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8 - John Hersey. Hiroshima
8 - John Hersey. Hiroshima
Pudo conseguir un tranvía tan pronto como llegó a la terminal. (Después calcularía
que si hubiera tomado el tren de siempre esa mañana, y si hubiera tenido que
esperar algunos minutos a que pasara el tranvía, habría estado mucho más cerca
del centro al momento de la explosión, y probablemente estaría muerto.) Llegó al
hospital a las siete y cuarenta y se presentó ante el cirujano jefe. Pocos minutos
después subió a una habitación del primer piso y obtuvo una muestra de sangre de
un hombre para realizar un test de Wassermann. Los incubadores para el test
estaban en un laboratorio del tercer piso. Con la muestra en la mano izquierda,
sumido en esa especie de distracción que había sentido toda la mañana —acaso
debida a la pesadilla y a la mala noche que había pasado—, comenzó a caminar a
lo largo del corredor principal hacia las escaleras. Acababa de pasar junto a una
ventana abierta cuando el resplandor de la bomba se reflejó en el corredor como
un gigantesco flash fotográfico. Se apoyó sobre una rodilla y se dijo, como solo un
japonés se diría: “Sasaki, gambare!”, “¡Sé valiente!”. Justo entonces (el edificio
estaba a 1.508 metros del centro) el estallido irrumpió en el hospital. Sus lentes
volaron; sus sandalias japonesas salieron disparadas de sus pies. Pero aparte de
eso, gracias a donde se encontraba, no sufrió daño alguno.
(…)
La suerte que corrieron los doctores Fujii, Kanda y Machii —y, puesto que sus
casos son típicos, la que corrió la mayoría de los médicos y cirujanos de Hiroshima
—, con sus oficinas y hospitales destruidos, sus equipos dispersos, sus cuerpos
incapacitados en grados diversos, explicó por qué no se atendió a muchos
ciudadanos heridos y por qué muchos que habrían podido salvarse murieron. De
ciento cincuenta doctores en la ciudad, sesenta y cinco fallecieron, y los demás
resultaron heridos. De 1.780 enfermeras, 1.654 murieron o estaban demasiado
graves para trabajar. En el hospital más grande, el de la Cruz Roja, solo seis
doctores de treinta eran capaces de trabajar, lo mismo que solo diez enfermeras
entre más de doscientas. El único médico ileso del personal de la Cruz Roja fue el
doctor Sasaki. Tras la explosión, se dirigió a toda prisa al almacén para buscar
vendajes. Como todas las que había visto mientras corría por el hospital, esta
habitación estaba en total caos: botellas de medicina despedidas desde las
estanterías y rotas, ungüentos salpicados sobre las paredes, instrumentos
desparramados por todas partes. Cogió varios vendajes y una botella de
mercurocromo que no estaba rota, volvió junto al cirujano jefe y le vendó sus
heridas. Entonces salió al corredor y comenzó a atender a los pacientes heridos, a
las enfermeras y a los doctores. Pero cometía tantos errores que tomó un par de
lentes de la cara de una enfermera herida, y, aunque solo compensaban
parcialmente los defectos de su visión, eran mejor que nada. (Habría de depender
de ellos durante más de un mes.)
El doctor Sasaki trabajaba sin método, atendiendo primero a los que tenía más
cerca, y pronto notó que el corredor parecía llenarse más y más. Mezcladas con
las excoriaciones y las laceraciones que la mayoría de los pacientes había sufrido,
el doctor empezó a encontrar quemaduras espantosas. Se percató entonces de
que empezaban a llegar del exterior avalanchas de víctimas. Eran tantas que el
doctor comenzó a postergar a los heridos más leves; decidió que lo único que
podía hacer era evitar que la gente muriera desangrada. Poco después había
pacientes acuclillados sobre el suelo de la sala, en los laboratorios y en todas las
otras habitaciones, y en los corredores, y en las escaleras, y en el zaguán de
entrada, y bajo la puerta cochera, y sobre las escaleras de piedra del frente, y en la
entrada y en el patio, y a lo largo de varias manzanas en ambas direcciones de la
calle. Los heridos ayudaban a los mutilados; familiares desfigurados se apoyaban
los unos en los otros. Muchos vomitaban. Numerosas alumnas —algunas de
aquellas que habían salido de sus clases para trabajar en la apertura de
corredores cortafuegos— llegaban al hospital arrastrándose. En una ciudad de
245.000 habitantes, cerca de cien mil habían muerto o recibido heridas mortales en
un solo ataque; cien mil más estaban heridos. Al menos diez mil de los heridos se
las arreglaron para llegar al mejor hospital de la ciudad, que no estaba a la altura
de semejante invasión, pues tenía solo seiscientas camas, y todas estaban
ocupadas. En la multitud sofocante del hospital los heridos lloraban y gritaban,
buscando ser escuchados por el doctor Sasaki: “Sensei”, “¡Doctor!”. Los más leves
se acercaban a él y le tiraban de la manga para que fuera a atender a los más
graves. Arrastrado de aquí para allá sobre sus pies descalzos, apabullado por la
cantidad de gente, pasmado ante tanta carne viva, el doctor Sasaki perdió por
completo el sentido de la profesión y dejó de comportarse como un cirujano
habilidoso y un hombre comprensivo; se transformó en un autómata que
mecánicamente limpiaba, untaba, vendaba, limpiaba, untaba, vendaba.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar