaborado delirio de una inteligencia ajedrecística”, apareció la

foto de un hombre muerto frente a unos escaques vacíos y un titular que

decía: Le dieron mate al maestro de ajedrez.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

La última carta

Era la fiesta de clausura del torneo nacional de ajedrez. Luego de la

premiación nos reunimos para celebrar en el club que está frente al río, al

final de la Calle del Pecado. El aguardiente chispeaba, ganadores invitando,

perdedores reconstruyendo partidas que habían sido decisivas en el torneo,

y que de no ser por una omisión desafortunada, le habrían cambiado el

rumbo a los resultados y a la clasificación final. Los clientes habituales ya se

habían marchado, sólo quedábamos en las mesas, donde se juega ajedrez,

cinco jugadores. Movíamos copas y pasantes sobre lo blanco y negro de los

tableros. En un momento de la mitad de la noche, apareció esa muchacha.

Pasó entre los billares verdes, iluminados por lámparas de luz ámbar que

dan al lugar un aspecto elegante y desolado como el de los cuadros de

Edward Hoper. Avanzó por el salón y se sentó en una de las mesas de juego.

Parecía fugitiva. Tenía una excitación complacida, estaba vestida con un

traje de algodón de flores rojas y fondo blanco, algo fuera de tono para la

hora y el lugar.

La muchacha tenía una belleza progresiva; la primera mirada no revelaba

nada singular, nada en ella era llamativo, en la segunda vista, algo

comenzaba a surgir, alboreaba en ella una luz inicial, distante y apacible.

Luego una fragancia fresca, después, al volver a mirarla, una distancia, un

misterio claro la gravitaba Si se la volvía a mirar se hacía altiva, su segura

tristeza, el determinado dominio de sus formas, un suspendido estar en el

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

mundo hacía sentir que cada vez podía ser más atractiva y entonces me

preguntaba : ¿que pasará si la vuelvo a mirar ?. Se posó en una mesa

alejada. Cuando el garitero regresó de atenderla, le preguntamos por ella y

por lo que había pedido. —Es gringa, habla enredado, pidió una cerveza y

unas fichas de ajedrez.

--¿Un ajedrez?. Debe ser por llamar la atención --dijo Larotta campeón del

torneo.

El garitero le llevó las fichas y la cerveza. Ella comenzó a poner algunas

piezas sobre el tablero. En realidad puso muy pocas, según podíamos ver

desde donde estábamos. Se sirvió la cerveza y se concentró.

–No debe saber ni mover las piezas --dijo González, el campeón de la

categoría juvenil.

--Porque no vas a ver que quiere --sugirió Larrota. Me dirigí a su mesa.

--Hola, buenas noches, ¿desea jugar una partida?

–No, gracias, voy a resolver un problema--afirmó con un acento extraño,

que no era inglés.

Me miró un instante, con ojos limpios y luminosos como los de un niño

después de llorar, de un color indeterminado entre azul, y verde. Miré el

tablero y vi la siguiente posición: Blancas: R4CD, D1TD, P5AD. Negras:

R2CD, A2TD, T3CR P2AD. No parecía nada interesante. Pregunté qué era, y

me dijo:

–Es un problema que me envió mi padre, dice que es de Kasparian y que

ganó con él un concurso de finales artísticos.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

La muchacha miraba el diagrama que tenía dibujado en un papel, lo

comparaba con la posición que había puesto en el tablero. Luego de

cerciorarse, pasando su mano por las piezas como una caricia que cuenta,

guardó el papelito con amoroso cuidado y se sumergió en la posición. No

reparaba en mí, ni siquiera se inmutó cuando me senté. La miré y vi que su

piel era rosácea, y que si bien su belleza era progresiva, también era

oscilante. Mientras más absorta estaba en la posición que estudiaba, se veía

más enigmática, suspendida como una fantasía, pero luego, al comprender,

regresaba de esa distancia y parte de su belleza se esfumaba. Tardó una

cerveza y encontró la solución. Los jugadores ya se iban, se acercaron a la

mesa para despedirse y de paso curiosear la novedad extranjera. González el

campeón juvenil le preguntó con insolencia.

--¿Quiere jugar ajedrez?

Ella, molesta le dijo:

–Siéntese, y comenzó a disponer las fichas para empezar, cedió la blancas

a González y jugaron una Ruy López muy rápido, pero sin reloj. Las negras

acumularon pequeñas ventajas y finalmente González quedó perdido. Los

otros jugadores se burlaron, él se molestó por las burlas y quiso la

revancha. La muchacha dijo que debía retirarse. Pagó el tiempo y la cerveza,

dejó propina, nos extendió su mano a González y a mí, y se marchó.

--¿Quién es? --preguntó Larrota.

--No sé creo que es Rusa, habla con esa quebrazón de vajilla que tienen

los rusos en la boca.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

--¿Y que dijo?

–Nada, que su padre le había enviado un final artístico y que quería

resolverlo. Lo resolvió y se iba a ir, cuando llegó González a desafiarla.

Nos marchamos desconcertados por la extraña irrupción de la dama en

nuestro territorio.

Dos semanas después, fui al correo para enviar unas revistas y la ví en la

fila. Llegó a la casilla y no le recibieron el envío porque no tenía remite. Me

acerqué para ayudarla, al verme sonrió urgente y amistosa, me pidió que le

escribiera un remite.

--Es que no sé si me quede en el hotel donde estoy. Los chinos quieren

cambiarnos a cada rato para la seguridad de su negocio.

No entendí una palabra, me pareció extraño lo que decía. Le ofrecí mi

dirección para que le recibieran su envío, dudó, sus ojos agradecidos

azularon los míos. Después de poner los correos salimos y me invitó a un

café.

--Debe ser en un lugar interior, donde no nos vean --Dijo con su

pronunciación de caja de herramientas.

No objeté la condición que ponía, fuimos al Café Bolívar. Buscó la mesa

más discreta y se sentó con prisa clara y pícara.

--Que amable dar tu remite sin conocernos. Yo estoy hace poco aquí, por

la desintegración… tenemos muchas dificultades y hay migración para

trabajar.

107
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Su belleza oscilante me envolvió. Pensé un momento, si con “trabajar”, se

refería a la más antigua de las profesiones, pero su porte, y el antecedente

de la partida de ajedrez, no hacían encajar esa idea.

--¿Qué trabajo haces? --Pregunté tímidamente,

--Es algo divertido, algo que apasiona a los clientes, pero que es mal visto

y prohibido en muchos países.

Me dio pudor indagar más, le pregunté dónde había aprendido a jugar

ajedrez.

--En mi país el ajedrez es una materia escolar como el álgebra. Todos

sabemos jugar. Los que tienen verdadero talento entran a las escuelas de

formación de maestros.

--¿Estuviste en alguna escuela de maestros?

--No, yo no tenía el talento suficiente para eso, pero era una jugadora que

hacía buenas partidas.

--¿Ganaste algún torneo?

–Sólo un juvenil femenino por equipos, era el tercer tablero. Y un torneo

de mi aldea. Luego llegó la desintegración. Los chinos reclutan hombres y

mujeres jóvenes para su negocio. Si no hablamos la lengua de aquí, les

parece mejor.

--- ¿Y dónde es el trabajo?

---En el Hotel Intercontinental.

Guardé silencio, recordé las damas dudosamente elegantes que

deambulan por el lobby de ese hotel, las historias sobre sus dádivas y sus

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

precios fabulosos, los catálogos que discretamente hacen circular los

conserjes con las cartas del menú, en los que se ofrecen noches y placeres

desconocidos, y la discreción con que ellas se hacen pasar como clientes de

los más exclusivos lugares de la ciudad.

Se levantó de la mesa y se fue a buscar al mesero para pagar el café, la

miré y sentí la fuerza de su cuerpo en cada movimiento. No era posible que

ella fuera una…

--Muchas gracias por el préstamo de tu remite.

Tendió su mano eslava, suave, veloz, cálida, precisa. Y se marchó.

Dos meses después, una tarde, salía de mi apartamento en el barrio San

Antonio, cuando encontré un paquete del tamaño de un ladrillo, forrado con

papel de color salmón y atado con cintas azules. Algo inusual en el paquete

me llamó la atención: tenía estampillas. Hacía diez años no recibía

encomiendas o correspondencia con estampillas, las miré; eran tres motivos

pictóricos sobre estaciones ferroviarias. Traté de leer y no pude. Por la

forma de las letras supe que era un idioma eslavo. Vino, como un caballo

cinco alfil rey, la imagen de la rusa y su poderosa belleza progresiva.

Recordé la dádiva del remite y sus ojos azulándome. Sólo en ese momento,

me di cuenta de que no tenía su dirección.

Fui a buscarla al Hotel Intercontinental, Llegué al edificio, traspasé su gran

puerta de cristal y sentí la suave alfombra debajo de mis pies. El aire

acondicionado hizo frescura en mi cabeza ardida y una serenidad

instantánea se acomodó en mi espíritu. Pude deambular libremente por los

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

salones, disfruté de la elegancia y los altos espacios, de la anónima placidez

del lugar, pero no veía a la muchacha rusa. Seguí recorriendo el hotel, salí a

la gran terraza que da a los jardines, a la piscina y a la zona húmeda.

Tendidas al sol, huéspedes aceitosas tostaban sus pieles. Hombres obesos

con esclavas de oro y cadenas pendientes de sus cuellos, comían mirando

para adentro. Seres blindados, torpes, altaneros. Una dama extranjera,

nadaba en perfecto estilo libre piscina tras piscina. Un petirrojo cazaba

insectos invisibles. La palmera dejó caer desde el cielo una hoja grande y

estruendosa que nos asustó a todos: el pájaro se espantó, la nadadora se

detuvo, las damas tendidas lanzaron pequeños gritos agudos, yo me

estremecí, los hombres blindados no se inmutaron.

La tarde avanzó hacia un azul rosa cursi. Eran las 5 cuando la vi. Vestida

con una camisa blanca, de esmoquin y cuello de pajarita, pantalones

negros, ceñidos, zapatos altos y el cabello recogido, atado con una peineta

en forma de mariposa. Estaba al fondo del jardín, con otra mujer vestida de

la misma manera. Moví las manos para saludarla y mi saludo fue respondido

a mitad de camino, por una de las damas aceitosas. Los hombres blindados

me miraron, con amenazadora interrogación. Creí que la rusa me miraba y le

sonreí, mientras agitaba como un pañuelo mi mano, pero ella desapareció

por una puerta lateral. Uno de los hombres blindados se levantó de su silla y

se acurrucó al lado de la oleosa mujer que me devolvió el saludo, luego otro

de los hombres vino directo hacia mí.

--¿Qué le pasa?

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

--Nada.

--¿Conoce a la señora?

--No conozco a nadie.

--¿Entonces por qué saluda?

--Saludaba a otra persona que estaba detrás de ustedes.

El hombre blindado miró hacia el lugar para ver si veía a alguien y no vio a

nadie. Me enfocó con ojos asesinos, y dijo: --no sabe con quien se está

metiendo.

Miré hacia la mujer aceitosa y vi que la interrogaba otro de los hombres

blindados con gesticulaciones amenazantes. El hombre hizo una seña al

que me interrogaba y acto seguido una tenaza brutal tomó mi antebrazo de

ajedrecista. Fui arrastrado con fuerza hacia el césped de las damas.

Palidecí, sentí el frío del absurdo, la patraña delirante, la ceguera cruel y

veloz de la ignorancia engallada.

La tenaza aflojó mi brazo y el hombre blindado se irguió desde el césped

de la mujer aceitosa hasta mi cara.

–¿Usted quién es? --Dijo, con acento paisa.

Tenía barba en corte candado y más cadenas pendientes que los otros

dos hombres. Movía de manera convulsa una mano en la que sonaba una

esclava de piloto. --No ve que ella está conmigo?

--No sé quien es ella, nunca la había visto.

--No me crea tan marica --Dijo, y realizó un gesto al hombre de la tenaza.

El hombre procedió a reatenazar mi brazo mientras susurraba:

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

–No hagás escama por que te morís.

Me condujo por la escalera de los parqueaderos, al llegar a la rampa me

resistí, el hombre sacó una pistola. Grité, el hombre miró para todos lados y

me dio un cachazo en la cabeza. Mientras caía lancé un bufido bestial, tan

poderoso, que lo oyeron las ballenas jorobadas en las profundidades del

mar en la isla de Gorgona. Escuché gritos guturales de mujer, vi desde el

suelo unos zapatos corriendo hacia mí. El hombre se alejó con sus botas

texanas. Cuando miré hacia arriba, hallé el rostro salvador de la rusa y sus

manos eslavas finas, firmes, me tomaron del asfalto y me llevaron hasta la

bondad de sus ojos.

--¿Qué te pasó?

Mientras me guiaba, le conté lo sucedido. Se rió incrédula. Llegamos a

una puerta pequeña en un corredor, me peinó con sus dedos veloces y se

despidió diciendo.

--Vete que no me pueden ver con los clientes. La puerta me condujo a La

Taberna Alemana, atravesé el local y salí a la calle.

Repasé los hechos como se repasa la posición de una partida aplazada:

desde la apertura, cuando la vi el día de la clausura del torneo. Luego el

encuentro casual en el correo y lo del remite. Las palabras en el café, el

avistamiento en tercer plano en el jardín de los hombres blindados y las

damas aceitosas. Su milagrosa aparición para rescatarme de la más absurda

de las muertes. Pensé en el poema “Dios mueve al jugador, y éste, la

pieza”...

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Quise abrir el paquete, lo agité para adivinar su contenido, volví a mirar

las estaciones ferroviarias, la letra incomprensible, el amor en las cintas

azules y la caligrafía… no me atreví. Pasaron tres semanas y la muchacha

rusa comenzó a disiparse. El olvido, bálsamo de la serenidad, hacía su lento

trabajo. Casi la olvidé. Regresé al club de ajedrez a jugar un torneo a cinco

rondas. La primera partida me tocó con González. Jugué con negras la

misma Ruy López que había jugado con la rusa, y llegamos a un final con

alfiles de distinto color; acordamos tablas. En la segunda ronda mi

contendor no aparecía, llegó casi sobre la hora, a un minuto de perder por

WO. Era Guarín. Jugué peón dama. El jugó una defensa Gruenfeld. Llegamos

a un final en el que sacrifiqué un caballo para coronar un peón. El se

apresuró, por falta de tiempo, a comer. Quiso devolver la jugada, pero “ficha

tocada ficha movida”, y perdió. Se levantó furioso porque la partida era

tablas y había perdido. Se insultó, y sin firmar la planilla abandonó la sala.

Los ajedrecistas son seres extraños, nada convencional rige sus vidas. El

único credo es el tablero. Acechan detrás de las horas una oportunidad para

sacar ventaja: una calidad, el dominio de una diagonal, conquistar una

columna. Concentrados en esa pasión olvidan comer, dormir, …Ofrendan

sus vidas a la luz de una jugada.

En la última ronda yo iba de cuarto. Si ganaba la partida podía alcanzar un

premio de la bolsa y aspirar a quedar segundo. Pero estaba jugando con un

jugador muy fuerte: Rafael Saladem. Me atacaba por el flanco de la dama.

Llegamos al límite de tiempo y la partida quedó suspendida media hora para

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

un receso. Todos habían terminado, no me levanté de la silla, seguí

estudiando la posición para buscar una salida a la aparente inferioridad de

mis piezas.

De pronto una voz conocida me susurró al oído: “alfil cinco caballo”. Miré

hacia atrás y su risa estallada me devolvió a la realidad. Me levanté de la silla

para saludarla. Ella no apartó sus ojos del tablero. Escrutándolo dijo en

secreto, mientras su boca me regaba un aroma eslavo: “con alfil cinco

caballo puedes forzar un empate”.

El contendor se sentó y el juez del torneo puso en marcha el reloj. Estudié

en un minuto la propuesta de la rusa; A5C: era simple; desclavaba mi alfil, al

tiempo que clavaba su torre; él capturaba mi único peón y yo capturaba la

torre; él coronaba una dama y yo capturaba con mi torre su dama recién

coronada. Y él comía mi torre. No quedarían sobre el tablero más que un alfil

y los dos reyes; sería un empate. Realicé la jugada. Mi oponente entendió

las consecuencias. Me dijo que el empate no nos convenía; que no

alcanzaríamos a ganar nada de la bolsa. No contesté. Él, molesto, realizó los

obligados movimientos, dijo: --tablas. Y paró el reloj. Miré atrás buscando a

la rusa, pero se había desvanecido. Salí a la calle, caminé hacia el Hotel

Intercontinental. Sentí miedo al franquear la puerta de cristal, atravesé el

lobby principal, caminé por el corredor estrecho que lleva al parqueadero,

llegué a la puerta pequeña por donde ella había entrado, el día de los

hombres blindados. Dudé, cogí el pomo y lo giré, la puerta se abrió a un

espacio luminoso y extenso, tapizado de verde, en donde cientos de

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

lámparas producían un día perpetuo. La elegancia del lugar brindaba una

atmósfera de prosperidad. Muchas personas diligentes, impecables atendían

a hombres y mujeres que se distraían jugando. Mesas de Blak Jack, ruletas

girando, mesas de King. El ruido de las fichas era música, el sonido

oscilante del dinero, cambiando de manos o arrastrado por el crupié hacia el

arca de la casa. Paños rojos, azules y verdes, maderas y lacas, sillas de

cuero. Una dama oriental, hacía aire con un abanico de seda. Diamantes

rompiendo la luz desde hábiles dedos. Perlas pendiendo contra cuellos

perfectos, gargantillas sobre escotes maculados, seda, lino, gamucillas.

Mancornas de oro, aromas de aguas de colonia, amaderadas, florales,

fructuosas. Hielo entrechocado en el whisky, tensión y alegría, la suerte

girando caprichosa sobre la vestidura galante del éxito, o de la ruina veloz,

implacable, silenciosa. Al final de los salones, había un barcito pequeño,

una barra con cuatro butacas y tres mesas redondas. La sed me llevó, pedí

una cerveza. Una joven perfecta descendió por el aire el vaso escarchado

donde burbujeaba oro líquido. Con una sola sonrisa saludó, atendió la sed y

se retiró a otro quehacer. Estaba sintiendo el lugar, abstraído en su esencia,

cuando apareció en mis ojos: mezclaba dos mazos de cartas con destreza.

Una seguridad mágica las hacía volar por el aire y entrar al mazo de la otra

mano como surtidores de agua en una fuente que fluyen uno hacia el otro,

eternamente. Los jugadores esperaban embelesados ante la perfección del

acto. Se detuvo, ofreció una carta para partir a un caballero, introdujo las

cartas partidas en un cajoncito de madera y comenzó a dar el juego. La

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

había descubierto. Salí sin ser notado. Entendí: los chinos son los dueños

de los casinos de Cali, una dinastía reciente que ha construido un imperio de

suerte, el monopolio de azar más apasionante y exitoso. Mantener el rigor y

la disciplina necesarios para operar el manantial de la riqueza, conlleva

muchas precauciones, y sobre todo mucho talento. Encontrar jugadores

disciplinados, que no beban, que no lleguen tarde, que no se amisten con

los clientes, que sean honestos y productivos, no es fácil en esta ciudad.

Por ello los chinos importan los crupiés, y el mejor lugar para encontrar esos

talentos es Rusia. La aceché durante siete días, a distintas horas, y

finalmente la ví salir una tarde. Iba con su paso rápido y seguro. Me tocó

hacer pequeños trotes para poder alcanzarla. Caminaba por la Avenida del

Río hacia la Tertulia. Llegó a un mercadito, entró, compró unas pocas cosas

y a la salida me interpuse en su camino para que me viera.

–Hola, --dijo con prisa alegría y sorpresa.

–¿Tienes unos minutos? --Pregunté.

--Si, tengo unos minutos, pero no es bueno que me vean con nadie.

--Vamos a mi apartamento, es cerca, propuse.

--Ve tu adelante, yo te sigo.

Caminó detrás, a unos veinte metros.

Subimos la colina, abrí la puerta y esperé a que llegara. Cuando entró dejó

escapar una alegría de libertad.

–Solo soy libre cuando estoy encerrada.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Me abrazó, su risa regalaba luz a los ojos. Miró el lugar, se detuvo en las

pinturas, le ofrecí café, asintió sin dejar de mirar; se adentró en el estudio

mientras yo ponía el agua. De pronto oí un grito de felicidad y unos saltos.

Salió casi volando con el paquete en las manos.

--¿Por qué no me habías dicho?.

Expliqué todos mis esfuerzos, me miró feliz y se dispuso a desatar las

cintas azules. Miraba las estampillas,

--Es la estación de mi ciudad --dijo.

Con una destreza manual notable, realizó la apertura del paquete sin

romper ni rasgar nada. Retiradas las cintas, desplegado el papel, surgió una

caja de madera, adentro de la caja, otra caja, y en la tercera, había una carta

manuscrita que procedió a leer. Yo regresé a la cocina para dar intimidad a la

lectura y terminar de preparar el café. Colé el tinto y volví con las tazas

servidas a donde estaba leyendo. Lloraba, me miró y su barbilla hendida

temblaba.

--Mi padre está en problemas, serios problemas: para venir aquí hemos

hecho un préstamo a la mafia rusa. Yo trabajé para lugares clandestinos de

juego, y para que me dejaran venir, compramos mi paz y salvo. Es como el

pase de un jugador de fútbol. Los chinos que me trajeron, no me han pagado

nada. Y a mi padre lo van a matar si no paga la deuda.

Me quedé en silencio sin saber que decir. Además de la carta le envió una

foto, un collar y unas semillas de flores rusas.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Tomamos el café en silencio, volvió a leer la carta, la guardó en el paquete

y se marchó.

Quedé desolado, no esperaba un final así con la rusa. Me lamenté,

pero acudí al mejor sistema: olvidar. Otras semanas de holgazanería,

ajedrez, cine y lecturas. Un domingo en la mañana sonó el timbre, me asomé

y era ella. Subió, tenía el vestido del primer día: volátiles campos de algodón

florecido, sobre la tela, estaba excitada, quería decir, pero no decía, quería

actuar y no actuaba, al fin dijo:

--¿Podré confiar en ti ?.

--SÍ. Contesté, --sin pensar.

--Es algo muy delicado, muy complejo, es ilegal. Es para salvar a mi padre.

--De qué se trata?.

Me tomó de la mano y me llevó frente a ella. sentí otra vez el aliento eslavo

de perrita pequeña. Miré los ojos luminosos, recién llorados, la sonrisa:

picardía y música antes de sonar. Sentí el delicado rosa de sus carnes detrás

del algodón. Fui objeto del más dichoso juego de manos, diestras serenas,

sabias, seguras cálidas, jugando con mí cuerpo asta la perdición. Estaba

feliz y casi no entendí algo que decía, porque miraba incrédulo la belleza que

me ofrecía la suerte, y el placer gobernaba mi cuerpo satisfecho, gratificado.

--Tenemos que robar el casino, debo enviar veinticuatro mil dólares a mi

padre. –Dijo, segura, desnuda, tendida en el sofá de la sala, mirando por la

ventana el Cerro de las Tres Cruces.

–¿Qué dices?...

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

--No hay otra forma de salvar su vida. Yo lo metí en ese lío y debo sacarlo.

–¿Y yo que tengo que ver?

--Te salvé del matón en el parqueadero. Me debes una. Y no tengo a nadie

más en este país.

Entrenamos todos los días en medio de una pasión adictiva. Nos

levantábamos de la cama, de la alfombra, del sillón, con cartas pegadas en la

piel, reyes de diamante, reinas de trébol, adosadas a una nalga, a un muslo.

El as de corazones rodando por el pubis dorado de Irina. Me enseñó a jugar:

la clave de sietes.

–Una vez siete pides más, dos veces siete plantas, yo me vuelo, tres veces

siete, siempre ganas.

Se trata de hacer veintiún puntos; jotas, reyes y reinas valen diez; el as,

vale uno o diez, según se quiera; y los otros números valen lo que valen.

Inventó un lenguaje cifrado con su anillo: si el anillo tiene la piedra hacia

abajo debo apostar muy poco, si el anillo tiene la piedra hacia arriba, en su

posición natural, debo apostar duro: si no veo el anillo en el dedo, debo

parar de jugar, cobrar y retirarme. Realizamos muchas simulaciones. Me

explicó que no podía estar mucho tiempo en el casino, que no jugara más de

dos horas, y que si la cambiaban no me retirara inmediatamente, pero no

arriesgara. Que jugara media hora más, tratando de no perder. Que no fuera

más de tres veces a la semana, en horarios y días diferentes. Que

eventualmente empezara en otra mesa y luego me cambiara para la de ella,

que en unas sillas altas, hay observadores controlando y cuidando los

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

intereses del casino. Me explicó que debía vestirme mejor y aparentar tener

dinero, que tratara de jugar cuando la mesa estuviera sola y que jugara en

tres puestos. No podían verla perder, jugadores habituales del casino, pidió

que no la mirara a los ojos, dijo que había cámaras de seguridad grabando y

que esas grabaciones eran estudiadas por los encargados de la seguridad.

Dijo que teníamos que reunir el dinero en dos semanas y que después yo no

debía volver; que me concentrara, y pensara que se trataba de salvar la vida

de su padre. Siete semanas de entrenamiento y estábamos listos.

La primera vez que llegué a jugar, compré el equivalente a cien dólares. En

la caja principal, una mujer me miró y dijo:

--Bienvenido al Dorado.

Eran las tres de la tarde, deambulé con las fichas en la mano por los

salones. Había pocas personas, mujeres mayores de rasgos y acentos

árabes, un hombre jugando en la ruleta. En otra mesa dos extranjeros

jugaban y bebían, Miré las fichas: eran bellas, las hice sonar, acaricié sus

bordes dentados, sentí el troquel del relieve de las cifras, los colores

profundos, el peso liviano pero firme. Llegué hasta la mesa donde estaba

Irina y pregunté, sin mirarla a los ojos, si podía jugar. Jugué en tres puestos

durante una hora y cuarenta y cinco minutos. Gané, no supe muy bien cómo

ni por qué. Las manos veloces y precisas se detenían al frente de mis cartas

para preguntar si apostaría. Yo miraba el anillo y apostaba donde y lo que la

sortija indicaba, Gané mil dólares siguiendo las indicaciones; no la miré a

los ojos y me retiré un momento después de que otro jugador se sentó a

120
Las sonrisas trocadas – José Zuleta

jugar en la mesa y no vi el anillo en el dedo de Irina Di una vuelta por el

lugar, había más gente que al comienzo, jugué un par de fichas pequeñas en

la ruleta. Tomé un refresco por cuenta de la casa, cambié las fichas y salí del

casino. Al amanecer, llegó Irina con su uniforme ceñido y sus ojos de niño

que acaba de llorar. Me abrazó, --Lo hiciste muy bien --dijo. Entregué el

dinero y ella lo guardó en su pecho. Luego se durmió en el sofá, la miré

dormir, observé los rasgos de su rostro, la fina materia de que estaba hecha.

Los colores del cabello, la forma pincelada de sus labios, su mandíbula,

ventanas llevando aire y silencio a la sangre, cejas, trazos veloces, la

pequeñísima huella de una caída de infancia sobre la alta frente. Despertó,

su mano mágica desabotonó la camisa, desató el cinturón, zafó los zapatos

en un solo movimiento. El dinero cayó al sofá ella, desnuda volvió a

dormirse. Seguí mirándola: colinas coronadas de rosa, la estepa del vientre,

donde hierbas doradas forman un tapiz, pelusa invisible que se extiende

hacia el aljibe del ombligo y sigue bajando hasta el bosque ardoroso. Los

muslos firmes, seguros, inobjetables, redondas rodillas. Del descanso del

mueble las piernas conducen al paraíso de los pies descalzos; dedos finos,

delgados. Pensé en el pié de una Zarina. El empeine producía una parábola,

los precisos arcos de las uñas y las diminutas medialunas blancas, todo

creado por dioses artistas para los pasos precisos que la llevan por el

mundo.

Volvimos al asunto: Jugar, hacer trampa, ganar, y enviar dinero a Moscú.

En las primeras tres semanas jugué nueve veces, el noveno día ya habíamos

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

ganado diez mil dólares. Cuando me senté, un supervisor se acercó a

mirarme jugar. Irina no movía el anillo, yo aposté a riesgo y comencé a

perder. Ella no se inmutaba yo seguía perdiendo el hombre no se iba.

Desconcertado miré a Irina a los ojos, ella me fusiló de azules. El supervisor

hizo una seña y llamó a otra jugadora para que remplazara a Irina. Vino una

muchacha colombiana y el supervisor desapareció con Irina en lo profundo

del salón. Seguí jugando hasta que se me acabaron las fichas y me retiré del

casino.

Fui al apartamento y esperé a que Irina llegara. No llegó esa madrugada ni

la siguiente, ni la siguiente. Me asusté, temí por ella, por lo nuestro, pensé ir

al casino pero no tenía dinero, presté a un amigo para poder comprar fichas

y realizar mi rutina: Fui, entré, compré 100 dólares, y la busqué por las

mesas de Blak jack. No estaba, los crupiés me miraban, los supervisores me

seguían, las cámaras me enfocaban. Me sentí perseguido, creí ver al hombre

blindado jugando en la ruleta. No sabía qué hacer. Pensé que no debía irme,

pues sería casi una confesión. Me senté a jugar. La mesa estaba vacía y

jugué en tres puestos como lo hacía con Irina. Jugué con mucha cautela sin

arriesgar y la suerte me sonreía ganaba poco, pero ganaba. Eso me daba

tiempo para esperar a que llegara. Jugué dos horas y un hombre se sentó a

jugar el la mesa. Jugué dos manos más y me retiré. Había perdido diez

dólares. Di un paseo por el lugar, tomé un refresco. Una desolación fría, un

abismo incomprensible, el atuendo de la suerte adversa gravitaba, percibí

que algo malo estaba ocurriendo. El supervisor pasó dos veces a mi lado,

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

traté de mostrarme sereno. Estiré el tiempo todo lo que pude para ver si

llegaba: no llegó. Cuando sentí que ya no era natural estar en ese lugar me

marché. Regresé a los tres días, compré cien dólares en fichas y la busqué

por todas las mesas; no estaba. Me senté a jugar en una mesa sola, con la

muchacha que había reemplazado a Irina el último día. Arriesgué más esta

vez, comencé ganando y traté de hacer tiempo, pensé en preguntarle, pero

no me atreví. finalmente perdí hasta la última ficha y me marché.

No regresé al casino, no tenía como sostener ese hábito. Nada de Irina,

volví a mis asuntos: fui al club, jugué un par de torneos y quedé por ahí, en

la mitad de la tabla. Siete semanas después, una mañana, salía del

apartamento para dar una clase de ajedrez, y vi una carta bajo la puerta. Algo

familiar en el sobre me agitó el corazón: estampillas. Era una carta dirigida a

mí, pero escrita en ruso. No entendí sino mi nombre. Busqué un traductor.

Recordé al matemático y ajedrecista, Nelson Castañeda, que había estudiado

en Rusia. La carta era el padre de Irina, Castañeda leyó:

“Querida hija de mi corazón, sé que estás en dificultades por mi culpa. No

es verdad lo que te dije de la deuda, mi vida es un nudo ciego de mentiras,

soy un adicto, un esclavo del juego, tu no sabes la verdad de mi tragedia, no

he podido explicarme por qué llegué a hacer lo que hice. No quiero que te

pase nada malo, necesito ayudarte y no encontré otra manera. Lo que te dije

sobre el trabajo con los chinos en Colombia, no era cierto, no te conseguí un

empleo: te perdí en una apuesta, y por eso estás allá. El dinero que me

mandaste lo he perdido jugando. Ahora que no me mandas dinero, he tenido

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

que ofrecer mis riñones y mis córneas a las mafias de tráfico de órganos,

pero no pagan mucho porque soy mayor de 45 años. La suerte no me

acompaña, ahora después de tantos años comprendí que la suerte está con

el que no juega. Si se reta el azar, él es más poderoso que todos los deseos

y los saberes de un jugador, el azar está del lado de quiénes no juegan, de

quienes no osan retarle. Yo he pasado toda mi vida confrontándolo,

desafiando su poder y él –solo hoy lo entiendo- prefiere a quienes no se

ocupan de él. Los juegos de inteligencia son todo lo contrario: es quién más

se empecina, quién desafía el orden y se atreve a crear nuevos caminos, el

que mejor puede jugar y ganará, sin que la suerte intervenga. En el ajedrez el

azar apenas puede comprender el juego, no está invitado a la mesa ni

siquiera como espectador. Sé que es muy tarde para mí. Quiero que sepas

que te amé y que no puedo vivir con las culpas que he acumulado, pero es

mi deber ser veraz, al menos una vez, para morir con un poco de dignidad.

Cuando te liberen yo habré muerto, aléjate de los chinos, si quieres jugar,

juega ajedrez, que es lo que sabes, no regreses, no hay nada para ti en esta

rígida estepa. Fui feliz cuando te dormía cantando, siempre que te ví reír, y el

día que me empezaste a ganar y me explicabas dónde me había equivocado.

Fui feliz mirando tus ojos, siguiendo tus manos, calentando tus pies en el

invierno. Cuando te enseñé a jugar, pensé que debías estar al lado de la

suerte, que debías jugar del lado contrario al que yo había jugado, por ello te

presenté a los dueños de la casa de juego. Era clandestina, sí, pero creí que

tu talento para jugar te llevaría muy lejos. Hoy estás muy lejos, no sé nada de

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

ti, ni siquiera sé si te llegará esta carta. Espero que al menos esta vez tenga

suerte: cuando mis órganos hayan pagado tu deuda, que es mi deuda, ellos

te liberarán. Mi último deseo es que no vuelvas a un casino jamás.

Recuerda sólo los momentos felices, las tardes de verano en el río, la

mañana en que vimos, después de la lluvia, tres arcos iris sucesivos, el día

que te quedaste jugando en el césped y perdiste el autobús del colegio, y te

viniste a pié y te extraviaste. Recuerda el abrazo y la dicha de tu hallazgo.

Si no volvemos a vernos, perdóname, ahora que sabes la verdad voy morir

en paz.

No podía creer lo que leía mi amigo. Él quedó más desconcertado que yo.

–¿que quiere decir esto?

--No sé, no podría explicarte.

--Es absurdo y siniestro.

--Sí, gracias por tu ayuda.

Salí a la calle y traté de digerir la carta, quise volver a leerla, miré esa sopa

de letras en la que no podía descifrar una sola palabra y sentí la impotencia

de la ignorancia. Pensé en la suerte de Irina, en responder la carta diciendo

que no la podría entregar, pensé en denunciar el caso con las autoridades,

en comunicarme con la embajada de Rusia. No hice nada; cuando pensamos

mucho terminamos haciendo nada. Seguí en mis asuntos. Durante nueve

noches soñé con Irina, leí a Chejóv, estudié el juego de Bronstein, miré un

libro de pinturas de Chagal.

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

Una noche estaba en el club de ajedrez, era tarde, el garitero recogía las

sillas y las montaba sobre las mesas para barrer, yo estaba leyendo, comía

maní y tomaba una cerveza, leía Wint de Chejóv. En un momento mis ojos

buscaron el plato del maní para coger uno, y vieron una mano veloz

tomando una semilla, alcé la mirada y ví sus ojos translúcidos como

acabados de llorar. Y su risa, a punto de sonar. Nos abrazamos se tomó de

un trago lo que quedaba de mi cerveza y nos fuimos corriendo- bailando

para la Casa de la Colina en San Antonio.

--¿Que te pasó, dónde estabas?

--Los chinos sospecharon y me trasladaron al casino de Pereira. Estuve

sin jugar un tiempo, luego me llevaron donde Li, el dueño. Me dijo que debía

recuperar lo que había perdido contigo, que tu habías seguido jugando y que

por eso no estaban seguros de que yo estuviera robando, que me daba tres

noches en su casino del hotel Meliá para reponer los diez mil dólares que

debía. La primera noche llegó un judío fanfarrón, jugaba y hablaba, dijo que

yo debía ser judía, que mis rasgos eran hebreos, que él era dueño de una

multinacional de prensa. Fui despiadada y le gané tres mil dólares en una

hora. Se quedó sin dinero y se fue. Al rato regresó a seguir jugando mientras

hablaba y se lamentaba y fanfarroneaba, le gané otros tres mil. Dijo que

nunca había perdido tanto dinero con una mujer que no fuera su esposa, y

se echó a reír de su chiste. Cuando se le acabaron las fichas, llamó por

teléfono y al rato llegó un muchacho con más dinero, y en otra hora perdido

todo otra vez, vinieron a relevarme para que fuera a comer. Me llevaron

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

donde Li: me dijo que era muy buena, que a ese judío le podía ganar mucho

más y que podía descansar. La noche siguiente llegó el judío a buscar mi

mesa, se sentó y empezó a decir que iba a recuperar lo que había perdido.

Jugaba muy mal, bebía y presumía. En tres horas perdió diez y siete mil

dólares. Li me felicitó, dijo que lo tenía atrapado. Jugué con mafiosos, con

señoras aburridas, con ludópatas, y varias veces más con el judío, hasta que

un día llegó un joven muy serio y se puso a vociferar, era el hijo del judío. Le

dijo a su padre que estaba arruinando la familia, que lo declararían

incompetente para administrar dinero… vino la seguridad del casino y los

retiraron. El judío no regresó.

Jugué mucho y el señor Li ganó mucho dinero. Ayer me llamó de nuevo y

me dijo que era libre, que mi padre había pagado la deuda. Que me tomara

unas vacaciones y que tenía las puertas abiertas para cuando quisiera

regresar a trabajar con él.

Se quedó mirándome atentamente descifrando mi rostro, como

resolviendo un problema de ajedrez

--¿por que esa cara?.

Fui al cajón y traje la carta. Leyó, sus ojos translúcidos se hicieron

marisma, y entre líquidas sales azuladas comenzó un lamento ruso, un

diálogo con el papel que leía. Una quebrazón del alma, las finas y precisas

manos sostenían torpemente el papel que se agitaba en la convulsión de su

lectura, lluvias ácidas lavaron la grafía del padre. Selló mis labios pidiendo

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

silencio. Salió casi volando, sobre el piso ajedrezado de la escalera, en sus

manos llevaba la última carta.

La Construcción

En un extremo del barrio han comenzado una gran construcción. Todos

hacen conjeturas sobre lo que puede ser esa obra que abarca media

manzana y que ocupa a cientos de hombres; los habitantes le preguntan a

los obreros qué es lo que están construyendo y estos dicen que por ahora

sólo les han dicho que excaven y les han dado instrucciones para hacerlo.

Los rumores aletean por las cocinas, por los solares, por las tiendas, y en la

hora de la brisa cuando sacan las mecedoras para recibir el aire fresco de

los farallones, se habla, se conjetura, se adivina, se apuesta sobre la gran

construcción que hay en el barrio. El niño Enrique y sus amigos van a la

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

obra para ver trabajar a los hombres. La excavación está llena de puentes y

de rampas hechas con tablas, por donde suben y bajan hombres negros,

brillantes y duros, cantando y riendo; conducen carretillas y grandes

piedras de río, con picos y palas cavan trincheras algunas tan profundas que

se tragan por entero a los hombres, y de ellas se ven salir las paladitas de

tierra solas, como por arte de magia. A escondidas, en rápidas incursiones,

Enrique y sus amigos entran en la obra y corren por los puentes, las rampas

y los tablados, saltan las fosas, trepan andamios...Con la curiosidad propia

de la infancia, todas las semanas acuden al lugar para ver los lentos avances

de la obra. Siempre, antes de volver a la calle, preguntan a alguno de los

obreros,

--¿aquí qué están haciendo...? Y siempre oían la misma respuesta: -No

sabemos. Los rumores sobre la obra continúan: todos los días alguien en el

barrio arriesga una conjetura, o una falsa certeza: que es un colegio, que van

a poner una estación de buses, que es la cárcel para mujeres, que no es

para mujeres, sino para menores, que el barrio se va a dañar, que mejor

vendamos la casa ahora, antes de que se sepa lo de la cárcel y no valga

nada. Que no es una cárcel, que es un hospital, que no es un hospital que es

un cuartel de policía, pues si es así con más razón hay que vender... que no

es un cuartel, sino una plaza de mercado, que no, que es una iglesia de los

mormones que son esos gringos tan bonitos de camisa blanca y ojos azules,

que no es nada de eso. Qué es ?... Así el barrio tenía una suerte de

expectativa, de motivo de charla, había algo que ponía a soñar y a maldecir,

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

a construir y demoler, a darle a la vida el refresco de fantasía. se acaloraban,

los hombres en la fuente de soda durante las cervezas, siempre alegando;

antes de política, de fútbol, de mujeres, ahora de la construcción; que si es

una iglesia la casa se valoriza, que si es un cuartel hay que irse del barrio

porque, que tal, las niñas enamoradas de un uniforme. Que si es un hospital

el barrio se va a llenar de funerarias, porque si no vea el barrio San Fernando

que cada dos casas hay una sala de velación. Que no sea exagerado, que

sea lo que sea, esa construcción es desarrollo. Cómo se le ocurre que va a

ser desarrollo una cárcel. Cuánto quiere perder, a que es una estación de

bomberos, yo ya averigüé, Pues ahora si vas a trabajar regalado, chupa

medias. A mi me respetás, o si no... oiga, no peleen por eso... Vea, la cuenta,

que estos ya están borrachos. Los meses pasaban y no se sabía nada cierto;

a los niños no los volvieron a dejar entrar a la obra desde que un vecino de

Enrique se fracturó un brazo al caer desde una rampa cuando jugaban a ser

aviones de guerra. Los señores de la obra trajeron miles de tablas de sajo y

cerraron el lote de la construcción. Fue como arrojar leña al fuego: el

misterio y las hipótesis se multiplicaron. Los ojos del vecindario acudían

todos los días a las hendijas, a las fisuras, a las juntas de las tablas, para

tratar de ver, de adivinar; de tanto apretar el rostro sobre el tablado del

cerramiento olían a aserrío, a madera húmeda. Algunos se paraban frente a

las puertas esperando que en el efímero instante del abrecierra , se pudiera

ver algo revelador...Al año, los muros sobresalieron por encima del

confinamiento de madera; eran sólidos muros de ladrillo cocido, ladrillos

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

color salmón dispuestos en trenza, o atizonados, para que la pared

soportara una gran altura. ¿Viste el ancho de esas paredes?

--Debe ser una iglesia, La erecta ascensión de los muros rosáceos hizo

que los habitantes del barrio se inclinaran por la hipótesis de un templo. En

las tardes maduras, cuando los vecinos sacaban sus sillas para recibir la

fresca y descansar, se quedaban mirando los muros, sus visos salmónicos

que se confundían con los azafranes y cobres del cielo; entonces las damas

y algunos señores benévolos sentían que esos muros, cuyos colores se

fundían en el cielo, eran la demostración de que lo que veían era un templo

que ascendía, y en la altura tocado por las luces de la tarde, se podía sentir

ya, la presencia de algo sagrado, algo irreal, que seguramente traería

felicidad, no sólo a los vecinos, sino a toda la ciudad. un día Enrique

deambulaba por los alrededores de la construcción, y cuando buscaba un

lugar desde donde cual mirar el interior de la obra, no veían por la altura de

los muros, llegó hasta la puerta y se dispuso a esperar el abrecierra para

lanzar un vistazo; al poco tiempo llegó un señor en un Land Rover, se bajó,

se acercó a la puerta y golpeó un tubo de hierro que hacía de campana; al

momento se abrió una ventanita,

--por favor llámeme al oficial --dijo, mientras se ponía un casco de

aluminio. Se abrió la puerta y otro hombre también de casco le saludó:

--buenos días ingeniero, siquiera vino, necesitamos los planos corregidos

de la taquilla. Enrique aprovechó para mirar hacia el interior de la obra pero

no vio nada, y se quedó repasando las palabras que acababa de oír... “Los

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

planos corregidos de la taquilla”. Creyó haber hecho un gran descubrimiento

y salió corriendo. Llegó a su casa y reunió a sus hermanos y a su madre y

les dijo que ya sabía lo que estaban haciendo: cuando todos estuvieron

reunidos, con gran solemnidad les dijo: - Es una taquilla. -¿una taquilla? Yo

oí cuando el oficial le dijo al ingeniero que necesitaba los planos corregidos

de la taquilla. Se oyó una carcajada... Hubo irónicos aplausos... ¡Bravo! que

descubrimiento... La madre de Enrique se aproximó a su hijo y con una

caricia de conmiseración le dijo:

--Oíste mal, hijo, una “capilla” debe ser lo que oíste... Enrique apartó la

mano de su madre y atravesando la manigua de burlas huyó rabiando hacia

la alcoba. No volvió a hablar de la construcción, ni se interesó más por las

habladurías del barrio, ni de la familia. Él sabía que había oído lo que había

oído, pero con el pasar de los días comenzó a dudar, y un forcejeo entre la

certeza, la duda y la ignorancia, le atormentaba. Finalmente preguntó a uno

de sus hermanos, qué quería decir taquilla y este le contestó que no sabía.

Cuando se acabaron las vacaciones y volvieron al colegio, lo primero que

hizo fue pedir prestado en la biblioteca, el diccionario de la Real Academia

de la lengua. Era la edición de 1.939 y en la página 1.199 en la segunda

columna leyó: “Taquilla: Papelera, o armario para guardar papeles, que se

usa principalmente en las oficinas. 2 casillero para los billetes de ferrocarril

etc. 3 por ext., despacho de billetes, y también lo que en él se recauda.”

Luego de leer varias veces, hasta memorizar lo leído, devolvió el pesado

libro. Ahora estaba más confundido que antes: Oficinas, trenes. ¿Por qué

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

una palabra para cosas tan distintas?...Ahora sí empezó a creer que había

oído mal, que seguramente entendió taquilla y era capilla. Entonces decidió

volver a la obra. El sábado, hacia el medio día, se paró frente a la puerta de

madera a esperar, pero nada que abrían. Entonces se aproximó al tubo

metálico que tocaban para llamar. El tubo tiene amarrado de un extremo, con

una cuerda, una barrita de metal para golpear.. Tocó pasito, con miedo, y al

momento se abrió una puertecita alta y se asomó la cabeza de un viejo

negro,

--ajá, con que tú eres el que toca y sale corriendo, vas... Enrique lo

interrumpió y le dijo con firmeza,

--no, yo he venido a preguntar algo y a quién le vas a preguntar algo,?

--Al que sepa

-Al que sepa qué?

--Al que sepa qué es una taquilla,

-Mire niño, aquí estamos es trabajando, lo único que yo sé es que nos

recomendaron que no dijéramos que estamos construyendo un teatro, por

eso, cualquier cosa que le diga le miento. Váyase para su casa a estudiar,

que es lo que tiene que estar haciendo. Ese día Enrique fue feliz, era el único

que sabía qué era la obra. Estaba seguro de que había oído que los planos

corregidos eran de una taquilla, presentía que el teatro era más divertido que

una capilla... guardó feliz su secreto... sonreía cuando escuchaba hablar en

la casa, irónicamente, sobre “la taquilla de Enrique”. En el colegio se

enamoró de la profesora, una francesa encargada de la Disciplina; era

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

pelirroja, y enigmática, nunca se sabía qué ocurría dentro de su belleza y fue

eso de enigma, que había en ella, lo que le fascinó. Un día durante el recreo,

Enrique se llenó de valor y le preguntó -¿Que es un teatro?. Ella con una voz

dulce y un acento encantador, le respondió:

--Un teatro es un lugar donde se ven los cuentos, donde la música sale de

los músicos, donde los cantantes existen, donde se ven las películas.Los

teatros parecen iglesias, los techos son altos como en los templos, pero el

piso no es plano, es como una colina suave que baja hacia el escenario

donde se presentan los artistas, y donde hay una cortina más grande que

todas las cortinas del mundo, una cortina que le dicen telón y que cierran y

abren para que cambien los paisajes, o para que los bailarines se cambien

de vestidos, o los actores de personalidad. Cuando va a empezar todo,

levantan esas grandísimas cortinas y a uno le da mucha alegría. Cuando uno

va a ver cine es distinto: Primero, prenden una luz alta que sale de una

ventanita cuadrada muy arriba, atrás, y esa luz atraviesa toda la sala, y en

esa luz, que es como los rayos del sol, cuando por las tardes se inclinan, se

ve el polvo del aire, esa luz es blanca primero y es como ciega, pero

después se llena de movimientos y sonidos... cruza la penumbra del teatro y

llega hasta la tela blanca y templada que está al fondo, y empieza la vida de

la película. Un día en Diciembre, vino corriendo el mono Calero para contar

que el sábado inauguraban el teatro. Fueron corriendo hasta la obra, y ya

habían retirado el tablado del cerramiento. Encontraron todo muy limpio,

todo muy nuevo, y muy alto, aunque no los dejaron entrar, les dijeron que

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

vieran las fotos de la película que iban a estrenar el día de la inauguración.

Quisieron entrar a escondidas y se metieron por un lado de la obra, pero un

señor muy bravo los sacó corriendo. Las fotos mostraban a un hombre muy

fuerte que volaba aferrado a una liana en un Bosque: El Rey de la Selva...

Cuando inauguraron el teatro Enrique fue el único de la cuadra que

consiguió boleta para entrar, los amigos no tenían con que, y los que tenían,

no los dejaron ir, sus mamás estaban contrariadas porque la esperada

capilla era un teatro donde “quien sabe que iban a ver y a oír, los niños y los

jóvenes del barrio” .Cuando Enrique Volvió de la función matinal, todos los

amigos estaban esperándolo en la cuadra. Lo avasallaron con preguntas;

unos tenían envidia, otros curiosidad... Entonces les dijo:

--En un teatro se ve el mar, los grandes barcos navegando, las praderas y

los caballos, los trenes a toda velocidad, las pirámides, elefantes y tigres y

panteras de verdad. Mujeres lindísimas, tan lindas que duelen y no se van de

uno; en un teatro se ve gente muy valiente, sobretodo se ven los buenos y

los malos. Siempre hay más malos que buenos, pero los buenos siempre le

ganan a los malos, es al revés que en la vida real. Ese domingo, Enrique

sentó a su auditorio en el andén del frente de su casa para contarles las

películas que los amigos, por pobreza, o prohibición, no podían ver.

Entonces hablaba de las aventuras del Santo, o de El Ladrón de Bagdad... Al

comienzo actuaba todos los personajes y decía sus parlamentos, después

comenzó a instruir a sus amigos para que le ayudaran a representar, a

construir paisajes, a simular vuelos, a ser ríos, o tigres, dioses, soles o

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Las sonrisas trocadas – José Zuleta

damas enigmáticas, al fin aprendió a ser lo que se sueña...

La trocada tumba de gardel

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